SORPRENDENTES REVELACIONES
Vacilé delante del despacho de la abuela Cutler. Las simples palabras SRA. CUTLER grabadas en la puerta parecían iluminar la madera como si hubiese encendido un neón delante de mí. Mi mano se quedó petrificada al agarrar el pomo. Al cabo de un momento, Jimmy me puso la mano sobre el hombro.
—Si tu madre no sabe nada ni Randolph tampoco, no nos queda otro recurso —recalcó—. Esto no sería robar.
Asentí con la cabeza e hice girar el pomo. Una vez dentro, tardamos en advertir que Randolph estaba sentado en el canapé de color aguaverde. Las cortinas de las ventanas estaban corridas y sólo había encendida una pequeña lámpara de sobremesa que iluminaba de manera tenue una zona reducida. El sempiterno perfume lila de la abuela Cutler estaba presente. Era como si acabara de salir de allí. Por un momento mis ojos me engañaron, y creí verla sentada detrás del gran escritorio, mirándome intensamente con el mismo odio con que me había mirado cuando llegué allí por primera vez.
Jimmy me agarró otra vez del hombro y, cuando me volví hacia él, se limitó a señalar con la cabeza al canapé en el que Randolph estaba sentado mirando simplemente al frente. Tenía los ojos profundamente sombríos. Nuestra entrada ni siquiera le inmutó o sorprendió. Parecía como si nos hubiera estado esperando.
—No puedo hacerme a la idea —dijo, lentamente— de que se ha ido y ya no volverá. —Meneó la cabeza—. Precisamente anteayer hablamos de hacer reformas en la sala de juegos. Quería mesas y sillas nuevas. ¿Sabes?, se acordaba perfectamente de cuando se compraron las que hay ahora —añadió, levantando la vista hacia nosotros—. Mi madre era capaz de recordar hasta el día en que había comprado una caja de horquillas para el pelo. —Sonrió y meneó la cabeza—. Qué mente la suya. En toda la comarca no había otra mujer de negocios como ella.
Suspiró profundamente y volvió a mirar el gran escritorio.
—Ya no volverá a ser igual; nada será igual. Casi me dan ganas de renunciar a todo…, de irme simplemente a esperar la muerte —dijo.
—A ella no le gustaría eso —intervine yo—. La decepcionarías mucho, Randolph.
Se volvió hacia mí y asintió con una sonrisa. Pero sus ojos siguieron estando tristes.
—Sí, tienes razón, Dawn. —Pareció haber vuelto de pronto a la realidad y al presente—. Es extraordinario que hayas llegado justamente ahora.
—No tiene nada de extraordinario, Randolph —repliqué en el acto, yendo a sentarme a su lado—. Seguramente te enterarías de lo que me ocurrió en Nueva York y de que me llevaron a «Los Prados» a vivir con Miss Emily. Estoy segura de que te enterarías —insistí.
—¡La tía Emily! —exclamó asintiendo—. Será mejor que le comunique la noticia en seguida. No es porque espere que emprenda un viaje tan largo con Charlotte para asistir al funeral —añadió—. Es para que sepa que ha muerto su hermana.
—Sí, seguro que se le parte el corazón —dije secamente, pero él no captó mi sarcasmo—. Randolph, sabías que yo estaba allí, ¿verdad? ¿Sabías lo que había ocurrido? —le seguí presionando. Se volvió hacia mí y me miró a los ojos.
—Sí —admitió, finalmente—. Me lo contó mi madre. Lo siento, Dawn. Tú sola estropeaste las cosas al tener un romance y quedarte embarazada.
—Lo sé, pero tuve a mi hija en «Los Prados». La abuela Cutler envió a alguien y se la llevaron en cuanto nació. Tengo que recuperarla —aseguré firmemente, agarrándole por la muñeca. El movió la cabeza, confundido.
—¿Recuperarla?
—De quienquiera a quien se la haya entregado la abuela Cutler. Ella no tenía derecho a dar la niña a nadie. Por favor, ayúdanos a encontrarla. Por favor —le supliqué.
De repente, pareció aterrado. Miró el sillón y luego volvió a mirarme a mí. Era como si pensara que su madre podía regresar de entre los muertos y castigarle por el solo hecho de hablar conmigo.
—No lo sé…
—¿Qué trámites haría ella? ¿A quién pudo llamar? ¿Qué podría hacer yo? —le rogué.
—Hay mucho que hacer, ahora que se ha ido ella, ¿no? —dijo—. Supongo que lo primero es hablar con el señor Updike, el abogado de mi madre. Él lleva todos sus asuntos y ha sido abogado de la familia desde que yo recuerdo. No es mucho más joven que mi madre —añadió Randolph.
—¿El señor Updike? —exclamé. Miré a Jimmy, que abrió más los ojos esperanzado.
—Sí —asintió Randolph, levantándose lentamente—. Tengo que telefonearle. También es íntimo amigo de la familia.
—¿Querrás preguntarle si sabe algo de mi hija? —exclamé cuando rodeaba el escritorio de la abuela Cutler para acercarse al teléfono. Vi que no se atrevía a sentarse en el sillón de ella.
Jimmy tomó asiento a mi lado en el sofá y nos quedamos esperando y escuchando mientras Randolph telefoneaba al abogado. En cuanto le contó al abogado lo que había sucedido, se quedó sin habla, limitándose a escuchar y asentir a cada instante. Pensé que iba a colgar sin preguntarle por la niña, y me puse en pie de un salto.
—Por favor, ¿puedo hablar con él? —le supliqué. Me miró un momento, como acordándose de que yo estaba allí, y a continuación me pasó el aparato.
—¿El señor Updike? —inquirí.
—Sí. ¿Con quién hablo? —preguntó una voz profunda y sonora.
—Me llamo Dawn y…
—¡Ah, sí! —exclamó—. Ya sé quién es usted. Precisamente estaba a punto de decirle a Randolph que hiciera todo lo posible para que se hallara usted presente en la lectura de los testamentos.
—Señor Updike, dudo mucho de que la abuela Cutler me haya incluido de modo alguno en su testamento. Lo que quería preguntarle es si sabe usted algo respecto a los trámites que se hicieron para que alguien se quedara con mi hija.
Hubo una larga pausa.
—¿No dio usted su consentimiento? —preguntó el abogado, finalmente.
—¡Oh, no, señor! ¡Nunca!
—Comprendo. ¿Entonces, me está diciendo ahora que quiere tener a su hija?
—Sí, señor.
—Todo esto es lamentable, muy lamentable —murmuró—. De acuerdo. Déme algún tiempo. En la lectura de los testamentos dispondré de información para usted.
—Quiero tener a mi hija —insistí.
—Sí, sí, comprendo. Por favor, déjeme hablar con Randolph, si está todavía ahí —dijo.
Devolví el teléfono a Randolph y me acerqué otra vez a Jimmy.
—¿Sabe alguna cosa? —me preguntó inmediatamente Jimmy.
—Sí —respondí—. Y me ha prometido hacer algo. Tendremos que quedarnos en el hotel unos días hasta la lectura del testamento, mientras él realiza las gestiones.
Y, finalmente —suspiré—, se habrá solucionado todo. Vamos —dije, cogiendo a Jimmy de la mano—; tenemos que elegir una habitación para nosotros.
—¿Crees que debemos hacer eso? Quiero decir…
—¿Quién se va a oponer a ello? —repliqué, sonriendo. Me sentía muy dichosa ante la perspectiva de recobrar a mi hija—. Además, si mi madre es ahora la reina, yo soy una de las nuevas princesas.
Salimos al vestíbulo y pedí a la señora Hill la llave de una de las mejores suites. Luego, Jimmy se fue en busca de su equipaje. No subí a decirle nada a mi madre, pero cuando Jimmy y yo volvimos a «Cutler’s Cove» de cenar, nos la encontramos en el vestíbulo hablando con algunos empleados. Me dejó estupefacta la firmeza y la autoridad con que se dirigía a ellos, dándoles instrucciones para los días siguientes. En cuanto terminó, vino junto a nosotros.
—Así que éste es Jimmy —saludó, tendiéndole la mano—. La última vez que estuviste aquí no tuvimos ocasión de conocernos. —Le dirigió una amplia sonrisa.
«Conocernos —pensé—. ¿Por qué quiere insinuar que la última vez que estuvo Jimmy aquí fue una visita agradable?» Además, me sorprendió lo coqueta y encantadora que se estaba mostrando. ¿Es que no tenía vergüenza?
—Hola —respondió Jimmy, algo confuso. Ella elevó la mano como si esperase que se la besara y acabó retirando los dedos, pero no apartó su atención de él.
—Con que te has enrolado en el Ejército. Adoro ver a un hombre de uniforme. Resulta tan imponente y tan romántico… Aunque esté en un sucio campamento de instrucción y no en una guerra de ultramar. ¡Oh, llevas unas cintas muy bonitas! —le halagó, acariciándolas con los dedos.
A Jimmy se le subió la sangre al rostro. Mi madre se echó a reír y se pasó suavemente los dedos por el cabello. Luego se dirigió a mí.
—Esta noche llegan Clara Sue y Philip —explicó—. Quiero que el funeral se celebre lo antes posible para que no falten al colegio más de lo necesario. Su curso está a punto de terminar.
—Qué considerada eres, mamá —manifesté. La expresión de su rostro no cambió. Su sonrisa estaba empezando a parecer una máscara.
—No tenéis por qué ir a comer fuera, ya lo sabéis —continuó—. He dado órdenes al personal de la cocina para que sigan trabajando. La familia comeremos en el comedor, como de costumbre. Nussbaum está cocinando para el personal del hotel y estoy segura de que volveremos a abrirlo poco después del funeral.
—Qué eficacia —opiné—. La abuela Cutler estaría muy orgullosa de ti.
Mi madre parpadeó repetidas veces, pero siguió igual de deslumbradora, mostrando un brillo radiante en sus ojos que yo no había visto en ella hasta aquel momento. El abundante color de su cara la hacía aún más bella.
—En cuanto acabe el funeral y los acompañantes se hayan ido, daré instrucciones a la señora Boston para que las cosas de la abuela Cutler sean retiradas de su habitación y tú te instales en ella —declaró.
—No será necesario, mamá. No tengo intención de continuar aquí —repliqué, inmediatamente.
—¿Que no tienes intención…? —Miró a Jimmy—. No me digas que estás planeando alguna estupidez, Dawn. Sobre todo ahora que dispones de esta nueva oportunidad. ¡Te creo más sensata que todo eso! Piensa lo que será esto a partir de ahora; puedes colaborar conmigo en la supervisión. Por las noches nos pondremos las dos en la puerta del comedor para saludar a los clientes. Te compraré vestidos bonitos y…
—Pero mamá, teniendo en cuenta tu frágil salud, ¿consideras juicioso echarte encima tanta responsabilidad? —pregunté, lanzándole las palabras como si fueran agujas. A pesar de acobardarse, no perdió la compostura. En vez de ello, sonrió generosamente y se acercó a mí para besarme en la mejilla.
—Es estupendo que pienses en mí, Dawn. Por supuesto, no pienso matarme trabajando. Lo haré con moderación. Razón de más para que te necesite a mi lado como mi pequeña ayudante —recalcó, dándome la espalda y mirando a Jimmy aún con más interés. Me di cuenta del asombro que él sentía.
—Me temo que ya es demasiado tarde para eso, mamá —le contesté—. En cuanto localicemos el paradero de mi hija, Jimmy y yo nos iremos de aquí. Por descontado que, como todavía no he cumplido los dieciocho años, puedes tratar de impedírmelo. Pero no creo que quieran hacer ahora una escena semejante. Además, dentro de poco podré hacerlo legalmente.
Su sonrisa acabó evaporándose.
—Dawn, yo esperaba que hubieras aprendido algo de esta última y terrible experiencia. Pero es evidente que no has aprendido nada, excepto cómo continuar haciendo infeliz tu vida y la de cuantos te rodean. Especialmente la mía. ¡Oh! ¿Por qué me molestaré en seguir intentándolo? —se lamentó, histriónicamente—. Me temo que tienes razón —prosiguió, con más ímpetu e indignación de lo que yo había creído posible en una mujer tan pequeña y delicada—. Ya es demasiado tarde para ti.
Se volvió hacia Jimmy.
—Os compadezco a los dos —añadió, con los ojos llameantes de furia. Y se alejó de nosotros. Pero nada mas cruzarse con el jefe de los botones, recuperó su sonrisa y su encanto.
Jimmy y yo estábamos agotados del día de viaje y de la traumática experiencia vivida en el hospital. Nos acostamos temprano y no tardamos en quedarnos dormidos. Por la mañana nos duchamos, nos vestimos y bajamos a desayunar al comedor. Fuimos los primeros de la familia en tomar asiento. Yo había olvidado que Clara Sue y Philip habían llegado la noche antes. Entraron juntos en el comedor, seguidos de mi madre y de Randolph. Philip sonrió nada más verme, pero Clara Sue retorció la boca con disgusto.
—¡Jimmy! —exclamó Philip corriendo hacia la mesa con la mano extendida—. ¿Cómo te va? Estás estupendamente.
—Bien —contestó Jimmy. Estrechó rápidamente la mano de Philip y volvió a sentarse.
—¿Y Dawn? —dijo Philip, bajando la vista hacia mí—. Te veo tan guapa como siempre.
—Gracias, Philip —respondí. Había clavado los ojos en mí de tal manera, que en seguida dejé de mirarle.
Clara Sue nos miró a los dos sin decir nada. Se sentó en la mesa e inmediatamente pidió zumo de naranja a uno de los camareros.
—Buenos días —saludó mi madre con voz cantarina. Se la veía fresca y descansada, con el pelo tan brillante como siempre. Me di cuenta de que se había aficionado a llevar un poco de sombreado en los ojos y un ligero toque de colorete. Era una mujer muy bella. No podía negarse que tenía unas facciones tan perfectas como las de una muñeca: un rostro que no perdía nunca su inocencia infantil, pero dotado de unos ojos capaces de fascinar y atormentar a un hombre hasta el punto de hacerle sufrir. Llevaba un vestido de seda azul con un provocativo escote y las mangas ahusadas.
Randolph, por el contrario, parecía no haberse acostado. Tenía los párpados caídos y se le veía macilento y con los hombros encorvados. Llevaba puesto el mismo traje que el día anterior, sólo que ahora estaba arrugado. Pensé que a lo mejor había dormido con él puesto. Tampoco me hubiera extrañado que no hubiera abandonado el despacho de la abuela Cutler.
—Me alegra veros a los dos levantados temprano —manifestó ella mientras se sentaba. Randolph pareció confuso durante un rato, hasta que mi madre dio una palmada en el respaldo de su silla y tomó asiento. Ella pidió para sí zumo, café y huevos. Randolph sólo quiso café.
—Bueno, —continuó ella—, hoy tenemos mucho que hacer. Randolph y yo vamos a ir a la funeraria para hacer los preparativos finales. Hemos pensado que sería un bello gesto que después de la ceremonia de la iglesia el cortejo fúnebre viniera hasta el hotel para que la abuela Cutler pasara por la puerta principal la última vez y el personal de la casa pudiera darle su definitivo adiós. ¿No opináis todos que eso sería un bello gesto? —preguntó, prácticamente como si recitara las palabras.
Philip estuvo de acuerdo. Clara Sue siguió bebiendo su zumo y mirando hacia mi lado hasta que finalmente reunió el valor suficiente para atacarme.
—Hemos oído decir que visitaste a la abuela en el hospital un momento antes de morir —comentó.
—Sí, ¿y qué? —respondí.
—Debiste de hacer algo que la irritó y se murió. Siempre estuviste molestándola —me acusó.
—Vamos, Clara Sue —suplicó mi madre—. Por favor, no hagas escenas durante el desayuno. Mis nervios no pueden soportarlas.
—La abuela Cutler no necesitaba que yo la irritase —respondí—. Ya te tenía a ti —añadí, sorprendiéndola con mi contraataque.
Philip se echó a reír ruidosamente y el rostro de Clara Sue enrojeció como la grana.
—A mí no tuvieron que enviarme lejos a parir a un bastardo —se mofó—. ¿De quién es? ¿Suyo? —Señaló a Jimmy—. ¿O no sabes quién es el padre?
—Por favor —rogó mi madre—, cállate ahora mismo. Somos una familia de luto —recordó.
Philip bajó la vista hacia la mesa, conservando su necia risita. Clara Sue se cruzó de brazos y volvió la cara, malhumorada. Miré a Randolph, pero parecía distante, perdido en su propio mundo e incapaz de oír nada. Jimmy localizó mi mano por debajo de la mesa y la apretó.
Tras este incidente, mamá reanudó la conversación, y describió con detalle todos los preparativos del funeral, hasta las flores que había elegido para su colocación alrededor del ataúd, los recordatorios que había mandado imprimir para ser distribuidos y la comida que había encargado preparar a Nussbaum para después.
—Naturalmente, tenemos que celebrar el funeral más impresionante que se haya visto nunca en «Cutler’s Cove» —declaró—. Eso es lo que espera la gente.
Con un júbilo y un placer que no podía disimular, mi madre se hizo cargo por completo del control de «Cutler s Cove». Randolph permanecía sentado en silencio asintiendo y dando su conformidad a todo lo que ella decía o hacía. Parecía una marioneta, con mi madre manipulándole a sus espaldas.
Hizo los preparativos entusiasmada, actuando como si estuviera organizando una fiesta de gala. El día del funeral descendió por la escalera como una reina que fuera a saludar a sus súbditos. Nunca había estado tan deslumbrantemente bella. Llevaba el vestido negro ornado con una hilera de pequeñas piedras igual que diamantes en toda la extensión de su cuello en uve, que, a mi modo de ver, mostraba más escote que el apropiado para asistir a unas honras fúnebres. Era un vestido de manga corta con cintura firme y falda plisada. Lucía también un ostentosísimo collar de diamantes que hacía juego con los pendientes y había hecho que Randolph le proporcionara uno de los bonitos chales de seda de la abuela Cutler para llevarlo por encima de los hombros.
Randolph y Philip vestían un traje negro con corbata negra y Clara Sue llevaba un vestido negro, que habían tenido que ensancharle por la cintura y el seno. Entre el personal oí decir que había maltratado de palabra a la costurera cuando la pobre mujer le había estado haciendo los arreglos. Mamá había insistido en que fuera a la boutique de Cutler’s Cove y cargara algo a su cuenta. Yo hice a Jimmy acompañarme y me compré un sencillo vestido negro.
Jimmy y yo recorrimos el camino de la iglesia en su coche, detrás de mamá, Randolph y Philip. Parecía como si la abuela Cutler también hubiera ordenado que hiciera el tiempo apropiado para un funeral. El cielo estaba completamente encapotado y gris, y soplaba un viento tibio del mar. Hasta el océano parecía sombrío y deprimido; apenas se alzaban las blancas crestas de las olas y apenas llegaba la marea a la orilla.
Mamá había acertado al predecir la importancia y dimensiones del funeral de la abuela Cutler. La iglesia estaba abarrotada de vecinos de la comunidad. Allí se habían dado cita todos les abogados, médicos y políticos, así como todos los hombres de negocios, muchos de los cuales consideraban al hotel uno de sus principales clientes.
Cuando ocupamos nuestro sitio delante, me pareció que todos los ojos estaban pendientes de nosotros, especialmente de mamá. El féretro se encontraba delante nuestro. Mamá había decidido que permaneciera con la tapa cerrada. El sacerdote pronunció un largo sermón, en el que se refirió a las obligaciones que tienen las personas más afortunadas para con sus convecinos. Citó a la abuela Cutler como el adalid principal de la comunidad, que había usado sus conocimientos prácticos y su senado comercial para levantarla y ayudar así a quienes no habían nacido tan afortunados como ella. Concluyó diciendo que había vivido de conformidad con la misión que Dios le había confiado.
Sólo Randolph mostraba una sincera emoción. Tenía los ojos llenos de lágrimas y la cabeza baja. Mamá conservaba su perfecta sonrisa, y se volvía y asentía de vez en cuando con la cabeza hacia esta o aquella persona relevante. Siempre que lo consideraba necesario, se tocaba ligeramente los ojos con su pañuelo blanco de seda y bajaba la cabeza. Sabía cuándo abrir o cerrar sus emociones, como si dispusiera de un grifo. Clara Sue tenía una cara aburrida, como siempre, y Philip no paraba de mirarme, con un brillo travieso en los ojos y una frívola sonrisa en los labios.
Después seguimos la ruta que mamá había establecido. La comitiva fue detrás del coche fúnebre hasta el hotel, donde todos nos apeamos para escuchar unas palabras más, pronunciadas por el sacerdote desde las escaleras de la puerta. Los empleados se congregaron alrededor, todos con caras tristes. En último término, descubrí a Sissy con su madre. Había acudido al entierro a pesar de que la abuela Cutler la había despedido sin contemplaciones. Al verme, me sonrió.
Desde allí nos dirigimos al cementerio. Lo primero que vi cuando llegamos al panteón de los Cutler fue que la lápida que la abuela había mandado poner con mi nombre había desaparecido. Entonces fue cuando tuve la mayor sensación de haber sufrido una verdadera pesadilla.
El sacerdote leyó algunos salmos al pie de la sepultura y luego nos pidió que inclinásemos la cabeza mientras oficiaba la oración final. Yo recé para que la abuela Cutler, donde quiera que se encontrase, acabara comprendiendo la crueldad y la aspereza de sus modales. Pedí por su arrepentimiento y rogué a Dios que la perdonara.
Otra vez, como si la abuela Cutler gobernara el tiempo, los cielos empezaron a aclararse y el sol dejó caer sus rayos sobre nosotros. El océano volvía a estar azul y vivo, y las golondrinas de mar, que durante la mañana habían emitido chillidos melancólicos, empezaron ahora a cantar jubilosamente mientras se lanzaban en picado contra las playas, al encuentro de algún botín.
Randolph se encontraba tan desorientado por el dolor, que fue preciso ayudarle a volver al coche. Mamá dio las gracias al sacerdote por el hermoso funeral que había oficiado y le invitó a que acudiera al hotel para tomar parte en lo que se suponía que debía ser una reunión triste.
Ella se había encargado de hacer todos los preparativos. Pensé que sólo faltaba allí una orquesta de música. El personal actuaba como para cualquier otro acontecimiento del hotel. Los camareros se movían de un lado a otro portando entremeses, vasos de whisky y vino. En un extremo se habían instalado unas mesas con comida. Por orden de mamá, Nussbaum había preparado toda clase de ensaladas y carnes, incluyendo albóndigas suecas, salchichas de Frankfurt y pavo troceado. Había moldes de gelatina y fruta, y una mesa aparte para los postres.
Aproximadamente, se presentaron las mismas personas que habían acudido a la iglesia. Los murmullos de conversación que habían empezado en cuanto regresamos del cementerio dieron paso ahora a una explosión de voces. Randolph trató de aguantar de pie en la puerta junto a mi madre, Clara Sue y Philip para recibir a la gente, pero al cabo de un rato tuvo que sentarse. Aunque le proporcionaron una silla y un vaso de whisky, seguía muy aturdido y confuso. De vez en cuando enfocaba hacia mí su mirada perdida y sonreía.
Al cabo de poco rato oí la sonora risa de mi madre y la vi acompañando, hacia las distintas mesas de comida y bebida, a los hombres que obviamente consideraba más importantes de los que se hallaban en el salón. La veía por todas partes y dondequiera que estuviese parecía un figurín, vibrante y bella, siempre rodeada de varios admiradores.
A última hora de la tarde empezaron a desfilar los asistentes y casi todos se detuvieron ante Randolph para estrechar su fláccida mano. Las personas mayores, especialmente las señoras, trataban de ofrecerle un verdadero consuelo y algunas le abrazaban incluso. Sólo entonces fue cuando pareció darse cuenta de lo que estaba sucediendo y de lo que había sucedido.
Por último, cuando ya sólo quedaban alrededor de media docena de personas, un hombre alto y macizo, de cabello gris, cara robusta, ligeramente bronceada, y ojos negros se aproximó a Jimmy y a mí. Tenía la frente surcada por profundas arrugas y patas de gallo alrededor de los ojos, pero, a pesar de su edad innegable, se mantenía erguido e irradiaba un aire de autoridad que me indicó que era el señor Updike, incluso antes de presentarse a sí mismo.
—Me he puesto en contacto con quienes pensaba que estaban adoptando a su hija —explicó, apartándonos a un lado—. Aquí tengo su dirección —añadió, dándome un sobre—. Esperan que pase usted por allí dentro de un día o dos. Naturalmente, están muy molestos porque todos les habíamos dado a entender que usted había accedido a entregarla voluntariamente.
—Jamás me lo preguntaron. Y nunca habría accedido —repliqué. Asintió y luego meneó la cabeza.
—Mal asunto, es un mal asunto. Dentro de media hora daré lectura a los testamentos en el despacho de la señora Cutler —añadió—. Procure estar allí.
—¿Qué puede haberte legado la abuela Cutler? —me preguntó Jimmy en cuanto el señor Updike se alejó.
—Un cubo y un estropajo —contesté. Realmente, no podía figurarme otra cosa.
El señor Updike estaba sentado tras el escritorio de la abuela Cutler con los papeles y documentos extendidos delante de él. Randolph, mi madre y Clara Sue se habían acomodado en el sofá. Philip ocupaba una silla a la derecha de ellos y Jimmy y yo nos sentábamos en las que había a la izquierda. Incluso con todas las lámparas encendidas y la luz del día entrando a raudales por las ventanas, el despacho ofrecía un aspecto triste, monótono y pesimista. Pero yo no podía olvidar lo radiante que se hallaba mi madre. La supervisión del funeral y la posterior reunión habían plasmado en su rostro un saludable arrebol. Estaba deslumbrante y sus ojos se agitaban con un brillo juvenil. Clara Sue, que se había pasado todo el día poniendo mala cara, ardía de odio cada vez que miraba hacia mí. Nuestra alborozada madre parecía más bien su hermana.
—Como están aquí presentes todas las personas interesadas —empezó diciendo el señor Updike—, daré comienzo a la lectura formal de los testamentos y disposición de los bienes de William y Lillian Cutler, ambos ya difuntos —dijo, con voz sobria. Mi madre fue la primera en percatarse de algo extraño.
—John, ¿ha dicho usted William y Lillian? —preguntó.
—Sí, Laura Sue. Hay ciertos asuntos sin terminar por lo que concierne a las instrucciones que dejó William.
—Bueno, ¿por qué no se hizo eso antes que esto? —insistió ella.
—Por favor, tenga paciencia, Laura Sue —contestó—. La respuesta se encuentra aquí —añadió, dando un golpecito sobre el documento.
La sonrisa de mi madre se marchitó y yo pensé que, de repente, parecía algo incómoda. Randolph, en cambio, no daba la sensación de enterarse de ello ni de importarle. Seguía allí sentado sin ningún entusiasmo, con las piernas cruzadas y los ojos fijos en algún recuerdo más bien que en el señor Updike.
—Empezaré, pues —prosiguió el señor Updike—, con una carta en la que da instrucciones William B. Cutler, ya fallecido. —Se ajustó firmemente las gafas sobre el caballete de la nariz y levantó el documento para su lectura.
—«Querido John o a quien pueda interesar: Esta carta ha de servir como mi última voluntad y testamento, y sólo debe ser leída inmediatamente después de la muerte de mi esposa Lillian. He dejado estas instrucciones específicas para estar seguro de que mi esposa no tiene que sufrir situaciones embarazosas a lo largo de su vida».
Mi madre se levantó de golpe, con las manos en el pecho. El señor Updike alzó la vista de los documentos.
—Yo… no me encuentro bien. ¡Tengo que reposar! —exclamó, saliendo apresuradamente del despacho. Randolph empezó a levantarse.
—Será mejor que siga donde está, Randolph —dijo firmemente el señor Updike.
—Pero… Laura Sue…
—Se encontrará bien en seguida —repuso el señor Updike, haciendo un ademán con la mano para indicarnos que nos olvidáramos de ella por el momento y volviéramos a lo que teníamos entre manos. Randolph se sentó lentamente; además de confuso parecía aterrado. El señor Updike siguió leyendo:
»Me consta que no puedo ya enmendar mis actos, pero considero que no debo permitir que mis pecados sigan teniendo eco y sigan castigando al inocente. Así, pues, por la presente confieso haber engendrado al segundo hijo de la esposa de mi hijo. Mi única excusa ante esto consiste en decir que sucumbí a la misma lascivia y deseos animales a los que sucumben los hombres desde Adán y Eva. No culpo a nadie, sólo a mí mismo.
»Así, pues, por la presente dispongo que al fallecimiento de mi esposa Lillian y cuando cumpla dieciocho años el segundo hijo de mi hijo, que en verdad es la hermanastra de mi hijo, el sesenta por ciento de mi participación en el “Hotel Cutler’s Cove” pase a manos de dicho segundo hijo y el cuarenta por ciento restante, por la presente otorgado a mi esposa Lillian, sea distribuido como ella disponga en su última voluntad y testamento.
El señor Updike alzó la cabeza. Por un momento pareció que la habitación había sido iluminada por un relámpago y todos estábamos esperando el chasquido del trueno. Todos, incluyéndome a mí, teníamos la misma expresión de incredulidad y asombro en el rostro. Randolph movía la cabeza lentamente. La nuez de Philip fluctuaba como si acabara de tragarse una rana viva y Clara Sue rompió finalmente el silencio estallando en lágrimas.
—¡No lo creo! —gritó—. ¡No lo creo! —repitió, golpeándose la pierna—. ¡No es cierto!
—Todo está debidamente certificado ante notario. De hecho, yo mismo firmé como testigo hace años —aseguró con calma el señor Updike—. No hay duda de su autenticidad.
—¡Papá! —exclamó ella zarandeando a Randolph por el hombro—. ¡Dile que no es cierto; dile que es una mentira!
Randolph bajó la cabeza, derrotado. Clara Sue me miró a mí y luego se volvió hacia el señor Updike.
—¿Pero por qué ella ha de recibir tanto? —preguntó—. ¡Es una hija bastarda!
—Así lo quiso tu abuelo —replicó el señor Updike—. Y —recordó a todos los presentes— era su voluntad que se hiciera así.
—¡Pero ella es… un monstruo! —exclamó Clara Sue—. ¡Eso es lo que tú eres, un monstruo!
—No, ella no es eso —intervino Philip, mirándome con una divertida sonrisa—. Ella es tu media hermana y tu tía.
—Eso es un disparate. No me lo creo, es mentira —insistió Clara Sue. Se levantó y me miró mientras se dirigía hacia la puerta.
—¡Te odio! —exclamó con despecho—. ¡No permitiré que te salgas con la tuya! ¡No permitiré que te lleves lo que es legítimamente mío! ¡Entiéndelo bien! ¡Algún día me las pagarás! —Seguidamente abandonó la habitación.
—¿Y qué hay del testamento de mi abuela? —preguntó Philip al señor Updike.
—Daré lectura de él en un momento. Deja algunas cosas a varias personas, pero su parte en el hotel la lega a tu padre.
Randolph seguía sentado con la cabeza gacha. Me pregunté si lo habría sabido siempre. ¿Sería ésa la causa que le había hecho ser como era? Ya no me quedaban dudas de que la abuela Cutler lo había sabido siempre. Ahora comprendía yo por qué en su lecho de muerte me había dicho que yo era su perdición y por qué me había odiado tanto. Pese a lo endurecido que estaba mi corazón, una parte de mí misma sintió incluso conmiseración por ella. Pero no sentía lástima de mi madre. Me puse en pie.
—Señor Updike —dije—, puesto que no me concierne el resto del testamento…
—Sí, por supuesto. Ya puede irse. Estaré en contacto con usted para la firma de los documentos.
—Gracias —repuse, disponiéndome a salir. Dudé un momento y luego me acerqué a Randolph. Levantó la cabeza y me miró con los ojos anegados en lágrimas. Le puse la mano encima del hombro y le sonreí.
—Desearía —dijo, entre lágrimas— que realmente frieras mi hija.
Le besé en la mejilla y después Jimmy y yo salimos del despacho.
Bueno —empezó Jimmy, meneando la cabeza—, de una muchacha con apenas lo suficiente para comer te has convertido en la dueña de un importante balneario.
—Renunciaría a todo ahora mismo por una vida normal, Jimmy.
El asintió.
—Recuperemos a Christie —dijo.
—Tú vete al coche, Jimmy. Volveré en seguida. Primero quiero hablar con mi madre.
Crucé aprisa el vestíbulo, entré en la parte del hotel habitada por mi familia y subí la escalera. Las puertas de la habitación de mi madre estaban cerradas, pero no me molesté en llamar. Las abrí de golpe y entré. Me la encontré en la cama, tendida boca abajo. Había estado sollozando sobre una de las grandes y mullidas almohadas.
—Mamá, ¿por qué no me dijiste nunca la verdad? —exigí.
—Me encuentro muy turbada —se lamentó—. ¿Por qué tuvo que hacer eso? ¿Por qué tuvo que escribir, esa horrible carta y hacer que se enterara todo el mundo?
—Porque no podía morirse con ese remordimiento de conciencia, mamá. Sabes lo que es la conciencia, ¿verdad? Es eso que no deja de perseguirnos cuando mentimos y engañamos a la persona que se supone que debemos amar. Es eso que nos persigue cuando somos tan egoístas que no nos importa dañar a otro, aunque ese otro sea de nuestra propia sangre —le reprendí.
Se tapó los oídos con las manos.
—¡Calla, calla! —gritó—. ¡No quiero oír eso! ¡Calla!
—¿Callar, qué? ¿La verdad? Sencillamente, no puedes soportar la verdad. ¿No es cierto, madre? Por eso permitiste que la abuela Cutler preparara mi rapto, ¿verdad? Ella sabía que el abuelo Cutler era mi padre, ¿verdad? ¿Lo sabía? —exigí.
—Sí —confesó mi madre—. ¡Si! ¡Si! ¡Si!
—Y por eso me odiaba tanto cuando me trajeron otra vez, y por eso no podía soportar mi presencia —continué, sacándole cada pieza de la verdad como si fuera un dentista extrayéndole los dientes.
—Sí —gimió—. Esa mujer me despreciaba por lo que había hecho William. Quería hacerme daño… vengarse.
—Y por eso la dejaste deshacerse de mí, mamá. Y permitiste que me atormentara cuando me trajeron. Porque yo le recordaba tus líos amorosos con el abuelo Cutler. Tú la dejaste hacer eso, mamá. Consentiste en que se saliera con la suya. Ni siquiera trataste de ayudarme una sola vez.
—Sí que quise ayudarte —replicó, volviéndose hacia mí, con la cara enrojecida y cubierta de lágrimas—. Hice lo que pude.
—No hiciste nada, mamá. La dejaste humillarme. La dejaste poner una lápida simbolizando mi muerte. La dejaste convertirme en una esclava. La dejaste que me enviara con su horrorosa hermana para ser torturada. ¿Por qué permitiste que sucediera todo esto? ¿Por qué? —exclamé, ardiendo de frustración ante unas preguntas sin respuesta que me asfixiaban y porque toda mi vida no había sido más que un instrumento de un concierto que yo no había orquestado—. Porque tenías miedo —seguí, respondiendo a mis propias preguntas—. Temías que revelara la verdad y la verdad era que tú le sedujiste.
—¡No!
—¿No? No soy ciega. He visto tu forma de coquetear, incluso con Jimmy. Eres coqueta por naturaleza. Estoy segura de que aquella historia de que mi verdadero padre era un cantante profesional, que tú y la abuela Cutler me hicisteis creer, no era del todo incierta, ¿verdad? Probablemente, has tenido varios amantes, ¿verdad? ¿Verdad? —exigí.
—¡Calla! —gritó, volviendo a ponerse las manos en los oídos.
—He dejado de compadecerte, mamá. Te desprecio por lo que has hecho. Has dañado a tanta gente, mamá, que si tuvieras conciencia se te partiría el corazón —concluí.
—¡Oh, Dawn! —respondió, limpiándose la cara con el dorso de sus pequeñas manos—. Tienes razón para estar tan enojada —dijo, con el tono de voz suave e infantil que sabía manejar con tanta facilidad—. No te culpo por sentir lo que sientes, puedes creerlo. Debí haber hecho más para ayudarte, pero me tenía asustada. Era una tirana. Lo siento, lo siento de veras. Pero las cosas han cambiado —prosiguió, sonriendo—. Vas a convertirte en una señorita muy rica y hay que dirigir este hotel. Randolph no te será de utilidad. Siempre ha sido un inútil. Pero nosotras podemos volver a ser amigas. Podemos formar una relación de trabajo madre-hija. Puede que lleguemos a ser amigas. Me gustaría, Dawn. ¿Y a ti? Siempre te he querido, Dawn. Te lo digo con sinceridad. Tienes que creerme. Yo te ayudaré y entre las dos haremos prosperar el hotel y…
—Mamá, en este momento, lo único que me importa es recuperar a mi hija. Y no creas que el dinero vuelve a solucionarlo todo. En cuanto al hotel… ¡me importaría un rábano que ardiera hasta los cimientos! —exclamé furiosa. Y abandoné airadamente su habitación.
—¡Cambiarás de opinión, Dawn! —gritó ella—. ¡Cuando te hayas calmado, cambiarás de opinión! Y entonces me necesitarás. ¡Me necesitarás…!
Di un portazo al abandonar el saloncito, ahogando sus gritos, y bajé apresuradamente la escalera. En cuanto estuve fuera del hotel, me detuve para recobrar el aliento. Luego levanté la vista al cielo, ahora de un color azul intenso. Los anteriores estratos nubosos se habían alejado hacia el horizonte.
Pensé que Dios no podía haber querido que sucediese todo aquello. El no escribía el guión para los débiles e insignificantes actores de aquí abajo. Lo escribíamos nosotros, con nuestra lascivia, nuestra codicia y nuestros egoísmos. Estas personas, ricas y poderosas, se regalaban entre sí igual que caníbales y si alguna salía dañada como consecuencia de ello, bueno, pues mala suerte.
Después, igual que hacía mi madre en su lujosa suite, esas personas trataban de hacer ver que no había ocurrido nada importante. Pensé que eso era espantoso y que se les debería imponer un sufrimiento aún mayor que el que habían ocasionado ellas.
—¡Eh! —me llamó Jimmy desde el coche—. Vamos, Dawn. —Se adelantó para darme la mano—. Dile adiós al pasado y hola al futuro. Estamos perdiendo el tiempo. Christie te está esperando.
—Sí —asentí, con una sonrisa—. Ella nos está esperando, ¿verdad?
Jimmy siempre tenía las palabras adecuadas para hacer que me sintiera viva y libre, lo suficientemente libre para olvidar mis ideas de venganza y pensar tan sólo en el cielo azul y en la brisa cálida, en los días de felicidad llenos de música, aquella música que tanto deseaba yo cantar.
Le cogí la mano y le permití que me alejara del hotel. Al cabo de unos instantes, avanzábamos con el coche hacia un arco iris y hacia todas las promesas que encerraba.