ANGUSTIA DE LUNA DE MIEL
Una vez en la limusina me sentí feliz de descansar por fin la cabeza sobre el hombro de Jimmy y cerrar los ojos. Sentí cómo sus dedos me apartaban mechones de pelo de la frente, dejando un espacio libre para que él me diera un beso cálido y cariñoso. Sonreí con los ojos cerrados.
—Pareces una joven disfrutando de un maravilloso sueño —susurró Jimmy.
—Así es —repliqué, con una sonrisa aún más amplia.
—Mientras yo forme parte de él no me importa —dijo.
Abrí los ojos y vi sus suaves ojos castaños. Intuí su preocupación. Al fin y al cabo, una vez me había enamorado profunda y apasionadamente de otro hombre con quien había tenido una hija. Jimmy tenía razones suficientes para preguntarse si mis sueños lo incluían a él.
De pronto fui consciente de su amor por mí. Jamás había querido saber si había dejado de querer a Michael Sutton después de que éste me abandonara. Nunca parecía preguntarse si todavía pensaba en Michael. Quizá temiera la respuesta que yo pudiera darle. Quizá supiera que no podría mentirle y negarle que todavía recordaba a Michael de vez en cuando, especialmente cuando sostenía a Christie en brazos.
Pero Jimmy estaba dispuesto a dejar todo eso a un lado. Estaba convencido de que la fuerza de nuestro amor crecería con el paso del tiempo. Significaba tanto para él que estaba dispuesto a arriesgar su propio corazón. Sí que lo amaba, pensé, y ese amor sólo podía ser cada vez mayor.
—Siempre estarás en mis sueños, Jimmy. Ahora y para siempre —le prometí. Levanté la cabeza para que pudieran unirse nuestros labios, y nos dimos un largo beso. Después volví a cerrar los ojos y dejé que mi cabeza descansara sobre su pecho. Y así permanecimos hasta que llegamos al aeropuerto.
El avión nos llevó directamente a Provincetown, al extremo de Cape Cod. Desde allí alquilamos un taxi para que nos condujera hasta nuestro motel en la playa. Era casi la medianoche cuando acabamos de instalarnos en la suite que habíamos reservado, y los dos estábamos bastante cansados, pero muy ilusionados. La habitación daba a un pequeño balcón. Nos encontrábamos en la segunda planta, pero la despejada playa nos proporcionaba una espléndida vista del océano. Era una noche clara y las estrellas resplandecían como diamantes sobre un terciopelo negro. Me sentía en la cima del mundo. Jimmy se acercó a mí por detrás. Intuyendo mis pensamientos, me dio la vuelta y me abrazó.
—¿Feliz? —preguntó.
—¡Ah!, sí, Jimmy. Me siento como Alicia en un país de sueños maravillosos.
Algo dulce y melancólicamente infantil pasó por su mirada.
—Las estrellas parecen estar tan cerca —dijo, y me besó en la mejilla.
—Y brillantes. Puedo verlas aunque cierre los ojos —exclamé. Jimmy me besó en los labios.
—Señora Longchamp —susurró, y me cogió en brazos para depositarme sobre la cama. Se quedó observándome mientras me acariciaba el pelo.
En una ocasión en que fue a visitarme a Nueva York, habíamos ido a su hotel y a punto estuvimos de hacer el amor. Eso ocurrió antes de que yo conociese a Michael. El hecho de que Jimmy y yo hubiésemos sido criados como hermanos seguía imponiéndose, y aunque había cerrado los ojos y me había dicho a mí misma una y otra vez que no estábamos emparentados y que no existía razón alguna para sentirse mal y no amarnos, era difícil superar años y años de haber vivido bajo aquella creencia.
A Jimmy le había ocurrido lo mismo, y decidió que era demasiado pronto. Aunque nos habíamos abrazado y besado no llegamos a consumar nuestro amor. Sabía que cuando lo hiciéramos, se derrumbaría el muro que seguía dividiéndonos, un muro de culpabilidad y confusión, un muro compuesto de mentiras y engaños, un falso muro que nunca debería haber existido entre nosotros.
—¿Estás demasiado cansada? —preguntó Jimmy, proporcionándome una vez más una forma de evitar el momento.
—No —contesté, y empecé, a desabrocharme los botones de la blusa.
—Deja que lo haga yo —dijo—. Tú puedes permanecer con los ojos cerrados, pensando en las estrellas.
Sonreí, pero el momento en que sus dedos se posaron sobre los botones, mi corazón empezó a latir con fuerza y sentí un nudo en el estómago. Suavemente me retiró la blusa pasándola por los brazos. Con igual suavidad, casi mágicamente, me desabrochó el sujetador. Yo no abrí los ojos. Lo oí moverse en la cama y quitarme los zapatos y luego la falda. Cuando finalmente me quitó las bragas abrí los ojos y lo miré. Me observaba con tanto deseo que me sentí desfallecer.
—¿Te acuerdas —dijo con una voz que no superaba el susurro— cuando me sorprendías espiándote mientras te vestías?
—Sí —dije, y recordé como en esas ocasiones no podía evitar sonrojarme.
—Me fascinaba comprobar cómo tu cuerpo iba cambiando, cómo florecían tus pechos y se suavizaban tus curvas. No quería mirarte; me decía a mí mismo que no estaba bien, que era un pecado, pero tú eras como un imán, y mi cabeza era como el hierro.
—¿Y recuerdas los respingos que dabas si nuestros cuerpos se rozaban cuando dormíamos juntos en el mismo sofá cama?
—Sí —contestó, y acercó las manos a mis expectantes pechos. Luego siguieron sus labios. Cerré los ojos y oí cómo se quitaba la ropa. Minutos después estaba desnudo a mi lado, y algo que los dos habíamos visto en sueños, en fantasías y que nos había hecho sentir culpables y perversos, se hizo realidad.
Reales eran ahora sus labios, moviéndose suaves pero ágilmente sobre mis pechos. Reales eran sus manos, acariciándome y acercándome más y más a él. Real era su virilidad, dura y dispuesta. Ambos dudamos una vez más, como si estuviéramos a punto de desterrar un pasado fraudulento, y a continuación nos convertimos en lo que deben convertirse un hombre y una mujer, unidos en un abrazo extático, todo el amor surgiendo desde donde nos acoplábamos, su amor profundizando más jamás en mi almas mi amor acogiéndole, tomándole, exigiendo más y más hasta que los dos gemíamos. Yo me agarraba a él como si estuviera montada en una montaña rusa. El me subía y bajaba, y yo me sentí caer con tanta rapidez que casi me mareé. Mi corazón latía con tal fuerza que se convirtió en un zumbido continuo, haciendo que la sangre corriera por mis venas y mis dedos sintieron un hormigueo.
Cuando se terminó yacimos el uno junto al otro, jadeando, ambos sorprendidos por la intensidad de nuestra pasión. Jimmy abrió la mano para entrelazar sus dedos con los míos, y, allí permanecimos, silenciosos, cogidos de la mano, mirando la oscuridad, mientras las estrellas brillaban con mayor resplandor, su luz centelleando sobre la superficie del océano, como si todo el mundo se alegrara de que Jimmy y yo nos hubiéramos finalmente convertido en marido y mujer.
Aquella noche dormimos profundamente. Ni siquiera el sol matinal que se filtraba por las cortinas interrumpió nuestro sueño. La brisa del mar movía las cortinas y acariciaba nuestro cuerpo hasta que por fin abrimos los ojos y nos contemplamos.
—Ésta es la primera mañana que te despiertas como la señora Longchamp —dijo Jimmy—. ¿Cómo te encuentras?
—Tengo un apetito feroz —respondí, y me eché a reír. Nos duchamos, nos vestimos rápidamente y fuimos a desayunar. El restaurante del hotel tenía un patio grande con mesas de heladería y parasoles. Tomamos zumo recién hecho, café y huevos con tocino.
Después dimos un largo paseo por la playa; buscamos conchas y encontramos algunas cuya belleza nos sorprendió. Para cuando regresamos al hotel teníamos un saco lleno.
—A Christie le encantarán —dije.
Por la tarde nos estiramos en la playa y nos bañamos en el mar. Tanta actividad abrió nuestro apetito y, los dos nos sentimos ansiosos por probar la famosa langosta de Cape Cod. Jimmy había investigado a fondo el lugar y había planeado todos y cada uno de nuestros movimientos. También había reservado una mesa en un restaurante cercano al puerto. Sobre la puerta se veía un cartel que decía: «La langosta que come hoy, nadaba ayer en la bahía de Cape Cod».
El lugar era hermoso y muy romántico, y ocupamos una mesa iluminada con velas desde la qué podíamos ver los pequeños barcos de la bahía con sus luces encendidas, algunos de los cuales estaban tan distantes que parecían estrellas caídas. Después de cenar dimos un paseo por el pueblo, miramos escaparates y planeamos qué regalos compraríamos.
Aquella noche hicimos el amor con la misma pasión que la noche anterior, lo cual, unido al sol y el baño, los paseos y la cena, nos condujo de nuevo a las puertas de un sueño tranquilo y feliz. Dormimos abrazados y nos despertamos acariciados por la brisa marina y los rayos de sol.
Jimmy había planeado alquilar kayaks para recorrer la bahía, de modo que poco después del desayuno nos cambiamos y bajamos a la playa. El dueño del establecimiento nos proporcionó chalecos salvavidas y nos dio algunas instrucciones. Un rato después iniciamos nuestro viaje marino. Jimmy se mostró algo atrevido y volcó. Resultó muy divertido, y un ejercicio espléndido. Tuvimos suerte de que el mar estuviera tranquilo, pero nos alegramos al volver a ver la orilla.
Sin embargo, a medida que nos acercábamos vi uno de los recepcionistas del hotel junto al propietario de la tienda de barcos mirando en dirección a nosotros. Tenía los brazos cruzados. Al llegar a la playa se acercó y nos saludó con la mano.
—¿Qué querrá? —pregunté en voz alta. Jimmy salió de su kayak de un salto y me ayudó con el mío.
—Acabamos de recibir una llamada urgente para usted, señora Longchamp —dijo el recepcionista—, de modo que vine directamente aquí a ver si usted y su marido habían regresado.
El terror se apoderó de mí. Dirigí a Jimmy una mirada de preocupación y volví a dirigirme al hombre.
—¿Sabe de quién era la llamada? —Tenía los nervios de punta y mi corazón comenzó a latir con fuerza.
—Un tal señor Updike —respondió el empleado, y me entregó un papel con el número del señor Updike—. Me pidió que lo llamara de inmediato.
—¡Oh, no!, Jimmy. Debe de haberle ocurrido algo a Christie —exclamé.
—Vamos, no te precipites —dijo Jimmy con firmeza—. Tal vez se trate de algún problema con el hotel, alguna decisión que debe tomarse de inmediato.
Asentí con esperanza y nos dirigimos rápidamente al hotel para llamar. El señor Updike contestó enseguida.
—Siento tener que llamarte durante la luna de miel, Dawn —empezó a decir—, pero ha ocurrido una tragedia.
—¿De qué se trata, señor Updike? ¿Qué ha ocurrido? —grité. Temblé y el temor me dejó helada. Jimmy, a mi lado, me sostenía la mano.
—Randolph ha muerto —contestó.
—¿Randolph? ¿Pero cómo… qué?
—Al parecer todo esto era demasiado para él. Ayer, a primera hora de la noche, abandonó el hotel. Nadie se dio cuenta de su ausencia. Por lo que sabemos vagabundeó por ahí toda la noche. Finalmente acabó en el cementerio.
—¿El cementerio?
—Sí, cayó desfallecido sobre la tumba de su madre. El encargado del lugar lo encontró allí por la mañana. Llamó a una ambulancia, pero… ya era demasiado tarde. El médico dice que murió de pena, aunque oficialmente sufrió un paro cardíaco —concluyó.
—Cuánto lo siento —dije—. Pobre Randolph. Sufrió mucho, y nadie lo ayudó.
—Sí —dijo el señor Updike, y se aclaró la garganta—. Bueno, puedes imaginarte lo que está ocurriendo aquí ahora. Tu madre…
—Debe de estar armando un jaleo —dije secamente—. Me imagino que tiene una corte de médicos subiendo y bajando las escaleras.
—Bueno, realmente hay bastante jaleo. Insistió en que el señor Dorfman les dijera a los huéspedes que se marcharan, pues el hotel iba a cerrar. Por supuesto, él no quería asumir semejante responsabilidad, de forma que me telefoneó, y yo le dije que te llamaría para confirmar el siguiente paso —explicó el señor Updike.
—¿Qué sugiere que hagamos, señor Updike? —pregunté.
—La señora Cutler no habría cerrado el hotel —respondió—. Para ella era como en el teatro. La representación debe continuar.
—Entonces ciérrelo —insistí, sin importarme lo que hubiera hecho aquella horrible vieja—. Los huéspedes lo entenderán, y es lo más correcto. Jimmy y yo volveremos de inmediato. ¿Cuándo se celebra el funeral?
—Tu madre pretende que sea mañana, pero el pastor la ha convencido de que es mejor esperar hasta pasado. Algunas personas querrán asistir —dijo—. Philip y Clara Sue ya están en casa —añadió.
—Muy bien. Es muy trágico —dije, y colgué lentamente el auricular.
Le conté a Jimmy todos los detalles.
—Le dije a mi madre que lo de Randolph era serio; le avisé —dije—, pero a ella no le importaba. ¡Ni siquiera a sus propios hijos les importaba!
—Hiciste lo que pudiste, Dawn. No empieces a culparte —dijo Jimmy.
—Lo sé. Qué terrible —dije pensando en voz alta—. Pobre Randolph. —Sentí que las lágrimas me escocían en los ojos—. Ella vuelve de la tumba para destrozar a la gente —dije.
Jimmy frunció el entrecejo, preocupado.
—No hables así. Acabarás por creértelo —dijo.
—Pero ¿por qué será, Jimmy, que las cosas malas parecen durar más que las buenas, que el hedor de lo podrido permanece durante más tiempo que el aroma de algo dulce? —pregunté.
—Eso no es cierto, Dawn. Sólo lo parece, pero no es así —insistió—. Nuestros buenos recuerdos conviven con nosotros, ¿no es verdad?
Negué con la cabeza.
—Sí, pero los malos nos dañan y dejan cicatrices, y esas cicatrices permanecen con nosotros para siempre. Tengo que encontrar como sea la manera de apartar a esa horrible vieja de nuestras vidas —dije con determinación.
—Cuando hablas así —dijo Jimmy— me asustas. Tu rostro se transfigura, y no te reconozco, porque la Dawn que conozco no se preocuparía de la venganza —dijo.
—Lo que me preocupa, Jimmy, no es la venganza sino la supervivencia —contesté.
Apartó la mirada con tristeza.
Lamentaba haber dicho todo aquello, pero no podía evitar pensar que, de alguna forma, la abuela Cutler resucitaba de entre los muertos para encontrar la manera de acabar con la felicidad de todos, especialmente la mía.
El encargado del hotel nos ayudó con los preparativos de urgencia. Para llegar cuanto antes debíamos coger un pequeño avión hasta Boston y allí otro de línea hasta Virginia Beach. Llegamos poco después de las nueve de la mañana, y el coche del hotel nos estaba esperando. Julius Barker, el chofer, se encontraba en la entrada de la sala de recogida de equipajes; sostenía el sombrero entre sus manos y en su rostro había una expresión de tristeza.
Casi todos los empleados del hotel querían a Randolph. A pesar de su ineficacia como administrador y el estado en que se había sumido tras la muerte de su madre, era un alma caritativa y cariñosa, la epítome de la elegancia y genialidad sureñas. Antes de su depresión siempre lucía una sonrisa y tenía una palabra agradable para todos aquellos con los que se encontraba, ya fuera una doncella, o un rico huésped del hotel. El progresivo empeoramiento de su salud mental había entristecido a todos por igual. Sin embargo, la gente que debía preocuparse más por él no lo estaba en absoluto.
Julius se acercó a recoger nuestras maletas.
—Siento que tuviera que interrumpir su luna de miel, señora Longchamp —dijo.
—Es muy triste, Julius.
—Sí, señora. Todos en el hotel están muy afectados. El señor Dorfman ha ordenado que apaguemos la mayor parte de las luces —añadió. Cuando llegamos comprobamos por qué había mencionado aquello.
Un palio funerario cubría el edificio y el terreno. Un cielo encapotado había empezado a dejar caer una lluvia fría, y el ambiente era gris y gélido. El hotel se perfilaba como una enorme casa abandonada. Todas las ventanas estaban a oscuras y el gran porche parecía cubierto por un manto negro. Resultaba extraño penetrar en el gran vestíbulo y encontrarlo vacío y en semipenumbra. Detrás del mostrador había una sola recepcionista, la señora Bradly, quien se ocupaba de los teléfonos. Robert Garwood, uno de los botones más antiguos, acudió para recoger las maletas y llevarlas a nuestra suite.
—Iré a ver qué se ha cerrado y qué no —dijo Jimmy, y se marchó con Julius. Yo seguí a Robert hasta los aposentos privados. La puerta de la habitación de mi madre estaba completamente cerrada, como de costumbre. Mientras recorría el pasillo Philip abrió la puerta de su dormitorio y salió a darme la bienvenida.
—Pensé que no regresarías —dijo. Vestía una bata de terciopelo azul con la insignia de los Cutler, una gran C dorada, bordada en el bolsillo, pero tenía el cabello bien peinado y su aspecto era relajado y tranquilo. Sonrió y a continuación se adelantó un paso y se detuvo lo suficientemente cerca de mí como para besarme en la mejilla. Posó la mano sobre mi hombro.
—Claro que tenía que regresar. ¿Por qué no iba a hacerlo? —dije, sin ocultar mi indignación, y aparté su mano de mi hombro.
—Bueno, no era realmente tu padre, y estabas de luna de miel —dijo Philip—. ¿No lo estabais pasando bien? —preguntó con una sonrisa irónica. ¿Cómo podía bromear después de la triste muerte de su padre?, me pregunté. No pude evitar sentirme asqueada ante aquella sonrisa que en otras circunstancias me habría parecido bella y seductora.
—Realmente, Philip, no respetas nada, ni siquiera la memoria de tu propio padre —le espeté. Mis palabras borraron la expresión de su rostro tan rápidamente como si le hubieran dado una bofetada.
—Claro que estoy afectado —dijo, a la defensiva—. Tuve que volver a toda prisa de la Universidad, ¿verdad? —señaló.
—Sigues pensando sólo en ti, Philip —contesté, y sacudí la cabeza—. ¿Qué me dices de Randolph?
No esperé que me respondiera. Lo dejé ahí, con la boca abierta, y me dirigí al dormitorio de Christie a ver cómo estaba. Sissy me saludó en la puerta. Christie dormía.
—Ha sido terrible —dijo Sissy, frotándose los ojos. Le pedí que saliese de la habitación para no despertar a Christie—. Clarence me ha dicho que la ropa del señor Cutler estaba rasgada como si hubiera atravesado una alambrada. Murió aferrado a la tumba de la señora Cutler con el rostro hundido en el suelo. —Agitó el cuerpo como si sufriera un escalofrío—. Pobre hombre.
—Ya lo sé —dije—. ¿Cómo ha estado Christie?
—Sabe que algo malo ha ocurrido. Ha oído que todos lloraban y ha visto que estaban tristes, pero la señora Boston y yo intentamos mantenerla en su habitación la mayor parte del tiempo. Claro que no hace más que preguntar por ti.
Asentí y entré silenciosamente en el dormitorio. La observé durmiendo en la cuna; un rizo de cabello dorado le cubría la frente. Su pequeño y perfecto rostro era como el de una muñeca de porcelana. La arropé y me dirigí a mi dormitorio para deshacer las maletas. Pero la señora Boston, que acababa de enterarse de nuestra llegada, ya estaba ahí, haciéndolo por mí.
—Sólo trato de mantenerme ocupada —dijo al tiempo que sacudía la cabeza, los ojos arrasados en lágrimas. Nos abrazamos.
—¿Cómo está mi madre? —pregunté. La señora Boston aspiró y enderezó los hombros.
—Desde que recibió la noticia se ha encerrado en la suite y no ha salido de ahí. Lo único que hace es pedir que le traigamos las cosas. Creo que no se ha levantado de la cama.
—¿Quién se ha ocupado del funeral? —pregunté.
—Creo que el señor Updike —contestó.
—Bueno, supongo que tarde o temprano tendré que verla —dije, y me dirigí al dormitorio de mi madre. La puerta estaba cerrada. Golpeé suavemente con los nudillos.
—¿Mamá? ¿Estás despierta? —pregunté. Esperé durante un largo rato, pero como no hubo respuesta me dispuse a marcharme. Entonces oí un pequeño gemido.
—¿Dawn… eres tú? —preguntó.
Abrí la puerta y entré. Mamá estaba cubierta por el edredón y tenía la cabeza hundida entre las gigantescas almohadas de satén. Su cuerpo nunca me había parecido tan pequeño en medio de aquella enorme cama. La única iluminación procedía de una pequeña lámpara que irradiaba una tenue luz. A pesar del período de luto, parecía que se hubiese pasado horas y horas cepillándose el pelo. Llevaba los labios pintados y colorete y unos pendientes de perlas que hacían juego con el collar.
Se incorporó ligeramente y abrió los brazos para que fuese a consolarla. Me acerqué despacio a su cama para dejar que me abrazara.
—Dawn, me alegro tanto de que hayas vuelto. Ha sido horrible, simplemente horrible. ¿Te has enterado? —preguntó, y volvió a reclinarse sobre las almohadas como si al abrazarme hubiera utilizado todas las fuerzas de que disponía—. ¿Te han contado que se paseó por Dios sabe dónde, que anduvo por los muelles hablando con extraños, diciendo tonterías acerca de su madre? Es para morirse —dijo, y puso los ojos en blanco—. La gente de Cutler’s Cove hablará de esto durante generaciones.
—No creo que a Randolph eso le preocupara, mamá —dije cáusticamente.
—No, por supuesto. Ha fallecido. Ya nada puede preocuparle —dijo en un arrebato. A continuación se secó las lágrimas con sus puños y se incorporó hasta quedar sentada—. El señor Updike no para de hacerme preguntas acerca del funeral —gimió—. No quiero oír ni una palabra más. Tendrás que encargarte de todo, Dawn.
—¿Qué pasa con Philip y Clara Sue? —pregunté.
—Clara Sue se niega a salir de su habitación —contestó— y Philip se parece cada vez más a su padre. Dice que haga lo que quiera. Pues yo no quiero —dijo sin emoción alguna—. Lo que sí quiero es que todo este desagradable asunto acabe cuanto antes —concluyó con firmeza.
—Me da tanta pena, pero ya te avisé de lo serio que era. También avisé a Philip. A nadie parece importarle —dije con un tono más enfático de lo que había deseado. Pero me estaba cansando ya de la forma en que la muerte de Randolph se había convertido en una molestia para sus seres queridos.
—No empieces a culparme a mí por todo esto, Dawn —dijo mamá, al tiempo que me señalaba con un dedo acusador—. Yo no podía hacer nada por él. Estaba completamente obsesionado con el recuerdo de su madre. Siempre la había admirado y adorado como si fuera una diosa y no simplemente su madre. Nunca la vio tal como era; nunca reconoció que era una mujer mala y perversa. Desde su punto de vista, todo lo que ella hacía estaba bien. No tenía más que mirarlo para que él fuese corriendo a obedecerla. Quería estar con ella, y por fin lo ha conseguido —afirmó.
—Estoy segura de que no quería morir sobre su tumba de esa manera, mamá. No estaba bien —dije suavemente.
—Créeme, Dawn. Quería morir así —dijo, haciendo caso omiso de mis protestas—. Estaba loco, sí, pero sabía perfectamente lo que hacía. Bueno, ha terminado. —Aspiró profundamente y dejó escapar un suspiro—. Al menos en parte. Ahora hay que enfrentarse al resto del desagradable asunto. Bueno, yo tampoco estoy bien, de modo que no quiero que me aturdan con estos horrendos detalles. Quiero que todo se haga con la mayor rapidez. ¿Te ocuparás de que así sea? ¿Lo harás? —imploró.
—Haremos lo correcto y lo que sea más respetuoso, mamá —dije con firmeza, y enderecé los hombros como lo habría hecho la mujer que más odiaba en este mundo. La forma en que mamá abrió los ojos confirmó mi certeza—. Y tú encontrarás fuerzas suficientes para comportarte como una amante esposa en el funeral de su marido. Sabes que asistirá gran cantidad de gente, y muchas de las personas que admiras te estarán observando.
—Cielos, cielos —gimió, cerrando los ojos—. ¿De dónde voy a sacar fuerzas?
—De alguna forma lo conseguirás, estoy segura —dije con tono incisivo—. Telefonearé inmediatamente al señor Updike y veré qué queda por hacer; después te informaré qué debes hacer tú —dije, y me volví para marcharme.
—Dawn —llamó.
—¿Qué ocurre, mamá?
—Me alegro tanto de que hayas vuelto, de que pueda confiar en ti —dijo, y sonrió a través de sus lágrimas de cristal.
—Bueno, puedes agradecérselo al guardia de seguridad que reconoció a Papá Longchamp e informó a la Policía dónde podían encontrarme —contesté.
La sonrisa desapareció de su rostro.
—¿Cómo puedes tratarme con tanta crueldad en un momento como éste? —exclamó.
Las palabras de Jimmy volvieron a mi mente: «Porque a la Dawn que yo conozco no le preocuparía la venganza». ¿Tendría razón? ¿Estaba cambiando? ¿Estaba permitiendo que la abuela Cutler me convirtiera en una persona como ella para de ese modo destruirme?
Traté de suavizar mi actitud.
—Lo siento, mamá —dije. Pareció alegrarse—. Haré lo que pueda para que las cosas te resulten más fáciles.
—Gracias, Dawn. Dawn —volvió a decir cuando llegué a la puerta—. Sí que lo quise… en una época —dijo con voz triste y apagada.
—Entonces, mamá, cuando lo recuerdes piensa en él como el hombre que fue y no el hombre en el que se convirtió —dije, y la dejé sollozando en el pañuelo de encaje.
Tanto el señor Updike como el señor Dorfman eran de la opinión que al igual que en la procesión funeraria de la abuela Cutler, también la de Randolph debía detenerse en la puerta del hotel para brindarle un último adiós. El pastor diría unas palabras desde la entrada. Cuando se lo dije a mi madre, gimió como si se tratara de una tortura.
—Otra vez no. ¡Oh!, qué dramatismo —exclamó. Pero lo aceptó. De hecho, una vez que los detalles del funeral fueron confirmados, tuvo un arranque de renovada energía. Decidió que el vestido que se había puesto para el funeral de la abuela Cutler no era lo bastante elegante para el de Randolph.
—En el de la abuela no me importaba mi aspecto —dijo a modo de explicación—. Pero esto es distinto.
Solicitó urgentemente los servicios de uno de sus modistos preferidos, quien se puso a trabajar en la creación de un elegante vestido negro. Mamá lo quería ajustado en la cintura, con mangas vaporosas y bastante escotado. El hombre se sorprendió pero hizo lo que le pidieron. Cuando la vi el día del funeral pensé que se había vestido para algún tipo de baile de disfraces. Sólo faltaba que se pusiese una máscara negra. Se había hecho la manicura, tenía el pelo lavado y arreglado e incluso había llamado a la esteticista para que le hiciera una limpieza de cutis, ya que afirmaba que tantas horas de llorar la habían envejecido.
Desde que Jimmy y yo regresamos de nuestra luna de miel, Clara Sue no apareció ni una sola vez. Al igual que su madre, insistió en que todas las comidas le fueran servidas en su habitación. Sin embargo, me enteré de que en todo el día no paraba de hablar por teléfono con sus amigas del colegio. Cuando finalmente la vi el día del funeral, me dio la espalda.
Estaba previsto que la familia viajase junta en la limusina del hotel, pero algunos de los amigos de Clara Sue asistieron, y ella decidió que viajaran en su compañía. Me sorprendió el que mamá no protestara.
—Esta mañana no me siento con fuerzas para ese tipo de cosas, Dawn —me dijo cuando le comenté lo desagradable que resultaba que Clara Sue no estuviera a su lado—. Lo mejor será que empecemos y que todo esto acabe cuanto antes.
Aunque el cielo estaba cubierto y gris, afortunadamente no llovió. La multitud era tan grande que la iglesia quedó desbordada. Había gente de pie en la escalinata y en el césped escuchando las palabras del pastor. Clara Sue accedió a compartir con nosotros el banco de la familia, y se sentó al lado de Philip. Directamente detrás de nosotros se encontraban los señores Updike y Dorfman con sus respectivas esposas y, a petición de mamá, Bronson Alcott. Advertí que de vez en cuando éste le daba a mi madre palmaditas de consuelo en el brazo. En una ocasión se dio la vuelta para estrecharle la mano.
Finalmente tuve que admitir que mamá estaba muy bella; parecía una perla resplandeciente engarzada en una concha negra. De tanto en tanto, como si lo hubiera planeado, se frotaba los ojos con un pañuelo de encaje, suspiraba y cerraba los ojos. A continuación los abría, miraba a alguien y cuando advertía una expresión de condolencia, sonreía agradecida.
Tras las palabras de elogio, en las cuales el pastor subrayó la gran contribución que la familia Cutler había hecho a la comunidad, los asistentes salieron abriéndose paso hasta sus coches y se dispusieron a seguir el cortejo fúnebre hasta el hotel. Frente a éste esperaban congregados todos los miembros del personal. El pastor habló de las grandes tradiciones creadas por la familia Cutler y de cómo para Randolph el hotel había sido más que un negocio, un hogar. Cuando por fin dijo: «Y te damos el último adiós, Randolph Boyse Cutler, descansa en paz. Tu trabajo aquí ha terminado», fueron pocos los que pudieron contener las lágrimas.
Algunos de los empleados lloraron abiertamente y tuvieron que ser consolados por otros. Cuando pasamos por el arco del cementerio cerré los ojos, ya que el recuerdo del día en que descubrí la pequeña tumba que representaba simbólicamente mi propia muerte, me vino de nuevo a la cabeza.
Randolph iba a ser enterrado al lado de su madre y de su padre. Cuando empezaron a bajar el ataúd, mamá me miró. Adivinaba sus pensamientos. Una vez más me decía que Randolph estaba donde quería estar. Pero por mucho que amara y admirase a su madre, yo estaba segura de que ése no era el final que había deseado. Era un alma perdida que se debatía en un laberinto de memorias tratando de hallar algún significado a su vida después de que la luz se hubiera apagado.
El pastor pronunció las oraciones finales, y la multitud empezó a dispersarse. En el momento en que Jimmy y yo nos volvimos para marchamos, Clara Sue, que se encontraba con sus amigos a poca distancia de nosotros, se dio media vuelta y me miró fijamente. En su rostro no se veía dolor sino ira y envidia al ver la forma en que la gente me saludaba y abrazaba al ofrecerme el pésame. Era culpa suya por no estar junto a la familia, pensé.
Se cruzó conmigo mientras me alejaba del cementerio. Pareció respirar profundamente y enderezar la espalda.
—¿Estás contenta? —preguntó, con una expresión de ira indisimulada.
—¿Qué? —La miré aturdida. Un pequeño grupo de asistentes había oído sus palabras y se había detenido a escuchar.
—Desde que has vuelto esta familia se está desmoronando. Después te dieron el control del hotel, y mi padre se convirtió en un don nadie… nadie —chilló, y sus ojos parecieron sacar chispas.
—Eso no es cierto, Clara Sue —empecé a decir—. Randolph sufría desde hacía mucho tiempo.
Acercó su rostro al mío, entrecerró los ojos hasta que se convirtieron en dos ranuras siniestras y continuó atacándome.
—No te atrevas a hablarme de mi padre. Has engañado a todo el mundo, pero a mí no —espetó—. Nos has causado problemas a todos y conseguiste que la abuela enfermara. Ahora le has hecho lo mismo a mi padre.
—Eso no es justo, Clara Sue, y éste no es el momento ni el lugar para…
—Clara Sue, te estás comportando como una imbécil —intervino Jimmy.
—Tiene razón, Clara Sue —añadió Philip—; te estás comportando como una niña mimada.
Clara Sue se echó a reír, una risa salvaje e histérica que llegó hasta los oídos de algunos asistentes que abrieron los ojos asombrados.
—Es lógico que ambos la defendáis —dijo Clara Sue dirigiéndose a Philip y a Jimmy—. Los dos estáis enamorados de ella.
El grupo de espectadores se acercó aún más, murmurando. El rostro de Philip se enrojeció como si le hubieran propinado una fuerte bofetada.
—Cállate la boca —gritó, y se acercó amenazadoramente a ella con los puños cerrados. Clara Sue se mantuvo firmemente en su lugar, sin moverse ni un centímetro y con una sonrisa maliciosa en el rostro, en actitud desafiante. Yo estaba segura de que Philip iba a pegarle, y todo eso al pie de la tumba recién excavada de su padre.
—¡Oh!, Clara Sue —exclamó mamá.
Me giré y vi cómo se desmayaba en los expectantes brazos de Bronson Alcott. Philip se dirigió también a ella y Clara Sue se acercó a mí.
—Mira lo que has conseguido —se mofó.
—¿Yo?
—No descansaré hasta que te haya echado de aquí —continuó sin que le importase nada su madre. Aquellos que se habían rezagado se congregaron mientras Bronson abanicaba a mamá con el pañuelo.
—Contrataré los servicios de un abogado; encontraré la forma de deshacerme de ti —prometió odiosamente Clara Sue.
—Haz lo que quieras —dije—. No respetas nada ni a nadie más que a ti misma, y eres una vergüenza a la memoria de tu padre —añadí, y me volví para reunirme con los demás alrededor de mamá, quien aún no había recuperado el conocimiento.
Bronson finalmente la levantó en brazos y se la llevó del cementerio. La gente, que no salía de su asombro, se apartó. Los rumores acerca de la actitud de Clara Sue se extendían entre los asistentes a la velocidad de la luz, y todos nos observaban mientras seguíamos a Bronson por el sendero hasta la limusina del hotel. Julius abrió la puerta y con cuidado depositó a mi madre en el asiento trasero.
Mamá empezó a parpadear.
—Será mejor que regrese rápidamente al hotel —susurró Bronson—. Yo os seguiré.
—Sí, gracias —dije. Jimmy, Philip y yo nos acomodamos en la limusina con mamá. Philip le daba palmaditas de consuelo en la mano y, en mi opinión, se comportaba exactamente igual que Randolph. Por fin, mamá abrió los ojos tímidamente e intentó sonreír.
—Estoy bien —murmuró—. ¿Ya ha terminado todo?
—Sí, todo ha terminado —dijo Philip.
Mamá sonrió y volvió a cerrar los ojos.
Cuando llegamos al hotel, Bronson Alcott estaba esperándonos. Philip y Jimmy ayudaron a mamá a bajar de la limusina. Bronson se acercó de inmediato y se hizo cargo de ella, que comenzó a caminar apoyada en su hombro. Los empleados se apartaron y nos observaron entrar en el hotel. Al otro extremo del vestíbulo la señora Boston dio un paso adelante y cogió a mamá del brazo. Mamá se volvió y le dedicó a Bronson Alcott una sonrisa que, en mi opinión, indicaba algo más que agradecimiento. A continuación la señora Boston la ayudó a subir las escaleras que conducían a los aposentos de la familia.
—Lamento las cosas que ha dicho Clara Sue —nos dijo Philip a Jimmy y a mí antes de que nos marchásemos—. Se ha convertido en un verdadero problema para todos, pero no dejaré que os moleste.
—Quizá no sepa enfrentarse a la pérdida de su padre —dije—. No quiero pensar en ello ahora. Estoy extenuada y quiero lavarme y descansar un poco antes de recibir a más gente.
Jimmy y yo subimos a nuestra suite y nos cambiamos de ropa. Más tarde los viejos de la familia y todos aquellos que quisieran dar el pésame, pasarían por el hotel. El señor Updike, el señor Dorfman y yo decidimos que serviríamos pastas, té y café en el vestíbulo. Mamá permaneció en su suite, pero Jimmy, Philip y yo aceptamos las condolencias y hablamos con la gente. No vimos a Clara Sue por ninguna parte, y después supimos que no había regresado al hotel.
Horas después, mamá tuvo una de sus recuperaciones milagrosas y bajó a saludar a la gente. Seguía luciendo su elegante vestido. Las condolencias, las expresiones de dolor, besos en la mejilla y los apretones de manos alimentaron su necesidad de atención, y a medida que pasaban las horas sus fuerzas, lejos de menguar, fueron en aumento. La oí reír una o dos veces y vi que lanzaba una sonrisa a Bronson, que todo el tiempo permanecía fielmente a su lado.
Cuando todos aquellos que querían dar el pésame se hubieron marchado, Jimmy, Philip y yo nos retiramos a la cocina a comer algo. Como casi todos los del hotel, Nussbaum había transformado su tristeza en trabajo y había preparado comida suficiente para un ejército. A pesar de la fatiga emocional, estaba hambrienta.
Mamá se retiró a su suite y pidió que le subieran la cena como de costumbre. Nadie dijo una palabra, pero sabíamos que había invitado a Bronson Alcott a cenar con ella.
—Clara Sue no regresará al hotel —nos dijo Philip cuando se sentó a la mesa—, lo cual seguramente es una suerte.
—¿Qué quieres decir, Philip? ¿Dónde está? —pregunté.
—Mandó a uno de sus mal educados amigos con el mensaje de que regresaba a Richmond —dijo.
—¿Tan pronto regresa al colegio? Pero si…
—Está bien —dijo Philip—, yo también me marcharé por la mañana. No tiene sentido que permanezca aquí más tiempo. Además, no puedo perderme los exámenes finales.
Jimmy y yo intercambiamos una mirada rápida y volvimos a concentrarnos en la comida.
—En lo que se refiere a mamá —continuó Philip—, se recuperará tan pronto como lo desee. Mi presencia aquí no altera nada. Claro que si hay algún trámite que creas que deba hacer…
—No, no. El señor Updike y el señor Dorfman lo tienen todo bajo control. Reabriremos el hotel para el fin de semana —dije—. Es mejor que todos vuelvan al trabajo.
No me gustaba admitirlo, pero la filosofía de la abuela Cutler seguramente era correcta en lo que se refería a eso. Me alegraba, sin embargo, que hubiéramos mostrado un poco de respeto por la memoria de Randolph al cerrar el hotel unos días.
—De acuerdo —dijo Philip—. Por eso quiero volver ya a los libros. —Jugueteó un poco con la comida y a continuación levantó la vista y nos miró a los dos—. Quiero disculparme de nuevo por las cosas que dijo Clara Sue en el cementerio. Insisto en que se ha convertido en un problema. Intentaré que no os moleste —prometió.
Jimmy asintió. Yo quería decir algo más, pero no lo hice. Quería decir que Clara Sue no había cambiado mucho desde el primer día que la vi. Ya entonces era egoísta y degenerada, y seguramente siempre lo sería. Pero no quería añadir leña al fuego en momentos tan difíciles. Era mejor dejar las cosas en paz.
Antes de retirarnos a nuestra suite, Jimmy y yo subimos a ver a Christie. Mientras recorríamos el pasillo oímos la risa de mi madre tras las puertas de sus habitaciones.
—Mamá ya ha iniciado otra de sus espectaculares recuperaciones —murmuré. Jimmy asintió y sonrió.
Sin embargo, más tarde, cuando yacíamos juntos en la cama, me invadió la tristeza y apoyé la cabeza sobre el hombro de Jimmy. Si mirábamos por la ventana podíamos ver el cielo. El día nublado que nos había perseguido durante la jornada y que había acrecentado el ambiente de tristeza y depresión, empezó a desaparecer. Entre las nubes aparecían un par de resplandecientes estrellas.
—No consigo olvidar el día en que murió mamá —dijo Jimmy—. Pensé que mi corazón se había encogido tanto que nunca más podría bombear la sangre por mi cuerpo, y que simplemente moriría de pena.
—Recuerdo que corriste todo el camino desde casa al hospital.
—Lo único que quería hacer era patear el suelo o pegar a alguien. Simplemente no entiendo que haya gente que entierra a su padre y luego se marcha con los amigos como ha hecho Clara Sue. Ni siquiera comprendo cómo Philip puede regresar tan pronto a la Universidad y volver a la normalidad —dijo—. Ésta nunca ha sido una gran familia, ¿verdad, Dawn?
—No, Jimmy.
—¿Crees que si nos quedamos aquí y nuestros hijos se crían en este ambiente acabará por ocurrimos algo similar? —preguntó.
—Espero que no, Jimmy. En cualquier caso, creo que nos queremos demasiado como para que una cosa así ocurra —dije rápidamente. El asintió, pero incluso en la oscuridad, con la única luz del resplandor de las estrellas filtrándose por la ventana, podía ver la ansiedad en sus ojos. Hizo que mi corazón latiera con fuerza y que se me hiciera un nudo en la garganta. Deseaba tranquilizarlo, prometerle, garantizarle que para nosotros la felicidad y el amor eran algo tan seguro como las estaciones del año.
Pero no podía quitarme de la cabeza los ojos gris acero de la abuela Cutler. ¿Me perseguirían para siempre? ¿Haría algo más para dañamos?
Abracé a Jimmy con más fuerza, y él me besó el cabello y me acarició la mano.
Al otro lado de la finca Randolph descansaba junto a su madre. ¿Había encontrado finalmente la paz? Y si así era ¿por qué había tenido que pagar un precio tan alto?