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CONOCIENDO LA ESCUELA
BERNHARDT

Ni aunque Trisha me llevara a un pequeño restaurante que había a sólo dos manzanas de distancia de nuestra residencia de estudiantes, pude evitar el miedo de llegar a perderme. Las calles eran muy largas y vi que, para llevar su paso, debía caminar de prisa. Mis ojos se volvían locos mirando el tráfico, a la gente, los escaparates y las casas de apartamentos. Pero Trisha mantenía la vista baja y hablaba mientras avanzaba apresuradamente por la acera hasta llegar a una esquina. Entonces me llevó por otra calle y luego por otra. Parecía tener un sexto sentido ante el tráfico y con la gente, y actuaba como si tuviera ojos en la nuca y no la preocupara chocar con los viandantes o ser atropellada por un coche.

—Corre —me decía al verme andar tímidamente tras ella—, antes de que nos cambie la luz del semáforo. —Me agarró de la mano y tiró de mí para cruzar la calle. Los automovilistas nos pitaron con sus bocinas porque la luz del semáforo cambió cuando sólo habíamos cruzado tres cuartas partes del recorrido. Yo estaba aterrada, pero a Trisha le pareció divertido.

La cajera del pequeño restaurante, como también un hombre recio y calvo, bastante mayor, que estaba detrás del mostrador e incluso una de las camareras conocían a Trisha. Al vernos entrar la saludaron con la mano y nos dijeron hola. Trisha se deslizó en el primer reservado que había libre y yo la seguí, feliz de encontrarme a salvo y poder descansar.

—Jamás he estado en Virginia —empezó Trisha—. Mis padres son del norte de Nueva York. ¿Cómo es que no tienes el fuerte acento del Sur? —preguntó seguidamente, al percatarse de ello.

—Yo no me he criado en Virginia —expliqué—. Mi familia viajaba mucho y no siempre vivimos en el Sur.

La camarera se acercó a nuestra mesa.

—¿Te apetece un blanco y negro? —me preguntó Trisha. Yo no sabía qué era aquello, pero me daba vergüenza confesar mi ignorancia.

—Bueno —acepté.

—Todos los chicos de la escuela vienen aquí —dijo Trisha—. Hay una gramola. ¿Quieres escuchar algo de música?

—Sí —respondí. Trisha saltó de su asiento y se acercó a la gramola.

—¿No te parece estupendo? —exclamó, al regresar—. Espera un segundo —añadió sin darse tiempo a respirar—. ¿Qué quieres decir con que tu familia ha viajado mucho? Agnes me ha dicho que tu familia posee un famoso hotel desde hace tiempo y por la forma en que lo ha descrito, parece verdaderamente un sitio histórico.

—Es cierto.

—No lo entiendo —dijo negando con la cabeza.

—Resulta complicado —dije, con la esperanza de zanjar así la cuestión, pues estaba segura de que si le contaba mi historia, lamentaría tenerme como compañera de habitación.

—¡Oh, siento parecer una espía! Mr. Van Dan, nuestro profesor de gramática, dice que debería encargarme de la columna de chismorreos de un periódico.

—Es un poco duro para mí hablar de ello en estos momentos —aseguré, pero me di cuenta de que sentía gran interés por conocer la historia.

—Esperaré. Tenemos mucho tiempo por delante para hurgar en nuestros respectivos asuntos. No pude evitar reírme.

—Puestas a fisgonear, dime, ¿la fotografía que hay junto a la de tus padres es de tu hermano o de tu novio? —pregunté yo.

—Mi novio, que está en casa —respondió asintiendo. Luego levantó los brazos y exclamó—: Soy hija única.

Y muy malcriada —añadió—. Mira lo que me envió mi padre la semana pasada. —Alargó la muñeca y me enseñó un bello reloj de oro con dos diamantes incrustados, uno en las doce y el otro en las seis.

—Es muy bonito. —Mi cumplido era sincero, pero no pude impedir que mis ojos empezaran a llenarse de lágrimas. ¿Llegaría yo algún día a saber quién era mi verdadero padre, a reunirme con él y a conseguir que me quisiera como un padre debe querer a una hija? Según mi abuela Cutler, él no se interesó en absoluto por mi nacimiento y prefirió escabullirse eludiendo cualquier responsabilidad. Pero, en el fondo, yo abrigaba la esperanza de que la abuela Cutler mintiera en relación con aquello igual que había mentido en otras cosas relacionadas conmigo. En lo más secreto de mi corazón, yo soñaba con que me encontraba en Nueva York, la capital del espectáculo, y de alguna manera iba a encontrar a mi verdadero padre. Y, cuando le encontrara, él se alegraría muchísimo de verme.

—Siempre me está enviando regalos —continuó Trisha—. Supongo que soy una hija de papá. ¿Cómo es tu padre? ¿Tienes hermanos o hermanas? Puedo preguntarte esto ahora, ¿no?

—Sí. Tengo un hermano y una hermana. Mi hermano Philip es mayor que yo y mi hermana Clara Sue es un año más joven. —Pensé en Jimmy y en Fern y en qué difícil me resultaba no llamarles hermanos míos—. Mi padre es… un hombre muy ocupado —añadí secamente, recordando a Randolph y la forma que se las había arreglado siempre para estar ocupado cuando yo le necesitaba.

—No digas más —apuntó Trisha, apoyándose en la mesa—. Así, ¿qué es lo que haces?

—¿Hacer?

—Con tus dotes, so boba. Yo voy a ser bailarina, pero eso ya lo sabes. ¿Y tú?

—Canto, pero…

—¡Oh, no, otra cantante no! —suspiró. Luego me dirigió una fugaz sonrisa, su rostro se iluminó y sus ojos brillaron como las luces de un árbol de Navidad—. No me hagas caso, estaba bromeando. Me muero de ganas de oírte cantar.

—En realidad, no soy muy buena cantante.

—Has sido admitida en el «Bernhardt», ¿no? Has superado su fuerte examen. ¿No te horrorizó la forma en que te miraban? Pero alguien importante cree que tienes talento. De lo contrario, no estarías aquí.

¿Qué podía decir yo? Si le explicaba que la abuela Cutler había movido los hilos necesarios para que me admitieran, Trisha podía ofenderse conmigo. Si le explicaba que todo era parte de un arreglo, tendría que contarle el resto.

—De todos modos, muy pronto, Agnes te hará cantar en una de sus reuniones.

—¿Fue de verdad una gran actriz?

—¡Oh, sí!, y lo sigue siendo. No quiero decir en el escenario o en la pantalla, pero sí en la vida real. Y sigue teniendo todos esos viejos amigos actores que vienen a tomar el té los domingos. Resulta divertido escuchar sus recuerdos. ¿Conoces ya a Mrs. Liddy?

—Sí. Es muy agradable.

—Ella y Agnes viven juntas desde hace siglos. A veces es la única persona a la que Agnes hace caso, pero no temas, te gustará vivir aquí. Ya lo verás. Eso sí, no te dejes entristecer por el Huesos.

—¿Por qué me iba a entristecer él?

—Porque está siempre muy melancólico. Apuesto a que si sonriera una vez se le resquebrajaría la cara —dijo, en el momento en que la camarera nos servía los refrescos.

—¿Por qué le llamas el Huesos?

—Lo sabrás cuando le veas. Esto está de rechupete —y Trisha empezó a chupar de su paja. Tenía un genio parecido a un cálido día de verano. Jamás había conocido a una chica tan feliz y eufórica—. Será mejor que te bebas el refresco. Nos quedan muchas cosas que hacer y yo tengo que estar pronto en casa para ayudar a la cena. Es mi turno semanal.

—¡Oh, es cierto!

Trisha insistió en pagar la cuenta. Cuando dejó una propina para la camarera, le conté lo que me había sucedido con el taxista.

—¿Tuvo la cara de pedírtela? —Meneó la cabeza—. ¡No te digo! Claro que la tendría; por algo es un taxista de Nueva York. Vamos —dijo, cogiéndome de la mano.

«Oh, no —pensé—, otra carrera no». Salimos apresuradamente del local y doblamos hacia la izquierda.

—¿Cómo sabes por dónde tenemos que ir? Es todo tan confuso. —Ya había olvidado por dónde habíamos venido. Todas las calles me parecían iguales.

—Es más fácil de lo que piensas. No te llevará mucho tiempo aprender a andar por ahí. La escuela se encuentra sólo a una manzana más arriba y otra transversal —añadió, según íbamos andando.

»Mi novio se llama Víctor, pero todos le llaman Vic —explicó después—. Cada semana me escribe dos cartas y me llama una vez. Y este verano ya ha venido dos veces a verme.

—Eso está muy bien. Eres muy afortunada de tener a alguien que se ocupe tanto de ti.

—Pero tengo que confesarte un secreto —dijo, parándose y obligándome a arrimarme más a ella, como si las personas extrañas que pasaban por la acera junto a nosotras estuvieran interesadas en nuestra conversación.

—¿Qué secreto es ése?

—En la escuela hay un muchacho que me gusta… Graham Hill. Es t-a-n guapo. Está en el último curso y estudia interpretación. —De repente se entristeció—. Pero él no sabe ni que existo. —Bajó la vista hacia el suelo y luego alzó la cabeza con decisión, apresuró el paso otra vez y me arrastró a remolque tras ella—. Corramos. Todavía estarán ensayando y podrás echarle un vistazo.

«¿Correr? —pensé—. ¿Qué estábamos haciendo antes?»

Cuando doblamos la esquina vi la «Escuela Bernhardt» al otro lado de la calle. El terreno estaba rodeado por una alta reja metálica, entrelazada en varias parras en su mayor parte. A la entrada había un sendero para coches que se elevaba serpenteando por un pequeño montículo antes de alcanzar un edificio de piedra gris que me recordaba un castillo por su elevación y redondez, pero con la novedad de un edificio plano, de más reciente adquisición, que se extendía a la derecha. Las ventanas de aquella sección eran más grandes. A la izquierda divisé dos canchas de tenis, que estaban siendo usadas en aquel momento. En una de ellas dos parejas jugaban una partida de dobles. A pesar del ruido del tráfico y el clamor de las bocinas, sus risas llegaban a veces hasta nosotras.

El cielo se había vuelto de un azul menos intenso a causa de algunas nubes de algodón inflado dispersas. La brisa que hacía bailar los rizos de mi pelo sobre mi frente era cálida y salina. Más allá de la escuela podía divisar el agua que antes había visto desde la entrada de nuestra residencia de estudiantes.

—Vamos —ordenó Trisha cuando la luz empezaba a tornarse verde.

Los terrenos de la escuela me sorprendieron. Lo que menos esperaba yo encontrar era hierba verde, o macizos de flores, o fuentes con bancos y senderos de roca de pizarra en el centro de Nueva York. Había allí majestuosos arces y robles de largas y tupidas ramas que proyectaban sombras, bajo las que se sentaban o reclinaban ahora los estudiantes, leyendo unos, hablando en voz baja otros, rodeados por docenas de palomas blancas y grises que se pavoneaban descaradamente. Parecía más un hermoso parque que el jardín de una escuela.

—Qué bonito es esto —opiné.

—En un tiempo fue propiedad de un multimillonario que amó a Sarah Bernhardt, la famosa actriz, y decidió fundar esta escuela en su recuerdo después de su muerte. La escuela existe desde 1923, pero está totalmente actualizada. Hace diez años añadieron los nuevos edificios. Ahí verás una placa —dijo Trisha, señalando a la verja. Cuando cruzamos la calle, me detuve a leerla:

EN MEMORIA DE SARAH BERNHARDT

CUYO INTENSO FULGOR ILUMINÓ EL ESCENARIO

COMO NUNCA ANTES HABÍA SIDO ILUMINADO

—¿No es la cosa más romántica que has leído nunca? —exclamó Trisha, suspirando—. Espero que algún día un hombre rico se enamore de mí y haga esculpir en mármol mi nombre.

—Estoy segura de ello —le dije, y ella sonrió.

—Gracias. Eres muy amable al decir eso. Estoy muy contenta de que estés aquí. —Entrelazó su brazo con el mío y me hizo cruzar la puerta.

Levanté la vista hacia la entrada circular de la escuela. De cerca, me impresionaba más de lo que había imaginado. Dentro de aquel reverenciado lugar practicaban y desarrollaban su talento unas personas verdaderamente dotadas. Muchos de los licenciados allí eran famosos y sus profesores seleccionaban a los mejores. Era de suponer que a alguien como yo le aplastarían a un lado como un tomate verde en una cesta de tomates maduros. Yo sólo había aprendido a tocar el piano y nunca había recibido lecciones formales de canto. Y, con sólo eso, mi abuela Cutler me había presentado a una audición. Nadie me había dicho que tenía el talento suficiente para inscribirme. Sentía un pánico que me obligó a bajar la cabeza.

—¿Qué te pasa? —inquirió Trisha—. ¿Estás cansada?

—No. Yo…, tal vez debiéramos esperar a mañana —dije, deteniéndome en el sendero de la entrada.

—No tendrás miedo a esta casona, ¿verdad? —se apresuró a preguntarme. Por el modo en que lo hacía, sospeché que ella había tenido la misma sensación cuando llegó allí por primera vez—. Vamos —añadió, apremiándome para seguir adelante—. Aquí son todos muy amables y comprenden lo que significa actuar ante el público. Deja de preocuparte.

Una vez más, me estaba llevando a remolque y empecé a sentirme como un perrito con un dogal al cuello. Recorrimos de prisa el sendero hasta la puerta principal, de la que en aquel momento surgía un hombre alto, vestido con una chaqueta deportiva azul claro y unos pantalones holgados a juego. Su cabello y su bigote eran de un color gris plateado que contrastaba poderosamente con sus ojos cerúleos y su tez rojiza.

—¡Trisha! —exclamó, como si no pudiera creerse que fuera ella.

—Hola, Mr. Van Dan. Ésta es Dawn Cutler, una alumna que acaba de llegar. Le estoy enseñando la escuela.

—¡Oh, sí! —exclamó él, contemplándome de pies a cabeza—. Va usted a formar parte de mi clase.

—Sí, señor —asentí.

—Bien, espero verla mañana. —Se volvió hacia Trisha, titilándole los ojos—. Dawn, reste el cincuenta por ciento a lo que le cuente Trisha, es propensa a la hipérbole —añadió, continuando su camino.

—¿Qué ha querido decir? —inquirí, haciendo una mueca.

—Que tiendo a exagerar —repuso Trisha lanzando una risita—. Es un hombre estupendo y muy divertido en clase —comentó—. Ya te he dicho que aquí la gente es muy amable.

Cuando entramos en el edificio de la escuela, nos saludó un enorme mural que había en el vestíbulo, cubriendo la pared casi del techo al suelo. Era un retrato de Sarah Bernhardt con la mano izquierda alzada como tratando de alcanzar algo, y la mirada puesta en los cielos.

—Por aquí —señaló Trisha y avanzamos hacia la derecha por unos suelos de mármol beige. La luz solar del atardecer se filtraba a través de las altas vidrieras de colores de las ventanas, pintando un arco iris sobre las paredes. Trisha me condujo por un largo corredor hasta detenernos en otro vestíbulo más reducido, frente a dos juegos de puertas dobles. Sobre un amplio tablero un póster anunciaba una futura representación de La gaviota, de Chéjov.

—Esto es el anfiteatro —explicó Trisha, abriendo suavemente una de las puertas. Me hizo gestos para que me acercase y miré por encima de su hombro.

Era un amplio auditorio con asientos en semicírculo mirando al escenario, en el que en aquel momento media docena de personas ensayaban una escena. Trisha se llevó el dedo índice a lo labios, y me indicó que la siguiera por el pasillo del auditorio. Al llegar hacia la mitad se detuvo y me hizo tomar asiento junto a ella. Durante unos momentos escuchamos cómo el joven director explicaba dónde quería que uno de los actores permaneciera de pie durante la escena. Trisha se inclinó y me susurró al oído:

—Aquel chico que está siempre a la derecha es Graham. ¿No te parece un sueño?

Era alto, de cabello rubio y facciones cinceladas. La melena le caía perezosamente sobre la frente y se apoyaba contra una pared como si no le interesara en absoluto lo que ocurría.

—Sí —respondí.

Al cabo de un rato me apremió para que me levantara y nos retiramos por el pasillo.

—Ven —me dijo tan pronto como las puertas se cerraron detrás de nosotras—. Quiero enseñarte a los compañeros de clase y las aulas de música y el salón para ensayos de danza.

Aunque recorrimos todo a la velocidad de la luz, cuando asistí a las clases al día siguiente me sentí más segura pues sabía dónde estaban la mayoría de las cosas. Al percatarse de lo tarde que era, Trisha se apresuró a sacarme por una puerta lateral y me llevó por un atajo a través de los jardines hasta lo que parecía la entrada de servicio de la escuela. Salimos a la calle y echamos a correr hacia la esquina. Sólo teníamos que recorrer una manzana y estaríamos en la residencia de estudiantes. En cuanto entramos, Agnes Morris salió del salón como si hubiera estado revoloteando alrededor de la puerta.

—¿Dónde habéis estado? —demandó, puesta en jarras.

—Dawn y yo hemos ido al restaurante «George’s Luncheonette» a tomar un refresco y luego la llevé a que viera la escuela —se defendió Trisha—. ¿Por qué?

—¿Por qué no preguntaste a Arthur si deseaba ir? A él también le hubiera gustado ir a tomar un refresco. Trisha, generalmente eres más juiciosa —dijo, mirándome—. No permitas que nadie influya mal en ti. —Adoptó una postura arrogante—. En lo sucesivo, habréis de firmar al salir para que yo sepa dónde vais. ¿Está claro? —preguntó, dirigiendo otra vez hacia mí la vista.

—¿Firmar? —exclamó Trisha, incrédulamente.

—Sí. Dejaré un cuaderno aquí en la mesita de la entrada y de ahora en adelante, nombre y hora de salida. Llevé a Arthur a vuestra habitación para que conociera a Dawn y allí no había nadie —añadió, reprobándolo como si fuera la cosa más horrible ocurrida jamás.

—Estoy segura de que a él no le importó —replicó Trisha, desviando la mirada hacia mí.

—Bobadas. Claro que le importaría. Fue como salir a un escenario y encontrarse sin público. Ven, Dawn —dijo—. Te presentaré ahora, no me gusta que Arthur se sienta desairado.

Trisha y yo seguimos a Agnes escalera arriba y nos detuvimos delante de una puerta cerrada a la que llamó suavemente con los nudillos. No hubo respuesta, ni salió nadie a abrir la puerta. Confusa, yo me volví hacia Trisha, la cual se limitó a encogerse de hombros. Agnes volvió a llamar.

—¿Arthur? ¿Arthur, querido?

A los pocos instantes, apareció en la puerta un muchacho excesivamente alto, delgaducho y con una nuez prominente. Creí oír la voz de papá Longchamp diciendo: «Aquí tenéis a Mr. Espárrago».

Arthur tenía unos ojos negros grandes y tristes, del mismo color de ébano que su cabello, que llevaba largo y desordenado. Parecía que no se hubiera peinado nunca. Su nariz era larga y enjuta, y sus labios, tan finos que parecían trazados con un lápiz. Tenía una cara delgada, con un mentón que acababa casi en pico. En contraste con el negro azabache de su cabello y sus ojos, su piel se veía sumamente pálida. Me recordaba a los hongos silvestres que crecen en los lugares húmedos y sombríos del bosque.

—Buenas tardes, Arthur —saludó Agnes—. Esta es la joven señorita que prometí presentarte: nuestra nueva estudiante. —Se hizo hacia atrás para que yo pudiera adelantarme—. Dawn Cutler, te presento a Arthur Garwood.

—Hola —dije, alargando la mano.

—Hola. —Bajó la vista hacia mi mano, como si antes tuviera que inspeccionarla en busca de gérmenes, la tomó y luego se apresuró a soltarla. Yo no estaba muy segura de que la hubiera tocado realmente. Clavó sus ojos en mí de manera fugaz, pero me pareció ver un chispazo de interés en ellos, pese a que en seguida se puso a mirar el suelo.

—Como ya te dije antes, Arthur es un músico de mucho talento —anunció Agnes.

—Yo no tengo talento —espetó él, aguzando la vista. Sus ojos negros fulguraban.

—Claro que lo tienes —insistió Agnes—. Sois todos unos jóvenes dotados, o no estaríais aquí. Bien —concluyó, entrelazando sus manos y presionándolas contra el pecho—, espero que os hagáis todos buenos amigos y que dentro de varios años, cuando vuestros nombres suban a la fama, recordéis que fui yo quien os presentó por primera vez.

—Jamás lo olvidaré —aseguró Trisha. Volví la cabeza y vi que estaba sonriendo.

—Preparémonos todos para la cena —sugirió a continuación Agnes, que no había captado el sarcasmo de Trisha.

Arthur Garwood tomó aquello como una indirecta para cerrar la puerta y su acción me cogió tan de sorpresa que tuve que retirar el pie para que no me lo pillara. Trisha, al ver el sobresalto en mi rostro, me cogió del brazo y me condujo a nuestra habitación. Tan pronto como cerró la puerta, estalló en una risa tan fuerte que me hizo reír a mí también.

—¿Comprendes por qué le llamo el Huesos? —preguntó sujetándose el abdomen—. «Yo no tengo talento» —añadió, poniendo una voz grave para imitar a Arthur.

—¿Por qué es tan desgraciado? —inquirí—. Creo que jamás he visto unos ojos tan profundos y melancólicos.

—No quiere estar aquí. Le obligan sus padres. Cuando quieras ponerte triste, quizá podrás contar con él para que te lea algunos de sus poemas. De todos modos, gracias a Dios que estás tú aquí —añadió—. Así no tendré que enfrentarme yo sola a todo esto. —Empezó a desnudarse para tomar una ducha.

—Puedes usar el otro cuarto de baño para ducharte —dijo—. No tienes que esperarme.

—¿Pero no ha dicho Agnes que estaba reservado para los chicos?

—Sí, pero Arthur no se ducha ni se viste nunca para la cena. Lleva siempre puesta la misma ropa y todavía no hay ningún otro chico.

Para mi primera cena en la casa de los estudiantes elegí un bonito vestido rosado estilo princesa, de cuerpo ajustado y falda amplia; lo extendí sobre la cama, cogí rápidamente mi albornoz y salí a darme una ducha. Apenas me había desnudado y metido dentro del plato de la ducha cuando oí que el pomo de la puerta giraba y lo vi abrirse de golpe. Era obvio que estaba averiado. Sucedió tan de repente, que no me dio tiempo a nada. Arthur Garwood hizo su aparición con la toalla sobre los hombros y la mirada puesta en el suelo. Lancé un grito y me cubrí el seno lo mejor que pude con el brazo y la mano izquierda, mientras con la derecha trataba de tapar la desnudez de debajo de mi cintura. Arthur levantó la cabeza. Al verme se quedó boquiabierto y su tez pálida se volvió roja, como si tuviera fiebre. Entonces extendí la mano y tapé mi cuerpo desnudo con la cortina de la ducha.

—Yo…, oh… lo siento. Yo… —Salió y cerró la puerta rápidamente.

Mi corazón percutía como un tambor de hojalata, pero no porque la cerradura de la puerta hubiera dado lugar a aquel embarazoso momento. Mi recuerdo retrocedió hasta mi hermano Philip y a lo que había sucedido entre nosotros en el «Hotel Cutler» y aquellos recuerdos me producían vértigos y ganas de vomitar. Tuve que sentarme en el borde de la bañera y respirar profundamente. Aun así, no podía dejar de acordarme de las manos de Philip tocando mi cuerpo, de sus labios presionando mis pechos mientras barboteaba, me rogaba y se esforzaba sobre mí aquel día en el hotel. Yo no había sido capaz de revelar nunca lo ocurrido aquel día, toda vez que Jimmy se ocultaba en el hotel y no quería ponerle en peligro. Qué horrible había sido todo. Aquellas vivas imágenes eran como pequeños cuchillos hurgando en mi corazón. Me abracé a mí misma y me balanceé suavemente hacia atrás y hacia delante hasta que mis náuseas remitieron. Luego, después de respirar profundamente unas cuantas veces, me incorporé debajo de la ducha y abrí al máximo el grifo del agua caliente. Estaba tan caliente que me quemaba y lastimaba a medida que salpicaba mi cuerpo. Quizá tenía la esperanza de quemar y desterrar con ello la vergüenza de mis pensamientos y recuerdos, pues me daba cuenta de que no me había liberado de ellos.

Cuando mi piel estuvo tan torturada y enrojecida que me era imposible aguantarlo más, salí de la ducha, me sequé a toda prisa, me puse el albornoz y volví rápidamente a la habitación. Trisha ya se había vestido y estaba dando los últimos toques a su peinado. Cerré la puerta al entrar y apoyé la espalda en ella, entornando los ojos.

—¿Qué te pasa? —preguntó—. Pareces preocupada.

Le conté en seguida que Arthur Garwood había entrado en el baño estando yo allí.

—Eso me ha traído malos recuerdos —musité, sentándome en la cama después de contárselo.

—¿De veras? —Trisha se sentó a mi lado y luego miró su reloj—. ¡Oh, tengo que bajar a ayudar a Mrs. Liddy! Ya hablaremos esta noche. Nos meteremos en la cama temprano, apagaremos la luz y charlaremos hasta que nos rinda el sueño. ¿De acuerdo?

Asentí con la cabeza. No había podido evitarlo. Una parte de mi persona quería guardar todos mis retorcidos secretos encerrados en mi corazón, pero otra anhelaba imperiosamente poder confiar en alguien. Me hubiera gustado tener una madre normal como las otras chicas; una madre con quien reír y a quien contar mis problemas, que me cogiera y me acariciase el pelo cuando me encontrara apenada. Mi madre era una flor muy frágil a la que no se le podían contar cosas tristes.

Todas las personas a las que yo amaba realmente habían desaparecido de mi vida y aquellas que estaban ahora dentro de ella eran personas a las que jamás podría querer: la suspicaz y perversa abuela Cutler; Randolph, mi padre postizo, siempre distante y demasiado ocupado; mi pálida y frenética madre; Clara Sue, mi sañuda hermana; y Philip, que pretendía quererme de la única forma en que un hermano no debe nunca querer a su hermana. Yo necesitaba desesperadamente una amiga como Trisha, tal vez demasiado desesperadamente. Tenía la esperanza y rezaba para que no fuera una más de tantas y acabara traicionándome. Pero pensé que hay veces en las que una no tiene más alternativa que confiar en alguien. Cuando Trisha salió, me vestí, me cepillé el pelo y bajé a mi primera cena en la casa de los estudiantes.

Si Arthur Garwood se había mostrado antes excesivamente tímido al mirarme, ahora le aterrorizaba cruzar su mirada con la mía. Aún tenía coloradas las mejillas de turbación y solamente levantaba la cabeza de su plato cuando no podía evitarlo.

La cena era maravillosa: carne asada y patatas con una salsa excelente. Mrs. Liddy también sabía hacer maravillas con las verduras, en mi vida había probado unas espinacas y zanahorias como aquéllas. De postre tomamos bizcocho empapado en vino y cubierto de mostachón, almendras y crema batida. Mrs. Liddy me dijo que lo llamaban un borracho.

Cuando Trisha terminó de servir los alimentos se sentó a mi lado, pero no tuvimos muchas ocasiones de charlar pues Agnes Morris monopolizó la conversación en la mesa con sus historias sobre diferentes actores y actrices con quienes había trabajado y a quienes había conocido, las obras en las que había actuado y dónde había hecho su carrera. Parecía tener una opinión y un relato sobre todo, incluso acerca de las espinacas, cuando pude meter baza para alabarlas.

—¡Oh, eso me recuerda una divertida anécdota! —exclamó Agnes. Miré a Arthur, que llevaba toda la noche mirándome a hurtadillas, pero que cuando le sorprendí volvió a ruborizarse y a clavar la vista en el plato—. Se refiere a una joven y horrible actriz que yo conocía, pero no revelaré su nombre porque estos días se ha convertido en el furor de Hollywood. Es la persona más vanidosa que podéis encontrar —dijo, mirándome a mí enfáticamente—. No pasaba una sola vez por delante de un escaparate sin que se contemplara de arriba abajo. De un modo u otro, esta señorita estuvo persiguiendo a un joven guapo y elegante hasta persuadirle para que la sacara a cenar y luego a dar un paseo en carruaje por Central Park, que ella presentía muy romántico. No fue así y, de hecho, cuando la acompañó a su casa al final de la velada, él se limitó a estrecharle la mano y a desearle buenas noches. Ni un leve y formal beso de despedida —subrayó Agnes.

»Bueno, como podéis suponer, mi vanidosa amiga se quedó muy turbada. Se fue derecha al dormitorio y se puso a llorar sobre la almohada, pero cuando cesó en su llanto para mirarse en el espejo, como hacía siempre, ¿a que no adivináis lo que vio? ¡Una hebra de espinacas enganchada entre dos dientes! —Agnes aplaudió, riendo y Trisha me miró y alzó la vista al cielo. Yo miré a Arthur, que casi sonrió y, con los labios tensos, meneó la cabeza.

Me ofrecí para ayudar a Trisha a recoger la mesa, pero Agnes repitió que cada cual debía hacer el trabajo en su propio turno y prácticamente me ordenó que la siguiera a la sala de estar para enseñarme su álbum de recuerdos.

—Por supuesto, Arthur puede venir también si lo desea —dijo. Arthur profirió su primera palabra de la noche.

—Gracias, pero debo concluir mis deberes de matemáticas para poder practicar —respondió, haciendo una mueca cuando pronunció la palabra «practicar», como si soltara una blasfemia. Me lanzó su última mirada furtiva y salió disparado. Pensé que no hubiera sido más tímido si hubiera nacido tortuga.

Resultó que Agnes no tenía solamente un álbum de recuerdos; tenía cinco y todos estaban llenos hasta la última página. Había conservado todas las palabras que habían sido escritas sobre ella, incluso las notas e informes de los profesores de la escuela donde se había graduado. Algunas frases estaban subrayadas, especialmente aquellas similares a «Agnes muestra una tendencia dramática».

—Aquí hay una foto mía a la edad de dos años bailando en la terraza.

La fotografía era tan vieja y estaba tan desvaída que resultaba imposible distinguir su cara, pero yo sonreí y opiné que era extraordinaria. Agnes siempre encontraba algo que comentar sobre todo lo que había en su álbum de recuerdos. Sólo habíamos visto libro y medio, cuando Trisha regresó de sus quehaceres en la cocina y me rescató.

—Es hora de que vaya a hacer mis deberes de gramática —anunció Trisha desde la puerta—. He pensado que puedo enseñarle a Dawn lo que hemos hecho hasta ahora y así le será más fácil ponerse al corriente.

—¡Oh, por supuesto! —asistió Agnes.

—Gracias —dije yo, levantándome. Dirigí una mirada de gratitud hacia Trisha y me aparté del sofá.

Cuando Trisha y yo llegamos al pie de la escalera, nos lanzamos por ella hacia arriba, tragándonos nuestras risas hasta que cerramos la puerta de nuestro dormitorio.

—Yo ya sé lo que es eso —dijo Trisha—. Las primeras noches de mi llegada aquí me estuvo torturando con ello. Claro que yo estaba atrapada —añadió—. No tenía quien viniera a salvarme como yo te he salvado a ti. Me pregunto a qué viene esa nueva rareza de que firmemos al salir y al entrar —comentó—. Agnes no había hecho nunca nada de eso con nosotras.

—Todo es por mi culpa —dije.

—¿Por tu culpa? ¿Se debe a que no estabas aquí para ser presentada a Arthur? No, yo creo…

—Es porque mi abuela escribió a Agnes una carta contándole cosas horribles de mí. Agnes me ha dicho que estoy a prueba.

—¿A prueba? ¿Agnes ha dicho eso? Qué extraño. Raras veces se preocupa de hacer cumplir las reglas. La mayoría de las veces, ni siquiera se acuerda de ellas. ¿Pero por qué tu propia abuela ha hecho tal cosa? —preguntó Trisha.

Antes de que tuviera tiempo de contestar, dieron un golpecito a la puerta y Agnes asomó la cabeza.

—Hay una llamada telefónica para Dawn —dijo.

—¿Una llamada telefónica? —Miré a Trisha.

—Se me olvidó decirte que no permitimos llamadas telefónicas después de las siete de la tarde, a menos que se trate de un caso de urgencia o que tenga algo que ver con la escuela. Como ésta es una llamada de larga distancia, hago una excepción y he dicho que te pondrías —me advirtió Agnes—. Puedes hablar desde el salón.

—¿Es mi madre? —pregunté, sacando lentamente mi albornoz.

—No. Se trata de un tal Jimmy —informó.

—¡Jimmy! —Pasé disparada por delante de ella, bajé a toda prisa la escalera hasta el salón y cogí el auricular.

—¡Jimmy!

—Hola, Dawn. ¿Cómo estás? Espero no haberte buscado complicaciones llamándote a estas horas. A la señora que me ha atendido no ha parecido gustarle.

—No, no pasa nada. ¿Cómo estás?

—Muy bien. Tengo una buena noticia que darte y, como voy a salir mañana, he pensado que sería mejor intentar telefonearte.

—¿Que sales mañana? ¿Adonde vas?

—Dawn, me he alistado en el Ejército. Mañana parto para el campamento de instrucción —anunció, sin más rodeos.

—¡Te has alistado! ¿Y tus estudios?

—El oficial de reclutamiento ha dicho que puedo obtener el diploma del instituto estando en el Ejército. Además, aprenderé alguna especialidad que podré usar cuando me licencie.

—Pero Jimmy…, el Ejército… —Enmudecí. Mi corazón se disparó al acordarme de aquel soldado que me había ayudado en el aeropuerto y que me había recordado a Jimmy. ¿Había sido aquello un presagio, una profecía?

—Todo irá bien, Dawn. Es conveniente para mí. Quiero valerme por mí mismo y no andar rodando de una casa de acogida a otra. —La voz de Jimmy sonaba con determinación.

—Pero, Jimmy, ¿cuándo te veré? —exclamé.

—Cuando termine el período de instrucción, pediré un permiso e iré a verte a Nueva York. Te lo prometo. No tengo nadie a quien ir a ver ni que me importe más que tú, Dawn —dijo con voz queda. La imagen de su hermoso rostro destellaba delante de mí y sus ojos negros resplandecían reclamando un amor recíproco que ambos creíamos prohibido. Tras varios años de vivir como hermano y hermana, resultaba difícil desprenderse de aquella identidad y adoptar otra nueva.

—Jimmy, te echo de menos —dije yo—. Más que nunca, ahora que estoy en Nueva York. Esto es tan grande y tan imponente…

—No te preocupes, Dawn. Iré a verte antes de lo que te imaginas, y sé que vas a triunfar.

—Ya he hecho una amiga; mi compañera de habitación. Se llama Trisha Kramer y es estupenda. Te gustará.

—¿De veras? Lo sabía.

—Pero, Jimmy, deberías tratar de encontrar a papá. Sobre todo, ahora que vas a incorporarte al Ejército. Te necesita, Jimmy. No quiero ni pensar que vaya a salir de esa horrible cárcel y se encuentre totalmente solo. No tiene a mamá, no tiene a Fern, y no te tiene a ti.

Los dos guardamos silencio.

—¿Jimmy?

—Le he escrito una carta —confesó Jimmy.

—¡Oh, Jimmy, cuánto me alegro!

—Más que nada le escribí porque tú querías que lo hiciera —arguyo, poniendo en la voz una aspereza varonil.

—Jimmy, me hace muy feliz que hayas hecho una buena acción pensado en mí —musité.

—¡Ajá! —se apresuró a añadir—. ¿Qué me dices de tu nueva familia? ¿Van a ir a visitarte?

—Eso dicen. Jimmy…

—Sí, Dawn.

—Tú eres todavía mi verdadera familia. —El guardó un largo silencio desde el otro lado de la línea.

—Tengo que colgar, Dawn. Todavía he de preparar la maleta y hacer algunas cosas.

—Ten cuidado, Jimmy. Y escríbeme, ¡por favor! —rogué.

—Claro que te escribiré. Pero no te conviertas en una gran estrella demasiado rápido y te olvides de mí —bromeó.

—Jamás haré eso, Jimmy. Lo prometo.

—Adiós, Dawn.

—Adiós.

—¡Dawn! —gritó.

—¿Sí, Jimmy?

—Te quiero —dijo atropelladamente.

Yo sabía lo difícil que era para él decir aquello, expresar con palabras unos sentimientos que los dos habíamos considerado pecaminosos.

—Yo también te quiero a ti, Jimmy —dije, y entonces oí cortarse la línea con un golpe seco. Cuando iba a colgar el aparato creí oír otro golpecito seco. ¿Habría estado escuchando Agnes Morris? Tal vez la abuela Cutler se valía de ella como espía.

Hasta después de haber colgado el auricular, no me di cuenta de que las lágrimas resbalaban por mis mejillas, deslizándose hasta el mentón. Me sequé la cara con la palma de las manos, salí lentamente del salón y empecé a subir por la escalera. Cuando entré en la habitación, Trisha estaba metida en la cama leyendo una revista. La soltó inmediatamente y me miró con ojos curiosos.

—¿Quién es Jimmy? —inquirió.

—El muchacho que yo creí hermano mío durante muchos años —respondí. Ella abrió exageradamente los labios.

—¿Que creíste hermano tuyo? —repitió. Yo asentí—. ¿Un muchacho que creíste que era hermano tuyo? ¿Una abuela que escribe cartas horribles sobre ti? ¿Se puede saber de qué clase de familia procedes?

Comprendí que había llegado la hora de contarle parte de mi historia. Si pensaba tener una amiga, una verdadera amiga, no podía silenciarle unos secretos demasiado profundos y oscuros. Tenía que fiarme de ella, correr el riesgo y confiarle mi historia. Sólo me restaba esperar y rezar para que no me traicionara divulgando mi pasado por toda la escuela, un pasado que me haría parecer un bicho raro ante los demás, especialmente ante quienes no me conocían.

—¿Me prometes no contarle a nadie lo que te voy a narrar? —le pregunté.

—Por supuesto —respondió ella, con los ojos dilatados de excitación—. Te lo juro por mi vida —aseguró, trazando una cruz sobre su pecho. Moví afirmativamente la cabeza y me senté en mi cama. Trisha dobló las piernas, sentándose sobre los talones, se sacudió el pelo sobre los hombros y dobló las manos encima del regazo. Daba la impresión de que había dejado de respirar.

Mis pensamientos volaron junto a Jimmy. Rememoré las horas que habíamos pasado charlando, tendidos el uno junto al otro en nuestro sofá abatible y susurrando hasta bien entrada la noche. Me eché hacia atrás y miré el techo.

—Al poco tiempo de nacer, fui raptada —comencé, y le referí mi historia.

Durante la mayor parte del tiempo, Trisha no hizo ninguna pregunta ni pronunció una sola palabra. Al cabo de un rato se tendió de espaldas sobre la cama y se quedó escuchando con los brazos cruzados. Creo que tenía miedo de interrumpirme por temor a que cesara de hablar. Después de contarle todo lo relativo a mamá y papá Longchamp, a Fern y a Jimmy, y describirle cómo había sido la vida para nosotros, volví rápidamente al hotel «Cutler’s Cove». Me daba mucha vergüenza contarle mi breve romance con Philip mientras asistí a «Emerson Peabody», en Richmond, y lo que había sucedido después en el hotel entre nosotros dos.

—Clara Sue parece horrible —opinó Trisha finalmente—. Qué mezquindad le hizo a Jimmy.

—Ojalá no volviera a verla más —contesté. Trisha guardó silencio durante un rato. Luego se incorporó y se volvió hacia mí.

—Cuando volviste del baño después de que Arthur entrara, dijiste que te había traído malos recuerdos. ¿Cuáles eran esos malos recuerdos? ¿Algo más sucedido en el hotel? —inquirió, perspicazmente.

—Estuve a punto de ser violada mientras tomaba una ducha —dije, decidiendo inventarme algo—. Por un trabajador del hotel.

—¡Oh, eso es terrible! ¿Y qué hiciste?

—Me defendí como pude y huyó. Aún le está buscando la Policía. —Miré hacia otra parte para que Trisha no detectara la mentira en mis ojos. Repentinamente, me recorrió un escalofrío y casi me quedé paralizada de miedo al pensar cómo reaccionaría Trisha al escuchar mi relato. ¿Qué acababa de hacer yo? Nueva York era la única oportunidad que me quedaba para llevar una nueva vida, un sitio donde nadie conocía la singularidad de mi pasado. ¿Por qué habría confiado a nadie cosas que debieran ser sepultadas dos metros bajo tierra para que nadie volviera a verlas? Con mi corazón marchando como un tren de alta velocidad, miré a Trisha, aterrada por la posibilidad de descubrir el aborrecimiento en sus ojos.

—¡Eres muy afortunada! —exclamó ella de pronto.

—¿Qué? ¿He oído bien? ¿Afortunada?

—Has tenido una vida la mar de excitante, mientras que a mí jamás me ha ocurrido nada —se lamentó—. Lo único que he hecho es asistir a un viejo y vulgar colegio público de una pequeña población, no he tenido más que un novio y apenas he ido a ninguna parte. Bueno, hemos estado docenas de veces en Palm Beach, en Florida, pero eso no me divierte. Me paso la vida atrapada en algún hotel rancio, obligada a vestir y a comportarme correctamente porque hay muchas personas ricas e importantes que están siempre mirándose entre ellas y, en especial, mirando a los hijos de los demás. Si tengo un cabello fuera de su sitio, mi madre se pone histérica. Nuestros modales los hemos aprendido en Emily Post. ¡Ni siquiera puedo sacar un codo de la mesa!

Saltó sobre mi cama y se tendió boca abajo.

—Pero cuando sea una bailarina famosa me desquitaré. Voy a vestirme disparatadamente, tendré docenas de amigos encantadores, todos ellos de oscura reputación, fumaré cigarrillos en largas boquillas de nácar y visitaré los sitios más elegantes. Por dondequiera que vaya habrá reporteros sacándome fotos. ¡Y no me casaré hasta… hasta que tenga casi treinta años! Y será con alguien tan rico que su nombre abrirá todas las puertas y hará que la gente corra como conejos salvajes. ¿No te parece excitante? —preguntó.

—Sí —respondí para no herir sus sentimientos, aunque interiormente me notaba desgarrada por mis deseos. Yo quería llegar a ser una gran cantante, probar el gusto de la fama y tener experiencias del mundo; existían demasiadas cosas que yo no había visto ni hecho. Pero, si abría mi corazón y miraba dentro, sabía que vería en su interior mi mayor esperanza. Deseaba tener una familia, y querer y mimar a mis hijos, para que no se sintieran como yo me sentía ahora. Lo otro no se lo deseaba a nadie. Trisha rodó sobre su espalda.

—¿Sabe Agnes todas estas cosas que te han sucedido?

—Lo único que sabe son las mentiras que le ha contado mi abuela en esa carta. Ni siquiera sé lo que pone la carta; me gustaría poder leerla.

—Lo conseguiremos —me aseguró Trisha.

—¿Cómo?

—Cuando sepamos que Agnes va a estar fuera algún tiempo y Mrs. Liddy está ocupada, nos colaremos en su cuarto y la buscaremos.

—¡Oh, no sé si tendré valor para hacer eso! —Sólo de pensarlo se me disparaba el corazón.

—Déjalo de mi cuenta —repuso Trisha—. ¡Oh! —exclamó con voz aguda—, es lo más emocionante que he hecho desde hace siglos.

—Yo no haría una cosa así —musité, pero ella no me oyó o no quiso oírme.

Me hizo volver a mis tiempos pasados y describirle con más detalle cómo era ir de una ciudad a otra, de un colegio a otro. Estuvimos charlando hasta que ambas confesamos que estábamos rendidas, y finalmente apagamos la luz.

Me dormí muy pronto, cansada del viaje y de todo lo que había hecho desde mi llegada; pero hacia la medianoche me despertó el ruido de una lluvia torrencial: mi primera tormenta de verano en la ciudad de Nueva York. El ritmo en staccato percutiendo en el tejado sobre mi cabeza era como el repique de unos tambores militares devolviendo a mi memoria recuerdos que yo esperaba ignorar, remembranzas de mi primera noche en «Cutler’s Cove» cuando me encontré en un mundo nuevo y extraño con mi nueva y extraña familia. Cuánto había echado de menos a mamá y papá Longchamp, a Fern y a Jimmy.

Bajé de la cama. Trisha dormía apaciblemente con una respiración profunda y regular. Moviéndome con sigilo para no despertarla, fui al cuarto de baño. Cuando regresaba al dormitorio oí un sonido extraño. Me puse a escuchar y comprendí que era el sonido de alguien que sollozaba y procedía de la habitación de Arthur Garwood. Me acerqué más a la puerta y escuché.

—¿Arthur? —llamé—. ¿Te encuentras bien? —Esperé. El llanto cesó pero él no respondió. Seguí escuchando un poco más y luego regresé a mi habitación sin dejar de pensar en aquel muchacho taciturno y sombrío que se encerraba en su cuarto.