FEAS REALIDADES
«Levanta, levanta, levántate de la cama, estúpida, dormilona estúpida», oí que cantaba alguien.
Me estiré lentamente. Había dormido hecha un ovillo, acurrucada alrededor de la botella de agua caliente. Al estirarme, noté que me dolían los músculos. Saqué la cabeza de debajo la manta y miré la puerta. Estaba abierta, pero no vi a nadie. ¿Lo habría soñado? Alguien se rió entre dientes.
—¿Quién anda ahí? —pregunté, incorporándome abrazada a mí misma. Sin ninguna ventana que dejara entrar la luz del día, el cuarto seguía estando totalmente oscuro, pero por una ventana del pasillo entraba algo de luz.
—¿Quién es? —Al volver a reírse entre dientes, reconocí su tono infantil—. ¿Charlotte?
Se puso delante de la puerta. Todavía llevaba las recias coletas y el camisón rosa con la cinta amarilla en la cintura, y vi que también calzaba las viejas chinelas de su padre.
—Emily me ha enviado a buscarte. Dice que ya tenías que haber bajado a desayunar —añadió, dando a su cara la mayor seriedad que pudo—. Además —dijo, cambiando rápidamente su expresión por una sonrisa—, hoy es mi cumpleaños.
—¿De veras? Qué estupendo. Feliz cumpleaños —deseé bostezando. Me dolían todas las partes del cuerpo, desde la nuca a los tobillos, y estaba tan rígida como una blusa húmeda puesta a tender en medio de una gran helada invernal.
Moví las piernas fuera de la cama hasta dar con las botas y al meter los pies sentí más frío que si los hubiera introducido en un charco de agua helada. Empecé a frotarme los brazos. Charlotte estaba delante de mí, mirándome fijamente y sonriendo.
—¿Cuantos años haces hoy? —le pregunté. Su sonrisa se evaporó rápidamente.
—¡Oh, eso no está bien! A una dama no se le pregunta la edad que tiene —me reprendió. Sus palabras tenían todo el sello de Miss Emily—. No es de buena crianza —recitó.
—Lo siento.
—Pero tomaremos pastel y tú podrás cantar para mí Feliz cumpleaños. También tendremos invitados —añadió—. Todos los vecinos y primos. Vendrá gente de tan lejos como Hadleyville. ¡Hasta de Lynchburg!
—Eso es estupendo, me apetece mucho —dije. Encendí la lámpara de petróleo para que hubiera un poco más de luz y me dirigí con ella al cuarto de baño—. En seguida salgo.
La puerta estaba atascada y tuve que empujar varias veces. Cuando se abrió y asomé la cabeza, pensé que más me hubiera valido no abrirla. El cuarto de baño consistía en una pequeña pila manchada de herrumbre y un inodoro con la tapa agrietada. Al borde de la pila había un pedazo de jabón más duro que una piedra y sobre un colgadero de madera situado encima descansaban una toalla y un paño para lavarse, ambos de color gris oscuro; pero no había ningún espejo, ni bañera, ni ducha. El suelo estaba recubierto de un linóleo amarillento, que en los rincones y alrededor del inodoro aparecía cuarteado y raído.
Entré y cerré la puerta. Giré el grifo del agua caliente, pero no salió nada por él. Sólo funcionaba el grifo del agua fría y la que manaba era de color oscuro. Lo dejé abierto un rato, pero el agua no se aclaró. Finalmente, en vista de que no me quedaba dónde elegir, humedecí el paño y me lavé la cara, usando aquel horrible jabón. Me di cuenta de que no había cepillo para el pelo. En mi bolso tenía uno, pero Miss Emily se lo había llevado todo la noche antes. Me pasé los dedos por el cabello, que aún tenía sucio y desarreglado, y salí del cuarto de baño.
Charlotte estaba sentada en la cama, con las manos dobladas sobre las rodillas y sonrió al verme. Su tez era mucho más suave que la de Miss Emily, y en sus regordetas mejillas había incluso un tono un poco más rosáceo.
—Procura no malgastar tu petróleo, o Emily se enfadará y ya no te dará más —me advirtió.
—¡Es horrible! —exclamé—. ¡Me obliga a estar en una habitación sin ventanas, sin más luz que la de este pequeño quinqué y encima me raciona el petróleo!
Charlotte, al ver mi estallido de enojo, se quedó mirándome llena de asombro y confusión. Luego se mordió el labio inferior y sacudió enfáticamente la cabeza de un lado a otro.
—Emily dice que se despilfarra mucho y que es obra del diablo el que no sepamos cuidar lo que tenemos y lo malgastemos. Emily no quiere despilfarros. Eso es lo que dice Emily —concluyó.
—Bueno, pues Emily no tiene razón. Quiero decir, Miss Emily —me apresuré a rectificar.
Charlotte me miró otra vez, asombrada. Por la cara que ponía me di cuenta de que no comprendía mi enojo o no quería entenderlo. De repente, cambió de expresión y puso la cara de una niña que está a punto de confesar un secreto. Se acercó a mí, mirando primero hacia la puerta para asegurarse de que no había allí nadie más.
—¿Te ha hecho el bebé estar levantada toda la noche? —me preguntó.
—¿El bebé? ¿Que bebé?
—El bebé —insistió, sonriendo—. Le oí llorar, pero cuando fui a darle la leche ya se había ido —dijo, extendiendo las manos con las palmas hacia arriba.
—¿Ido? ¿Qué bebé? Yo no he oído a ninguno.
—Será mejor que bajemos —dijo, poniéndose inmediatamente de pie—. Emily nos ha preparado avena y si se enfría será, culpa nuestra.
Echó a andar hacia la puerta y yo lancé un suspiro y apagué el quinqué de petróleo. Pensé que si lo dejaba encendido se organizaría una pequeña tragedia.
Seguí a Charlotte. Caminaba con paso corto y rápido, arrastrando las zapatillas por el suelo, y mantenía las manos pegadas al cuerpo y la cabeza baja como si fuera una geisha. Ahora que penetraba algo de luz por las ventanas en algunos puntos, pude ver más de la casa. Al llegar la noche anterior entre tanta oscuridad, no me había percatado de lo ruinosa que estaba, lo mismo por dentro que por fuera. Aquella parte, el ala de mi cuarto, parecía llevar muchos años sin ser habitada. De los rincones del techo y de las lámparas, se veían colgar grandes telarañas y las mismas paredes parecían incrustadas de polvo.
En el corredor había algunos muebles: un arca oscura de roble, bancos de madera dura que parecían demasiado incómodos para sentarse y unas sillas tapizadas semejantes a grandes colectores de polvo. A cada diez o doce metros, un viejo cuadro representaba, en su mayor parte, clásicas escenas sureñas: esclavos recolectando algodón, el dueño de una plantación contemplando sus extensos campos de cosecha; y estampas de señoritas provistas de parasoles charlando con sus guapos pretendientes en grandes y verdes prados o delante de unas glorietas.
Cuando cambiamos de dirección y nos dirigimos hacia la escalera, los cuadros de las paredes eran ahora retratos de antepasados: señoras de pálido rostro vestidas de oscuro, con sombreros firmemente sujetos hacia atrás con agujas, hombres sonrientes y severos, y algún que otro retrato de niño al que obviamente habían obligado a permanecer inmóvil mientras posaba. Al final del corredor y poco antes de llegar a la escalera, había un reloj de caja grande, averiado, al que faltaba la aguja del minutero.
Cuando alcanzamos las escaleras, extendí la vista hacia el corredor opuesto, correspondiente al ala oeste del caserón, donde Miss Emily y Charlotte tenían sus dormitorios. Aquella zona estaba más limpia e iluminada y contenía muchos más cuadros. Pensé que aquel lado recibía casi toda la luz diurna. ¿Por qué no me buscaría un sitio allí?
Charlotte alzó la vista hacia la escalera para asegurarse de que la seguía y luego continuó su paso. Me sentía ridícula con las botas y aquel camisón, parecido a una bata de hospital, ¿pero qué otra cosa podía hacer? Miss Emily se había quedado con mis ropas. Apresuré el paso para alcanzar a Charlotte y al llegar al pie de la escalera ésta cambió de dirección. La seguí a través de un portal muy ancho.
La primera habitación correspondía a un gran comedor con una larga mesa de roble oscuro y diez sillas. Tenía una alfombra clara y una pared con ventanales, que hacían de ella la habitación más iluminada que yo había visto. Encima de la mesa pendía una gran araña. En un rincón, había un mueble de roble oscuro, haciendo juego con la mesa, que contenía platos y unas estatuillas de cerámica. Pensé que todavía conservaban algunas cosas buenas en aquella casa.
—Date prisa —me apremió Charlotte desde la puerta. La seguí hacia la cocina.
Esta parecía haber cambiado poco desde que habían construido la casa. Al lado del fregadero, en lugar del grifo, había una bomba manual de sacar agua. Para calentar el agua y cocinar había un fogón de hierro colado, había también una mesa de roble blanco y seis sillas en un rincón, así como un mostrador al lado del fregadero, con varias sartenes y cazos de hierro colgados de unos ganchos. Las ventanas estaban cubiertas por unas delgadas cortinas blancas de algodón, y por frigorífico tenían una vieja nevera de hielo. Encima de la mesa había tres tazones de avena caliente y, al lado de cada uno, un trozo de pan y una naranja. El cubierto consistía en un solo cucharón de sopa y una servilleta.
Miss Emily salió de la despensa que estaba al fondo de la cocina. La ventana que había al lado de la puerta me permitía ver la parte posterior de la casa: un campo desierto con un viejo carro en el centro y la esquina de un granero.
—¡Ya era hora! —exclamó Miss Emily. Llevaba una bata de color gris oscuro con un gran cuello blanco y unos zapatos altos de cuero negro. A la luz del día, su cara parecía aún más pálida y cetrina. La delgadez y palidez de sus labios me recordaban dos largas y estiradas lombrices muertas. Era cierto que sus ojos grises se parecían a los de la abuela Cutler, pero implantados en aquel rostro macilento resultaban taimados, malévolos y conspiradores. La línea de vello que le crecía encima del labio superior era más pronunciada a la luz diurna, e incluso también se le notaban algunos matojos aislados de vello gris por debajo del mentón.
—Como no hay ventana, no sabía que ya era de día —repliqué.
Echó los hombros hacia atrás, como si la hubiera abofeteado.
—¡Ah! —exclamó, asintiendo—. Pondré un reloj en tu dormitorio y así el desconocimiento de la hora no te será excusa para eludir tus obligaciones.
—¿Obligaciones?
—Naturalmente. ¿Creías que esto iba a ser una especie de excursión gratuita? ¿Pensabas que íbamos a ser servidores tuyos?
—No me importa trabajar —dije—. Yo…
—Siéntate y desayuna antes de que se te enfríe —ordenó.
Charlotte corrió a ocupar su asiento y bajó la cabeza. Yo me senté frente a ella y Miss Emily lo hizo en su sitio.
—Yo…
—¡Silencio! —estalló. Juntó las manos y bajó la vista hacia la mesa—. Señor, te damos las gracias por éstos y por todos los beneficios que nos concedes. Amén.
—Amén —coreó Charlotte, levantando la vista hacia mi.
—Amén —repetí yo.
—Comed, —ordenó Miss Emily. Charlotte empezó a tomar sus cereales, agarrando la cuchara torpemente entre sus gruesos dedos, como una niña que aprendiera a comer sola por primera vez.
Cuando me llevé a la boca la primera cucharada de avena, estuve a punto de atragantarme. No solamente estaba blanda, sino también amarga. Jamás había tomado unos cereales calientes tan malos. Charlotte y Miss Emily parecían no notarlo ni importarles. Miré alrededor en busca de un tarro de miel o de azúcar, pero no había nada.
—¿Qué pasa? —se apresuró a preguntarme Miss Emily.
Yo había cocinado con frecuencia para mi familia cuando vivía con papá y mamá Longchamp, y sabía de ingredientes y condimentos. Aquella avena tenía sabor a vinagre.
—¿Ha puesto usted vinagre? —pregunté.
—Sí —contestó. Echo vinagre en todo lo que hago.
—¿Por qué? —pregunté, estupefacta.
—Para que recordemos la amargura que debemos soportar por los pecados de nuestros padres —respondió—. No te vendrá mal recordarlos.
—Pero…
—Esto es todo lo que hay —atajó, sonriendo—. Si no te lo quieres comer, allá tú. Para tener un hijo sano necesitas alimentarte. Que Dios le ayude —añadió, levantando la vista hacia el techo.
Respiré profundamente y cerré los ojos, deseosa de que los cereales tuvieran mejor sabor. Cualquier anciana en su lecho de muerte tendría más apetito que yo.
—¿Cuándo me devolverá usted mis cosas? —pregunté—. En el bolso no tengo cepillo, pero sí un peine.
—Aquí no vas a tener motivos para ponerte guapa —dijo con voz alta, fría y tajante, desafiándome con los ojos. Tragué saliva, sintiendo que el miedo me erizaba los pelos de la nuca.
—¿Pero por qué me ha cogido usted el bolso? —pregunté, en voz baja.
—Todo debe ser purificado —respondió, y empezó a comerse la avena como si fuera el manjar más delicioso del mundo.
—¿Purificado? No lo entiendo.
Dejó de comer, cerró los ojos como dándome a entender que mi comportamiento era muy estúpido y cargante, y se volvió hacia mí.
—El mal es una enfermedad; se agarra a nosotros y a todo lo que está relacionado con nosotros. Lo has traído contigo a esta casa y debo desterrarlo de aquí. Ahora, sigue comiendo y deja de hacer tantas preguntas.
Miré a Charlotte, que seguía sentada, sonriendo estúpidamente.
—Pero Charlotte me ha dicho que hoy es su cumpleaños y que usted daba una fiesta en honor de ella —expliqué—. Necesito que me devuelva mis ropas si he de saludar a alguien.
Miss Emily echó la cabeza hacia atrás y soltó la carcajada más espantosa y estridente que yo había oído en mi vida. Luego volvió a mirarme fríamente con sus ojos, empequeñecidos.
—¿No te he advertido que no hagas caso de lo que diga? Cada día es su estúpido cumpleaños —añadió, clavando la mirada en Charlotte, sentada en el otro lado de la mesa—. Ya no recuerda ni el día en que vive, ha perdido la noción del tiempo. Pregúntale qué año, qué mes o qué día es hoy. Díselo, Charlotte —la apremió, cruelmente—. ¿Es hoy lunes o domingo? ¿Qué días es hoy?
—Hoy no es domingo —respondió—. Porque no tenemos misa en la capilla —añadió, sonriendo, orgullosa de su deducción.
—¿Te das cuenta? —exclamó Miss Emily—. Lo único que sabe decirte es que no es domingo.
Me costaba trabajo creer que pudiera ser tan cruel con su hermana. Pero decidí tragarme mis pensamientos junto con aquella horrible avena. El pan, por lo menos, sabía bien y la naranja era naranja. Ella no podía hacer nada para que tuviera mal sabor.
—Ahora que has terminado de desayunar —me dijo Miss Emily, con los dedos apoyados en la mesa y las manos plegadas—, te enseñaré algunas de nuestras reglas. Primera, no entrarás nunca en el ala oeste de esta casa, donde Charlotte y yo tenemos nuestras habitaciones. Esa parte está prohibida para ti. ¿Has comprendido? —No me dio tiempo para responder—. De hecho, quedas limitada a tu cuarto, a la biblioteca, al comedor y a la cocina. Segunda, no debes molestar a Luther. No vayas a los establos, corrales o gallineros a importunarle con preguntas estúpidas.
A él no le gusta y le distrae de sus quehaceres. El tiempo es el don más precioso que tenemos y no debemos gastarlo pródigamente. Tercera, de hoy en adelante, cuando haya puesto el reloj en tu cuarto, estarás aquí a las seis, naturalmente después de haber hecho tu cama, y encenderás el fuego de la cocina. Pon solamente tres maderos de leña. Luther tiene la leña en la recocina. Después de eso, prepara la mesa para el desayuno; un tazón de cereales, una cuchara y una servilleta, igual que yo he hecho hoy. Los domingos también tomamos un huevo cada una, así que pondrás un plato pequeño. Ya te enseñaré dónde están todas las cosas y dónde debes ponerlas cuando las hayas lavado. Y llegamos a la cuarta. Tu primera obligación consiste en fregar y secar todos los platos y sacar brillo a la vajilla diariamente. Quiero que se frieguen bien todas las sartenes y los cazos. Hasta los que no se usan, que cogen polvo. Quinta, después de lavar los platos y la vajilla del desayuno, así como todas las sartenes y cazos, fregarás el suelo. En la recocina tienes un cubo, cepillo y jabón. Empieza en la puerta y acaba en la recocina. Tira el agua sucia en los escalones de atrás y luego vuelve a dejar el cubo donde puedas encontrarlo. Quiero cada cosa en su sitio. Sexta, cada tres días recogerás la ropa blanca que yo deje en un montón, a la entrada del ala oeste y, junto con la tuya, la lavas y la tiendes a secar. Lávala toda ella a mano en la tina del porche de atrás y luego métela en la escurridora. En el porche encontrarás la tina y la tabla de lavar. El resto de la ropa lo hacemos una vez a la semana. Encontrarás el montón en el mismo sitio. Verás que en el cajón de arriba de tu cómoda tienes otro camisón.
—¿Pero, qué hay de mis cosas? —exclamé.
—No me hables de tus cosas. Sólo sé lo que tenemos aquí y eso es lo que hay que hacer —respondió en el acto—. Séptima, esta misma tarde empezarás a limpiar tu ala. Como actualmente no la usa nadie más que tú, te hago responsable única de su conservación. Quiero bien limpios los suelos y las paredes de los pasillos. Usa el mismo cubo y cepillo que en el suelo de la cocina, pero no olvides volver a dejarlos en su debido sitio —repitió—. No quiero ver una sola mota de polvo en todo el mobiliario ni en los cuadros. Extrema el cuidado cuando toques los cuadros; algunos tienen cien años. Octava, los sábados haremos las ventanas de la planta baja. Como ello te llevará casi todo el día de cada sábado, empezarás inmediatamente en cuanto termines con la cocina, después del desayuno. La limpieza del polvo y el lavado del mobiliario y de otras cosas se realizará casi a diario por la tarde. Encima de la mesa te dejaré una manzana para que meriendes. ¿Lo has entendido todo? —preguntó.
Claro que lo había comprendido: había comprendido que estaba haciendo de mí una esclava de la casa. A la vista de las miserables y exiguas cosas que me daba para comer y vestir, además de mis horribles condiciones de vida, comprendí que iba a hacer muchísimo más de lo necesario para ganarme el sustento.
—¿Cuándo me quedará tiempo para hacer algo que no sea trabajar? —pregunté, inocentemente. Sus ojos echaron chispas.
—¡El tiempo carece de significado fuera del trabajo! —declaró—. Manos ociosas son perniciosas. Además, en tu estado actual, el trabajo es lo más indicado para ti. Te fortalecerá y, así, cuando llegue el momento, sabrás enfrentarte a tu dura prueba —añadió, expresándose como si me estuviera haciendo un favor al convertirme en una esclava—. Siempre que tengas un momento libre, debes llenarlo con actividades juiciosas. Por consiguiente, te autorizo a que entres en la biblioteca y elijas un libro o dos para leer. Sin embargo, deberás hacerlo siempre a la luz del día para no despilfarrar tu ración de petróleo. No quiero verte levantada toda la noche leyendo alguna novela romántica y quemando petróleo —me advirtió.
—¿Cuándo podrá ver mis labores? —interrumpió Charlotte. Miss Emily se quedó mirándola fijamente durante un rato, apretando tanto sus delgados labios, que en las comisuras de la boca se le dibujaron dos parches blancos.
—¿Qué te dije anoche, Charlotte? ¿No te dije que Eugenia estaría demasiado ocupada para que anduvieras todo el día a su alrededor diciéndole bobadas? ¿Qué te dije que hicieras?
Charlotte se volvió hacia mí como si esperase que yo le facilitara la respuesta.
—Me dijiste que me lavara el pelo —respondió.
—¡Oh, Señor, dame fuerzas! —exclamó Miss Emily—. Eso fue la semana pasada, Charlotte. —Se volvió hacia a mí—. ¿Comprendes la carga que me ha tocado llevar? Mi rica y querida hermana no tiene que luchar con nada de esto, ¿verdad? Ni una sola vez ha sugerido a Charlotte que vaya a visitarla. ¡Oh, no! Por el contrario, te envía a ti aquí… ¡Otra carga!
—Yo no soy ninguna carga para usted —dije, desafiante—. Ni tampoco para ella.
Miss Emily me fusiló con la mirada. Luego apoyó las palmas de la mano en la mesa y se ayudó de ellas a ponerse en pie, alzándose lentamente todo lo alta que era.
—No espero tu gratitud. Sería pedir demasiado a las de tu clase. Sin embargo, espero que cumplas con tus obligaciones mientras estés bajo mi techo y encomendada a mis cuidados. ¿Está claro? —exigió. Yo desvié la vista—. ¿Lo está? —insistió.
—Sí —contesté después de dar un hondo suspiro—. Está claro.
—Bien. Comienza tus obligaciones —ordenó—. Charlotte, ve arriba y limpia tu cuarto.
—Si es mi cumpleaños —protestó Charlotte.
—Pues límpialo y así les gustará más a todos tus invitados —declaró Miss Emily, con una leve y apretada sonrisa en el rostro. Aquello pareció agradar a Charlotte; se levantó y se dispuso a salir. Al llegar a la puerta se volvió hacia mí.
—Gracias por ese regalo tan bonito —dijo antes de salir.
—Idiota —murmuró Miss Emily entre dientes. Acto seguido se marchó también ella y me dejó sola con mi trabajo.
En la cocina no había agua caliente. Había que lavarlo todo en frío y el agua estaba helada, pues era sacada de un profundo pozo. Se me quedaban los dedos tan entumecidos que me veía obligada a sacudirlos de vez en cuando y a frotármelos con la bayeta de secar los platos. Miss Emily había sacado el material para dar lustre a la vajilla y había puesto las piezas sobre el mostrador. Eran viejas y estaban muy sucias. Se notaba que no las había limpiado con frecuencia, pero que ahora que me tenía a mí había decidido hacerlo. Me llevó casi una hora adecentarlas un poco. De repente, la puerta de atrás se abrió y Luther entró con un brazado de leña para el fuego que apenas le dejaba verme.
—Buenos días —saludé cuando se metía en la recocina, pero no me contestó. Le oí amontonar la leña y me acerqué a la puerta de la recocina—. Luther.
Se detuvo y se volvió a mirarme por encima del hombro. Su cara era casi un reflejo de Miss Emily; en sus ojos había el mismo destello frío.
—¿Qué quiere? —inquirió.
—Me preguntaba si tendría usted que ir hoy a Upland Station. Necesito llamar por teléfono para preguntar dónde están mis cosas.
Lanzó un gruñido y se volvió a su leña, sin contestarme. Yo continué en la puerta, esperando. Finalmente, cuando terminó de apilar la leña en un montón perfecto, irguió el cuerpo.
—Hoy no tengo que ir a Upland Station —respondió malhumorado.
—¿Y mañana? —insistí.
—Quién sabe. No, mañana no —contestó, emprendiendo la salida decididamente. Comprendí que si no me apartaba me arrollaría a su paso y decidí que, en cuanto Miss Emily me devolviera la ropa, me iría andando a Upland Station. «Pero, ¿dónde tendría escondida mi ropa?», me pregunté.
Terminé de abrillantar la vajilla y lavé y fregué los cazos y las sartenes. Después de dejar cada cosa en su sitio, entré en la recocina y cogí el cubo, el cepillo y el jabón. Tenía que arrodillarme a fregar el suelo con las manos y no era la primera vez que lo hacía. Pero ahora, con mi vientre en expansión, me resultaba más duro inclinarme para fregar. La región lumbar empezaba a dolerme con bastante frecuencia y eso me obligaba continuamente a enderezarme y frotármela.
Se notaba perfectamente que Miss Emily no fregaba el suelo ni abrillantaba la vajilla a menudo. El suelo estaba tan mugriento que a la mitad de la faena tuve que parar y salir a vaciar el cubo de agua sucia. Nada más abrir la puerta, me saludó un día de diciembre tan gélido que me castañetearon los dientes, pues el viento invernal traspasaba fácilmente el endeble tejido de mi bata de hospital, debajo de la cual no llevaba ninguna otra prenda; ni siquiera unos calcetines. Me apresuré a salir al pequeño porche posterior para verter a un lado el agua sucia y entonces lo vi.
A la derecha, justamente detrás del edificio, un caldero colgaba sobre un abundante fuego hecho en un círculo de piedras. Aunque el agua del caldero hervía a borbotones, tuve la certeza en seguida de que mi ropa estaba allí dentro. Dejé el cubo en el suelo y bajé corriendo los crujientes peldaños de madera con el presentimiento de que mis ropas llevaban hirviendo allí desde que me las habían quitado la noche antes. Busqué desesperadamente algo para poder sacarlas, pero el vapor que surgía del enorme caldero negro y la fuerza del crepitante fuego me impedían acercarme a rescatar cualquier prenda.
—¿Qué estás haciendo aquí? —me preguntó Miss Emily, desde la puerta de atrás.
—¿Qué ha hecho usted con mi ropa? —repliqué—. Me la está estropeando.
—Ya te lo he dicho —me respondió, cruzando enérgicamente los brazos—. La estoy purificando. ¡Ahora, vuelve a tus quehaceres! —estalló.
—¡Quiero mis cosas! —grité.
—No estás en condiciones de exigirme nada —replicó—. Se te devolverán cuando hayan sido purificadas. Ahora, vuelve al trabajo —atajó, girando sobre sus talones y volviendo a entrar en la casa. Observé cómo desaparecía dentro y miré impotentemente mis ropas. Mi bolso aún no era visible.
«Qué acción tan vil», pensé. Volví al porche, cogí el cubo de agua sucia y lo vertí en el fuego. Las ascuas soltaron un chirrido al mojarse y llenaron el aire de humos y vapores. Me aparté un poco y aguardé. El agua del caldero seguía hirviendo y calculé que tardaría un rato en enfriarse. Pero recuperaría mis cosas. Volví a la cocina y fregué lo que quedaba del suelo. Cuando volví a salir al porche supe que llevaba horas trabajando en la cocina, pues el sol andaba cerca del mediodía. Vertí el agua sucia y me dirigí a rescatar mis cosas hervidas.
¡Pero el caldero había desaparecido! Allí sólo quedaban las ascuas humeantes del fuego, a punto de extinguirse. Crucé corriendo las escaleras y me puse a buscar por todas partes algún rastro del caldero, pero sólo vi a Luther en la apartada esquina de los establos con una pala al hombro, como si fuera un soldado portando un rifle. Le llamé a gritos, pero él entró en los establos y cerró firmemente la puerta. Furiosa, volví decididamente a la cocina y entré en el comedor, pero allí no había nadie.
—¡Miss Emily! —grité al pie de la escalera. Escuché pero no respondió. La llamé otra vez y luego me asomé a la biblioteca, que estaba justo al otro lado del vestíbulo.
Las cortinas de los ventanales estaban descorridas, de modo que pude ver los estantes de libros, el gran escritorio, los muebles archivadores de madera, una mesa alargada y las sillas. Había cuadros en las paredes y uno de ellos estaba colgado detrás del escritorio. Era un retrato de Emily, Charlotte y el padre de la abuela Cutler. Descubrí claras semejanzas en los ojos y la frente. Él miraba con el mismo aire de arrogancia, los hombros firmes y la cabeza alta y ligeramente ladeada en un gesto de condescendencia. A mí me miraba violentamente enojado. Retrocedí, intimidada, hasta la puerta y fui a toparme con Miss Emily, que esperaba en silencio. Me estremecí y lancé un grito antes de saber que era ella.
—¿Qué estás haciendo? ¿A qué vienen esas voces? Ya deberías haber empezado a limpiar el ala de tu cuarto, en vez de andar vagando por aquí —me amonestó.
—¿Qué ha hecho usted con mis ropas? —pregunté—. Ha desaparecido el caldero.
—¿Necesitas que te lo repita? Ya te dije que estaban siendo purificadas. Ahora han de pasar por la segunda fase.
—¿Por la segunda fase? ¿Qué significa eso?
—Que han sido enterradas —respondió, fríamente.
—¡Enterradas! —Deduje que por eso iba Luther con la pala al hombro—. ¿Ha enterrado usted mis ropas? ¿Dónde? ¿Por qué? ¡Esto es una locura!
—¿Cómo te atreves? —estalló, irguiendo los hombros. A pesar de su delgado tórax, resultaba tan formidable y arisca como un águila ratonera. Tuve que retroceder un paso—. ¡Me estás criticando! —exclamó, al tiempo que levantaba su largo brazo y me apuntaba al rostro con su ganchoso dedo de bruja—. ¿Cómo te atreves a reprenderme y reprocharme nada? ¡Tú, que has caído en la desgracia de ir mostrando a los cuatro vientos las consecuencias de tu pecado! ¿No sabes que sólo el que esté libre de lo puede arrojar la primera piedra?
—Yo no estoy diciendo que sea pura y buena —grité, entre mis primeras lágrimas—, pero eso no le da derecho a torturarme.
—¿Torturarte? —Parecía que iba a soltar una carcajada—. Eres tú quien me está atormentando a mí y al resto de la familia. Durante este tiempo he deseado ayudarte. Te he abierto las puertas de mi casa y he asegurado a mi hermana que te daría lo que necesitaras. ¿Y ahora me acusas de torturarte?
—¡Usted no me da lo que necesito! —exclamé, sin poder evitar los sollozos—. Quiero que me devuelva mis cosas.
—No sabes lo ridícula que te pones —dijo—. Está bien —añadió, tras una larga pausa—. Cuando la tierra haya absorbido la mancha del mal, me encargaré de que Luther te devuelva esas ropas. Ahora, vuelve a tu trabajo. Necesitas trabajar, construir tus propósitos; tienes que fortificar el castillo de tus virtudes contra las incursiones del demonio.
Iba ya a retirarse.
—Pero mis cosas de Nueva York… Tengo que telefonear a ver qué ha sido de ellas. Aquí no tengo ni siquiera un peine para el pelo —dije, tocándome mis apelmazadas greñas.
—No tiene sentido telefonear —replicó, con una alarmante tranquilidad en la voz.
—¿Por qué no?
—Porque ya he dado instrucciones para que no envíen esas cosas hasta que no des a luz y te marches. Ya he tenido bastante con lo que has traído encima.
—¿Pero cómo pudo usted mentirme? Todos me han mentido —añadí, dándome cuenta de la verdad.
—¿Que todos te han mentido? —Se echó a reír—. ¿Cómo llamarías tú a lo que has estado haciendo? Deja de lamentarte y haz lo que hay que hacer. Debes demostrar un poco de paciencia. Seguramente, no te falta valor. Por lo que me ha contado mi hermana, todos los Cutler vienen de una raza fuerte.
—Yo no tengo sangre Cutler —murmuré. Pero tan pronto como estas palabras salieron de mi boca, comprendí que había cometido un grave error. Sus ojos empezaron a salírsele de las órbitas.
—¿Qué? ¿Qué has dicho? —exigió, acercándose hacia mí otra vez.
Sentí un escalofrío. Jamás había visto una cara tan poseída de fuego y hielo. Sus ojos despedían llamas, pero la expresión de su rostro era glacial. «¡Quién sabe qué otros horrores ideará para mí si sabe la verdad de mi nacimiento!», pensé.
—Nada —me apresuré a responder.
Clavó los ojos en mí con una mirada tan intensa y penetrante, que tuve que volver la cabeza hacia otra parte. Cada segundo que transcurría resonaba como un trueno y el corazón me aporreaba dentro del pecho.
—Termina tus quehaceres —dijo, finalmente, disponiéndose a marchar. Los fuertes latidos de mi corazón se apaciguaron aunque continuaba sintiendo fría la piel y erizados los cabellos de la nuca. Pensé en abandonar aquella casa, ¿pero adonde iba a ir sin un penique ni otra ropa que la bata de hospital que llevaba puesta? Lo mejor sería esperar la oportunidad de marcharme. Tan pronto como me devolviera mis cosas, encontraría la forma de llegar a Upland Station y trataría de telefonear a papá Longchamp. Él seguramente encontraría la manera de ayudarme.
Abatida y derrotada, regresé a la cocina, cogí el cubo del agua, el jabón y el cepillo, y subí las escaleras para limpiar la sucia y polvorienta ala del caserón.
Mientras limpiaba los muebles que había cerca de la escalera, sentí como si todos aquellos hoscos antepasados, con sus torvos y fieros semblantes, me mirasen llenos de odio. Pensé que el retrato de Miss Emily ocuparía su merecido lugar a lo largo de aquellas paredes. ¡Qué familia tan desdichada, que se pasaba la vida sospechando y temiendo ver la presencia del diablo en todas las personas y en todas las cosas! Ahora resultaba fácil comprender por qué la abuela Cutler era como era. De hecho, tenía todo el aspecto de una mujer amargada. Cada quince minutos, aproximadamente, tenía que vaciar el cubo del agua sucia en mi cuarto de baño y volverlo a llenar. Cada vez me pesaba más y estaba empezando a sentir un dolor en un pequeño punto de la región lumbar, que se iba ensanchando como un círculo de fuego. Cada vez tenía que descansar más a menudo y respirar profundamente. El trabajo me hacía sentir como si tuviese atado un gran peso en torno a la cintura. Cuando casi había limpiado el polvo de uno de los bancos oí unos pasos detrás de mí. Me volví y vi a Charlotte, que traía una manzana en la mano.
—Has olvidado tomar tu merienda —me dijo, ofreciéndome la manzana. Dejé de trabajar y me apoyé de espaldas contra la pared, exhausta.
—Gracias —dije, cogiendo la fruta. Se quedó delante de mí, sonriendo, viéndome morder la manzana.
—Una manzana cada día aleja al doctor de esta casa, dice siempre Emily —recitó.
—De cualquier modo, estoy segura de que ningún médico querría venir por aquí —murmuré—. Charlotte —dije, pensando repentinamente en una posibilidad—, ¿no vas nunca a Upland Station?
—Emily me lleva algunas veces a la tienda y me compra dulces de fruta ácida —respondió.
—Entonces, no sueles alejarte mucho de la casa, ¿verdad? —le pregunté.
—Cuando hace buen tiempo voy a la glorieta y doy de comer a los pájaros. ¿Te gustaría alimentar a los pájaros?
—El primer día que tenga libre —dije, secamente, pero ella no lo comprendió y sonrió, contenta. Di otro bocado a la manzana y traté de incorporarme, pero sentí una punzada de dolor tan fuerte y fulminante en la región lumbar, que me quedé sin respiración y tuve que volver a sentarme un rato.
—Tú llevas un bebé dentro —dijo Charlotte— y puede tener las orejas puntiagudas.
—No tiene las orejas puntiagudas —respondí, jadeando—. Qué cosa tan horrible. ¿Te lo ha dicho Emily?
—Emily lo sabe —insistió Charlotte, asintiendo—. Ella puede ver tu vientre con los dedos y lo sabe.
—Eso es una bobada, Charlotte. Nadie puede ver con los dedos lo que hay en el vientre. No hagas caso.
—Ella lo vio dentro del mío —dijo—. Y vio las orejas puntiagudas.
—¿Qué?
Se oyó un portazo en el corredor de la parte este y los tacones de Miss Emily dejaron por toda la casa un tableteo semejante a las detonaciones de un arma de fuego que puso en el rostro de Charlotte un sello de terror.
—Emily dice que no debo molestarte mientras estés trabajando —declaró, apartándose de mí.
—Charlotte, espera… —Me levanté del banco.
—Debo terminar un dibujo —dijo, alejándose de prisa arrastrando los pies.
Unos instantes después, apareció Miss Emily. Me miró y se puso a supervisar algunos de los muebles y cuadros a los que había limpiado y quitado el polvo. Al parecer, quedó satisfecha.
—He puesto un reloj en tu habitación —dijo—. Procura darle cuerda, no vaya a ser que se pare a medianoche y no sepas qué hora es por la mañana. La cena será a las cinco en punto —añadió—. Espero que te presentes limpia ante la mesa.
—¿Pero dónde me lavo? En mi cuarto de baño sólo hay agua fría y no sé de ningún otro sitio donde pueda ducharme o bañarme —me lamenté.
—Nosotras no nos duchamos —dijo—. Nos bañamos una vez a la semana en la recocina. Luther traerá la tina y la llenará con agua caliente del fuego.
—¿Una vez a la semana? ¿En la recocina? La gente ya no vive así —protesté—. Tiene agua corriente, caliente y fría, jabón de olor y se baña más de una vez a la semana.
—¡Oh, ya sé cómo vive hoy la gente! —rebatió, con su fría sonrisa tan característica—. Especialmente las mujeres de caros perfumes y seductores vestidos. ¿Sabes que el demonio se ganó la confianza de Eva apelando a su vanidad y que desde aquel día maldito nuestra vanidad es la puerta por donde el diablo penetra en nuestras almas? La barra de labios y el maquillaje, los peines bonitos, los vestidos de puntilla, las joyas… Todas esas estratagemas excitan las pasiones e impulsan a los hombres hacia el promontorio de la lascivia. Y caen —salmodió—, ¡oh, cómo caen y nos arrastran con ellos al fuego del infierno y la condenación! Tú has sido chamuscada por el diablo. Percibo el olor del humo negro. Cuanto antes lo comprendas, antes encontrarás la redención.
—¡Eso no es cierto! —grité—. ¡Yo no huelo como el diablo y mi hijo no tendrá las orejas puntiagudas!
Bajó la vista hacia mí un momento y asintió.
—Ruega a Dios que no sea así —dijo—. Ruega para que Dios no lance su venganza contra un bebé inocente. Pero tú has provocado Su ira y esa ira es tan grande que recorre los confines del cielo.
Aspiró una profunda bocanada de aire, cerró los ojos, y se llevó las manos al pecho.
—Trabaja —dijo—, reza, sé obediente, ten esperanza y hallarás Su perdón.
Dio media vuelta y se fue, pero al llegar a la escalera, se detuvo y volvió la cabeza hacia mí.
—No lo olvides, a las cinco en punto y preséntate lo más limpia que puedas —añadió, y bajó la escalera. Llevaba la cabeza tan alta y la espalda tan recta que parecía una estatua descendiendo lentamente.
Me apreté las manos contra el vientre y me tragué el nudo que tenía en la garganta. Mi hijo era lo único bueno que me quedaba, me dije a mí misma. No importaba lo mucho que Michael me había decepcionado, el bebé estaba dentro de mí y me hacía sentir la fuerza de mi amor, una fuerza que era algo precioso y divino, y no la obra del demonio. Miss Emily no había conocido nunca la fuerza del amor y en ese momento la consideré más digna de compasión que de odio. Vivía en un mundo frío y oscuro, poblado de demonios y seres malignos, y eso la obligaba a ver el mal y el peligro en cada rincón y grieta de su casa y de su vida. Consideré que raras veces reía, e incluso raras veces sonreía y pensé que sin ella saberlo el demonio ya la había derrotado.
Me lavé las manos, los brazos y la cara lo mejor que pude. Como no disponía de espejo, sólo podía imaginarme lo sucio y deslucido que tendría el cabello, pero a Miss Emily no le importaban las apariencias. A decir verdad, cuanto menos atractiva me viera, más le gustaría. Tuve que cambiarme la bata sucia por la que había en la cómoda. Eran las dos únicas cosas que había en ella. Me había recordado que lo hiciera así cuando bajara a cenar.
—Recuerda lo que te dije de la ropa; la lavamos una vez por semana. De manera que, si ensucias tus dos batas, tendrás que llevarlas así hasta la semana siguiente.
—¿Por qué no lavamos la ropa más de una vez por semana? —pregunté.
—No hay que exagerar las cosas. Si tienes cuidado con lo que llevas puesto, bastará con hacerlo una vez a la semana —recalcó.
—Pero yo no tengo nada; sólo dos feas batas —repliqué.
—Las cosas, por ser sencillas, no son feas. El que tú estés acostumbrada a las ropas caras no significa que todo lo demás sea feo.
—Yo no estoy acostumbrada a llevar vestidos caros, pero necesito ropas que me sienten bien. Necesito ropa interior, calcetines…
—Necesito, necesito, necesito. ¿Es ésa la única palabra que sabéis emplear la juventud de hoy? —recriminó. Destapó el cazo de las patatas y añadió las verduras. Esto, más un vaso de agua y un pedazo de pan, iba a ser nuestro alimento. Mi comida había sido mejor cuando vivía con mamá y papá Longchamp y teníamos que pedir prestado para comer porque papá estaba sin trabajo. Pero Miss Emily opinaba que la frugalidad era buena para el alma y que alimentos como el pollo o los huevos sólo debían comerse en domingo.
Después de bendecir la cena no volvió a pronunciar palabra. Charlotte parecía diferente, asustada. Sospeché que Miss Emily la habría castigado severamente por las cosas que me había dicho antes y, probablemente, la habría prohibido hablar. De vez en cuando levantaba la vista del plato y me miraba como si fuésemos dos conspiradoras. Resultaba curioso, pero no supe de qué se trataba hasta que terminé de fregar los platos y los cacharros después de la cena. La encontré esperándome en la oscuridad del pasillo, a la salida del comedor, donde al parecer había estado escondida hasta que yo salí. Se plantó literalmente delante de mí en cuanto traspasé el umbral. Yo no tenía deseos de irme tan pronto a la cama, pero estaba tan cansada de trabajar y tan llena de dolores y achaques, que hasta la oscuridad y la sordidez de mi habitación me parecían agradables. Llevaba la botella de agua caliente envuelta en una bayeta, debajo del brazo.
—¡Charlotte! —exclamé—. ¿Qué ocurre? —Miré a mi alrededor, pero no vi a Miss Emily por ninguna parte.
—Te he hecho un regalo —susurró—. Está encima de tu cama —añadió, y se alejó rápidamente arrastrando los pies sin darme tiempo a responderle.
Yo no sabía qué pensar. ¿Qué podía haberme regalado? Probablemente sería alguna de sus labores, o tal vez hubiera sentido lástima de mí y me hubiese dado alguna de sus prendas interiores. Subí lentamente la escalera, pues cada peldaño me exigía ahora un esfuerzo, y avancé por el oscuro corredor hasta mi horrible habitación. Me acerqué a la lámpara de petróleo y la encendí sin perder un segundo. La luz alejó la cortina de sombras y dejó algo al descubierto sobre mi cama.
Lo cogí lentamente, y le di vueltas en la mano. Era un sonajero de niño y parecía totalmente nuevo. Miss Emily se había mofado de mí cuando le conté lo del cumpleaños de Charlotte, recordándome que a su hermana no había que creerla. Por ello yo no le había preguntado por qué Charlotte había inquirido si el niño no me había dejado dormir o qué había querido decir con lo de que Miss Emily había visto en su vientre un niño con las orejas puntiagudas. ¿Pero por qué tenía en su poder un sonajero que parecía recién comprado? Charlotte era, sin duda, demasiado mayor para haber tenido recientemente un bebé.
Me acordé de que Miss Emily me había prohibido entrar en el ala que ocupaban ellas en la casa y pensé que tal vez fuera ésa la única forma de averiguar algún día qué significaba todo aquello.
Pero ahora me encontraba demasiado cansada y confusa para pensarlo. Alcé la ropa de la cama, me deslicé dentro y puse la botella de agua caliente al abrigo de mi abdomen, pensando que también calentaba a mi bebé.
Aquella noche no me parecía tan fría y me sentí agradecida. Una de las pocas cosas que Miss Emily había dicho durante la cena era que el aire caliente presagiaba un cambio de tiempo y que probablemente caería una nevada.
«Una nevada», pensé. ¿En qué fecha estábamos? Sumé los días que había permanecido en el hospital al último día que recordaba, más los dos que llevaba allí y cuando caí en la cuenta del día y la noche en que estábamos me incorporé de un salto, llena de tristeza y de horror.
¡Era Nochebuena! Y nadie se había preocupado siquiera de mencionarlo. Me acordé de Jimmy, que estaba en Europa, probablemente celebrándolo y cantando villancicos navideños con sus camaradas de armas; me imaginé a Trisha reunida con su familia en torno al calor del árbol de Navidad; pensé incluso en papá Longchamp acompañado por su nueva esposa y la promesa de un nuevo hijo.
Al acordarme de las promesas amorosas de Michael, las lágrimas me rodaron por las mejillas. ¡Qué Nochebuena tan maravillosa y romántica habíamos planeado juntos! Nos hubiéramos sentado al calor del fuego, después de abrir nuestros mutuos regalos de Navidad, mientras sonaba una bella música festiva. Después, hubiéramos yacido el uno en brazos del otro, hasta quedarnos dormidos besándonos suavemente en los labios. Recordé el día que trajo el bello arbolito. ¿Seguiría allí el árbol y se sentiría tan abandonado y solo como lo estaba yo?