4

UNA VISITA DE JIMMY

Philip se fue cuando vio que yo no acogía de buen grado su visita. La caja de dulces que me había traído se la dejó a Agnes, diciéndole que me la entregara con el recado de que me llamaría muy próximamente.

—Tu hermano se ha ido con el alma destrozada —manifestó Agnes—. Siendo, además, un joven tan simpático como es. —Emitió un suspiró y a continuación me miró airadamente, meneando la cabeza—. Así no se comporta una señorita de buena crianza —me reprendió—. Tu abuela esperaba que tus modales mejorasen aquí.

Me mordí el labio para no replicarle tajantemente. Sentí ganas de gritarle, de levantar la voz y acusarla de que no sabía de lo que estaba hablando; de que no tenía idea de las cosas tan horribles que me habían ocurrido, y que si alguien debía mejorar sus modales, ese alguien no era yo, sino la abuela Cutler, que mandaba despóticamente a todos como si el hotel fuera su plantación y todos nosotros sus esclavos. Pero no dije nada, sino que me marché a ayudar a Mrs. Liddy puesto que me tocaba por turno. Le ofrecí la caja de dulces que me había traído Philip y la aceptó más que complacida.

A última hora de la tarde, Agnes volvió a ser quien era, revoloteando por la casa llena de excitación porque el fin de semana iba a acudir a un cóctel en honor de los Barrymore por su contribución al teatro. Sabía multitud de historias sobre Ethel y John, y presumía de haber actuado en dos obras con Lionel Barrymore. Por la noche, la excitación se centraba en la inmediata llegada de los otros estudiantes allí residentes.

Las hermanas gemelas Beldock fueron las primeras en llegar al día siguiente. Agnes nos llamó a Trisha y a mí para que bajáramos a conocerlas a ellas y a sus padres. Yo ya sabía que las gemelas tenían catorce años, pero cuando Trisha me dijo que eran pequeñas no había imaginado que lo fueran tanto. Parecían dos muñecas y de pie no llegaban a metro y medio de estatura. Pero resultaban adorables, con sus narices de botón y sus boquitas redondas. Tenían los ojos castaños y el pelo rubio como la mies en verano, cortado con el mismo estilo sobre los hombros y recogido con unas cintas de color rosa. Llevaban idénticos vestidos rosados y blancos, y zapatos bajos estilo Oxford de color blanco y marrón con guarniciones de cuero. Estaba segura de que si una se miraba al espejo sería como si estuviera viendo a la otra. Hasta los hoyuelos de las mejillas los tenían exactamente en el mismo sitio.

Me admiraba la manera en que cada una anticipaba los movimientos de la otra y, a menudo, terminaba de decir sus frases. Trisha ya me había contado que a Samantha la llamaban Sam y Beneatha recibía el sobrenombre de Bethie por todas sus amigas. Las dos tocaban el clarinete y lo hacían tan bien que ya ocupaban los primeros sitios de la orquesta.

Pero todavía me fascinaron más sus padres, una pareja joven y vibrante. Su padre era un hombre guapo, con la característica y devastadoramente atractiva cara saludable de todos los norteamericanos, y con unos modales encantadores. Medía al menos uno ochenta de estatura y su bronceado realzaba al azul acerado de sus ojos. Obviamente, era de su madre de quien habían heredado sus diminutos rasgos faciales y la elegancia de sus manos. La madre tenía unos cálidos ojos azules y una sonrisa tan esplendorosa como la del anuncio de una pasta dentífrica. Me sedujo su voz melosa y la forma en que llevaba y besaba a las gemelas.

Cómo envidiaba yo su niñez. Parecían la pequeña familia perfecta, siempre segura, siempre confortable. Cuando yo vivía con mamá y papá Longchamp adorábamos nuestro hogar, pero la escasez de alimentos, ropas y cobijo obligaba a papá Longchamp a estar malhumorado y triste la mayor parte del tiempo, y lo único que yo recordaba de mamá era que estaba siempre enferma, o cansada y vencida. Y, por descontado, la familia con la que yo vivía ahora distaba mucho de ser perfecta.

¿Por qué algunos niños eran tan afortunados de nacer en hogares felices? ¿Éramos como semillas lanzadas al viento para que unas cayeran en tierra fértil, en tierra rica, y otras fueran a parar a un terreno absolutamente seco, lleno de sombras y oscuridad, teniendo que abrirse paso luchando para alcanzar un rayo de sol? Me pregunté si los primeros en llegar y verme, como Mr. Bedlock y su esposa, podrían descubrir al mirarme cuán pobre era yo por dentro, cuán pobre era, y aún seguía siendo, el terreno que me había tocado en suerte. Trisha y yo ayudamos a las gemelas a llevar el equipaje a su habitación. Tenían muchas cosas que contar de sus vacaciones.

—¡Oh, Trisha! —exclamó Sam—, somos tan felices…

—… de estar aquí otra vez —concluyó Bethie—. No hemos hablado de otra cosa.

—De nuestro regreso a «Bernhardt» —añadió Sam, asintiendo—. Y es tan divertido encontrar aquí a alguien nuevo —dijo volviéndose hacia mí. No tuve más remedio que sonreír al ver la forma en que colocaban sus cosas, cómo recordaban mutuamente qué cajones había tenido cada una durante el curso anterior y dónde había sido colgada cada prenda.

Trisha y yo las invitamos a que vinieran a nuestra habitación y pasamos el resto de la tarde hablando de música, de películas y de estilos de peinado.

Agnes estaba verdaderamente preocupada por su último estudiante, Donald Rossi, porque no había aparecido en todo el día. Pero durante la cena sonó el timbre de la puerta y se levantó de la mesa para salir a recibirle. Venía con el chófer de su padre, toda vez que éste, un famoso cómico, estaba actuando en un club de Boston. El chófer acercó las maletas de Donald hasta la entrada y se fue. Agnes le hizo entrar inmediatamente a saludarnos.

Donald era un muchacho muy rollizo de quince años, bajo, con el cabello rubio y pecas hasta en la nariz. Su rostro era ovalado y sus labios, notablemente elásticos, se retorcían en toda suerte de contorsiones cuando hablaba, generalmente intentando imitar a los famosos astros del cine James Cagney o Edward G. Robinson. Jamás había conocido a nadie tan descarado y atrevido al ser presentado a alguien por primera vez.

—Estoy hambriento —dijo lanzándose sobre el asiento inmediato a Arthur. Este, conduciéndose como si acabara de sentarse a la mesa alguien con la peste, se encogió y apartó su silla hacia la izquierda todo lo que pudo.

—Donald, ¿no sería mejor que llevaras primero tus cosas a tu habitación? —le preguntó Agnes.

—¡Oh, ésas pueden esperar! —contestó él—. Pero mi estómago no —añadió, echándose a reír. Seguidamente miró a Arthur—. Tú, en cambio, tienes aspecto de meter siempre primero tus maletas —dijo, riéndose de su propio chiste. Arthur me echó una mirada y luego se ruborizó—. Eso me recuerda un chiste que acaba de contarme mi padre —siguió Donald, pinchando rápidamente con el tenedor un panecillo como si temiera que fuese a volar de la mesa—. Iban dos tipos hambrientos por el desierto cuando se encuentran con un camello muerto. El primero dice: «Me muero por un sándwich de camello, pero no puedo soportar el mal olor». «¿Mal olor? —dice el segundo—. Lo que yo no soporto es la joroba». —Una vez más se rió a gritos de su propio chiste.

Las gemelas le miraron con asombro, abriendo ambas la boca de la misma forma, y Arthur dejó escapar un suspiro y meneó la cabeza.

—¡Oh, querido Donald! —reprendió Agnes—, ¿no opinas que la mesa de la cena no es el sitio apropiado para el humor de esta clase?

Donald levantó la cabeza de su plato. Mientras contaba el chiste, había estado hundiendo el cucharón y trasegando a su plato varios pedazos de patata y verdura, y ahora estaba trinchando un muslo de pollo.

—¡Oh, lo que quieren son chistes que se puedan contar en la mesa! ¿No? Está bien —prosiguió—. En el fondo de un cesto había una manzana podrida y un ama de casa se acerca y hunde la mano porque cree que en el fondo del cesto están las mejores manzanas. Pero lo que saca es un puñado de pulpa viscosa…

—Lo siento, Donald —le interrumpió Agnes—, pero los camellos muertos y la fruta podrida no son las cosas que nos agrada oír mientras comemos.

—¡Oh! —Se metió el panecillo en la boca de una vez y masticó pensativamente durante un momento—. ¿Conocéis el del enano que se muere y va al cielo? —comenzó.

Parecía imposible conseguir que callara de una vez. Miré a Agnes, que aspiró profundamente aire y negó con la cabeza. Nos gustara o no, nuestra pequeña familia de la residencia estudiantil había quedado formada. Las gemelas tenían su cuarto, Arthur el suyo, Donald, a Dios gracias, estaba en un extremo del corredor, y Trisha y yo teníamos el nuestro.

Antes de que acabara la semana, Arthur y Donald tuvieron un serio altercado debido a que Donald continuó haciendo chanzas a costa de su peso. Agnes intercedió y se decretó una frágil tregua, pero habíamos llegado a un extremo en que no esperábamos con tantas ganas como antes la hora de sentarnos a la mesa, puesto que sólo era cosa de tiempo en la mayoría de las comidas el que los dimes y diretes entre Arthur y Donald comenzaran. Llegó otra vez la semana en que le tocó a Donald el turno de cocina. De un modo u otro, se introdujo en la cocina sin que Mrs. Liddy lo supiera y deshuesó por completo un trozo de pollo. Luego le sirvió a Arthur los huesos pelados más un cucharón de patatas y un guisante. Aquello fue divertido y Trisha y las gemelas se echaron a reír, pero Arthur montó en cólera y se levantó de la mesa. Agnes pidió entonces a Donald que subiera y pidiera disculpas a Arthur.

—Siempre ha habido paz en esta casa —le regañó—. Siempre hemos tenido un buen reparto, y un buen reparto no puede actuar bien cuando hay disensiones.

—Eh, yo haré cualquier cosa por el mundo del espectáculo —dijo él, agitando un puro imaginario y encorvándose igual que Groucho Marx. Donald era incorregible, pero subió a disculparse. Al cabo de un rato volvió diciendo que a él no le importaba hablar con una puerta si ésta al menos emitía algún chirrido. Más tarde, cuando encontré a Arthur solo en el pasillo, le aconsejé que no hiciera mucho caso a Donald.

—Es un numerero —le dije— que trata de parecerse a su padre. Limítate a ignorarle y dejará de fastidiarte.

—Yo pensaba que a ti te divertía —saltó Arthur.

—A veces, pero la mayoría de las ocasiones es detestable. No me gusta ver que fastidian a nadie ni que conviertan a nadie en el blanco de los chistes de otro.

La cara de Arthur se suavizó.

—Tienes razón —dijo—. No merece la pena que le haga caso.

Sonreí y empecé a alejarme de él.

—Dawn —me llamó entonces—. Me… me preguntaba si un día de éstos podría enseñarte alguno de mis poemas. Creo que a lo mejor te gustarían.

—Claro que puedes, Arthur. Me gustaría mucho leerlos. Gracias por preguntármelo —le dije. Jamás había visto iluminarse tan rápidamente su cara y encenderse sus ojos, habitualmente sombríos.

—De acuerdo —dijo.

No le dije nada a Trisha porque sabía que intentaría disuadirme de entablar con él cualquier clase de relación, pero sentí pena por Arthur. Pensé que era el muchacho más propenso a la soledad y a la tristeza de todos los que había conocido. Al poco tiempo de comenzar el nuevo curso escolar recibí otra carta de papá Longchamp en la que se manifestaba alentado y agradecido por la mía. Declaraba que me echaba mucho de menos y que le dieron ganas de decirlo en su primera carta, pero creía que no tenía derecho a decir más. El resto de su carta narraba detalles sobre su apartamento y su trabajo. Parecía más esperanzado porque estaba haciendo, nuevas amistades, en particular una vecina viuda del mismo edificio. Llegué a la conclusión de que debería escribirle dos veces al mes por lo menos.

Una tarde, a los pocos días de que Arthur me pidiera que leyese sus poesías, oí que llamaban a la puerta de mi dormitorio. Trisha estaba aún en la clase de danza y yo me encontraba sentada en el suelo, con la espalda apoyada en la cama, haciendo los deberes de lengua.

—Perdona —dijo él cuando le indiqué que entrara. Se quedó allí plantado, sin atreverse a dar un paso más.

—Hola, Arthur. ¿Qué puedo hacer por ti? —pregunté. Me contemplaba con una mirada de miope de lo más extraña, achicando sus ojos y encorvando los hombros hacia dentro como si fuera un pájaro.

—Me preguntaba, si es que no estás demasiado ocupada, si te gustaría echar un vistazo a mis poemas.

Traía un cuaderno bajo el brazo.

—Claro —asentí—. Sí que me gustaría. Pasa.

Dudó un momento, miró hacia atrás y luego entró.

—Siéntate —indiqué, dando unas palmaditas al lado mío.

—¿En el suelo?

—Claro, ¿por qué? Aquí se está muy cómodo. Trisha y yo nos sentamos siempre en el suelo para hacer los deberes.

Invirtió unos instantes en doblar sus largas piernas para acomodarse confortablemente, pero lo hizo y entonces me entregó su cuaderno. Era bastante recio.

—Tienes muchas poesías —comenté, impresionada.

—Me ha costado mucho tiempo escribirlas —objetó él secamente.

—¿Quién más las ha leído? —pregunté, abriendo la portada.

—No muchas personas —respondió— más de las que yo quería que las vieran. Claro que siempre hay gente que mete las narices en los asuntos ajenos —añadió, y deduje que se estaba refiriendo a Trisha, que me había contado que en una ocasión había echado un vistazo a escondidas al cuaderno, cuando estaba sobre una mesa del salón.

Pasé la página y me puse a leer. Trisha tenía razón. Todos los versos hablaban de cosas tristes: animales que morían o estaban abandonados, estrellas que se apagaban y se convertían en puntos negros e invisibles en el firmamento nocturno, y personas agonizando de alguna horrible enfermedad. Incluso así, pensé que debían de ser buenos, porque me producían tristeza y miedo, y me recordaban mis propios tiempos malos.

—Estos poemas son muy buenos, Arthur —le dije. Me miró y dejó que sus ojos se encontraran con los míos. Tan profundos e inmóviles, parecían dos charcos negros y congelados en medio del bosque. Mirar a los ojos de Arthur era como asomarse por el ojo de la cerradura de una puerta cerrada con llave. Dentro de ellos veía la tristeza y la soledad, y sentía el vacío—. Intuyo que son buenos porque me entristecen y me hacen recordar cuando yo me sentía así en el pasado. Pero si eres capaz de escribir tan bien, ¿por qué no escribes cosas que hagan sentirse feliz a la gente?

—Escribo lo que siento, y lo que veo —dijo.

Asentí, comprendiéndole. Cuando leí el poema de una bella paloma que se había quebrado las alas y había tenido que permanecer sobre una rama sin hojas hasta que le falló su corazón, me acordé de mamá Longchamp y de cómo se había ido debilitando poco a poco después de alumbrar a Fern, hasta quedarse igual que un hermoso pájaro al que hubieran cortado las alas. Recordé el día que le falló el corazón y, al recordarlo, sentí otra vez la necesidad de volver a tener una nueva madre y un nuevo padre que me cuidaran y me acariciaran el pelo cuando me encontrara enferma o asustada. Las lágrimas empezaron a descender por mis mejillas.

—Estás llorando —advirtió Arthur—. Nadie ha llorado nunca leyendo mis poemas.

—Lo siento, Arthur. No lloro porque tus poemas sean malos. —Le devolví el cuaderno—. Es porque me resulta muy difícil leer estas cosas y no acordarme de mis días desgraciados.

Se quedó perplejo durante un rato y luego, comprendiéndome asintió lentamente, apretando los labios y agitando visiblemente la nuez al tragar saliva.

—No te gusta tu familia, ¿verdad? —preguntó, y sin darme tiempo a responder añadió—: Estoy enterado de la carta llena de mentiras que escribió tu abuela a Agnes.

—Aquella noche nos seguiste y nos viste entrar en su cuarto, ¿verdad? —le acusé directamente.

—Sí. Sé que me visteis aquella noche. —Bajó la mirada hacia sus largos dedos entrelazados sobre las piernas y luego la levantó—. Escuché a través de la puerta y oí cómo os enfadabais tú y Trisha al leerla. ¿Por qué te aborrece tanto tu abuela?

—Es una larga historia, Arthur.

—¿Estás enojada conmigo porque os seguí y os espié? —preguntó, conteniendo la respiración.

—No. Pero no me gusta que me espíen. Me hace sentirme culpable de algo y me produce escalofríos.

Asintió con la cabeza y nos quedamos en un silencio tenso durante un buen rato.

—A mí no me gusta estar con mis padres —confesó—. Odio ir a casa y no soporto salir de vacaciones con ellos.

—Arthur, eso es terrible. Es terrible decir una cosa así de tus padres. ¿Por qué hablas así?

—Están siempre decepcionados de mí. Quieren que sea un músico profesional, están decididos a que lo sea. Yo practico y practico, pero sé que soy mediocre y mis profesores también lo saben. Si me toleran es por lo que son mis padres.

—¿Por qué no intentas hacerles ver lo que sientes? —pregunté.

—Lo he hecho docenas de veces, pero se niegan a escucharme. Lo único que dicen es que siga practicando; que requiere práctica. Pero eso requiere algo más que práctica —recalcó, abriendo exageradamente los ojos—. También hace falta talento. Para ser algo tienes que tener talento y mis padres no se dan cuenta de que quieren convertirme en lo que no soy.

—Tienes razón, Arthur. Tendrán que comprenderlo. Estoy segura de que algún día lo entenderán.

Meneó la cabeza tristemente.

—Lo dudo y no me importa ya. —Respiró profundamente, moviendo sus estrechos hombros arriba y abajo. Luego volvió a mirarme con sus pequeños y brillantes ojos.

—Dawn, voy a escribir un poema sólo para ti. De hecho, hablará de ti, porque tú eres diferente —dijo, sonrojándose al darse cuenta del énfasis que había puesto en sus palabras—. Quiero… quiero decir… que tú eres muy amable. —Se puso de pie con tanta celeridad que estuvo a punto de tropezar y caer de bruces.

—Muchas gracias, Arthur —repuse, disponiéndome a seguir leyéndolo.

Me miró fijamente durante un momento y sonrió por primera vez. Al instante había desaparecido de allí. Moví la cabeza con asombro y me limpié las últimas lágrimas que me quedaban en las mejillas.

Al día siguiente me esperaba una maravillosa sorpresa cuando volví de la escuela. Era una carta de Jimmy diciéndome que iba a disfrutar de unos días de permiso la semana siguiente y que iría a visitar a papá Longchamp y después vendría a verme. Pasaría en Nueva York el fin de semana y se presentaría en nuestra residencia a las doce para llevarme a comer. La emoción me desbordó. Me planteé en voz alta la cuestión de cambiar mi peinado y Trisha dijo que la estaba volviendo loca.

—Cualquiera pensaría que viene un astro del cine—dijo—. A mí nunca me han excitado tanto las visitas de mis amigos —añadió con un poco de envidia.

—Llevo mucho tiempo sin ver a Jimmy y a los dos nos han pasado muchas cosas. ¡Oh, Trisha!, quizá haya conocido a muchas chicas guapas y piense que yo sigo siendo una niña al lado de ellas —me lamenté.

Trisha se echó a reír y sacudió la cabeza.

—Si le gustas tanto como dices, nada puede hacer cambiar vuestros mutuos sentimientos —declaró.

—Espero que tengas razón.

Al día siguiente fuimos a «Sacks», en la Quinta Avenida y estuve de suerte porque en la sección de cosmética estaban dos bellas modelos enseñando a las clientes la mejor manera de aplicarse el maquillaje. Elegí un tono de lápiz de labios y compré un perfume. Una modelo me mostró cómo ponerme el rímel de ojos y el colorete e incluso me dio un consejo sobre mi pelo. Parte del dinero que me había enviado mi madre lo gasté en un suéter y una falda a juego que había visto en una revista de modas.

La mañana que llegaba Jimmy, abrí los ojos en ascuas. Probé con el maquillaje tal y como me había enseñado la modelo y cuando terminé me cepillé enérgicamente el cabello de arriba abajo hasta que lo tuve más brillante que el de la princesa de un cuento de hadas. Me puse el suéter nuevo y la falda y corrí nerviosamente a mirarme en el espejo de cuerpo entero. No podía dar crédito a mis ojos. La excitación enrojecía mis mejillas e iluminaba mis ojos. La suave lana azul modelaba graciosamente mis senos y mi talle para luego seguir cayendo hasta las rodillas, como la falda de una bailarina. Aunque resultara engañoso, no pude por menos que pensar que me encontraba bella.

Estaba demasiado nerviosa para tener ganas de desayunar. El verano se resistía a desaparecer a finales de setiembre y el tiempo continuaba siendo cálido, pero el cielo estaba encapotado y triste. Me asustaba que lloviera; me había forjado muchas ilusiones y fantasías en las que Jimmy y yo paseábamos por la ciudad, con su robusta mano cogida a la mía. Trisha se fue a la biblioteca a buscar algunos libros de consulta para una tesina que teníamos que hacer. Cuando regresó ya era más de mediodía y Jimmy aún no había llegado.

—Se retrasa —exclamé—. Tal vez le haya ocurrido algo y no pueda venir.

—Te habría telefoneado, ¿no crees? Deja de preocuparte. No es fácil andar por Nueva York, ya lo sabes. Te estás comiendo las uñas.

Retiré los dedos de mis labios cuando me lo advirtió.

—Escucha —me ordenó, entregándome uno de los libros—. Saca tu cuaderno, baja al salón y espera allí leyendo.

—¡Oh, Trisha! No puedo —me lamenté.

—Eso te ayudará a pasar el tiempo mientras llega. Haz lo que te digo —ordenó—. Yo me sentaré a esperar contigo.

Bajamos al salón. A medida que pasaban las horas empezaba a desanimarme. Cada pocos minutos me miraba y remiraba en el espejo, acicalándome y retocándome el peinado. Arthur Garwood regresó de sus prácticas de instrumento del sábado y se asomó al salón esbozando una sonrisa en sus delgados labios, pero cuando vio que Trisha estaba allí conmigo retrocedió automáticamente, como si tirase de él una gigantesca banda de goma, y continuó subiendo hacia su habitación. Por fin, cuando llevaba esperando casi cuatro horas, sonó el timbre de la puerta y Trisha y yo nos miramos. Agnes había salido de compras con unas amigas y Mrs. Liddy se encontraba en la cocina.

—¿Debo recibirle yo? —preguntó Trisha.

—No, no. Lo haré yo —contesté con un profundo suspiro—. ¿Qué aspecto tengo?

—No muy distinto al de hace cinco minutos cuando me lo preguntaste otra vez —respondió, riendo.

Me levanté y acudí a la puerta. Cerré los ojos y, por un momento, recordé a Jimmy en su escondite del hotel, donde nos contamos el uno al otro nuestros secretos y pensamientos mutuos. Aquellos momentos y aquellas palabras parecían ahora formar parte de un sueño infantil, de una fantasía. ¿Habría el tiempo y la distancia cambiado nuestra manera de sentir? Mi corazón empezó a latir fuertemente por anticipado y abrí las puertas exteriores para recibirle.

El uniforme hacía mucho más alto a Jimmy. Su rostro había perdido la blandura de la inocencia y había ganado más firmeza y la plenitud de madurez. Por supuesto, su cabello negro era corto, pero aquello no le restaba belleza, sino que parecía dar énfasis a sus ojos, de color castaño oscuro. Permaneció en la puerta erguido, con los hombros echados hacia atrás, irradiando confianza en sí mismo. Al bajar la vista para mirarme, noté que sus ojos se suavizaban y me inundaban de calor.

—Hola —saludó—. Siento llegar tan tarde, pero se ha estropeado un autobús y me he extraviado un poco. Estás muy guapa.

—Gracias —dije, sin moverme. Era igual que si los dos hubiéramos avanzado muchos años en el tiempo y nos diera miedo tratarnos como cuando crecimos juntos siendo hermano y hermana.

—¿No piensas invitarle a entrar? —preguntó Trisha, que estaba de pie exactamente detrás de mí.

—¿Qué? ¡Oh, lo siento, Jimmy! Te presento a Trisha, mi compañera de habitación. Trisha, éste es Jimmy.

Jimmy dio un paso al frente y estrechó la mano de Trisha.

—Encantado de conocerte —dijo, señalándome con la cabeza—. Dawn me ha hablado mucho de ti.

—También ella me ha contado muchas cosas sobre ti —contestó Trisha y los dos se quedaron mirándome como si yo hubiera descubierto secretos de estado concernientes a cada uno de ellos—. ¿Pasamos al salón? —propuso Trisha, con una estúpida sonrisa congelada en los labios.

—¿Qué? ¡Oh, sí! —exclamé, dejando paso a Jimmy.

—Un sitio muy bonito —aprobó él, sentándose en el pequeño sofá y pasando revista a los cuadros y recuerdos que había a su alrededor.

—¿Quieres tomar algo? Dawn parece haber olvidado sus buenos modales —le preguntó Trisha burlándose de mí—. Agnes se habría sentido muy molesta.

—No, gracias —contestó Jimmy. Se produjo un momento de silencio y luego empezamos a hablar todos a la vez.

—¿Cómo está papá Longchamp? —pregunté.

—¿Cómo va la escuela? —inquirió Jimmy.

—¿Qué tal se está en el Ejército? —demandó Trisha.

Todos nos echamos a reír. Jimmy, entonces, se recostó en su asiento, mucho más relajado. Parecía muy cambiado, muy calmoso y mucho más fuerte. Yo siempre me había sentido bastante más joven que él, algo así como su hermana y ahora, su sosegada madurez me hacía sentirme aún más distante.

—Me gusta el Ejército —explicó. He encontrado un nuevo hogar, como nos dicen en el campamento de instrucción.

Cuando pronunció la palabra «hogar» levanté las cejas y él se volvió haciéndome un guiño.

—Pero se está bien en él. Me gustan los compañeros que tengo y estoy aprendiendo cosas sobre mecánica que me serán de utilidad cuando me licencie. —Se volvió nuevamente hacia mí—. Lamento haber llegado tarde. Pensaba llevarte a comer y tendrá que ser a cenar. Es decir, si ello es posible —añadió.

—¡Oh… por supuesto! —acepté.

—Tendrás que enseñarme un buen restaurante. Yo no conozco gran cosa de Nueva York —le explicó a Trisha.

—Podéis ir a «Antonio’s», en York y la Veintiocho —sugirió Trisha.

—Eso es demasiado caro —repuse yo. Nosotras no habíamos ido nunca a comer allí, pero nos habíamos parado a mirarlo y parecía de mucho postín.

—No te preocupes por ello —soltó Jimmy. Recordé la luz intensa de sus ojos negros, cuando centellearon levemente para anunciar su orgullo—. De todos modos —dijo, con un travieso tintineo en los ojos—, estás lo suficientemente bien vestida para ir a cualquier sitio caro.

Fue tan rápido y fuerte mi sonrojo, que sentí calor hasta en el cuello. Miré a Trisha y vi en sus labios aquella estúpida sonrisa suya de satisfacción.

—Bueno, pues, entonces, vámonos —decidí—. Me estoy muriendo de hambre.

—No me extraña. Ha estado tan nerviosa todo el día, que no ha probado bocado —reveló Trisha.

—¡Trisha!

Jimmy se echó a reír. Nos pusimos en pie y echamos a andar hacia la puerta.

—Que lo paséis bien —deseó Trisha.

—Gracias —respondió Jimmy.

—Es muy guapo —me susurró ella al oído.

Cuando salimos a la calle, descubrí que tenía un taxi esperando.

—¿Por qué no lo has dicho, Jimmy? —exclamé, comprendiendo cuánto le iba a costar aquello—. El taxímetro ha estado marcando todo este tiempo.

—No te preocupes —dijo—. Después de lo que he pasado, bien me merezco farolear un poco. Y no hay nadie con quien yo quiera presumir más que contigo, Dawn. Estás realmente espléndida —añadió, conduciéndome hacia el taxi.

Repentinamente, un sol nítido se asomó a hurtadillas por entre las nubes y tiñó de vivos colores los árboles del otro lado de la calle. Aquello alegró mi corazón, pero me produjo la sensación de haber entrado en un sueño, de haberme introducido en una de mis fantasías. Allí estábamos Jimmy y yo, prácticamente dos huérfanos criados en la pobreza absoluta, listos para acudir a un restaurante de lujo de Nueva York. Qué extraños y confusos habían sido el tiempo y los acontecimientos. Resultaba difícil saber qué era realidad y qué era sueño, y por un momento pensé que sería mejor no intentar averiguarlo.

El restaurante era tan caro como aparentaba. Cuando entramos nos preguntaron si teníamos reserva. Por supuesto no la teníamos, pero el maitre examinó su libro y seguidamente asintió con la cabeza. Creo que le había impregnado el uniforme de Jimmy.

—Puedo ofrecerles una mesa —declaró, y nos condujo a una mesa apartada. Mientras cruzábamos hacia la mesa me dio la impresión de que todo el mundo nos miraba. Me encontraba tan nerviosa que casi tiré al suelo la vajilla de plata cuando saqué de debajo la servilleta para ponérmela sobre las piernas. Nos preguntaron si queríamos tomar antes un cóctel.

«¡Cóctel! —pensé—. ¿Qué edad creía el camarero que tenía yo?»

—No, cenaremos inmediatamente —replicó Jimmy sonriendo. Estamos hambrientos.

—Muy bien, señor —y se fue, dejándonos la carta. Cuando vi los precios se me paró el corazón.

—¡Oh, Jimmy! Esta cena cuesta lo que valía nuestra alimentación de una semana.

—Ya te he dicho que no te preocupes. Hasta ahora no he gastado ni un penique de mi paga del Ejército —declaró. Y entonces me contó, con la voz impregnada de orgullo, que había dado algún dinero a papá Longchamp.

—Jimmy, cuéntame cómo se encuentra realmente —le dije después de pedir nuestro menú. Los ojos de Jimmy se oscurecieron y las comisuras de su boca se tensaron, de la misma forma que solía hacer cuando trataba desesperadamente de dominar la rabia o la tristeza. Bajó la vista hacia la mesa y se puso a tocar la vajilla de plata.

—Me ha parecido verle mucho más bajo de estatura y mucho más viejo de lo que es. Creo que la cárcel produce eso. Tiene el cabello más cano y la cara más delgada, pero cuando me vio se animó considerablemente. Tuvimos una larga conversación acerca de lo que había ocurrido y explicó por qué él y mamá hicieron lo que hicieron; dijo que creían estar haciendo una cosa justa puesto que tus verdaderos padres no te querían y porque él y mamá habían tratado en vano de tener otro bebé. —Jimmy alzó inmediatamente la cabeza, con los ojos húmedos—. Por supuesto, él admite que aquello estuvo mal y lamenta mucho el dolor y el sufrimiento que nos causó a todos. Pero no pude por menos que sentir más pena por él que por mí mismo. Aquello le ha destrozado y ahora que se ha ido mamá no le queda en verdad nada.

Yo no era tan fuerte como Jimmy y no pude impedir que las lágrimas desbordaran mis párpados. El me sonrió y se inclinó hacia delante sobre la mesa para secarme las mejillas.

—Pero él es ahora más feliz, Dawn, y te envía su cariño. Ha hecho nuevas amistades y le gusta su nuevo trabajo.

—Lo sé. Me ha escrito contándomelo.

—Pero apuesto a que no te ha contado que tiene una compañera —dijo Jimmy con una traviesa sonrisa.

—¿Una compañera?

—Cocina para él y me dio la impresión de que hacía otras muchas cosas. Pero no querían que yo lo supiera todavía —concluyó, ampliando la sonrisa.

Naturalmente, me hacía feliz que papá Longchamp hubiera encontrado compañía y dejara de estar solo. Yo sabía lo que significaba la soledad y cuánto deprime el corazón, haciendo que los días más soleados parezcan tenebrosos y sombríos. Pero no pude evitar recordar a mamá y oír que papá Longchamp estaba con otra mujer me llenó de pena. La expresión de mi rostro debió mostrar mi desconcierto, porque Jimmy alargó los brazos por encima de la mesa y cogió mi mano entre las suyas.

—Pero me confesó que nadie podría desplazar a mamá de su corazón —se apresuró a añadir.

Yo asentí, tratando de comprenderlo.

—Papá me contó también cuánto se había esforzado por localizar a Fern —prosiguió Jimmy—, sin poder obtener datos. Parece ser que todo el mundo había jurado guardar el secreto, le dijeron que para proteger así a la familia que la había adoptado, y también a ella para que no la molestaran más adelante.

—¡Pero él es su verdadero padre! —protesté.

—Y un hombre que ha estado en la cárcel —me recordó Jimmy—, que no tiene dinero, ni trabajo, ni una esposa que ayude a criar a la niña. Por supuesto, él conserva la esperanza de que algún día…

—Algún día la encontraremos, Jimmy. Y volveremos a reunimos la familia —repliqué con clara y tajante determinación.

Jimmy sonrió y afirmó con la cabeza.

—Seguro que lo haremos, Dawn.

No rompimos a hablar de nosotros mismos hasta que el camarero nos trajo la cena. Jimmy me describió su entrenamiento, me habló de sus amigos y me contó algunas cosas que había visto y hecho. Yo le hablé de la escuela y de Madame Steichen; le conté más cosas de Trisha y describí a los otros estudiantes de nuestra residencia, especialmente a Arthur Garwood. Al cabo de un rato parecía yo la única que hablaba y Jimmy se limitaba a escuchar con los ojos muy abiertos.

—Esto es sin duda muy diferente para ti a todos los otros sitios donde hemos estado —concluyó—. Pero me alegro de que te halles con personas capaces de reconocer tu talento.

Luego soltó la noticia: si estaba en Nueva York era porque al día siguiente por la tarde iba a embarcar para Europa.

—¡Para Europa! ¡Oh, Jimmy!, ¿cuándo volveré a verte?

—Antes de lo que te imaginas, Dawn. Y te escribiré. No te preocupes —dijo, sonriendo—. Allí no hay guerra. Todos los soldados hacen una excursión de servicio a alguna parte. Esto me permitirá ver un poco de mundo pagando el Tío Sam. No nos queda mucho tiempo para estar juntos, Dawn —añadió, con una seria mirada—. No desperdiciemos un solo momento poniéndonos tristes. ¿De acuerdo?

Con cuánta sensatez hablaba. El tiempo y la tragedia le habían cambiado. Comprendí que Jimmy había estado valiéndose por sí solo todo el tiempo desde aquella mañana en que la Policía se presentó a nuestro apartamento de Richmond y declaró que nuestro padre era un secuestrador. Jimmy no había tenido más remedio que actuar como un adulto. Me tragué las lágrimas y me obligué a sonreír.

—Vamos a dar un paseo —propuse— y te enseñaré mi escuela.

Jimmy sacó la cartera, pagó sin pestañear la costosa cuenta de la cena y salimos. Le sorprendió lo bien que yo me defendía por la ciudad. Le expliqué que Trisha y yo tomábamos frecuentemente los autobuses y el Metro para ir a ver museos y espectáculos.

—Estás creciendo de prisa, Dawn —observó Jimmy con cierta tristeza—. Y te estás volviendo tan sofisticada que probablemente no te reconoceré cuando vuelva, ni tú querrás saber mucho de mí.

—¡Oh, Jimmy, no hables de ese modo! —exclamé, parándome en la acera—. Jamás pensaré que valgo más que tú. Eso que has dicho es horrible.

—Está bien, está bien —atajó, riendo—. Lo siento.

—No se te debería ni ocurrir eso de mí. Cambiaré tan pronto como deje esta escuela.

—No te atrevas a hacer eso, Dawn. Tú vas a convertirte en una estrella. Sé que lo harás —dijo, con firmeza. Luego me cogió de la mano y continuamos agarrados el resto del camino.

Después de que le enseñará la escuela y el pequeño parque cercano, me habló de su hotel.

—No es lujoso, pero estoy en el piso veintiocho y tengo unas hermosas vistas de la ciudad.

—¿Por qué no me llevas a verlo? —sugerí—. Jamás he estado en ningún hotel de Nueva York.

—¿De veras quieres verlo? —preguntó. Parecía inseguro de sí mismo, indeciso, y por un instante pensé que iba a decirme algo. Luego cambió la expresión de su rostro. Al instante, paró un taxi y nos dirigimos a su hotel.

Aunque yo sabía que no era tan lujoso como el «Plaza» o el «Waldorf», era bonito. Su habitación era pequeña, pero tenía razón en cuanto a las vistas. Resultaba sobrecogedor mirar desde tan alto por encima de los edificios y las calles, y ver el océano en la distancia. Jimmy se puso a mi lado, me cogió la mano y nos miramos fijamente en silencio. Luego apoyé la cabeza en su hombro y cerré los ojos, tratando de pasar el nudo que se me había hecho en la garganta. No pude contener las lágrimas.

—Lo siento, Jimmy, pero no puedo evitar recordar cosas. Me resulta imposible no pensar en la pequeña Fern, en cuando la cogía, le daba de comer y la veía andar a gatas, riendo; ni puedo dejar de pensar en mamá cuando no estaba enferma y era bonita.

—Lo sé —dijo, acariciándome el cabello y luego besándome la cabeza.

—Ni puedo dejar de acordarme de cuando tú y yo estábamos en Cutler s Cove —añadí.

—Yo tampoco —confesó. Levanté la cabeza de encima de su hombro y le miré. Sus ojos negros miraron también hacia abajo y se clavaron en los míos—. Dawn —susurró—, si tienes ganas de llorar, no te contengas. Yo lo comprenderé. Llora también por mí.

Pronunció aquellas palabras con expresión muy triste. Pero yo no podía llorar. En vez de llorar, alcé la mano y le toqué la mejilla. Lentamente, como si estuviéramos cruzando todo el tiempo y la distancia que había mediado entre nosotros, nuestros labios se fueron acercando y se besaron en silencio. Me volví hacia él y nuestro beso se hizo más apasionado. Cuando nos separamos, vi que las lágrimas brillaban en las comisuras de sus ojos.

—Sigo sin poder evitar la confusión que me atormenta interiormente —murmuró—. Pienso en ti, sueño contigo, te deseo; y luego, con los ojos de la mente, te veo creciendo como a una hermana y me parece malo pensar en ti de cualquier otra forma.

—Lo sé —le dije—. Pero no soy tu hermana.

—No sé qué hacer —confesó—. Es como si entre nosotros se alzara una pared, un muro que prohibiera nuestro contacto.

—Entonces, salta ese muro —repuse sorprendida de mi agresividad.

Cogí su mano entre las mías y la elevé hasta mi pecho, apretándole con fuerza la palma. Volvió a besarme y luego echamos a andar en silencio hacia la cama. Primero nos sentamos en el borde, acariciándonos mutuamente el pelo con ternura. Luego, él se acercó más a mí hasta pegar su cabeza a mi frente, de modo que sentí en la cara el calor de su respiración. Incliné la cabeza hacia atrás, arqueando el cuello. Me sentía en un mundo casi irreal cuando sus labios me besaron en el hueco de la garganta y se detuvieron allí. Me quedé sin aliento. Durante un larguísimo momento, esperé que se apartase. Sentía que aquel hormigueo se convertía en sucesivas oleadas de calor que descendían por todo mi cuerpo desde el sitio donde había posado sus labios hasta las mismas puntas de los pies. Emití un gemido y me dejé caer de espaldas contra la almohada. Él se inclinó sobre mí con sus brazos en mis costados y sonrió.

—Eres tan bonita, que no puedo evitar quererte. Jamás habrá para mí ninguna otra más que tú. Y aunque me cueste muchos años saltar ese muro, lo conseguiré —prometió.

—¡Oh, Jimmy! Sáltate ahora mismo ese muro —le supliqué, sin poder creer que pronunciara aquellas palabras. Era como si hubiese alguien dentro de mí diciendo estas cosas. El se quedó serio, y con ello sus ojos se hicieron más oscuros y pequeños.

Entonces se sentó, se quitó la guerrera y se desabrochó la camisa. Apartó un poco la colcha y yo me deslicé debajo, llevando sólo puestos el sostén y las bragas. Empezamos a abrazarnos y besarnos. Sus dedos encontraron el cierre de mi sostén y lo abrieron. Le ayudé a quitármelo y entonces apretó su rostro contra mis senos y me los besó.

—¡Qué bonita eres! —susurró, con un silencioso suspiro—. Me acuerdo de cuando eras más joven. Eras muy pudorosa con tu cuerpo. Siempre querías llevar jerséis sueltos para que yo no pudiera verlo. Y si nos rozábamos casualmente…

Sus recuerdos me devolvieron a los años que habíamos pasado como hermano y hermana. El muro que él describía entre nosotros volvió a levantarse cuando recordé aquellas veces en que nos tocábamos íntimamente el uno al otro por casualidad y yo me sentía sucia y avergonzada por ello. Qué difícil era desechar aquellas vivencias y sentimientos.

Ahora, cuando él presionó contra mí su masculinidad, sentí un estremecimiento a causa de mi excitación y también a causa de mi conciencia de culpa. «¿Pero por qué me siento culpable? —me pregunté a mí misma—. Jimmy no es hermano mío. ¡No lo es!»

Jimmy, al notar la tensión de mi cuerpo, dejó de besarme. Se echó hacia atrás y me miró.

—Dawn, vamos demasiado rápido —dijo—. Esto va a dañar nuestro mutuo cariño, en vez de cimentarlo. Te quiero más que a nada en el mundo y no deseo hacer una cosa que pueda alejarte de mí. Limitémonos a estar aquí tumbados juntos, abrazándonos el uno al otro —acabó, con una sensatez mucho mayor que la mía.

Me echó el brazo por encima del hombro y me atrajo junto a él, de forma que mi cabeza descansara sobre su pecho. Durante un largo momento, nos quedamos así en silencio, sujetándonos mutuamente. El latido de nuestros corazones suavizó su ritmo y una paz maravillosa descendió sobre nosotros. A través de la ventana veíamos el sol cayendo sobre la ciudad. Pronto empezarían a rutilar las miríadas de luces que hacían tan emocionante el horizonte de Nueva York.

El cerró los ojos, yo cerré los míos y los dos nos quedamos dormidos el uno en brazos del otro.

Cuando abrí de repente los ojos, me sentí un momento confusa. Jimmy seguía dormido. Me volví suavemente para no despertarle y encendí la pequeña lámpara de la mesilla de noche. Miré el reloj. Estupefacta, sentí que me daba vueltas la cabeza. ¿Sería posible?

—¡Oh, Jimmy! —grité, incorporándome.

—¿Eh? —Abrió los ojos, parpadeando.

Aparté la colcha de la cama y corrí en busca de mi ropa.

—¡Son las dos de la mañana! Agnes se va a poner furiosa. Se supone que debemos estar en casa a las doce como máximo los fines de semana, y a las diez los demás días.

—¡Atiza! No sé qué ha sucedido —exclamó, incorporándose y poniéndose los pantalones.

Salimos apresuradamente y bajamos al vestíbulo del hotel. Era tan tarde que no había nadie detrás del mostrador. Nos llevó un buen rato encontrar un taxi y ya eran casi las tres de la mañana cuando llegamos a casa de Agnes.

—¿Quieres que entre contigo para explicarlo? —preguntó Jimmy.

—¿Explicar, qué? ¿Que nos hemos quedado dormidos juntos en la cama de la habitación de tu hotel?

—Lo siento —declaró Jimmy otra vez—. Lo último que quisiera es crearte complicaciones en la escuela.

—Ya se me ocurrirá algo. Llámame mañana por la mañana. ¡Oh, ya es mañana! —dije—. Jimmy, no se te ocurra marcharte a Europa sin volver a verme. Prométemelo —exigí.

—Prometido —contestó—. Vendré a eso de las once.

Le di un beso y bajé del taxi. Naturalmente, la puerta principal estaba cerrada con llave y tuve que llamar al timbre. Jimmy me miraba por la ventanilla del taxi. Agité la mano en señal de despedida y él dio instrucciones al conductor para que le llevara de vuelta al hotel. Unos minutos después, Agnes abrió la puerta. Iba en bata y con el pelo suelto. Sin su copioso maquillaje parecía cadavéricamente pálida y mucho más vieja.

—¿Sabes qué hora es? —preguntó, antes de dejarme entrar.

—Lo siento, Agnes. Perdimos la noción del tiempo, y cuando miramos el…

—No he avisado a la Policía, pero he tenido que llamar a tu abuela —declaró—. Huelga decirte que estaba muy excitada. Yo no sabía que este muchacho con el que has salido fuera un delincuente juvenil que había sido arrestado en el hotel.

—¡Eso no es cierto! —grité—. Es mentira lo que dice de Jimmy, igual que todo lo que dijo de mí en la carta.

—Bueno, si alguien está mintiendo, creo que ésa eres tú, querida —dijo, adoptando una postura severa. Pensé que estaba representando un papel, y que no tenía ningún sentido discutir con ella—. Después de haber confiado en ti, me has defraudado. Como comprenderás, esto me perjudica a mí y a mi posición ante la escuela. Tu abuela estaba resuelta a presentar una queja ante la dirección, pero le he prometido que esto no volvería a repetirse y que tú no verías más a ese muchacho. Además —siguió, cruzando los brazos y poniéndose tan rígida como una estatua—, quedarás recluida en tu dormitorio durante seis meses. Entrarás en él a las seis en punto, incluso los fines de semana, y sólo podrás salir cuando tengas que hacer algo en la escuela y con mi permiso previo. ¿Está claro?

Pensé que aquello era injusto, pero me tragué el resentimiento y asentí con la cabeza. De cualquier modo, no me iba a importar nada no salir. Jimmy partía mañana para Europa.

—Muy bien, entonces —concluyó Agnes, dando un paso atrás para dejarme entrar—Sube directamente a tu habitación y no hagas ruido para no perturbar a los demás. Estoy muy decepcionada de ti, Dawn —exclamó cuando pasaba por delante de ella. Corrí escaleras arriba. Nada más deslizarme dentro del cuarto, Trisha se incorporó.

—¿Dónde has estado? —preguntó—. Agnes está furiosa.

—Lo sé. —Me senté en el borde de la cama y me eché a llorar—. He de estar seis meses sin salir. Ya se ha encargado de ello la abuela Cutler.

—¿Pero adonde habéis ido?

Le expliqué que habíamos ido a la habitación del hotel de Jimmy y que nos habíamos quedado dormidos abrazados.

—¡Caramba! —exclamó.

—Trisha, no ha ocurrido nada. No es lo que parece —dije, pero vi el escepticismo en sus ojos—. Tienes que ayudarme mañana —añadí, acordándome de que Jimmy vendría a buscarme por la mañana—. Necesito verle antes de que se vaya a Europa.

Planeamos que ella esperaría fuera y subiría a recogerme cuando llegara él. Jimmy y yo daríamos un paseo por el parque y nos despediríamos allí. Después regresaría a mi cuarto y me sepultaría dentro de él con mi trabajo de la escuela y mi música, tratando de olvidar el tiempo y la distancia que nos separaba.

Me quedé dormida soñando con el día en que Jimmy regresaría y los dos nos iríamos a vivir juntos nuestras propias vidas, libres de la abuela Cutler y de la gente odiosa. Yo ganaría más que suficiente con el canto y la música para que pudiéramos vivir juntos. ¿Seguía siendo una niña para abrigar tales esperanzas?