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Alois nunca había sido cliente nuestro. Para nuestros parámetros, era un hombre normal, es decir, lo bastante corrupto para utilizarlo en caso de auténtica necesidad. Presumíamos que entonces estaría disponible. Los Cachiporras apenas custodiarían al hombre. ¿Con qué fin? ¿Qué había que proteger? Por otra parte, en lo referente a Klara, preferimos no acercarnos: ¿con qué fin? No teníamos de ella una necesidad directa; como ya he señalado, niños malvados pueden muy bien proceder de madres muy amorosas. Por supuesto, a los hombres y mujeres normales esta idea les repugna. Socava su fe en el Dummkopf. ¿Cómo lo consentía Dios? Un lamento típico.

Alois nos era directamente útil. Eran tan fiables sus fuerzas y sus costumbres, sus aportaciones productivas, sus crueldades inherentes (por no mencionar sus groserías) que, de ser necesario, se podía intensificar o reducir el calor del odio de Adolf por su padre con objeto de moldear al chico. Denlo por seguro…, dependíamos de Alois.

Pero ahora su desmedido amor por las abejas parecía impropio de él. Los ateos como Alois, que intentan recorrer todo el camino hasta la tumba sin que los perturbe el presentimiento de que Dios quizás haya creado el universo, no se diferencian mucho de las vírgenes piadosas que temen la tentación de calenturas pecaminosas. Esas féminas sólo aceptan su carnalidad transida mediante adulteraciones diversas. Así también los ateos encuentran sustitutos en el paganismo, el servicio al prójimo o, actualmente, la tecnología: suelen verla como la mejor solución posible de los problemas de la humanidad. De vez en cuando profesan una lealtad excepcional hacia algún fenómeno de la naturaleza. En el caso de Alois, resultó ser el reconocimiento de que era posible una colaboración entre lo poderoso y lo minúsculo, él y las abejas.

Asaz inquieto, una noche penetré en su mente, una iniciativa onerosa porque no era un cliente, pero necesaria para comprender su motivación y, en efecto, supe algo más. Alois veía en la vida de las abejas paralelismos con la suya propia. Esto era para mí una causa de aprensión. Para Alois, unas abejas en busca de nuevos campos de flores eran criaturas a las que entendía.

Cualquier día caluroso, estas exploradoras conocen el calor del sol y el anhelo íntimo que despierta en los pétalos de las flores. Alois no iba a abrir de par en par la puerta con que había atrancado su lado místico, pero seguía imaginando a las abejas cuando entraban en las cavernas de las flores. Bajo el calor pujante del sol, entregaba su néctar a la lengua de la abeja mientras el polen cubría los pelos del insecto. En otro momento, la misma abeja se apartaría de un deseo apasionado para zambullirse en otro, fuera cual fuese la hermosa flor de la misma especie que la llamara en la brisa, listo otra vez el insecto para recoger más néctar al mismo tiempo que regaba sobre la segunda flor el polen recolectado en la primera. ¡Dura tarea y ansia satisfecha!

Se sentía próximo a la abeja que volvía volando con su carga de pesadas bolsas de polen y el abdomen lleno de néctar, porque había dado mucho a las mujeres que, no obstante, a su vez le habían reportado mucho: mucha sabiduría acumulada sobre el modo de llevar su rincón aduanero del mundo. Al final, era infalible distinguiendo lo verdadero de lo falso en las declaraciones de extranjeros, en especial de mujeres que pretendían engañarle pero que no podían porque él era más sabio. Poseía la miel auténtica: el conocimiento. Sabía lo que otros estaban tramando, todos los secretos que escondían comerciantes y viajeros de paso, secretos dulces como la miel, todo lo que aquellas buenas gentes procuraban robar y guardárselo. Pero su misión consistía en descubrir sus secretos. Trabajaba con tanto ahínco y tanto tiempo como una abeja el día más caluroso y productivo del verano para proteger la gloria, que databa de siglos, del imperio excepcional de los Habsburgo. Admitía que no todos ellos habían sido grandes, ni siquiera todos eran buenas personas, pero los mejores, como Francisco José, habían sido muy buenos. Como sabemos, Alois se encontraba un parecido con el emperador en las facciones: la mismas patillas, la misma dignidad. Se decía que el emperador Francisco José era capaz de trabajar horas interminables en sus deberes necesarios y casi inacabables. Él también, Alois, cuando era menester, estaba dispuesto. Y sin embargo los dos sabían —el emperador y él— que no bastaba con acumular miel; tenían que degustarla ellos mismos.

Sabía que alguna gente de Linz, en su mayoría estúpida, se había escandalizado al oír rumores de que Francisco José había tomado como amante a la actriz Katharina Schartt. ¿Cómo era posible? El emperador tenía una mujer tan bella…, la emperatriz Isabel. La noticia había corrido como un reguero de pólvora. Pero a Alois no le había escandalizado. Él comprendía. Los hombres tenían que reservarse parte de la miel.

Permítanme que me deje transportar por las voluptuosas oleadas de la meditación de Alois. A decir verdad, tenía cierto miedo de las abejas. Una vez, años atrás, había sufrido una picadura tan feroz y apocalíptica (si puedo expresarlo así) que nunca olvidó el ataque de vértigo que le ocasionó. ¡Qué facultad de causar dolor! ¡Y que la poseyeran criaturas tan pequeñas! Concluyó que no podía infligirlo la abeja sola. Un dolor así tenía que expresar la cólera del sol. Con la cual Alois estaba familiarizado. Había trabajado muchas tardes de agosto embutido en su uniforme. Pues claro que conocía la cólera del sol, y las abejas eran sus agentes del mismo modo que él lo era de los Habsburgo, y por consiguiente próximo a la grandeza del poder último.

¿Serían estas revelaciones producto de su jubilación cercana? Yo también estaba deseando inquieto los cambios que no alcanzaba a prever una vez que Alois empezara a vivir con su familia en la granja.