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En nuestras filas, consideramos que una ambición excesiva es una fuerza a nuestra disposición. Nos adherimos a cualquier impulso que se descontrole. De ninguna pasión esto es más cierto que de la ambición desmedida. Pero la ambición también está relacionada con los designios de Dios. En definitiva, Él la concibió para los humanos. (Quería que se esforzaran en alcanzar Su visión).

Por descontado, la suposición divina era una locura. Como el Maestro nunca se abstiene de decirnos, un ser humano que sufre una ambición excesiva sólo está ejemplificando la falta de previsión del Creador. El D. K., al desear que Su visión fuera innovadora, había creado la voluntad humana como un instinto casi liberado de Él. Una vez más, Dios se había equivocado en sus cálculos. La ambición no sólo es la más poderosa de las emociones, sino la más inestable. Son legión los ambiciosos que culpan a Dios de una racha de mala suerte.

En consecuencia, un gran apetito de éxito despierta forzosamente nuestro interés. Dios, un optimista prodigioso, no había previsto la conveniencia de que los hombres y las mujeres que se proponían promulgar Su visión tuvieran las ambiciones abnegadas de los santos. En cambio, el Maestro siempre había estado atento a los filones de maldad que había en los hombres.

Examinemos el caso de Alois. Muchas personas esconden su ambición en lo más recóndito de su intimidad (escondida hasta para ellas mismas). Pues en cuanto la ambición se desmanda, está dispuesta, de ser necesario, a triturar no pocas convicciones arraigadas sobre la naturaleza inviolable del honor personal. O sobre la lealtad a los amigos. Con demasiada frecuencia, la ambición puede ser tan ciega como una guadaña.

No es de extrañar, pues, que Alois no fuese el único miembro de la familia de Hitler en padecer este trastorno. Por ser un auténtico germen, la ambición es infecciosa. Como Klara tenía ya un hijo que daba todos los indicios de sobrevivir, sus pechos, en consecuencia, estaban henchidos de alegría, la más generosa que nunca había conocido, y lo quería todo para Adi. Hasta tal punto, en realidad, que estaba dispuesta a consentir que su marido traspasara la mitad de la cama.

Empezó un segundo cortejo. Ella todavía amamantaba a Adolf. No había, por tanto, temor a un embarazo. Lo que inspiró el retorno de un cierto interés sexual fue su creciente aprecio de Alois. Después de todo, había edificado cimientos fuertes para el buen futuro de Adolf. Así como su marido se había elevado desde el barro de Strones y de Spital hasta el honor de servir como funcionario a Francisco José, ella, a su vez, se aprestaba a soñar con las alturas a las que Adolf ascendería si demostraba poseer una capacidad equiparable al vigor de su padre.

Para lo cual, sin embargo, necesitaba que aquel mismo padre le amara. Una vez, con su voz más suave, Klara le dijo a Alois:

—A veces me pregunto por qué nunca coges en brazos a Adi.

—Los otros dos se pondrán celosos —respondió él—. A unos niños celosos no se les puede confiar bebés.

—Alois y Angela lo cogen a todas horas —dijo ella—. No tienen celos. Adi les gusta. A veces parece que le quieren.

—Dejemos las cosas como están. Quizás están contentos porque no lo cojo.

—Algunas veces temo que no sea muy importante para ti —osó decir ella.

Había dado un paso más allá de lo que ella pensaba. ¿No tenía él bastante con disponer sólo de una mitad de la cama para que encima ella le regañase?

—¿Importante para mí? —dijo—. A eso sí voy a responder. No lo es. No todavía. Quiero ver si sobrevive.

Klara no lloraba con frecuencia, pero en aquel momento prorrumpió en llanto. Lo peor había sucedido y de nuevo se sentía débil delante de su marido. No conseguía no amarle.

Justo entonces empezó a ladrar el perro. Alois había comprado un mestizo por unos pocos kronen a un granjero que conocía. Como vivían en una casa y ya no en una posada, la compra podía considerarse una protección digna de su precio. Pero el perro, al que llamó Lutero, resultó decepcionante. Aunque Lutero adoraba a Alois y temblaba cada vez que el amo cambiaba el tono de voz, por lo demás no parecía muy alerta. Además, tenía reacciones nerviosas. Aquella noche, como Alois le gritó que dejara de aullar, el pobre animal mojó el suelo.

Más tarde, Alois tuvo remordimientos. El perro, al fin y al cabo, le adoraba. Primero, sin embargo, le azotó. Mientras intentaba huir reptando, el pobre trasero perruno se empapó de sus propias aguas. Entretanto daba alaridos de terror. El alboroto despertó a los niños. Alois hijo acudió el primero, seguido de Angela y por fin de Adi, que aún no tenía dos años, pero era lo bastante ágil para bajarse de su cama baja y aparecer en escena. Klara se levantó de un brinco para atraparle. Estaba preparada para lo peor, aun sin saber apenas lo que era —que el niño pisara la orina, que pidiera a gritos la teta de su madre, que Alois les golpeara a los dos—; había visto la expresión de los ojos del marido cuando Adi se volvía demasiado ávido de su pezón. Pero no sucedió nada de esto. Al contrario, el niño miró con un solemne interés al perro que gemía, después a la mano fustigadora del padre, y en sus ojos azules hubo un brillo, una expresión de intensidad notable para una criatura tan pequeña. Klara la había visto en su cara cuando le daba de mamar. La miraba con el semblante enternecido de un amante abrumado durante un momento por la implícita igualdad de una piel contra la otra, de dos almas fundidas. En instantes así, sentía más cerca a su hijo y pensaba que sabía más de ella que nadie.

Pero cuando Adolf miró al perro mojado y la cara coloradísima de su padre, en su semblante no había ternura, sino mucha comprensión.

Klara experimentó un extraño pánico, como si tuviera que sobresaltar al pequeño para que llorase y ella le diera el pecho y de esta forma sacarle de la habitación. Y lo logró. Adi se puso furioso cuando su madre le levantó del suelo, se lo llevó y le obligó a mamar. De hecho, la mordisqueó tanto con sus dientecitos que Klara lanzó un grito y él dejó de berrear el tiempo suficiente para soltar una fuerte y profunda risotada.

Klara oía vociferar a Alois en la habitación de la que ella acababa de salir.

—Este perro no aprende a controlarse —gritó, dolido por el sesgo que había cobrado la velada. Lutero sangraba de la boca a causa de los golpes que había recibido de lleno en el hocico, pero a su vez Alois tenía la palma de una mano lacerada por un pequeño pero feo desgarrón que se había hecho al atizar una bofetada feroz contra un incisivo roto en mitad de los pobres dientes delanteros de Lutero.