JURAMENTOS DE AMOR
Michael estaba en la cocina y allí le observé prepararse un bocadillo y café. Insistió en que tomara una taza de café y me sentara con él mientras comía. Me contó lo mucho que le agradaba su trabajo en la «Escuela Bernhardt» y lo emocionado y feliz que se sentía de haber vuelto a Nueva York.
—Aunque he disfrutado mucho viajando por Europa. He cantado en los más grandes teatros, cargados de maravillosas historias, y ante los públicos más ricos y cultos. He actuado en Roma, París y Londres. Incluso en Budapest, Hungría —fanfarroneó.
Yo estaba allí como hipnotizada por su voz y por las historias que me refería sobre sus viajes y actuaciones. De repente, se echó hacia atrás en el asiento y se quedó mirándome de forma escrutadora con la cabeza ladeada y los ojos fijos en los míos.
—Antes —dijo—, cuando te lamentabas de tu familia, no mencionaste a tu padre. ¿Cómo es él? ¿Vive todavía?
Me quedé pensativa un momento. Michael me había incorporado a su vida, había tocado en mí la fibra más sensible que un hombre puede tocar en una mujer; confiaba en mí y me quería. Yo no podía permitir la menor falsedad entre nosotros. Sus ojos mostraban preocupación y un sincero interés. Yo le había creído cuando había dicho que la música nos había desposado ya a los dos, uniéndonos de un modo que otras personas no podían comprender.
—No sé ni cómo es mi padre —comencé. Le conté mi historia y él la escuchó sin mover un solo músculo. Nuestros papeles se habían invertido, ahora era él quien estaba hipnotizado por el relato del descubrimiento de mi secuestro, mi devolución a una familia que aborrecía y la verdad sobre todo ello—. Lo sé todo, excepto el nombre de mi padre —concluí.
Michael asintió lentamente, con sus negros ojos pensativos, mientras asumía lo que le había narrado.
—Tu abuela me parece una anciana poderosa y obstinada. ¿Y no te ha dicho nada de tu verdadero padre?
—No. Y mi madre la teme tanto que tampoco me revela nada.
Asintió y bajó los ojos tristemente. Luego alzó la cabeza como si se le hubiera ocurrido una idea.
—Tal vez yo pueda ayudarte a localizar a tu verdadero padre —dijo.
—¡Oh, Michael! ¿De verdad? ¿Cómo? ¡Si lograras hacer eso, sería el regalo más maravilloso que jamás podrías hacerme! —exclamé.
—Tengo algunos buenos amigos agentes que deben de conocer a otros agentes capaces de localizar a los cantantes y artistas que han pasado por hoteles para descansar, durante el período que has descrito. Les mandaré que investiguen y nos proporcionen algunos nombres. Al menos podremos reducir la lista al mínimo y empezar por ahí —concluyó.
—Puede que esté cantando en Nueva York. ¡A lo mejor hasta le conoces tú!
—Es muy posible —convino Michael—. Déjalo de mi cuenta. Mientras tanto, señorita —indicó, echándose hacia atrás—, será mejor que regreses. Además de cumplir con tu hora de recogida en la residencia, me gustaría que estuvieras fresca y fuerte cuando trabaje contigo. Sin embargo, por razones obvias, no te trataré de modo diferente a mis otros discípulos. Y tú debes continuar guardando en secreto absoluto todo lo que digamos y hagamos entre nosotros.
—Lo haré. Lo juro por mi corazón —dije, poniéndome la mano en el pecho.
—Eres tan adorable… —sonrió, arrastrando las palabras.
No pude evitar sonrojarme ante este cumplido. Se acercó a besarme en la mejilla y acto seguido telefoneó al portero para que me llamara un taxi. Al despedirme, en la puerta de su apartamento, me besó suavemente en los labios y juntó su mejilla contra la mía.
—Buenas noches, mi pequeña diva —susurró.
Me dirigí hacia el ascensor con la sensación de estar flotando. Cuando llegué al vestíbulo, el conserje ya tenía un taxi esperándome. Salió a acompañarme, me abrió la puerta del coche llevándose la mano a la gorra, y me deseó buenas noches. Le di al taxista la dirección y me acomodé en el asiento, dejando que mi memoria se perdiera por todo lo que había sucedido. Michael me había elegido y había hecho el amor conmigo, primero a través de la música y luego de la manera en que un hombre y una mujer deciden hacer el amor juntos. Me pregunté si los otros invitados de Michael habrían acudido y se me antojó que difícilmente habríamos oído sus inoportunas llamadas a la puerta o al timbre, habida cuenta de lo entregados que habíamos estado a nuestro propio mundo y a nuestra propia felicidad.
No pensé en Trisha hasta que empecé a abrir la puerta de nuestro dormitorio. Debí haber supuesto que esperaría impacientemente mi regreso para que le contara todos los detalles de mi secreta velada con aquel hombre de más de treinta años que me había inventado. Estaba tendida en su cama haciendo los deberes, pero en cuanto me vio entrar dejó a un lado todos los libros.
—Me moría de impaciencia porque volvieras. ¡Cuéntamelo todo! —dijo, incorporándose y cruzando las manos sobre su regazo. Igual que había hecho hasta entonces, decidí mezclar la fantasía y la realidad, y cuando estuve lista para acostarme, empecé mi relato.
—Tiene un bonito apartamento, en un edificio muy lujoso, hasta con conserje. —Describí detalladamente el apartamento de Michael, confiada en que Trisha no iría nunca allí—. En todas las habitaciones tiene retratos de su difunta esposa —añadí—. Encima de la chimenea hay uno muy grande y es cierto que ella y yo nos parecemos mucho. Sus vestidos y zapatos son de mi misma talla, y él conserva todas sus ropas. Estaba empeñado en darme algunas cosas, pero yo me he negado a aceptar nada. Me probé algunas prendas y todas me venían bien.
—Es curioso —dijo Trisha, abriendo mucho los ojos.
—Sí. Pero tal vez sea el Destino el que nos ha unido. Algunas cosas parecen predestinadas.
—¿Vas a seguir viéndole?
—¡Oh, sí! Pero siempre en secreto —recalqué—. Le he dicho que no deberíamos vernos ni en la escuela. Si Agnes llegara a enterarse; seguro que telefonearía a la abuela Cutler y ésta lo utilizaría como pretexto para enviarme a otro sitio. Tú no sabes lo pérfida que es.
—¿Qué habéis hecho en su apartamento?
—Tomamos una copa de vino, escuchamos música y charlamos.
—¿De qué habéis hablado durante tanto tiempo? —preguntó Trisha, escéptica.
—Primero me habló de sí mismo y de su estupendo matrimonio, de cuánto amaba a su esposa y de lo mucho que ella le amaba a él. Ha sido muy triste. Hasta he llorado. Y luego, cuando le conté mi historia, le tocó llorar a él. Al haber perdido a sus padres cuando era joven, sabía lo que era sentirse huérfano. ¿Pero, sabes una cosa? Va a ayudarme a encontrar a mi verdadero padre. Tiene muchas influencias, igual que la abuela Cutler, y va a realizar algunas gestiones y a ordenar una investigación. Ha dicho que podría incluso contratar a un detective privado para que lo localice.
—¿De veras? Pero eso costará mucho —dijo Trisha.
—Ha dicho que no le importa el dinero cuando se trata de mí. Quería darme algunas joyas y perfumes caros de su esposa, pero yo le he dicho que me resultaría difícil explicar su procedencia. Es muy comprensivo y no quiere hacer nada que pueda acarrearme problemas.
Los ojos de Trisha se achicaron con suspicacia.
—Con un hombre de más de treinta años, habrás hecho algo más que charlar —insistió. Desvié la vista y empecé rápidamente a colgar mis ropas—. Haríais algo más, ¿verdad?
—Nos besamos —admití—, y yo quise hacer más, pero Alvin dijo que no debemos precipitar las cosas.
—¿Alvin? Creí que habías dicho que se llamaba Allan.
—Así es. ¿He dicho Alvin? —Trisha asintió—. ¡Qué raro! ¡Oh! —exclamé—. Tiene un hermano más joven que se llama Alvin. Es que estoy muy cansada, confusa y llena de felicidad. Trisha me miró un momento con escepticismo, pero luego aceptó mi explicación.
—¿Cuándo volverás a verle?
—Pronto —dije—. Pero, por razones obvias, tenemos que ser muy cautos. El no vendrá a buscarme a no ser que sea muy importante.
—Tienes un romance secreto —dijo, con aire triste, recostándose en la almohada y cruzando los brazos con un puchero en la cara. Me senté a los pies de su cama.
—¿Qué ocurre, Trisha?
—Nada —respondió. Luego levantó la vista hacia mí—. Tú tienes esta aventura y a mí no hay ningún chico guapo que me dirija más de dos palabras. —Luego, con la misma facilidad con que se había puesto triste, se olvidó de todo y empezó a sonreír—. Puesto que a ti no te interesa, me parece que voy a empezar a flirtear con Erik Richards. Ayer se sentó a mi lado durante el almuerzo y no me preguntó nada de ti.
—¿Erik Richards? ¡Claro! —exclamé, con excitación—. Creo que haríais una pareja perfecta.
A lo mejor quiere llevarme al baile la víspera de Todos los Santos —repuso, y se volvió hacia mí—. ¿Y si alguno de la escuela te lo pide?
—¡Oh, no podría ir! Ya no puedo ir con nadie más. Me pasaría el tiempo pensando en… Allan y no estaría bien hacerle eso al chico que me lo pidiera.
—Pero te vas a perder todas las buenas diversiones de la escuela. ¿Estás segura de que quieres tener un novio mucho más mayor que tú? —preguntó.
—Ya te lo he dicho —le respondí cantando—, son cosas que prepara el Destino.
Corrí al cuarto de baño a lavarme y cepillarme los dientes. Odiaba tener que mentir a Trisha, pues desde el principio había sido una buena amiga mía. Al mirarme al espejo vi el rostro de una embustera. Hasta entonces me había sentido muy feliz con Michael, ¿pero podía el amor convertirme en una repugnante criatura? ¡Qué irónico y triste sería si finalmente encontraba el amor, la dicha y la seguridad haciendo las cosas tan indecentes y ruines que me adjudicaba la abuela Cutler! Tranquilicé mi conciencia diciéndome a mí misma que algún día, tal vez no muy lejano, Michael me permitiría decirle a Trisha la verdad. Miré otra vez al espejo escrutando el rostro de la muchacha que veía en él. Mi cara estaba sonrosada por todo lo que había transpirado aquella noche y mis ojos titilaban de una forma que no había visto nunca, con fuerza dentro de ellos. Lo cierto era que ya no sería capaz de ir a ningún baile con ningún recio mozalbete de la escuela, aunque no por las razones que le había dicho a Trisha, sino porque ahora conocía el goce del amor en brazos de un experto hombre maduro.
Michael fue fiel a su palabra de que no me trataría de modo distinto a los demás estudiantes de la «Bernhardt». De hecho, pensé que era incluso más frío y formal conmigo a partir de nuestro encuentro en su apartamento. Delante de los demás alumnos dejó de llamarme Dawn y me llamaba Miss Cutler. Cuando nos cruzábamos por los corredores, sonreía rápidamente y con la misma rapidez cambiaba su mirada hacia quien le acompañaba, como si tuviera miedo de que su acompañante notara en seguida la corriente eléctrica que crepitaba entre nosotros. Durante las siguientes semanas, tuvo a Richard Taylor presente en todas nuestras clases particulares y, cuando trabajaba conmigo, se comportaba como si fuera infinitamente más viejo que yo. No me tocaba nunca ni me hablaba más que de música y siempre me despedía a mí antes que a Richard para que no pudiéramos quedarnos solos ni un momento. Yo trabajaba y esperaba que me pidiera volver a vernos, sin apenas salir de la residencia por temor a perderme su posible llamada telefónica. Estaba segura de que si no me encontraba allí, no dejaría su nombre. Trisha se volvió muy suspicaz porque no había vuelto a reunirme con mi desconocido amigo.
—Hace muchos días que no mientas a Allan —dijo— ni sales secretamente por la noche para reunirte con él. ¿Se ha largado con otra?
—¡Oh, no! Está de viaje de negocios —le mentí—, pero nos veremos en cuanto regrese.
Finalmente, una tarde, cuando terminó la clase particular, Michael me pidió que me quedara. Esperamos a que se fuera Richard Taylor y Michael cerró la puerta.
—¡Oh, Dawn! —exclamó acercándose rápidamente a mí y cogiéndome las manos—. Siento haber estado tan terriblemente distante de ti estas últimas semanas. Pensarás que soy horrible y que te he ignorado deliberadamente.
—Me ha molestado —admití—. Tenía miedo de que pensaras que había revelado nuestro secreto, pero conservaba la esperanza de que pronto me dirigieras la palabra. No quería hacer nada que te comprometiera en la escuela.
—Lo sé. Te has portado estupendamente, has tenido mucha paciencia. —Me dio un rápido beso y se apartó—. A los pocos días de vernos en mi apartamento me llamó el director de la escuela para hablarme de mis métodos. A1 parecer, otros profesores habían estado criticándome, supongo que por envidias profesionales. Se han enterado de que ataco sus técnicas y algunos no soportan las atenciones que recibo mientras ellos apenas son reconocidos. De cualquier modo —continuó— el director me pidió que fuera un poco más serio en mis relaciones con los estudiantes. Pensé que tal vez nos había visto alguien cuando estuvimos tomando café aquel día o que quizá Richard había notado algo y lo había dicho por ahí. Naturalmente, yo también temía por ti, así que pensé que debíamos enfriar nuestra relación. Siento que haya podido herirte —añadió.
—¡Oh, Michael! —exclamé—. Tú no puedes herirme. Lo comprendo.
—Sabía que lo comprenderías —dijo, sonriendo y cogiéndome las manos otra vez—. De todos modos, no puedo estar contigo así, sin verte cuando quiero y cuando te necesito. ¿Puedes venir otra vez esta noche a mi apartamento, de la misma forma, sin que lo sepa nadie?
—Sí —me apresuré a contestar, emocionada de que finalmente me hubiera pedido volver.
—¡Magnífico! —Me soltó las manos y corrió a recoger sus cosas—. Tengo que acudir a mi siguiente cita. Ve a la misma hora, no me decepciones —me suplicó, y se fue.
Estaba tan excitada esperando nuestro encuentro, que no oí una sola palabra durante mis otras clases. Odiaba al reloj por avanzar tan lentamente. Sin embargo, la única que advirtió algo diferente en mí fue Madame Steichen. Interrumpió nuestra clase y mi teclear, golpeando tan fuertemente encima del piano con su puntero de madera, que éste se partió en tres trozos y cada uno salió volando en una dirección distinta. Yo salté literalmente sobre mi taburete.
—¿Cómo llamas tú a este… a este estúpido golpeteo sobre las teclas? —se mofó, crispando la cara como una bruja.
—Practicar —contesté, con voz apagada.
—¡No! —espetó, con los ojos encarnados de rabia—. ¡Esto no es practicar! ¡Es perder el tiempo! Ya te dije que no puedes tocar como una artista si no te entregas por completo a cada una de las notas. Tus dedos no pueden estar separados de tu propia alma. ¡Concentración, concentración, concentración! ¿Qué estás pensando mientras tocas?
—Nada —respondí.
—Eso es lo que sale del piano… ¡nada, sólo sonidos! ¿Quieres concentrarte, o estás aquí para hacerme perder el tiempo? —demandó con palabras de hielo.
—Me concentraré —contesté notando que las lágrimas me quemaban los ojos.
—Empieza otra vez —ordenó—. Y arroja de tu mente lo que te esté distrayendo.
Me miró escrutadoramente desde arriba con sus ojillos, que parecían dos lentes microscópicas examinando mi cara.
—No me gusta lo que veo en tus ojos —dijo—. Algo te está distrayendo desde dentro y afecta a tu manera de tocar. Ten cuidado con lo que quiera que sea —me advirtió. Dio un paso atrás, cruzó los brazos por debajo de sus pequeños senos y se quedó observándome atentamente.
Comencé de nuevo, insegura, esta vez concentrándome todo lo que podía en lo que tocaba, obligándome a que mis pensamientos escaparan de Michael. Madame Steichen no estaba contenta, pero tampoco lo bastante insatisfecha para interrumpirme. Al final de la clase, se quedó de pie delante de mí, con los hombros erguidos, el cuello muy rígido y tieso, semejante a una estatua, y la cabeza, enteramente inmóvil.
—Tienes que tomar una determinación —dijo pausadamente con palabras agudas y cortantes—. ¿Quieres ser intérprete o artista? —Sus ojos me miraban vidriosamente y tuve que bajar la cabeza y mirar al suelo.
—El artista —continuó— vive para su trabajo. Ahí está la diferencia entre un artista y un intérprete, que, por lo general, es persona engreída consigo misma y no con la belleza de lo que crea. La fama —me aleccionó— es a menudo una carga más que una ventaja y este país es harto necio con sus celebridades y artistas —dijo, escupiendo las palabras—. Los adoran y luego sufren cuando descubren que sus dioses del escenario y de la pantalla tienen los pies de arcilla. Ten los pies en el suelo y la cabeza por encima de las nubes —me sermoneó—. ¿Has comprendido?
Asentí, con la cabeza todavía baja. Madame Steichen hablaba como si supiera lo de Michael y yo. ¿Pero cómo era posible? A menos que… «Richard Taylor», pensé, con el corazón galopando de miedo.
—¡Se acabó! —dijo, con decisión. Y se dio media vuelta para abandonar el auditorio. Yo me quedé allí, escuchando el repiqueteo de sus tacones mientras se alejaba por el pasillo. Cada taconazo me sonaba como una bofetada en el rostro.
Salí a toda prisa de la escuela y, sin levantar la cabeza, crucé apresuradamente el campus hacia la acera. Atravesé corriendo las calles, sin mirar a nadie. Era un día triste y encapotado de finales de otoño. El cielo presentaba un mar de nubarrones negros y malcarados que amenazaban descargar un frío y recio aguacero sobre la ciudad. El viento helado aprovechaba cualquier resquicio de mi ropa para colarse y hacerme andar aún más de prisa. Cuando llegué a la residencia, subí corriendo los escalones de la entrada y traspasé la puerta, con ganas de subir corriendo a mi habitación y sepultar la cara en la almohada. Pero me llamó la atención un paquete que había sobre una pequeña mesa del vestíbulo donde Agnes depositaba todas las cartas. En el paquete, muy voluminoso y cubierto de sellos postales, reconocí en seguida la caligrafía de la dirección escrita. Era un paquete enviado desde Alemania, por Jimmy. Lo cogí y corrí por el pasillo hacia la escalera.
Trisha no había vuelto de su última clase de danza, así que me encontraba sola. Me senté en la cama y empecé a abrirlo con cuidado. Quité la tapa de la caja y vi que dentro había un bonito almohadón de satén bordado con borlas de seda. Era de un vivo color rosa con corazones y nomeolvides, y llevaba bordadas en negro las letras TE QUIERO en alemán y también en inglés. Durante un rato lo sostuve sobre mi regazo, incapaz de moverme ni de pensar.
A lo largo de aquellas últimas semanas no había pensado, mucho en Jimmy. Llegaban sus cartas y las dejaba durante días sin abrir dentro de mi cómoda. Y, cuando finalmente las abría para leerlas, lo hacía de prisa, casi como si tuviera miedo de sus palabras, miedo de leer lo mucho que me amaba, miedo de oír su voz dentro de mi mente y ver su cara delante de mí. El ya había notado algo raro en mi última carta. Era mucho más corta que todas las demás y no le decía en ella repetidas veces lo mucho que le añoraba. Se preguntaba si estaría enferma y esperaba que su regalo de Alemania me levantase él ánimo. En la carta que venía con el almohadón, escribía: «Sólo saber que vas a apoyar tu cabeza sobre esta almohada, hace que me sienta bien. Para mí es como si apoyaras la cabeza sobre mi regazo».
Arrojé la carta y me cubrí el rostro con las manos. No quería traicionar a Jimmy y, sin embargo, no podía dejar de querer a Michael. Estaba segura de que el corazón de Jimmy saltaría en pedazos cuando acabara enterándose de lo que había entre Michael y yo, y no soportaba la idea de que me odiara por ello.
Por dos veces me senté y traté de escribir una carta a Jimmy explicándole lo que había sucedido y diciéndole que había sido algo espontáneo y sin planear. «Era sólo parte de mi vida musical», escribí, pero aquello no sonaba especialmente bien y al final rompí las cartas y decidí esperar a otra ocasión. Volví a meter el almohadón de satén en su caja y lo escondí dentro de mi armario. Si lo hubiera puesto sobre la cama, lo habría visto y tocado cada día, y cada día me hubiera estado odiando a mí misma pensando en el momento en que Jimmy descubriera lo de Michael y yo.
—Tengo un regalo para ti —me dijo Michael nada más abrir la puerta del apartamento y saludarme—. Está sobre mi cama. Entra y póntelo —añadió, al tiempo que se apartaba a un lado, sosteniendo una copa de vino en la mano, Se oía una música suave y había poca luz—. Mientras te prepararé una copa de vino.
—¿Qué es? —pregunté, un poco alarmada. Tenía aspecto de haber bebido ya más de la cuenta.
—Entra y lo verás —contestó.
Entré rápidamente en su dormitorio. Encima de la cama había una caja blanca y alargada. La abrí y vi dentro un camisón de seda color rosa, de un tejido extremadamente fino y transparente que podía dar la sensación de que estaba desnuda. «¿Querrá que me lo ponga ahora?», me pregunté.
—¿Te gusta? —inquirió él desde la puerta.
—Es muy bonito —respondí yo.
—¿Muy bonito? —Se acercó por la espalda y me sujetó por los hombros para besarme suavemente en la nuca—. Y también muy caro. Póntelo, sin nada más. He estado soñando todo el día con vértelo puesto —dijo, besándome detrás de la oreja. Se volvió y regresó al salón.
Sus besos me habían producido un hormigueo por todo el cuerpo y, sólo de pensar que iba a llevar puesto el camisón sin nada, me entraron temblores y taquicardia. Me desnudé lentamente y me pasé el camisón por encima de la cabeza. Era tan ligero como una brisa. Me asomé al espejo y me vi en toda mi desnudez. Abrazándome a mí misma, me dirigí lentamente hacia la puerta del dormitorio y asomé la cabeza. Michael había puesto uno de sus propios discos y estaba retrepado en el sofá con una sonrisa hermética y divertida en su rostro. Al verme, ensanchó su sonrisa y se inclinó hacia delante.
—Entra, no seas vergonzosa. Estás impresionante.
Escanció otra copa de vino y me la ofreció. Yo avancé hacia él, todavía con los brazos alrededor del busto.
—Me da vergüenza —dije, titubeando.
—¿Por qué? —repuso él, poniendo una cara sumamente seria y preocupada—. Conmigo no tienes por qué tenerla nunca. —Dejó la copa de vino y se levantó para besarme en la frente. Luego me apartó suavemente los brazos del pecho y me recorrió con la mirada. Sus ojos estaban llenos de deseo. Nos besamos, con un beso prolongado pero sereno. Yo estaba asombrada. Él me quería realmente. Era su voz y la forma de cogerme lo que me llenaba de dudas.
—Estás temblando. ¿Tienes frío? —preguntó.
—No, no es frío.
—Pobre criatura, sigues siendo tan inocente. Ya te lo dije —me aseguró—, tú y yo somos especiales, estamos unidos eternamente por nuestro talento y nuestra música. Me crees, ¿verdad? —preguntó. Yo asentí—. Haremos una cosa —dijo, sonriendo otra vez, con aquel tintineo travieso de sus ojos—. Lo haremos solemnemente.
—¿Solemnemente?
—Sí. Nos uniremos de manera solemne haciendo un juramento formal, como en las bodas. —Me cogió la mano y me ladeó para que pudiéramos vernos en el espejo. Bañados por aquella luz difusa, parecíamos dos fantasmas. Era como si estuviésemos en otra habitación y nuestras sombras se hubieran unido secretamente para practicar su clandestino amor. Michael me acercó más al espejo. Parecía más delgado y sensual. En el tocadiscos sonaba una de sus baladas, casi como si lo hubiera planeado perfectamente de antemano.
—Michael Sutton —dijo, mirando al espejo—, ¿aceptas a esta bella y joven cantante, esta sirena del canto, esta nueva diosa del escenario y de la pantalla, a la que has de tener y guardar, amar y proteger, para que a lo largo de toda la vida sea tu romántica primera actriz, hasta que caiga el telón y cesen finalmente los aplausos?
»La acepto —respondió él mismo a su propia pregunta.
—Y tú, Dawn Cutler —dijo, volviéndose hacia mí y hablando con una voz más seria y profunda—, ¿aceptas a este hermoso joven, este astro fulgurante del escenario musical y de la pantalla, al que has de tener y guardar, amar y proteger, para que a lo largo de tu romántica vida sea tu romántico primer actor, hasta que caiga el telón y cesen finalmente los aplausos?
Levanté la vista hacia él. Me temblaban los labios. ¡Oh, Cómo me hubiera gustado que aquello fuese una ceremonia de verdad y estuviéramos jurándonos amor eterno en una lujosa catedral, delante de un sacerdote con cientos de distinguidos invitados presentes, con gente del teatro y de los periódicos! Por descontado que estarían allí todos los Cutler; especialmente la abuela Cutler, burlándose un poco pero obligada a sonreír cada vez que alguien la felicitaba. Clara Sue se estaría quemando por dentro de envidia y mi madre tendría que compartir con alguien más el centro de las atenciones.
—¿Y bien? —preguntó Michael de nuevo.
—Sí —contesté—. Le acepto.
Se volvió de nuevo hacia el espejo.
—Entonces, por los poderes que me otorgan los dioses y las diosas del teatro, te declaro a ti, Michael, y a ti, Dawn, actor y actriz principales por el resto de vuestras vidas en este mundo. Puedes besar a la novia con verdadera pasión, no como se besa en el escenario —dijo. Se volvió hacia mí, me agarró entre sus brazos y me dio un largo y apretado beso, buscándome la lengua con la suya. A continuación me cubrió de besos en la frente y en las mejillas, me levantó en vilo sobre sus brazos y se echó a reír.
»Ha empezado la luna de miel —susurró a mi oído, y volvió a llevarme al dormitorio.
En esta ocasión nuestra unión amorosa fue diferente. Duró el triple que la primera vez. Yo gemía a menudo y mi éxtasis se iba elevando gradualmente, como él me había prometido. Luego, cuando yo creía que habíamos terminado, me dio la vuelta y me puso encima de él. Ajena a lo que estaba sucediendo, me quedé rígida.
—Relájate, hay otra forma de hacerlo —susurró y me fue colocando hasta que estuve a horcajadas sobre él.
Cuando terminamos de hacer el amor, permanecimos tendidos en silencio, escuchando el acelerado sonido de nuestra respiración y el todavía fuerte latido de nuestros corazones.
—Esto es una luna de miel —dijo él finalmente, besándome en la mejilla. Sus ojos brillaban al tenue resplandor de la pequeña lámpara. Me tocó la punta de la nariz—. ¿Eres feliz? —preguntó.
Yo no sabía cuánto iba a durar aquel estado de arrobamiento entre nosotros pero, anhelaba que no acabara nunca la pasión, que fuera un éxtasis eterno. Sin embargo, mi suspicacia me decía que nada tan sublime como lo que había entre Michael y yo podía durar indefinidamente. Pronto se cansaría de mí, una niña cuyas experiencias y sofisticación no podían compararse con las suyas o con otras mujeres que él conocía.
—Soy feliz —respondí—, pero cada vez que he alcanzado la felicidad en mi vida, algo se ha cruzado para destruirla.
—Eso no ocurrirá en esta ocasión. Hemos sido destinados a vivir unas vidas de fantasía, que seguirán siempre siendo felices, como en las películas o en las grandes novelas. No debe darte miedo disfrutar de la vida y gozar de ella conmigo.
—No quiero tener miedo —aseguré—. Quiero que se haga realidad todo lo que tú dices.
—Entonces, así será —declaró, haciendo un movimiento en el aire con la mano—. Agito mi varita mágica sobre nosotros y nada puede ya detenernos, dañarnos o interponerse entre tú y yo.
—¡Oh, Michael! ¿Estás seguro de eso? ¿Hablas realmente en serio?
—Por supuesto —dijo—. ¿No hemos hecho un juramento delante del espejo mágico?
Me besó otra vez y luego se volvió de espaldas con las manos en la nuca. Yo me levanté y me dirigí al cuarto de baño.
Me miré en el espejo y vi que todavía tenía la cara completamente sonrojada. Estando aún desnuda, Michael se colocó a mi lado y me puso las manos en los hombros. Se miró al espejo mientras me daba un prolongado beso en el cuello. Luego arrimó sus labios a mi hombro y me cogió los pechos, contemplándose como si estuviéramos interpretando una película.
De vuelta en la residencia, Trisha, al verme entrar cautelosamente en nuestro dormitorio, se dio cuenta de que había estado haciendo algo más que escuchar música y charlar con un hombre mayor que yo.
—Tienes una pupa en el cuello —dijo. Los polvos que me había puesto encima casi se habían desvanecido—. ¿Qué ha pasado esta noche? —preguntó—. Y no me digas que sólo habéis estado bebiendo vino y charlando.
—¡Oh, Trisha! He hecho el amor y es maravilloso. Más de lo que imaginaba que iba a ser.
—Lo sabía —dijo—. Sabía que un hombre mayor de treinta años no se iba a contentar con cogerte las manos y charlar.
—¡Oh, Trisha! —exclamé—. Estoy enamorada de verdad, más de lo que creía posible. Y nos hemos hecho promesas, incluso juramentos el uno al otro.
—¿Juramentos? ¿Qué clase de juramentos?
—De aceptarnos y querernos mutuamente, igual que hacen los novios cuando se casan —le expliqué, pero ella frunció el rostro y meneó la cabeza.
—Mi madre me ha advertido de que los hombres te dirán cualquier cosa para que hagas lo que ellos quieren.
—No —rebatí—. Nuestro caso es diferente, nosotros somos especiales. El me necesita todavía más de lo que yo le necesito a él. Ha viajado por todo el mundo y ha visto a muchas mujeres bonitas y sin embargo, me quiere a mí. ¡A mí! ¡Oh, por favor, Trisha! —le rogué—. Sé feliz conmigo.
—Ya lo soy, pero es imposible dejar de preocuparme por ti —dijo.
Las palabras de Trisha eran como gotas de lluvia fría tratando de perforar el tejado de mi casa de amor. Pero rebotaban y en seguida eran evaporadas por la intensa luz que veía al recordar la amorosa sonrisa de Michael. Trisha y yo seguimos en la cama despiertas charlando un buen rato. A decir verdad, más bien hablaba yo y escuchaba ella.
Urdí un maravilloso cuento de felicidad, en el que Allan hacía ya planes para cuando yo me graduara. Disfrutaríamos de una larga luna de miel, a bordo de un crucero de lujo, y luego regresaríamos a Nueva York para vivir en un apartamento de ensueño, mientras yo actuaba en los musicales. Me enfrasqué tanto en mi historia, que algunas veces estuve a punto de llamarle «Michael» en vez de «Allan». Tuve que reprimirme a mí misma y contener aquella lengua mía, que lo único que deseaba era ser veraz.
—Todo eso suena maravillosamente —opinó Trisha cuando terminé—. Pero ten cuidado —me advirtió.
Aquella noche me quedé dormida soñando con Michael y con la falsa ceremonia de casamiento que habíamos hecho, ansiando de todo corazón que aquello se convirtiera algún día en realidad. A partir de entonces, acudí al apartamento de Michael al menos una vez por semana. Cuando terminábamos de hacer el amor, bebíamos vino, escuchábamos música y hablábamos de nuestras carreras. Michael tenía muchas ofertas de trabajo aguardando entre bastidores y prometió que pronto me prepararía unas audiciones para que pudiera unirme a él en el escenario.
—Por supuesto —dijo—, no te asignaré ningún papel hasta estar seguro de que respondes. Habremos de trabajar muy duramente en tus clases hasta que llegues a un punto en que nadie pueda rechazarte.
Michael no había olvidado su vieja promesa de ayudarme a encontrar a mi verdadero padre y me dijo que sus amigos agentes estaban investigando a los intérpretes que recorrían las ciudades costeras y hubieran podido actuar en hoteles como el «Cutler’s Cove». Me aseguró que no tardaríamos mucho en disponer de una lista de nombres en la que podríamos ir tachando aquellos que, obviamente, no encajaran en las características de mi padre.
—¿Qué haremos con los nombres seleccionados? —pregunté.
—Tal vez logres de tu madre algunos datos más y entonces podremos reducir el número a uno o dos. Esperemos a ver cuántos salen en principio —respondió.
Por supuesto, yo estaba impaciente y excitada por el hecho de hallarme algún día delante de mi auténtico padre. Ya me había hecho a la idea de que no sería mucho peor que mi madre. Era una víctima, como yo. Las semanas pasaban ahora más de prisa para mí y antes de que me diera cuenta estábamos a punto de comenzar nuestras vacaciones del día de Acción de Gracias. Todos se iban a pasarlo con sus familias. Michael me pidió que me quedara después de nuestra clase particular de aquella semana y, en cuanto Richard Taylor abandonó la clase, se volvió hacia mí.
—¿Qué vas a hacer estas vacaciones? ¿Volverás al hotel? —preguntó.
—No deseo ir —contesté—, y nadie quiere realmente que vaya. Mi madre lleva semanas sin llamarme.
—Estupendo —celebró—. Yo tampoco voy a ningún sitio. Tengo una idea. A ver si eres capaz de arreglártelas para que nadie lo sepa.
—¿Qué idea es ésa? —pregunté, entusiasmada.
—Quiero que vengas a mi apartamento y pasemos en él todo el fin de semana. Tendremos nuestras propias vacaciones. ¿Qué te parece?
—¡Oh, sí, Michael! —exclamé—. Me encantaría. Prepararé yo misma nuestra cena de Acción de Gracias. Soy una buena cocinera, ¿sabes?
Se echó a reír ante mi euforia.
—No lo pongo en duda. Pero, por supuesto, no debe saberlo nadie. Así no saldremos juntos por la ciudad. La gente me reconoce y si te vieran conmigo…
—Ya me las arreglaré, Michael. Encontraré la manera de hacerlo —le prometí, y me pasé el resto del día pensando en ello. Consideré decirle a Agnes que me iba a Cutler s Cove, pero luego tuve miedo de que hablara con la abuela Cutler y descubriera que no era cierto. Buscaba una idea desesperadamente cuando Trisha me la dio al preguntarme si podía acompañarla a su casa en las vacaciones.
—¡Oh, Trisha! —dije—, me gustaría mucho, pero en otro momento. Allan me ha pedido que las pase con él, sólo que, hasta ahora, no se me había ocurrido cómo arreglarlo. Es decir, si tú estás de acuerdo.
—¿Qué quieres decir con eso? —preguntó.
—Le contaría a Agnes que me voy contigo a pasar estas fiestas—le propuse.
Por la forma en que me miró Trisha supe que no estaba de acuerdo. Me observó fijamente durante un rato.
—¿Estás segura de que debes hacer eso?
—Jamás he sido tan feliz con nadie, ni lo podría ser. Tan pronto como pueda lo proclamaré a los cuatro vientos y ni él ni yo tendremos que andar escondiéndonos. Me muero de impaciencia porque llegue ese día, pero hasta entonces… ¡Oh, Trisha! —dije—, sé que no está bien que te pida que mientas, pero en realidad no tendrás que mentir. Si llegan a descubrirme, me echaré yo toda la culpa. Diré que te prometí ir a tu casa y que tú me creíste, pero que en el último momento cambié de idea sin que tú pudieras hacer nada por evitarlo.
—No estoy preocupada por mí —dijo—, lo estoy por ti.
—No lo estés —le aseguré—. No podría ser más feliz ni sentirme más segura de lo que estoy cuando me encuentro con él.
—De acuerdo —aceptó—. Si estás convencida de que es eso lo que quieres, te ayudaré.
—¡Oh, lo estoy! ¡Gracias, Trisha; gracias! —exclamé, abrazándola. Trisha sonreía, pero sus ojos estaban llenos de preocupación.
Mis ojos, por supuesto, estaban llenos de Michael. Le veía en todas las cosas que miraba. Le veía paseando por los jardines de la escuela, cruzando la calle, en el espejo. Vivía detrás de mis párpados. Oía su voz, sus susurros de amor. Cuando cerraba los ojos y me le imaginaba, sentía en mis labios el contacto de los suyos.
Le dije a Agnes que me iba con Trisha a su casa para la fiesta de Acción de Gracias, cuando Trisha no estaba delante.
—¿Lo sabe tu madre? —preguntó Agnes con suspicacia.
—Se lo dije la última vez que me llamó —mentí. Odiaba todas aquellas mentiras, que levantaban una falsa historia encima de otra sobre unos cimientos falsos. Pero me decía a mí misma que eran falsedades buenas porque estaban haciendo posible algo maravilloso y verdadero. Las personas a las que yo engañaba siempre estaban confabuladas contra mí y, además, mi familia no se molestaría aunque descubrieran la verdad. Estaba mintiendo únicamente para no buscarle complicaciones a Michael.
Y, así, a primeras horas de la tarde en que comenzaba la vacación de nuestro curso escolar, Trisha y yo cogimos un taxi que se suponía debía llevarnos a la estación de autobuses. Todos nos deseamos unas felices vacaciones y las dos nos fuimos. Al alejarnos de la residencia le di al taxista la dirección de Michael y, nada más hacerlo, Trisha se volvió hacia mí sorprendida.
—¿No me dijiste que vivía en Park Avenue? —me preguntó.
—¿Te dije que vivía allí? Quise decir que tenía su negocio en Park Avenue.
A Trisha le impresionó el lujo del edificio de apartamentos. Cuando me apeé se asomó por la ventanilla del coche y me dio un abrazo.
—Que tengas unas buenas vacaciones —le deseé—. Y gracias por haber hecho posible que las tenga yo también.
—Llámame si cambias de opinión y decides venir —dijo.
Nos besamos y se fue. Yo me quedé viendo cómo se alejaba el taxi mientras ella agitaba la mano por la ventanilla posterior. Seguidamente, entré en la casa de apartamentos dispuesta a pasar cinco días esplendorosos con el hombre a quien amaba.