Alois y Anna Grassl tenían alquiladas tres habitaciones en la segunda mejor posada de Braunau: la Gasthaus Streif. Había también un cuartito para Klara en el piso más alto, donde dormían otras criadas y sirvientes.
Por un tiempo, Alois acarició la feliz idea de que podría pasar un rato allí arriba con Klara, pero ella no le dispensó una acogida muy calurosa. Era evidente para todo el mundo, incluida Anna, que Klara sentía el máximo respeto por su excepcional tío, pero esto no parecía causa de preocupación para Anna: ¡no todavía! La chica era beata hasta un extremo que habría resultado incomprensible si no se supiera que la muerte era su pariente más próximo. En aquellos ojos azul claro había luces que hablaban de ángeles, ángeles divinos y caídos. Tenía una cara tan inocente que cabría preguntarse qué sabría ella de ángeles caídos, de no ser por ese segundo sentido que nos dice que los demonios gravitan como polillas en las puertas que clausuran la vida. Ni siquiera a los inocentes les gusta siempre soñar con los fallecidos.
Alois preveía otros portales dudosos: las puertas a la castidad de Klara quizás condujesen a un recinto de hielo. Por tanto, era encantador con su sobrina, pero se impuso la norma de no tocarla nunca. Su mujer, ahora tan infeliz como un cuervo con un ala rota, había soportado antes su avidez de cocineras y criadas, pero después, por la época en que comenzó su campaña para eliminar el apellido Schickigruber, permitió que su recelo hacia Alois cobrase renovada fuerza. Él nunca había conocido unos celos tan fervientes, de tan largo alcance y tan certeros. Pero tenía arrestos para encararlos.
Aunque consideraba que su primera cualidad de hombre era su dedicación al trabajo, a la limpieza de su apariencia y a su atuendo puntilloso en todas y cada una de sus horas laborales, no había estado años en un puesto fronterizo, tratando de frustrar las tentativas de viajeros y mercaderes de engañar en los aranceles a la corona de los Habsburgo, para no aprender muchísimo sobre una presentación fraudulenta y una falsedad descarada. Ahora tenía que ejercitar tales habilidades para distraer la atención de Anna de otra chica a la que se había aficionado a visitar en el piso más alto de la fonda.
Un viejo chiste vienés decía que para tener una sociedad floreciente, tanto los policías como los ladrones tenían que mejorar continuamente en su respectivo oficio. Pensaba muchas veces en este proverbio. Era cierto en el caso de Anna y de él.
Cuanto más aguda se volvía la intuición que ella tenía de lo que él andaba tramando, tanto más astutas eran sus mentiras.
Anna tenía motivos para desconfiar. Había días en que él hacía el amor con las tres mujeres a las que consideraba asiduas. Por la mañana, pletórico por el largo sueño, se ocupaba de su esposa y por la tarde, cuando Anna Grassl echaba la siesta y el tiempo libre de Alois coincidía con una hora en que la camarera limpiaba los suelos, solía disfrutar de la coquetería de sus caderas mientras ella, a gatas, pasaba de un lado a otro un paño mojado: bien es verdad que él rara vez le veía la cara en tales ocasiones. Y por la noche, cuando Anna Grassl se había acostado, estaba Fanni.
De modo que si podía esperar a Klara Poelzl, se debía al interés nocturno y, por el momento, auténtico, que sentía hacia aquella camarera de la fonda, una muchacha de diecinueve años llamada Fanni Matzelberger, que era voluptuosa pero ágil y —en buena medida— ardiente. Él había aprendido a privar a sus ojos de toda expresión cuando ella atravesaba el cuarto, pero Fanni imprimía un incontenible cimbreo a las caderas que para él era muy elocuente: Fanni era una buena chica que no quería ser tan buena.
En realidad, como pronto averiguó por sus visitas a la buhardilla, era una virgen de las más atormentadas, una doncella a la vieja usanza campesina: había mantenido intacta la entrada formal a su castidad, pero no podía afirmarse lo mismo del conducto vecino. A Alois esto ya no le agradaba tanto. El sabueso era demasiado grande para permitir un buen ingreso en «el pestilente y condenado» (como él lo caracterizaba). Fanni gemía en voz muy baja (para que no la oyese el resto del piso), pero a los dos les dolía. Tanto más estrecho se tornaba su abrazo. En el calor del momento se amaban, una reacción nada infrecuente cuando se considera que la mena sexual es de contrabando.
Alois se decía a sí mismo que ella no era más que la hija bien parecida de un granjero próspero —Fanni poseía una dote decente—, pero a ella también le dijo que la amaba. Ella dijo:
—¿Tanto como para abandonar a tu mujer y vivir conmigo?
—¡La abandonaré cuando tú me des otra cosa! —dijo él.
No, ella tenía que guardar la virginidad. En cuanto accediera a hacer lo que él quería, habría un hijo. Fanni lo sabía. Después vendría otro hijo. Después era muy probable que ella se muriera.
—¿Cómo puedes adivinar esas cosas?
—Tenemos gitanos en la familia. Tal vez soy una bruja.
—¡Valiente comentario!
—No, tú eres un malvado y yo soy una bruja. Sólo las brujas ponen la boca en lugares prohibidos. Ahora tengo miedo de ir a confesarme.
—No te acerques a los curas. Sólo valen para chuparte la sangre. Son ellos los que te dejarán débil e inservible.
Daban vueltas y más vueltas sobre si ella debía o no confesarse. Estuvo tentada de capitular y luego, en vista de la fuerza del deseo de Alois, le entregó lo que quería, se rindió y un mes después le dijo que estaba embarazada. Preguntó si había llegado el momento de que él se lo comunicara a su mujer.
Alois ya no se fiaba de Fanni. Creía que no se habría quedado embarazada si de verdad tuviera miedo de morir. Además, había estado mintiendo a su mujer con tanta destreza que ya no se atrevía a confesar. La mentira, al igual que la sinceridad, es reflexiva y pronto se convierte en una costumbre arraigada, tan fiable como la verdad. Anna Glass-Hoerer Hitler tenía cincuenta y siete años y parecía diez años mayor (aunque, para constante sorpresa de Alois, podía ser una fiera al alba). Perderla mermaría notablemente su situación económica. Además, cambiaría una dama por una campesina que era muy atractiva, pero hacía mucho tiempo que había llegado a la conclusión de que, al final, una labradora era como una piedra. Si lanzabas una piedra muy alto en el aire… siempre caería. Por el contrario, una dama era como una pluma. Una dama podía seducirte con su inteligencia. Alois tendría que renunciar a su pericia creciente como embustero.
He aquí una muestra en el comedor de la Gasthaus Streif:
ANNA GLASSL: Veo que otra vez la estás mirando.
ALOIS: Sí. Me has pillado. Si no tuvieras unos ojos tan hermosos, tendría que decir que tienes ojos de águila.
ANNA GLASSL: ¿Por qué no vas a buscarla cuando terminemos de comer? Dale un buen revolcón de mi parte.
ALOIS: Tienes una mente perversa. Me gusta cuando tu lengua es tan grosera.
ANNA GLASSL: Más de lo que era.
ALOIS: Anna, eres sumamente perspicaz, pero en este caso te equivocas.
ANNA GLASSL: Mira, querido, he soportado a cocineras y criadas. Has venido a la cama muchas noches oliendo a cebollas. Y eso es mejor que oler jabón de lavandería. Pero me da igual, me digo a mí misma. El hombre tiene que divertirse. Sólo que ¿por qué te empeñas en insultar a mi inteligencia? Sabemos que la chica es preciosa. Por lo menos una vez en la vida haz el amor con una camarera que no parece el pudin de anoche.
ALOIS: Muy bien, te diré la verdad. Me gusta un poco su palmito, sí. Aunque, la verdad, no es mi tipo. No, no lo es. Pero en todo caso no me acercaría a ella. Por ahí se oye lo peor. Ni siquiera quiero decírtelo porque a ti te cae bien.
ANNA GLASSL: ¿Que me cae bien? Es una aprendiz de furcia. Tu mismísimo tipo.
ALOIS: No, está enferma. He oído decir que tiene una enfermedad contagiosa entre las piernas. No me acercaría a ella.
ANNA GLASSL: No te creo. No puedo creérmelo.
ALOIS: Como quieras. Pero te prometo que es la última chica de la que preocuparte.
ANNA GLASSL: ¿Entonces de quién quieres que me preocupe? ¿De Klara?
ALOIS: Tienes un excelente sentido del humor. Si no estuviéramos en público, me reiría a carcajadas y después ya sabes lo que haría. Eres tan atractiva, tan perversa. Serías capaz de mandarme a besar a una monja.