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Waldviertel, situada al norte del Danubio, es una región de pinos altos y hermosos. En efecto, Waldviertel se puede traducir directamente como el «barrio boscoso», y los silencios de los bosques son oscuros en contraste con el verde de algún que otro campo. El suelo, sin embargo, no favorece la agricultura. Un villorrio austriaco en aquel confín remoto definía lo que significa «paupérrimo». En aquellos años, los Hiedler (que más tarde pasaron a ser los Hitler) vivían en Spital, una especie de pueblo, y los Schicklgruber, sus primos, residían cerca, en el mencionado Strones, profundamente hundido en el barro a lo largo de su única calle, no más de unas docenas de chozas con techumbre de paja. Mientras que en Strones abundaban las pocilgas alrededor de cada morada, en los prados locales eran más frecuentes las bostas de vaca y se valoraba la fragancia de las boñigas de caballo. Era, en definitiva, una zona donde muchos campesinos tenían que empujar su arado a través de diversas capas de barro. Había un fango espeso como lava, arroyos de cieno, capas de gravilla, estiércol y vertidos, piedras, arcilla ordinaria. En realidad, Strones ni siquiera tenía una iglesia. Los lugareños tenían que ir andando a otra aldea, Doellersheim. Allí, en el registro parroquial, fue inscrito el hijo de Maria Anna con el nombre de «Alois Schicklgruber, católico, varón» y, como sabemos, «ilegítimo».

Maria Anna, nacida en 1795, tenía cuarenta y dos años cuando nació Alois en 1837. Oriunda de una familia de once hijos, de los cuales ya habían muerto cinco, sin duda podría haber cohabitado con cualquiera de sus varios hermanos. (Himmler, por supuesto, no ponía objeciones a este respecto, ya que Alois, el bastardo de Maria Anna, era, repito, el padre de Adolf). En todo caso, a pesar de la suma pobreza de los padres de Maria Anna, vivió con su hijo los cinco años siguientes en uno de los dos cuartitos de su padre. El misterioso dinero que llegaba en remesas pequeñas pero puntuales contribuyó a sostener a estos Shicklgruber.

Aunque obviamente estábamos ansiosos de descubrir un tesoro de copulaciones intrafamiliares, tal deseo no nos permitía desdeñar al judío de Graz. En efecto, ocho años antes, en 1930, ya se habían hecho averiguaciones. Según contaba Himmler, Hitler, al leer la carta de su sobrino, se la había enviado de inmediato a un abogado nazi, Hans Frank. El Führer, como quizás algunos ya no recuerden, no llegó a ser canciller hasta 1933, pero ya en 1930 Hans Frank buscaba infiltrarse en el entorno íntimo del caudillo.

Frank, por consiguiente, tenía noticias infaustas que comunicar sobre el embarazo de Maria Anna. Declaró que lo más probable era que el padre hubiese sido un joven de diecinueve años, hijo de un próspero comerciante apellidado Frankenberger que, sí, era judío. Era verosímil. En aquella época, el vástago de muchas familias pudientes tenía sus primeras experiencias sexuales con una criada. Tampoco era necesario que ella fuese más o menos de la misma edad. Las costumbres burguesas de una ciudad provinciana como Graz aceptaban esta iniciación como una práctica razonable, pero de la que nadie hablaba. Se consideraba mucho mejor que permitir que un muchacho rico tuviese trato con prostitutas o se decidiera demasiado pronto por una novia de una familia menos próspera.

Frank afirmaba que había visto una prueba concluyente. Le dijo a Hitler que le habían mostrado una carta escrita por Herr Frankenberger, el padre del joven que se había acostado con Maria Anna. La carta prometía pagos periódicos por cuidar de Alois hasta que cumpliese catorce años.

Nuestro Adolf, sin embargo, discrepó de estos descubrimientos. A Hans Frank le dijo que la verdadera historia, que le había sido referida por su propio padre, Alois, era que el abuelo auténtico había sido el primo de Maria Anna, Johann Georg Hiedler, quien al final había aceptado casarse con ella cinco años después del nacimiento de Alois.

—De todos modos —le dijo Hitler a Frank—, me gustaría examinar esa carta del judío a mi abuela.

Frank le dijo a Hitler que aún no la tenía en su poder. El hombre que la tenía pedía un precio muy elevado. Además, sin duda la carta habría sido fotografiada.

—¿Ha visto el original? —preguntó Hitler.

—Pude verlo mientras estuve en su despacho. Había dos grandullones a su lado. Y también una pistola encima de la mesa. ¿Qué temería?

Hitler asintió.

—Ni siquiera cabe temer una muerte repentina para un hombre así. La carta, a fin de cuentas, estará en un sitio y la copia fotográfica en otro.

Otra preocupación más para Hitler.

En 1938, sin embargo, nuestra búsqueda había brindado alternativas. Ya no parecía seguro que Maria Anna siguiese recibiendo puntualmente dinero cinco años después de haber nacido Alois. Tras su matrimonio en 1842, ella y su marido, Johann Georg Hiedler, habían sido demasiado pobres para poseer un hogar propio. Durante un tiempo habían tenido que dormir en un viejo pesebre deshecho que antaño se utilizaba para alimentar al ganado en un establo vecino. Naturalmente, esto no demostraba que no hubiesen recibido dinero. Sin duda, Johann Georg podría haberse bebido los fondos. En Strones seguía siendo una leyenda por la forma en que empinaba el codo. De hecho, su amplio consumo de alcohol casaba mal con la presunción de que eran tan pobres, pues a no ser que ella tuviese suficientes ingresos para que él bebiera, ¿por qué un borracho como el cincuentón Johann Georg se habría casado con una mujer de cuarenta y siete años y madre de un hijo de cinco? Además, su grave dipsomanía difícilmente autorizaba la conjetura de que fuese el padre de Alois. En realidad, aquel Johann Georg Hiedler no puso reparos cuando Maria Anna pidió al hermano menor de Johann, que también se llamaba Johann (pero, en su caso, Johann Nepomuk Hiedler), que se llevase al niño para criarlo. Este hermano menor, Johann Nepomuk, era, por el contrario, un campesino sobrio y trabajador que tenía mujer y tres hijas, pero ningún varón.

Así que Johann Nepomuk se perfilaba como una posibilidad admisible. ¿No podría ser el padre? Desde luego, era posible. Pero aún teníamos que encontrar más pruebas que descartasen al judío.

Himmler me envió a Graz y me tomé el penoso trabajo de examinar los registros centenarios. En los libros municipales no había constancia de ningún hombre llamado Frankenberger. Estudié minuciosamente el Israelitische Kultursgemeinde del registro judío de Graz y el hecho quedó confirmado. En 1496, los judíos habían sido expulsados de la región. Ni siquiera trescientos cuarenta y un años más tarde, en 1837, cuando Alois nació, se les había permitido regresar. ¿Habría mentido Hans Frank?

Después de ver estos resultados Himmler declaró: «¡Frank es un intrépido!». Como Heini me aclaró, había que remontarse desde 1938 a 1930. En este último año, cuando llegó la misiva de William Patrick Hitler, Hans Frank era uno más entre los abogados dispuestos a rondar a nuestra gente en Múnich, pero lo que había hecho era ahora bastante evidente. Había inventado la carta comprometedora con el fin de fomentar una relación más estrecha con su Führer. Habida cuenta de la ausencia del documento, Hitler no podía saber si Frank se lo había inventado, decía la verdad o, lo peor de todo, poseía realmente semejante prueba. Si Hitler hubiera enviado un investigador a Graz, podría haber significado el fin de Hans Frank, pero el abogado debió de apostar a la carta de que Hitler no quería saber.

Como Himmler me estaba instruyendo para ser su ayudante principal, también confiaba en no utilizar mi investigación de 1938 para decirle a Hitler que no había judíos en Graz en 1837. En cambio, se lo dijo a Hans Frank. Nos reímos al unísono, porque comprendí al instante. ¿Podía haber un solo oficial dentro de nuestro grupo dominante que no estuviera buscando un asidero fiable en todos y en cada uno de los demás miembros del grupo? Ahora Himmler tenía a Frank en sus manos. Dado aquel entendimiento mutuo, sirvió bien a Himmler. En 1942 (época en la que Frank era conocido como «el carnicero de Polonia»), Hitler se puso nervioso de nuevo por lo de su abuelo judío y nos pidió que mandáramos a un buen agente a Graz. Para proteger a Frank, Himmler le dijo al Führer que ya había enviado a uno y que no había encontrado pruebas materiales. Como todo el mundo estaba preocupado por la guerra, el asunto podía quedar más o menos pospuesto. Fue lo que le aconsejó Himmler a Hitler.