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UNA NUEVA AVENTURA,
UNA NUEVA AMIGA

Salimos del avión lentamente en fila. Cuando entramos en el aeropuerto, Mrs. Levy localizó a su hijo y a su nuera y les saludó con la mano. Ellos se acercaron y la abrazaron. Yo me quedé a un lado observándolos un momento. Me hubiera gustado tener una familia que esperase también mi llegada con impaciencia. Pensé cuán maravilloso sería tener gente querida esperándote para rodearte con los brazos y decirte que te han echado mucho de menos. ¿La tendría yo algún día?

Mrs. Levy se olvidó de mí cuando se reunió con los suyos. Eché a andar tras la multitud de pasajeros, considerando que todos nos dirigíamos al mismo sitio, hacia la cinta de equipajes, pero me encontraba como una niña en un circo por primera vez. No tenía tiempo para detenerme y mirar todas las cosas y a todo el mundo. En las paredes, unos grandes y vistosos carteles hacían publicidad de los espectáculos de Nueva York y a mi alrededor se anunciaban en voz alta precisamente la clase de musicales que yo había soñado ver. ¿Sería posible que aquellas estrellas y aquellos espectáculos estuvieran sólo a pocos minutos de distancia? ¿Podía ser yo tan necia de soñar que algún día aparecería mi rostro en uno de aquellos hermosos carteles?

Continué pasillo adelante alzando la vista hacia un descomunal anuncio de un perfume de Elizabeth Arden. Las mujeres de las fotos, con sus caras bellas y radiantes y sus atractivas ropas y joyas parecían estrellas de cine. Mientras avanzaba apresuradamente, oí que anunciaban por el sistema de megafonía las llegadas y salidas de los vuelos.

A mi lado pasó una familia hablando en un idioma extranjero; el padre se quejaba de algo y la madre tiraba de la mano de sus pequeños tan rápidamente como podía. Dos marineros se cruzaron conmigo, emitieron un silbido y se echaron a reír ante mi sorpresa. Más avanzado el pasillo vi a tres muchachas fumando unos cigarrillos en una esquina. Ninguna era mucho más mayor que yo y todas llevaban gafas de sol a pesar de estar en un espacio cerrado. Al advertir que me fijaba en ellas me miraron con enojo, de modo que me apresuré a desviar la vista. Nunca había visto a tanta gente junta en un mismo sitio. ¡Y tanta gente rica! Los hombres vestían trajes oscuros y llevaban unos lustrosos zapatos de color negro y marrón, mientras que las mujeres lucían elegantes vestidos y chaquetas de seda, y hacían destellar sus pendientes y sus collares de diamantes mientras resonaban sus tacones altos por los pasillos.

Al cabo de un rato me asaltó el temor de llevar un rumbo equivocado y me detuve. Miré a mi alrededor y vi que no había por allí ningún pasajero de mi avión. ¿Qué pasaría si me hubiera perdido y el taxista que había ido a recogerme se marchara? ¿A quién podía llamar? ¿Adonde iría?

Me pareció ver a Mrs. Levy caminando presurosamente por los pasillos y mi corazón saltó de gozo, pero luego se desplomó al darme cuenta de que se trataba de otra señora mayor, vestida con ropas similares. Eché a andar sin rumbo fijo hacia mi izquierda hasta que vi a un policía alto, parado junto a un quiosco de periódicos.

—Disculpe. —Me miró desde arriba, por encima de su periódico desplegado. En su frente se dibujaron unos diminutos surcos, bajo su ondulado cabello color castaño.

—¿Qué puedo hacer por ti, jovencita?

—Creo que me he perdido. Acabo de bajar del avión y quería ir a la cinta de equipajes, pero empecé a mirar los anuncios y…

Sus ojos se iluminaron.

—¿Estás totalmente sola? —preguntó, doblando el periódico.

—Sí, señor.

—¿Cuántos años tienes? —preguntó, escrutándome con los ojos entornados.

—Casi dieciséis y medio.

—Bueno, ya eres bastante mayorcita para valerte por ti misma si prestas atención a las indicaciones. Tranquila, que no te has extraviado mucho. —Me puso la mano en el hombro, obligándome a cambiar de dirección y me explicó cómo ir a la cinta de equipajes. Cuando terminó, me apuntó con el dedo índice y dijo—: Ahora no vayas por ahí mirando todos los anuncios, ¿entendido?

—No los miraré —respondí y me alejé de él seguida por el eco de su leve risa.

Los pasajeros se agolpaban y apretujaban alrededor de la cinta de equipajes para recoger sus maletas. Descubrí un pequeño hueco entre un joven soldado y un señor mayor vestido con traje. El soldado, al verme, empujó a su derecha para abrirme más sitio. Tenía los ojos castaños, una sonrisa amigable y sus hombros parecían muy anchos y firmes bajo la ajustada guerrera del uniforme. No pude por menos de mirar fijamente las cintas que llevaba sobre el bolsillo derecho de su guerrera.

—Es por mi buena puntería —señaló, con orgullo.

Me ruboricé. Una de las cosas que me había aconsejado Mrs. Levy durante el viaje era que, en Nueva York, no mirase a la gente. Y lo estaba haciendo una y otra vez.

—¿De dónde eres? —me preguntó el soldado. Encima del otro bolsillo superior de su guerrera llevaba su apellido, WILSON.

—De Virginia —respondí. Cutler’s Cove.

Él asintió.

—Yo soy de Brooklyn. Es decir, de Brooklyn Nueva York —añadió, riendo—. El cincuenta y un Estado, y, chica, lo he echado de menos.

—¿Brooklyn es un Estado? —pregunté en voz alta. Él se echó a reír.

—¿Cómo te llamas? —preguntó.

—Dawn.

—Dawn, yo soy Jhonny Wilson, soldado de primera clase. Mis amigos me llaman Butch por mi corte de pelo —dijo, pasándose la palma de la mano derecha sobre su pelo, cortado a cepillo—. Ya lo llevaba así antes de alistarme en el Ejército.

Le sonreí y entonces me di cuenta de que por delante pasaba una de mis maletas de color azul.

—¡Oh, mi equipaje! —exclamé, tratando en vano de alcanzarla.

—No te muevas —dijo el soldado Wilson. Se coló por entre algunas personas que había a mi izquierda y recuperó mi maleta.

—Gracias —repuse cuando vino con ella—. Todavía me queda otra. Será mejor que me fije en el equipaje.

Alargó la mano y levantó la bolsa de su petate de entre dos baúles negros. Entonces divisé mi segunda maleta. Una vez más, él se abrió camino hasta ella y la rescató para mí.

—Gracias —repetí.

—¿Hacia dónde te diriges, Dawn? ¿Vas a alguna parte de Brooklyn? —preguntó, esperanzado.

—¡Oh, no! Voy a la ciudad de Nueva York —respondí yo mientras él volvía a echarse a reír.

—Brooklyn pertenece a la ciudad de Nueva York. ¿No tienes las señas de donde vas?

—No. Vienen a recogerme —expliqué—. Un taxista.

—¡Oh, comprendo! Oye, deja que te lleve una de las maletas hasta la puerta —se ofreció y, sin darme tiempo a decir nada, cogió una y echó a andar. En la puerta había otra multitud de gente. Muchas personas sostenían unos carteles con unos nombres escritos en ellos, tal como Mrs. Levy había pronosticado. Yo no paraba de buscar, pero no veía mi nombre por ninguna parte. Se me hizo un nudo en la garganta. ¿Y si no viniera nadie a recogerme por haber confundido mi vuelo? Todo el mundo menos yo sabía adonde iba. ¿Sería yo la única persona que llegaba a Nueva York por primera vez?

—¡Allí está! —exclamó el soldado Wilson, señalando algo con la mano. Miré en la dirección que indicaba y vi a un hombre alto y con el cabello oscuro, con aspecto de cansado, aburrido y sin afeitar, sosteniendo un cartel: DAWN CUTLER.

—Con un nombre como Dawn sólo puede referirse a ti —observó el soldado Wilson, llevándome hacia aquel hombre—. Aquí está —anunció.

—Bien —dijo el taxista—. He dejado el taxi ahí delante, pero hay un poli del aeropuerto que anda detrás de mí. Vamos pasando —acabó, sin apenas mirarme, agarrando las dos maletas y embistiendo hacia fuera.

—Gracias —le dije al soldado, que me sonrió.

—Que disfrutes de una buena estancia, Dawn —gritó, mientras yo seguía al larguirucho taxista hacia la salida del aeropuerto. Cuando volví la vista el soldado Wilson ya había desaparecido. Casi parecía que hubiera sido una especie de ángel protector que hubiera bajado del cielo un momento para ayudarme y luego desvanecerse. Durante unos instantes me había sentido segura, a salvo, incluso en aquel inmenso lugar abarrotado de gente extraña. Era casi como si hubiera estado otra vez con Jimmy, con alguien fuerte que cuidaba de mí. Tan pronto como salimos disparados del edificio del aeropuerto, tuve que protegerme los ojos con la mano para ver por dónde iba. Hacía un sol radiante, pero me alegré de que fuera un caluroso día de verano. Me hacía sentirme esperanzada, bienvenida a la ciudad. El taxista me indicó cuál era su coche, metió las maletas en el portaequipajes y me abrió la puerta de atrás.

—Suba —indicó. En aquel momento un policía se acercó rápidamente con cara de pocos amigos—. ¡Sí, sí, ya me voy! —gritó el taxista, apresurándose a rodear el coche para ponerse al volante—. Aquí no le dejan a uno ganarse la vida. Te persiguen día y noche —protestó mientras se alejaba del estacionamiento. Arrancó con tal violencia, que tuve que agarrarme al asa de encima de la ventanilla y luego se detuvo bruscamente tras una fila de coches. Al cabo de un momento salió disparado fuera de la fila, encontró un hueco libre y siguió zigzagueando por entre los demás coches con una pericia que me cortaba la respiración. Estuvimos muchas veces a punto de colisionar, pero en seguida nos encontramos circulando libremente por la autopista.

—¿Es la primera vez que viene a Nueva York? —preguntó, sin volverse a mirarme.

—Sí.

—Bueno, uno se lleva un berrinche diario aquí, pero yo no viviría en ninguna otra parte. ¿Entiende lo que le quiero decir?

No estaba segura de si esperaba mi respuesta o no.

—Viva y deje vivir, y le irá todo bien —me aconsejó—. Le diré lo mismo que a mi propia hija: cuando vaya por la calle, mire al frente y no escuche a nadie. ¿Entiende lo que le quiero decir?

—Sí, señor.

—Ya verá, se encontrará muy bien aquí. Usted es una chica lista y se dirige a un buen barrio. Allí te dicen las cosas con educación —aclaró—. Dicen: «Perdone, ¿tendría usted diez dólares?» —miró el espejo retrovisor y vio mi cara de asombro—. Sólo era una broma —añadió, riendo.

Encendió la radio y yo me puse a contemplar los rascacielos que se iban aproximando, el tráfico y todo el ajetreo. Deseaba ver y saborear aquel viaje de mi entrada en Nueva York a fin de tener después un recuerdo sobre el que reflexionar. Todo me parecía abrumador. Me pregunté qué esperaría realmente la abuela Cutler cuando preparó mi viaje. ¿Pensaría que iba a asustarme y que le suplicaría regresar? ¿O imaginaba que iba a escaparme y ya no tendría que poner nunca más sobre mí su mirada vigilante y suspicaz? Sentí que se me oprimía el corazón y me dije a mí misma que no haría ni una cosa ni otra. Sería una muchacha con determinación y fortaleza, y le demostraría que era tan fuerte como ella, incluso más.

Cruzamos el puente y nos adentramos en el corazón de la ciudad. Yo no podía dejar de mirar hacia arriba. Los edificios eran muy altos y había mucha gente por las calles entrando y saliendo de ellos. Las bocinas de los coches sonaban estrepitosamente, y otros taxistas se gritaban entre ellos y gritaban a otros conductores. Los peatones cruzaban las calles en volandas, como si pensaran que los conductores embestían deliberadamente contra ellos.

¡Y las tiendas! Yo había leído y oído decir que aquí se encontraban todos los famosos grandes almacenes del mundo, como los «Sacks Fifth Avenue» y «Macy s».

—Si continúa mirando de ese modo, le va a entrar tortícolis —apuntó el taxista. Sentí enrojecer. No había advertido que me estaba observando—. ¿Sabe cuándo se es neoyorquino? —me preguntó, mirándome por el espejo retrovisor. Negué con la cabeza—. Cuando uno no mira hacia los dos lados al cruzar una calle de dirección única. —El rió de lo que yo imaginé sería un chiste, aunque no entendí nada. Y pensé que me quedaba mucho camino para convertirme en una neoyorquina.

Pronto nos introdujimos por unas calles muy bonitas donde la gente parecía ir mejor vestida y las aceras estaban extremadamente limpias. Las fachadas de los edificios también parecían más nuevas y mejor cuidadas. Finalmente, nos detuvimos ante una casa de piedra arenisca con las escaleras de cemento y una barandilla de hierro negro. Sus dobles puertas eran altas y parecían hechas con una fina madera de roble oscuro.

Cuando el coche estuvo totalmente parado, el taxista se apeó y dejó mis dos maletas sobre la acera. Yo descendí también y empecé a mirar con detenimiento, pensando que aquél iba a ser ahora mi nuevo hogar por un largo período de tiempo. Sobre nuestras cabezas vi dos aeroplanos que se remontaban en las alturas de un cielo azul intenso, salpicado de nubecillas de algodón. Al otro lado había un pequeño parque y, más allá, por entre los árboles, se divisaba el agua. Colegí que sería el East River. Pero no podía quedarme allí mirándolo todo. Por un momento me había olvidado del taxista, que continuaba de pie a mi lado.

—Me ha pagado la carrera —declaró—, pero no la propina.

—¿La propina?

—Claro, guapa. A un taxista de Nueva York se le da siempre propina. No lo olvide. Olvídese de cualquier cosa menos de eso.

—¡Oh! —Turbada, abrí mi bolso y busqué a tientas entre la calderilla. ¿Cuánto se suponía que debía darle?

—Un pavo será suficiente —sugirió.

Saqué un dólar y se lo tendí.

—Gracias. Buena suerte. Tengo que volver a mi duro trabajo. —Se despidió, rodeando el taxi, igual que había hecho en el aeropuerto. A los pocos segundos arrancó, tocando la bocina al cruzar peligrosamente por delante de otro coche, y dobló una esquina.

Me volví y alcé la vista hacia las pequeñas escaleras de cemento, que de repente me parecían muy altas e imponentes. Me agarré a las asas de mi equipaje y di comienzo a un lento ascenso. Cuando alcancé la puerta, dejé las maletas en el suelo y pulsé el timbre. Nadie respondió y me pregunté si estaría estropeado o si no me habrían oído desde dentro. Al cabo de un buen rato volví a llamar. Unos segundos más tarde una mujer alta y de aspecto majestuoso abrió la puerta espectacularmente. Se me antojó que estaba a punto de rebasar la cincuentena. Permaneció erguida, con los hombros echados hacia atrás, como las mujeres que pintaban en las ilustraciones de los libros de texto mostrando una perfecta compostura, con un libro en equilibrio sobre la cabeza. Su pelo castaño estaba totalmente veteado de hebras grises. Llevaba una falda tobillera azul marino y unas zapatillas rosas de bailarina. Su blusa, de color marfil, tenía unas mangas vaporosas y un generoso escote, que formaban los dos botones superiores sin abrochar, pero lo tapaba un collar de dos grandes y vistosas piedras patentemente visibles. Un zarcillo con versiones más pequeñas de la misma imitación de las piedras preciosas le colgaba del lóbulo de la oreja izquierda, pero no lucía ninguno en la derecha. Me pregunté si sabría que le faltaba un pendiente. Su cara estaba copiosamente maquillada, con las mejillas embadurnadas de colorete, como si se lo hubiera puesto a oscuras. Llevaba rímel oscuro en los ojos y sus largas pestañas me confirmaron que eran postizas. El carmín de sus labios era de un brillante color carmesí. Me miró con fijeza, estudiándome de arriba abajo y luego hizo un movimiento de cabeza para sí misma, como confirmando sus pensamientos.

—Supongo que eres Dawn —dijo.

—Sí, señora —respondí.

—Yo soy Agnes, Agnes Morris —declaró.

Asentí con la cabeza. Era el nombre que yo tenía en la hoja de instrucciones, pero ella parecía esperar una reacción mayor por mi parte.

—Bien, coge tú misma las maletas y entra —indicó—. Aquí no tenemos esa clase de servicio. Esto no es un hotel.

—Sí, señora —repetí. Se hizo a un lado para dejarme paso y cuando pasé junto a ella recibí una vaharada de su fuerte colonia, casi insoportable. Olía a una especie de combinación de jazmines y rosas, igual que si se hubiera rociado con una esencia y, al olvidarse de ello, se hubiera vuelto a rociar con otra.

Me detuve a la entrada. El suelo estaba entarimado con madera de cerezo y una larga alfombra oval visiblemente gastada con el dibujo oriental casi desvaído lo cubría. Cuando cerraba a mi espalda el segundo grupo de puertas, un reloj de pie que había a mi derecha dio la hora.

—«Mr. Fairbanks» se está presentando a sí mismo —explicó la mujer, volviéndose hacia el magnífico reloj, encerrado en su caja de rica madera de caoba. Tenía la esfera en números romanos y unas recias manecillas negras cuyos extremos más bien parecían pequeños dedos apuntando a las horas.

—¿«Mr. Fairbanks»? —inquirí, confusa.

—El reloj de caja grande —dijo, como si diera por hecho que yo lo conocía—. A la mayoría de mis pertenencias les he dado los nombres de actores famosos con los que trabajé en un tiempo. Ello da a la casa un carácter más… más… —Parecía como si las palabras estuvieran diseminadas por el aire y le costara trabajo cogerlas—. Más personal. ¡Cómo! —exclamó acto seguido—, ¿acaso lo desapruebas? —Sus ojos se empequeñecieron y los extremos de sus labios palidecieron de tanto tensarlos.

—¡Oh, no! —respondí.

—Odio a la gente que desaprueba las cosas sin conocerlas antes. —Pasó la palma de la mano por un lateral de la caja del reloj y le sonrió exactamente igual que si fuera una persona que estuviera allí de pie—. ¡Oh, Romeo, Romeo! —susurró. Yo cambié de un pie al otro el peso de mi cuerpo. Las maletas pesaban bastante y estaba de pie, aguantándolas a pulso. Era como si hubiese olvidado que yo estaba allí.

—¿Señora? —exclamé. Volvió de golpe la cabeza y me miró fijamente, como diciendo: «¿Quién eres tú para interrumpirme?»

—Sigue adelante —indicó, señalando hacia el pasillo.

Directamente frente a nosotras había una escalera con una recia barandilla oscura labrada a mano. La alfombra gris de los escalones parecía tan raída como la que había a la entrada. Las paredes estaban adornadas con viejos retratos de actores y actrices, cantantes y bailarinas, recortes enmarcados de revistas teatrales y fotografías de artistas con sus correspondientes artículos. La casa en sí poseía un grato aire de antigüedad. Parecía limpia y pulcra, y era mucho más atractiva que la mayoría de los sitios a los que papá y mamá Longchamp nos había llevado a vivir a Jimmy, a mí y a Fern. Pero aquello parecía ahora a siglos de distancia, como si hubiera ocurrido en otra vida. Agnes se detuvo a la entrada de una habitación que había a nuestra derecha.

—Ésta es nuestra sala de estar. En ella entretenemos a nuestros huéspedes. Entra y toma asiento —indicó—. En seguida tendremos nuestra primera charla para que no haya malos entendidos. —Se paró, frunciendo los labios—. Supongo que tendrás apetito.

—Sí —asentí—. He venido directamente desde el aeropuerto y en el avión no he comido nada.

—Ya ha pasado la hora del almuerzo y no me gusta que Mrs. Liddy trabaje para satisfacer los caprichos de los estudiantes, que comen o dejan de comer cuando les parece. Ella no es la esclava de nadie —añadió.

—Lo siento, realmente no deseo incomodar a nadie. —No sabía qué decir. Era ella la que había hablado de comer y ahora me estaba haciendo sentir culpable por haber confesado que tenía hambre.

—Entra —ordenó,

—Gracias —dije, volviéndome para entrar. Pero me agarró del hombro y me detuvo.

—No, no. Siempre que entres en una habitación, mantén la cabeza erguida, así —dijo, haciendo una demostración—. De esta forma todos se fijarán en ti y notarán tu artística presencia. También debes aprender en seguida las cosas correctas —dijo. Después se alejó por el corredor.

En cuanto desapareció, me volví hacia el salón. La luz diurna que se filtraba por los pálidos visillos de color marfil era difusa y frágil, y otorgaba a la estancia una atmósfera fantástica. Tanto el sofá de cretona como el sillón de elevado respaldo y mullidos brazos a juego tenían un aspecto gastado pero resultaban confortables. Sobre la mesita de café había unos ejemplares de revistas teatrales y, enfrente del sofá, una vieja mecedora.

En el rincón de mi derecha, junto a un bonito escritorio, había una mesa de roble oscuro con un viejo tocadiscos, exactamente igual que el logotipo de la RCA, con una pila de viejos discos al lado. El disco que estaba encima correspondía al aria de la ópera Madame Butterfly. Sobre la chimenea colgaba un cuadro de una obra teatral, que se asemejaba a la escena del balcón de Romeo y Julieta.

En el otro lado de la habitación había un piano. Miré la partitura que había encima y vi que era un concierto de Mozart, algo que yo había tocado en Richmond. Me dieron ganas de sentarme y ponerme a tocar. Sentí un hormigueo de expectación en la punta de los dedos. Era como si siempre hubiera estado sentada allí. Detrás del piano había unos estantes repletos de ejemplares de obras y viejas novelas, y una vitrina de cristal llena de objetos alusivos al mundo del teatro: viejos programas, retratos de actores y actrices, motivos teatrales entre los que se incluía una vistosa máscara como las que se llevaban en los bailes de disfraces, algunas estatuillas de vidrio y un par de castañuelas con una nota debajo donde se leía: «Obsequio para mí de Rodolfo Valentino».

Mi mirada se clavó en una fotografía con marco de plata que debía de corresponder a Agnes Morris cuando era muy joven. La tomé y la observé más de cerca. Sin tanto maquillaje, parecía fresca y bonita.

—No deberías tocar las cosas sin pedir antes permiso. —Al oír la voz de Agnes di un bote y giré sobre mis talones. Se hallaba de pie junto a la puerta, cruzada de brazos.

—Lo siento, sólo estaba…

—Aunque quiero que los estudiantes se sientan aquí como en su casa, deben respetar mis pertenencias.

—Lo siento —volví a decir, devolviendo rápidamente la fotografía a su lugar.

—Poseo muchos y valiosos objetos. Son cosas irremplazables no importa el dinero que se tenga, pues están asociadas con recuerdos y los recuerdos valen más que el oro o los diamantes.

Avanzó por el salón y clavó la mirada en la fotografía.

—Es muy bonita —le dije y la expresión de su rostro se suavizó un poco.

—Cada vez que la miro ahora, me parece estar viendo a una extraña. Me la hicieron la primera vez que aparecí en un escenario.

—¿De veras? Parece usted muy joven.

—No era mucho más mayor que tú. —Ladeó la cabeza y alzó la vista hasta la lámpara de bronce acoplada al techo—. Conocí y trabajé con el gran Stanislavski. Interpreté a Ofelia en Hamlet y me hicieron una crítica excelente.

Me miró con ojos de miope para ver si estaba impresionada, pero yo no había oído hablar nunca de Stanislavski.

—Siéntate —dijo después secamente—. Mrs. Liddy vendrá ahora con té y unos sándwiches, pero no esperes que en lo sucesivo se te sirva a mesa y mantel.

Tomé asiento en el sofá y ella lo hizo en la mecedora de enfrente.

—Sé algunas cosas sobre ti —prosiguió, asintiendo, con los ojos entornados y los labios tensos. De pronto se sacó una carta de entre la cintura de la falda. Yo pensé que era un lugar insólito para guardarla. Me enseñó el sobre como si quisiera demostrarme que era portadora de un valioso secreto y nada más ver el membrete del hotel «Cutler’s Cove» se me desbocó el corazón.

Sacó la carta del interior del sobre. Los dobleces y las arrugas que tenía daban a entender que la había leído varias veces desde que la había recibido.

—Es una carta de tu abuela. Una carta de presentación —añadió.

—¡Oh!

—Sí. —Enarcó las cejas y se inclinó hacia delante para mirarme directamente al rostro—. Me ha hablado sobre algunos de tus problemas.

—¿Mis problemas? —¿Había la abuela Cutler contado por escrito mi horrible historia? ¿Por qué? Deseaba presentarme como una muchacha rara y caprichosa antes de comenzar a vivir en aquella casa. De ser eso cierto, lo hacía sin duda para asegurarse de que fracasaría en el camino de mis sueños.

—Sí —prosiguió Agnes, asintiendo. Se retrepó en la mecedora y empezó a abanicarse con la carta—. Tus problemas en el colegio y cómo tu familia se vio obligada a cambiarte de un colegio a otro porque tenías dificultades de adaptación con los otros alumnos de tu edad.

—¿Ella le cuenta eso?

—Sí y me alegro de que lo haya hecho —replicó rápidamente Agnes.

—Pero si yo no he tenido nunca dificultades en el colegio. Siempre he sido una buena estudiante y…

—No tiene sentido negar nada. Todo está escrito aquí —interrumpió, golpeando levemente la carta—. Tu abuela es una mujer muy importante y distinguida, y tiene que haber sido muy duro para ella verse obligada a escribir estas cosas. —Se echó hacia atrás—. Has representado una carga grande para tu familia, especialmente para tu abuela.

—Eso no es cierto —protesté.

—Por favor. —Cuando levantó la mano, me di cuenta de que tenía los dedos deformados por la artritis y su mano parecía la de una bruja—. Nada importa ahora sino tu nueva conducta.

—¿Mi conducta?

—Sí, como te comportes mientras estés bajo mi protección —concluyó.

—¿Qué le ha escrito mi abuela?

—Eso es confidencial —arguyó al tiempo que doblaba la carta, la metía en el sobre y volvía a guardársela entre la cintura y la falda.

—¡Pero se refiere a mí! —protesté.

—Eso no importa, no discutas —replicó sin darme tiempo a añadir una palabra más—. Ahora bien —concluyó—, considerando tu anterior conducta, temo que voy a tener que ponerte a prueba.

—¿A prueba? Pero si acabo de llegar y no he hecho nada malo.

—A pesar de todo, es una precaución que debo tomar. Tendrás que respetar todas las reglas —me advirtió, apuntándome con su largo dedo índice—. Nadie vendrá después de las diez de la noche los días lectivos ni después de las doce durante los fines de semana y únicamente cuando yo sepa dónde está cada uno. No se permite nunca el ruido excesivo. Ni ensuciar, ni producir daños o desórdenes en mi casa. No olvides que mientras estés en mi casa serás un huésped, ¿entendido?

—Sí, señora —asentí en voz baja—. Pero considerando que la carta de mi abuela se refiere a mí, ¿no podría usted decirme qué más ha escrito en ella?

Antes de que tuviera tiempo de contestar, una mujer rechoncha de cabello gris y ojos amables, de no más de metro y medio de estatura, apareció en la habitación portando una bandeja con un sándwich y una taza de té. Tenía los brazos rollizos y los dedos de las manos regordetes, y llevaba puesto un vestido azul claro con un delantal de flores amarillas. Su sonrisa me inspiró inmediatamente calor y amistad.

—De manera que ésta es nuestra Sarah Bernhardt, ¿no? —comentó.

—Sí, Mrs. Liddy. Nuestra nueva prima donna —dijo Agnes haciendo una mueca—. Dawn, ésta es Mrs. Liddy. Es quien realmente lleva la casa. Lo que diga ella es exactamente igual que si lo dijera yo. No permitiré que nadie sea grosero con Mrs. Liddy —recalcó.

—¡Oh! Estoy segura de que todos serán muy amables, Mrs. Morris. Hola, querida. —Dejó la bandeja sobre la mesita de café y se quedó derecha con las manos en las caderas—. Y bienvenida.

—Gracias.

—Una linda muchacha —dijo Mrs. Liddy a Agnes.

—Sí, pero las bonitas son las que a menudo nos dan más dificultades —espetó Agnes.

Las dos me miraban fijamente y me hacían sentir como si estuviera dentro de la vitrina de cristal, exactamente igual que los artículos teatrales.

—Bueno, querida —acabó Mrs. Liddy—, yo estoy en la cocina casi toda la mañana. Si necesitas alguna cosa puedes encontrarme allí. Queremos que todo el mundo tenga hecha su cama a las diez como más tarde los días festivos, y una vez por semana hacemos limpieza general de la casa. Todos ayudan.

—Sí —apuntó Agnes, fusilándome con la vista—. Aquí trabajamos todos. Las señoritas se recogen el pelo, se ponen las blusas y faldas más viejas y se remangan los brazos, igual que los chicos. Limpiamos las ventanas y fregamos a fondo los cuartos de baño. Lo comparo a desmontar un decorado —añadió—. Supongo que sabrás lo que eso significa, ¿no?

Negué con la cabeza y los ojos de Agnes se dilataron, como si no creyera lo que estaba oyendo.

—Cuando se da por terminada la representación de una obra, los actores y el equipo desmontan el escenario para que pueda empezar la obra siguiente.

Al llegar a ese punto, Mrs. Liddy me sonrió y salió del cuarto.

—¿Has tomado alguna vez lecciones de piano? —preguntó Agnes.

—Algunas —respondí.

—Bien. Tocarás para nosotros durante nuestras reuniones artísticas. Procuro juntar a todos una vez al mes para dar unos recitales. Algunos estudiantes recitan fragmentos de obras; otros cantan y otros tocan instrumentos. Pero eso será más adelante, cuando empiece el año escolar. Durante el verano, no tengo aquí muchos estudiantes. En realidad, ahora sólo hay dos. Pero para el otoño tendremos tres más. Vuelven las hermanas gemelas Beldock y otro, Donald Rossi, que viene por primera vez, igual que tú. Trisha Kramer ha accedido a compartir contigo su habitación. Si no te llevas bien con ella, tendré que ponerte en el ático o pedirte que te marches. Trisha es una joven encantadora y una bailarina que promete. Sería lamentable que ocurriera algo que la hiciera desgraciada aquí. ¿Me he expresado con la suficiente claridad en este aspecto? —inquirió.

—Sí, señora. —Me pregunté qué mentiras le habría transmitido Agnes a mi futura compañera de habitación.

—Y te recomiendo que no trastornes al otro estudiante que hay aquí —me advirtió—. Se llama Arthur Garwood. —Suspiró y meneó la cabeza—. Es un joven sensato que estudia oboe. Sus padres son muy famosos: Bernard y Louella Garwood. Tocan en la Orquesta Filarmónica de Nueva York. Bueno, ya veo que has disfrutado de tu pequeño tentempié. Te enseñaré el resto de la casa y te guiaré a tu habitación.

—Gracias. —Me incorporé—. ¿He de devolver esta bandeja a la cocina?

—Por supuesto. Según tu abuela, estás muy acostumbrada a que te sirvan los demás, pero me temo que…

—¡Eso no es cierto! A mí no me han servido nunca —exclamé.

Sus ojos se achicaron y durante un buen rato me miró con fijeza.

—Sígueme hasta la cocina. Volveremos a por tus maletas cuando te haya enseñado el resto de la casa.

Seguí a Agnes a lo largo del pasillo. La cocina y el comedor estaban en el otro extremo. La cocina era pequeña. Tenía una mesa y unas sillas en el centro, y una ventana que daba a otro edificio, lo cual significaba que por las mañanas no entraría en ella nada de sol. Aun así, Mrs. Liddy lo tenía todo rabiosamente limpio; el linóleo de color amarillo claro brillaba tanto y los utensilios estaban tan resplandecientes, que la habitación despedía destellos por todas partes.

El comedor era largo y estrecho, iluminado por una gran araña de lágrimas. La mesa podía acoger fácilmente a una docena de comensales o más. En aquel momento tenía encima un centro de cristal con un jarrón de flores al lado y cuatro tapetes individuales en un extremo. En seguida imaginé que uno era para mí y los demás para los otros dos estudiantes y para Agnes Morris.

—A Trisha le toca poner la mesa esta semana —explicó Agnes—. Cada estudiante se turna por semanas para poner la mesa y fregar los platos. Y ninguno se queja —añadió, con énfasis.

En el comedor no había ventanas, pero cubriendo la pared de la derecha del techo al suelo había un enorme espejo que hacía parecer aún más larga y ancha la habitación. La pared opuesta estaba salpicada de fotografías de bailarinas y cantantes, músicos y actores, y el desvaído color sepia de las láminas me indicó que eran muy antiguas.

El suelo estaba cubierto por una alfombra marrón oscuro que parecía mucho más nueva que la de la entrada.

Agnes me hizo cruzar el comedor hacia un corto pasillo y me explicó que su habitación estaba allí y la de Mrs. Liddy al otro extremo. Se detuvo delante de su puerta y su mirada pareció suavizarse un poco.

—Si alguna vez necesitas charlar, a cualquier hora, basta con que llames a la puerta —dijo. Me sorprendió, pero me sentí contenta de que por fin me hubiera dicho algo agradable—. Ésta es una de las razones de que mi casa resulte tan popular entre los estudiantes de fuera. Como yo he trabajado en el teatro puedo ver los problemas retratados en la cara de los estudiantes de artes escénicas. Puedo comprenderlos y sintonizar con ellos.

A veces, cuando se dirigía a mí, hacía unos gestos tan exagerados que daba la impresión de que estábamos en un escenario, delante del público, y que nuestra conversación era el diálogo escrito de una comedia.

—Llama de esta forma —dijo, golpeando suavemente la puerta con los nudillos—. Luego espera hasta que te diga que entres. Acciona despacito el picaporte y ve abriendo la puerta poco a poco, dos dedos o así cada vez —hablaba en un intenso susurro, mientras me demostraba cómo tenía que hacerlo—. Odio que abran las puertas violentamente.

La miré intensamente, fascinada por sus movimientos y por la forma tan suave en que hablaba. Jamás había visto a nadie emplear tanto cuidado para enseñarme cómo entrar en una habitación. Luego, mis ojos se dirigieron hacia la pieza y vi la cortina. Era de dos piezas y caía desde el techo hasta el suelo, a un metro y medio aproximadamente de la puerta, en el interior de la habitación. Para entrar en el cuarto había que separar la cortina por el centro, exactamente igual que se separa el telón para entrar en un escenario. Sin darme tiempo a preguntarle nada, cerró la puerta suavemente y se volvió hacia mí.

—¿Has comprendido todo lo que te he dicho? —dijo.

—Sí, señora.

—Bien. Déjame enseñarte tu habitación.

Regresamos al salón a recoger mis maletas y subimos por la escalera a la planta de arriba, en la que había cuatro dormitorios y dos cuartos de baño, uno a cada lado.

—Ahora bien —explicó Agnes, parándose delante del de la izquierda—, aunque todo el mundo puede usar cualquiera de los dos en caso de urgencia, yo prefiero reservar éste para los caballeros y el otro para las señoritas. No debemos abusar de nuestros cuartos de baño —recalcó—. Debemos pensar siempre en los demás, no ser egoístas ni emplear más tiempo del necesario contemplándonos delante del espejo. Desde que hospedo estudiantes aquí —continuó con voz queda— no he tenido nunca problemas con ninguno de ellos. Eso se debe a que todos empleamos la discreción —dijo—. No estamos demasiado tiempo a solas con un miembro del sexo opuesto, ni cerramos nunca la puerta cuando los dos estamos solos. ¿He sido bastante explícita en este punto? —preguntó.

—Me temo que le han informado mal sobre mí —dije, sintiendo que las lágrimas me quemaban debajo de los párpados.

—Por favor, querida Dawn, no pongamos ni una sola nota desagradable en esta escena inaugural. Que todo marche bien… sintonicemos mutuamente, sirvamos de ejemplo a los demás. Sólo sé que todos tenemos que salir varias veces al escenario para corresponder a los aplausos. ¿No te parece? —acabó, sonriendo.

Yo no sabía decir. Corresponder a los aplausos, ¿por qué? ¿Usar correctamente los cuartos de baño? ¿No buscarse complicaciones chicos? ¿Qué quería decir con servir de ejemplo? Lo único que pude hacer fue asentir con la cabeza. Ella abrió la puerta y entró en mi dormitorio.

—Puede que no sea tan grande y cómodo como el que estás acostumbrada a tener, pero yo me siento bastante orgullosa de mis habitaciones —dijo.

No contesté. Comprendía que no me haría ningún bien defenderme en aquel momento. La impresión que ella tenía de mí ya había sido envenenada por mi abuela Cutler.

La habitación era agradable. Tenía dos camas blancas de barrotes con cabezal y una mesilla de noche en media de las dos. En el techo había una lámpara con una pantalla en forma de campana. El dormitorio no estaba no estaba alfombrado, pero entre las dos camas había una grande de color rosa, a juego con el color de la colcha. Cada una de las dos pequeñas ventanas que había justo encima de los dos escritorios de los estudiantes estaba cubierta por unas cortinas blancas de algodón con los bordes de encaje. Las dos ventanas tenían persianas, ahora subidas para dar paso a la escasa luz solar que se colaba por entre el edificio y el de al lado. Había también dos cómodas y un gran armario con puerta corredera.

Agnes me informó de que la cama de la derecha y la respectiva cómoda me pertenecían a mí. Trisha tenía sobre su cómoda una foto de una pareja que supuse serían sus padres y otra de un muchacho muy guapo que podía ser su hermano o su novio. Encima de la mesa habían unos libros de texto y unos cuadernos de notas pulcramente apilados.

—Bueno, te dejo para que te vayas aposentando —repuso Agnes—. Trisha vendrá de la escuela dentro de una hora o así. No te olvides de que estás en mi casa —agregó, disponiéndose a salir. Al llegar a la puerta se volvió—: Primer acto —y se fue.

Dejé las maletas en el suelo y miré nuevamente en torno a la habitación. Iba a ser mi nueva casa durante mucho tiempo. Resultaba acogedora y cálida, pero tenía que compartirla con otra chica y eso era algo que me asustaba y excitaba a la vez, especialmente después de las advertencias que acababa de hacerme Agnes. ¿Y si no congeniábamos? ¿Y si éramos tan distintas que acabábamos insultándonos? ¿Qué iba a ser de mis sueños de convertirme en cantante?

Empecé a deshacer las maletas, a colgar mis ropas y guardar mis prendas interiores y calcetines en los cajones de la cómoda. Cuando acababa de colocar las maletas en el fondo del armario la puerta se abrió de golpe y Trisha irrumpió en la habitación. Era dos o tres centímetros más alta que yo y tenía su cabello, castaño oscuro, peinado hacia atrás y sujeto encima de la cabeza en un moño que me pareció muy sofisticado. Sobre sus leotardos negros llevaba un vaporoso vestido de gasa, también negro, y calzaba unas plateadas zapatillas de bailarina.

Trisha tenía los ojos verdes más brillantes que he visto jamás, y las cejas arregladas como las de las modelos. Aunque su nariz era pequeña y perfecta, su boca era un poco delgada y larga. Pero su tez maravillosa, de color melocotón y crema, y su elegante figura la compensaban con creces de cualquier imperfección.

—Hola —exclamó—. Soy Trisha. Siento no haber estado aquí para recibirte, pero tenía una clase de baile —añadió, haciendo una cabriola. Su sonrisa se transformó en una risotada—. ¿Sabes?, aprender esto me ha costado casi un mes.

—Lo has hecho estupendamente —me apresuré a decir, asintiendo. Hizo una reverencia.

—Gracias, gracias. Quédate quieta —dijo sin darme tiempo a pronunciar una palabra más ni a moverme—. Siéntate y háblame de ti. Me moría de hambre…, ¡de hambre! —recalcó abriendo los ojos desmesuradamente—, por tener una compañera de habitación. La única persona que ahora vive aquí es el Huesos, y a Agnes ya la conoces —acabó, dirigiendo la mirada hacia la puerta.

¿El Huesos?

—Arthur Garwood. Pero no hablemos todavía de él. Ven —dijo, cogiéndome de la mano y haciéndome sentar en su cama—. Cuéntame, cuéntame. ¿A qué colegios has ido antes? ¿Cuántos novios has tenido? ¿Tienes novio ahora? ¿Es verdad que tus padres tienen un famoso balneario en Virginia?

Yo me limitaba a sonreír, sentada.

—Tal vez mañana pudiéramos ir a ver una película. ¿Te gustaría? —preguntó con una mueca, anticipando el «sí».

—Jamás he ido al cine —confesé.

—¿Qué? —Se echó hacia atrás y me miró fijamente, con la sonrisa congelada. Luego se inclinó hacia delante—. ¿No hay electricidad en Virginia? —preguntó. Nos miramos mutuamente un momento y entonces me puse a llorar.

Quizá se debiera a una culminación de todas mis vivencias: descubrir que los padres que yo había conocido y amado durante más de catorce años no eran mis verdaderos padres, que había sido arrojada a vivir con una familia que no me quería, descubrir que el chico que yo pensaba que podía ser mi primer novio era realmente mi hermano y que el chico que yo consideraba mi hermano me gustaba realmente del mismo modo que un muchacho puede gustar a una joven; el haber tenido una hermana, Clara Sue, cruel y envidiosa, y una madre que sólo se adoraba a sí misma. Y, ahora, descubrir que había sido enviada como parte del trato con una abuela, que aborrecía mi propia existencia, por razones que yo no acababa de entender. Todo ello caía sobre mí como una lluvia.

Al mirar a Trisha, con sus vibrantes ojos y su genio burbujeante, su entusiasmo por cosas como el rock and roll, los chicos y las películas, había comprendido de pronto que yo era muy distinta. Realmente, nunca había tenido la oportunidad de ser una chica joven ni una adolescente. Debido a la enfermedad de mamá Longchamp, me había visto obligada a actuar de madre. Cómo me hubiera gustado ser como Trisha Kramer y otras parecidas a ella. ¿Estaba a tiempo de serlo? ¿O era ya demasiado tarde? Me resultó imposible contener las lágrimas.

—¿Qué te pasa? —preguntó Trisha—. ¿He dicho algo malo?

—¡Oh, Trisha, lo siento! —respondí—. No, eres estupenda. Agnes me había hecho creer que serías horrible.

—¡Oh, Agnes! —exclamó, agitando la mano—, no debes tomar en serio todo lo que dice. ¿Te ha enseñado su habitación?

—Sí —contesté, asintiendo y limpiándome las lágrimas—, y la cortina.

—¿No es divertido? Ella cree que vive en el escenario. Espera a ver el resto. ¿Tienes tu tarjeta con el programa de clases?

—Sí. —Busqué en mi bolso y se la enseñé.

—¡Fantástico! Tenemos inglés juntas y música vocal. Ahora te llevaré a la escuela y a dar un buen paseo, pero antes nos pondremos unas blusas anchas, unos pantalones tejanos y unas bambas e iremos a tomar unos refrescos y a charlar hasta que se nos seque la garganta.

—Mi madre sólo ha comprado prendas de fantasía para la escuela. No tengo blusas de sport —protesté.

—Claro que las tienes —dijo, brincando de repente y acercándose al armario. Sacó una de las suyas, de algodón y de un color llamativo, y me la arrojó.

Me cambié a toda prisa, mientras charlábamos sin cesar, riéndonos de casi todo lo que decíamos. Cuando salíamos, Trisha me detuvo en la puerta.

—Por favor, querida —dijo, adoptando el mismo porte que Agnes—, siempre que entres o salgas de una habitación, mantén la cabeza erguida y los hombros rectos. De lo contrario, no se fijarán en ti. —Detrás de nosotras fuimos dejando una estela de risas hasta que bajamos saltando por la escalera. Llevaba yo pocas horas en Nueva York, ¡y ya tenía una amiga!