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Era una posibilidad. Había otras igualmente nefastas. Durante un período, sopesamos la idea de investigar sobre un semicómico pero delicado rumor. Monorquidia. ¿Pertenecía nuestro Führer al grupo de hombres infelices e hiperactivos que poseen un solo testículo? Es verdad que invariablemente se cubría la ingle con una mano protectora cada vez que estaban a punto de hacerle una foto, un gesto clásico y comprensible si quieres proteger el testículo que queda. Pero una cosa es tomar nota de un punto vulnerable así y otra verificarlo. Aunque era bastante fácil obtener resultados entrevistando a las pocas mujeres que habían tenido relaciones íntimas con el Führer y aún seguían vivas, ¿cómo controlar las repercusiones? ¿Y si a Hitler le llegaban noticias de que un par de oficiales de las SS estaba, por así decirlo, tocándole el (los) genital(es)? Tuvimos que renunciar al proyecto. Fue una decisión de Himmler:

—Si nuestro estimado líder resultase ser hijo de un incesto en primer grado, todas las cuestiones relativas a la monorquidia están incluidas. La monorquidia es, después de todo, una secuela probable del incesto en primer grado.

Era evidente. Tuvimos que retomar la mejor explicación para la voluntad legendaria del Führer: ¡el drama de sangre!

Además, todos detestábamos la posibilidad de que el abuelo paterno de Adolf Hitler hubiera sido judío. Ello no sólo destruiría la tesis de Himmler, sino que nos obligaría a enterrar un escándalo mayúsculo. Nuestro desasosiego nacía en parte de un rumor que había empezado a circular entre nosotros ocho años antes, en 1930, cuando llegó una carta al escritorio de Hitler. El joven que la había escrito se llamaba William Patrick Hitler y resultó ser el hijo del hermanastro mayor de Adolf, Alois Hitler, hijo. La carta del sobrino contenía una insinuación de chantaje. Hablaba de «circunstancias compartidas en la historia de nuestra familia». (El hombre había llegado hasta el extremo de subrayar estas palabras). Habría sido peligroso enviar esta carta si el sobrino viviese en Alemania, pero en esta época residía en Inglaterra.

¿Cuáles eran, entonces, aquellas «circunstancias compartidas»? William Patrick Hitler hablaba de la abuela del Führer, Maria Anna Schicklgruber. En 1837 había dado a luz a un hijo al que llamó Alois. Maria Anna, que por entonces y en lo sucesivo vivía en un lugar mísero llamado Strones, una aldea espantosa en la provincia austriaca de Waldviertel, solía recibir sumas pequeñas pero regulares de dinero. Sus allegados suponían que se las mandaba el padre no identificado del niño.

Pero aquel niño creció y se convirtió en el padre de Hitler. Aunque Adolf no nacería hasta 1889 y no llegaría al poder hasta 1933, una historia logró pervivir entre los campesinos de Strones. Era que el estipendio lo enviaba un judío acaudalado que residía en la ciudad provinciana de Graz. Según la leyenda, Maria Anna trabajó de criada en la casa de este judío, se quedó embarazada y tuvo que volverse a su aldea. Cuando llevó al niño para que lo bautizaran, el párroco calificó el nacimiento de «ilegítimo», una declaración habitual en aquellas comarcas. Al fin y al cabo, Waldviertel era conocido como el hospicio de Austria. Cien años más tarde, después del Anschluss de 1938, me enviaron a la región y descubrí cosas, de hecho, fascinantes. Aunque pudiera parecer aún prematuro explicar cómo llegué a saber lo que supe, puedo, sin embargo, exponer mis conclusiones. Por ahora son suficientes. En su momento, confío en tener el valor de decir más.