17

UN INESPERADO CAMBIO
DEL DESTINO

Jimmy estaba impaciente por llegar a una población donde hubiera unos grandes almacenes para comprarme ropa y unos zapatos nuevos. Se sentía muy orgulloso de poder hacerlo y vi que si yo protestaba de que algo era demasiado caro, se enojaba en seguida.

—Ya te he dicho —me recordó— que voy a cuidar de ti a partir de ahora. En Alemania mis compañeros me llamaban «el pequeño avaro» porque no salía por ahí a gastarme hasta el último céntimo de la paga. Era feliz ahorrando y pensando en las cosas que iba a comprarte en cuanto volviera. Además, me gusta verte llevando cosas nuevas y caras —comentó.

—Jimmy, no puedes engañarme. Sé la facha que hago. Estoy pálida, fea y tengo el pelo hecho un asco.

—Lo primero es lo primero —dijo. Y terminó de comprarme ropa. Después me compró cepillos, peines y una barra de labios. Cuando terminamos de hacer las compras continuamos viaje durante algunas horas y luego nos detuvimos en un motel. Ya no me acordaba de lo que se sentía tomando una ducha de agua caliente ni de lo maravilloso que era lavarse el pelo con champú y aplicarse después el secador. Estuve tanto tiempo debajo de la ducha, que Jimmy llamó a la puerta para preguntar si me había ahogado.

Después de un buen rato, me envolví en una toalla y asomé la cabeza por la puerta. Él estaba tumbado en una de las dos camas leyendo un periódico. Al verle tan relajado, le recordé tendido en nuestro pequeño sofá-cama con un tebeo entre las manos, levantando y moviendo sus oscuras cejas cuando leía algo que le conmovía o le irritaba. Por un momento sentí que podía cerrar los ojos y volver al pasado, y que todas las horribles cosas que habían sucedido desde nuestra niñez no eran más que pesadillas.

—¡Eh! —exclamó, bajando el periódico y mirándome con detenimiento—. ¿Te encuentras bien?

—Sí, Jimmy. Me siento una persona nueva.

Fuera del cuarto de baño había una mesita de tocador y un espejo. Tomé asiento y empecé a secarme el pelo.

—Déjame ayudarte —propuso Jimmy, saltando de la cama—. Probablemente no te acuerdes de que te ayudaba a secarte el pelo cuando eras una mocosa —bromeó.

—Me acuerdo, Jimmy—dije, devolviéndole la sonrisa.

Cogió la toalla y se puso a frotarme vigorosamente el cabello hasta dejármelo seco y encrespado. Me sentía tan a gusto, que cerré los ojos y le dejé continuar frotando. Finalmente se detuvo y me dio un beso en lo alto de la cabeza.

—Puede que me haga peluquero —dijo.

—Estoy segura de que serás lo que te propongas, Jimmy —declaré convencida, mirando su cara en el espejo—. ¿Qué quieres hacer cuando te licencies del Ejército?

—No lo sé. —Se encogió de hombros—. Pienso en algo sobre mecánica o electricidad. Me gusta trabajar con las manos.

Se apartó un poco y observó cómo yo me cepillaba el cabello, con pasadas largas y regulares. Por supuesto, mis melenas eran largas y desiguales, y tenía que dirigirlas hacia abajo. Al llevar el pelo recogido arriba todo el tiempo que había estado en «Los Prados», no habría imaginado que me hubiera crecido tanto.

—Qué suave lo tienes —murmuró Jimmy, acercándose a mí y pasándome la mano por el pelo. Me llevé su mano a los labios, cerré los ojos y la retuve allí un rato.

—Tranquila, todo va a salir bien —susurró él.

Después de peinarme me tumbé a descansar un poco. Nuestro plan consistió en dormir y tomar luego una buena cena. Llevaba tanto tiempo sin comer bien, que me pareció verdaderamente sabrosa. Pero ninguno de los dos nos habíamos dado cuenta de lo cansados que estábamos.

Él había viajado durante varios días hasta finalmente conseguir encontrarme. De hecho, fui yo la primera en despertar y ver que habíamos estado durmiendo hasta bien entrada la noche. Aunque mi estómago protestaba de hambre, no tuve valor para despertarle. Bajé sigilosamente de la cama, me vestí en silencio y me senté en una silla a esperar a que abriera los ojos.

Sus párpados empezaron a aletear rápidamente. Luego me miró con extrañeza durante un rato y al final se sentó en la cama de un salto.

—¿Qué hora es?

—Casi las nueve —contesté.

—¿Por qué no me has despertado? —preguntó, balanceando las piernas sobre el borde de la cama.

—No podía, Jimmy. Parecías tan a gusto durmiendo…

—No puedes evitar pensar en los demás aunque te estés muriendo de hambre ahí sentada. Nada más despertarme y verte, creí que seguía en Europa viviendo uno de mis sueños. Tenía tantas ganas de verte cada día —dijo, mientras se calzaba los zapatos—, que imaginaba que te veía por todas partes.

—Bueno, ya no tendrás que imaginártelo, Jimmy —aseguré.

Sonrió y empezó a vestirse apresuradamente para irnos a cenar. Acudimos al restaurante más próximo al motel, aunque cualquiera me hubiera parecido a mí el establecimiento gastronómico más famoso del mundo.

Cuando nos sentamos y nos dieron la carta, no supe qué elegir. Disfrutaba sólo leyendo los abundantes y exquisitos platos que me habían estado prohibidos durante tantos meses. Jimmy se reía de mí por tardar tanto en decidirme. Al explicarle los motivos, me sugirió que pusiera la carta delante, cerrara los ojos y señalara con el dedo al azar. Así lo hice y me tocó pavo caliente. De primero tomé una ensalada deliciosa. Pero casi había acabado mi apetito comiéndome tres bastones de pan untados con mantequilla. Pedí una «Coca-Cola» y me deleité con su dulce sabor. ¡Cielos! Jimmy no paraba de reír y menear la cabeza. Cuando trajeron la fuente del pavo con salsa de arándano, boniatos y brécol, empecé a llorar. No pude remediarlo.

—Oye, tú —me dijo Jimmy extendiendo el brazo por encima de la mesa para cogerme la mano—. Si te lo tomas tan en serio, se te va quitar el apetito.

—Nada puede quitarme este apetito —le aseguré, atacando mi plato y saboreando cada bocado que daba. Aunque ya estaba harta, pedí un trozo de pastel de chocolate. Cuando terminamos, apenas podía sostenerme en pie.

—Has dejado en ridículo a algunos de esos camioneros —declaró Jimmy.

No nos costó mucho dormirnos de nuevo nada más caer en la cama. Pero en cuanto el sol penetró a través de las cortinas, se me abrieron los ojos de repente. Aquella vista era una maravilla para mí. Hacía mucho tiempo que no me despertaba viendo los rayos del alba levantarse sobre la oscuridad y el espectáculo se me antojó uno de los más bellos de la tierra. ¡Qué horrible había sido vivir como un topo en las tinieblas de aquella deprimente y vieja mansión! Mi apetito a la hora del desayuno no fue menor de lo que lo había sido a la hora de la cena. El simple aroma del bacón producía éxtasis en mi estómago. Tomé unos huevos con salsa con unos panecillos, así como más de una taza de café, algo que Miss Emily consideraba tan pernicioso como el whisky.

Fortalecida por los alimentos y el abundante descanso, con ropa nueva y el cabello lavado y cepillado, me sentí suficientemente fuerte para enfrentarme a mi horrible abuela. Jimmy tenía razón al decir que «lo primero era lo primero». Seguimos adelante. Ya nos quedaban pocas horas de viaje.

—Jimmy, no me has preguntado nada sobre mi relación amorosa con Michael Sutton —le dije, un poco a manera de tanteo después de que él hablase y hablase sobre sus experiencias en Europa.

—No tienes que decirme nada —respondió, un tanto lacónico.

—Lo sé, pero lo hago. Quiero hacerlo —dije de sopetón—. Era mi profesor de canto y me dijo que iba a convertirme en una estrella de Broadway. Todo ocurrió muy rápidamente. Antes de que me diera, cuenta, me había invitado a su apartamento y…

—Dawn, por favor —me rogó Jimmy, haciendo un gesto de pena—. No quiero oírlo. Ya ha terminado. Te han ofendido, lo sé y me gustaría poder poner las manos encima de él. Quizá lo haga algún día, pero no tienes qué explicarme nada. Ya te he dicho que sé cómo suceden estas cosas. Lo he visto otras veces. Lo importante —dijo, clavando firmemente en mí sus negros ojos, ahora achicados— es que no volverá a pasarte.

Yo asentí, aliviada de que Jimmy me hubiera perdonado.

—Te quiero, Jimmy. Te quiero de verdad. ¡No sabía cuánto te quiero, y lo siento!

—Pero no sigas comiendo tanto como hoy —bromeó—. No podría permitírmelo.

Qué grande era reír otra vez, ser capaz de relajarse y sentirse a gusto en compañía de alguien, sobre todo de alguien que había traído la luz a tu vida. Curiosamente, a medida que viajábamos y nos alejábamos de «Los Prados», comprendía que mi odio hacia Miss Emily era menor que mi compasión. Pero no sentía la menor lástima por la abuela Cutler. ¡Era una mujer malvada! Para mí no podía haber una persona más perversa. Las mismas fuerzas que habían creado a Miss Emily la habían creado a ella, pero ella tenía un poder adicional: había podido tener a mucha gente que la respetaba y había sido capaz de realizar grandes cosas en el mundo real. No cabía duda de que era un enemigo formidable. Mi corazón latía con más fuerza a medida que nos íbamos acercando a Cutler’s Cove y a nuestro inevitable enfrentamiento. Apenas me percataba de lo hermoso que puede ser un día de finales de primavera, con un cielo azul intenso salpicado de nubes de algodón blanco. Para mi mente atormentada parecía que el mundo volvía a ser gris y oscuro y que no luciría un sol cálido hasta que no me reuniera con mi hija.

La primera visión del océano me produjo un escalofrío en la columna. Al poco rato divisé el familiar rótulo de la carretera anunciando que nos aproximábamos a la pequeña comunidad costera de descanso que llevaba el nombre de Cutler’s Cove. Nada me parecía diferente. En aquella época de comienzos de temporada, la larga calle con sus pequeñas tiendas y restaurantes aparecía tranquila y peculiar. Había poco tráfico y sólo alguna que otra persona por las aceras, aquí y allá. En todo existía una atmósfera relajada y perezosa, pero para mí era como pasar por el ojo de un huracán. Las bellas tiendas, las barcas y los veleros del muelle, los ricos y verdes céspedes y las pacíficas calles formaban parte de un engaño, pues el corazón de Cutler’s Cove latía impulsado por la maldad: la maldad de la abuela Cutler.

—Ya estamos cerca —anunció Jimmy, con una sonrisa alentadora—. No te preocupes —añadió—. Vamos a llegar al fondo de todo esto y lo solucionaremos de una vez por todas.

Suspiré profundamente y asentí. Llegamos al litoral que se internaba mar adentro y proporcionaba a los clientes del «Hotel Cutler’s Cove» su propia playa privada, una playa de arenas blancas, siempre rastrillada y pulcra. Hasta las olas se aproximaban mansamente a la costa, como si el océano temiera atraer la ira de la poderosa matrona que gobernaba aquel reino junto al mar. Casi podía oír su voz y ver su cara cuando leí el cartel que decía: «¡PLAYA EXCLUSIVAMENTE RESERVADA PARA LOS CLIENTES DEL HOTEL CUTLER’S COVE!»

Jimmy enfiló el largo paseo con el coche y delante de nosotros vimos surgir el hotel, emplazado sobre un altozano, rodeado por unos jardines en suave declive, primorosamente cultivados. La mansión, de tres plantas y de color azul grisáceo, con persianas blancas y un gran porche a su alrededor, presentaba una quietud extraña. Los apagados farolillos chinos se balanceaban ligeramente con la brisa y sólo se veía a algunos jardineros a cierta distancia, podando setos y plantando flores. No vi, como esperaba ver, a ningún cliente sentado en el porche, alrededor de las dos pequeñas glorietas velvedere o en los bancos de piedra y madera, ni paseando junto a las fuentes y macizos de flores.

—No parece que esté abierto al público —comentó Jimmy. Como era a media tarde, supuse que la gente no estaría comiendo ni cenando.

—No, no lo parece —asentí. Realmente, me encontraba bastante nerviosa y aquella anormal situación contribuía aún más a ello.

Jimmy aparcó el coche delante y permanecí un momento sentada contemplando por la ventanilla la entrada principal del hotel, recordando la mañana que había salido de allí para dirigirme a la escuela de artes teatrales de Nueva York. Aquel día había partido llena de miedo y de emoción, pero recordaba claramente la expresión de los rostros de Clara Sue y Philip, de mi madre y de Randolph, pero, sobre todo, del rostro de la abuela Cutler. Todas aquellas caras desfilaban ahora por delante de mí.

—¿Estás lista? —me preguntó Jimmy.

—Sí —asentí firmemente, saliendo del coche. Subimos rápidamente las escaleras y penetramos en el vestíbulo del hotel. En aquel momento acabé de convencerme de que algo iba mal. Exceptuando a la señora Hill y a un ayudante que estaba tras el mostrador de recepción, no se veía ni un alma en todo el vestíbulo.

—Debe de estar cerrado —apuntó Jimmy, mirando a nuestro alrededor.

Eché a andar hacia la recepción. La señora Hill levantó la cabeza al darse cuenta de que había entrado alguien en el vestíbulo y en su rostro vi plasmada la preocupación. Cuando me aproximé al mostrador empezó a menear la cabeza suavemente.

—¡Oh, has vuelto de la escuela! —dijo.

Naturalmente, cuando pronunció la palabra «escuela», adiviné que la abuela Cutler había hecho creer a todos que yo continuaba en Nueva York.

—¿Dónde están los huéspedes? —pregunté.

—¿Los huéspedes? Oh, ya veo que no lo sabes —contestó, con las comisuras de la boca caídas.

—¿Saber, qué?

—Tu abuela ha sufrido un ataque muy grave. Está en el hospital y hemos cerrado esta semana. Tu padre se encuentra tan afectado que ha sido incapaz de hacer nada y tu madre…, bueno, tu madre está muy turbada.

—¿Un ataque? ¿Cuándo ha sido eso? —me apresuré a preguntar. La señora Hill estaba a punto de estallar en lágrimas—. Quiero decir que yo… no sabía nada —añadí, en voz baja.

—Precisamente ayer. Como aún no ha empezado la temporada, teníamos pocos clientes. Tu padre ha devuelto el dinero a los que había y, naturalmente ha pagado a todos los empleados.

Miré a Jimmy y él meneó la cabeza, no muy seguro de lo que debíamos hacer.

—¿Y mi padre, está aquí ahora o en el hospital? —volví a preguntar.

—Está en su despacho. No ha salido de allí en toda la mañana —contestó—. Se lo está tomando muy mal. Es estupendo que hayas venido a casa —añadió—. Quizá puedas serle de alguna ayuda. Pobre señora Cutler —continuó, secándose los ojos con un pañuelo de papel—. Cayó desplomada sobre su mesa de trabajo. Es muy propio de ella trabajar hasta el último instante. Suerte que tu padre la estaba buscando y la encontró. Se produjo un gran revuelo hasta que llegó la ambulancia y se la llevaron al hospital. Pero estamos todos rezando —añadió.

—Gracias —dije. Indiqué a Jimmy que me siguiera a través del vestíbulo hasta el despacho, de Randolph. Llamé suavemente a la puerta, pero no obtuvimos respuesta.

Volví a llamar, más fuerte.

—¿Quién es? ¿Quién es? —gritó una voz frenética.

Abrí la puerta y entramos.

Randolph estaba sentado detrás de su escritorio, embebido en un montón de papeles, y apenas levantó la cabeza.

Tenía el cabello alborotado, como si se hubiera estado pasando los dedos por él durante horas. Llevaba la corbata floja y la camisa desabrochada, y miraba con ojos vidriosos. Su rostro no mostró la menor señal de que me reconociera.

—Lo siento —dijo—. Ahora estoy demasiado ocupado. Más tarde, más tarde…

Volvió su atención a los papeles, recorriendo uno de ellos con la pluma de arriba abajo y luego otro de abajo arriba, como si tratara desesperadamente de localizar algo en concreto.

—Randolph, soy yo, Dawn —apunté. En seguida levantó la cabeza.

—¿Dawn? ¡Oh… Dawn! —Dejó la pluma y se agarró las manos—. No sabes lo que ha sucedido… mi madre…, ella no había estado nunca enferma —dijo, lanzando a continuación una risa loca e histérica—. Jamás había ido a ningún médico. Yo siempre le decía… mamá, deberías hacerte un reconocimiento periódico. Tienes muchos amigos que son médicos y siempre te están diciendo que vayas a hacerte un reconocimiento, pero nunca me escuchó. Siempre me decía que la ponían mala los médicos. —Se volvió a reír—. Imagínatela diciendo que… «los médicos me ponen mala». Pero ella era como una roca…, sólida—dijo, esgrimiendo el puño—. No faltó al trabajo ni un día… ni un día; ni siquiera cuando vivía mi padre. No recuerdo que tuviera nunca ni un constipado. Una vez se lo pregunté a mi padre y me contestó: «Los gérmenes no se atreven a entrar en su cuerpo. No tendrían valor para hacerlo».

Soltó otra risotada histérica y luego bajó la vista hacia los papeles.

—Ya lo ves, estoy ahogado por los papeles… Facturas, pedidos… cosas de las que normalmente se encargaba ella. He tenido que pedir a los huéspedes que se marcharan y cancelar las reservas de otros pocos que venían esta semana. Ahora no puedo hacer nada… No hasta que mejore lo suficiente para volver.

—Randolph —empecé cuando me dejó meter baza para interrumpirle—, ¿sabes dónde he estado estos últimos meses? ¿Sabes adonde me envió la abuela Cutler?

—¿Que dónde has estado? ¡Ah, sí! Has estado en la escuela… practicando tu canto. Qué estupendo —respondió.

Miré a Jimmy, que estaba con la boca y los ojos muy abiertos, asombrado.

—Ni siquiera se lo había dicho a él —murmuré. Me volví hacia Randolph—. ¿No sabías que estaba en «Los Prados»?

—¿En «Los Prados»? No, no lo sabía. Al menos, eso creo. Pero tengo tantas cosas en la cabeza estos días, que no estoy seguro de nada. Debes perdonarme. Está el hotel, por supuesto, y también Laura Sue. Está tomándose todo esto muy mal. No paran de subir y bajar médicos por la escalera, pero ninguno ha conseguido ayudarla. Y ahora… mamá… —Meneó la cabeza—. Ni un resfriado, ni siquiera un resfriado en todo este tiempo.

—Tengo que verla —afirmé. Tengo que ver a la abuela Cutler ahora mismo.

—¿Verla? ¡Oh, no está aquí, cariño! Está en el hospital.

—Ya lo sé. ¿Por qué no estás tú allí? —le pregunté.

—Yo… estoy muy ocupado —contestó—. Muy ocupado. Ella lo comprende. —Se rió—. Ella es quien mejor lo entiende. Pero puedes ir a verla. Sí, ve a verla y cuéntale… cuéntale… —Miró los papeles que tenía encima de la mesa—. Los productos que encargó la semana pasada… han subido un diez por ciento. Sí, mis cálculos dicen un diez por ciento. ¿Qué podría hacer yo? —Se encogió de hombros.

—Vamos, Jimmy —decidí—. Es inútil seguir con él.

—¡Luego te dedicaré más tiempo! —gritó Randolph cuando nos dirigíamos hacia la puerta—. En este momento estoy un poco atado.

—Gracias —dije.

Nos marchamos y le dejamos rezongando sobre sus papeles.

—¿No sería mejor que fuéramos primero a ver a tu madre? —sugirió Jimmy.

—No, se pondría peor. Estoy segura de que ya se está aprovechando de esto todo lo que puede —rebatí, tajantemente.

Volvimos al vestíbulo y la señora Hill nos facilitó las señas del hospital. Veinte minutos después avanzábamos por un pasillo hacia la unidad de cuidados intensivos, ante cuya puerta nos recibió una enfermera.

—Soy nieta de la señora Cutler —le expliqué—. He estado fuera de la ciudad y acabo de enterarme de lo sucedido. Necesito verla. ¿Cómo está?

—Ya sabe usted que ha sufrido un grave ataque —respondió secamente la enfermera.

—Sí.

—Tiene el lado derecho paralizado por completo y no puede articular palabras. Casi no puede emitir ningún sonido.

—Por favor, ¿puedo verla? —le rogué.

—Me temo que no podrá estar más de cinco minutos dentro. —Miró a Jimmy.

—Es mi novio —dije—. Ella no le conoce.

La enfermera asintió, medio sonriendo y luego se hizo a un lado para señalar el cubículo donde estaba la abuela Cutler. Era un cuarto con las paredes de cristal y desde allí podíamos verla tendida, con el gotero intravenoso conectado al brazo y la pantalla del monitor cardíaco mostrando los latidos de su corazón. Di las gracias a la enfermera y nos dirigimos hacia el cubículo.

Viéndola en la cama del hospital con las sábanas blancas hasta el cuello, la abuela Cutler parecía mucho menos importante y terrorífica. Se la veía del tamaño que tenía; de hecho, parecía incluso encogida, diminuta, pálida y vieja; una sombra de lo que había sido. Su cabello gris oscuro rodeaba su cerúleo rostro rígidamente y tenía los ojos completamente cerrados. La única parte visible de su cuerpo era el brazo izquierdo, en el que le habían insertado la aguja del gotero. Tenía la mano cerrada y los largos y ganchudos dedos retorcidos. A través de su apergaminada piel podía distinguir las delgadas venas azules de su muñeca y su antebrazo.

Podía haberme dejado llevar por la compasión, incluso hacia ella, de no haber tenido ante mí la fugaz imagen de mi hija envuelta en su mantilla, en mis brazos. En ese momento, el rostro y la cabeza de la abuela Cutler no parecían mucho más grandes que los de una niña, y aquella semejanza me recordó inmediatamente mi propósito y mi necesidad. La abuela Cutler sabía dónde había sido llevada mi hija y yo necesitaba descubrirlo. Me aproximé a la cama. Jimmy permaneció a la entrada.

—Abuela Cutler —hablé, tajantemente. Sus párpados aletearon, pero no se abrieron—. Abuela Cutler, soy yo…, Dawn. Abra usted los ojos —ordené.

Sus párpados volvieron a aletear. Era como si se estuviera resistiendo a abrirlos. Por último se abrieron y me miró fijamente, con una cara inexpresiva pero retorciendo la comisura derecha de la boca. Sus ojos no habían perdido su frío brillo.

—¿Adonde ha mandado usted llevar a mi hija? Tiene que decírmelo. Su hermana me ha tratado muy mal. Me ha estado torturando y castigando durante meses. Apuesto a que usted sabía lo que me iba a hacer. Trató incluso de provocarme el aborto, pero mi hija ha nacido sana y hermosa. Nada de lo que hizo usted pudo impedirlo. Mi Christie es muy bonita y usted no tenía ningún derecho a quitármela y a arreglar las cosas para dársela a nadie. ¿Dónde está? —exigí—. ¡Tiene que decírmelo!

Su boca empezó a retorcerse más de prisa y sus labios se pusieron a temblar.

—Sé que está usted seriamente enferma, pero éste es el momento de hacer algo bueno y justo. —Mi voz se suavizó—. Se lo estoy suplicando, por favor…, dígamelo.

Abrió la boca y volvió a cerrarla, pero vi que dentro movía la lengua.

—Una vez ya hizo usted un acto así de horrible, abuela Cutler. Por favor, no vuelva a hacerlo. No permita que mi hija crezca creyendo que sus verdaderos padres son quienes no lo son. Necesito tener a mi hija conmigo. Ella me necesita a mí. Me pertenece. Sólo yo puedo darle el cariño que se merece y ayudar a hacerle la vida buena y feliz. ¡Debe usted decirme dónde está!

Se esforzaba desesperadamente por hablar, moviendo ahora la cabeza de un lado a otro. La pantalla empezó a fluctuar y el pulso se le hizo más rápido.

—Por favor —le rogué—. Por favor.

Cerró y abrió la boca nuevamente, esta vez produciendo unos sonidos. Me arrodillé a su lado para entender lo que decía y arrimé la oreja a sus labios. Eran como gorgoteos que surgían de su garganta, pero logré captar algunas palabras. Después de pronunciarlas cerró los ojos y se dio media vuelta. El monitor cardíaco empezó a emitir un pitido agudo y monótono.

—¿Por qué? —grité—. ¿Por qué?

—¿Qué está pasando aquí? —preguntó la enfermera, apareciendo en la puerta del cubículo.

Corrió al lado de la cama. Cogió la muñeca de la abuela Cutler y la sostuvo un rato. Acto seguido apretó un botón, se precipito hasta la puerta, asomó la cabeza y llamó a voces a otra enfermera que estaban de pie junto al mostrador.

¡Código azul! —gritó—. ¡Salgan fuera! —nos ordenó después a Jimmy y a mí.

—¿Podemos esperar a que despierte? —le rogué.

—No. Tienen que marcharse —insistió la enfermera.

Lancé una mirada a la abuela Cutler. Su cara parecía una ciruela pasa. Frustrada, di media vuelta y salí del cubículo seguida de Jimmy, mientras la unidad de cuidados intensivos ponía en movimiento.

—¿Qué ha pasado? —me preguntó en cuanto estuvimos en pasillo—. ¿Qué te ha dicho?

—Era difícil de entender —le respondí, sentándome en un banco del pasillo.

—¿Qué? —Se sentó a mi lado.

—Lo único que ha dicho es «Eres mi perdición».

—¿Tú? ¿Su perdición? —Sacudió la cabeza—. No lo entiende

—Ni yo tampoco —dije. Me eché a llorar y Jimmy me rodeo con su brazo.

—Va a morirse y se llevará con ella el secreto, Jimmy —gimoteé, secándome las lágrimas—. No entiendo por qué esta odiosa. ¿Qué vamos a hacer ahora?

Un médico pasó corriendo por el pasillo y entró en la unidad de cuidados intensivos. A los diez minutos salió de allí despacio, acompañado por la enfermera. Esta, al vernos sentados en el banco, meneó la cabeza.

—Lo siento —dijo, dirigiéndose a nosotros.

—¡Oh, Jimmy! —grité, llevándome las manos al rostro.

Las lágrimas rodaban por mis mejillas y pronto no me dejaron ver. El mundo aparecía delante de mí como un acuoso borrón. Pero yo no lloraba por la abuela Cutler; no lloraba por ella. Lloraba por mi hija, a quien podía haber perdido para siempre. Jimmy me ayudó a levantarme y abandonamos juntos el hospital. Yo me movía como atontada.

Cuando llegamos al hotel ya lo sabía todo el mundo. La señora Hill y su ayudante lloraban tras del mostrador de recepción. Algunos jardineros estaban reunidos en grupo en el porche hablando en voz baja y moviendo la cabeza. En un extremo del vestíbulo reconocí algunos mozos de comedor; ellos me reconocieron a mí y me dirigieron un movimiento de cabeza. El hotel tenía ya aire de funeral.

—Creo que debería subir a ver a mi madre —le dije a Jimmy—. Puede que ella sepa qué ha sido de mi hija.

—De acuerdo. Te esperaré en el vestíbulo —repuso él.

Eché a andar por el pasillo que conducía a la antigua parte del hotel en que habitaba mi familia. Cuando llegué al salón oí unos sollozos y miré dentro. Era la señora Boston, la sirvienta negra que llevaba cuidando de las necesidades de la familia desde tiempo inmemorial. Estaba sentada en el sofá y, cuando aparecí, alzó la cabeza.

—¡Oh, Dawn! —exclamó con los ojos llenos de lágrimas—. Has vuelto de la escuela demasiado tarde. ¿Te has enterado de la horrible noticia?

—Sí —respondí.

—¿Qué va a ser ahora de todos nosotros? —inquirió, meneando la cabeza—. Pobre señor Randolph. Parece un alma perdida.

—¿Cómo está mi madre? —pregunté.

—¿Tu madre? Oh, no he estado arriba desde que bajó el señor Randolph. Ha subido a decírselo no hace media hora y ha vuelto a bajar como si se hubiera quedado mudo. Se quedó mirándome y los dos rompimos a llorar. Luego se ha ido no sé dónde y yo me he quedado aquí sentada.

—Iré a verla —dije.

Subí por la escalera. Primero me detuve a mirar hacia donde había estado mi cuarto, donde me habían tenido como a una pariente pobre, sola, alejada de la familia. ¿Cómo es posible —me pregunté— que personas que trabajan aquí, como la señora Hill y la señora Boston, así como Nussbaum, el jefe de cocina, aprecien tanto a la abuela Cutler? ¿No se daban cuenta de lo adusta y cruel que realmente era? Cierto que era eficiente y capaz, ¿pero qué me decían de ser una persona humana y compasiva?

La puerta exterior de la suite de mi madre estaba cerrada. La abrí despacio y entré en el saloncito. Se hallaba tan intacto y sin usar como siempre; el único cambio que noté era que no estaba abierta ninguna partitura de música sobre el clavicordio y que el teclado había sido cerrado. La puerta de la habitación de mi madre estaba parcialmente abierta. Me acerqué a ella lentamente y llamé.

—¿Sí? —la oí decir.

Abrí un poco más la puerta y entré. Esperaba encontrármela perdida en su monumental cama, como de costumbre, con la cabeza hundida entre dos grandes almohadones de plumón. Por el contrario, estaba sentada ante su tocador cepillándose su larga y rubia cabellera, que le descansaba suavemente sobre los hombros y el cuello, brillando tan rica y esplendorosamente como siempre. Giró su grácil cuello y me enfocó con sus azules e inocentes ojos. Me pareció más bella que nunca. Su tez era de felpa de color melocotón y crema, y se la veía realmente radiante y feliz.

Vestía uno de sus camisones de seda rosa, pero, como siempre, estuviera en la cama o no, iba adornada con un par de pendientes de diamantes y, entre los senos, lucía su relicario con forma de corazón. Al verme, sus ojos brillaron sorprendidos y en sus labios se formó una ligera sonrisa.

—¡Dawn! —exclamó—. No sabía que venías hoy. Estoy segura de que tampoco lo sabía Randolph, o me lo hubiera mencionado.

—Pensé que estarías otra vez muy enferma, mamá —dije secamente mientras cruzaba hacia ella.

—¡Oh, lo he estado, Dawn! Terriblemente enferma esta vez. Fue una… una horrorosa alergia nueva. Pero, afortunadamente, se cansó de atormentarme y ha dejado en paz mi frágil cuerpo —dijo, suspirando de alivio y moviendo su lujuriosa cabellera rubia.

—No me pareces tan frágil, madre —rebatí mordazmente. Sus ojos se redujeron de diámetro y su sonrisa se evaporó.

—Dawn, tú nunca has sentido simpatía por mí. Supongo que no la tendrás nunca a pesar de las terribles pruebas que he tenido que sufrir —se lamentó.

—¿Qué has sufrido terribles pruebas? ¿Y qué dices de mí? ¿Sabes dónde he estado estos últimos meses, mamá? ¿Lo sabes? ¿Te has molestado en averiguar si seguía viva o muerta? —pregunté—. ¿Qué me contestas?

—Tú te has labrado tu propia desdicha, Dawn —me amonestó—. No intentes echar la culpa a nadie, especialmente a mí. No, a partir de ahora, no —dijo, adoptando una posición más rígida—. Supongo que no lo sabes, pero desgraciadamente, la abuela Cutler ha muerto.

—Lo se, mamá. Jimmy y yo acabamos de llegar del hospital. Estábamos allí cuando murió —expliqué.

—¿De veras? —Me miró con asombro—. ¿Has dicho Jimmy? —arrugó la nariz con disgusto—. Te refieres a aquel chico…

—Sí, madre, aquel chico. Afortunadamente, llegó a tiempo a aquel horrible lugar para rescatarme de la odiosa Emily, la hermana de la abuela Cutler.

—Emily —repitió, con una sonrisa afectada—. Sólo la he visto una vez. No me gustó nada y yo diría que yo tampoco le gusté a ella. Era una mujer horrenda —convino conmigo.

—¿Entonces, cómo pudiste permitir que la abuela Cutler me enviara allí? —pregunté—. Sobre todo, sabiendo cómo era Miss Emily.

—A decir verdad, Dawn, no teníamos muchas opciones —repuso, con exasperación—, considerando tu comportamiento. —Se reclinó en su asiento y me contempló por primera vez—. Por lo que veo, tu problema ha terminado y no parece que te haya afectado mucho. Me alegro de que hayas recobrado tu figura.

—¿Que mi problema ha terminado? Mamá, tú no sabes qué torturas he soportado, cómo me ha tratado esa mujer y cuánto me ha hecho trabajar. Hasta intentó provocarme un aborto. ¡Es una persona horrible, horrible! —grité. Mi madre ni siquiera parpadeó. Se dio media vuelta y siguió mirándose al espejo.

—Bien, todo eso ya lo has dejado atrás, Dawn. Ha concluido. La abuela Cutler también se ha ido. Así que puedes regresar al hotel y…

—Pero, mamá, ni siquiera me has preguntado por mi hija. ¿Es que no te interesa?

—¿Sobre qué me tengo que interesar, Dawn? —Se volvió y me miró de nuevo—. Verdaderamente, ¿qué quieres que te pregunte?

—¡Para empezar, podrías preguntarme si el bebé nació con vida, si fue niño o niña y, lo más importante, dónde está! A no ser —añadí, esperanzada— que lo sepas.

—No sé nada de ningún bebé, excepto que te enviaron a «Los Prados» para que lo tuvieras en secreto y no recayera ningún escándalo sobre los Cutler. Yo no podía poner objeciones a eso. Debías haber tenido más cuidado. Y, ahora, como digo, ya ha terminado todo…

¡No ha terminado, mamá! ¡Mi hija vive y quiero saber dónde está!

—Deja de gritar. No consentiré que me vuelva a gritar nadie. Ahora que la reina ha muerto, no me voy a convertir en cabeza de turco de nadie —estalló. Luego sonrió—. Sé comprensiva, Dawn. Ahora puedes ser feliz, igual que yo. Ocuparás tu puesto en la familia y…

—Mamá, ¿sabes adonde llevaron mi hija después de nacer? ¿Te lo dijo la abuela Cutler? Si fue así, por favor, dímelo —le rogué, usando un tono de voz más suave.

—Jamás le pregunté esos detalles, Dawn. Ya sabes cómo era. Mandaba en todo. —Volvió a mirarse al espejo—. No me extrañaría que ya haya empezado a decirle a Dios lo que tiene que hacer en el cielo, y Dios haya tenido que expulsarla de allí. —Se rió con alborozo—. ¿Pero qué digo? Esa bruja probablemente se estará quemando en las profundidades del infierno, que es adonde realmente pertenece —resopló, indignada.

—Pero, mamá, mi hija…

—Vamos, Dawn, ¿por qué quieres pensar en eso? Tu amante te abandonó, ¿no? ¿Por qué te interesas por tu hija? Piensa lo que eso supondría. ¿Cómo ibas a poder encontrar a un hombre decente con quien casarte? Los pretendientes que merecen la pena, los que son ricos y guapos, no quieren casarse con una señorita que tiene un hijo, especialmente si es un hijo de otro.

—¿Fue por eso por lo que te desprendiste de mí tan fácilmente, mamá?

—Aquélla fue una situación completamente distinta, Dawn. ¡Oh, por favor! No me repitas eso una y otra vez. Agradece lo que has conseguido —añadió, con los ojos llenos ahora de cólera e irritación—. Pese a sus métodos, la abuela Cutler hizo posible mantener en secreto tu desliz.

Nadie tiene por qué saber nada. Todo ha concluido; puedes comenzar de nuevo.

Se volvió otra vez hacia el espejo y se pasó el dedo por las cejas.

—Tengo mucho que hacer antes del funeral. Odio los funerales, vestirme de negro, aparecer abatida y pálida, con miedo de sonreír para que la gente no lo interprete como una blasfemia y una falta de respeto. Pero no pienso presentarme como una doliente angustiada sólo para complacer al público. No lo haré. Salen arrugas de fruncir el rostro demasiado. Por suerte, compré un precioso vestido negro en Nueva York cuando fuimos a verte. No es muy apropiado, pero creo que servirá. Debo pensar en toda la gente que va a acudir, gente que vendrá al hotel para consolar a Randolph y ofrecerle sus respetos. Yo tengo que ser la esposa, fuerte y perfecta, la hija política que los salude a todos debidamente. Dawn, cariño, creo que deberías salir a comprarte algo apropiado para ti. Clare Sue y Philip ya vienen del colegio a casa y los tres deberíais estar presentables.

—Mamá, ¿no has oído nada de lo que te he dicho? He dado a luz a una hija y me la han quitado —expuse con voz suave.

Se levantó del asiento y echó a andar hacia la cama.

—Necesito descansar —dijo—. No quiero presentarme cansada y marchita. No me haría ningún bien aparecer así. La gente quiere verme deslumbrante y no pienso defraudarla.

Ahuecó las ropas de la cama y se deslizó dentro. Luego dio un suspiro y hundió la cabeza en las almohadas.

—Piensa una cosa, Dawn. Ahora soy yo la señora de la casa. Soy la reina. ¿No es magnífico?

—En tu imaginación siempre fuiste la reina, mamá —repliqué dando media vuelta. Me marché, más disgustada con ella que nunca.

Jimmy se levantó en cuanto me vio regresar al vestíbulo.

—¿Y bien?

—No sabe nada y ni siquiera le importa. Lo único que le preocupa ahora es presentarse como una nueva reina de Cutler’s Cove. ¡Oh, Jimmy! ¿Qué vamos a hacer? —gimoteé, sintiendo que las lágrimas volvían rápidamente a mis ojos.

—No tiene sentido que volvamos a hablar con Randolph —pensó él en voz alta. Luego se dirigió a mí y se encogió de hombros. Creo que deberíamos entrar en el despacho de ella y registrarlo hasta encontrar alguna pista.

—¿Su despacho? —Miré hacia aquella habitación. A pesar de haber fallecido y no encontrarse en su despacho, el solo hecho de entrar en él y tocar sus cosas sin permiso suyo me parecía aterrador. Tan poderosa había sido, especialmente en el hotel. Su presencia parecía planear por encima de nosotros y su marca estar impresa en todas las personas y en todas las cosas.

—No sé me ocurre otra cosa que hacer —confesó Jimmy.

—De acuerdo —acepté, disparándose los latidos de mi corazón—, haremos lo que haya que hacer para recuperar a mi hija.

Cogí la mano de Jimmy y echamos a andar hacia el despacho de la abuela Cutler.