Estoy dispuesto a hablar de una obsesión que giraba en torno a Adolf Hitler. Ahora bien, ¿qué nubla más un estado de ánimo que vivir con una pregunta que no obtendrá respuesta? Aún hoy, la primera obsesión sigue siendo Hitler. ¿Hay algún alemán que no intente comprenderle? ¿Pero dónde encontrar a uno que esté satisfecho con la respuesta?
Voy a sorprenderles. Yo no sufro ese padecimiento concreto. Vivo convencido de que estoy en condiciones de entender a Adolf. Pues de hecho le conozco. Voy a repetirlo. Le conozco de arriba abajo. Imitando a los americanos, habida cuenta del tosco conocimiento que tienen de la vulgaridad, incluso les diría: «Sí, le conozco desde el esfínter hasta el apetito».
Empero, sigo obsesionado. Pero obsesionado por un problema totalmente distinto. Cuando pienso en referir cómo le conozco tanto, surge una inquietud comparable a la de zambullirse de noche desde un acantilado a pico en el agua negra.
Quede entendido, por tanto, que al principio procederé con cautela y sólo hablaré de lo que entonces era accesible a las SS.
Por el momento podría ser suficiente. Hay detalles que ofrecer relativos a sus raíces familiares. En la Sección Especial IV-2a —como ya he explicado—, un secreto hermético rodeaba nuestros descubrimientos. Así tenía que ser. Éramos los más ansiosos por explorar los asuntos más desagradables. Teníamos que asumir el miedo a exhumar respuestas lo bastante venenosas para poner en peligro al Tercer Reich.
Por otra parte, teníamos una confianza especial. Una vez obtenidos nuestros datos, aunque resultaran perturbadores, sabíamos escoger las falsedades que despertasen los sentimientos patrióticos en el populacho. Por supuesto, no se podía garantizar de antemano que cada descubrimiento fuese controlable. Quizás descubriéramos un hecho explosivo. Un ejemplo: ¿había sido judío el abuelo paterno de Adolf Hitler?