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Sí, yo soy el instrumento. Soy un oficial del Maligno. Y este instrumento de confianza acaba de cometer un acto de traición: no es aceptable revelar quiénes somos.

El autor de un manuscrito inédito y sin firma puede intentar el anonimato, pero el margen de seguridad no es grande. Si desde el principio he hablado de mi temor a asumir esta tarea es porque sabía que tarde o temprano tendría que darme a conocer. Ahora, sin embargo, que he ofrecido esta revelación, hay un cambio de dato. Ya no se me puede considerar un oficial nazi. Aunque en 1938 pude afirmar que era un ayuda de confianza de Heinrich Himmler (por el medio, sí, de habitar un cuerpo auténtico de oficial de las SS), fue algo temporal. Cuando nos lo ordenan, siempre estamos dispuestos a asumir estas funciones, estas moradas humanas.

No obstante, reconozco que estas observaciones son apenas accesibles a la mayoría de mis lectores. Teniendo en cuenta la autoridad actual del mundo científico, casi todas las personas instruidas tuercen el gesto ante la idea de un ser como el diablo. Son aún más reacios a aceptar el drama cósmico de un conflicto en curso entre Satanás y Dios. La tendencia moderna consiste en creer que tal elucubración es un disparate medieval felizmente extirpado por la Ilustración hace siglos. La existencia de Dios quizás sea aceptable para una minoría de intelectuales, pero no la creencia de que existe un ser opuesto e igual a Dios o casi. ¡Un misterio es tolerable, pero nunca dos! Eso es pasto para los ignorantes.

No hay que sorprenderse, pues, de que el mundo tenga una comprensión empobrecida de la personalidad de Adolf Hitler. Le detestan, sí, pero no le comprenden: al fin y al cabo, es el ser humano más misterioso del siglo. Con todo, yo diría que comprendo su psique. Fue mi cliente. Seguí su vida desde la infancia a lo largo de su evolución como la bestia salvaje de su época, aquel político de apariencia tan inofensiva con su bigotito.