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La difteria había irrumpido en la familia como la peste negra.

Manaba mucosidad de la garganta del niño de dos años y la niña de un año, una erupción de flema verde, más espesa y pesada que el barro de Strones. El niño y la niña emitían ruidos ásperos, sonidos emitidos con la autoridad torturada de un anciano y una anciana que esforzaban los pulmones como galeotes para despejar una salida estrecha como una paja. Gustav murió el primero, siempre enfermizo, un niño de dos años y medio que parecía el espectro de los hermanos y hermanas de Klara fallecidos, y tres semanas después de Gustav murió Ida, de quince meses, que con sus ojos azules era la viva imagen de Klara. Las dos muertes volvieron a la madre en el golpe que siguió pronto. Fue la muerte de Otto —¡que sólo tenía tres semanas!—, fallecido a causa de un cólico galopante que le vació entero. El hedor de un bebé nacido para morir en sus tres primeras semanas de vida se asentó en la nariz de Klara como si sus orificios nasales fueran otro miembro del recuerdo.

No dudó quién era el culpable. Alois había estado cerca del Maligno. Pero ella lo entendía. Un chico en Viena completamente solo y siempre lleno de deseos. ¡Por supuesto! Pero ella no tenía disculpa. Había deseado una familia en la que los hijos no muriesen, sino que llegaran a la mayoría de edad, y sin embargo había sido infiel a Dios Todopoderoso la noche en que Gustav fue concebido, sí, y aún intentaba encontrar aquel placer secreto las noches en que Alois le hacía el amor, por variar la dieta de su idilio con Rosalie, la cocinera nueva, en la fonda Pommer.

Le odiaba por aquellas acciones. Pero ya había aprendido que aquel tipo de odio era traicionero. Parecía acrecentar su deseo. Por el contrario, las noches en que sentía un momento de amor por Alois, toda aquella buena vida se convertía en hielo por debajo. Alois refunfuñaba cuando ya estaba consumado el acto y ella le besaba en un afán de arreglar las cosas.

—Tu boca hace promesas que no cumple —le decía él.

No era como si estuviesen casados. Tenía siempre presentes a Anna Glassl y a Fanni. Klara había empezado siendo una criada, luego pasó a ser la niñera de los hijos de Fanni y después su madrastra, pero sus propios hijos habían muerto. Alois hijo y Angela habían sido enviados a Spital cuando la difteria atacó a los más pequeños, y se salvaron del contagio. Habían vuelto con Klara, pero las tres habitaciones que ocupaban en la fonda seguían apestando a la fumigación posterior a cada muerte, y en la ropa de Klara persistía el olor de los tres días distintos en que había asistido a los entierros en el cementerio. Sabía lo pequeño que podía ser un féretro —lo había aprendido de los fallecimientos en la familia Poelzl—, pero los féretros en miniatura de sus propios hijos fueron como tres cuchilladas en el corazón que le despertaron el amor que no se había atrevido a sentir en vida de ellos. Había estado aterrorizada por el mal que podía causar a aquellas almas recién nacidas. Hasta después de la muerte de Gustav no se percató de que le amaba.

Alois, por su parte, había decidido que no iba a perdonar a Dios. A sus amigos en la taberna vecina de la casa de aduanas, sobre todo a los recién llegados, les hablaba con la autoridad de sus tres decenios de servicio en la oficina.

—Es el emperador el que tiene el poder de guiarnos —les dijo una calurosa noche de verano—. El auténtico poder reside en él. Dios no hace más que matarnos.

—Alois —dijo un viejo amigo—, hablas como si no tuvieras miedo de comparecer arriba.

—Arriba o abajo, la verdadera autoridad para mí es Francisco José.

—Vas demasiado lejos —dijo su amigo.

Por lo general, Alois no llegaba a casa de buen humor. La cerveza se disipaba en una nube agria. Reñía a su hijo Alois, reprendía a Angela y a Klara no le dirigía la palabra. Ahora bien, una vez a la semana, y no más (y le enfurecía cuánta vitalidad le habían arrebatado aquellas tres muertes), volvía a mirar a Klara como lo había hecho la primera noche y trataba de imaginar una manera de instruirla en determinadas spécialités de la maison. Alois no hablaba francés pero sabía todo lo que hacía falta saber al respecto de aquellas cuatro palabras. Un funcionario de aduanas había estado en París en su juventud. Contaba que en un burdel de allí había aprendido más en dos noches que durante todo el resto de su vida.

Alois se resistía a dejarse impresionar. Algunos de los detalles no le resultaban desconocidos. A Fanni, para empezar, le gustaba introducir la boca en muchos sitios, y Anna Glassl no se comportaba como una dama cuando entraba en materia. Y una y otra vez Alois recibía una agradable sorpresa húmeda de alguna de las criadas o cocineras.

Por supuesto, aquellos días estaba con una criatura asustada cuyo torso podía abrasarle aunque sus muslos estuvieran tan fríos como un banco de nieve. Ella hacía el amor, sí, cuando él conseguía entrar realmente en ella —no muchas veces—; ella era tan fuerte como el sabueso, sí, muy parecidas a perras a las que él había visto gruñir y lanzar una dentellada contra los genitales de un perro. Klara no gruñía ni mordía, sino que saltaba sobre su altar, sola, siempre sola, y era tan íntima que él quería colocar la boca donde más íntima era Klara, y luego introducir el sabueso dentro de la boca de ella. Él le indicaba el emplazamiento de la devoción. Spécialités de la maison!

Si, la calurosa noche de verano en que intentó abrirle las piernas cerradas, y en que él empujó más que nunca con la fuerza de sus brazos, hubo un momento en que le superó el aliento. ¡Una punzada sorprendente! Por un instante sintió como si le hubiera fulminado un rayo. ¿Era su corazón? ¿Estaba al borde de la muerte?

—¿Estás bien? —le gritó ella cuando se tumbó a su lado, resollando con un estertor tan horrible como los últimos arrestos de los hijos perdidos.

—Muy bien. Sí. No —dijo. Después, Klara se le echó encima. No sabía si así le resucitaría o le remataría, pero le embargó el mismo desprecio, afilado como una aguja, que le había sobrevenido después de la muerte de Fanni. Ésta le había dicho una vez lo que debía hacer. Así que Klara se colocó al revés y puso su cosa más innombrable encima de la nariz y la boca resollantes de Alois, y tomó entre los labios el ariete viril. El tío Alois estaba entonces tan blando como una voluta de excremento. Le succionó, no obstante, con una avidez que estaba segura de que sólo podía proceder del Maligno. De él había surgido el impulso. De modo que ahora los dos tenían la cabeza en el extremo que no era y el Maligno estaba presente. Él nunca había estado tan cerca.

El sabueso empezó a cobrar vida. Justo dentro de la boca de Klara. La sorprendió. Antes, Alois estaba muy fláccido. ¡Pero ahora volvía a ser un hombre! Lubricada su boca por la savia femenina, se volvió y abrazó su cara con toda la pasión de la boca y el rostro, por fin preparado para penetrarla con el sabueso e introducirlo en la piedad de Klara, sí, maldita piedad toda, pensó Alois —¡maldita consorte meapilas, maldita iglesia!—; acababa de volver de entre los muertos, por algún milagro había retornado, con su orgullo igual que una espada. ¡Aquello era mejor que una tempestad en el mar! Y después fue más allá de aquel momento, pues ella —la mujer más angelical de Braunau— sabía que se estaba entregando al demonio, sí, sabía que estaba allí presente, con Alois y con ella, los tres libertinos en el géiser que manaba de Alois, después de ella y ahora juntos, y yo estaba allí con ellos, era la tercera presencia y me vi arrastrado hacia los maullidos del trío que se despeñaba por la catarata, Alois y yo llenando el útero de Klara Poelzl Hitler, y en efecto supe en qué momento la creación se produjo. Así como el ángel Gabriel sirvió a Jehová una noche trascendental en Nazaret, así también yo estaba allí con el Maligno en la concepción de aquella noche de julio, nueve meses y diez días antes de que Adolf Hitler naciera el 20 de abril de 1889. Si, yo estuve allí, un oficial de rango en el mejor servicio de inteligencia que jamás ha existido.