La habitación que Himmler utilizaba para hablar a nuestro grupo de élite era una pequeña sala de conferencias con paneles oscuros de nogal, que sólo contenía veinte asientos distribuidos en gradas de cuatro filas de cinco asientos. No haré hincapié, sin embargo, en estas descripciones. Prefiero ocuparme de los conceptos heterodoxos de Himmler. Puede que incluso me hayan estimulado a iniciar unas memorias que no pueden sino provocar desasosiego. Sé que voy a navegar en un mar turbulento, porque debo desarraigar muchas creencias convencionales. Una disonancia brota en mi espíritu al pensarlo. Como oficiales de inteligencia, a menudo buscamos deformar nuestros hallazgos. La falsedad, en definitiva, posee su propio arte, pero la que asumo es una empresa que me exigirá renunciar a tales habilidades.
¡Basta! Les presentaré a Heinrich Himmler. Los lectores deben prepararse para una ocasión nada fácil. Este hombre, cuyo apodo a sus espaldas era Heini, en 1938 se había convertido en uno de los cuatro dirigentes de Alemania realmente importantes. Pero su actividad intelectual más preciada y secreta era el estudio del incesto. Dominaba nuestra investigación a alto nivel, y nuestros descubrimientos sólo se revelaban en conferencias cerradas. Heini exponía que el incesto siempre había estado muy extendido entre los pobres de todos los países. Hasta nuestro campesinado alemán se había visto aquejado, sí, incluso en una época tan tardía como el siglo XIX.
—En general, nadie hablaba de este tema en los círculos ilustrados —observaba—. ¿Quién se molestaría en declarar que un pobre diablo era un vástago confirmado del incesto? No, la clase dominante de cada nación civilizada procura esconder estos hechos debajo de la alfombra.
Es decir, todos los altos funcionarios del gobierno, excepto nuestro Heinrich Himmler. Detrás de sus infortunadas gafas fermentaban las ideas más extraordinarias. Debo repetir que para un hombre con una jeta anodina y sin barbilla, exhibía, desde luego, una mezcla frustrante de inteligencia y estupidez. Por ejemplo, se declaraba pagano. Vaticinaba que la humanidad disfrutaría de un futuro saludable en cuanto el paganismo se apoderase del mundo. El alma del mundo entero se vería enriquecida por placeres hasta entonces inaceptables. Sin embargo, ninguno de nosotros podía concebir una orgía donde la carnalidad cobrase un grado tan intenso que se pudiera encontrar a una mujer dispuesta a revolcarse con Heinrich Himmler. ¡No, ni siquiera el espíritu más innovador! En efecto, siempre veías su cara como debió de haber sido en un baile estudiantil, con aquella mirada miope y censuradora de un joven alto, delgado y físicamente inepto al que nadie saca a bailar. Heini tenía ya barriga. Y allí estaba, dispuesto a esperar junto a la pared mientras el baile continuaba.
Aun así, con los años se obsesionó con asuntos distintos que no osaba mencionar en voz alta (debo decir que esto suele ser el primer paso hacia un pensamiento nuevo). De hecho, prestó una atención especial al retraso mental. ¿Por qué? Porque Himmler profesaba la teoría de que las mejores posibilidades humanas se acercan mucho a lo peor. Por ende, estaba dispuesto a admitir que niños prometedores, nacidos en el seno de familias humildes y vulgares, podían ser «incestuosos». La palabra alemana que él acuñó fue Inzestuarier. No le gustaba la más común para denominar esta deshonra: Blutschande (escándalo de sangre), ni la que a veces se empleaba en círculos educados, Dramatik des Bluttes (drama de sangre).
Ninguno de nosotros se consideraba suficientemente cualificado para decir que esta teoría era refutable. Incluso en los primeros años de las SS, Himmler había reconocido que una de nuestras necesidades principales era desarrollar grupos de investigación excepcionales. Teníamos la obligación de investigar hasta el fondo. Como Himmler lo expresó, la salud del nacionalsocialismo dependía de nada menos que de aquellas letzte Fragen (últimas preguntas). Teníamos que explorar problemas que otros países ni siquiera abordaban. El incesto encabezaba la lista. El pensamiento alemán tenía que recobrar su rango de inspiración que guiaba al mundo culto. A su vez —tal como indicaba su emparejamiento tácito—, había que conceder un gran reconocimiento a Heinrich Himmler por su profundo estudio de problemas que se originaban en el medio agrícola. Hacía hincapié en el punto subyacente: sin comprender al campesino apenas se podía investigar la agricultura. Pero entender al labriego significaba hablar del incesto.
Aquí, les juro, levantaba la mano con exactamente el mismo pequeño gesto que Hitler hacía: un cursi floreo de la muñeca. Era el modo que Himmler tenía de decir: «Ahora viene la carne. Y con ella… ¡las patatas!». Y proseguía su perorata.
—Sí —decía—, ¡incesto! Es una excelente razón para que los viejos campesinos sean devotos. El miedo intenso de un pecador tiene que manifestarse por uno de estos dos extremos: devoción absoluta a la práctica religiosa. O nihilismo. De mi época de estudiante recuerdo que el marxista Friedrich Engels escribió: «Cuando la Iglesia católica decidió que era imposible evitar el adulterio, hizo imposible obtener el divorcio». Una observación lúcida aunque provenga de la boca incorrecta. Otro tanto cabe decir del escándalo de sangre. Es también imposible evitarlo. De modo que el campesino procura seguir siendo devoto.
Asintió. Volvió a asentir como si dos buenos movimientos de cabeza fueran el mínimo necesario para convencernos de que nos hablaba desde los dos lados de su corazón.
¿Cuántas veces, preguntó, podía el campesino medio del siglo pasado evitar aquellas tentaciones de la sangre? A fin de cuentas, no era tan fácil. Había que decir que los campesinos no solían ser personas atractivas. El duro trabajo les estropeaba las facciones. Además, apestaban a campo de labranza y a establo. Los olores corporales estaban a merced de los veranos calurosos. En semejantes circunstancias, los instintos básicos ¿no desatarían inclinaciones prohibidas? Vista la escasez de su vida social, ¿cómo iban a adquirir la capacidad de abstenerse de enredos con hermanos y hermanas, con padres e hijas?
No se puso a hablar del revoltijo de miembros y torsos formado por tres o cuatro niños en una cama, ni de la patosa naturalidad de la tarea más agradable de todas —aquella jadeante y febril escalada, tan carnal, de las laderas del gozo físico—, pero declaró:
—Les guste o no, bastantes individuos del sector agrícola llegan a ver el incesto como una opción aceptable. ¿Quién, después de todo, es el que tiene más probabilidades de encontrar especialmente atractivos los rasgos honorables, endurecidos por el trabajo, del padre o del hermano? ¡Las hermanas, por supuesto! O las hijas. A menudo son las únicas. El padre que las ha engendrado sigue siendo el foco de su atención.
Hay que reconocérselo. Himmler llevaba dos decenios acumulando teorías en su cabeza. Gran admirador de Schopenhauer, daría también gran importancia a una palabra aún relativamente nueva en 1938: genes. Dijo que aquellos genes eran la personificación biológica del concepto de la Voluntad de Schopenhauer.
—Sabemos —dijo— que los instintos pueden transmitirse de una generación a otra. ¿Por qué? Yo diría que está en la naturaleza de la Voluntad permanecer fiel a sus orígenes. Incluso hablo de ella como de una Visión; sí, caballeros, una fuerza que vive en el corazón de nuestra existencia. Esta visión es la que nos distingue de los animales. Desde el principio de nuestra vida en la tierra, los humanos hemos pretendido elevarnos hasta las alturas invisibles que se extienden delante.
»Por supuesto, hay impedimentos a una meta tan grande. Los más excepcionales de nuestros genes tienen que superar las privaciones, humillaciones y tragedias de la vida, ya que se transmiten de padres a hijos, generación tras generación. Les diría que los grandes dirigentes rara vez son el fruto de una madre y un padre. Es más probable que el caudillo excepcional sea el que ha conseguido romper los vínculos que sujetaron a diez generaciones frustradas que no pudieron expresar la Visión en sus vidas, pero la legaron a sus genes.
»Huelga decir que he llegado a estos conceptos meditando sobre la vida de Adolf Hitler. Su heroica ascensión resuena en nuestros corazones. Como sabemos que procede de una larga línea de modesta estirpe campesina, su vida es el exponente de un logro sobrehumano. Un respeto sobrecogido debe abrumarnos.
Como agentes de inteligencia, sonreíamos por dentro. Aquello había sido la perorata. Ahora nuestro Heinrich se disponía a entrar en lo que los norteamericanos llaman el meollo del asunto.
—La verdadera pregunta que hay que hacerse —dijo— es cómo se protege la lucidez para que no la deslustre la mezcolanza. Esto se halla implícito en el proceso de la denominada reproducción normal. Contemplemos los miles de millones de espermatozoides. Uno de ellos tiene que viajar hasta el óvulo femenino. A cada espermatozoide solitario que nada en el mar uterino, ese óvulo tiene que parecerle tan grande como un acorazado. —Hizo una pausa antes de asentir—. En un esperma sano tiene que existir la misma disposición al sacrificio que impulsa a unos combatientes a lanzarse al ataque cuesta arriba contra un risco imponente. La esencia de la simiente masculina es que está dispuesta a perpetrar una inmolación semejante para que uno de ellos, como mínimo, llegue al óvulo.
Nos miró fijamente. ¿Compartíamos su excitación?
—La pregunta siguiente se plantea enseguida —dijo—. ¿Serán los genes de la mujer compatibles con el espermatozoide que ha logrado llegar hasta ella? ¿O esos elementos aislados descubrirán que sus genes divergen? ¿Están a punto de comportarse como maridos y mujeres infelices? Sí, respondería yo, la divergencia es muchas veces el caso más frecuente. Puede que el encuentro resulte lo suficientemente compatible para que la procreación se produzca, pero la mezcla de sus genes dista mucho de garantizar que sea armónica.
»Cuando hablamos, por consiguiente, del deseo humano de crear a ese hombre que personifique la Visión (el superhombre), tenemos que considerar las posibilidades. Ni siquiera una entre un millón de familias nos ofrece un marido y una mujer cuyos genes tengan una inclinación lo bastante próxima para engendrar un hijo milagroso. Ni siquiera una, quizás, entre un millón. ¡No! —De nuevo levantó la mano—. Entre un millón de millones, pongamos. En el caso de Adolf Hitler, los números pueden alcanzar las distancias prodigiosas que se dan en la astronomía.
»Así que, caballeros, la lógica determina que cualquier superhombre que encarne la Visión tiene que provenir de un acoplamiento de ingredientes genéticos excepcionalmente similares. Sólo entonces estas encarnaciones aisladas de la Visión estarán en condiciones de reforzarse entre sí.
¿Quién no veía adónde apuntaba Heinrich? El incesto ofrecía la posibilidad más cercana para aquel propósito único.
—Pero —dijo Himmler—, para ser razonables, también tenemos que convenir en que la vida no siempre está dispuesta a garantizar un suceso parecido. Por lo general, lo único que esas intimidades familiares dan al mundo son hombres y mujeres degenerados. Debemos reconocer que los hijos del incesto suelen padecer enfermedades infantiles y muertes prematuras. Abundan las anomalías y hasta las exhibiciones de monstruosidad física.
Se puso triste y severo.
—Éste es el precio. No sólo es probable que en los frutos del incesto aparezcan muchas buenas tendencias reforzadas, sino que también se magnifiquen inclinaciones desdichadas. La inestabilidad es, por consiguiente, un producto común del incesto. La idiotez acecha entre bastidores. Y cuando existe una posibilidad vital para el desarrollo de un gran espíritu, este raro ser humano aún tiene que superar una avalancha de frustraciones profundas que desquician el cerebro u ocasionan una muerte temprana.
Así habló Heinrich Himmler.
Creo que todos los presentes conocíamos el subtexto que yacía bajo estas observaciones. En 1938, queríamos determinar (con el mayor secreto, se lo aseguro) si nuestro Führer era un fruto del incesto en primer o segundo grado. O en ninguno. Si no lo era, la teoría de Himmler seguiría siendo infundada. Pero si el Führer era un auténtico hijo del incesto, entonces no sólo era un ejemplo radiante de la probabilidad de esta tesis, sino quizás su prueba misma.