LA CARTA
El verano, que solía avanzar con la lentitud de una oruga, pasó volando y antes de que me diera cuenta me encontré abriendo los ojos para saludar a una mañana de finales de agosto. Mi estancia en Nueva York y mi asistencia a la «Escuela Bernhardt de Artes Teatrales» había transcurrido en una montaña rusa llena de emociones. El pánico que sentí en mi primer día de clase no disminuyó inmediatamente, pese a que Trisha estaba en lo cierto: todos eran amables y trataban de animarme, especialmente nuestros profesores, que eran menos severos que los que había tenido en la enseñanza pública. En todas las clases, excepto en las de matemáticas y ciencias, nos sentábamos en semicírculo de cara al profesor y éste se dirigía a nosotros generalmente en un tono coloquial. ¡Mi profesor de lengua nos decía incluso que le llamásemos por su nombre de pila!
Y la mayoría de los estudiantes también eran diferentes. Las conversaciones en la cafetería y salas de estar versaban siempre sobre teatro, cine o recitales. No teníamos equipo de baloncesto o rugby. Todo giraba en torno a las artes. Yo solía permanecer sentada escuchando mientras los otros hablaban acerca de sus obras y actores favoritos.
Me avergonzaba admitir que todavía no había asistido a ninguna representación auténtica, especialmente a ninguna obra representada en Broadway. Por supuesto, se lo dije a Trisha, la cual hizo inmediatamente lo necesario para que fuéramos a ver una matinée.
En el tablero de anuncios de la escuela aparecían casi a diario audiciones y oportunidades de pruebas, sobre todo para los estudiantes de último curso. Yo no podía imaginarme pidiendo a nadie que me pagara por actuar, al menos hasta dentro de mucho tiempo, y a Trisha le ocurría lo mismo, pero siempre nos parábamos a leer los anuncios, dando a entender que planeábamos nuestra asistencia a las audiciones.
Recibí muchos cumplidos y abundantes muestras de apoyo por parte de mi profesor de vocalización y mis condiscípulos de música, pero si alguien me impedía perder la cabeza, ésa era mi profesora de piano, Madame Steichen. Había actuado como pianista de concierto en Austria y era muy famosa. Se consideraba un gran honor asistir a su clase, aunque para mí al principio era aterrador. Por la forma en que se comportaban mis compañeros cuando ella entraba en la clase, comprendí que era totalmente diferente a nuestros otros profesores. Llevaba una clase general de música y también daba lecciones particulares.
Madame Steichen vestía siempre formalmente para dar la clase, como si estuviera tocando ante una audiencia ella sola. Por lo general, entraba un poco antes del comienzo de la clase y no toleraba nunca que nadie llegara tarde. Cuando todos estábamos ya sentados y esperando, oíamos el taconeo de sus zapatos según se iba acercando por el corredor. En cuanto entraba, nadie hacía el menor ruido. Raras veces sonreía.
Era alta y espigada, y tenía unos dedos largos y gráciles que parecían tener cerebro propio cuando se movían por el teclado del piano. Jamás había visto yo tanta intensidad en los ojos de nadie como la que veía en sus ojos pardos cuando estaba tocando. Me sentía muy impresionada y contenta de ser una de sus alumnas.
Siempre llevaba el pelo firmemente recogido en un rodete sobre la cabeza. No usaba maquillaje, ni siquiera un toque de carmín para avivar el pálido rojo de sus labios. Sentada a su lado en la banqueta del piano, le veía unas pequeñas pecas oscuras en sus muñecas y en las sienes. Tenía una epidermis tan diáfana, que dejaba muy al descubierto las diminutas venas que surcaban sus párpados. Sin embargo, su frágil cuerpo era engañoso. Durante la clase se mostraba firme y rígida, y no dudaba nunca en aguijonear con acerbas críticas a sus alumnos cuando lo estimaba necesario. Al menos en dos ocasiones, estuvo a punto de hacerme llorar.
—¿Por qué me dijo usted que había recibido clases de piano? —me espetó la primera vez que me sentó al piano—. ¿Le dijo alguien que yo era sorda a los tonos?
—No, Madame, pero es cierto que he recibido clases. Yo…
—Por favor —me atajó con un ágil movimiento de la mano—. Considere que empieza ahora y olvídese de todo lo que le hayan dicho. ¿Ha comprendido? —exigió, dejándome clavada en mi pupitre con sus pequeños e intensos ojos.
—Sí, Madame —me apresuré a responder.
—Bien. Ahora, volvamos a los fundamentos —dijo. Durante el resto del día me trató como si yo no supiese lo que era un piano.
Hacia el final del verano, en cambio, se detuvo al terminar una clase y me miró fijamente durante un buen rato. Mi corazón empezó a latir intensamente temiendo que me dijera que abandonase el piano. Por el contrario, echó los hombros hacia atrás, asintió y acercó a mí su nariz para decirme algo que consideré extraordinario.
—Usted parece poseer un instinto natural para la música. En su momento, creo que podrá entrar en la clase de pianistas de concierto.
Seguidamente giró sobre sus suaves zapatos y me dejó allí sentada con la boca abierta. Ni que decir tiene que corrí a contárselo a Trisha y las dos lo celebramos con un helado doble de chocolate y nueces en «George’s Luncheonette». Nos pusimos tan contentas que incluso tratamos de alcanzar a Arthur Garwood al verle paseando por los jardines de la escuela. Se quedó mirándonos tan asombrado como si le hubiéramos pedido que saltara por el Puente de George Washington. Durante un momento, cuando me observó a mí sola fijamente, pensé que iba a venir, pero luego negó con la cabeza, nos dio las gracias y se alejó con paso decidido. A lo largo de todo el verano había estado encerrado en sí mismo, pero yo notaba que quería hablar para superar su timidez, quería hablar conmigo, sobre todo cuando me encontraba sola.
Exceptuando a Trisha y a unos cuantos amigos que había hecho en la escuela, yo no tenía a nadie más con quien compartir mi felicidad. Podía escribir cartas a Jimmy pero no podía telefonearle. Había empezado a sentirme realmente como una huérfana. El cruel Destino me había robado a mi familia, dejándome en manos de otra que no me amaba. Era igual que si no tuviera ninguna familia, pasada, presente o futura. Las otras chicas de mi edad podían hablar de su niñez, de sus hermanos y hermanas, de sus abuelos y padres. Podían charlar sobre los viajes que hacían juntas sus familias, sobre sus maravillosas cenas de celebración, de las cosas divertidas que decían o hacían sus hermanos y hermanas. Yo, en cambio, tenía que permanecer sentada sin abrir la boca.
Mi verdadera madre, Laura Sue, no vino nunca a visitarme a Nueva York como había prometido el día que salí de Cutler’s Cove. Sin embargo, la noche del último lunes de agosto, me llamó para ver cómo me iban las cosas y para recitarme sus disculpas por desatenderme a lo largo de todo el verano.
—Desde el día en que te marchaste —se excusó— no me he encontrado bien. Primero agarré ese horrible constipado de verano, que casi degeneró en neumonía, y luego se me desencadenó una alergia que, sencillamente, desconcertaba a los médicos. ¡Oh, sí, me ha visto más de un médico! Randolph fue trayendo especialistas en alergias, uno tras otro, pero yo no lograba hacer que mis ojos dejaran de lloriquear y destilar agua, y de vez en cuando sufría ataques de estornudos. Ya te puedes imaginar lo que he sufrido. Apenas he bajado al hotel.
—Siento oír eso, mamá —dije—. Tal vez si hubieras hecho un viaje a Nueva York, te habrías desprendido de la alergia —sugerí.
—¡Oh, no, la alergia se ha ido tan misteriosamente como había venido! Ahora ya estoy bien, excepto un poco débil, y los médicos me aconsejan que continúe un poco más reposando en cama. Lo siento. Con lo que me hubiera gustado llevarte de compras por Nueva York. ¿Lo estás pasando bien? ¿Te gusta la escuela? —me preguntó.
—Sí —respondí dudando de si realmente se preocupaba por mí. Me constaba que si decía que no o trataba de contarle algún problema, no tardaría en sufrir un desmayo y soltar el teléfono, complicándome más la situación.
—Muy bien. Quizá dentro de un mes o así esté en condiciones de viajar. Mientras tanto, me encargaré de que Randolph te envíe algún dinero para que puedas salir de compras con alguna de tus amigas. ¿Te parece bien? Yo enviaría a Randolph, pero en el hotel ha habido más movimiento que nunca y la abuela Cutler depende para todo de él.
—Estoy segura —repuse secamente— de que ella no depende de nadie más que de sí misma.
—No deberías hablar así, Dawn —me reprendió mi madre—. Eso no nos hará bien a ninguna de las dos. Debemos sacar el mejor partido a la situación. Por favor, no suscites ninguna controversia, no, ahora que ya tengo la fuerza suficiente para hablar contigo.
—Mamá, ¿por qué necesitas tanta fuerza para hablar conmigo? ¿Se debe al cúmulo de mentiras que planea sobre nosotras?
—Tengo que dejarte, Dawn. Me siento cansada —se apresuró a decir.
—Mamá, ¿cuándo me dirás el nombre de mi padre? ¿Cuándo? —demandé.
—¡Oh, querida! No puedo decírtelo por teléfono. Pronto hablaré contigo otra vez —dijo, y colgó sin darme tiempo a soltarle algo desagradable.
En cuanto cortó volví a oír aquel segundo golpecito seco, y ello me produjo una corriente helada por todo el cuerpo. Pensé que Agnes Morris escuchaba mis conversaciones telefónicas. Ello me llenó de rabia y cuando subí la escalera se lo conté a Trisha.
—Me está espiando —dije—. Estoy segura. Y todo es debido a que se cree las mentiras que le escribió mi abuela.
—Tenemos que echar un vistazo a esa carta —concluyó Trisha—. Lo intentaremos mañana por la noche cuando se vaya al teatro con sus amistades. Estoy segura de que no cerrará con llave la puerta de su dormitorio.
—¡Oh, Trisha!, no sé. ¿Y si nos pillaran?
—No nos pillarán. Quieres ver la carta, ¿verdad? —me preguntó—. ¿Qué me dices? —insistió.
—Sí —respondí mirándole a los ojos—. Tengo auténticos deseos de verla.
La noche siguiente nos sentamos en la sala de estar insinuando que estábamos interesadas en el álbum de recuerdos de Agnes, lo cual casi le impidió salir con sus amistades, pues se rezagó más de la cuenta para explicarnos el significado de esta o aquella fotografía y referirnos anécdotas de sus apariciones ante el público y de sus compañeros actores. Cuando «Mr. Fairbanks», el reloj, dio la hora, se dio cuenta de que tenía que cambiarse de ropa y correr si quería reunirse a tiempo con sus amigos.
Cuando se marchó fuimos en busca de Mrs. Liddy y supimos que se había metido en su habitación a escuchar la radio. Trisha me miró y me hizo una señal afirmativa con la cabeza. Se acercó a la puerta del cuarto de Agnes y averiguó que no estaba cerrada con llave, tal como ella suponía. Giró el pomo y pensé que se me había metido en el pecho una docena de mariposas asustadas. Parecía como si sus alas se estuvieran agitando contra mi corazón. Vacilé.
—¿Y si regresa y nos encuentra dentro? —pregunté.
—No lo hará. Se ha ido a un espectáculo. Ven —susurró Trisha. Volví la cabeza hacia la puerta cerrada de Mrs. Liddy. Aún se escuchaba la música de la radio, pero ¿y si se le ocurría salir y nos veía allí? Pensé que sería terrible. Entonces me acordé de la abuela Cutler y de cómo me miraría con sus ojos de piedra granítica soltando diabólicas chispas de electricidad.
—Como quieras —y entré detrás de Trisha en el cuarto de Agnes. Yo no había visto hasta aquel momento más que la cortina. Trisha la separó y entramos.
Me dio la impresión de estar entrando en un escenario. El dormitorio estaba débilmente iluminado por una pequeña lámpara «Tiffany» que había sobre un escritorio situado a la izquierda. Agnes tenía una antigua cama blanca de hierro fundido con sendas mesillas de noche, de pino, también blancas, a ambos lados del lecho. Había unos almohadones excesivamente grandes y un cobertor blanco con guarnición de color rosa. La pared de la derecha sostenía un enorme espejo y una larga mesa de tocador aparecía literalmente llena de tarros y tubos de maquillaje, cremas y polvos. En su ángulo izquierdo había tantos frascos de perfume que más bien parecía un estante de la sección de cosmética de unos grandes almacenes. A medida que nos íbamos acercando, vi que el espejo estaba rodeado por un círculo de pequeñas bombillas. Olía incluso a proscenio.
A la izquierda había dos aparadores haciendo juego y un ropero en medio, con la puerta cerrada, pero encima aparecía escrita la palabra SALIDA. Me volví hacia Trisha, con una sonrisa de perplejidad en el rostro.
—Se ha traído a esta habitación las cosas del escenario. Esta es una mesa auténtica de maquillaje de un viejo teatro. Y aquellas cortinas —dijo, señalando con la cabeza hacia la ventana— han sido hechas de telones verdaderos de escenario. Cuando sale cada mañana de esta habitación, se imagina que está actuando en una nueva obra —añadió Trisha.
Me fijé en los cuadros que había en las paredes. Todos mostraban fotografías de Agnes vestida con ropas diferentes de las distintas obras en que había actuado. Reconocí algunas que había visto en su álbum de recuerdos. Todo ello me causó de repente una gran tristeza. Agnes vivía en el pasado porque no tenía presente ni futuro. Diariamente entretejía sus recuerdos en un telar de fantasías para no enfrentarse a la realidad de que ya no era joven, ni bella, ni solicitada. Su vida emocional se desarrollaba a través de sus talentosos huéspedes. Empecé a preguntarme qué porcentaje de ilusión existiría en lo que nos había narrado.
—Si la carta se halla en alguna parte —dijo Trisha—, lo más probable es que esté en ese escritorio.
Nos acercamos a él y empezamos a buscar entre un montón de papeles que estaban bastante desorganizados; allí había facturas mezcladas con cartas personales, revistas teatrales y folletos. No encontramos la carta de la abuela Cutler. Trisha abrió los cajones y los registró, pero también nos quedamos con las manos vacías. Toqué a Trisha en el hombro y le indiqué que guardara silencio, pues creía haber oído pisadas en el pasillo. Nos quedamos escuchando, pero no oímos nada.
—Vale más que nos marchemos —sugerí.
—Espera. —Trisha miró en torno a la habitación—. Esta carta probablemente forme parte de una especie de escena en su loca imaginación. Una correspondencia secreta… —musitó Trisha con voz audible. Y se puso a estudiar la habitación como si de un sabueso aficionado se tratara—. Recuerdo que el año pasado representamos una obra de misterio… Por cierto, Agnes estaba allí…
Avanzó lentamente hacia la cama.
—Trisha, olvidémoslo —le supliqué—. A buen seguro que si Mrs. Liddy saliera, nos oiría registrando la habitación.
Trisha alzó la mano indicándome que guardara silencio mientras ella pensaba y luego alzó un poco la colcha. Se arrodilló y metió la mano entre el colchón y el somier. Fue palpando por todo el lado de la cama, sacó la mano, sin nada, y se fue al otro lado para repetir la misma operación.
—Trisha.
—Espera.
Volvió a arrodillarse y la perdí de vista. Yo me acerqué a la puerta y me puse a escuchar. Al cabo de un rato Trisha se levantó, sonriente, con la carta en la mano. Nos acercamos al escritorio. Trisha sacó la carta de dentro del sobre y la extendió delante de nosotras a la luz de la pequeña lámpara «Tiffany». La leí en voz alta, en un susurro.
Querida Agnes:
Como usted sabe, he matriculado a mi nieta Dawn en la «Escuela Sarah Bernhardt» y pedido a Mr. Updike que le permita alojarse en su residencia. Confío en nuestra amistad. Odio poner tan pesada carga encima de sus hombros pero, francamente, usted es mi última esperanza.
Esta nieta ha sido un terrible problema para todos nosotros. Mi hija política se halla absolutamente juera de sí y ha estado varias veces próxima a un ataque nervioso como consecuencia de ello. No sabe usted cuánto ha envejecido mi hijo Randolph por culpa de esta… de esta… Lamento tener que decir que por culpa de esta mala hierba nacida en el seno de nuestra familia.
Lo irónico es que mi nieta posee talento musical. Como no ha hecho otra cosa que pasar de un colegio público a otro por su mala conducta, lo cual incluye el libertinaje sexual, pensé que si la enviaba a la escuela de artes teatrales podría corregirse. Tal vez si se la obligara a concentrarse en su talento, disminuiría su comportamiento delictivo.
La culpa la tenemos todos nosotros. La hemos malcriado. Randolph la ha colmado de regalos desde que era una niña. Ella no ha trabajado ni un día entero en el hotel y protesta siempre de todo lo que le pedimos que haga, no importa lo que sea. Es más, me temo que se ha convertido en una persona más bien artera, que no se conforma con mentir a la gente en su cara. Ha llegado incluso a robar a uno de mis antiguos clientes.
Aunque la he reprendido por esta acción, podría estar conchabada con alguna amiga del colegio público, que ha influido mal en ella. Vigile usted en este aspecto y, por favor, asegúrese de que cumple las reglas de su casa y hace todo lo que le corresponda hacer. Naturalmente, en breve me pondré al habla con usted facilitándole más detalles sobre todo esto.
No se puede imaginar cuánto apreciamos mi familia y yo el esfuerzo que usted hace tomando a su cargo lo que yo llamaría, sinceramente, una muchacha muy conflictiva. En este punto tenemos miedo de que ella pueda ejercer una influencia negativa sobre Philip y Clara, que tan bien se portan.
Puede estar segura de que no olvidaré su interés.
Atentamente,
LILLIAN CUTLER
Trisha me miró y me echó el brazo por encima del hombro.
—Toda la carta es una gran mentira —dije—. Una gran, horrible y cruel mentira. ¡Con que una mala hierba, una libertina sexual, una malcriada, una embustera y una ladrona! Ella odia a mi madre, la odia —seguí entre lágrimas—. No puedo creer que haya escrito diciendo que yo puedo ejercer una influencia negativa sobre Clara. Ya sabes algunas de las cosas que me hizo a mí y a Jimmy.
—Ya te esperabas algo parecido —repuso Trisha en voz baja, con la mano sobre mi hombro.
—Lo sé, pero ver todo eso puesto por escrito… Es la mujer más cruel y odiosa que he conocido. Me gustaría encontrar el medio de desquitarme con ella —dije, apretando los dientes.
—Consigue triunfar —sugirió Trisha con calma—. Procura ser todo lo que dice que no eres.
Asentí.
—Tienes razón. Me esforzaré más y más, y cada vez que reciba una A o una felicitación, pensaré en lo mal que le va a sentar.
—Será mejor que devolvamos esto donde estaba —apuntó Trisha, introduciendo otra vez en el sobre la terrible y mentirosa carta. Volvió a empujar el sobre entre el colchón y el somier, y salimos sigilosamente de la habitación de Agnes. Recorrimos en silencio el pasillo, pero cuando volvíamos hacia la escalera me detuve y miré hacia atrás. Tenía la sensación de que unos ojos nos estaban mirando desde la oscuridad. Se movió una sombra.
Trisha, al no saber que yo me había detenido, continuó andando hacia la escalera. Pero yo retrocedí un paso y descubrí que Arthur Garwood estaba allí con la espalda pegada a la pared. Como era tan delgado y llevaba su habitual camisa negra y los pantalones negros, resultaba casi imposible verle. Aunque seguramente sabía que yo le había descubierto, no se movió. Por el contrario, continuó pegado a la pared amparándose en la oscuridad. Me limité a dar media vuelta y seguirla escaleras arriba hasta nuestra habitación. Tan pronto como entré y cerré la puerta, se lo conté.
—¿Y se ha quedado callado en la oscuridad? —preguntó Trisha.
Asentí con la cabeza y me abracé a mí misma. El incidente me había dejado fría.
—No quiere que sepamos que nos estaba espiando. No temas, no le dirá nada a Agnes —me tranquilizó.
—¿Cómo sabía él que íbamos a entrar a escondidas en la habitación de Agnes? —reflexioné en voz alta.
—Puede que sólo nos estuviera siguiendo o… —Los ojos de Trisha se clavaron en la puerta—. Tal vez haya estado escuchando nuestras conversaciones —concluyó—. Si alguna vez le pillo haciendo eso, le daré motivos para estar triste. Olvídate de él —se apresuró a decir—. No es más que un tipo raro.
Asentí con la cabeza, pero era más fácil decirlo que hacerlo. En mi retina seguía impresa la delgada silueta de Arthur y por un momento me pregunté si aquello no habría sido sólo una sombra, un producto de mi agotada imaginación. Me acerqué a la puerta, la entreabrí y saqué la cabeza a ver si le sorprendía regresando a su cuarto. No vi nada.
—Olvídate de él —volvió a aconsejarme Trisha—. No vale la pena que te inquietes por Arthur.
Cerré la puerta y Trisha encendió la radio para que escucháramos música mientras hacíamos nuestros deberes escolares. Después, por culpa de la carta, me costó indeciblemente quedarme dormida. Por mi mente desfilaban las imágenes y recuerdos de todas mis conversaciones y enfrentamientos con la abuela Cutler, desde la primera vez que nos encontramos y me dijo que tenía que cambiar mi nombre de Dawn por el de Eugenia, cuando la hice saber que yo había descubierto la verdad acerca de mi rapto y su implicación en él. No era una mujer que aceptara la derrota fácilmente y me temía que iba a preparar su venganza valiéndose de unas formas todavía desconocidas para mí.
Con la llegada del verano la «Escuela Bernhardt» cerraba sus puertas. Algunos alumnos de último curso se quedaban para practicar y prepararse para las audiciones, pero la mayoría de los profesores y estudiantes aprovechaban el corto espacio de tiempo entre los cursos de verano y otoño para irse de vacaciones. Yo ya había decidido no regresar al hotel. Realmente, no tenía ningún deseo de hacerlo y nadie del hotel, incluyendo a mi madre, me preguntó siquiera si iba a regresar, y mucho menos insistió en ello. Agnes parecía esperarlo. Trisha, por supuesto, se fue a su casa. No podía culparla de que se fuera. Estaba deseosa de ver a sus padres y a su novio, así como a otras antiguas amigas. Insistió en que la acompañara, pero consideré que no haría más que estorbarla.
—Tal vez después cambies de opinión —dijo, y me dio por escrito las indicaciones para que fuera en autobús—. Te llamaré dentro de unos días —me advirtió— y te daré la lata para que vengas. No me gusta dejarte aquí sola —añadió, con un gesto como si fuera a estallar en lágrimas.
Me iba a quedar sola. Hasta Arthur Garwood se marchó. Sus padres pasaron a recogerle el día antes de que partiera Trisha y dio la casualidad de que en aquel momento estábamos las dos abajo, por lo que tuvimos ocasión de conocerlos. Cuando nos los presentó Agnes, no tuve por menos que pensar que Arthur, al lado de ellos, parecía un hijo adoptivo. No se asemejaba en nada a su padre ni a su madre. El padre era bajito y completamente calvo, con un rostro mofletudo, una boca pequeña y tirante y unos ojillos garzos. La madre era dos o tres centímetros más baja que su esposo y tenía forma de pera. Presentaba un cabello rubio pajizo, los ojos de un color azul claro y tenía la piel blanca.
Noté que lo único que compartían con Arthur era su carácter hosco. Apenas hablaban y sólo parecían interesados en cumplir su horario. Se iban a embarcar en lo que ellos llamaban unas vacaciones de trabajo. Se dirigían a Boston para participar en un recital de música de cámara, después harían algunas visitas de interés turístico y finalmente partirían para Cape Cod. Arthur se mostraba reacio a ir, pero ellos insistieron. No dijo adiós a nadie, aunque en el momento de salir por la puerta se volvió para mirarme con aquellos ojos grandes y melancólicos. Por primera vez sentí por él más pena que ninguna otra cosa.
No me di cuenta de lo sola que me iba a quedar sin Trisha hasta que se hubo marchado todo el mundo y me metí en mi cuarto. Después de leer un poco decidí salir y comprar un cuaderno para llevar un Diario. Nuestro profesor de lengua, por otras razones, nos había sugerido que hiciéramos algo así. Quería que anotáramos nuestras impresiones y descripciones para que luego nos sirvieran de inspiración cuando fuera necesario. Yo deseaba llevar un Diario como medio de entender mejor el caleidoscopio de mis emociones. Me mantuve ocupada ayudando a Mrs. Liddy, que dijo que siempre aprovechaba el final del curso de verano para hacer una limpieza general de la casa.
—Generalmente, aquí no queda nadie —me explicó, aunque sin ningún resentimiento. En seguida se puso a sonreír.
Al limpiar las habitaciones de arriba abajo, una tras otra, me acordé de mi trabajo de camarera en el hotel. Pensé en Mrs. Boston, la principal camarera de la familia, y en Sissy, quien, al llevarme con Mrs. Dalton, me había ayudado, sin saberlo, a descubrir el secreto de mi secuestro. Me puse a fregar los suelos bayeta en mano y quité el polvo y di lustre a los muebles hasta que todos, por viejos que fueran, brillaban como nuevos. Limpié las ventanas de arriba abajo sin dejar una mancha, de forma tal que resultaba imposible saber si estaban abiertas o cerradas. De vez en cuando, Mrs. Liddy interrumpía su trabajo en la habitación que estaba limpiando y se paraba en la puerta en jarras, meneando la cabeza. A finales de aquella tarde se presentó con Agnes para que viera mi trabajo.
—¿No es maravilloso, Agnes? —exclamó Mrs. Liddy batiendo palmas—. Ningún alumno ha hecho nunca un trabajo como éste, ¿verdad? Ni mi propia madre tenía en nuestra casa de huéspedes de Londres unas habitaciones tan resplandecientes.
—Sí —asintió Agnes bajando la vista—. Tendré que escribir una carta a tu abuela para contárselo.
—Eso —sugerí yo—. ¿Por qué no la escribe? Aunque no lo estoy haciendo por eso. Puede preguntar a mi abuela cómo una muchacha tan malcriada y egoísta sabe limpiar habitaciones —añadí, con una mordaz sonrisita en la boca. Los ojos de Mrs. Liddy chisporroteaban de júbilo.
—A lo mejor estás cambiando —respondió Agnes. Y se marchó, dejándome furiosa de rabia.
Pasé mi tiempo libre visitando museos y mirando escaparates en la Quinta Avenida. Una tarde me metí en el «Plaza» sólo para sentarme en el vestíbulo y ver entrar y salir a la gente vestida con trajes de fiesta. Trataba de imaginarme alojados aquí a Jimmy y a mí durante un colosal fin de semana. Yo compraría algunos vestidos bonitos, iríamos a restaurantes caros y tal vez bailáramos en el salón. Pensaba en mi Jimmy, alto y fuerte, en sus ojos negros mirándome fijamente con una ligera sonrisa burlona dibujada en los labios y sus manos cálidas y protectoras mientras me sostenía entre sus brazos. Estos pensamientos generaban pequeños escalofríos, deliciosos y aterradores, que recorrían mi cuerpo.
Por descontado que Jimmy no querría vestirse de etiqueta, ni darse postín aparentando lo que no era; pero tal vez cuando se licenciara del Ejército fuera diferente, más maduro y quizá también más ambicioso. «¿Por qué no le gustarían a él las mismas cosas?», pensé.
Un día, cuando regresé de una visita al Museo de Historia Natural, me quedé rezagada en el salón tecleando una melodía al piano sin antes haberle pedido permiso a Agnes.
—Mi padre tenía talento para el piano —dijo ella—, pero no lo continuó porque pensaba que no era un trabajo honrado para un hombre.
—¡Oh, tal vez haya heredado usted de él su talento, Agnes!
—Sí, tal vez —repuso. Nunca la había visto tan melancólica. Incluso iba vestida de negro, con poco maquillaje y sin joyas, cosa muy inusual.
—¿Tiene usted algún hermano? —le pregunté—. No he visto ninguna fotografía de ellos en su álbum.
—No, he sido hija única. Mi madre lo pasó tan mal cuando me trajo al mundo, que juró no tener más hijos. —Agnes suspiró.
—¿No pensó usted nunca en casarse? —pregunté. Por la forma de mirarme creí que me iba a reñir por meterme en su vida privada. Sin embargo, de pronto sonrió.
—¡Oh, he tenido muchas oportunidades de hacerlo pero siempre me dio miedo el matrimonio! —confesó.
—¿Miedo? ¿Por qué?
—Temía que el matrimonio me cortara las alas y me encerrara en una jaula como un bonito canario. Yo hubiera seguido cantando, pero mi voz hubiera estado henchida de nostalgias y sueños. Resulta muy difícil ser una buena esposa y madre, y llevar una vida de actriz —sentenció—. Ya entenderás a lo que me refiero cuando digo que nuestro principal amor es el escenario, no importa las promesas que hagamos a nuestros seres queridos. Jamás traicionaremos a nuestro principal amor ni sacrificaremos por nada nuestra carrera. Algo pasa por nosotros cuando se encienden las luces y escuchamos los aplausos. Hacemos el amor con nuestro público, ¿entiendes? Realmente —dijo, mirando en tomo al salón como si estuviéramos en un escenario—, yo he estado casada todo este tiempo, casada con el teatro.
—¿No cree usted que yo puedo ser cantante y tener al mismo tiempo un esposo y una familia? —pregunté, haciendo mella en mí la desesperación al pensar que me vería obligada a elegir entre mis sueños.
—Es difícil. Dependerá por completo de tu esposo, de lo comprensivo que sea y de lo que te quiera, o de si es o no un hombre terriblemente celoso.
—¿Por qué iba a tener celos?
—Porque tendrá que ver cómo entonas cantos de amor para otros hombres y los besas y recitas promesas de amor, con tanto realismo que el público creerá que amas a esos hombres.
Yo no había pensado nunca en aquellas cosas y ello dejó un peso tan grande en mi corazón que me causó la sensación de tener un bloque de plomo en el pecho. Traté de imaginar a Jimmy sentado entre el público viéndome hacer las cosas que había descrito Agnes; Jimmy, que parecía tan duro por fuera, pero que a mí me constaba que podía herírsele muy fácilmente.
—Pero —alardeó— he destrozado algunos jóvenes corazones masculinos. ¿Adivinas qué hay en este jarrón que tengo guardado bajo llave? —preguntó, acercándose a una de las vitrinas. Yo había pensado que sería simplemente alguna valiosa pieza antigua.
—No. ¿Qué hay?
—Las cenizas de Sanford Littleton, un joven enamorado de mí que se suicidó y dejó instrucciones de que me entregaran a mí las cenizas de su cuerpo incinerado —dijo, y a continuación soltó una risa estridente—. ¡Oh, no pongas esa cara tan triste! No es necesario que decidas en este momento cómo va a ser toda tu vida —concluyó para fastidiarme. Mi cara no era triste; me sentía sorprendida. Cuando se disponía a marcharse, se volvió sobre sus talones y me dijo—: Hoy ha llegado una carta para ti.
—¿Una carta?
—Sí. Mrs. Liddy la dejó en tu cuarto cuando subió a llevar ropa.
—Gracias —dije. Corrí escaleras arriba y hallé la carta sobre mi cama. Esperaba que me escribiera Jimmy para explicarme los planes que tenía para cuando viniera a Nueva York, pero por el sobre vi que la misiva procedía del «Hotel Cutler’s Cove». Al volverla me di cuenta de que el sobre había sido abierto y vuelto a pegar con cinta adhesiva. Pero el nombre del remite hizo saltar mi corazón.
Era una carta de papá Longchamp, el hombre con quien había crecido creyendo que era mi padre y que aún me seguía pareciendo mucho más padre de lo que me pareciera nunca Randolph Cutler. Me dejé caer en la cama y abrí rápidamente el sobre. Por la fecha del encabezamiento de la carta vi que había sido expedida hacía casi tres semanas.
«¡Tres semanas! Qué horror», pensé. ¿Cuánto tiempo habría estado retenida en el hotel? Y me constaba que la abuela Cutler la había leído. ¿Qué derecho tenía ella de hacer tal cosa? Durante un momento traté de olvidar la rabia que sentía, pero era como si hubiera intentado dejar de respirar durante tres horas. Mientras iba leyendo seguía temblando de rabia.
Querida Dawn:
Me complace decirte que me han dejado en libertad. Todavía no estoy seguro de cómo o por qué ha sucedido tan de prisa, pero un día me, llamó el director de la cárcel para decirme que me habían concedido la libertad condicional Pero la cárcel no ha sido lo peor de todo esto. Lo peor para mí ha sido el saber cuánto daño os he causado a ti, a Jimmy y a Fern. Jamás tuve tal intención y lo siento. Puedes estar segura de que no te culparía si me odiaras eternamente y espero de veras que encuentres el bienestar ahora que estás viviendo con tu verdadera gente que sé que es rica. Al menos ya no tendrás que sufrir las penurias que hemos sufrido juntos. No más sémolas y guisantes para cenar.
He conseguido un buen empleo que me proporcionaron las autoridades de la prisión. Me encargo del mantenimiento de una importante lavandería. También he encontrado un pequeño y bonito apartamento no demasiado lejos de mi trabajo. Me costará algún tiempo reunir dinero suficiente para comprarme un coche, pero las reglas de mi libertad condicional tampoco me permiten todavía alejarme mucho de aquí.
Lo mejor que me ha sucedido es que Jimmy me telefonea y me escribe. Nos estamos haciendo otra vez buenos amigos y me siento muy orgulloso de él. Me dice que también está en contacto contigo. Me duele que Fern esté viviendo con extraños, pero me han dicho que es gente buena y acomodada, y pueden darle lo que necesite y más.
Por supuesto, tengo la esperanza de recuperarla en un día no lejano. Se lo he preguntado al funcionario encargado de mi libertad condicional, pero dice que él todavía no sabe nada sobre eso. Lo único que me dijo es que si esa familia sigue adelante y la adopta, me resultaría muy difícil recuperarla. Me temo que va a hacer falta una Legión de abogados para arreglarlo. Pero como yo tengo la culpa, no puedo quejarme.
De todos modos, tenía ganas de escribirte para decirte que lamento el daño y el dolor que te he causado. Tú fuiste siempre una buena chica y yo me sentí siempre orgulloso de ser tu papaíto aunque no lo fuese de verdad.
Lo cierto es que os echo tanto de menos a Sally Jean, a ti, a Jimmy y a Fern, que la añoranza me duele como un puñetazo en el pecho y el recuerdo no me deja dormir algunas noches. Hemos pasado malos tiempos, pero estábamos juntos. Bueno, eso es todo. Tal vez algún día volvamos a reunimos tú y yo. Pero no te culpo si no quieres saber nada más de mí.
Que Dios te bendiga.
PAPAÍTO
Posdata: Te he escrito porque no pierdo las esperanzas.
Apreté la carta contra mi pecho y me puse a sollozar, balanceándome encima de la cama. Lloré tanto que me dolía el vientre. Las lágrimas chorreaban por mi cara y mojaban la colcha. Por último aspiré aire profundamente y ahogué mis lágrimas. Metí la carta de papá Longchamp entre las páginas de mi Diario, me senté en mi escritorio y me dispuse a contestarle.
Le dije que no le odiaba y que estaba enterada de todo. Y que me moría de impaciencia esperando el día en que volviéramos a reunimos. Escribí páginas y páginas contándole lo que había sido mi vida en el hotel, cuán horrible era mi verdadera familia y cómo, siendo una familia tan adinerada, no me habían dado una vida más feliz. Luego le hablé de Nueva York y de mi escuela. Escribí una carta tan larga, que me costó trabajo meterla en el sobre. Lo cerré y corrí a echarla al correo. Como consecuencia de la demora sufrida por la carta, enviada al hotel y retenida allí tanto tiempo, papá Longchamp debía pensar probablemente que yo no quería saber nada de él. Y yo deseaba comunicarle que eso no era así por lo que a mí concernía.
Trisha me llamó dos veces durante aquella primera semana intentando convencerme de que tomara el autobús y fuera a visitarla a ella y a su familia. Le referí mi curiosa conversación con Agnes y lo que ella me había dicho que contenía el jarrón de la vitrina.
—¡Oh, yo no me creo esa historia! —rechazó—. Eso se lo ha sacado de alguna obra de teatro.
—Espero que tengas razón. Ahora me siento extraña cuando entro allí.
Le prometí que consideraría seriamente lo de ir a visitarla. Pero a primeras horas de una de aquellas mañanas recibí una maravillosa sorpresa cuando Agnes llamó a la puerta de mi cuarto para decirme que Madame Steichen estaba al teléfono.
—He llegado temprano a la escuela —declaró haciendo una pausa, como si eso lo explicara todo.
—¿Sí, Madame? —dije.
—A partir de hoy tengo cada mañana una hora libre entre las nueve y las diez.
—Sí, Madame —me limité a decir—. Estaré allí. Gracias.
—Muy bien —respondió ella, y colgó.
Tenía la impresión de estar caminando por el aire y cuando acudí a aquellas lecciones especiales advertí en Madame Steichen un cambio de actitud hacia mí. Su voz era más amable y las órdenes que me daba tenían un tono más cariñoso. También noté que cuando mis otros profesores, e incluso unos profesores que yo aún no había tenido, se enteraron de que recibía lecciones especiales de Madame Steichen, también empezaron a tratarme de manera distinta. Era como si yo hubiera adquirido un status de celebridad.
Trisha fue la primera en volver de las vacaciones estivales y en la primera hora que pasamos juntas metimos tres horas de conversación. Le expliqué las cosas que había estado haciendo en Nueva York y describí mis lecciones con Madame Steichen. Quedó muy entusiasmada e impresionada. Luego le enseñé la carta de papá Longchamp. La leyó, llorando, y se enfadó mucho cuando le conté el tiempo que la habían retenido en el hotel y el hecho de que la habían abierto. Después nos fuimos a «George’s» a tomar lo que se había convertido en nuestro refresco favorito y a escuchar la música de la gramola.
Regresamos a casa parsimoniosamente. Como era un día muy caluroso y húmedo de finales de verano, acogíamos con satisfacción las largas y espesas sombras que proyectaban los altos edificios al sol poniente, así como la leve brisa que llegaba del East River. A pesar de estar en verano, ni el tráfico ni los peatones aflojaban la marcha. Había llegado a darme cuenta de que Nueva York tenía un ritmo propio y quienes quisieran vivir o trabajar en él se veían obligados a adoptar su ritmo o sucumbir a él. En casa me estaba esperando una segunda y gran sorpresa. Agnes salió sonriendo del salón a mi encuentro.
—Ya era hora de que volvierais —dijo—. Te está esperando un caballero, Dawn.
—¿Un caballero? —Me encogí de hombros mirando a Trisha, pensando que Jimmy no vendría sin avisarme antes. Avanzamos de prisa hasta la puerta del salón, pero nada más mirar dentro sentí como si me hubieran clavado los pies al suelo. No deseaba dar un paso más. Philip estaba allí sentado, levantando la vista hacia mí con una sonrisa.
—Hola, Dawn —saludó, reclinándose en el sofá con los brazos extendidos sobre el respaldo. Estaba más guapo que nunca. Su cabello espeso y blondo iba peinado en una onda y sus ojos de color azul celeste parpadeaban maliciosamente—. He conseguido escaparme un día para venir a verte antes de que empiece el colegio.
—¿Verdad que es magnífico? —comentó Agnes, sonriendo. Yo no dije una palabra—. ¿No vas a presentar a Trisha a tu hermano? —preguntó al ver que yo no me movía.
—Yo no le he pedido que venga —espeté secamente.
—¿Qué? —Agnes miró a Philip como si él tuviera que traducirle mis palabras.
—Pensé que podría alegrarte ver a alguien de la familia —dijo Philip, desvaneciéndose de golpe su arrogante sonrisa.
—Te has equivocado —respondí. Noté que la sangre se me agolpaba en la cara y que el estómago me daba vuelcos de rabia y temor. Me resultaba imposible mirar a Philip sin acordarme de sus labios y sus manos recorriendo todo mi cuerpo—. No tengo interés en verte. Márchate. ¡Déjame en paz!
Me di media vuelta y eché a correr hacia la escalera.
—¡Dawn! —exclamó Agnes—. Vuelve aquí ahora mismo.
Subí de dos en dos los peldaños de la escalera y entré en mi cuarto dando un violento portazo al entrar. Luego me arrojé sobre la cama y me quedé mirando al techo con los brazos cruzados. Pensé que no podía esperar que todo saliera satisfactoriamente. No podía olvidar lo que me había hecho Philip.
Al cabo de un rato se presentó Trisha. Nada más entrar cerró suavemente la puerta y se quedó mirándome con extrañeza.
—¿Cómo has podido hacer eso a tu propio hermano? Es muy atractivo y parece encantador. Yo creía que sólo eran Clara Sue y la abuela Cutler quienes…
—¡Oh, Trisha! —exclamé mordiéndome el labio inferior.
—¿Qué? —Se acercó presurosamente a mi cama y tomó asiento en ella.
—Te mentí aquel día que me preguntaste por qué me había afectado tanto cuando Arthur entró en el cuarto de baño mientras me estaba duchando.
—¿Que me mentiste?
—Te dije que era un trabajador del hotel el que me había atacado.
—¿Entonces… quién fue?
—Philip. Mi hermano. —Oculté el rostro contra la almohada—. Estoy tan avergonzada —gemí—. Y ahora tiene la desfachatez de presentarse aquí como si nada hubiera ocurrido entre nosotros.
—¡Qué horror, Dawn! —me consoló Trisha, acariciándome el cabello con la mano—. Pobre Dawn. Tienes tantas cosas que intentar olvidar…
Me volví a mirarla, segura de que ya no veía mi vida como una especie de fantasía. Ya no renegaría más de lo tediosa que resultaba su propia vida al lado de la mía. Enfrentarme a la realidad me había hecho crecer más rápidamente de lo que me hubiera gustado, pero no me había quedado otra elección.