UNA VELADA EN BEULLA WOODS
En los días que siguieron a la muerte de Randolph observé un cambio bastante dramático en el comportamiento de mi madre. Justo acababa de iniciar un período de luto cuando de pronto ya no quería estar encerrada en su suite. De hecho, rompió el luto con una explosión de sorprendente energía. Pero su atención e intereses no tenían nada que ver con el hotel. Al contrario, parecía evitar todo lo relacionado con el negocio. No tenía ningún deseo de conocer a los huéspedes ni implicarse en las actividades del hotel. Sabía que odiaba cruzar el vestíbulo aunque más no fuera para ir hasta la limusina. No quería tener que aguantar la mirada crítica de nadie, de modo que empezó a salir por una puerta lateral, como si sus salidas y entradas fueran clandestinas. A veces pensé que lo eran, aunque ella declaraba que sólo iba de compras o a almorzar con viejos amigos.
Sí, de pronto madre volvía a tener amigos. Podía contar con los dedos de la mano las veces que algún conocido del vecindario se había acercado a visitarla desde que yo había regresado al hotel, y no recordaba ni una sola ocasión en la que ella hubiera ido a visitar a alguien. Pero todo aquello cambió rápidamente.
Un día topé con ella en el pasillo mientras salía rumbo una de estas citas. Había estado revolviendo los armarios hasta encontrar unos trajes poco usados pero elegantes. Era como si el haber tenido que llevar el vestido negro del funeral, incluso uno que ella se había hecho diseñar especialmente y que había utilizado tan poco tiempo, hubiera generado en ella ansias de vestir colores alegres. Los rosas, azules y verdes eran casi luminosos. En esta ocasión llevaba también un sombrero azul haciendo juego. Con el pelo marcado y peinado, el rostro maquillado y las joyas resplandecientes, bajaba casi saltando las escaleras. Incluso me pareció oírla tararear.
—¡Oh!, Dawn —dijo cuando la sorprendí en el vestíbulo. Una mirada culpable cruzó momentáneamente por sus ojos azules. A continuación sonrió y se dio media vuelta—. ¿Qué tal estoy?
No pude por menos que admitir que se la veía rejuvenecida. Su rostro, resplandeciente, irradiaba un brillo de indisimulada euforia. Era como si de su alma hubiera desaparecido una sombra que la atenazaba.
—Muy bien, madre. ¿Dónde vas hoy? —pregunté.
—¡Oh!, voy a encontrarme con unas compañeras de colegio para almorzar, y después quizá vaya a un desfile de modas —recitó como si hubiera memorizado la respuesta para cualquiera que tuviera la osadía de preguntar. Advirtió que le dirigía una mirada de escepticismo y confusión y continuó, con mayor énfasis aún—: Bueno, ¿y por qué no voy a salir? Me he cansado de estar en mi suite. Se ha convertido en una prisión para mí. Me he pasado tanto tiempo encerrada recuperándome de una enfermedad u otra, que ahora no puedo soportarlo ni un minuto más de lo imprescindible. Además —añadió, bajando las comisuras de la boca— hay demasiados recuerdos tristes del pobre Randolph. Tendré que deshacerme de sus cosas; le daré algunas a Philip y el resto al Ejército de Salvación para que al menos los pobres puedan beneficiarse de la tragedia.
—Sí, eso estaría bien, mamá —dije secamente.
—¿Y nunca te has dado cuenta de lo poco iluminada que es mi suite? —se quejó—. ¡Puede llegar a ser tan triste y aburrida! La culpa es de la orientación, estoy segura. No me extraña que la abuela Cutler nos la adjudicara a mí y a Randolph mientras ella se quedaba con la del otro lado, a la que le da el sol casi todo el día —añadió.
—En ese caso trasládate a sus habitaciones —sugerí, medio en broma.
—Dios me libre. No quiero tener nada que ver con las cosas de aquella horrorosa mujer. No te atrevas ni a bromear sobre ello —dijo, y con la misma rapidez que su rostro se había puesto agrio, se volvió dulce—. Bueno, tengo que marcharme. Julius me espera fuera con la limusina. Quizá —dijo mientras se marchaba— encuentre algo nuevo y de moda que te pueda comprar.
Observé como salía corriendo y a continuación subí a buscar a Christie. Como estábamos en plena temporada de verano, me había involucrado más y más en la administración diaria del hotel. De vez en cuando Jimmy me recordaba sutilmente que había prometido no descuidarlos a él y a Christie por el trabajo. Unas cuantas veces había tenido que abandonar la mesa para resolver algún problema, y cada vez, al regresar, Jimmy me miraba como diciendo: «Ya te lo dije».
Pero tanto el señor Dorfman como el señor Updike confiaban cada vez más en mí y en las decisiones que tomaba. Me encargaba de responder las llamadas y requerimientos de los empleados y de la atención a proveedores. Cada mañana mi agenda estaba llena de notas sobre cosas que hacer y gente a la que llamar. Era un trabajo mucho más cansado y emocionalmente agotador de lo que jamás había imaginado. Llegué a preguntarme cómo la abuela Cutler, a sus años, había podido dirigir con tanta firmeza el hotel. No podía creer que alguien de su edad, especialmente como ella, fuese capaz de sobrevivir a alguien de mi edad. Y precisamente porque todas esas cosas me distraían, me sentía cada vez más culpable de no pasar el tiempo suficiente con Christie, que crecía tan rápidamente que un día la miraba y la veía como un precioso bebé, y al día siguiente la veía como una niña precoz con una sorprendente curiosidad por las cosas. Echaba muchísimo de menos a Randolph, posiblemente más que nadie. Sissy me comentó la cantidad de veces que pedía ir a su despacho. Randolph había sido muy paciente con ella y se había mostrado feliz aun cuando su presencia lo obligase a interrumpir sus extrañas actividades.
Finalmente le dije a Sissy que me la trajera al despacho, sólo que para mí resultó ser mucho más complicado de lo que había sido para Randolph, ya que mi trabajo era de verdad, y la gente que esperaba para hablar conmigo por teléfono o que venía a verme por cualquier problema no parecía muy dispuesta a esperar hasta que yo le explicara algo a Christie. Pero si no lo hacía, me tiraba de la falda o repetía la pregunta una y otra vez hasta que quedaba satisfecha.
A veces, cuando Jimmy. se sentía más caritativo y comprensivo, acudía en mi ayuda y se la llevaba al jardín a jugar o a ver cómo los pintores acondicionaban el edificio. Nada le aburría, tanto si era un trabajo manual o simplemente observar al contable sumar con la máquina. La gente siempre le interesaba.
Le compramos juegos educativos, y su vocabulario crecía a pasos agigantados. Los huéspedes se quedaban sorprendidos cuando se les decía que tenía poco más de dos años. El hecho de que fuese educada en el ambiente de un hotel, rodeada de personas distintas cada semana, la convirtió en una criatura extravertida que sólo se mostraba tímida cuando alguien le hacía algún comentario acerca de su ropa, su cabello o sus bonitos ojos azules.
No podía evitar preguntarme si había heredado la afectación de mamá. Ciertamente estaba enamorada de sí misma y se pasaba horas ante el espejo con su primer juego de cepillos y peines. Tampoco se mostró impaciente cuando Sissy le hizo por primera vez la manicura, y no veía la hora de pasearse por el hotel enseñándole a todo el mundo sus uñitas recién pintadas.
Sólo mamá le prestaba poca atención. Si se encontraba con ella en el pasillo o el vestíbulo, le dirigía una sonrisa, pero yo sentía que lo hacía porque era consciente de la presencia de otras personas. Nunca se ofrecía a cuidarla ni permitía que Sissy la llevase a su suite. La única vez que Christie entró en ella por error, mamá llamó a Sissy a gritos para que se la llevara porque había demasiados objetos caros y podía romperlos accidentalmente.
A causa de sus nuevas actividades, mi madre permanecía cada vez más alejada del hotel. Casi nunca comía con nosotros en el comedor y sólo veía a los huéspedes cuando entraba o se marchaba. Un día Philip me llamó para preguntarme si sabía por qué no había contestado a sus llamadas.
—El curso está por terminar y tenía intención de pasar unas pequeñas vacaciones en las Bermudas con Betty Ann y sus padres. Me han invitado y quería que mamá lo supiera —dijo, aunque pensé que también quería que me enterara yo.
—¿Cuándo la llamaste por última vez, Philip?
—Hace aproximadamente una semana, y antes había llamado dos veces. ¿Dónde está? ¿Se encuentra bien? —preguntó.
—Estupendamente. Nunca la he visto más saludable ni con tantas energías. La verdad es que estos días no se la ve mucho por aquí. Siempre tiene algún compromiso, y dondequiera que va se queda la mayor parte del día. Incluso la mayor parte de la noche —añadí.
—Ummm —dijo—. No es muy habitual en ella. En cualquier caso, por favor dale mi recado. Os mandaré una postal desde las Bermudas —añadió.
—Bueno, espero que lo pases bien —dije.
—Gracias. Supongo que cuando vuelva me haré cargo de la parte del trabajo que me toca —prometió.
—Tendrás bastante que hacer —le advertí.
Se echó a reír.
—¿Te estas convirtiendo en la nueva señora Cutler? —bromeó.
—En absoluto —dije—. Tomo mis propias decisiones.
Pensé que había hecho mucho para que aquello fuera así. Tal como lo había planeado, hice unos cambios considerables en el despacho: sustituí las feas cortinas oscuras por unas de color azul; retiré la moqueta y mandé colocar una gruesa alfombra de color beige que le daba a uno la sensación de caminar sobre cojines. Aumenté la iluminación y colgué algunos cuadros alegres y coloridos. Sólo dejé el retrato de mi padre, que colgaba en la pared detrás de mi escritorio. Pensé que retirarlo no habría sido correcto.
Sobre el escritorio puse fotos enmarcadas de Christie y Jimmy, y permití que Sissy dejara algunos de los juguetes de mi hijita en un rincón de mi despacho. Jimmy se aseguraba que las flores de los jarrones fuesen renovadas cada tres o cuatro días, por lo que el aroma a lilas —un aroma característico de la abuela Cutler— quedó sustituido por el olor a rosas, claveles, jazmines o cualquier flor, excepto lilas.
—No me gusta preguntarlo —le dije a Philip antes de colgar— pero ¿qué hace Clara Sue?
—Tampoco responde a mis llamadas, pero por amigos comunes me ha informado de que tiene la intención de pasar el verano en la costa de Jersey, en la casa de los padres de una amiga. Estoy seguro de que te sientes desolada —concluyó con cierto tono jocoso.
—¿Se lo ha dicho a mamá? —pregunté—. Si lo ha hecho, mamá no me ha comunicado nada.
—Que yo sepa, sólo se comunica con nuestra madre cuando necesita que le envíe dinero, te lo aseguro —dijo Philip.
Una vez más le deseé que lo pasara bien, y colgamos.
A primera hora de la noche yo había subido a mi suite a ducharme y cambiarme para la cena, cuando mamá vino a hacerme una visita. Aparentemente había regresado de donde fuera que hubiese estado y se había acicalado para otra de sus noches fuera de casa. Vestía un elegante traje carmesí ajustado en la cintura con falda ancha y corpiño.
—Soy yo —canturreó mientras abría la puerta.
—Pasa —dije.
—¿Qué te parece lo que me he comprado hoy? —preguntó, al tiempo que giraba para que yo pudiese admirar su vestido.
—Estás muy guapa —dije a modo de cumplido.
—Gracias. —Su rostro se iluminó como ocurría cada vez que recibía un halago—. Me siento muy bien —añadió, riendo. Parecía ebria de sí misma y de lo bien que se lo estaba pasando. Nunca un marido había desaparecido tan rápidamente de la mente de una esposa, pensé.
—¿Dónde vas esta noche? —pregunté, al aguardo de una de sus vagas respuestas.
Se puso derecha como si estuviera a punto de hacer un anuncio formal.
—Esta noche he aceptado ir a cenar a uno de los más exquisitos restaurantes de Virginia Beach —respondió.
—¡Oh! ¿Con quién?
—Bronson Alcott —confesó. Y con la misma celeridad que lo había dicho, comenzó a justificarse—. No creo que esté mal que me vean con un acompañante adecuado. La gente no espera que me muera de pena como Randolph. Todavía soy joven y atractiva, y no sería justo. Además, —continuó, casi sin respirar— Bronson es un viejo amigo, un amigo de la familia. De modo que nadie puede pensar que salgo con el primer pretendiente que se presenta a mi puerta.
—Eres lo suficientemente mayor como para hacer lo que quieras, mamá —dije.
—Sí, lo soy —asintió—. Se detuvo para mirarse en mi espejo y se atusó el pelo donde creía ver algún mechón rebelde.
—Hoy ha llamado Philip —le informé—. ¿Has devuelto la llamada?
—¿Philip? ¡Oh, no! ¿Qué ha dicho? —preguntó, aunque era obvio que apenas si le importaba. Siguió contemplándose al espejo.
—Se preguntaba por qué no le contestabas las llamadas —dije
—¿Ah sí? —Dejó escapar una risita—. ¿Estaba molesto?
—Sentía curiosidad y parecía un poco preocupado, pero le dije que estabas saliendo bastante y que no te morías de tristeza en tu suite—respondí sin poder evitar cierto tono de sarcasmo.
—Bien —dijo.
—Quería contarte que se iba de vacaciones con los padres de su novia. Lo llevan a las Bermudas en cuando finalice el último examen.
—Eso es estupendo —exclamó—. Me agrada que se haya encontrado una muchacha cuya familia es rica y de buena clase social. Me alegro mucho por él. Por lo menos alguien ha escuchado mis consejos y ha aprendido un poco de la vida.
—También me comentó que se ha enterado de que Clara Sue no pasará este verano aquí —continué, ignorando sus indirectas—. ¿Lo sabías?
—¿No? ¿Dónde va? —preguntó con una mueca.
—Va a pasar el verano con una amiga en la costa de Jersey.
—Está bien —dijo—. Actualmente no me siento con paciencia para aguantarla. Estoy tratando de rehacer mi vida. —Me dedicó una sonrisa—. Me siento un poco como Humpty Dumpty. Me he caído de una pared, pero afortunadamente, todos los hombres del rey pueden recomponerse.
Volvió a reírse y se dio media vuelta para mirarse de nuevo al espejo. Pasó una mano por los pendientes de diamantes y el collar que hacía juego con ellos. Sus ojos parecían absorber el resplandor de las joyas.
—Me alegro por ti, mamá —dije mientras me dirigía hacia el armario para elegir algo apropiado para la cena. Teníamos el hotel casi al completo, y había que saludar a muchos huéspedes.
—Gracias. ¡Oh! —dijo girándose—. Con toda esta charla, casi me olvidé de la razón que me trajo a verte. ¡Qué tontería!
—¿Ah sí?, pensé que habías venido a enseñarme el vestido nuevo —dije.
—Sí, eso también.
Intuí que me ocultaba algo.
—¿Qué otra razón te trajo, mamá? —pregunté.
Se detuvo y respiró hondo.
—A Bronson le gustaría que el martes por la noche tú y James me acompañarais a su casa para asistir a una cena formal, si os parece bien.
Me la quedé mirando un momento.
—¿Una cena formal?
—Sí. Será estupendo, te lo aseguro. Y me encantaría que conocieras Beulla Woods. Además —añadió con los ojos entrecerrados— sería una buena idea aceptar una invitación del presidente del Banco que tiene la hipoteca del hotel.
—Si accedo a ir no será porque me siento amenazada —repliqué.
—Mi madre se irguió como si le hubiera escupido.
—No quería decir… verás, ahora que eres una mujer de cierta posición social es necesario que hagas ciertas cosas, Dawn —me explicó.
—De acuerdo —dije—. Hablaré con Jimmy.
—¿Y por qué no iba a querer ir? —preguntó rápidamente.
—A Jimmy no le impresionan estas cosas, madre, pero no creo que vaya a negarse, de modo que tranquilízate.
Se alegró de inmediato.
—Eso es estupendo, Dawn. Me gustaría tanto que pudiéramos llegar a ser buenas amigas, a pesar de todo lo desagradable que ha ocurrido entre nosotras en el pasado.
¿Desagradable?, pensé. ¿Permitir que la abuela Cutler me secuestrara, y después no salir en mi defensa cuando aquella horrible mujer me hacía la vida imposible tras mi regreso? ¿No ir nunca a Nueva York a verme ni hacer nada para impedir que la abuela Cutler me enviase a dar a luz a Los Prados, bajo la vigilancia de su odiosa hermana Emily? ¿Desagradable? ¿Su negativa a hacer algo por el pobre Randolph y permitir que sus hijos se desmoronaran como una delicada pieza de porcelana?
—Tengo que prepararme para la cena, mamá —dije, y me volví para que no pudiera ver las lágrimas que habían aparecido en mis ojos.
—Claro. —Empezó a salir, pero al llegar a la puerta se dio la vuelta—. ¿No te parece sorprendente —dijo— lo bien que estás haciendo las cosas? —Se echó a reír—. Con toda seguridad la abuela Cutler se está revolviendo en su tumba. —La risa la siguió como una estela.
Quizá mi madre tuviera razón sobre aquello, pensé. Quizá fuese ésa la razón por la cual trabajaba tanto para ocupar su lugar, como si intentara superarla. Quería que continuara revolviéndose en su tumba.
—Perdóname Jimmy —susurré— pero no puedo evitar desear una dulce venganza.
Con gran sorpresa por mi parte, Jimmy estaba más que dispuesto a aceptar la invitación de Bronson Alcott. Le hacía ilusión conocer su casa.
—Me han hablado mucho de ella —me dijo—, en especial Buster Morris, quien ha hecho algunos trabajos de mantenimiento.
Sonreí. Jimmy se había hecho muy popular entre los empleados del hotel, especialmente entre aquellos que recibían órdenes directas de él. No se daba aires de superioridad ni se comportaba como un sabelotodo. Confiaba plenamente en los consejos de los más antiguos y no intentaba cambiar las cosas que ellos habían estado haciendo durante años.
—¿Qué te han contado de Beulla Woods, Jimmy? —pregunté. Estaba llena de curiosidad. No podía evitar sentirme interesada por el señor Alcott, no sólo por la amistad que mantenía con mamá, sino también por la forma jovial y elegante en que había entrado en mi vida. Su mirada seductora y su mirada alegre me habían cautivado; siempre que lo veía parecía sonreír de forma tan provocadora como fascinante.
Y estaba rodeado de misterio. Era un hombre guapo e interesante que se desenvolvía con la seguridad de una famosa estrella de cine. Rico, importante y obviamente bien educado, era una figura imponente. ¿Y por qué entonces había permanecido soltero durante tantos años? ¿Acaso tenía razón la señora Boston cuando decía que estaba desilusionado por no haberse casado con mamá?
—Bueno, para empezar, Buster dice que la casa es demasiado grande para que un hombre viva allí solo. Tiene empleados de servicio, claro, pero en la casa hay diez habitaciones, un cuarto de estar, un salón, una biblioteca y un despacho. Dice que la cocina es casi tan grande como la nuestra del hotel, que la finca mide ciento cincuenta acres de terreno y que tiene una vista de la bahía y del mar que te deja sin respiración. Por supuesto, tiene piscina, y hasta una pista de tenis en la parte de atrás. Según Buster, la casa la mandó construir el padre de Bronson Alcott cuando regresó de la Primera Guerra Mundial. Es una de esas casas normandas.
—¿Casas normandas?
—Así es como se llama el estilo arquitectónico. Es francés, pero se parece al tudor inglés —respondió, orgulloso de sus nuevos conocimientos.
—Parece que tú y Buster habéis hablado mucho de la casa del señor Alcott —dije bromeando.
—Sí, bueno, me interesan las casas y la construcción. Ya te lo dije —añadió, algo sonrojado—, espero que algún día podamos construir nuestra propia casa. Incluso ya he elegido una parcela de los terrenos del hotel, en una pequeña colina al noroeste. Buster dice que es un lugar ideal para el tipo de casa que estoy diseñando.
—¿De verdad? ¡Oh!, Jimmy, eso sería maravilloso.
Sonrió de oreja a oreja.
—En cualquier caso —dijo— no me importa echarle un vistazo a Beulla Woods.
Así fue como el martes nos acicalamos para acompañar a mamá en la limusina del hotel. Desde mis días en Nueva York no me había comprado ni un solo vestido, de modo que según los consejos de mi madre me tomé el lunes por la tarde libre y me dirigí a la ciudad en busca de algo adecuado para una cena formal. Encontré un elegante traje de satén negro con finos tirantes y una faja de seda negra. Mamá se quedó literalmente encantada cuando vio lo que había comprado.
—Es perfecto —exclamó, al tiempo que se lo acercaba al cuerpo y se miraba al espejo—. Absolutamente perfecto. Tenemos casi la misma talla. Quizá algún día puedas prestármelo.
—Claro, mamá —dije.
—¡Oh!, mañana por la noche deja que te ayude a vestirte —suplicó—. Por favor.
—Ya sé vestirme, mamá —contesté. Su sonrisa desapareció tan repentinamente que pensé que estaba a punto de echarse a llorar—. Pero no me importa que me aconsejes —añadí caritativamente.
—Estupendo —dijo sin soltar mi vestido nuevo. Cerró los ojos—. Seremos como madre e hija preparándose para una importante gala… como un baile de presentación en sociedad. ¡Oh!, estoy impaciente —exclamó.
Al día siguiente cumplió con su promesa y acudió a mi habitación cuando empecé a prepararme para ir a la cena de Bronson Alcott. De acuerdo a sus consejos, cambié ligeramente de peinado sujetándome el pelo a un lado. Dejé que me cepillara y me recortara el flequillo. A continuación insistió en que la acompañara a su suite y me sentara a su lado mientras nos maquillábamos. Jimmy sacudió la cabeza y se echó a reír al ver como me tiraba de la mano.
Mientras me daba instrucciones acerca de cómo maquillarme los ojos, como trabajar las pinturas, qué color de pintalabios escoger y qué perfume utilizar, no pude evitar preguntarme cómo habría sido nuestra vida si hubiéramos estado juntas desde mi nacimiento. Eso hizo que me sintiese, un poco culpable, ya que echaba mucho de menos a Mamá Longchamp y lamentaba su muerte; pero tampoco pude evitar anhelar los toques femeninos. Habría tenido vestidos bonitos y modernos, y con el tiempo mamá y yo habríamos sido como dos princesas en el hotel. De haber tenido una hija con la que compartir las cosas, quizá mamá no se habría convertido en una persona tan egoísta. Podríamos haber sido buenas amigas que confiaran la una en la otra y compartiesen esperanzas y temores.
Juré que Christie tendría todo lo que yo anhelaba. Cuando ella fuera mayor nos sentaríamos ante un espejo y la ayudaría a prepararse para su primera cita. Para mi hija sería la madre que yo nunca habría tenido.
—Ya está —dijo mamá cuando acabamos—. Mira cuánto más guapa estás ahora.
Me observé. Parecía mayor, más seductora. ¿Acaso era mamá una especie de demonio que me convertía en una persona tan vanidosa como ella? No podía quitarme los ojos de encima.
—Gracias —dije—. Será mejor que acabe de vestirme y vaya a ver cómo le va a Jimmy.
—No te preocupes —dijo—. Llegar tarde es de buen tono. En cualquier caso, es lo que Bronson espera de mí —añadió, y se echó a reír—. Me dijo que si llegaba puntual a mi propio funeral, el pastor se llevaría una sorpresa de muerte.
Cuando regresé a mi suite, Jimmy pareció sinceramente impresionado. Silbó y asintió.
—¡Estás espléndida! —dijo.
—Tú también, Jimmy.
Llevaba una americana deportiva azul marino, y pantalones y corbata haciendo juego. Tras ponerme el vestido cogí a mi esposo del brazo y nos quedamos allí, mirando nuestra imagen en el espejo.
—¿Es ésta la pequeña que se llenaba de barro cuando jugaba con sus tacitas en el patio de casa? —preguntó.
—¿Es éste el chico que se cayó de la bicicleta y se abrió de tal forma la cabeza que tuvieron que ponerle puntos? —pregunté a mi vez.
—¡Eh! —dijo—. Nunca te has olvidado de aquello. Estabas tan asustada. —Se echó a reír.
—Tenías la cara llena de sangre. Pensé que te ibas a morir —protesté—. Y no tendrías que haberte reído de mí.
—Tuve que hacerlo —confesó—. Estaba asustadísimo.
Me hizo bien tener que calmarte.
—¿Cuántos años tenía? ¿Cuatro, cinco?
—Cinco —puntualizó—. ¿Recuerdas lo enfadado que estaba papá? «No tenemos dinero para este tipo de tonterías», dijo. —Yo negué con la cabeza—. No me dejaron montar en bicicleta durante semanas. Aquella vieja bicicleta —dijo con tono nostálgico—. Cuando nos mudamos tuve que abandonarla. No había sitio en el coche. Nunca olvidaré lo que sentí cuando partimos y la vi allí, apoyada contra una pared de la casa. —Se tragó las lágrimas y yo le besé en la mejilla.
—Quizá no deberíamos pensar tanto en aquella época, Jimmy. Quizá sería mejor pensar sólo en el futuro —sugerí.
—Sí, ya lo sé. Sin embargo, de vez en cuando no puedo evitar los recuerdos, y después pienso en Fern y me preguntó que habrá sido de ella. El señor Updike sigue sin saber nada ¿verdad?
Le había pedido que lo intentara, pero no había tenido suerte. No quería contarle a Jimmy lo pesimista que el señor Updike se sentía, pero se lo expliqué tal como me lo había dicho.
—No, Jimmy. Cuando la gente adopta niños de ese modo quiere mantenerlo en secreto para que la familia no venga a buscarlo un día y le cuente quiénes son sus verdaderos padres. Te imaginas que en ese caso la criatura querrá descubrir por qué la dieron en adopción.
—Lo comprendo —dijo Jimmy—. Lo único que me gustaría es verla; ver cómo ha crecido, ver cómo es. Apuesto a que se parece a Mamá Longchamp.
—Seguramente. Tenía el pelo moreno y los ojos tan negros como ella.
—Estoy preparada —canturreó mamá desde el pasillo.
—Llama la reina —dijo Jimmy, sonriendo—. ¿Vamos? —añadió, y me ofreció su brazo.
Mamá no me había enseñado su vestido nuevo hasta aquel momento. Era un vestido sin tirantes de satén blanco-perla con un escote escandalosamente bajo que dejaba a la vista la hendidura de sus senos, elevados por un sujetador con armadura. Sin embargo, el largo del vestido era bastante conservador, un poco por debajo del tobillo. Lucía un collar que sólo había visto en una ocasión. Era una cadena de oro blanco con un enorme diamante engarzado. Yo jamás olvidaría que se lo había visto puesto a la abuela Cutler. Mamá lucía también unos pendientes que hacían juego con el collar. Antes de acercarse a nosotros se echó sobre los hombros un chal de punto.
—¿Estoy guapa? —preguntó, al tiempo que giraba sobre sus talones.
—Guapísima —dijo Jimmy, y asintió a modo de elogio.
—Gracias, James. Tu también estás preciosa, Dawn —dijo.
—¿De dónde has sacado ese collar? —pregunté enfáticamente.
—¿Collar? ¡Oh!, esto —dijo con una risa nerviosa—. Fue una de las últimas cosas que el pobre Randolph me dio… antes de fallecer —contestó.
—¿No era el collar de la abuela Cutler? —continué.
—¿Y qué si lo era? ¿De qué le sirvió a ella? Nunca le importó nada que pudiera gustarle a una mujer normal. Mira en su armario y verás el tipo de vestidos que se ponía —dijo, e inclinándose hacia nosotros, añadió—: no creo que ni siquiera le gustara perfumarse. Sólo jabón y un estropajo —dijo riéndose—. Por eso llenaba el despacho con ramos de lilas.
—No puedo creerme que Randolph regalara las joyas de su madre —murmuré lo suficientemente alto como para que pudiera oírme.
—Pues lo hizo. Yo misma le pedí este collar, y él me lo dio. —Negó con la cabeza—. Me dijo que ella quería que fuese mío, y yo dije: «Cuando la veas, dale las gracias». —Se echó a reír.
—¡Oh!, mamá, cómo pudiste hacerlo —dije con tono de reproche—. Mofarse de la locura de Randolph de esa manera… es inmoral.
—¿Qué importa ahora? Cualquier cosa que haya en su habitación nos pertenece a mí y a ti, Dawn —afirmó.
—¿Y qué pasa con Philip y Clara Sue? Estoy segura de que Clara Sue querría que la incluyésemos —dije.
—Bueno, también es de ellos.
—Siempre pensé que no querías tener nada que ver con las cosas de la abuela Cutler —le recordé.
—¡No me refería a estas cosas! —exclamó, con los ojos abiertos como platos. A continuación sonrió—. ¡Oh!, esta noche no quiero que hablemos de nada desagradable, ¿de acuerdo? Mira que acompañante tan guapo tenemos —dijo acercándose a Jimmy—. ¿Puedo cogerte del brazo, James? —preguntó.
Él se sonrojó y me miró antes de asentir. Mi madre lo cogió rápidamente del brazo.
—¡Estaremos espectaculares cuando crucemos el vestíbulo! —exclamó.
La escalera no era lo suficientemente ancha para que los tres bajáramos juntos, pero mi madre no parecía dispuesta a renunciar al brazo de Jimmy, de modo que me aparté y dejé que ellos fueran delante. Al pie de la escalera Jimmy se volvió y sonrió, ofreciéndome de nuevo el brazo.
—Señora Longchamp —dijo.
—Gracias, señor Longchamp —repliqué, e hicimos nuestra entrada en el vestíbulo.
Fue tal como se lo había imaginado mi madre. Los huéspedes y los empleados se volvieron hacia nosotros y se les iluminó el rostro al vemos desfilar hasta la entrada, donde nos esperaba Julius. En cuanto advirtió nuestra presencia, abrió las puertas para que saliésemos del hotel. Luego corrió hasta la limusina y nos abrió las portezuelas traseras. Mamá entró primero e insistió en que Jimmy se sentara entre las dos.
—A Beulla Woods —ordenó.
—Sí, señora —dijo Julius, y partimos.
Había todavía suficiente luz para obtener una buena vista de las cosas cuando recorrimos la larga y sinuosa carretera que conducía a la casa de Bronson Alcott. Beulla Woods estaba situada sobre una alta colina de modo que dominaba Cutler’s Cove como si de un castillo se tratase. Tal como la había descrito Jimmy, era una casa espectacular de piedra gris y un decorativo entramado de madera.
El alto edificio de dos plantas tenía un tejado muy inclinado. En cada planta había dos grupos de tres ventanas dobles que daban a la parte delantera. Las ventanas de la segunda planta se abrían a un elegante balcón de hierro forjado. La chimenea estaba a un lado, y alrededor de la casa se veía gran cantidad de setos cuidadosamente redondeados.
Al recorrer el sendero de entrada pudimos apreciar los jardines y fuentes elaboradamente diseñados. Julius saltó de la limusina, abrió las puertas traseras, y ayudó a salir a mamá. Jimmy y yo bajamos y nos reunimos con ella.
—¿No os parece maravilloso? —dijo, volviéndose y trazando un semicírculo con el brazo. Observamos el océano a nuestros pies; todo, los barcos, los muelles, los coches y la gente en la calle, parecía precioso y de juguete. El sol se ponía en el horizonte y el brillo de sus últimos rayos convertía el mundo de allá abajo en algo angélico y celestial.
—Podría quedarme admirando este espectáculo eternamente —dijo mamá.
—Pues será mejor que no lo hagas, o se enfriará la cena —dijo Bronson Alcott.
Los tres nos volvimos y lo vimos de pie ante la puerta de entrada, con los brazos cruzados y una blanca pipa de espuma de mar en la mano derecha. Llevaba una americana de terciopelo azul oscuro con el cuello y la vuelta del bolsillo forrados en tela dorada. En vez de corbata llevaba un pañuelo de color rubí. En el crepúsculo el color castaño de su cabello y su bigote adquiría el tono de la miel espesa. La risa alrededor de sus ojos color zafiro descendió hasta ensanchar su boca.
—Bronson —exclamó mamá—. ¿Espiándonos?
—Yo no diría eso —contestó, a la vez que daba rápidamente un paso hacia delante para cogerle la mano—. Vi llegar el coche y me pregunté por qué tardabais tanto en tocar el timbre. El pobre Livingston está de pie junto a la puerta jugueteando nervioso como un futuro padre —dijo, y mamá se echó a reír—. Livingston —nos explicó a Jimmy y a mí— es mi mayordomo. Lleva conmigo… bueno, lleva aquí más tiempo que yo. De hecho trabajaba ya para mi padre. —Estrechó la mano de Jimmy—. Bienvenidos. Y tú —dijo dirigiéndose a mí mientras posaba su mirada en mis pies para recorrer a continuación mis piernas, mi pecho y mi rostro— estás absolutamente preciosa. De tal madre, tal hija —declaró sin quitarme los ojos de encima.
—¿Y por qué se está retrasando la cena? —preguntó mamá, sin ocultar su enfado por el hecho de que la ignoraran.
—¡Oh! Lo siento. Por aquí —indicó Bronson, y nos hizo pasar a su bella casa.
Livingston, vestido de etiqueta, estaba junto a la puerta de entrada. Era un hombre alto y delgado cuyo cuerpo se inclinaba hacia delante, como si estuviese subiendo una pendiente, aunque el terreno era absolutamente plano. Tenía el cabello blanco y los ojos de un azul acuoso.
—Buenas noches, señora —contestó con voz ronca.
—Estos son el señor y la señora Longchamp, Livingston —dijo Bronson a modo de presentación.
Livingston inclinó levemente la cabeza.
—Hola —dije.
—Hola —repitió Jimmy.
Livingston fue a cerrar la puerta, y yo centré mi atención en el interior de la casa. Mientras seguíamos a Bronson vi que todas las paredes estaban cubiertas de cuadros que abarcaban desde el Renacimiento hasta el arte moderno. Los colores y la elegancia eran evidentes en cada rincón de la casa, particularmente en el vestíbulo, con sus cortinas de terciopelo color castaño y su suelo de mármol. Primero nos detuvimos en la biblioteca, que estaba repleta de sillones tapizados de piel y estantes y mesas de caoba. Bronson nos mostró su despacho, en la pared detrás de cuyo escritorio había un enorme retrato de sus padres.
En el rostro de su madre advertí algo vagamente familiar.
Me recordaba a alguien, pero no tuve tiempo de detenerme en ello, ya que pronto atrajo mi atención un retrato de una joven que se encontraba a nuestra izquierda.
Parecía una adolescente. Su cabello era castaño claro y le caía suelto sobre los hombros. Sus ojos eran verdes y su rostro ovalado lucía una suave sonrisa. Tenía las delicadas manos cruzadas sobre el regazo, pero había algo en la forma en que inclinaba los hombros que resultaba extraño, como si aquella posición le resultara incómoda.
Miré a Bronson y advertí que observaba el retrato con admiración. Sonreía de un modo que me recordó a la muchacha del cuadro. De pronto me di cuenta de que se parecían tanto que bien podrían ser hermanos.
—Es mi hermana Alexandria —dijo Bronson confirmando mis sospechas.
—Es muy guapa —dije.
—Era —replicó con un suspiro Murió hace poco más de dos años.
—Lo siento.
—¿Qué le ocurrió? —preguntó Jimmy.
—A pesar de lo que se ve en el retrato, sufría un dolor constante. Padecía una enfermedad degenerativa de los huesos. Posar para este cuadro le resultó algo difícil, pero insistió en hacerlo. Quería que yo lo tuviera —añadió, y en su rostro se dibujó una leve sonrisa.
—Me deprime hablar de cosas tan trágicas —dijo mamá.
—¿Qué? Sí, sí, claro —dijo Bronson—. Qué mal gusto por mi parte, especialmente tras la reciente desaparición de Randolph.
—Esta noche no quiero que hablemos de muerte y ni de enfermedades —rogó mi madre.
—Claro que no —asintió Bronson—. Dejadme que os enseñe el resto de la casa —nos dijo a Jimmy y a mí. Continuó el recorrido. Pasamos por debajo y a la derecha de una escalinata semicircular con una barandilla de mármol blanco. Nos mostró su sala de estar con los elegantes muebles franceses e incluso nos llevó a ver la cocina, donde en aquel momento dos cocineros preparaban nuestra cena. El aroma era exquisito.
—Es una cena digna de un gourmet —prometió Bronson.
Nos dirigimos directamente al enorme comedor cuyos ventanales, enmarcados con festones de terciopelo de color rosa con ribetes dorados, llegaban casi hasta el techo. Sobre una mesa que fácilmente podía acomodar a veinte comensales, colgaba una gran araña de cristal. Los asientos, los apoyabrazos y los respaldos de las sillas eran acolchados. Apenas nos hubimos sentado aparecieron dos sirvientes, un hombre y una mujer, como si hubiesen salido de la pared. El hombre trajo champaña frío, y la mujer una bandeja de plata con copas. El camarero descorchó la botella y procedió a servir la bebida.
—Ante todo —dijo Bronson mirándome— me gustaría ofrecer un brindis. Por lo que me han dicho… —Se inclinó hacia mamá y en voz baja dijo—: Como sabes, tengo espías en todas partes… tengo entendido —continuó, recostándose y levantando la copa— que la nueva y joven propietaria de Cutler’s Cove está obteniendo grandes éxitos. Por lo tanto, brindo por el «Hotel Cutler’s Cove», cuyo futuro vuelve a parecer brillante.
—¡Oh!, Bronson ¿cómo se puede brindar por un hotel? Se brinda por las personas, no por los edificios —se quejó mi madre.
—Muy bien —dijo él, impávido—. Por las dos mujeres más bellas de Cutler’s Cove.
—Eso sí que es un brindis —dijo mamá, y bebimos.
En cuanto nuestros vasos tocaron la mesa, comenzó el festín.
Empezamos con caracoles y una ensalada de radicchio acompañada de una salsa deliciosa y pan francés casero. Bronson me advirtió que todas las recetas eran un secreto del chef, y que no podría robarle nada para uso en el hotel.
—No te preocupes. Nussbaum no apreciaría que le sugiriese una receta de otro —dije—. Es demasiado orgulloso.
—¡Oh!, ese húngaro egoísta —se quejó mamá—, puede ser increíblemente pesado.
Tras un sorbete para purificar el paladar, se sirvió el plato principal: pato a la naranja y arroz integral con guarnición de espárragos con salsa holandesa que resultaron exquisitos. El camarero nos sirvió vino, y la camarera iba de un lado a otro, esperando la oportunidad de llenar nuestros vasos de agua.
Advertí que, a pesar de lo excelente que era la comida, mamá, como siempre, apenas si había probado bocado. Pero Jimmy y yo dimos buena cuenta de la cena y casi explotamos cuando la camarera trajo el postre: pastel de arándanos. Cuando terminé el café, pensé que necesitaría una grúa para levantarme de la silla.
—¿Por qué antes de tomarnos una copa no damos un paseo por la finca? —sugirió Bronson—. Creo que el ejercicio nos iría bien a todos.
—Claro —asintió Jimmy, ansioso por continuar el estudio de la casa y el terreno.
—Lo necesito —confesé.
—Pues yo no —dijo mamá—. Y ya conozco la finca. Os esperaré a todos en la sala francesa, Bronson.
—Nunca está de más un poco de ejercicio, Laura Sue —intentó persuadirla Bronson.
Mamá suspiró profundamente.
—Bueno, si insistís, iré —dijo, como si nos estuviera haciendo un gran favor. Por alguna razón, a Bronson no parecían importarle las actuaciones de mamá, y la observaba con expresión divertida.
Livingston se apresuró para abrirnos la puerta. Una vez fuera, recorrimos el sendero de pizarra que rodeaba la casa, pasamos los jardines, un mirador y un pequeño estanque, y llegamos a la parte trasera, donde encontramos pistas de tenis y una piscina bastante grande. Todo, incluido el sendero, estaba iluminado.
Jimmy y Bronson iban delante, hablando de la casa y los jardines, mientras mamá se quejaba de que los zapatos que llevaba no estaban diseñados para ir de excursión.
—No lo llamaría exactamente una excursión, mamá —dije, pero no paró de quejarse hasta que regresamos a la casa y se dejó caer entre los blandos cojines del sofá del salón. Minutos después llegó Livingston con una bandeja sobre la que había una botella de jerez y cuatro copas. Nos sirvió una copa a cada uno y pasó la bandeja. Jimmy y yo estábamos sentados en los dos sillones a la derecha de la chimenea de mármol blanco. Bronson permanecía de pie. En cuanto Livingston se hubo marchado, Bronson volvió a levantar la copa y dirigió a mamá una mirada de complicidad.
—Es hora de que hagamos el principal brindis de la noche —dijo— y de anunciar algo.
Mamá dejó escapar una de sus risitas nerviosas.
Mi corazón empezó a latir como un tambor de plomo en mi pecho. Una pequeña voz interior me había estado susurrando sospechas durante toda la velada, pero yo había elegido ignorarla, del mismo modo que había ignorado la forma en que mamá y Bronson Alcott se miraban a los ojos, y la forma en que él colocaba su mano sobre la de ella durante la cena.
Miré a Jimmy, y en sus ojos advertí que también él sospechaba algo. De modo que existían otras razones para celebrar aquella cena.
—Queríamos que fuerais los primeros en saberlo —dijo Bronson—. ¿No es así, Laura Sue?
—Sí —dijo ella sonriendo.
—Mañana anunciaremos el compromiso —nos informó—. Aunque no será un gran compromiso —añadió rápidamente—. Tenemos intención de casarnos dentro de una semana.
—¡Una semana! —exclamé sin poder evitarlo—. Pero si han transcurrido menos de dos meses desde la muerte de Randolph —protesté.
Como una tierna flor sin la admiración de la lluvia para alimentar su auto confianza, mamá se marchitó ante mis ojos.
—Lo sabía —gimió—. Sabía que dirías una cosa así. ¡Lo sabía! Mi felicidad no significa nada para ti ¿verdad, Dawn?
—¿Cómo puedes esperar que diga otra cosa? —Miré a Bronson y a continuación de nuevo a mi madre—. ¿Cómo puedes hacerlo cuando Randolph acaba de morir?
—Dawn, tú más que nadie deberías saber, que mi matrimonio con Randolph no era precisamente feliz —contestó con frialdad—. El estaba casado con su madre, con su sombra, con sus palabras. No sabes cuánto he sufrido —añadió, y sus ojos se llenaron de lágrimas que de inmediato comenzaron a caer por sus preciosas mejillas.
—Vamos Laura Sue, no hagas eso —la reprendió suavemente Bronson. Dejó la copa de jerez y se acercó a ella. Se sentó a su lado y le cubrió los hombros con el brazo.
—Ella no lo sabe —continuó mi madre—. Me odia porque no sabe lo que he tenido que aguantar. —Levantó la vista hacia Bronson con los ojos arrasados en lágrimas.
Bronson se volvió hacia mí y me dirigió una mirada tan intensa y decidida que empecé a respirar con dificultad a la vez que se me hizo un nudo en la garganta.
—Quizá —dijo— es hora de que se entere de todo.
Mamá levantó la vista; su rostro tenía una expresión de temor. Bronson le acarició la mano.
—Ya es hora, Laura Sue —repitió.
—Yo… simplemente no puedo —exclamó mamá—. Me resulta tan doloroso recordar esas cosas… imagínate hablar de ellas. —Sacudió la cabeza.
—Entonces deja que lo haga yo —dijo Bronson—. Si es posible, no quiero que haya malos sentimientos entre nosotros.
—No ahora, no al principio. Quiero que nos sintamos como una familia.
Mamá cerró los ojos y respiró profundamente. A continuación se puso de pie.
—Haz lo que creas conveniente —dijo—. Yo estoy agotada y demasiado afectada para escuchar. Quiero regresar al hotel.
—De acuerdo —dijo Bronson—. Quizá James pueda acompañarte mientras Dawn se queda aquí para hablar conmigo. Mi chofer puede llevarla más tarde.
—De acuerdo —dijo Jimmy, y se puso de pie.
—Jimmy también debería estar presente —afirmé. Jimmy se acercó a mí.
—Quizá quiera hablar a solas contigo, Dawn —me susurró al oído—. Quizá se sienta incómodo con otro hombre aquí escuchando. Ya me lo contarás más tarde. —Cogió mis manos entre las suyas para tranquilizarme y a continuación se volvió hacia Bronson y mamá.
—Gracias, Bronson —dijo mi madre, aliviada—. Ha sido una velada estupenda, y me gustaría recordarla así. —Me dedicó una sonrisa.
Bronson los acompañó hasta la puerta. Al cabo de unos minutos regresó, se sentó frente a mí, cruzó las piernas, bebió un trago de su jerez y empezó a hablar.