«LOS PRADOS»
En cuanto subí al avión me quedé dormida y no desperté hasta poco antes de que la azafata anunciara que íbamos a tomar tierra. Cuando llegamos no estaba muy lleno el aeropuerto, así que pensé que no tendría dificultades para encontrar al conductor que habría de llevarme a «Los Prados», la casa donde vivían las hermanas de la abuela Cutler. Pero cuando crucé la puerta y miré a mi alrededor, no vi a nadie sosteniendo ningún cartel que llevara escrito mi nombre. A los pocos instantes se fueron de allí todas las personas que esperaban la llegada de los pasajeros, que ya habían salido del avión, y yo me quedé prácticamente sola en el vestíbulo. Me senté a esperar.
Cuando transcurrió la primera hora ya no supe qué hacer. La gente corría presurosa hacia otras puertas y vuelos de salida, y nadie parecía estar buscándome a mí. Me crucé de brazos y me apoyé en el respaldo del asiento cerrando los ojos. Todavía me encontraba muy cansada. Emprender un viaje nada más darme de alta en el hospital resultaba agotador y más aún después de aquella espera. Crucé las piernas sobre el asiento, me acurruqué lo mejor que pude y, antes de que me diera cuenta, me quedé traspuesta. Soñé que estaba dormida en el asiento trasero del coche de papá Longchamp, con la cabeza apoyada en el hombro de Jimmy. Me sentí muy cómoda y segura. De pronto me sobresaltó alguien que me tocaba bruscamente en el hombro.
Levanté la cara, parpadeando, y vi ante mí a un hombre alto y magro, con el cabello castaño y sucio formando unas melenas alborotadas por toda la cabeza y con unas profundas arrugas en la frente. Tenía la nariz larga y aguileña, unos ojos castaños muy hundidos y apagados, rodeados por pequeñas patas de gallo en los extremos. Precisaba un buen afeitado, pues su áspera barba de tres días crecía a parches por su cara paliducha, como un rastrojo de color gris pajizo. El pelo le crecía por todas partes; por el cuello, en torno a la nuez y en mechones que asomaban desde dentro de las orejas. Vi que tenía caído el labio inferior, dejando al descubierto unos dientes manchados de tanto mascar tabaco. Desde la comisura de la boca a la barbilla se le notaba un chafarrinón seco amarillento por donde había babeado el jugo del tabaco. Vestía un mono de color azul desvaído y debajo llevaba una vetusta camisa de franela. Sus botas estaban llenas de barro y todavía apestaban. No quise ni pensar por dónde habría estado pisando antes de venir allí.
—¿Usted la chica? —preguntó.
—¿Cómo dice?
—¿Usted la chica? —repitió bruscamente, hablando como si tuviera la garganta llena de arena.
—Me llano Dawn —respondí—. ¿Ha venido para llevarme a «Los Prados?»
—Venga —indicó, volviéndose bruscamente. Echó a andar antes de que me levantara y tuve que correr para alcanzarle.
—Llevo esperando un buen rato —dije, cuando logré ponerme a su lado. Ni siquiera me miró. Avanzaba a grandes zancadas, con la vista puesta al frente y los pulgares enganchados en los bolsillos del mono. Vi que tenía las manos cubiertas de suciedad y las uñas largas y mugrientas.
—Toda la mañana matando cerdos y luego esperan que vaya al aeropuerto —murmuró.
—¿Sabe si han llegado mis cosas? —le pregunté cuando nos dirigíamos hacia la salida—. Fueron facturadas en Nueva York —añadí sin esperar que me contestara. Siguió caminando y murmurando y luego echó mano al pomo de la puerta.
—No lo sé —respondió por último. Le seguí, literalmente corriendo para mantenerme a su paso, mientras cruzaba la calle y se dirigía al aparcamiento. No prestaba atención al tráfico y los coches se paraban en seco, mientras sus conductores nos increpaban. Pero poco le importaba a él. Seguía con la mirada puesta al frente y la cabeza ligeramente baja prosiguiendo con sus largas y rápidas zancadas.
Cuando llegamos al aparcamiento, cambió de dirección de repente y me llevó hasta una maltrecha y herrumbrosa camioneta negra. Antes de acercarnos a ella me llegó ya su mal olor, lo suficiente para provocar mis náuseas. Me puse la mano en la boca y volví la cabeza un momento hacia otra parte. El se paró después de abrir la puerta de su lado y se volvió a mirarme.
—Entre —me ordenó—. Tengo que volver pronto para sacar el estiércol de las vacas y arreglar una rueda del tractor.
Contuve el aliento y me acerqué a la camioneta. Cuando abrí la puerta, vi que tenía el asiento roto y sus muelles asomaban por todas partes. ¿Tendría que sentarme allí? El entró y se quedó mirándome. Luego comprendió el motivo de mis dudas y alargó la mano detrás del asiento para sacar lo que parecía una gastada y sucia manta de color marrón, que puso encima del asiento para que me sentara. Subí a bordo lentamente y me dejé caer sobre el asiento, colocándome lo más cómodamente que pude. Al instante, el hombre puso el motor en marcha y la camioneta empezó a resoplar trabajosamente. Metió la marcha atrás y salimos del aparcamiento. Traté de bajar el manchado cristal de la ventanilla para obtener algo de ventilación, pero el vidrio no se movió por muchas vueltas que di a la manivela.
—Está estropeada —informó el hombre sin apartar los ojos de la carretera—. No he tenido tiempo de arreglarla. Ni lo tendré mientras Emily ande detrás de mí para que haga esto y lo otro.
—¿Está muy lejos donde tenemos que ir? —pregunté, no queriendo ni pensar lo que sería un viaje largo en aquel sofocante y apestoso vehículo que parecía tropezar con todos los baches del camino y anunciarlos ruidosamente. Cada momento que transcurría me acosaban más las náuseas y tenía que hacer serios esfuerzos para no vomitar lo que quiera que llevase dentro de mi estómago.
—Cerca de ochenta kilómetros —respondió—. No es ninguna excursión dominguera —añadió. Cambió de marcha para que la camioneta aumentara su velocidad y finalmente tomamos una carretera suave.
—¿Cómo se llama? —le pregunté finalmente, al ver que él no se brindaba a decírmelo.
—Mi nombre es Luther.
—¿Lleva mucho trabajando en «Los Prados»? —inquirí. Considerando que quizá la conversación podría apartar de mi mente el horrible viaje.
—Desde que pude levantar una bala de heno para cargar una camioneta —respondió—. No he trabajado en ninguna otra parte. —Por último se volvió a mirarme—. Su piel es como la de Lillian, ¿verdad?
—Sí —contesté, de mala gana.
—Hace muchos años que no la veo. No ha vuelto por aquí. Pero he oído decir que ahora es una señora muy rica. Fue siempre la más lista. Bueno, no hace falta mucho para ser más lista que Charlotte. ¡Qué diablos!, tengo yo perros podencos que saben más que ella —dijo, y pareció sonreír por primera vez.
—¿Cómo son «Los Prados»? —pregunté.
—Como la mayoría de las viejas plantaciones. Ya no es lo que era, eso es un hecho. Pero —explicó volviéndose hacia mí nada es lo que era antes… la gente, el Gobierno, la tierra, las casas; nada.
—¿Cómo son mis tías? —inquirí.
Me echó la mirada más larga que me había lanzado hasta entonces y luego volvió a clavar la vista en la carretera.
—¿No lo sabe usted? —replicó.
—No —contesté.
—Bueno, es mejor que lo averigüe usted misma. Sí —dijo, asintiendo—, es mejor que lo averigüe usted.
Durante el resto del viaje se mantuvo callado, murmurando para sí mismo acerca de algún otro conductor o de algo que veía y le incomodaba, por razones que yo no comprendía. Yo trataba de ver el paisaje, pero la suciedad del cristal de la ventanilla era tan grande que todo parecía gris y tenebroso pese a que el sol lucía la mayor parte del tiempo. Al cabo de un poco más de media hora de haber dejado el aeropuerto, el cielo se puso más encapotado, y lo que antes era nublado y brumoso se volvió lóbrego, especialmente bajo el techo de las frondosas magnolias. Por doquier, las casas y los campos iban siendo envueltos por unas turbias sombras purpúreas.
Al cabo de poco tiempo, las bellas casitas de campo y las aldeas empezaron a ser menos numerosas y a estar más separadas entre sí. Después de cruzar largos y secos terrenos desiertos de monótono color amarillo, cuando aparecía alguna casa era generalmente de aspecto enfermizo, mostrando sus tablas costaneras descoloridas y sus porches ladeados, con las barandillas rotas o sin ellas. Delante de muchas de estas casas aparecían a mi vista unos pobres niños negros jugando; sus prados estaban llenos de coches despiezados o de sillas de madera rotas. Los niños detenían sus imaginarios juegos y fijaban en nosotros una mirada vacía que no pasaba de ser de simple curiosidad.
Finalmente, un indicador de carreteras apareció anunciando nuestra llegada a Upland Station. Recordé que la abuela Cutler me había dicho que ésta era la ciudad más cercana a la plantación. Cuando entramos en ella me di cuenta de que no era gran cosa: una tienda de artículos variados, que también servía como estafeta de correos, una gasolinera, un pequeño restaurante que parecía formar parte de la gasolinera, una barbería y un enorme edificio de piedra y madera con un rótulo delante que lo acreditaba como la funeraria. Al otro extremo había una estación de ferrocarril que parecía llevar mucho tiempo cerrada. Todas las ventanas estaban entabladas y por todas partes había letreros de PROHIBIDO EL PASO. En Upland Station no existían aceras, ni se veía un alma viviente por las calles; sólo un par de perros de caza estaban tumbados en el barro. Era uno de los lugares más deprimentes que había visto en mi vida, pese a que había visitado muchas aldeas y pueblos cuando papá y mamá Longchamp nos llevaban de un sitio a otro.
Luther cambió de dirección tan pronto como dejamos atrás la vieja estación de ferrocarril y tomó una carretera más estrecha que sólo presentaba a nuestra vista alguna que otra casa, todas con aspecto de míseras granjas donde las personas apenas podían ganarse el sustento. La carretera cada vez se hacía más vieja y mal cuidada, con el asfalto agrietado y roto, y la camioneta se bamboleaba de un lado a otro según Luther trataba de conducirla por los puntos más sólidos. Aflojó la marcha y giró a la derecha, adentrándose por lo que no era más que un sucio camino con un caballete de maleza amarilla que crecía por el centro. Aunque conducía despacio, ello no impedía que el fuerte traqueteo de la camioneta volviera a provocarme náuseas.
—Todas estas tierras pertenecen a «Los Prados» —informó cuando llegamos a una valla de madera rota. Vi que los tramos del vallado se extendían considerablemente a derecha e izquierda a ambos lados del camino. Los campos estaban poblados de arbustos y hierba seca, pero parecían muy extensos.
—¿Son ellas las dueñas de todo esto? —pregunté. Luther se aclaró la garganta.
—Maldito lo que ganan ahora con esto —replicó.
Me pregunté cómo era posible que no ganaran mucho poseyendo tanta tierra. Debía ser gente muy rica. Me recliné contra el respaldo del asiento y extendí la vista al frente sobre lo que parecía una próspera plantación sureña. Yo sabía cómo eran algunos de estos lugares, cómo algunas de las viejas familias del Sur se habían agarrado a su riqueza y a su herencia. «Tal vez no se esté tan mal aquí —pensé—. Aquí podría descansar, disponer de comida sana y de aire fresco del campo. Eso sería bueno para el niño».
Luther aflojó la marcha todavía más y yo me, incliné hacia delante. Por encima de las copas de los árboles podía divisar las puntas de las chimeneas de ladrillo y el largo tejado de dos aguas de la casa de la plantación. Me parecía enorme. Dos columnas de piedra coronadas con sendas bolas de granito flanqueaban la entrada del paseo, pero el paseo propiamente dicho no era más que un camino de piedra machacada y de tierra. Cuando Luther entró por él con la camioneta, miré al frente y vi lo que muy bien podría describirse como un cadáver, como los restos de lo que otrora había sido una eclosión floral del Sur y que ahora no era más que un fantasma de sí mismo.
Vi las fuentes de mármol, secas y rotas, algunas inclinadas y a punto de caerse. Vi los setos muertos y escuálidos, los macizos de flores picados por la enfermedad con rodales secos como calvas, las desportilladas y maltrechas paredes de piedra, y el extenso pero feo césped que sólo podía identificarse por algún que otro parche de hierba amarillenta aquí y allá. Las sombras caídas del atardecer parecían permanentemente asociadas a la gigantesca estructura de madera de dos plantas.
En torno a las grandes columnas cilíndricas del porche, que ocupaba toda la fachada, se enroscaban unos tallos de vides sin hojas que más bien parecían maromas podridas. Algunas ventanas del frontispicio, de múltiples hojas, tenían unas contraventanas negras y unas coronas decorativas; otras habían perdido sus contraventanas y parecían desnudas. Sólo se veía un tenue resplandor surgiendo de las ventanas de abajo.
Luther giró hacia la parte derecha de la casa y pude ver que detrás de ésta se encontraban el granero y los establos, que se tambaleaban y necesitaban una mano de pintura. Por todas partes había aperos de labranza herrumbrosos y destartalados y gallinas que corrían a sus anchas por el paseo, algunas paseándose arrogantemente por encima del pórtico. Creí ver incluso una cerda anadeando junto a una esquina de la casa principal.
Luther se detuvo en seco.
—Es mejor que se baje aquí —indicó. Yo tengo que volver al granero.
Abrí la puerta y descendí despacio. Luther se alejó con la camioneta, levantando una polvareda en el paseo que casi me ahogó. Empecé a abanicarme y, cuando el aire se hubo aclarado, miré la elevada casa de la plantación. Las ventanas de la buhardilla del tejado de dos aguas parecían espejos que reflejaban la oscuridad del rápido crepúsculo vespertino que enviaba el cielo, encapotado con feas nubes. Por el momento, las ventanas parecían unos ojos negros que me miraban desde arriba llenos de enojo. Encima de ellas, el caballete del tejado parecía estar tocando el cielo oscuro. Me abracé a mí misma. A mi alrededor silbaba un viento helado que no tardó en enrojecer mis mejillas.
Me apresuré a subir los deteriorados peldaños de la enorme entrada. Mis zapatos castañetearon sobre las tablas sueltas del suelo del porche y los mirlos que habían buscado refugio del viento entre las columnas se elevaron como una salpicadura de ébano y se perdieron en la noche, protestando ruidosamente por mi intrusión.
Busqué la aldaba de bronce de la soberbia puerta, adornada de cuarterones, y golpeé su placa metálica. Al otro lado de la puerta reverberó un eco cavernoso y profundo. Esperé y al ver que nadie respondía volví a llamar dos veces más. De pronto, la puerta se abrió a sacudidas, haciendo chirriar sus herrumbrosos goznes. Al principio no vi a nadie. Dentro había un largo vestíbulo, escasamente iluminado, que conducía a una escalera circular situada al final de un oscuro corredor. Entonces, una indefinida figura, más parecida a una silueta, surgió de un lado y se puso delante de mí, sosteniendo en las manos una lámpara de petróleo. Su aparición fue tan brusca y silenciosa, que sentí como si me hubiera salido al encuentro un espíritu de aquella casa moribunda. No pude por menos que abrir la boca, sobresaltada, y dar un paso atrás.
—¿Por qué eres tan impaciente? —me espetó la figura. Se acercó más a mí y pude ver su cara a la mortecina luz de la lámpara que proyectaba un resplandor ambarino sobre el alargado y pálido semblante, convirtiendo los ojos en dos profundas cuencas oscuras. La boca era una delgada línea tortuosa trazada a lápiz a través de un rostro chupado. La mujer llevaba su largo y fino cabello gris recogido en un gran moño detrás de la cabeza.
—Lo siento —me disculpé—. Creí que no me habían oído.
—Entra para que pueda cerrar la puerta —ordenó y yo obedecí rápidamente. Luego levantó la lámpara y pasó la luz por encima de mí—. ¡Hummm! —exclamó, confirmando algún prejuicio. Volvió a acercarse la lámpara y pude ver algo más de su cara. Tenía algunas semejanzas con la abuela Cutler, especialmente en el gris acerado de sus ojos, que me miraban con similar frialdad. El rostro de la abuela Cutler era ahora así de delgado y sus pómulos igual de prominentes. Esta mujer tal vez era un poco más alta y tenía más anchos los hombros. De lo que no cabían dudas era de que tenía el mismo porte de arrogante orgullo según me miraba de arriba abajo con los hombros erguidos.
—Mi nombre es Miss Emily —se presentó. Habrás de llamarme siempre Miss Emily. ¿Está claro?
—Sí, señora —asentí.
—Nada de señora; Miss Emily —recalcó.
—Sí, Miss Emily.
—Llegas demasiado tarde y no queda nada de cena —dijo—. Aquí cenamos temprano y quien llega tarde se acuesta sin cenar.
—De todos modos, no tengo mucho apetito —repuse. Se había encargado de quitármelo el viaje en la apestosa camioneta.
—Está bien. Ahora, sube por esa escalera y te enseñaré tu aposento. —Echó a andar delante de mí, manteniendo en alto la lámpara de petróleo para alumbrar por donde íbamos. Las paredes de la entrada estaban desnudas exceptuando el retrato de un caballero sureño de aspecto grave, con el cabello tan blanco como la leche. Sólo percibí un vislumbre de él cuando la luz despejó un momento las sombras, pero creí descubrir algún parecido con la abuela Cutler y con Miss Emily, sobre todo en la frente y los ojos. Pensé que sería un retrato de su padre, o tal vez de su abuelo. Los parches de color más claro que se veían en ambos lados de las paredes indicaban que allí, en otro tiempo, había habido colgados más cuadros.
—Miss Emily, ¿han llegado ya mis cosas de Nueva York? —pregunté.
—No —respondió secamente sin volverse siquiera. Su voz fue reverberando a lo largo del vacío corredor y dejó en el aire como un eco de «noes».
—¿No? ¿Pero, por qué? ¿Qué voy a hacer? ¡No tengo más que lo puesto! —grité. Miss Emily se detuvo y me miró.
—¿De veras? —dijo—. ¡Qué más da! No estás aquí para divertirte. Has venido para dar a luz y luego irte inmediatamente.
—Pero…
—No te preocupes, tengo lo que debes ponerte. Dispondrás de cama limpia y toallas limpias. Si las mantienes limpias —añadió.
—Pero deberíamos telefonear a ver qué ha sido de mis cosas —insistí.
—¿Telefonear? Aquí no tenemos teléfono —replicó con mucha calma.
—¿Qué no hay teléfono? —«¿No había teléfono en una casa tan grande, alejada de todas partes?», pensé—. ¿Pero… cómo se las arregla usted para recibir los mensajes importantes?
—El que quiere decirnos algo nos llama a la tienda de Upland y cuando Mr. Nelson dispone de un momento libre o tiene que venir en esta dirección nos trae el recado. Nosotros no tenemos ninguna necesidad de llamar a nadie. Ya no nos queda nadie a quien llamar —dijo secamente.
—Pero hay algunas personas que quieren llamarme y…
—Escúchame ahora, jovencita —espetó, dando unos pasos hacia mí—. Se supone que esto no son unas vacaciones. Estás aquí porque te has deshonrado a ti misma y mi hermana quiere que estés aquí. Afortunadamente, yo tengo experiencia como comadrona —manifestó, echando a andar otra vez hacia la escalera.
—¿Cómo comadrona? ¿Quiere decir que no me va a asistir un médico? —pregunté.
—Los médicos cuestan dinero y no son necesarios cuando se trata de un parto. Y, ahora, ¿tendrías la bondad de seguirme? Además de colocarte en tu habitación, esta noche tengo que hacer otras muchas cosas.
Volví a mirar hacia la entrada. Como llevaba la lámpara de petróleo en las manos, delante de mí sólo se veía una profunda sombra negra y tuve la sensación de haber entrado en un túnel al que hubieran tapado la boca. Sentí ganas de volverme y escapar corriendo, ¿pero adonde podía ir? Nos encontrábamos a muchos kilómetros de la casa más cercana y a cada minuto que transcurría se hacía más de noche. Pensé que tal vez a la luz del día se vieran mejor las cosas. Probablemente conseguiría que Luther me llevara con la camioneta al pueblo cuando quisiera telefonear a Trisha. Además, quedaba el recurso del correo.
—Aquí reciben correo, ¿verdad?
—Lo recibimos —contestó—. Pero no mucho.
—Bueno, yo espero algunas cartas —repliqué.
—¡Hummm! —exclamó de nuevo, y levantó la lámpara con el fin de que la luz cayera sobre los peldaños de la escalera circular.
—¿No hay electricidad en la casa? —pregunté, echando a andar tras ella y abrazándome a mí misma. Hacía un frío espantosos y no había ningún fuego encendido, ni se notaba el olor de la madera o el carbón; sólo se percibía el tufo mohoso de la humedad.
—La usamos con moderación —explicó—. Es demasiado cara.
—¿Demasiado cara? —«Que curioso, pensé, sobre todo, teniendo en cuenta la enorme fortuna personal de la abuela Cutler. ¿Por qué no enviaría algún dinero para ayudar a estas hermanas? ¿Dónde estaría la otra hermana?» Estaba a punto de hacerle esta pregunta, cuando oí una extraña carcajada por encima de mí. Más que la risa de una niña pequeña, parecía la de una señora mayor.
—¡Cállate, necia! —gritó Miss Emily. Cuando la luz llegó al rellano de la primera planta, vi a una mujer de edad, más pequeña y regordeta que Miss Emily, apoyada en el pasamanos. Se sujetaba el cabello gris con unas cintas amarillas formando dos gruesas coletas. Aquello, más el camisón de color rosa desvaído atado holgadamente con un cinturón de tela amarilla alrededor de su talle, la hacía parecer una mujer adulta disfrazada de niña. Aplaudió y a continuación se pasó las manos por encima de sus abundantes senos para alisarse el camisón.
—Hola —saludó cuando llegamos al rellano.
—Hola —respondí yo, mirando a Miss Emily en espera de que nos presentara. Se mostraba reacia a hacerlo, pero apretó las comisuras de la boca y me la presentó.
—Ésta es mi hermana Charlotte —dijo—. Puedes llamarla simplemente Charlotte. Charlotte, ¿no te dije que te quedaras en tu cuarto? —la increpó Miss Emily.
—Pero yo quería saludar a nuestra sobrina —gimoteó Charlotte.
Cuando estuvo más cerca, vi que tenía el semblante mucho más suave y los ojos más azules que su hermana. Aunque se le notaban algunas arrugas en la frente y en las comisuras de los ojos, parecía considerablemente más joven que Miss Emily y que la abuela Cutler. Su sonrisa era mucho más amable y sencilla, y parecía la de una colegiala ilusionada. Vi que tenía desgastado y roto el dobladillo del camisón y que iba calzada con lo que parecían unas chinelas masculinas de piel, sin medias ni calcetines. Tenía los tobillos bastante gruesos, incluso hinchados, y en ellos se veían pequeñas señales rosadas de haber recibido golpes.
—Bueno, ahora que la has conocido, ya puedes volver a tus labores —ordenó Miss Emily.
—Hago labores de aguja —explicó con orgullo Charlotte—. He bordado todas las toallas y las mantelerías, y Emily ha enmarcado y colgado algunas en el despacho de papá, ¿verdad, Emily?
—Por el amor de Dios, Charlotte, no hagas el ridículo en la primera ocasión que tienes. Éste no es el momento de hablar de tus labores. Ya puedes marcharte.
—Me gustaría mucho ver esas labores cualquier otro día—le sugerí. Sus ojos se llenaron de luz y me sonrió más intensamente. Nuevamente aplaudió.
—¡Tomaremos té con julepe de menta! —dijo, entusiasmada.
—Esta noche, no —replicó Miss Emily, prácticamente gritando ahora—. Es demasiado tarde. Voy a enseñar a Eugenia su cuarto para que pueda ir a dormir. Está cansada.
—¿Eugenia? —exclamé—. No me llamo Eugenia. Mi nombre es Dawn.
—Mi hermana me dijo que te llamabas Eugenia. ¿Qué importa eso de todos modos? —replicó, echando otra vez a andar.
—A mí sí que me importa —declaré. Durante el tiempo que había estado en el hotel, la abuela Cutler había tratado de forzarme a aceptar el nombre de Eugenia, como se llamaba una de sus hermanas que había muerto de viruela. Había llegado hasta a no darme de comer mientras no aceptara el nombre, pero yo me negué en redondo y tuvo que ceder cuando yo descubrí que ella había sido la inductora de mi secuestro. Ahora que me encontraba con problemas y desesperada, quería someterme otra vez.
—Vamos —ordenó Miss Emily.
—Buenas noches, Charlotte —dije—. Ya nos veremos mañana.
—Nos veremos mañana —asintió ella, y se rió otra vez. Levantó un poco la falda con la punta de los dedos y giró sobre sus talones—. Llevo las zapatillas de papá —anunció a voces.
—¡Charlotte! —exclamó Miss Emily.
Charlotte dejó caer la falda, miró asustada a su hermana y se alejó de prisa en dirección opuesta, dejando tras ella el eco de su risa infantil.
—Vamos —me repitió Miss Emily, mirando con enojo durante un rato hacia donde se había ido Charlotte. Luego se volvió bruscamente hacia mí, echamos a andar hacia la derecha, a lo largo de un pasillo, y doblamos una esquina para coger otro pasillo que nos condujo hacia la parte posterior del edificio. Era una casa realmente enorme. Sin embargo, en sus largos y anchos corredores en penumbra, yo no podía apreciar el valor de sus viejas piezas de arte, los espejos antiguos y las mesas. Sobre nuestras cabezas pendían sucesivas arañas apagadas, cuyas bombillas de cristal semejaban carámbanos de hielo a la luz lánguida de la lámpara de petróleo. Según caminábamos, me di cuenta de que las puertas de todas las habitaciones, que parecían existir en número interminable, estaban herméticamente cerradas. Las telarañas tejidas en las jambas de algunas me hicieron suponer que llevaban mucho tiempo cerradas. Finalmente, Miss Emily se detuvo delante de una puerta abierta y aguardó a que me acercara.
—Éste será tu aposento —señaló, levantando la luz para que yo pudiera ver dentro de la habitación.
Pensé que sería uno de los cuartos más pequeños. A la izquierda, pegado a la pared, se veía una especie de camastro sin cabecera que consistía solamente en un colchón sobre una estructura metálica. Al lado había una mesilla de noche, desnuda, con una lámpara de petróleo. El suelo estaba formado por tablones de madera cubiertos por una pequeña esterilla oval de color azul oscuro al pie de la cama. Las paredes eran de color plomizo. El resto del mobiliario era muy simple; una cómoda sencilla sin nada encima y una pequeña mesa con dos sillas. No había espejos. A la derecha vi un armario con dos perchas vacías colgando en su interior. Más a la derecha había otra puerta.
—Este es tu cuarto de baño —dijo Miss Emily, dirigiendo la luz de la lámpara de petróleo hacia aquella puerta—. Bien, ya puedes entrar —ordenó.
Entré lentamente delante de ella, pensando que incluso mi pequeño cuarto del hotel «Cutler’s Cove», alejado de las habitaciones de la familia, era un palacio comparado con aquello. Y entonces descubrí cuál era la causa que confería a la habitación un aspecto tan deprimente. No tenía ventanas. ¿Cómo podía haber una habitación sin ninguna ventana?
—¿Por qué no hay ventana? —pregunté. No me respondió. Lo que hizo fue acercarse a fa cómoda, poner la lámpara encima y abrir el cajón de arriba. Metió la mano y sacó una modesta bata gris de algodón que me recordó la bata del hospital. La arrojó sobre la cama.
—Póntela cuando hayamos terminado —dijo.
—¿Terminado?
—Ésta es tu luz —dio, señalando la pequeña lámpara que había en la mesilla de noche—. Aquí tienes las cerillas —añadió, cogiéndolas y volviendo a dejarlas—. Tienes petróleo suficiente para la semana, así que no lo despilfarres.
—¿No hay otra habitación mejor? —pregunté—. Esta no tiene ventanas.
—Aquí no puedes elegir habitación —replicó con aspereza—. No estás en un hotel.
—¿Pero por qué hicieron una habitación sin ventana? —insistí.
Se puso en jarras y me miró fijamente.
—Debes saber que esta habitación se hizo después de terminar la casa y fue hecha especialmente para los enfermos, para mantenerlos aislados de los demás —explicó. Sobre todo, durante las terribles epidemias de viruela y de gripe española.
—Pero yo no estoy enferma; estoy embarazada. Esto no es una enfermedad —protesté, haciendo esfuerzos para contener las lágrimas.
—Estar embarazada sin marido, como tú, es igual que estar enferma —replicó—. Hay muchas clases de enfermedades; las del alma y las del cuerpo. La desgracia puede, debilitar y matar a una persona tan rápidamente como cualquier enfermedad. Y, ahora, quítate la ropa para que yo pueda ver lo adelantada que estás.
—¿Qué? —Di un paso atrás.
—Ya te lo he dicho; he trabajado de comadrona. En muchos kilómetros a la redonda me llaman a mí en vez de llamar al médico. He traído al mundo a docenas de niños, y todos perfectamente bien, excepto aquellos que estaban enfermos en el vientre de su madre. Date prisa —me apremió—. Todavía tengo otras cosas que hacer.
—Pero aquí hace mucho frío —protesté—. ¿Dónde está la calefacción?
—Debajo de la cama tienes una manta más, por si la necesitas. Antes de acostarme —añadió, con voz más suave— te traeré una botella de agua caliente. Así es como dormimos siempre todos aquí. La leña y el carbón los reservamos para el fuego de la cocina. Ahora, sólo dispongo de Luther y no puedo tenerle todo el día cortando leña para calentar la casa. Y el carbón cuesta dinero.
Encendió la lámpara de petróleo de la mesilla dé noche y se volvió, expectante, hacia mí.
—Yo creía que tendría un médico —dije— y me llevarían a un hospital en el momento oportuno. Hace poco tuve un accidente. Me atropelló un coche y acabo de salir del hospital —añadí, pero ella se limitó a seguir mirándome fijamente y a esperar, con los ojos clavados en mí y la misma mirada fría y vidriosa de la abuela Cutler.
—No podré hacer lo que hay que hacer contigo si no sé cuáles son tus necesidades —dijo, finalmente.
—¿Qué quiere de mí? —pregunté.
—Quítate la ropa y ponte de pie a mi lado, a la luz —me ordenó.
Cruzó los brazos, echó hacia atrás los hombros y volvió a erguir la cabeza con arrogancia. Lentamente, de mala gana, me quité el abrigo y empecé a desabrocharme la blusa.
—Ya te he dicho que aún me quedan muchas cosas que hacer —me espetó—. ¿No puedes ir más de prisa?
—Tengo los dedos ateridos de frío —dije.
—¡Hummm! —Se acercó a mí, me apartó las manos de los botones y ella misma empezó a desnudarme. Faltó poco para que me despellejara los brazos cuando me desabrochó el sostén y me sacó las tiras por los hombros a través de los codos. En cuanto me desató la falda me dio un ligero empujón para que sacara los pies por encima. Me quedé de pie delante de ella, al resplandor de las lámparas de petróleo, con los brazos cruzados por encima de mis senos desnudos, tiritando. Lo único que me quedaba puesto eran las bragas, las botas y los calcetines.
Miss Emily me rodeó entonces lentamente, pellizcándose la delgada barbilla con los dedos índice y pulgar. Cuando se acercó más a mí, vi en sus mejillas y en su frente las picaduras de la viruela. Su epidermis era tan seca como si estuviera hecha de papel abrasivo. Tenía las cejas muy pobladas y sin depilar, y por encima del labio superior le crecía libremente un ligero vello oscuro.
De pronto, cuando estaba detrás de mí, sentí en los costados sus dedos fríos y callosos. Me eché hacia delante, pero ella me oprimió con fuerza para inmovilizarme. Lancé un gemido de dolor.
—Estate quieta —me ordenó. Abrió las manos y empezó a palparme el bajo vientre con sus fríos y huesudos dedos de alambre. Sus continuos apretones y estrujones empezaron a provocarme náuseas. Colegí que me estaba midiendo el tamaño del abdomen. Luego retiró las manos y se puso delante de mí.
Sin decir palabra, me agarró por las muñecas y me apartó los brazos del pecho, sosteniéndolos en el aire mientras me miraba detenidamente los senos. Vi cómo sus acerados ojos se achicaban al inclinarse hacia delante para examinarme de cerca. Asintió con la cabeza y soltó la presa de mis muñecas. Mis brazos, se agitaron instintivamente como las alas rotas de un pájaro y me llevé las manos a la garganta, apretándomelas mientras miraba fijamente el severo rostro de Miss Emily.
Sus facciones, vistas más de cerca, parecían cinceladas en piedra: la nariz, finamente aguzada, los delgados labios, cortados en un semblante de granito. Un helado escalofrío me recorrió la espalda y tuve ganas de echar a correr y desaparecer.
—Quítate esas ridículas calzas —me ordenó. Supe que se estaba refiriendo a las cintas de encaje.
—Tengo frío —protesté.
—Cuanto más lo demores, más tiempo estarás desnuda.
De mala gana, demasiado cansada y débil para ofrecer resistencia, hice lo que me mandaba. Me dijo que me tendiera boca arriba y entonces puso la lámpara de petróleo a los pies de la cama para que la luz cayera sobre mi cuerpo desnudo. Me agarró firmemente por los tobillos con sus poderosas manos y me separó las piernas. Cerré los ojos y pedí a Dios que el reconocimiento terminase pronto.
—Como suponía, va a ser un parto difícil —declaró—. El primer parto siempre es difícil, pero cuando se es joven, lo resulta todavía más. ¿Sabes por qué? —preguntó, dejando caer mis pies sobre la cama y poniéndose a un lado para mirarme. Negué con la cabeza—. Porque Eva pecó en el Paraíso. A causa de ello, todas las mujeres fueron maldecidas con el dolor del trabajo. Tú pagarás muy caros tus efímeros momentos de inicuo placer.
Cogió la lámpara de petróleo y la alzó por encima de mí. Su rostro plenamente bañado de luz parecía también estar ardiendo y sus ojos despedían fuego. Tuve que protegerme los míos con la mano.
—Y cuando concibes fuera del matrimonio —continuó—, ese dolor y ese trabajo son todavía más horrendos.
—No me importa —grité—. No tengo miedo.
Asintió y frunció las comisuras de sus delgados labios al tiempo que bajaba lentamente la luz.
—Bien, ya veremos lo valiente que eres cuando llegue tu hora, Eugenia —me espetó.
—No me llame Eugenia. Mi nombre es Dawn.
Dejó de sonreír.
—Ponte el camisón y métete en la cama —me ordenó—. Estamos malgastando el petróleo. Te traeré la botella de agua caliente.
Recogió apresuradamente mis ropas.
—¿Qué está haciendo con mi ropa? Es lo único que tengo aquí.
—Hay que lavarlas, purificarlas. No te preocupes, las guardaré bien —dijo, haciendo un brazado con ellas.
—Pero… yo quiero mis cosas. Tenemos que hacer algo para encontrarlas —demandé.
—¡Ya está bien de quejas! —exclamó, con los ojos llameando de furia—. Eres como todas las jóvenes de hoy… ¡Quiero, quiero, quiero! Bueno, ¡mira lo que quiero yo que hagas tú! —exclamó—. Ponte el camisón —repitió, dándose media vuelta y echando a andar hacia la puerta.
Tenía tanto frío, que no me quedó más remedio que introducirme rápidamente por la cabeza aquel horrible camisón. Olía a bolas de naftalina y me rozaba ásperamente la piel. Me arrodillé y busqué debajo de la cama la manta que me había mencionado. Tiré de ella, la sacudí y el polvo saltó por todas partes. Luego retiré la colcha. Las sábanas parecían limpias, pero estaban heladas y eran ásperas al tacto. Tiritaba demasiado para importarme todo aquello. Me metí rápidamente en la cama y eché la manta encima.
Parecía que Miss Emily no iba a volver nunca. Ya estaba empezando a pensar que no regresaría, cuando, finalmente, se presentó con una botella de agua caliente envuelta en una toalla blanca. Me la arrojó y yo la cogí, agradecida, y me la puse pegada al cuerpo, que no paraba de tiritar. El calor surtía el efecto de un par de manos suaves y rápidas quitándome el frío a fuerza de frotar.
—Aquí hace tanto frío —dije—, que acabaré enfermando.
—Ni mucho menos. Si acaso, te fortalecerás. Las dificultades y las privaciones nos endurecen y nos permiten combatir al demonio y sus secuaces. Has tenido una vida demasiado blanda y fácil; por eso te han sobrevenido los problemas —apostilló.
—Mi vida ha distado mucho de ser fácil. Usted no sabe nada de mí —exclamé, pero me encontraba demasiado débil y agotada por el viaje, el frío y la dura prueba, y mis palabras no tenían fuego. Sonaban terriblemente patéticas, incluso a mí misma.
—Sé bastante acerca de ti —dijo—. Si te portas bien y cooperas, todo saldrá bien y dispondrás de una segunda oportunidad. Pero si persistes en ser una niña mal criada, harás que las cosas sean más duras para ambas y, con el tiempo, imposibles para ti. ¿He hablado lo suficientemente claro? —Esperó mi respuesta—. ¿Y bien?
—Sí —contesté—, pero mañana por la mañana quiero ir al pueblo y telefonear para averiguar qué ha sido de mis cosas. Las necesito —insistí—. Luther me llevará en la camioneta.
—Luther no puede perder el tiempo en tonterías, tiene sus obligaciones. Ya ha sido bastante trabajoso para él ir a buscarte. A causa de ello, ahora tendrá que trabajar hasta bien entrada la noche. Una última advertencia —dijo, acercándose a la cama. Yo no podía hacer más que seguir allí tendida, acurrucada en torno a la botella de agua, extrayéndole su calor—. No quiero que te relaciones demasiado con Charlotte, ni que la animes a decir o hacer esas estupideces suyas. No le prestes atención —me advirtió—. No escuches ninguna de sus estupideces.
—¿Qué le pasa a Charlotte? —pregunté.
—Lo que probablemente le ocurrirá a tu hijo —contestó.
—¿Por qué?
—También ella nació fuera del matrimonio, como fruto de una indiscreción sexual de mi padre. El resultado es que salió oligofrénica —estalló Miss Emily—. Si la tengo aquí es sólo porque… no tiene otro sitio donde ir. Además, sería una desgracia meterla en algún sitio, puesto que sigue llevando el apellido Booth. De cualquier modo —siguió, haciendo su característico gesto de burla—, ahora ya sabes lo que te espera. —Y, sin darme tiempo a responder, se inclinó sobre la lámpara de petróleo que había al lado de la cama y la apagó de un soplido. Seguidamente se alejó con su propia lámpara, cerró la puerta y me dejó sumida en la oscuridad. Empecé a sollozar.
«Quizá Miss Emily tenga razón —pensé—; quizá yo sea una terrible pecadora».
Lo cierto es que ahora me encontraba en el lugar de la tierra más parecido al infierno.