CONOCIENDO A MICHAEL
Trisha y yo estábamos muy excitadas el día de la audición para la clase de vocal de Michael Sutton. Nos levantamos media hora antes que de costumbre y nos probamos una docena de combinaciones diferentes de faldas y blusas, antes de decidirnos por nuestras infantiles blusas de color rosa y nuestras faldas plisadas de tonalidad marfil, que habíamos comprado juntas durante una de nuestras salidas de tiendas, a las que Trisha llamaba «safaris de compras por la ciudad». Pasábamos horas y horas de una sección a otra probándonos diferentes prendas, algunas de las cuales eran tan caras o escandalosas que sabíamos con seguridad que no íbamos a comprarlas, pero resultaba divertido fingir aunque las dependientas nos mirasen con ojos de extrañeza pellizcándose la nariz. La idea de que nos presentáramos vestidas de manera idéntica partió de Trisha.
—Como pareceremos dos gemelas, se fijará más en nosotras —sugirió.
Nos lavamos y secamos el pelo, y luego nos lo cepillamos hasta que brilló, rematándolo luego con unas cintas rosas de seda. A continuación nos dimos un toque con la barra de labios. Ninguna de las dos necesitábamos más color en la cara; estábamos muy bronceadas por el sol del verano. También decidimos llevar bambas y calcetines «Bobby». Finalmente, con una risa más nerviosa que nada, bajamos saltando por la escalera a desayunar y, mientras consumíamos el desayuno en el comedor, escuchamos atentamente los jactanciosos consejos que nos daba Agnes sobre nuestra manera de estar en la audición.
—Mostraos seguras, con aire profesional; y, lo que quiera que hagáis, no lo hagáis las primeras —nos aleccionaba.
No lo necesitamos. Cuando llegamos allí, el auditorio de música estaba tan lleno que a los candidatos nos dijeron que nos pusiéramos en fila y nos entregaron unas cartulinas con un número en vez del nombre. La fila que se había formado se extendía desde el piano hasta el otro lado del largo salón y salía fuera de la puerta. Richard Taylor, un senior y un alumno de primera clase de Madame Steichen nos saludaron. Richard tenía talento pero se comportaba de manera muy pedante. Le habían nombrado profesor adjunto de Michael Sutton y no cabía en su cuerpo de engreimiento. Era un muchacho alto, tan desgalichado como el Ichabod Grane de Washington Irving, con los brazos y las piernas alargados, y unos dedos interminables. Era un espectáculo verle tocar el piano, pues sus manos eran tan grandes que parecían criaturas independientes danzando sobre las teclas. Su cara y su nariz chupadas me recordaban una veleta, y su larga boca tenía las comisuras tan hundidas hacia adentro que parecían dos hoyuelos. El brillo de los labios era natural, como si los llevara siempre pintados. En la tez, muy blanca, unos diminutos arroyos de pecas le cruzaban las mejillas y la frente. Sus ojos castaños claros estaban profundamente hundidos y llevaba muy largo el cabello, rubio pajizo, con unas melenas que le llegaban hasta el cuello y los hombros.
—Cojan una cartulina y pónganse en fila —ordenaba con su voz fina y gangosa a medida que llegaban los alumnos—. Después de la primera eliminatoria, empezaremos a tomar los nombres. Hasta entonces, bastará con los números.
Miraba ceñudamente a los estudiantes, como diciendo: «¿Por qué desperdiciáis vuestro tiempo y el nuestro?» pero la mayoría de las chicas no le prestaban atención. Alargaban y retorcían el cuello cuanto les era posible, deseosas de ver a Michael Sutton, que estaba de pie junto al piano, de espaldas a la gente, con la vista clavada en una partitura.
—¿Cuántos alumnos habrá en la clase de Mr. Sutton? —preguntó Trisha mientras cogía una cartulina numerada para ella y otra para mí.
—Seis —respondió Richard.
—¡Seis! ¡Sólo seis! —se lamentó.
—¿Serán tres chicas y tres chicos? —inquirió una de las muchachas que había detrás de mí.
—Eso no lo determinará el sexo; lo determinará el talento —contestó Richard, sacudiendo la cabeza—. ¿Dónde se cree usted que está, en un campamento de verano?
Los estudiantes que oyeron la respuesta se echaron a reír y la muchacha que había hecho la pregunta desapareció tras los alumnos que tenía delante. Richard Taylor, satisfecho de sí mismo, se dirigió con aire arrogante al principio de la fila y tocó en el hombro a Michael Sutton. Este se volvió y miró hacia nosotras.
Por supuesto, yo había visto fotografías de él en revistas y periódicos, pero nada era comparable a verle en persona. Medía más de uno ochenta, era de anchos hombros y tenía una cintura estrecha. Tenía el cabello negro y sedoso, pulcramente cepillado a ambos lados, con una onda suave y moderada dirigida hacia atrás. La camisa blanca y los pantalones anchos, grises, le conferían un aire de elegancia natural. Cuando extendió la vista sobre la fila de ilusionados candidatos, con una amplia y cálida sonrisa, sus ojos de zafiro negro chisporrotearon en un travieso centelleo. Tenía la sonrisa más encantadoramente blanca que jamás había visto; era como ver salir a alguien del celuloide de una película. Habíamos oído decir que Michael Sutton acababa de llegar de la Rivera francesa, lo que explicaba su rico y uniforme bronceado. Hasta mí llegaron los suspiros de las chicas en una ola de admiración en movimiento que recorrió toda la fila.
Pensé que seguramente era el hombre más apuesto que había visto en carne y hueso a lo largo de mi vida. Sólo mirarle me hacía temblar y aceleraba los latidos de mi corazón. Estaba segura de que haría un completo ridículo cuando llegara el momento de cantar para él, seguramente sólo sería capaz de abrir y volver a cerrar la boca, sin articular un solo sonido. Nada más de pensarlo me ruboricé y sentí que me empezaban a arder las mejillas. Agnes tenía razón y me alegré de no ser la primera de la fila, compadeciendo a la que lo fuera.
—Hola a todos. Estamos listos para empezar. —Saludó con una voz suave y melodiosa, dotada de un ligerísimo acento británico—. En primer lugar, permítanme darles las gracias a todos por haber venido. Puedo asegurarles que ver aquí a tantos de ustedes no hiere lo más mínimo mi amor propio —se oyeron algunas leves risas—. Ojalá pudiera aceptarlos a todos —añadió, poniéndose serio—, pero, obviamente, eso no es posible. Puedo escoger a uno o dos de ustedes simplemente por motivos de variedad, de modo que nada de lo que suceda aquí hay que atribuirlo definitivamente a una relación directa con su talento o habilidad. Si ustedes no trabajan conmigo durante este curso, estoy seguro de que lo harán con otros profesores también competentes, tal vez aún más competentes que yo.
Dio unas palmadas y vi el fino y elegante reloj de oro que llevaba en la muñeca izquierda.
—De acuerdo, señoritas y caballeros, les iré dando entrada con esto, uno a uno —prosiguió, señalando su armónica de tono—, y me gustaría que recorrieran las escalas de arriba abajo para mí.
Pidió que se aproximara la primera de la fila y se hizo un silencio tan impresionante, que me resultaban perceptibles las profundas respiraciones a mi alrededor. Le dio la nota y la muchacha se puso a recorrer los tonos. Cuando llegaba a la mitad, le dio las gracias y pidió que se adelantara el siguiente candidato. Avanzaban tan de prisa, que cuando quise darme cuenta me encontré la primera de la fila.
Me fijé en que los ojos de Michael Sutton pasaban del joven que tenía yo delante a mí. Despavorida, aparté la vista de su atenta y escrutadora mirada, por miedo a que descubriese mi nerviosismo. Cuando volví a mirarle, estaba sonriendo. Escuchó al muchacho durante un rato y le dio las gracias. A continuación se volvió hacia mí del todo, con sus labios carnosos y sensuales entreabiertos. Durante un buen rato se limitó a mirarme fijamente, empapándose de mí de pies a cabeza. Me entró en los dedos un hormigueo paralizante, quizá debido a que los tenía fuertemente entrelazados.
—Está bien —dijo, llevándose la armónica a los labios para darme una nota.
Empecé a cantar y sentí la garganta agarrotada. Paré inmediatamente.
—No importa —dijo, amablemente—. Vuelva a intentarlo.
Esta vez di la escala lo mejor que pude. Cuando hube terminado y vi que se limitaba a asentir con la cabeza, pensé que se me derrumbaba el corazón. Hasta aquel momento no me había dado cuenta de lo mucho que esperaba formar parte de su clase.
—Gracias, el número treinta y uno —dijo. Me hice a un lado.
Después de probar a todos los que estábamos en la fila, Michael Sutton conferenció con Richard Taylor y éste se adelantó con un papel y nos lo mostró.
—Éstos que hagan el favor de quedarse; los demás, pueden irse —dijo secamente. Leyó los números y al llegar a la mitad de la lista oí que nombraba el mío. Me costó trabajo creer lo que oía. Había muchos aspirantes que habían actuado mejor que yo y se habían puesto mucho menos nerviosos, que daba la impresión de que serían mejores alumnos y tendrían mejor voz. Trisha me apretó el brazo.
—Eres una chica con suerte —me dijo, con envidia.
—Todavía queda la segunda criba —le recordé.
—Vas a superarla. Buena suerte, —y se marchó con el resto de los candidatos rechazados.
En la siguiente prueba debíamos entregar a Richard la partitura que deseábamos cantar para que él nos acompañara al piano, mientras Michael Sutton escuchaba sentado en la parte posterior del auditorio con un lápiz y un cuaderno en la mano. Yo había decidido cantar En un lugar sobre el arco iris, una canción que había interpretado con éxito en el concierto cuando asistía a la «Emerson Peabody» de Richmond. En esta eliminatoria teníamos que decir nuestro nombre y el título de nuestra canción.
—Dawn Cutler —declaré—. En un lugar sobre el arco iris.
Nada más comenzar la canción, me sucedió lo que me sucede siempre que canto. Me olvidé de dónde me encontraba y de quién me estaba escudando. Me parecía estar sola, poseída por mi música. Todo mi ser y mi esfuerzo se concentraban en perfeccionar aquellas notas. Me sentía sobre una alfombra mágica que me llevaba lejos, libre de preocupaciones y pesares. Me olvidaba del pasado y del presente, era como un águila remontándose en el viento, obsesionada y engreída por su propia habilidad para volar. Ni las nubes ni las estrellas ni nada me parecían demasiado lejos. No abrí los ojos hasta que hube terminado. Durante un rato se hizo un profundo silencio y luego llegaron los aplausos. Los otros candidatos aplaudieron entusiastamente, olvidando por un momento que todos competíamos para sólo seis plazas. Miré a Michael Sutton. Sonreía y asentía con la cabeza.
—El siguiente —ordenó.
Cuando terminamos todos, Michael volvió a conferenciar con Richard Taylor. Esta vez, sin embargo, Michael Sutton se adelantó en persona para nombrar a los clasificados.
—Me faltan palabras para decirles cuán maravillosa experiencia ha sido para mí esta audición —declaró—. Me siento impresionado por el mucho talento que existe aquí y me cuesta mucho tomar una decisión. Pero, ¡ay!, es preciso tomarla —añadió, bajando la vista a su libreta—. Que hagan el favor de quedarse las personas que voy a nombrar, a fin de que podamos establecer los horarios.
A continuación leyó los nombres. A mí me nombró la última, pero cuando escuché mi nombre creí que el corazón me estallaba de gozo. ¡Acababan de seleccionarme entre tantos jóvenes de talento para trabajar con un hombre famoso! Me pregunté qué diría y pensaría la abuela Cutler cuando se enterase de aquello. Jamás le pasó por su mente salvaje, aquel horrible día en que las dos nos enfrentamos en su despacho, que yo llegaría a conseguir tanto. Era ya uno de los alumnos favoritos de piano de Madame Steichen, que estaba preparándome para tocar en la Representación de Fin de Semana de aquel año y, ahora, por si fuera poco, ¡era uno de los seis seleccionados para trabajar con Michael Sutton! «¡Tu venganza se ha convertido en una espada de doble filo con la parte más aguda presionando contra ti, abuela Cutler!»
—Tengan la bondad de dar a Richard los horarios de sus otras clases, sus clases obligatorias —expuso Michael Sutton, forzándome a salir de mis vengativos pensamientos—, con el fin de que podamos planear sus lecciones privadas. Nos reuniremos en grupo una vez por semana. El resto del tiempo trabajaré individualmente con cada uno de ustedes —terminó, clavando la mirada en mí durante tanto tiempo, que me puse nerviosa y tuve que mirar a otra parte.
Después de dar a Richard mis horarios, me retiré. Aunque habían llegado otros dos profesores de música para hablar con Michael, éste apartó la vista de ellos y me envió una sonrisa y una reverencia cuando me dirigía a la puerta de salida. Yo le devolví la sonrisa, latiéndome con fuerza el corazón. Entonces tropecé con el lazo suelto de una de mis zapatillas y me caí hacia delante, logrando recuperar el equilibrio justo a tiempo de no romperme la cara.
—¿Se encuentra bien? —preguntó Michael, empezando a andar hacia mí.
—Sí —respondí rápidamente; y eché a correr hacia la salida, sintiéndome como una tonta de remate. La sangre me subió de pronto al rostro y mi rubor y mi turbación eran tan graneles, que no podía quedarme más tiempo allí.
Trisha me estaba aguardando en el vestíbulo.
—¡Lo conseguiste!, ¿verdad? Sabía que lo lograrías. Tendrás que contarme todos los pequeños detalles de cada minuto de tus lecciones particulares —exigió—. Quiero saber todo lo que te diga.
—¡Oh, Trisha!, probablemente piensa que no soy más que una pequeña idiota. ¡Casi me caigo de bruces ahora mismo cuando me dirigía a la puerta de salida, mirándole embobada como una estúpida! —grité.
—¿De veras? ¡Qué emocionante! ¿Lo ves? Algo ha sucedido ya —dijo. Qué facilidad tenía Trisha para asombrarme por la forma que sabía cambiar y presentar las cosas. No tuve otro remedio que ponerme a reír y marcharme con ella.
Más tarde, aquel mismo día, tenía que regresar a la escuela para mi clase de verano de una hora con Madame Steichen. Le conté que me habían seleccionado para las clases de Michael Sutton, pero no pareció alegrarse mucho. El grado de amistad que habíamos alcanzado ella y yo me daba pie para poder preguntarle por qué había sonreído afectadamente cuando se lo había dicho y así lo hice.
—No es un artista clásico —respondió—. No es un verdadero artista; es sólo un intérprete.
—No veo la diferencia, Madame Steichen —dije.
—Ya lo entenderás, mi querida Dawn. Algún día lo entenderás —predijo, e insistió en que no desperdiciáramos nuestro precioso tiempo discutiendo sobre bobadas.
Al terminar mi clase con Madame Steichen recogí mis partituras y salí tranquilamente pensando que, como me sobraba tiempo para regresar a la residencia antes de la cena, no tenía por qué correr. Además, me agradaba deleitarme en el calor todavía reinante en aquella tarde de finales de agosto. Una tibia brisa procedente del East River acariciaba mi rostro. Sobre mi cabeza, unas nubecillas lechosas semejaban pequeños soplos de crema batida arrojados contra la escarcha de un cielo azul profundo. Me senté en uno de los bancos de madera y cerré los ojos para inhalar la esencia de rosas, caléndulas y pensamientos. El aire perfumado y la luz del sol caliente me devolvieron unos pensamientos felices y libres de inquietudes. Me vi a mí misma de niña, saltando a la comba y cantando un cantar que había aprendido de las chicas algo mayores que yo cuando saltaba a la cuerda.
«Mi madre, tu madre, vive al otro lado, dos catorce, de East Broadway. Cada noche se pelean, y eso es lo que dicen…»
No puede por menos que echarme a reír al acordarme ahora de aquello.
—Debe de estar pensando en algo muy divertido —oí que me decían. Abrí los ojos y vi a Michael Sutton plantado delante de mí, mirándome con una leve sonrisa en los labios. En la mano derecha portaba un portafolios de piel fina.
—¡Oh!, verá, yo…
—No tiene que darme explicaciones —dijo, riendo—. No pretendía ser un intruso.
—¡Oh, no ha sido ninguna intromisión! —farfullé—. Sólo me he sobresaltado un poco.
Asintió y se puso la cartera delante, sujetándola con ambas manos.
—¿Cómo le ha ido hoy su clase de piano? —preguntó. Me sorprendió que recordara tan bien mi horario de clases.
—Me parece que ha ido bien, aunque Madame Steichen es muy parca a la hora de hacer alabanzas. Piensa que el verdadero artista, cuando sabe que lo hace bien, no necesita que se lo digan los demás; ella lo sabe por sí misma, instintivamente.
—Tonterías —refutó Michael Sutton inclinándose hacia mí—. Todo el mundo necesita que le regalen el oído, que le digan si lo esta haciendo bien. A todos nos gusta que acaricien nuestro yo como si fuéramos gatitos. Cuando usted lo haga bien, se lo diré; y lo mismo cuando lo haga mal.
Se incorporó de nuevo y miró el sendero. Contuve la respiración. Estábamos conversando como si nos conociéramos desde hacía mucho tiempo. Me pareció extremadamente llano y no tan frío y engreído como yo creía que eran todas las celebridades.
—Me dirijo a tomar un capuccino en un pequeño café que hay a la vuelta de la esquina. ¿Le importaría acompañarme? —preguntó. Permanecí un momento con la vista levantada hacia él. Era como si me tuvieran que traducir sus palabras. Sonrió y ladeó ligeramente la cabeza. Me pregunté qué sería un capuccino. ¿Sería una clase de vino?
—¿Un capuccino? —repetí.
—Si lo prefiere, puede tomar un café normal en vez de eso —añadió.
—¡Oh! Sí —me apresuré a decir—. Gracias.
Esperó un momento.
—Tendrá que levantarse si piensa acompañarme —señaló.
—¡Oh! Claro —reí, poniéndome de pie. Echamos a andar hacia la puerta.
—¿De modo que vive usted en una de esas residencias de estos alrededores, aprobadas por la escuela? —dijo, según íbamos caminando.
—Sí —respondí, sintiendo repentinamente como si me hubieran atado la lengua.
—¿Y le gusta vivir en Nueva York? —preguntó. Cuando doblamos una esquina me cogió del brazo. Yo suponía que este gesto me llenaría de nerviosismo y turbación, pero en vez de eso me sentí relajada y completamente segura.
—Es curioso —respondí a su interpelación—. Pero cuesta acostumbrarse a esto.
—Mi ciudad favorita es Londres. Tiene usted que visitarla algún día. En Londres pasea uno a la sombra de lugares construidos hace siglos y, sin embargo, también se encuentra rodeado del mundo moderno.
—Qué emocionante —asentí.
—No ha viajado mucho, ¿verdad? —preguntó.
—No, no he salido de los Estados Unidos —respondí.
—¿De verdad? Yo creía que todos los estudiantes de aquí eran viajeros muy sofisticados —dijo, y yo pensé que a partir de ahora cambiaría su opinión respecto a mí—. Pero recuerdo —siguió deteniéndose y volviéndose hacia mí— que lo que más me llamó la atención de usted durante la audición fue su inocencia. Me pareció tan tierna… —Nos paramos y me volví hacia él para ver por qué me miraba tan intensamente a la cara, con el corazón agitándose alocadamente. Me encontré mirándole con fijeza a los ojos sin poder apartar la vista—. Tiene usted el aspecto de estar a punto de ser descubierta y a punto de descubrir… —Lo dijo con una voz tan baja que apenas podía oírle. Alzó la mano y por un momento, que me pareció durar una hora, pensé que iba a tocarme la cara. Luego dejó caer la mano a su costado—. Y sin embargo —continuó—, hay algo más detrás de esos ojos azules, hay cierta madurez sugiriendo que ha sufrido usted unas dolorosas experiencias. Estoy intrigado. —Sus ojos seguían clavados en los míos, como si me estuviera sorbiendo con la vista. Al cabo de un rato, miró hacia otra parte.
—Ya hemos llegado —dijo, conduciéndome al interior del café y llevándome hasta una mesa apartada. Cuando la camarera nos preguntó si nos servía los capuccinos con canela o con chocolate, me vi obligada a confesar que jamás lo había tomado antes y no sabía qué elegir.
—Tiene usted trazas de gustarle el de chocolate —aventuró Michael, ordenándoselo a la camarera—. Hábleme más sobre usted, me gusta llegar a conocer personalmente a mis alumnos. Por supuesto, he leído su expediente y sé que es usted de Virginia y que su familia tiene un hotel famoso. No he estado nunca en él, ¿cómo es? —preguntó.
Yo le describí el hotel, el océano y la aldea costera de Cutler’s Cove. Él me escuchaba con atención, sin apenas apartar la vista de mi cara mientras hablaba. De vez en cuando asentía con la cabeza y me preguntaba alguna otra cosa. No me extendí con detalles referentes a mi familia, excepto para decir que todos solían estar muy ocupados con el trabajo del hotel.
—Yo llevo mucho tiempo sin ver a mis padres —explicó él, con tristeza—. Como sabe usted, he estado de gira. La vida de un artista, de un artista conocido —agregó—, es muy complicada. Para nosotros, las cosas que los demás mortales dan por seguras son muy raras. Por ejemplo, ya no me acuerdo de cuánto tiempo hace que no he tenido una cena de fiesta con mi familia. Parece que cuando se aproximan estas cosas, me pillan siempre de viaje.
Por encima de la taza humeante de su capuccino, clavó sus ojos en los míos, ahora llenos de sorpresa y simpatía. Nunca había imaginado que alguien tan famoso y triunfador como Michael Sutton tuviera unos pensamientos así de tristes. En todas las fotografías que se publicaban de él aparecía siempre en la cumbre del mundo, mirando sonrientemente a los que le envidiaban y adoraban.
—Sí —repuso de repente, asintiendo—, hay en torno a usted algo muy singular: desde su nombre a esos ojos azules que cambian continuamente de tonalidad para hacer juego con sus pensamientos.
Empecé a ruborizarme, pero él alargó una mano y la puso sobre la mía.
—Siga usted así —animó, con tanta vehemencia que me sorprendió—. Sea usted misma y no permita que los otros la conviertan en lo que ellos esperan o desean que sea. Cuando hoy ha cantado para mí, se ha convertido en sí misma, con su propia y especial personalidad viviendo dentro de su música. Esta música es la que hace circular su sangre. Lo sé; yo tengo la misma sensación cuando canto. Y, nada más verla, me he encontrado ante alguien que me recordaba a mí mismo, y he sabido que había descubierto a mi alumna estrella.
¿Estaba yo realmente allí sentada escuchando a Michael Sutton decirme que era una estrella del canto en potencia? Lo dudaba. ¿O sólo se trataba de un sueño? No tardaría en despertarme por la mañana y Trisha y yo empezaríamos a discutir lo que nos íbamos a poner para la audición. Cerré los ojos y volví a abrirlos, pero Michael Sutton no había desaparecido. Continuaba sentado al otro lado de la mesa, contemplándome con la suficiente admiración para que se me alterase el pulso. Sus ojos se regocijaban, llenos de luces chispeantes, mientras se acariciaba el mentón y sonreía.
—Parece que va usted a llorar —dijo.
Me tragué las lágrimas y la felicidad.
—Es que resulta muy hermoso oír que me compara con usted —dije. Asintió, echándose hacia atrás, y contempló la puerta del café durante un rato.
—Bueno —concluyó, por último—, creo que si usted ha sido dotada de talento, cuando haya conquistado el mundo tendrá la obligación de ayudar a quienes también lo posean. Esa es la razón —volvió a mirarme con un fuego en los ojos que me aceleró el pulso— de que vaya a dedicar mi tiempo a enseñar en la «Escuela Bernhardt». Estaba seguro de que no sólo encontraría aquí a gente joven con talento, sino también a jóvenes que necesitan la orientación y el consejo de alguien que ha recorrido un camino muy difícil. Y por eso considero importante para mí tener un trato íntimo e informal con mis alumnos, con mis alumnos especiales —recalcó—. ¿De qué me serviría, si no puedo beneficiarlos con mi experiencia? De todos modos —continuó, poniendo otra vez su mano sobre la mía—, tengo la sensación de conocerla bien. Si es usted como yo, será una persona apasionada. Siente usted con más pasión que las otras personas, las personas ordinarias, ya sea en la felicidad o en la tristeza, en el placer o en el dolor, y lo siente de tal manera que consigue transformar esa experiencia en música por medio de su hermosa voz. ¿Estoy en lo cierto?
—Sí —respondí—. Creo que sí.
—Por descontado que estoy en lo cierto. ¿Tiene usted novio? —preguntó, volviendo a echarse hacia atrás.
Si, pero se encuentra en Europa. Está en el Ejército.
Comprendo. No olvide esto, Dawn —dijo, inclinándose hacia mí—: la pasión nos hace desesperar.
Le miré fijamente a los ojos, hipnotizada. Era como si se me hubiera parado el corazón. No me atrevía ni a respirar por miedo a que se rompiera aquel frágil momento. Su sonrisa se prolongó suavemente y luego volvió a recostarse contra el respaldo del asiento.
—Esta noche —declaró— hay un recital en el Museo de Arte Moderno y después ofrecen una recepción con un vino de honor. Por supuesto, yo soy uno de los agasajados y me gustaría que lo fuera usted también.
—¿Yo?
—Sí. Procure estar en el museo a las ocho en punto. Estoy seguro de que sabe cómo ha de ir vestida. No me mire con esa cara de sorpresa —dijo, sonriendo—. En Europa es très chic que un profesor invite a un recital a una de sus mejores alumnas. De cualquier manera, quiero que oiga cantar a esa gente. Siempre hay cosas que aprender. Cada instante de nuestro tiempo debe ser positivo y digno de vivirse. Por ahora no deje escapar de los dedos ninguna oportunidad.
Miró el reloj y sacó la cartera.
—Debo irme. Antes de disfrutar de la libertad, he de hacer algunos recados. Celebro que hayamos tenido esta charla informal y que lleguemos a conocernos mutuamente mejor. Espero verla allí esta noche. ¿Irá?
—¡Oh, sí! —contesté inmediatamente. Mi imaginación corría alocadamente pensando en mi vestuario y en cuál sería el atuendo apropiado para la ocasión. «Esperemos que Trisha lo averigüe», pensé.
Michael se levantó y abandonamos el café. Nos separamos en la acera y vi que llamaba un taxi. Agitó la mano en dirección a mí antes de introducirse en él y desapareció. Seguí allí de pie; los pensamientos giraban en un torbellino dentro de mi cabeza produciéndome un vértigo tan fuerte qué hube de apoyarme en una farola para recuperar el aliento. ¿Estaría soñando? Finalmente, me decidí a cruzar la calle, sintiéndome como si caminara por el aire. Tuve que bajar la vista para convencerme de que mis pies pisaban el suelo. No sabía dónde estaba hasta que me encontré delante de la residencia. Entonces subí los escalones y crucé la puerta. Corrí escalera arriba e irrumpí en mi habitación, encontrándome delante de Trisha, que me miró por encima de su revista.
—No creerías jamás —dije, jadeando— dónde voy esta noche y quién me ha invitado.
Y, entonces, sin pararme para tomar aire, procedí a contárselo todo.
La emoción me producía sacudidas en el estómago, de modo que no pude probar ni un solo bocado en la cena y los alimentos yacían en el plato, esperándome. De vez en cuando picaba algo, cuando Mrs. Liddy miraba hacia mí, para que no creyera que no me gustaba lo que había cocinado. Antes me había lavado el pelo y me había puesto unos grandes rulos. Agnes y Mrs. Liddy sabían que iba al recital y que me había invitado Michael Sutton.
Antes de la cena, Trisha y yo habíamos pasado revista a mi vestuario tratando de decidir qué debía ponerme para asistir a un concierto nocturno. Pensamos que la mayoría de mi vestuario era demasiado informal y finalmente nos decidimos por mi tafetán sin mangas negro, con escote en forma de uve. Llevaba un ancho cinturón negro y una falda holgada que me llegaba a la mitad de la pantorrilla.
Después de la cena, cuando subí a cambiarme, Trisha metió la mano en el cajón de arriba de su cómoda, sacó un sostén con relleno de guata y lo agitó delante de mi cara.
—¡Oh, no! —exclamé mirándolo, presa de la tentación—. Yo no podría ponerme eso.
—¡Claro que puedes! Quieres aparentar más años y dar realce a lo que ya tienes, ¿verdad? Vas a estar entre señoras maduras; no puedes parecer una niña. El corpiño de tu vestido lo requiere —concluyó—. Póntelo. —Me arrojó el sostén cuando yo todavía estaba dudando.
Lo cogí parsimoniosamente y me lo puse. Cuando me deslice dentro del vestido y Trisha me subió la cremallera, la imagen que vi en el espejo me sorprendió. No era sólo el sostén con relleno de guata. Desde que mi madre y yo habíamos ido de compras en Virginia, hacía poco más de un año, se habían operado en mí unos cambios sutiles pero significativos. Había sido sensible a los cambios producidos en Jimmy pero, en cierta manera, no a los míos propios.
Tal y como le había ocurrido a él, mi cara había perdido la infantil adiposis de sus mejillas. En mis ojos advertí un destello de madurez y, aparte de lo que pretendiese ver ahora, sentía ganas de levantar la ceja derecha en señal de interrogación. Mi cuello parecía más suave, la curva de mis hombros más lisa y grácil, y el arroyo de mis senos más pronunciado merced a la sombra del fondo, sugestiva y prometedora. Hasta Trisha se quedó sorprendida.
—¡Pareces mucho más mayor! —exclamó—. ¡Verás! —gritó, dirigiéndose presurosa a su joyero y sacando un collar de oro y brillantes que despedía vivos destellos—. Ponte esto.
—¡Oh, no, Trisha! ¿Y si lo pierdo? Sé que es un regalo especial de tu padre.
—Todos los regalos que me hace son especiales. —Se encogió de hombros—. No te preocupes, no lo perderás. Además, necesitas llevar un collar que cubra ese profundo escote. ¿O debo decir ese «descarado escote»? —bromeó.
—Parezco tonta tratando de aparentar más edad de la que tengo, ¿no crees?
—En modo alguno —insistió—. Lo decía para fastidiarte. Dawn, no te atrevas a cambiar de como estás. Y, ahora, baja por esas escaleras y llama un taxi antes de que pierdas los nervios. Adelante —insistió.
Agnes me estaba aguardando al pie de la escalera. Por un momento pensé que iba a obligarme a dar media vuelta y a cambiarme para que pareciera menos provocativa y más a tono con mi edad. Pero de pronto abrió desmesuradamente sus pequeños ojos oscuros y se llevó las manos a la base de la garganta.
—Durante un rato —dijo, casi sin aliento— me ha parecido haber retrocedido en el tiempo y estar viéndome a mí misma en mi papel estelar de un melodrama, cuando sólo tenía cuatro o cinco años más que tú. —Suspiró y movió la cabeza.
—Tengo que llamar a un taxi —le dije, encaminándome hacia el salón. Agnes, perdida en uno de sus recuerdos, podría seguir así durante horas.
—Sí, pero espera aquí antes de marcharte —ordenó, y se fue corriendo. Volvió con un chal de color blanco nacarado y me lo puso sobre los hombros—. Ahora es cuando estás completamente vestida y elegante —dijo, retrocediendo un paso—. Como corresponde a mis muchachas.
Salí y empecé a bajar los escalones de la puerta en dirección al taxi, con el corazón latiéndome tan de prisa, que pensé que iba a caer desmayada y tendrían que llevarme a un hospital. Cuando entré en el taxi me sentía temblorosa y por un momento no supe ni adonde iba.
—¿A qué museo? —volvió a preguntarme el taxista.
—Al Museo… de Arte Moderno —jadeé.
Cuando llegamos me quedé boquiabierta ante la multitud de mujeres y hombres rica y sofisticadamente vestidos que se apeaban de taxis y limusinas, y se dirigían hacia la entrada del museo. De vez en cuando veía a algún que otro joven, pero todos iban acompañados de sus padres. Pagué la carrera y salí tan lentamente del coche que estoy segura de que el taxista pensó que acudía a la fiesta en contra de mi voluntad. Cuando desapareció el taxi, observé la entrada con la esperanza de localizar a Michael Sutton, pero no se le veía por ninguna parte. Finalmente, eché andar hacia la entrada y crucé las puertas siguiendo a otros invitados.
En el vestíbulo se formaban unos pequeños grupos. Muchos invitados parecían conocerse y no vi a nadie que pareciera tan solitario como yo. Crucé por entre un mar de risas y conversaciones, abriéndome paso lentamente hacia el recital, guiándome por los indicadores. Cuando llegué a la entrada del salón me encontré ante una señora mayor que estaba sentada detrás de un escritorio con una lista de nombres delante. Alzó la vista hacia mí, expectante, sonrió. ¿Sería preciso llevar invitación?
—Buenas noches —saludó, aguardando a que le diera mi nombre.
—Buenas noches. Soy Dawn Cutler —dije.
—¿Cutler? —Consultó la lista de invitados—. Cutler —repitió—. Lo siento, no veo…
Noté que la sangre se me agolpaba en el rostro mientras las demás personas me rodeaban y esperaban con impaciencia para seguir adelante.
—¿No le han enviado invitación? —me preguntó la señora mayor, todavía sonriendo con aire amigable.
—Yo… yo he sido invitada por Michael Sutton —balbucí atropelladamente.
—¡Oh! ¡Una invitada de Mr. Sutton! Sí, sí. Vaya hacia la derecha y ocupe el asiento que más le guste —dijo.
Sin perder un instante pasé al salón del recital y miré a mi alrededor, buscando ahora desesperadamente a Michael Sutton. No conocía a nadie, no sabía dónde ir y, aunque procuraba no mostrarme confundida ni asustada, tenía la impresión de que todo el mundo me miraba. Quienes ya estaban sentados se volvían para observarme y los que entraban se detenían para fijarse en mí, sin sonreír ninguno de ellos. Estaba segura de que me destacaba como una hierba fea en un macizo de rosas.
Finalmente, acosada por el desespero, avancé aprisa por el pasillo de la derecha y ocupé el primer asiento que encontré libre. Me volví a mirar hacia la puerta, esperando ver entrar a Michael Sutton, pensando en ir a su encuentro en el momento en que apareciera. Por último, poco antes de que comenzara el concierto, se presentó vestido de esmoquin y con corbata negra. Pero no me moví. De su brazo traía a una hermosa mujer con un llameante cabello rojo, de cuyas orejas pendían unos zarcillos de diamantes. Un entusiasmado ujier los saludó inmediatamente y los condujo por el otro lado del pasillo hasta unos asientos reservados en la primera fila.
Me quedé aturdida. Ni siquiera había mirado para buscarme. Seguro que ni había preguntado si había llegado. «Sabiendo que estaría allí, había debido buscarme —pensé—. ¿Supondría que le estaría esperando en el vestíbulo? No me había dicho eso. ¿Debía ir a saludarle?» Cuando alargué el cuello para mirar por encima de la gente que tenía delante de mí, vi que no quedaba libre ningún asiento a su lado.
Pero antes de que pudiera hacer nada, comenzó el recital y no tuve tiempo para pensar. Corría a cargo de unas estrellas del «Metropolitan Opera House» que interpretaban unas arias famosas. Eran unas voces y una música de tanta calidad que olvidé todo lo demás mientras duró el recital: me olvidé de mi aturdimiento y mi turbación, de que estaba sentada entre extraños que no demostraban el menor interés por mí; me olvidé incluso de Michael Sutton, que parecía no acordarse de que me había invitado.
Cuando terminaron los aplausos y la multitud empezó a abandonar el auditorio, me quedé rezagada con la intención de que Michael me viera. Pero mientras se dirigía hacia el pasillo, se concentraron a su alrededor muchas personas, de manera que no sabía cómo llegar hasta él, salvo que me abriera paso a codazos por entre su grupo de admiradoras. Michael no podía verme y a mí me resultaba embarazoso llamarle a gritos. Entonces decidí agachar la cabeza y seguir a la audiencia hacia la recepción del vino de honor.
Los camareros y camareras se movían en un gigantesco salón portando bandejas con altas copas de vino y canapés. Cogí una copa de vino y traté de localizar a Michael. Finalmente, le vi en medio de un grupo de personas, al otro extremo del salón. Aunque sentía ganas de ir corriendo hacia él, me fui abriendo camino de la manera más elegante que pude y al llegar me quedé de espaldas, esperando que friera él quien me viese. Aquello pareció durar siglos, pues sus ojos estaban clavados en la bella pelirroja que le acompañaba. Ella no le soltaba del brazo y echaba la cabeza hacia atrás y le empujaba con el hombro cada vez que él decía alguna cosa. Finalmente, se volvió hacia donde estaba yo y sus ojos se iluminaron al reconocerme.
—¡Dawn! —exclamó. Me alargó la mano y yo la tomé para moverme por entre la multitud—. ¿No es maravilloso? —exclamó, con el rostro encendido por el vino y por la conversación, así como por el calor de la gente que se apretujaba en torno suyo.
—Sí. No estaba segura de si debía esperarle en el vestíbulo, así que…
—Ésta, señoras y caballeros —declaró, volviéndose hacia los que estaban más cerca de él—, es una de mis nuevas alumnas.
—¡Oh! Tienes razón, Michael —exclamó riendo la pelirroja—. Me había olvidado de que este año también eres profesor. —Susurró algo a su oído y él soltó una carcajada. Luego se volvió hacia mí.
—¿Ha conseguido algo para comer, una copa de vino?
—Sí —contesté, mostrando mi copa.
—Estupendo. Bueno, diviértase. Hablaremos de esto en nuestra primera clase particular —dijo, dándome un golpecito en la mano. Esperé, sin respirar, a que dijera algo más, pero volvió su atención hacia los que tenía a su alrededor.
Me quedé allí quieta, preguntándome, qué más podía decir o hacer. Al cabo de un rato, sus amigos y la pelirroja se le llevaron hacia otro corro de gente y me quedé sola.
En realidad, Michael no me había presentado a nadie; a nadie le había mencionado mi nombre. Miré a mi alrededor. ¿Se estarían dando cuenta todos de mi azoramiento? Dondequiera que mirase veía los ojos de la gente clavados en mí. «Qué cara de tonta debo de poner, aquí sola, con una copa de vino en la mano esperando a que alguien me diga algo», pensé. Vi a un hombre inclinarse y susurrar algo a la mujer que tenía al lado, que se echó a reír ruidosamente. A buen seguro que se estaban riendo de mí. El corazón me golpeaba en la garganta y empecé a notar un sudor frío.
Quería salir corriendo de aquel lugar, pero sabía que eso atraería aun más la atención sobre mí. Cabizbaja, eché a andar lentamente en dirección a la puerta. Cuando finalmente llegué al vestíbulo, alcé la cabeza y noté que se me iban a saltar las lágrimas. Temerosa de que me vieran llorando, apresuré el paso hacia la puerta del museo y salí apresuradamente a la calle. Una vez fuera, empecé a sollozar profundamente. Me sentía tan rígida como un alambre, tan tensa que pensé que podía romperme y estallar en un llanto histérico.
Sin saber qué estaba haciendo ni adonde me dirigía, doblé hacia la izquierda. Ignoro hasta qué distancia fui caminando y qué direcciones tomé, pues avanzaba hacia donde veía un semáforo en luz verde. Al final me detuve y al mirar a mi alrededor vi que me había perdido. Pero lo que me asustó e inquietó más fue darme cuenta de que había abandonado el museo llevándome en la mano la copa de vino. ¿Y si alguien me hubiera visto y pensaba que la había robado? Si le dieran mi descripción a la mujer que había en el escritorio a la entrada del salón, se acordaría de mí y se lo diría a Michael Sutton. Me la imaginaba diciendo: «Su preciada alumna ha robado una copa de vino y se ha ido corriendo». Miré en torno a mí desesperadamente, intentando descubrir algún sitio donde tirarla, cuando de pronto oí a alguien que decía:
—Hola, preciosa. Con que visitando los bajos fondos esta noche, ¿eh?
Volví la cabeza y me encontré frente a un hombre con la cara sin afeitar y unos ojos que semejaban las cuencas vacías de una calavera. Sonrió, dejando al descubierto una boca al que le faltaban varios dientes, y hasta mí llegó su aliento a whisky. Parecía haber estado durmiendo con su impermeable de color marrón desvaído y sus arrugados pantalones. Los lados de sus zapatillas estaban rotos.
Cuando se puso a reír, me di media vuelta y eché a correr lo más rápidamente que pude con mis zapatos de tacones altos. El chal de Agnes se me escapó volando de los hombros, pero no me detuve a recuperarlo porque oía que aquel hombre horrendo no paraba de vociferar. En el momento de alcanzar una esquina se me rompió un tacón de los zapatos. Arrojé los dos y seguí avanzando sin mirar atrás. Corrí todo lo de prisa que pude hasta llegar a un cruce mas poblado de gente. Allí, me agarré a una farola y empecé a recuperar el aliento. Los viandantes me miraban al pasar, pero nadie se detenía a preguntarme qué me ocurría o si necesitaba ayuda. Al cabo de un rato conseguí parar un taxi.
—Con que de juerga, ¿eh? —dijo el taxista cuando estuve dentro. Me di cuenta entonces de que tenía el pelo alborotado y la melena revoloteaba por todas partes. Mis mejillas estaban bañadas de lágrimas, llevaba el vestido arrugado y andaba descalza. Sin embargo, seguía empuñando estúpidamente la copa de vino que me había traído de la recepción. Indiqué al taxista la dirección de mi residencia, me recliné contra el respaldo del asiento y cerré los ojos, que no abrí durante todo el trayecto.
En casa pagué la carrera inmediatamente, subí a toda prisa los escalones de la puerta y entré. Nada más hacerlo, oí que alguien hablaba en el salón y recordé que Agnes celebraba una de sus tertulias teatrales. Intenté pasar desapercibida, pero Agnes me oyó entrar y salió del salón.
—¡Dawn! —gritó—. Entra y cuéntanos cómo ha ido la recepción. —Cuando me acerqué a ella, advirtió que algo había ido mal—. ¿Qué ha sucedido?
—¡Oh, Agnes! —exclamé—. Me he extraviado y he perdido su chal. ¡Cuánto lo siento!
—¡Oh, querida! ¿No llegaste a la recepción? ¿Pero cómo ha podido ser? ¿No te llevó el taxista directamente allí?
—Ha sido después cuando me he perdido —dije. Se quedó mirándome y luego se fijó en el vaso que yo sostenía en la mano.
—No lo entiendo —manifestó, sacudiendo la cabeza—. ¿Por qué traes esa copa?
—¡No…, no lo sé! —grité, corriendo escaleras arriba.
Naturalmente, Trisha estaba levantada, esperándome para que le contara lo emocionante que había sido la recepción. Pero, cuando me puso los ojos encima, su sonrisa se transformó en un rictus de asombro.
_¿Qué te ha ocurrido?
—¡Oh, Trisha! Estoy desolada. No era una cita con Michael. Apenas habló conmigo. ¡Salí corriendo de la recepción y se me olvidó devolver esta copa! ¡Luego me he encontrado perdida y un hombre horroroso ha empezado ha perseguirme! ¡Así que he corrido sin parar, perdiendo el chal que me había dejado Agnes y rompiéndome un tacón! —exclamé. Y me dejé caer de bruces sobre la cama.
—No entiendo nada de lo que me dices —dijo Trisha.
Me di la vuelta y exclamé entre lágrimas:
—Estoy diciendo que no es bueno tratar de aparentar lo que no somos. No debía haberme vestido así. Ni siquiera debía haber ido a esa fiesta. La abuela Cutler tiene razón. Soy una don nadie dejada a las puertas de una familia rica; pero todo el mundo puede ver que no soy un miembro más de esa familia ni pertenezco a ella.
—Eso que dices es una bobada. Por descontado que tu abuela no tiene razón. Cualquiera puede perderse por la noche en Nueva York. Deja de llorar —demandó Trisha—. ¿Así, pues, se te ha olvidado devolver la copa? ¡Vaya una cosa! Al menos, ha sido un olvido. Otras personas, incluso siendo gente rica y sofisticada, las afanan intencionadamente. ¿Te ha visto Michael Sutton salir corriendo de allí?
—No lo sé —contesté, secándome las lágrimas.
—¿Y entonces…?
—Me sentí como una tonta —repetí—. Nadie me dirigía la palabra; ni siquiera los que estaban sentados a mi lado. ¡Es una gente tan estirada! Me parecía que aquel salón estaba lleno de abuelas Cutler.
—Ya se arrepentirán —vaticinó Trisha, sentándose a mi lado y acariciándome el cabello—. Algún día acudirán a escucharte en un concierto y tú podrás recordarles lo de esta noche.
La miré y moví la cabeza.
—De todo modos —siguió Trisha, cogiéndome la copa de la mano y poniéndola sobre mi cómoda—, tenemos un fiel souvenir, un recuerdo que marca tu primera noche con Michael Sutton, lo sepa él o no.
Abrió excesivamente los ojos y las dos nos echamos a reír.
«Gracias a Dios que tengo a Trisha —pensé—, la hermana que nunca conocí». La hubiera cambiado inmediatamente por Clara Sue. La abuela Cutler se equivocaba: la sangre no siempre era más espesa que el agua.