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Trataré, pues, de explicar estos dos reinos, el divino y el satánico. Podría denominarlos dos antagonismos, dos dominios, dos visiones de la existencia contrapuestas, pero a lo largo de incontables siglos se ha empleado el término «dos reinos». Huelga añadir que los demonios nos enfrentamos todos los días con un formidable despliegue de ángeles. (Los llamamos Cachiporras).

Aunque estas huestes guerreras no serán desconocidas para quien haya leído El paraíso perdido, quiero señalar que muchos de nosotros somos muy versados en clásicos literarios. No puedo hablar por los ángeles, pero los demonios tenemos la obligación de admirar la buena prosa. Milton, por lo tanto, ocupa un lugar alto en nuestros arcanos de esos pocos artistas literarios a los que no tenemos que considerar como de una imperdonable segunda fila (debido a sus inexactitudes sentimentales). Milton, en suma, proporcionó su comprensión intuitiva de la contienda entre los dos reinos. Por impreciso que fuera en los detalles, hizo una descripción pionera del modo en que los dos ejércitos pudieron haberse enfrentado al comienzo de aquella gran separación que aconteció cuando los primeros escuadrones de ángeles se dividieron en dos bandos contrarios, y cada uno estuvo convencido de que eran los que habrían de dirigir el futuro de los seres humanos.

Así que podemos rendir homenaje a aquel gran hombre ciego, aunque sus relatos estén trasnochados. Los demonios que sirven al Maestro ya no forman falanges para guerrear contra ángeles. En cambio, estamos astutamente infiltrados en cada rincón de la existencia humana.

Para dar una primera explicación, por ende, de las sinuosidades, prominencias, impasses y recovecos de nuestra guerra, tengo que hacer un bosquejo de las fuerzas que procuramos ejercer actualmente sobre la sociedad humana. Empezaría señalando que hay tres aspectos de la realidad: la divina, la satánica y la humana; en efecto, tres ejércitos distintos y no dos, sino tres reinos. Dios y Su cohorte angélica actúan sobre los hombres, mujeres y niños para someterlos a Su influencia. Nuestro Maestro y nosotros, sus representantes, queremos poseer el alma de muchos de esos mismos humanos. Hasta la Edad Media, las personas no pudieron desempeñar un papel muy activo en la lucha. Con frecuencia eran peones. De ahí el concepto de dos reinos. Ahora, sin embargo, no tenemos más remedio que tener en cuenta al hombre o la mujer individuales. Diré incluso que muchos, si no la mayoría, de los humanos hacen hoy todo lo posible para que no los contemplen ni Dios ni el Maestro. Quieren ser libres. Muchas veces manifiestan (muy sentenciosamente): «Quiero descubrir quién soy». Entretanto, los demonios guiamos a la gente a la que hemos atraído (los llamamos clientes), los Cachiporras nos combaten y muchos individuos hacen lo que pueden por repeler a ambos bandos. Los humanos se han vuelto tan engreídos (con la tecnología) que más de uno confía en emanciparse de Dios y del diablo.

Cabe reiterar que todo esto no es sino un primer atisbo de las corrupciones arraigadas en la existencia, un boceto de la verdadera complejidad de los sucesos.

Por ejemplo, puedo recuperar, si es necesario, los recuerdos ocultos, incluso largo tiempo sepultados, de un cliente. Esta facultad, no obstante, exige tiempo. (Tiempo es una palabra que escribo con mayúscula porque para nosotros, y también para los ángeles, es un recurso comparable al poder del dinero sobre los humanos). Siempre estamos calculando el Tiempo que podemos permitirnos conceder a cada cliente. Mi necesidad de adquirir más información en una situación determinada tengo que contrapesarla siempre con el esfuerzo que requiere ejercer nuestra voluntad sobre una persona concreta. Por esta razón, el humano normal ni suele interesarnos. Sus facultades de penetración, memoria y mala intención son limitadas. En cambio, tratamos de encontrar hombres y mujeres que estén dispuestos a transgredir unas pocas leyes importantes, ya sean sociales o divinas.

Me temo que esos hombres y mujeres ya no son corrientes. A menudo tenemos que conformarnos con mediocridades. En nuestra empresa, siempre que tengamos la suficiente paciencia, podemos mejorarlos. Gracias a lo cual llegamos a conseguir ascensos. He tenido clientes a los que pude desarrollar hasta el extremo de que fueron útiles en uno u otro de nuestros proyectos más amplios, y mi situación prosperó gracias a ellos. El cliente medio, sin embargo, atrapado en el tira y afloja de un ángel de la guarda y un demonio director como yo, muchas veces acaba siendo de poco provecho para cualquiera de los reinos, y desde luego recuerdo algunos casos infaustos en los que el ángel de la guarda que era mi rival se llevó los despojos.

Mi posición empeoró, de resultas de estas pérdidas, en un desdichado período pasado. Durante una temporada me asignaron clientes de origen vulgar o de rendimiento escaso. Por ejemplo, alenté a soldados rasos a minar la moral de su regimiento desertando, animé a trabajadores y campesinos que pretendían desatar revoluciones, pero que se corrompieron. Conocí a unos curas de ciudades pequeñas que se metieron en líos con niños y a más de un administrador de bienes que se incautó de fondos. Consentí a barones y condes de la baja nobleza que dilapidaran en el juego el remanente de antiguas propiedades, y también podría enumerar en mi lista a rateros, patanes borrachos y maridos y mujeres infieles de la peor ralea. Tenía una multitud de clientes, pero sólo unos pocos estimulaban mis desarrolladas aptitudes. Muchísimas veces tuve que actuar como supervisor de clientes nacidos con poco y que enseguida tuvieron aún menos. Aunque raramente sabía si el Maestro estaba salvaguardando mis talentos para alguna empresa futura o continuaba relegándome a rincones remotos, concebí esperanzas en una ocasión en que comentó que quizás pudieran confiarme un puesto comparable por su desafío a algunas de las confrontaciones épicas de nuestro reino durante los tres primeros siglos de la Iglesia de Roma. Si, aquello quizás siguiera estando a mi alcance, siempre que prestara una atención infatigable a desventurados, matones y borrachos. Así lo hice y al final fui seleccionado para supervisar el trabajo de una serie de demonios menores que vigilaban a una familia austriaca cuyo potencial desarrollado aún podría resultar asombroso. De momento aquel embrión, así como sus padres, era insignificante, pero tenía deficiencias ancestrales, llenas de la pestilencia embriagadora de nuestro viejo amigo: el escándalo de sangre. Así que yo habría de mantenerme a su lado desde su nacimiento.

No me atrevía a preguntar, pero en aquel punto el Maestro decidió satisfacer directamente mi curiosidad. Dijo:

—¿Por qué me he interesado tanto por esta criatura que todavía no ha nacido? ¿Será porque llegará a poseer una poderosa ambición? Puede que te proponga que te ocupes de ella continuamente. Por ahora, sin embargo, no es más que un proyecto. Podría fracasar, desde luego. Con el tiempo, si desarrolla la mayor parte de su promesa, podría, como digo, ser tu único cliente. ¿Necesito decir más?

El Maestro profirió todo esto con su característica ironía. Nunca sabemos su grado de seriedad cuando nos habla al intelecto. (Su voz es una cornucopia de humores).

En todo caso, no me atreví a preguntar: ¿Y si fracaso? Muchos proyectos lo hacen. Por otra parte, pronto supe cómo fue concebido mi cliente.

Algunos lectores quizás adviertan que la primera vez hablé de aquel suceso extraordinario como si yo hubiera estado en el lecho conyugal. No, declaro que no estuve. No obstante, cuando menciono mi participación, sigo diciendo la verdad. En efecto, así como los científicos asumen actualmente su confusión científica de que la luz es tanto una partícula como una onda, así también los demonios vivimos en la verdad y en la mentira, codo con codo, y las dos existen con igual fuerza.

La explicación —siempre que uno se proponga seguirla— es notablemente menos dificultosa que, pongamos, la teoría especial de la relatividad de Einstein.