En estos meses, Klara visitó a Fanni más a menudo que Alois, y casi cicatrizó la herida que se habían producido ambas. En la primera visita, Klara se postró de rodillas delante de la cama donde yacía Fanni y dijo:
—Tenías razón. No sé si hubiera cumplido mi juramento. Fanni, a su vez, lloró.
—Sí lo habrías cumplido —dijo—. Ahora te digo que no renuncies a él. Alois no me quiere.
—No —dijo Klara—, ¡mi promesa sigue en pie! Tiene que ser más fuerte que nunca.
Hubo un momento en que pensó que quizás había comprendido por fin el verdadero sentido del sacrificio. Y se sintió exaltada. La habían enseñado a buscar un estado parecido de pureza espiritual. Eran enseñanzas inculcadas por su padre, es decir, su padre putativo, el viejo Johann Poelzl, que era huraño en todos los temas menos en la devoción. «La devoción a nuestro Señor Jesucristo lo es todo para mí en todos y cada uno de los días de mi vida», le decía a Klara; era, de hecho, más piadoso que cualquier mujer de Spital. En muchas comidas, después de bendecir la mesa, le decía a Klara (sobre todo cuando rebasó los doce años) que renunciar a lo que más se deseaba era lo más cerca que podía estarse de conocer la gloria de Cristo. Pero para alcanzar aquellos momentos había que estar dispuesto a sacrificar los propios sueños. ¿Acaso Dios no había sacrificado a Su Hijo?
Klara pronto intentó renunciar al deseo que le inspiraba su tío Alois. Aquella fiebre no había desaparecido en los cuatro años que trabajó para Anna Glassl ni en los cuatro siguientes en que sirvió a la anciana de Viena, que alternaba entre adorar a Klara y contar sus objetos de plata. Era una vieja que poseía el auténtico celo de la sospecha: la irritaba que el cómputo de la platería fuese correcto (y siempre lo era), porque la paranoia que no puede confirmarse es más difícil de sobrellevar que una pérdida derivada de un robo inequívoco. Estaba secretamente orgullosa de la perfección con que le llevaba la casa aquella joven sirvienta —prueba del respeto hacia su señora—, pero la honradez la volvía irritable.
Años antes, a manera de pago por su único pecado capital con Alois, Johanna se había convertido en un ama de casa muy buena, y Klara respondía a tales quehaceres. Era como si la madre y la hija creyeran que lo que quedaba de la familia —considerando los espectros de todos aquellos niños muertos— dependía de prestar una atención incesante a la escaramuza cotidiana contra el barro, el polvo, las cenizas, los desechos y toda la costra acumulada en los platos, tazas, ollas y cubertería.
Por entonces, Klara era incansable. Cada quehacer exigía respeto, incluso cuando alguien sabía hacerlo bien. Sin embargo, el sacrificio era distinto de un trabajo así. El sacrificio era un dolor alojado cerca de su corazón. Aunque deseara a Alois, aunque soñase con él, seguía estando obligada (una vez acostados los dos hijos de Fanni) a mantenerle a distancia. No había una noche en la posada, la mejor de Braunau, la fonda Pommer (a la que se habían mudado), en que Alois no la devorase con los ojos. Achispado por las tres jarras de cerveza que todas las noches trasegaba en compañía de uno u otro funcionario de aduanas antes de volver a Pommer para la cena que Klara había preparado en la cocina de la fonda y subido después a sus habitaciones, comía con fruición y sin decir palabra, limitándose a asentir para mostrar su deleite. Después contemplaba a Klara en la intimidad del cuarto de estar, con los ojos de par en par como si quisiera compartir sus pensamientos. Su imaginación manoseaba enseguida los recovecos del cuerpo de Klara. Los muslos y las mejillas le ardían, su respiración quería aspirar la de Alois. Si uno de los niños lloraba en sueños, ella se levantaba de un brinco. El sonido equivalía a un grito de Fanni llegado hasta Klara directamente desde Lachenwald. A lo cual seguía con toda seguridad una punzada de desilusión.
Alois a menudo estaba a punto de expresar a sus camaradas de taberna cuánto amaba los ojos de Klara. Eran tan profundos, tan claros, tan desesperados por poseer a Alois.
¿Por qué no? Él mantenía su opinión de que era un individuo extraordinario. ¿A quién más conocía aparte de él que se atreviera a declarar su indiferencia hacia el temor religioso? Era su forma personal de valentía. Muchas veces se preciaba de afirmar que nunca iba a la iglesia. Y que no se confesaba nunca. ¿Cómo iba a reconocer como igual a un cura normal y corriente? Guardaba fidelidad a la corona y no necesitaba más. ¿Se disponía Dios a castigar a un hombre que prestaba tantos servicios al Estado?
La semana anterior, un primo le había preguntado si su hijo, ya mayor de edad, estaría contento trabajando para la inspección de finanzas. Alois le había escrito la siguiente respuesta:
Que tu hijo no piense que es como un juego porque rápidamente se llevará una decepción. Tiene que mostrar una obediencia absoluta a sus superiores de todos los rangos, y tanto más si no es muy instruido.
No duran en el servicio mucho tiempo los bebedores empedernidos, los amantes del juego y los que llevan una vida inmoral. Por último, tiene que salir a la intemperie haga el tiempo de haga, de día o de noche.
Naturalmente, se sentía a la altura de los sentimientos que expresaba, y no tuvo que cavilar lo de quienes «llevan una vida inmoral». Sabía que no había que confundir la inmoralidad con los detalles de la vida privada. Inmoral era aceptar un soborno de un contrabandista, mientras que la vida privada era demasiado complicada para poder enjuiciarla. No tenía la certeza de que Klara fuese su hija: al fin y al cabo, no tenía por qué confiar en la palabra de Johanna Hiedler Poelzl. A fin de cuentas, ¿de qué servía ser una mujer si no sabías mentir con destreza? Sie ist hier! ¿Era verdad o no?
No obstante, podría ser su hija.
Alois sabía por qué no tenía que ir a la iglesia ni a confesarse, sabía por qué era valiente. Seguía el mismo camino prohibido en el que se extraviaban, al compartir una cama, aquellos campesinos y adolescentes borrachos. Pero él se distinguía de ellos en que miraba atrás con temor y remordimiento. Él lo hacía y punto. Sí, señor.
Lo hizo, a la postre, al final de una breve velada muy similar a todas las demás cenas en que la había mirado sin engaño en su expresión y ninguna otra actividad más que la de levantarse a intervalos con los pantalones totalmente a la vista y el orgulloso bulto que hablaba en su lugar. Iba a atizar el fuego, volvía a sentarse y otra vez miraba a Klara. La noche de marras, sin embargo, no le dio las buenas noches cuando ella puso la mano en la puerta del cuarto de los niños, donde también ella dormía, sino que dio unas zancadas, la cogió de la mano, la besó en la boca y se la llevó a su dormitorio y a su cama, por mucho que ella le suplicara con una voz baja e indecisa que no hiciera nada más, «por favor, no más», a lo que él respondió dejando una huella con su mano, tan avezada a infiltrar los dedos a través de las defensas de corsés y faldamentos, derecho hasta el nido de vello que durante tanto tiempo ella había ocultado. Y allí lo tenía muy parecido a unas plumas —sedoso—, muy como él se esperaba. Klara tenía la mitad del cuerpo en llamas y la otra mitad, la inferior, helada. De no ser por el sabueso, podría haberse estancado al acercarse a una entrada tan fría, pero la boca de Klara formaba parte de su fuego y ella le besó como si el corazón lo llevara en los labios, una boca tan fresca y sabrosa y disoluta que él explotó en el momento en que la penetraba, le desgarraba el himen y entraba hondo, hasta el fondo, y todo había acabado cuando ella empezó a sollozar de congoja y miedo y algo peor: la vergüenza por la ráfaga de exaltación que la había estremecido de golpe y luego había cesado. Sabía que aquello había sido lo contrario de un sacrificio. Tampoco podía parar de besarle. Siguió haciéndolo como una niña que prodiga besos en la cara del gran adulto amado, y después hubo otros besos, más suaves y profundos. Era el primer hombre al que había besado como a un desconocido más que como a un pariente: sí, era el tipo de exaltación indebida. No lograba contener el llanto. Ni lograba parar de sonreír.