7

LECCIONES PRIVADAS

Ahora que ya era más antigua en la «Escuela Bernhardt», mi entusiasmo al comenzar el segundo curso era mayor que cuando empecé el primero. Me paseaba jactanciosamente por el campus y, al ver que los nuevos estudiantes me miraban con envidia, no podía impedir sentir una sensación de superioridad. Además, gozaba de cierto renombre como pianista estrella de Madame Steichen y como uno de los seis estudiantes seleccionados para asistir a las clases de Michael Sutton. Yo sabía que Agnes había cumplido con su obligación informando de aquellos hechos a la abuela Cutler, toda que vez que mi madre, durante uno de sus llamados momentos de más fortaleza, me había telefoneado para felicitarme.

—Randolph me lo ha contado todo —dijo—. Me siento muy orgullosa de ti, Dawn. Resulta muy confortante saber que tienes verdadero talento musical.

—Mamá, puede que a mi padre le gustara también sentirse confortado. ¿Por qué no me dices quién es mi verdadero padre para que yo pueda informarle de mi paradero y de mi éxito? —repliqué, con acritud.

—Dawn, ¿por qué has de sacar siempre a colación cosas desagradables? ¿No puedes acabar de una vez con esto? —se quejó con enfática desesperación. Me la imaginé desmayándose al otro lado de la línea. Estaba segura de que me telefoneaba desde la cama, con la espalda acodada entre dos gruesos y mullidos almohadones, envuelta en mantas, como la concha protectora de un caracol.

—Mamá, no me parece que querer saber quién es el padre de uno sea algo desagradable —opiné, con más acrimonia.

—En este caso, sí —replicó inmediatamente. Me cogió por sorpresa la profundidad de sus sentimientos. «¿Cómo podía abrigar nadie una maldad así?», me pregunté.

—Mamá —le rogué—, por favor, háblame de él. No está bien lo que haces. ¿Por qué lo consideras desagradable?

—A veces —dijo, bajando la voz y hablando lentamente, como si estuviera aturdida—, las buenas y encantadoras apariencias no son más que una fina máscara superficial que oculta un río de perversión y crueldad. Dawn, la inteligencia, el talento y cualesquiera otras cosas que la gente considera una bendición, no siempre significan que una persona sea buena. Lamento no poder decirte nada más.

«Que consejo tan extraño y enigmático», pensé. Aquello me sumía en un torbellino de interrogantes y hacía aún más misterioso el acertijo de mi nacimiento y sus consecuencias.

—Dime uña cosa, mamá, ¿sigue él actuando? ¿Continúa trabajando como artista ante el público?

—No lo sé —se apresuró a responder. «Por lo menos sigue vivo», pensé. Ella no había dicho que hubiera muerto—. Una de las razones de que te haya telefoneado —continuó con voz ahora radicalmente distinta, más alta y con un acento más melodioso y feliz— es para saber si necesitas aumentar tu vestuario ahora que vas a tener que exhibirte más.

—No lo sé —alegué—. Supongo que sí.

—He dado órdenes a Randolph de que gestione algunos créditos a tu favor en los mejores almacenes Hoy mismo te lo comunicará. Compra cuanto necesites —me dijo.

—¿Lo aprueba la abuela Cutler?

—Poseo algún dinero propio sobre el que ella no tiene control ninguno —explicó mi madre, con cierto orgullo y satisfacción en la voz—. De todos modos, te felicito por tu éxito y, si te acuerdas, escríbeme de vez en cuando para hacerme saber cómo te va.

Me pregunté a qué vendría su repentino interés por mi vida. ¿Le estaría remordiendo la conciencia? No le prometí nada, aunque, sin darme tiempo a decir nada más, se puso a describirme sus dolores de cabeza y una nueva medicación que le había prescrito el médico. Luego anunció que estaba exhausta y puso fin a nuestra conversación.

Pero las cosas que me había dicho sobre la perversa naturaleza de mi verdadero padre continuaban depositadas en los entresijos de mi mente como un mal olor imposible de eliminar. ¿Qué significaría aquello? Si yo había heredado el talento musical de mi padre, ¿habría heredado también su depravación? Cómo deseaba verme frente a frente con él y juzgarle por mí misma. Le exigiría que me dijera por qué había desaparecido sin intentar saber nada de mí. ¿Se debería todo ello al poder de la abuela Cutler, a sus amenazas y a su capacidad para destruir la vida y la carrera de alguien? ¿O era llana y simplemente que mi padre no se interesaba por nada ni por nadie más que por sí mismo, y era un playboy tan egoísta como me le habían descrito? Había en todo aquello tantas corrientes subterráneas, que me era imposible entenderlo. Engaños y más engaños. ¿Cuándo aprendería a nadar en aquel océano de mentiras?

Y, así, mientras otros estudiantes de la «Escuela Bernhardt» estaban imbuidos de gratos pensamientos en sus primeros días de clase, yo tenía que moverme en medio de una niebla cuyos únicos puntos de luz eran los momentos en que cantaba o tocaba el piano.

Cuado finalmente cayó el otoño sobre Nueva York, lo hizo con celeridad. La presión del mercurio hizo que los termómetros descendieran bruscamente por la noche y las hojas, hasta entonces verdes, se volvieron en seguida amarillentas, oscuras y quebradizas. Ahora, siempre que Trisha y yo, o yo sola, esperábamos en una esquina a que cambiara la luz del semáforo, las hojas muertas se arrastraban hiera de los céspedes e invadían la calle para venir a posarse cerca de nuestros pies, como patitos oscuros nadando en seco. Pero el aire fino y claro era vigorizante, y me agradaba sentir su hormigueo en la cara.

A decir verdad, todo mi cuerpo se sentía mejor y, en vez de sazonarme en la primavera con las flores, florecí en el otoño. Tal vez se debiera a que mis avances musicales habían alimentado la confianza en mí misma. Como quiera que fuese, cuando me miraba al espejo en las mañanas de setiembre, veía más madurez en mi rostro.

Después de olvidar mi desastre en el recital del museo, empecé a observar con más detenimiento la imagen de la muchacha que me devolvía el espejo. Le faltaba poco para cumplir diecisiete años; su vida había cambiado radicalmente y aquellos cambios habían desterrado de ella parte de su inocencia. Tenía en los ojos una mirada más penetrante, unos pómulos más pronunciados y una boca más firme. Sus labios eran prietos, las curvas de su cabello y hombros, más gráciles. Los pechos estaban plenamente configurados y la cintura era estrecha. Tal vez no fuera todavía una mujer, pero estaba a punto de serlo.

Por supuesto, no le dije a Michael Sutton lo que me había ocurrido después de marcharme apresuradamente de la recepción del museo y, al parecer, él no sabía nada de ello. Durante nuestra primera clase, que fue una sesión general con todos sus alumnos, volvió a preguntarme si había disfrutado de la música, aquella noche. Yo le respondí que había sido verdaderamente maravillosa y le di las gracias por invitarme. Después, volvió a centrar su atención en la clase del día.

Por la forma en que estaban programadas las clases, yo no tuve la mía hasta una semana después. Cuando me presenté en ella, me encontré con Richard Taylor al piano. Michael Sutton todavía no había llegado. Por la forma en que hablaba y se conducía Richard, comprendí que la puntualidad no era una de las virtudes de Michael Sutton.

—Ayer —explicó Richard, sin ambages— no apareció hasta la mitad de la clase. No es lo mismo que trabajar con Madame Steichen, eso por descontado —agregó humorísticamente; y siguió moviendo los dedos sin mirar sobre el teclado del piano. Yo me senté en una silla plegable de madera y saqué mis deberes de matemáticas. Al cabo de unos quince minutos, Michael entró despreocupadamente por la puerta y ni siquiera se disculpó por su retraso. Dijo que aborrecía los horarios, que eran un inconveniente para la docencia.

—Las personas creativas tienen que estar motivadas, con disposición de ánimo —explicó mientras se desliaba del cuello su bufanda de color azul claro y se desabrochaba la fina chaqueta de lana—. Pero eso no lo entienden las administraciones de los colegios. —Dejó caer sus cosas encima de una silla y me hizo señas para que me acercara al piano.

—Empezaremos con las escalas y con su respiración. La respiración —añadió— es fundamental. Olvídese de la melodía, olvídese de las notas, olvídese de su voz. Piense sólo en su diafragma —me sermoneó.

Apenas había empezado, me interrumpió y se volvió hacia Richard Taylor, que sonreía con aire de satisfacción.

—¿Comprendes lo que quiero decir, Richard? Ninguno de estos estudiantes ha sido enseñado como Dios manda. No tiene sentido que continúes desperdiciando el tiempo. Hoy no vamos a necesitar el piano.

Richard dobló sus pinturas y salió sin pronunciar palabra. Ni siquiera me dijo adiós. En cuanto desapareció por la puerta, Michael se volvió hacia mí sonriendo.

—Es una joven con talento —dijo, señalando con la cabeza hacia la puerta—, pero demasiado serio. —Se inclinó sobre mí para susurrarme—: Me pone nervioso.

Se encaminó puerta y la cerró.

—Pero —dijo nada más volver— hablo en serio en lo referente a su respiración. La obliga a poner demasiado tensa la garganta. Apuesto a que le duele después de cantar un rato, ¿eh?

Asentí.

—Por supuesto probemos otra vez. Lo haremos como me enseñó un profesor europeo.

De repente, me sorprendió poniéndose detrás de mí y rodeándome con los brazos. Me agarró por los codos y me empujó hacia atrás contra él.

—Relájese —me musitó al oído. Sentí su respiración en mi cuello y su pecho presionándome en los hombros. El fragante aroma de su loción de afeitado flotaba alrededor de mi rostro e invadía mi olfato. Luego presiono con su mano derecha justamente debajo de mis senos, sobre el diafragma.

Ahora, haga una profunda aspiración —indicó— y expulse el aire hasta presionar contra la palma de mi mano.

Sentí que el dedo índice de su mano derecha me rozaba el pecho izquierdo y por un momento fui incapaz de hacer nada. No estaba preparada para hacer ejercicios respiratorios y me había dejado sin aliento. Pensé que él seguramente sentía cómo me temblaba el cuerpo y me zumbaba el corazón. Su respiración también se había acelerado.

—Continúe —me rogó cariñosamente—. Aspire hondo.

Así lo hice y, cuando mis hombros se elevaron, su mano se deslizó más cerca de mi seno de forma que, prácticamente, me lo estaba sujetando con el dedo pulgar y la muñeca.

—Bien. Expulse el aire, venciendo la presión de mi mano y pensando en ello mientras tanto. Concéntrese, concéntrese —insistió y yo obedecí. Me obligó a repetirlo y lo hice cerca de una docena de veces. Al cabo de un rato noté tantos vértigos, que empecé a sentir que me flaqueaban las piernas. Emití un gemido y perdí el equilibrio, cayendo aún más cerca de él. Me sujetó firmemente entre sus brazos.

—¿Se encuentra bien? —se apresuró a preguntarme. Traté de hablar, pero sólo pude asentir con la cabeza. Entonces le oí reírse—. No es nada. Se debe al exceso de ventilación. Su sangre ha recibido demasiado oxígeno. Siéntese un momento —dijo, ayudándome a sentarme en la silla plegable de madera. Se puso en cuclillas a mi lado y me cogió las manos—. ¿Está mejor?

Me oprimió las manos con suavidad y apoyó los antebrazos en mis rodillas. Afirmé con la cabeza. Trataba de hablar con una voz serena, pero sentía tanto calor en la cara y el corazón me golpeaba todavía con tanta fuerza, que me daba miedo emitir ningún sonido, pues estaba segura de que se me quebraría la voz. Cuando le contemplé tan cerca de mí, vi una profundidad en sus ojos negros que hizo que mi cabeza diera vueltas de un modo distinto. Me sentí ligera, ingrávida, deseosa de dejarme caer en sus brazos para que me sujetara entre ellos. La temperatura empezó a subir en los puntos más íntimos de mi cuerpo y tuve que apartarme un poco porque estaba segura de que él podía notar lo que me estaba ocurriendo. Me ruboricé, no sólo por mi estado de azoramiento, sino también porque el calor de mi corazón se canalizaba rápidamente a través de mis senos.

—Dentro de un momento podremos continuar con las escalas —dijo.

Me dio una palmadita en la rodilla y se puso de pie. Se acercó al piano y miró brevemente unos papeles.

—Ya vale —dijo, finalmente.

Cuado recorrimos las escalas, yo sabía que no estaba cantando bien. Me lo hizo repetir varias veces hasta que dijo que debía acompasar mi respiración a las notas.

—Estupendo. Así está bien —declaró, agarrándome por los hombros y sosteniéndome erguida delante de él mientras me fascinaba con sus ojos centelleantes clavados en mí—. Su talento natural ya la hace maravillosa —continuó—, pero, cuando haya usted aprendido a hacerlo correctamente, alcanzará su plena capacidad y se convertirá en una auténtica diva. La gente se agolpará a su alrededor y todos suspirarán por estar bajo su sombra. ¿Sabe lo que me ocurre cuando estoy con alguien como usted? —prosiguió, aumentando mis temblores a cada una de sus maravillosas palabras. Me siento mucho más joven, capaz de seguir adelante y hacer cosas aún más grandes. Me produce ganas de dilatar mi propio talento, de convertirme en algo tan grande como jamás haya soñado.

Se echó a reír y me soltó. Luego se acercó al piano y pulsó una tecla para darse a sí mismo una nota. En cuanto la tuvo, se puso a vocalizar la escala, extendiendo los brazos hacia mí como si estuviera cantando la más romántica canción de amor. Luego empezó a cantar una melodía de amor, una canción que él había hecho famosa, y me hizo señas con la cabeza para que me uniera a él, indicándome que utilizara la partitura que había sobre el piano. Pero yo me negué con la cabeza, me la sabía de memoria.

Empecé a cantar a dúo con él y sus ojos se dilataron de entusiasmo y de sorpresa. Se acercó más a mí para cogerme las manos y nos pusimos a cantar mirándonos mutuamente como si estuviéramos delante del público, en un escenario. Mi voz se unía a la suya y él me obligaba a elevarla cada vez más. Sus dedos apretaban los míos y, al final de la canción, juntó su cara con la mía.

En el escenario, los dos intérpretes se besaban al final del dúo, y eso fue lo que ocurrió ahora, aunque yo no creía que él llegara a besarme. Primero sentí en el rostro su cálida respiración y luego, a medida que se acercaba más y más, adiviné lo que iba a suceder. Cerré los ojos y sus labios tocaron los míos, suavemente al principio, casi como si los dos estuviéramos hechos de aire. Pero luego me besó en la boca con todas sus fuerzas. Su contacto envió como una corriente eléctrica de calor por todo mi ser. Me sentí languidecer. Me sostuvo durante un rato y luego fue retirando lentamente sus labios de los míos. Mis ojos parpadearon cuando se abrieron y se quedaron clavados en los suyos. Parecían requerirme con tal pasión y deseo, que le miré fijamente a la espera de lo que me quisiera hacer, recordando lo que me había dicho en el café: «La pasión nos hace desesperar». Los zumbidos de mi corazón me causaban miedo y emoción al mismo tiempo, y temía desmayarme otra vez.

—No he podido evitarlo —dijo, con voz queda—. ¡Canta usted tan bien! Por un momento creí que estaba realmente en un escenario y cuando estoy en escena cumplo con mi obligación, hago lo necesario para que la música cobre realidad frente al público. En eso se distingue un profesional. Estoy seguro de que usted lo comprende.

No lo comprendía, pero asentí. Me sonrió y volvió a clavar intencionadamente en mí aquellos ojos negros y penetrantes.

—Hemos tenido una clase muy provechosa —declaró—. ¿Cómo se siente?

Sentía tantas y tan diferentes cosas en aquel momento, que no supe qué responder. Continuaba abrumada por su beso y seguía temblando por su contacto y su intensa mirada.

—Estupendo. —Se echó a reír y me besó en la frente—. ¿Sabe que es usted una mujer muy bella? Es raro encontrar a alguien con una voz tan bella y una cara tan bonita. No la estaré turbando, ¿verdad? —preguntó.

Negué lentamente con la cabeza, con los ojos todavía fijos en los suyos.

—Yo no hablaría así a ninguna de mis otras alumnas, pero presiento que usted es especial. Su talento la hace distinta, la permite desarrollarse más rápidamente porque es usted más perceptiva, más sensible. Al igual que yo, usted crece a cada momento que pasa, con cada experiencia que tiene. Los educadores no saben nada de esto —dijo, desdeñosamente, con el disgusto plasmado en la cara—. Se rigen por las normas, incluso en una escuela como ésta; pero nosotros nos saldremos de las normas porque somos diferentes. ¿No le parece? —preguntó. Yo no sabía exactamente lo que quería decir, pero de todas formas le respondí que sí, con un «sí» tan débil, que ni siquiera estuve segura de haber hablado.

—¡Magnífico! —exclamó—. Magnífico —repitió suavemente. En seguida se dio media vuelta y se acercó a la silla donde había dejado sus cosas, para empezar a enrollarse la bufanda al cuello, sonriéndome mientras lo hacía—. Tengo que irme volando. He de hacer una docena de cosas. Esta noche tengo invitados. Nada especial, sólo unos canapés y champaña. —Me miró fijamente un momento y a continuación cogió su chaqueta y empezó a ponérsela mientras se acercaba otra vez a mí.

—¿Podrá usted ser discreta? —me preguntó.

—¿Discreta?

—Sí, guardar un secreto —dijo, sonriendo—. Sobre todo si es un secreto especial.

—¡Oh, claro que puedo! Mi amiga íntima es mi compañera de habitación, y no se lo cuento todo —respondí pensando que iba a pedirme que no dijera a nadie que me había besado.

—Bien. —Me miró fijamente, como dudando si debía seguir adelante con lo que quería decirme o no—. Me gustaría invitarla esta noche a mi apartamento —dijo, finalmente—. Habrá allí personas muy interesantes que me gustaría presentarle. Sólo que… —Se volvió hacia la puerta del auditorio para asegurarse de que estaba cerrada—. Sólo que la dirección de esta escuela no acabaría de entender que yo invitara a una alumna. Es seguro que estas personas con limitaciones mentales torcerían el gesto si lo supieran, pero codearse con gente del teatro es bueno, resulta estimulante. Sin embargo —me advirtió—, si se le ocurriera mencionarlo…

—¡Oh, no diré una sola palabra! —exclamé.

Me puso el dedo, índice sobre los labios y volvió a mirarme.

—Las paredes oyen —dijo. Yo asentí con la cabeza, conteniendo la respiración, y él me sonrió ligeramente.

—Estoy en la Parker House, Calle Setenta y dos, Este, apartamento 4B. Venga a las ocho, pero recuerde…, ni una palabra a nadie. Ni siquiera a su compañera de habitación. ¿Prometido?

—Sí —respondí.

—Estupendo, hasta luego —dijo, echando a andar.

—¡Ah! ¿Qué debo ponerme?

—Nada especial. Preséntese tal como es, si le parece bien —respondió.

Salió y yo me quedé allí plantada durante un buen rato mirando a la puerta. ¿Era realmente cierto lo que creía haber oído? Di media vuelta y miré el piano. ¿Lo sucedido aquí había sucedido verdaderamente? Me apreté el corazón con la mano como si con eso fuera a frenar el ritmo de sus latidos. Luego recogí mis cosas y eché a andar lentamente hacia la puerta, como quien está pasando por un sueño y teme que suceda algo que pueda despertarle.

Trisha notó en seguida algo diferente en mí cuando nos reunimos en nuestra habitación, tras acabar las clases. Con su habitual exceso de energías, empezó a referirme un incidente de la escuela tras otro, entretejiendo tan vertiginosamente los personajes y los acontecimientos, que en quince minutos resumió toda su jornada. Yo la escuchaba, con el rostro congelado en una leve sonrisa y los ojos fijos en ella, pero con la mente completamente concentrada en otra parte y escuchando con mis oídos una voz distinta: la de Michael Sutton.

—¿Has oído algo de lo que he dicho? —preguntó repentinamente Trisha.

—¿Qué? ¡Oh, sí, sí! —afirmé inmediatamente, incapaz de evitar el flujo de sangre que subió a mi cara. Trisha ladeó un poco la cabeza y se quedó observándome un momento. Luego abrió exageradamente los ojos y dio un salto tan grande que casi se salió de la cama.

—¡Conozco esa expresión! —gritó—. Has conocido a alguien, ¿verdad? Algún chico que te gusta mucho y te has enamorado perdidamente de él. Vamos, cuéntamelo —gimoteó al ver que yo no respondía.

—Yo…

—Vamos, Dawn —se quejó con impaciencia—, puedes confiar en mí. Yo te he contado millones de cosas que no le contaría a nadie más, y tu me has revelado a mí cosas muy intimas acerca de ti y de tu familia, y jamás he dicho una palabra a nadie. ¿No es cierto? ¿Y bien?

—En efecto, tienes razón —convine, tentada de contarle lo que había sucedido en la clase de vocalización. En mi interior crecía sin cesar, como un globo lleno de aire, la necesidad de decírselo a alguien y temía que si lo callaba estallaría de emoción.

Sin embargo, recordé la promesa que había hecho a Michael. Me había preguntado si podía guardar un secreto, en otras palabras, si era una mujer madura. ¿Cómo le iba a traicionar en la primera ocasión que se me presentaba? ¿Y si Trisha, sin darse cuenta, se lo descubría a alguien y ello acababa llegando a oídos de Michael? Me mordí el labio inferior para evitar que me salieran las palabras.

—¿Y bien? —repitió Trisha, doblando las piernas y sentándose encima de ellas—. ¡Cuéntamelo! —chilló.

—Sí —confesé—. He conocido a alguien.

—¡Oh, lo sabía! Lo he visto escrito en tu cara en cuanto entraste. ¿Quién es él? Se trata de un estudiante mayor. ¿Estoy en lo cierto? Seguro que se trata de Erik Richards, ¿no? El otro día vi que te miraba mucho y cuchicheaba con sus amigos. ¡Tiene unos ojos soñadores! Es Erik, ¿verdad? —concluyó, inmediatamente.

—No. Se trata de otro —negué, volviendo a morderme el labio inferior, para tener tiempo de pensar en algo. Me di cuenta entonces de que podía decirle una verdad a medias.

—Entonces, ¿quién es? ¡Cuéntamelo!

—No es ningún estudiante del «Bernhardt».

—¿Que no? —La decepción la desinfló inmediatamente, pero luego su curiosidad empezó a crecer otra vez.

—No. Es más mayor, bastante más mayor —añadí. Sus ojos se abrieron aún más y se le quedó la boca abierta—. Le conocí en «George’s Luncheonette» —dije, soltándolo tan pronto como se me ocurrió—. Charlamos, paseamos y luego empezó a ir a esperarme a la escuela… y a acompañarme caminando hasta casa. Hoy me ha acompañado también.

—¿Qué edad tiene? —preguntó Trisha, conteniendo el aliento.

—Yo diría que un poco más de treinta —contesté.

—¡Treinta!

Asentí.

—¿Cómo se llama?

—Allan. Allan Higgins. Pero tienes que jurarme y prometerme que no vas a decir nada a nadie.

—No lo diré, por supuesto que no lo diré —me aseguró, pasándose los dedos de un lado a otro de la boca como si estuviera cerrando una cremallera—. ¿Cómo es?

—Es alto, como de uno ochenta y cinco de altura, tiene los ojos de color almendra y el pelo castaño oscuro. Su rostro es muy sensible, de esos que los miras y te inspiran confianza. Es sumamente cortés y comedido. Paseando juntos hemos tenido unas charlas maravillosas.

—¡Pero un hombre de más de treinta! —Trisha meneó la cabeza—. ¿Qué quiere de ti? —Sus ojos se encendieron con otro pensamiento atroz—. No estará casado, ¿verdad?

—Lo estuvo, pero su esposa falleció cuando apenas llevaban tres años de casados. Ha dicho que desde entonces no había mirado a ninguna otra mujer y si lo ha hecho ahora es porque yo le recuerdo mucho a la suya.

—¿A qué se dedica? —preguntó Trisha, con voz temblorosa.

—Es ejecutivo comercial. Sé que vive bien porque tiene un apartamento en Park Avenue. Me ha invitado a que vaya —dije—. Esta noche —añadí.

—¡Esta noche! ¿Qué piensas hacer? —preguntó.

—Ir, pero naturalmente no quiero que Agnes sepa dónde voy. Le diré que tengo una clase de piano y que necesito ir a la biblioteca a recoger datos para una tesina. ¿Querrás ayudarme y respaldarme en el caso de que haga preguntas?

—¡Pero ir al apartamento de un hombre que acabas de conocer y que tiene más de treinta años!

—Sé que puedo confiar en él. Es tan dulce… Sólo vamos a escuchar música y a charlar.

Meneó la cabeza, estupefacta.

—¿Ha estado en «George’s» alguna vez que nosotras estuviéramos allí?

—Sí, estaba, pero no se atrevía a decirme nada. Eso te demuestra lo tímido y educado que es.

—No recuerdo haber visto allí a ningún hombre así —dijo, pensativamente—. ¿Querrás presentármelo?

—Cuando él esté dispuesto. Todavía se siente reacio a conocer a nadie. Eso es comprensible.

Esperé a ver cómo encajaba mi embuste.

—Está bien —decidió—. Te respaldaré durante la cena si Agnes hace alguna pregunta, pero ten cuidado —me aconsejó.

—Gracias. Sabía que podía confiar en ti.

—Más de treinta —murmuró para sí misma. Yo oculté mi sonrisa y me entregué a mis deberes a fin de que nada me impidiera ir a casa de Michael Sutton.

Aunque Michael me había dicho que podía ir con aquella misma ropa, me puse un suéter más bonito, mi suéter de color rosa con botones nacarados. Era una de las primeras cosas que me había comprado mi madre para mi ingreso en la «Bernhardt», pero al ponérmelo vi que ahora me quedaba muy ajustado en el busto. Lo combiné con una falda de lana azul oscuro plisada y elegí un par de mocasines del mismo color. Llevaba el pelo suelto y unos pequeños pendientes de perlas que me prestó Trisha.

—¿Cómo te has arreglado tanto esta noche? —preguntó, suspicazmente, Agnes. Le expliqué que tenía que volver a la escuela para dar una clase especial de piano y que iba a ir alguien a escucharme. También le dije que tenía que recopilar datos para un trabajo y Trisha me siguió la corriente, lamentándose de que nos ponían demasiada tarea, mientras de vez en cuando cruzaba conmigo una mirada de complicidad. Faltó poco para que se descubriera mi añagaza al marcharme, cuando Agnes se percató de que no llevaba libros.

—Esta noche sólo voy a leer y recoger información a la biblioteca —me apresuré a decirle—. Trabajo conjuntamente con una compañera. —Agnes aceptó mi explicación y me fui.

Michael vivía en un lujoso edificio de apartamentos. El suelo del vestíbulo era de mármol dorado, los sofás y sillones, de cuero rojo, y había unas mesas de cristal con estructura de bronce y una jardinera alargada con hermosas flores y plantas. Un conserje me mostró el ascensor. Cuando pulsé el timbre de la puerta de Michael me temblaba la mano. Al momento apareció él, vestido con un elegante traje marengo confeccionado con la lana de Cachemir más suave que jamás yo había visto o tocado.

—Hola. ¡Qué puntual! Mis otros invitados deberían aprender la lección —saludó, apartándose a un lado.

Su apartamento derrochaba lujo, desde la entrada de mármol hasta el soleado cuarto de estar, amueblado con un sofá circular forrado en seda, una amplia mesa negra metálica con cristal y una enorme chimenea. El suelo estaba cubierto por una recia y suave alfombra de color blanco y malvavisco. De los ventanales, que ocupaban toda la pared, pendían unas cortinas de satén de color marfil, ahora descorridas para proporcionar una buena vista del horizonte nocturno. En cuanto entré en el salón, reconocí la música que sonaba en el aparato estereofónico: La bella durmiente de Chaikovski.

—¡Qué apartamento tan bonito! —exclamé.

—Gracias. Un pequeño hogar lejos del hogar —manifestó cerrando la puerta detrás de mí—. No le habrá contado usted a nadie que venía aquí, ¿verdad? —preguntó, torciendo la mirada con precaución.

—¡Oh, no!

—Estupendo. —Sonrió y me hizo una indicación para que tomara asiento en el sofá—. Debería ofrecerle un cóctel —dijo siguiendo detrás de mí—, pero creo que puedo darle vino blanco. ¿Le apetece eso?

—¡Oh, sí! —respondí.

—Póngase cómoda.

Me senté en el centro del sofá. Estaba tan nerviosa, que no sabía qué hacer con las manos. Primero las doblé sobre mis piernas pero luego, considerando que era una postura estúpida que me hacía parecer una colegiala sentada en el pupitre, puse el brazo derecho sobre el respaldo del sofá y el izquierdo encima del regazo. Me crucé de piernas y volví a enderezarlas.

—Está usted muy guapa —halagó Michael, trayéndome una copa de vino.

—Gracias. —Cogí la copa con las dos manos, temerosa de que el temblor que sentía me hiciera derramarla sobre el sofá.

—A decir verdad —comentó, sentándose a mi lado—, me alegro de que haya venido antes que los otros. Eso me da ocasión para conocerla aún mejor, sin otras distracciones. —Bebió un sorbo de lo que quiera que hubiese en su copa y la depositó sobre el posavasos de la mesa. Luego se acercó tanto a mí, que prácticamente nos estábamos rozando.

—Veamos —continuó, nuevamente con aquel travieso brillo en sus ojos azul zafiro—. Sé que fue usted a una escuela privada de Richmond, donde cantó un solo en el musical de primavera, y que tuvo un éxito espectacular.

—Fui una más de los que actuaron aquella noche —rebatí.

—¡Ajá! Y entonces su familia se dio cuenta de que tenía talento y la envió a la «Bernhardt». ¿Echa de menos no estar en su casa?

—No —respondí, quizá con excesiva prontitud. Arqueó las cejas y luego asintió para, sí mismo.

—De acuerdo. Usted estuvo fuera de su casa cuando asistía a esa escuela privada, pero ya no está con su hermano y su hermana. ¿No los echa de menos?

—No nos llevamos nada bien —repuse, sin poder evitar una afectada sonrisa.

—Comprendo. Yo no me llevo nada bien con mis dos hermanos. Nos vemos raras veces y nunca acuden a mis representaciones. Es usted afortunada de tener al menos una familia que la ayuda —dijo—. Eso ya sirve de algo; su familia ha criado a una señorita muy bella y con mucho talento.

—Gracias —dije de forma casi inaudible, sin poder contener las lágrimas.

—¿Le ocurre algo?

Bajé la cabeza y dejé que las lágrimas me llegaran hasta la barbilla. Odiaba todos aquellos engaños y mentiras. Michael era un hombre tan sincero y consagrado a su canto, y había sido tan amable conmigo haciéndome sentir tan bien… Y yo se lo estaba pagando con una mentira detrás de otra. Me cogió por la barbilla.

—¿Dawn?

Miré a sus ojos negros y le noté confuso.

—¡Oh, Michael, en realidad no tengo familia! —exclamé—. Mi madre se pasa todo el tiempo encerrada en su dormitorio adorándose a sí misma y dejando que se lo hagan todo. Mi hermana me odia, tiene envidia de mí, y mi hermano… mi hermano…

—¿Si?

Empecé a llorar con más fuerza, sollozando convulsamente como una niña. El me rodeó en seguida con su brazo.

—Vamos, vamos, no será tanto. Por triste que eso sea, ya ha pasado. Ahora se encuentra lejos de aquello y aquí, en la escuela, trabajando conmigo —dijo. Me besó en la frente y me apartó unos rizos del cabello que me habían caído sobre los ojos. A continuación sacó del bolsillo de la chaqueta de su esmoquin un pañuelo y me enjugó las lágrimas. Le miré a los ojos mientras lo hacía, sintiéndome un instrumento del deseo, llena de un voraz anhelo de satisfacción romántica. Sé que él me lo notó en la cara, pues empezó a mirarme con una expresión más seria.

—Dawn, en usted hay algo encantador, que adiviné nada más verla en la audición. Hay veces que la veo como una joven y al cabo de un rato se convierte en una mujer provocativa, seductora, una mujer que parece saber exactamente lo que está haciendo.

Pensé que se equivocaba. Yo no trataba nunca de ser seductora. No había empezado a llorar por ese motivo. Negué con la cabeza y respondí que «No», pero él me puso suavemente la mano en la mejilla.

—¡Oh, claro que sí! —insistió—. Quizás usted misma no se da cuenta de ello, no es consciente de su poder femenino, del poder que tiene y del que tendrá sobre los hombres. Algunas mujeres, igual que usted —continuó—, son capaces de convertir a un hombre en un niño en pocos segundos…, así como lo oye —añadió, chasqueando los dedos—, y hacer que se postre a sus pies suplicando una mirada cariñosa, un roce, un beso. ¿Sabe?, yo he corrido todo el mundo, he conocido a estas mujeres y me he puesto en ridículo delante de ellas de vez en cuando. Por eso sé de lo que hablo.

Sus hermosos ojos brillaban con unas lágrimas insólitas. «Qué profundamente siente las cosas que está diciendo», pensé. Tenía razón cuando me había dicho que los grandes actores, las grandes cantantes, todos los grandes artistas sentían más profundamente las cosas.

—No quiero que mis palabras suenen mal. Usted no puede ser mala. Usted sólo puede ser maravillosa. Si algún hombre sufre por usted, es culpa de él —añadió, con voz casi de furia. Luego su rostro se suavizó otra vez, sonrió y me tocó la mejilla cariñosamente—. Tiene que emplear al máximo ese poder suyo cuando actúe en el escenario, créame. El público lo sentirá.

Empecé a sonreír, pero él continuó muy serio.

—No ha tenido muchos novios, ¿verdad?

—No.

—Me alegro. —Lo dijo con tal rotundidad, que me quedé sorprendida—. Me gusta trabajar con una mujer pura e inocente. Cuando cante conmigo, será como hacer el amor, como hacer el amor por primera vez, siempre que cantemos juntos.

Contuve la respiración. Se quedó callado, pero yo no sabía qué decir ni qué esperaba él de mí. ¿Cantar con él? ¿Dónde? ¿Cuándo? Sobre nosotros cayó un silencio más espeso que la niebla. Él no apartaba los ojos de mí. Luego, las puntas de sus dedos se fueron deslizando sobre mis mejillas y mis labios.

—Me ha impresionado usted mucho —susurró—, especialmente cuando la he besado al final de la canción. Veo que lo ha comprendido. ¿Sabe qué diferencia hay entre un beso dado en el escenario y otro real?

Negué con la cabeza.

—Un beso en el escenario parece apasionado, pero ninguno de sus dos protagonistas sienten pasión. Yo he tenido que besar en escena a mujeres a las que apenas soportaba mirar. En cambio, hoy no he tenido ese problema con usted —se apresuró a añadir—. Entre nosotros había ya algo, una especie de cuerda invisible que nos ataba el uno al otro, que tiraba mutuamente de nosotros. De hecho, ahora mismo me está costando trabajo apartar mis labios de los suyos. ¿Le asusta esto?

—No —respondí, pese a que sí me asustaba. Sus palabras me hacían temblar como a una niña oyéndole decir las mismas cosas que había soñado que me dijera.

Dejó mi copa de vino sobre la mesa y se volvió hacia mí, acercando lentamente su cara a la mía. Con la misma lentitud, hizo que se juntaran nuestros labios y yo cerré los ojos en el momento del contacto. Esta vez, mis labios se separaron ante su prolongado beso. Casi me quedé sin respiración cuando su lengua se encontró con la mía, pero no me aparté. En el instante en que retiró sus labios de mi boca empecé a abrir los ojos, pero él me los cerró con un beso. Primero me besó en los párpados, luego en las mejillas y después continuó bajando hasta la garganta.

—Dawn —susurró—, eres una criatura adorable, la muchacha más deliciosa. De todas las mujeres que he conocido en el mundo, tú eres una de las más bellas.

«¿Yo? —pensé—. ¿Una de las mujeres más bellas del mundo? Lo debe de estar diciendo sólo para que me sienta mejor».

—Tú y yo juntos triunfaremos. Te convertiré en una de las más grandes estrellas del canto. Me falta paciencia para esperar a que cantemos juntos, porque, poniendo en la música esa pasión que sentimos el uno hacia el otro, haremos que nuestra música sea extraordinaria. ¿Quieres que sea así?

¿Qué podía yo decir? Había soñado con mi nombre apareciendo en los carteles luminosos y ahora Michael Sutton estaba diciéndome que sería conocida por el mundo entero, que actuaríamos juntos en Broadway y saldríamos en las películas. La abuela Cutler se moriría mil veces de rabia al oír y ver mi nombre por todas partes.

—Sí —contesté, emocionada porque al fin iba a demostrar que la abuela Cutler no tenía razón—. ¡Oh, sí, sí!

—Magnífico. —Se acercó más a mí—. No debes tener miedo a los sentimientos profundos ni a experimentar una intensa pasión. Son sentimientos que llevamos dentro de nosotros, a la espera de ser descubiertos. Yo te ayudaré a encontrarlos —dijo.

Noté que sus manos se deslizaban por mis brazos hasta la cintura. Sus dedos se introdujeron por debajo de mi suéter y las palmas de sus manos subieron rápidamente, acariciándome la piel desnuda, hasta llegar a los senos. Oprimiéndolos con fuerza, se inclinó todavía más sobre mí y me vi obligada a tumbarme de espaldas en el sofá. Al cabo de un instante estaba encima de mí, mirándome.

—Quiero ser el primero en llevarte al éxtasis —susurró—, el primero en elevarte hasta unas alturas que sólo has conocido en los cuentos y en los sueños. Lo he sabido hoy, lo he comprendido al final de nuestra clase. Es justo que compartamos juntos los grandes momentos, que sea yo quien te inicie en la auténtica pasión, porque seré yo quien va a potenciar tus máximas aptitudes en el canto. No puedes hacer un canto al amor si no lo has experimentado por ti misma. ¿Comprendes lo que te estoy diciendo, verdad, verdad? —demandó, con acento frenético en la voz.

Yo me sentía sobrecogida y electrizada, excitada y despavorida, pero no pude hacer otra cosa que asentir y cerrar los ojos mientras sus dedos seguían acariciándome los senos.

—Dawn —susurró—, la primera luz del día.[1] —Se levantó del sofá y se arrodilló al lado para cogerme en brazos. Me levantó, me besó la punta de la nariz y me transportó hacia el dormitorio.

—Pero… —miré hacia la puerta— los otros invitados…

Sonrió y meneó la cabeza.

—Han sido muy descorteses al retrasarse tanto. Si vinieran ahora, no contestaríamos —dijo mientras continuaba transportándome a través del salón. Se apoyó contra la puerta del dormitorio y ésta se abrió sola.

Una pequeña lámpara que había en la mesilla de noche iluminaba levemente la habitación. El cobertor de la cama había sido apartado. Michael me depositó con mucho esmero encima de las sábanas, se quitó rápidamente la chaqueta, se desabrochó su almidonada camisa blanca y se inclinó sobre mí, inundándome la cara de besos. Empecé a abrir los ojos y él se apartó un poco, me puso la punta de los dedos sobre los párpados y murmuró:

—No los abras hasta que yo te avise.

Oí el ruido que hacía al desnudarse y luego le sentí a mi lado. Empecé a abrir los ojos otra vez, pero él me puso los labios sobre los párpados para que los mantuviera cerrados. Luego tiró de mi suéter, me lo sacó por la cabeza y continuó desnudándome mientras yo seguía inmóvil, sumida en la oscuridad de mis ojos cerrados, oyendo los latidos de mi corazón.

—Ya puedes abrirlos —dijo, en voz baja.

Empezó a hacerme el amor con la vista. Yo, ahogada en sus ojos, era incapaz de mirar a otra parte. Primero se quedó tendido a mi lado, sin tocarme, sin besarme, sin moverse, con su torso muy cerca de mis senos desnudos. Todo mi cuerpo se estremecía esperando su contacto en una espera que semejaba una tortura.

—Eres maravillosa, casi demasiado bella para tocarte, igual que una flor excelsa que sólo existe para que la admiren y no para ser cortada. Pero a mí me faltan fuerzas para resistirme a ello, y repito que no se te debe negar el éxtasis espléndido que surge cuando dos personas de talento y belleza hacen el amor.

Y, con esto, puso sus labios firmemente sobre los míos. Nos estrechamos el uno contra el otro, manteniéndonos sólo unidos al principio y emocionados por la exaltación de compartir lo que el uno podía ofrecer al otro. Con cada contacto de sus labios y de sus manos, yo experimentaba unas sensaciones electrizantes, hasta que llegó un momento en que deseé salvajemente que me penetrara, no ya de manera tierna, sino con el apasionamiento de su fuerza, con la exigencia de alcanzar el mismo éxtasis que yo estaba anhelando para mí.

Acunó mis pechos entre sus manos y los besó en lo alto, haciendo que cada beso me pareciera una gota de lluvia caliente. Sus manos recorrían incesantemente todo mi cuerpo buscando sus partes más íntimas. Luego se dio media vuelta y se retorció hasta colocarse encima de mí. Me levantó las piernas y las cruzó en forma de tijera alrededor de su cintura. Según presionaba sobre mí y me convocaba repetidas veces como si me pidiera más, yo emitía suaves gemidos, ignorando sin embargo qué otra cosa podía hacer. Seguíamos siendo profesor y alumna.

Por último, los jugos ardientes brotaron a raudales calentando agradablemente mis entrañas y todo terminó. Agotado el momento, él se cayó sobre mí respirando pesada y rápidamente, como yo. Permaneció unos instantes sin hacer ni decir nada, hasta que me dio un beso fugaz en la frente y se levantó.

—¿No ha sido maravilloso?, exclamó ¿No ha sido como golpear las más grandes notas y sentir que te remontas a las cumbres más altas? —preguntó con cierta irritación al ver que yo no respondía inmediatamente. Pero yo estaba pensando en ello, intentando revivir aquellos instantes para recordar si la sensación había sido tan esplendorosa como decía.

El problema era que había estado tan preocupada por ser una buena amante y hacerlo todo bien, que temía ahora haberme perdido alguna parte del éxtasis que, según aseguraba él, se había producido.

—Sí —contesté en seguida.

Sonrió, satisfecho.

—Ya te dije que la pasión nos hace desesperar, pero la desesperación nos remonta a lo más alto de nuestro propio ser, al máximo de nuestra esencia; nos coloca en un exquisito peligro. Cantarás unas maravillosas canciones —declaró, echándose a reír—. Estoy hambriento —añadió después—. Hacer el amor aumenta el apetito. —Empezó a vestirse apresuradamente. Yo me incorporé y empecé a ponerme mis ropas—. ¿Te apetece comer algo?

—No —contesté. Gracias. Sólo quiero usar el cuarto de baño un momento.

—Por supuesto. Cuando termines, ven y me verás comer algo. Podrás acabar tu vino. Luego —siguió, asintiendo, más como un profesor que como un amante— te pediré un taxi para que regreses sin infringir el toque de queda.

Me dejó sola. Mientras terminaba de vestirme, miré la habitación y, como si hubiera estado todo el tiempo ofuscada, comprendí de pronto dónde estaba y qué había hecho. ¡Qué había hecho! Había hecho el amor sin el menor freno ni la menor vacilación. Había permitido a Michael que me llevara allí y me sedujera. Pero creía —rogaba a Dios— que sus palabras eran honradas y sinceras. Michael me veía realmente como un ser bello, como alguien a quien había que querer y amar porque era igual a él. Ambos estábamos dotados de un talento que nos diferenciaba de los demás, que nos hacía sentir más intensamente las cosas. Eso era bueno; eso tenía como fin el que dos personas como él y yo encontráramos el éxtasis juntos.

Y, sin embargo, no podía evitar una sensación de culpa. ¿Tenía razón respecto a mí la abuela Cutler? ¿Sería yo el fruto de un acto vil y pecaminoso entre mi madre y un cantante itinerante a quien no le importaban las consecuencias de sus actos? ¿Sería yo tan malcriada y vanidosa como mi madre, que gusta de ser tratada como una princesa y continuar siendo joven y bella eternamente? «Igual que mi madre, también tenía yo un amante cantante», pensé.

Pero Michael era distinto; tenía que serlo. No era un cantante errante que sólo quería pasarlo bien sin preocuparse de su carrera ni de su arte. Michael me amaba porque veía en mí algo excepcional. Los dos formaríamos una hermosa pareja; cantaríamos a dúo en los escenarios, dúos que la gente no olvidaría nunca, porque los cantábamos sinceramente el uno para el otro, con una pasión que mejoraría aún más nuestras voces.

«No —me dije a mí misma—, no he de sentirme mal, no he de sentirme culpable. Me sentiré realizada y estaré realizada. Michael me ha convertido en mujer, en su mujer, y yo llevaré con orgullo mi nueva identidad; aunque, al menos por el momento, tendré que mantenerla en secreto».