9

AMANTES SECRETOS

Poco antes de que se interrumpieran las clases por la fiesta de Acción de Gracias, yo le había dado a Michael una lista de tiendas donde comprar cosas para aquella noche. Cuando llegué, tenía todas las compras extendidas sobre la mesa de la cocina.

—Aquí está todo —dijo, haciendo un gesto hacia las latas y cajas, el pavo y demás ingredientes—. Tal como me dijiste.

—Bien. Esta noche haré los pasteles. —Me quité la chaqueta y rápidamente me puse un delantal que tenía colgado en el interior de la puerta de la despensa.

—¿De veras? ¿De qué clase? —preguntó, con una divertida sonrisa.

—De manzana y de calabaza. Lo aprendí de una experta, de mamá Longchamp. Aunque raras veces disponíamos de dinero suficiente para gastarlo en postres, ni siquiera los días de fiesta. —Empecé a sacar potes y sartenes, y a preparar la batidora.

—Cuántas penurias tienes que haber pasado con tu primera familia —comentó, sentado en la cocina, viéndome trabajar y escuchando las cosas que le contaba de lo que había sido mi vida en casa de papá y mamá Longchamp.

Recuerdo no tener que llevarnos a la boca más que sémola y guisantes. Papá estaba tan deprimido que se iba a la taberna, se gastaba el dinero extra que tuviéramos y luego nos encontrábamos viviendo de prestado. Después de que naciera Fern todavía fue peor. Había que alimentar una boca más y mamá no podía trabajar mucho. Yo tenía que hacer el trabajo de la casa, cuidar al niño y hacer los deberes del colegio, mientras las otras chicas de mi edad soñaban con chicos y con ir a fiestas y bailes.

—Bueno, ya no volverás a sufrir eso —dijo Michael. Conmovido, se levantó para besarme, abrazarme y susurrar a mi oído una promesa tras otra—. Algún día no lejano serás una cantante tan famosa y rica que hasta te olvidarás de haber sido tan pobre.

—¡Oh, Michael! —exclamé—, no quiero hacer montones y montones de dinero. La mayor riqueza que deseo es tenerte a ti y que tú me quieras.

Él sonreía y sus ojos semejaban dos suaves y límpidos lagos de deseo. Me causaba tanto temblor su mirada, que tuve que apartar la vista.

—¿Qué te pasa, mi pequeña diva? ¿No quieres mirarme?

—Adoro mirarte, Michael, pero cuando me miras de esa forma, es como si me estuvieras desnudando con los ojos y llevándome a la cama.

El se echó a reír.

—Tal vez sea así. Tal vez quiera hacerlo —añadió, besándome con ternura en la frente. Me di cuenta de que no iba a dejar de abrazarme.

—¡Michael, tengo que mezclar ese batido! —exclamé, señalando el cuenco que había sobre el mármol—. Y tengo que preparar el relleno para el pavo y…

—La cena puede esperar —declaró. Cuando ponía aquel semblante, no había manera de contenerle. Aquello era contagioso. No pude resistirme a sus besos y pronto me encontré devolviéndoselos con tanta pasión como la suya, y abrazándole con la misma ternura. Sin darme tiempo a protestar, me suspendió en sus brazos y me sacó de la cocina.

—¡Nuestra cena! —grité.

—Ya te lo advertí; después de hacer el amor me quedo hambriento —dijo, riendo.

Pasamos los primeros días de las vacaciones casi todo el tiempo en la cama, pero me las arreglé para preparar un pavo pequeño, relleno, patatas endulzadas con cande, guisantes frescos, pan casero, salsa de arándano y dos pasteles. Michael dijo que era la mejor cena de Acción de Gracias que había comido en su vida.

—No conozco muchas mujeres que sepan cocinar como tú —manifestó—. Todas las que conozco dependen de sus doncellas y cocineras, y son tan inútiles que no saben ni hervir agua para el té.

Era la primera vez que mencionaba a las mujeres que había conocido y no pude evitar acordarme de la bella pelirroja que le acompañaba en el recital del museo. Le pregunté quién era.

—¡Oh, aquélla! —Sacudió la cabeza—. Es la esposa de un productor amigo mío. El siempre me está pidiendo que le haga un favor y la lleve a los sitios. Es de esa clase de mujeres que necesitan más de un hombre. No sé si me entiendes —acabó, haciendo un guiño.

Pero yo no sabía lo que quería decir con aquello. ¿Cómo se podía necesitar a más de un hombre si ese hombre era el que tú querías con todo el corazón y el alma? Y si un hombre amaba a una mujer, ¿cómo podía querer que otro hombre la llevara por ahí?

—¿Y su marido no tiene celos de que se luzca con otro por ahí? —pregunté.

—¿Celos? Está agradecido —contestó, riendo maliciosamente—. Los del mundo del espectáculo pueden ser así. Consideran que su relación es un acto más. Pero no temas, yo no soy de ésos —se apresuró a añadir.

—¿No has encontrado nunca a ninguna con la que quisieras estar siempre? —le pregunté.

—No hasta que te he conocido a ti. Jamás he conocido a ninguna mujer que fuera tan pura e inocente. Te cuadra bien tu nombre; eres tan fresca como un nuevo día. —Se inclinó y me besó en la mejilla.

Sentí que me ruborizaba. Jamás había sido tan feliz como en aquel momento. Era la mejor cena de Acción de Gracias que había tenido nunca. Después, Michael encendió la chimenea y trajo uno de sus suaves edredones. Me tendí en él, apoyando la cabeza y estuvimos escuchando una bella música mientras el fuego crepitaba y nos daba calor. Cada beso de aquella noche parecía más dulce que el anterior. Michael me acariciaba el pelo con la mano y decía que ojalá se detuviera el tiempo y pudiéramos quedarnos así eternamente. Por la mañana, Michael me dijo que tenía una reunión con un productor en el centro de la ciudad.

—Y después de la cita traeré a casa un arbolito navideño. Durante la fiesta de Acción de Gracias es tradicional empezar a decorar la casa, ¿no? —dijo—. Jamás me había preocupado por esto, pero ahora que estás tú aquí…

—¡Oh, Michael, me encanta eso! Hace tanto tiempo que no he tenido árbol de Navidad, ni me he preocupado incluso por las fiestas. Cuando no tienes familia a quien querer ni que te quiera, las fiestas son como un día más. Pero tu corazón mira con envidia la felicidad de las otras gentes.

—Basta ya para ti de penas y envidias, mi pequeña diva —dijo, besándome tiernamente en los labios. Se marchó a la reunión y mientras él estuvo fuera yo escuché música, vi la televisión y leí un poco. Nos habíamos asignado ciertas ocupaciones para completar la fiesta.

Al atardecer, Michael regresó con un arbolito, pequeño pero bellamente formado, de ramas completas y muy verdes. Había comprado también muchas cajas decorativas y tanto él como el árbol venían rociados de copos de nieve tan blancos como la leche.

—¿Adivinas qué es esto? —gritó cuando entró, sosteniendo el árbol con una mano mientras apretaba contra su pecho los paquetes decorativos—. ¡Nieve! Qué grata sorpresa. Justo a tiempo para poner a tono el espíritu navideño. ¿Te gusta el árbol?

—¡Oh, es entrañable! —exclamé.

—He tardado mucho tiempo en escogerlo. Quería algo especial para nosotros y casi he vuelto loco al vendedor. Ningún árbol de los que tenía me parecía lo bastante bueno. Entonces doblé una esquina y vi éste que estaba allí esperándome para que lo eligiera. Me lo pedía prácticamente a gritos —explicó, riendo.

Puso el árbol en su pedestal y se apartó unos pasos para mirarlo. Decidimos que el mejor sitio para ponerlo era a la derecha de la chimenea.

—¡Está perfecto! —aprobó. Después consultó su reloj. Yo había notado que no había cesado de mirar la hora desde que había llegado.

—¿Esperas que venga alguien? —le pregunté.

—¿Qué? ¡Oh, no, no!

—Como no dejas de mirar al reloj.

—Sí. —Meneó la cabeza—. Dentro de un rato tengo que irme a una reunión. El productor con el que he estado hoy ha seguido adelante y ha organizado una cosa sin contar conmigo. Pero es importante y debo asistir. Es muy probable que actúe en Broadway en la inauguración de la próxima temporada.

—¡Oh, Michael, qué maravilloso!

—Sí, pero estas cosas requieren meses y meses de preparativos e interminables reuniones con inversores, escritores y gente de producción. Cada uno opina de una manera. Yo odio la producción, pero es un mal necesario. Lamento tener que dejarte aquí sola cuando apenas hemos empezado a celebrarlo.

—¡Oh, no importa, Michael! Mientras estés fuera, decoraré el árbol y haré nuestra cena.

Parecía inquieto y apartó la vista rápidamente.

—¿Ocurre algo? —le pregunté.

—Esta reunión se prolongará probablemente durante la cena. Lo siento, lo siento de veras —dijo.

—¡Oh, eso quiere decir que volverás a casa muy tarde! —comenté.

—Sí. ¿No te importará?

—Estaré bien. Me comeré todas nuestras sobras y decorar el árbol me llevará un buen rato. No te preocupes por mí, estaré bien.

—Tratare de telefonearte para que sepas hasta cuándo se prolongará la reunión —dijo. Fue a cambiarse. Cuando salió llevaba puesta una de sus más bonitas chaquetas de lana y unos pantalones deportivos. Al ponerse su abrigo de lana de color azul oscuro, pensé que nunca le había visto tan guapo y se lo dije.

—Bueno, a esa gente hay que ofrecerle una buena imagen. Lo esperan de ti. Es uno de los inconvenientes de ser famoso; todos esperan verte como si acabaras de salir a escena. Como estás continuamente siendo observado, has de hacer honor a la imagen que tienen de ti. Un peinado equivocado o una sonrisa fallida podría ser un desastre. En seguida te enteras de que se extienden los rumores negativos y de que no te ofrecerán buenos papeles. ¿De verdad que no te importa? —volvió a preguntarme—. ¿No te gustaría ir al cine? Deja que te dé algún dinero para un taxi y la entrada —dijo, empezando a sacar la cartera.

—¡Oh, no! Tengo mucho que hacer, incluyendo algunos deberes de la escuela.

Meneó la cabeza.

—¿Deberes? Algunos de esos profesores son unos pelmazos. ¿A quién se le ocurre dar deberes en vacaciones? Está bien. Luego hablaremos. Me dio un beso de despedida.

Le había dicho que me encontraría bien, pero en cuanto cerró la puerta y volví a quedarme sola en la casa sentí ganas de llorar. Cómo deseaba que no fuéramos amantes secretos y que pudiera llevarme con él. Me hubiera interesado mucho todo lo que le ocurriera, aunque para él se hubiera convertido en una aburrida rutina. Volví mi atención al pequeño árbol de Navidad.

«Bueno —dije—, al menos te tengo a ti. Ahora llegaremos a conocernos bien el uno al otro».

Abrí las cajas de decoración que había traído Michael y empecé a adornar el árbol. Las horas transcurrían aún más despacio porque yo quería que pasaran volando. Empleé todo el tiempo que pude con el árbol, arreglándolo y volviéndolo a cambiar hasta que todo pareció equilibrado. Después comí unas sobras, escuché música y pensé en Michael. Cuando acabé de limpiar traté de concentrarme en la lectura pero no podía. Miraba continuamente al reloj y me enfurecía al ver lo lentamente que avanzaban sus obstinadas agujas. Intenté encender un poco de fuego y distraerme viendo la televisión. Se iba haciendo cada vez más tarde y Michael no venía. Me quedé dormida unas cuantas veces, pero me despertaba sobresaltada temiendo no haber oído su llamada telefónica.

Mi pobre tentativa de encender fuego fracasó y cuando desperté de uno de mis cortos sueños y consulté el reloj por centésima vez, me extrañó descubrir que eran casi las doce y media. «¿Por qué no me habrá telefoneado?», me pregunté.

Miré por la ventana y vi que había nevado y que las aceras estaban cubiertas por un manto blanco. Las calles aparecían mojadas y fangosas. Los conductores hacían sonar sus bocinas disputándose la preferencia de paso. Pensé que el mal tiempo provocaba accidentes. ¿Le habría pasado algo? El no quería que nadie supiera que le estaba esperando en el apartamento y por eso no llamaría nadie para avisarme.

A pesar de mi inquietud, me resultaba difícil tener los ojos abiertos y cuando hubo transcurrido otra media hora me quedé traspuesta sobre el sofá y no me desperté hasta que oí que abrían la puerta. Ahuyenté el sueño de mis ojos y me incorporé. Michael cerró el pestillo y la llave por dentro, a tientas. Le oí entrar siseando.

—¿Michael?

—¿Eh? —exclamó, girando sobre sus talones. Traía el pelo alborotado y su chaqueta estaba completamente arrugada—. Tchss —dijo, llevándose el dedo índice a los labios—. Que vas a despertar a Dawn.

—Michael, Dawn soy yo —le corregí, sonriendo y poniéndome en pie—. ¿Qué pasa?

—¿Eh? —volvió a decir. Parpadeaba y describía eses.

—Michael…, ¿estás borracho? —pregunté. Había visto a papá Longchamp en aquel estado las veces suficientes para saber que no tenía necesidad de preguntárselo.

—No —contestó torpemente agitando la mano, a punto de caer de bruces—. Ni mucho menos. Sólo he tomado… —Mantuvo alzada la mano derecha apretando los dedos índice y pulgar—. He tomado una pizca así. Cada diez minutos —añadió, echándose a reír otra vez. La risa le hizo inclinarse adelante y tuvo que alargar los brazos y apoyarse en la pared para no caer de frente.

—¡Michael! —grité, corriendo a su lado. Me echó el brazo por encima del hombro y se apoyó en mí. ¡Cómo olía! Parecía haberse bañado en whisky—. ¿Dónde has estado? ¿Por qué has bebido tanto? ¿Cómo has podido volver a casa?

—¿A casa? —exclamó, mirando con asombro a su alrededor—. ¡Oh, sí, estoy en casa!

Cuando le llevaba hacia el sofá me pareció que traía el lado del mentón manchado de carmín. ¡También llevaba en la chaqueta cabellos rubios!

—Michael, ¿de dónde vienes? ¿Con quién has estado? —demandé. No respondió. Se dejó caer de espaldas sobre el sofá y se puso a mirarme sin pronunciar palabra, parpadeando. Obviamente, trataba de enfocarme con la vista, a mí y a todo lo que había a nuestro alrededor.

—¿Por qué esta habitación no para de dar vueltas? —musitó, cerrando los ojos. Luego se dejó deslizar hacia abajo por el respaldo del sofá hasta quedar tendido, con los ojos fuertemente apretados.

—¡Michael! —le grité, pero lo único que hizo fue emitir un quejido—. ¡Oh!, ¿por qué haces esto?

Le levanté las piernas y le quité los zapatos. Luego, haciendo un esfuerzo, alcé su cuerpo cuanto pude y le despojé del abrigo y de la chaqueta deportiva. Pesaba demasiado para poder llevarle al dormitorio. Colgué ambas prendas y le traje una manta. Cuando le cubrí con ella, dio un gemido y se volvió de costado. Le introduje la almohada debajo de la cabeza y luego me senté a sus pies, observando cómo respiraba, profunda y regularmente.

Dirigí la vista hacia nuestro pequeño árbol de Navidad. Todo adornado y lleno de luces, tenía un aspecto hermoso, cálido y muy bello, pero con Michael inconsciente sobre el sofá parecía tan triste, solitario y desilusionado como yo. Michael ni siquiera se daba cuenta. ¡Apenas se había fijado en mí!

Me levanté sin ninguna prisa y apagué las luces del árbol. Eché otro vistazo a Michael. Estaba roncando. Apagué la luz del salón y me retiré al dormitorio de Michael, donde me quedé dormida, yo sola.

Michael se levantó antes que yo. Le oí sentarse al borde de la cama y abrí los ojos en el momento que me tocaba la cara.

—Michael, ¿qué hora es?

Todavía llevaba las ropas de la noche anterior. Tenía la camisa desabrochada y el pelo revuelto, con las melenas cada una por su lado. Bostezó y sacudió la cabeza.

—Temprano. Lo siento, Dawn —dijo—. Apuesto a que anoche llegué hecho un desastre. Ni siquiera recuerdo haberme quedado dormido en el sofá ni que me pusieras una manta. Me encontraba como dicen… borracho como una cuba.

Desperecé el sueño de mis ojos y me incorporé rápidamente.

—¿Dónde estuviste? ¿Qué pasó? ¿Por qué bebiste tanto?

—Una especie de celebración. Quería dejarles, pero todos insistieron en que me quedara. ¿Sabes? Fui el alma de la fiesta, el centro de la atención. Había que agasajar a esos inversores, que son quienes lo pagan todo, y el champaña corrió toda la noche. —Se estiró y bostezó de nuevo.

—¿Pero, dónde estuviste?

—¿Que dónde estuve? Veamos —dijo, poniéndose a pensar como si de resolver un problema matemático o algo parecido se tratara—. ¿Dónde estuve yo? Bueno, primero fuimos al despacho de ese productor. Luego nos fuimos todos a cenar a «Sardi’s». Después de eso, empezamos a recorrer varios clubs nocturnos. Debería acordarme de alguno, pero en este momento se me escapan todos de la mente.

Lanzó un suspiro y, sé acunó la cabeza entre las manos.

—¿Quién estuvo contigo?

—¿Que quién estuvo conmigo? —Levantó la cabeza, pensativo, y luego se encogió de hombros—. Algunas personas de la producción e inversores.

—¿Estuvo también esa pelirroja? —pregunté.

—¿Pelirroja? ¡Oh, no, no! —repuso—. Allí no había ninguna pelirroja. Bueno, será mejor que me meta en la ducha. Me siento como la carne asada de la última semana. Lo lamento —repitió, inclinándose para darme un beso rápido en la mejilla—. Gracias por cuidar de mí.

Se levantó como un gato, arqueando el espinazo y estirando los miembros. Yo seguí apoyada en la almohada, viéndole desnudarse para ir a tomar una ducha. «¿Estará mintiéndome —me pregunté—, o esos cabellos rubios que llevaba en la chaqueta llevarían allí más tiempo, tal vez desde que había acompañado a la esposa de su amigo?» Me costaba trabajo creer que me estuviera mintiendo. Me amaba demasiado para herirme.

Me levanté y me dirigí a la cocina a preparar nuestro café y algo de desayuno. Michael apareció después alegre y fresco, con el pelo pulcramente cepillado. Llevaba puesto un batín de seda de color azul claro.

—Hummm, qué bien huele —alabó, poniéndose detrás de mí para abrazarme—. Lamento de veras lo de anoche —repitió—. Estaban todos tan entusiasmados con el nuevo espectáculo, que era imposible no celebrarlo. —Me besó detrás del cuello.

—¿Entonces, todo ha ido bien?

—Sí. Pronto oirás hablar de la aparición inaugural de Michael Sutton en Broadway —anunció con orgullo. Yo me di la vuelta rodeada por sus brazos.

—¡Oh, Michael, es maravilloso! Tienes razón; sería muy emocionante. ¡Cuánto me hubiera gustado estar anoche contigo para celebrarlo!

—Lo celebraremos esta noche —dijo—. Tomaremos un taxi e iremos a un pequeño y apartado restaurante italiano que conozco en Brooklyn. Allí nadie se fijará en nosotros, y la comida es excelente.

—Pero, Michael, ¿crees que debemos ir? Y si alguien nos viera…

—No nos verá nadie. Cuánto me gusta que te preocupes por mí —dijo—. Ahora, déjame ir a echar un vistazo al árbol de Navidad. —Me cogió de la mano y nos dirigimos al salón. Yo encendí las luces—. ¡Magnífico! —exclamó Michael—. Para Nochebuena asaremos castañas al fuego tú y yo, beberemos ponche de huevo y haremos el amor al lado del árbol. Nuestro árbol —añadió, echándome el brazo por los hombros y atrayéndome junto a él—. Mi pequeña diva —volvió a decir, y me besó tiernamente en los labios—. Pero por ahora —dijo de pronto—, me estoy muriendo de hambre. Vamos a desayunar.

El resto del día pasó volando. Michael salió a hacer alguna compra y el teléfono sonó dos veces, pero no contesté. Al llegar al apartamento, Michael me había dicho que si contestaba, delataría mi presencia allí y eso daría lugar a preguntas.

—Y las preguntas —había dicho enarcando las cejas— conducen a unas respuestas que todavía no podemos dar.

Cuando regresó por la tarde, traía un montón de paquetes envueltos en papel de regalo.

—Un árbol de Navidad tiene que tener regalos debajo —declaró, ordenando los paquetes en su sitio.

—¿Para quién son esos regalos, Michael? ¿Esperas a alguien de tu familia?

—¿Familia? No. Esos regalos son todos para ti —contestó.

—¿De veras? ¡Oh, Michael, no deberías haber comprado tantas cosas! —exclamé, clavando la vista en el enorme montón de paquetes.

—¿Y por qué no? —dijo, firmemente—. ¿Con quién si no me iba a gastar el dinero mejor que contigo? —Sonrió pícaramente y se echó mano al bolsillo de la chaqueta de donde extrajo un pequeño estuche envuelto en papel rosa con una cinta alrededor—. Esto, no podía esperar. Es un presente del día de Acción de Gracias.

—¡La gente no se hace regalos para esta fiesta, Michael! —protesté, riendo.

—¿Ah, no? —Se encogió de hombros—. Bien, entonces inventaré una tradición nueva y a partir de ahora se los harán. Para ti —dijo, extendiendo la mano.

Tomé el estuche y lo abrí cuidadosamente, temblándome los dedos de emoción. Dentro, sobre un fondo de algodón, descansaba un bonito relicario de oro con su cadena del mismo metal. Por fuera estaba adornado con pequeños diamantes formando un corazón.

—¡Oh, Michael, es muy bonito!

—Ábrelo —me instó, cariñosamente.

Presioné el cierre y al abrirse vi que dentro tenía grabadas al agua fuerte una serie de notas musicales. En seguida las hice sonar mentalmente y sonreí. Era la primera frase de una de las canciones amorosas de Michael: Eternamente, amor mío.

—¡Oh, Michael! —exclamé con lágrimas de felicidad anegando mis ojos—. Es el regalo más bonito que me han hecho nunca. Y es tan especial…

Me abracé a él y le cubrí la cara de besos.

—¡Basta! —exclamó, sujetándome—. No está bien que nos emocionemos precisamente ahora. Debemos prepararnos para nuestra tranquila y ligera cena, ¿recuerdas?

Mi corazón estaba tan lleno de dicha, que creí que me iba a estallar. Había metido algunas cosas en la maleta deseando que Michael y yo pudiéramos salir alguna noche. Trisha me había acompañado a comprar un sostén de realce. Mi generoso escote y la elevación de mis senos me hacían parecer más mayor de lo que era. No pude evitar el rubor que se asentaba a la entrada del valle que formaban mis dos pechos, pero pensé que me hacía aún más atractiva, con mi vestido de escote en forma de uve y las mangas tres cuartos. Sobre mi pecho centelleaban los pequeños diamantes del relicario.

Me cepillé el pelo hasta convertirlo en una superficie sedosa y brillante que me caía obedientemente sobre los hombros, me puse un poco de colorete, carmín y algo de lápiz de ojos. Satisfecha de parecerme más a las mujeres que Michael estaba acostumbrado a llevar de su brazo, salí del dormitorio, lista para que me inspeccionara. Él acababa de colgar el teléfono y se volvió sonriendo hacia mí. Sus ojos brunos brillaban y entreabrió de admiración aquellos sensuales labios suyos…

—¡Estás bellísima! Me muero de impaciencia por presentarte en sociedad. Todos sentirán envidia de mi descubrimiento —dijo, acercándose a mí—, y de mi amor.

Yo estaba radiante de orgullo. Michael me ayudó a ponerme el abrigo y me dio un beso en la cara.

—Ya está aquí nuestro taxi —dijo. Y abandonamos el apartamento.

Fue un largo paseo a través de la ciudad. Michael no había exagerado cuando había dicho que conocía un restaurante apartado. El taxista fue serpenteando por varias calles hasta que finalmente llegamos a un pequeño restaurante italiano situado en la esquina de una manzana de casas. El restaurante se llamaba simplemente «Moms» y distaba mucho de ser lujoso. Se componía de un saloncito con una barra pequeña y aproximadamente una docena de mesas. Pero, para mí, era el sitio más romántico y maravilloso que jamás había visitado.

Michael buscó una mesa apartada en la parte más oscura del pequeño comedor. Estaba en lo cierto al decir que allí no llamaríamos la atención, nadie pareció fijarse en nosotros ni preocuparse cuando entramos y tomamos asiento. Pero todos los alimentos que pedimos y tomamos eran caseros y estaban deliciosos. Michael mandó traer el vino más caro y nos bebimos casi dos botellas. Como viajaba mucho era un buen conocedor de vinos y platos, y me describió algunos famosos restaurantes de todo el mundo en los que había estado. De lo único que yo le podía hablar era de los platos del hotel «Cutler’s Cove». Le describí a Nussbaum, el jefe de cocina, y lo especiales que eran las cenas del hotel.

—La abuela Cutler, acompañada a veces por mi madre, recibía a los clientes en la puerta y luego los visitaba en sus mesas para hacer que todos se sintieran como en casa.

—Debe de ser una tirana —supuso Michael—, pero parece que conoce lo que hay que hacer para que el hotel tenga éxito. Tengo la impresión de que es una empresaria muy sagaz. No me importaría conocerla algún día.

—La odiarías. Te haría sentirte más pequeño que una hormiga por el solo hecho de ser un cantante. Ella sólo respeta la sangre pura, la riqueza de pura sangre —dije, escupiendo literalmente las palabras.

Le conté que había tratado de estropear mis días en la «Bernhardt» desde el comienzo, escribiendo a Agnes una carta llena de mentiras.

—Pronto te verás libre de todo eso —dijo, poniendo su mano sobre las mías y apretándome amorosamente los dedos—. Y las personas como ella no podrán seguir haciéndote daño.

—¡Oh, Michael, cómo espero ese día! —exclamé.

—Bueno —apuntó, con un furtivo parpadeo en los ojos—, puede que esté más cercano de lo que piensas.

—¡Michael! —grité, casi saltando de mi asiento—, ¿qué es lo que insinúas?

—No debería decírtelo —contestó, con una leve y apretada sonrisa en los labios—; existe una gran posibilidad de que pueda encontrarte sitio en el nuevo espectáculo de Broadway.

—¡Michael! —Pensé que iba a desmayarme allí mismo. Noté que el corazón empezaba a aporrear de júbilo, dificultando tanto mi respiración, que me causaba dolor en el tórax. ¡Yo, en Broadway! ¡Tan pronto!

—No hay nada concreto —me advirtió—. Es sólo una posibilidad. Tenemos que trabajar mucho con tu canto. Actuar en el escenario durante un musical es muy distinto a interpretar una tonada o dos en el concierto local de una escuela pública.

—Sí, lo comprendo. Por supuesto. Pero trabajaré duramente, muy duramente, Michael. De veras que lo haré.

—No lo dudo —dijo, tocándome otra vez la mano—. Lo llevas en la sangre. ¿No te lo he dicho desde el principio?

Cuando Michael pagó la cuenta y salimos del pequeño restaurante, no me molestó el largo camino que había de regreso a su apartamento. Lo hice en sus brazos, soñando con el escenario de Broadway y con estar a su lado en un próximo y feliz momento. Quién iba a pensar que llegaría a hacerse realidad lo que mamá Longchamp me había pronosticado hacía muchos años. Ahora me daba cuenta de que ella había estado intentando olvidar los hechos trágicos que condujeron a mi secuestro. Era como si mi nacimiento hubiera sido una fabulación. Ella no podía vivir con aquello ni tampoco con su sensación de culpa y con el tiempo llegó a creerse la historia que había inventado acerca de que mi nacimiento se había producido al rayar el alba, con el canto de los pájaros.

«Ellos pusieron en tus labios un canto permanente —me había dicho—. Algún día, la gente te oirá cantar y se dará cuenta del milagro ocurrido cuando aquel pájaro canor te dio su voz para celebrar tu nacimiento».

«Ese día se está acercando mucho más de prisa de lo que tú podrías suponer, mamá —pensé—, y mi voz, habiendo amor en mi corazón, será más hermosa de lo que ni yo habré imaginado nunca».

El tiempo que Michael y yo estuvimos juntos pasó volando más fugazmente de lo que yo quería y cuando llegó la mañana del último día, me sentía reacia a abrir los ojos a la realidad. Trisha y yo lo teníamos todo previsto. Yo tomaría un taxi hasta la estación de autobuses y me reuniría con ella cuando saliera del autocar que la traía de su casa. A continuación, cogeríamos juntas un taxi hasta la residencia para que Agnes creyera que había estado con Trisha todas las vacaciones.

Me vestí, recogí mis cosas y me quedé en pie con la maleta en la mano mirando tristemente el apartamento de Michael. Por las ventanas entraban a raudales los rayos del sol esplendido de un día claro y vigorizante, que bañaban nuestro pequeño árbol navideño arrancándole destellos, haciendo que las hojas de helecho cobraran una fuerte tonalidad casi verdeamarilla. Hasta el papel de envolver los regalos, apilado junto a ellos, despedía sus reflejos en aquel remanso de luz cálida.

—Ha sido maravilloso —me dijo Michael en la puerta—. Hasta el último momento. Pero no lo tomes como un final —me tranquilizó al ver que mis ojos se llenaban de lágrimas ante la despedida—. Considéralo como un comienzo.

Me besó y me estrechó contra él. Yo tenía un nudo en la garganta que no me dejaba hablar.

—Ahora, descansa un poco, mi pequeña diva —me aconsejó—. Nos queda mucho trabajo que hacer en cuanto se reanuden las clases.

—Lo haré. Michael, te quiero —susurré. Cuando nos separamos, sus ojos fulguraban de gozo.

Llegué a la estación con tiempo de sobra y me senté en un banco a hojear una revista hasta que llegara el autocar de Trisha. Ésta bajó saltando por la escalerilla del autobús, con el largo pañuelo rojo flotando sobre sus hombros.

—¡Cuéntamelo todo! —gritó, después de abrazarnos—. ¿Qué habéis hecho? ¿Dónde habéis ido? Apuesto a que te ha llevado cada día a los restaurantes y espectáculos de lujo.

—No. Hemos estado en su casa casi todo el tiempo —y le conté que había preparado la cena de Acción de Gracias. Se mostró muy decepcionada hasta que le enseñé el relicario.

—¡Qué bonito! —exclamó, mirándolo con envidia—. Y que detalle el suyo grabar dentro un motivo musical. ¿Qué dicen esas notas?

—¡Oh, son simplemente notas! —repuse, pensando que Trisha podría conocer la canción de Michael—. Nada en concreto.

Encontramos un taxi a la salida de la estación y continuamos comentando nuestras vacaciones hasta llegar a la residencia. Trisha quería que supiera todo lo que ella había hecho para que no me pillaran en contradicciones.

—Si Agnes pregunta —dijo—, nos hemos reunido diez personas para la cena de Acción de Gracias y hemos comido pato y también pavo.

—Eso quiere decir que fue una cena estupenda —comenté. Ahora me tocaba a mí ser envidiosa, tener envidia de una familia adorable y feliz, reunida en torno a la mesa durante unas vacaciones.

Cuando llegamos nos sorprendió encontrar a Agnes en el corredor, al pie de la escalera. Obviamente, había estado esperándonos y se situó allí en cuanto oyó que llegábamos. Pero la expresión de su rostro me heló el corazón. Estaba vestida de negro y su cara estaba pálida, tenía los labios sin pintar y no llevaba colorete, nada. Tenía el pelo echado hacia atrás y recogido en un moño. Siempre resultaba difícil saber si Agnes estaba o no representando alguno de sus papeles, pero en aquel momento pensé que estaba desempeñando el de plañidera.

—¡Me has mentido! —me espetó sin darme tiempo a decir hola. Miré rápidamente a Trisha y luego a Agnes.

—¿Mentido?

—Tu madre te llamó hace dos días. No tenía ni idea de que te hubieras ido con Trisha. ¿Te fuiste sin pedir permiso a tu familia? Me sentí como una imbécil —añadió Agnes sin darme tiempo a responder. Retorcía con las manos su blanco pañuelo de seda—. Estoy al cargo de esta casa, sí, pero he confiado en ti, me he fiado de ti. Debí pensármelo mejor. ¡Debí suponerlo! —estalló—. Estoy esperando una llamada telefónica de tu abuela de un momento a otro. —Parecía absolutamente aterrada.

—No llamará —la tranquilicé—. Mi madre ya se habrá olvidado de esto. Debía estar bajo el efecto de alguna medicina cuando hablamos la última vez y, sencillamente, no lo recuerda. Le sucede a menudo —dije, clavando los ojos en Agnes. Me asombraba con qué facilidad salían las mentiras de mis labios. Vi que se quedaba pensativa, considerándolo.

—¡Oh, querida! —dijo; adoraba la tragedia—. No sé ni que pensar. ¿Entonces, no crees que haya problemas?

—No. —Me encogí de hombros—. Ya ha pasado otras veces. La abuela Cutler también está acostumbrada a ello.

—¡Oh, qué pena! —se lamentó Agnes—. Con lo bonita que es tu madre. No puedo creer que esté tan enferma.

—Eso opinan todos —repuse secamente, sin que Agnes captara mi sarcasmo.

—¿Habéis tenido unas buenas fiestas? —preguntó, mirándome a mí y luego a Trisha.

—Lo hemos pasado bien —se apresuró Trisha a responder.

—Mrs. Liddy ha preparado algo especial para el regreso de todos —dijo, volviendo a retorcer el pañuelo entre sus manos—. Me sentía tan preocupada… —murmuró, empezando a retirarse.

—Cada vez está peor —comentó Trisha cuando se alejaba de nosotras—. Está preparando alguna terrible escena si se ha vestido de esa guisa. Cuando cruza por su mente algún nuevo pensamiento o disposición de ánimo, revuelve en el fondo de la cómoda de sus viejos vestidos hasta dar con algo que le cuadre bien.

—Lo siento por ella, pero no tiene por qué convertirse en la espía de la abuela Cutler. No me gusta mentir, aunque me he visto obligada a hacerlo —dije.

Trisha asintió y las dos continuamos escaleras arriba hacia nuestro cuarto para deshacer las maletas. Ni que decir tiene que Trisha estaba impaciente por saber cómo lo había pasado viviendo con un hombre en su apartamento durante aquellos días. Hizo toda suerte de preguntas y yo, al menos por dos veces, dije algo que estuvo a punto de delatar a Michael.

—Mi madre siempre dice que las noches están hechas para la fantasía y el romance, pero que, cuando despiertas por la mañana y el hombre que está a tu lado continúa roncando, la realidad salta en pedazos y hace estallar la burbuja —explicó Trisha—. ¿Te ha sucedido eso a ti?

—¡Oh, no! Mis mañanas han sido tan maravillosas como las noches. Yo preparaba un buen desayuno y charlábamos incesantemente con la misma excitación. El tiene mucho que decir; ha recorrido todo el mundo.

—¿Cómo es que ha viajado tanto? —preguntó rápidamente.

—¡Oh! Es por… sus negocios.

—¿A qué se dedica?

—Tiene algo que ver con la importación —informé en seguida.

—Eres muy afortunada —dijo—. Estás dotada de talento y belleza, y ahora tienes el amor de un hombre maduro.

—Tú también tienes talento y belleza, Trisha, y estoy segura de que muy pronto tendrás también amor —pronostiqué. Se quedó pensativa y luego se encogió de hombros con aquella leve sonrisa que la caracterizaba.

—Durante las vacaciones me ha llamado tres veces Erik Richards

—¿De veras?

—El próximo fin de semana me lleva a cenar. ¡Y al «Plaza»!

—¿Qué piensas hacer?

Formalizar un noviazgo me sonaba algo infantil, pero no quería decir nada que pudiera molestar a Trisha. Michael y yo estábamos hablando de hacer la vida juntos, una vida de trabajo y amor mientras que llevar alrededor del cuello el aro del novio estudiante era lo que parecían hacer las muchachas más jóvenes que yo. Pero Trisha no era más joven que yo.

—Es muy guapo —dijo—. Creo que podría decirle que sí —concluyó, con los ojos chispeando de picardía. Nos echamos a reír, abrazándonos, y bajamos a cenar.

Mrs. Liddy había preparado una cena que rivalizaba con cualquier banquete de Acción de Gracias. Agnes se había puesto un vestido blanco muy juvenil de amplias mangas afaroladas con cuello bordado de dobladillo, y un i collar de perlas que hubiera estrangulado a un caballo. Pronunció uno de sus cortos y patéticos discursos expresando lo contenta que estaba de que todos hubiéramos regresado sanos y salvos de nuestras vacaciones.

—Y estamos juntos otra vez, como una familia unida y lista para hacer frente a lo que el cruel mundo nos depare.

Todos nos miramos. Evidentemente, era un discurso de uno de los melodramas que había interpretado en sus días más jóvenes. Trisha estaba convencida de que el vestido correspondía al vestuario de aquella misma obra.

Pero poco me importaba a mí ahora. Ni las excentricidades de Agnes, ni el mal genio de Madame Steichen, ni siquiera los actos odiosos de la abuela Cutler podían hacer nada para desvirtuar mis dorados días de felicidad. Me sentía segura. El amor entre Michael y yo me había hecho invencible. Era la fortaleza que me protegería contra lo que Agnes llamaba las «hondas y flechas de la atroz fortuna» que, como nos recordaba siempre, era una cita de Shakespeare.

Pero existían «hondas y flechas» que yo no había previsto, dispuestas a caer sobre mi burbuja de gozo y romántica felicidad exactamente igual que las descritas como posibles por la madre de Trisha. El peso de la realidad resultaría demasiado grande para ser soportado por la fantasía.

Comenzó la mañana del tercer día después de nuestro regreso de las vacaciones de Acción de Gracias. Me desperté terriblemente angustiada y vomité durante veinte minutos. Trisha, temiendo que hubiera cogido una gripe intestinal, estaba a punto de informar a Agnes y pedirle que prescribiera un tratamiento médico, cuando me hizo una pregunta que me heló el cuerpo y me clavó los pies al suelo.

—No habrás notado la falta de la regla, ¿verdad? —No tuve que responderle, vio 4a respuesta en mi cara—. ¡Oh, Dawn! ¿Cuánto tiempo hace que te falta?

—¡Cerca de seis semanas! —grité consternada—. Ni siquiera había pensado en ello. Suelo tener un período bastante irregular.

—Motivo por el cual deberías preocuparte y tener cuidado —dijo Trisha—. ¿No te habló nunca tu madre de estas cosas?

«¿Cuál de mis madres?», pensé. Mamá Longchamp me consideró siempre demasiado joven para hablarme del sexo y cuando fui lo bastante mayor para saberlo se encontraba demasiado enferma y atormentada por otras cosas. Estaba segura de que mi verdadera madre se habría puesto cianótica y habría perdido el conocimiento en cuanto hubiera sacado el tema a colación. Pensé que tampoco ella era una mujer a quien se lo debiera decir. Sacudí la cabeza y las lágrimas empezaron a rodarme por las mejillas.

—¡Oh, Trisha, no puedo quedarme embarazada! No puedo. ¡Ahora no! No lo estoy —dije con determinación—. No es más que una gripe abdominal. Ya lo verás —afirmé con la cabeza, forzándome a mí misma a creerlo.

Trisha me apretó la mano y sonrió.

—Puede que tengas razón; puede que no sea más que una ligera gripe abdominal —dijo—. No nos alarmemos todavía.

Asentí y dominé mis emociones. No tenía ganas de desayunar, pero esto podía ser por causa de mi nerviosismo, al que podía también achacarle mis náuseas anteriores. Todo el día estuve agobiada por el peso de mis preocupaciones. Como no me tocaba clase de vocalización, no me vio Michael, aunque tampoco yo quería que me viera sintiéndome de aquella forma.

Por la noche me encontraba muy cansada y me fui pronto a dormir. A la mañana siguiente desperté con la misma sensación de náuseas y volví a vomitar. Vi que Trisha estaba cada vez más inquieta y asustada por mí, de modo que traté de darle a entender que ya no me encontraba tan mal como el día antes.

—Me parece que es la gripe —le dije—. Y ya me voy sintiendo mejor.

Sin embargo, cuando Michael me vio en la clase general de música, me dijo que me encontraba algo pálida y cansada; yo sólo le contesté que no había dormido bien.

Antes de que pudiera preguntarme el motivo, se acercaron a nosotros otros estudiantes y nos fue imposible seguir hablando.

A última hora de la tarde, me fui a la biblioteca para informarme sobre el embarazo y saber lo que tenía que comprobar cuando llegara a casa. Me quité el suéter y el sostén y me miré al espejo con detenimiento. En seguida supe que lo que me estaba sucediendo no era, como yo pensaba, porque me hacía mujer, sino por otras razones. Mis pechos habían crecido y los pezones, además de ser más grandes, tenían el color más oscuro. Justamente debajo de la epidermis aparecían unos nuevos y diminutos vasos sanguíneos. La constatación de aquellos síntomas me heló la sangre. No podía negar lo que estaba viendo y lo que ello significaba.

Bajé la cabeza, derrotada. El amor me había vuelto tonta y despreocupada. ¿Por qué no había pensado en ello? El amor de Michael hacia mí y mi amor hacia él me habían convertido rápidamente en mujer. Había sentido la misma pasión que una mujer; le había besado y había hecho el amor con él igual que una mujer adulta y había conquistado su corazón como sólo una mujer madura podía hacer. ¿Por qué no había comprendido que también podía sufrir las posibles consecuencias que una mujer, cuando me arrojé en sus brazos con abandono?

—¿Qué vamos a hacer? —me preguntó Trisha cuando volví a nuestro dormitorio y le describí todos los síntomas y lo que seguramente significaban—. Quizá sería mejor que llamaras a tu madre.

—¿Mi madre? Ya acudí a ella cuando la abuela Cutler insistía en que cambiara mi nombre por el de Eugenia.

—¿Eugenia?

—Era como se llamaba una hermana de la abuela Cutler, que murió de la viruela. Cuando fui a quejarme a mi madre, casi entra en coma. La menor tensión le produce pánico. Es una mujer inútil. Por supuesto —añadí con amargura—, lo hace de manera que todos la dejen en paz y se apiaden de ella.

—Bueno, se lo dirás a Allan, ¿no? Un hombre maduro hubiera debido pensar en las posibles consecuencias y hubiera debido tener más cuidado que tú misma. A fin de cuentas, él ha estado casado y todo eso.

Yo no dije nada. Tenía miedo de decírselo a Michael; tenía miedo de lo que esto iba a provocar en todos nuestros maravillosos planes… ¿Qué iba a ser de mi aparición en el escenario de Broadway, de nuestra unión permanente?

—Puede que él no quiera saber nada —apuntó Trisha, pero la dura expresión de su rostro se suavizó inmediatamente—. Siento haber sido tan brusca —se apresuró a añadir.

—No, no —dije—. No es que a él no le importara. Lo que pasó es que está muy enamorado de mí y el amor, cuando es tan fuerte, puede cegarnos. En el momento del éxtasis no pensamos en las consecuencias. Ya oyes lo que dicen las chicas en los vestuarios, los problemas que tienen para evitar que sus novios vayan demasiado lejos. Y eso que no son más que… romances de adolescentes.

—Bueno, no tienes elección; debes contárselo —decidió.

—Sí, sí, por supuesto. Se lo diré. Pero tengo miedo de cómo se pondrá cuando se lo diga.

—Tiene que cargar con su responsabilidad —afirmó Trisha—. Mi madre suele decir que «para bailar el tango hacen falta dos».

—Sí —asentí, moviendo nerviosamente los dedos en el bolsillo—. Lo sé.

No lo dije, pero aquél era un baile al que no me habían invitado.