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EL DÍA DE MI BODA

A medida que se acercaba el día de nuestra boda el ambiente de entusiasmo en el hotel fue en aumento. Todos estaban pendientes de los preparativos. Yo me sentía como si caminara sobre el aire o desfilase en un escenario gigantesco. Intuía que todos me miraban y los veía sonreír. Tenía continuas palpitaciones y mareos repentinos. Lo único que podía hacer era sentarme e intentar tranquilizarme.

Sólo hubo un incidente desagradable, y fue cuando mamá entró corriendo a contarme los problemas de Clara Sue en el colegio. Sabía que Clara Sue se moría de envidia. Cuando llamaba a casa, mamá y los demás no hablaban más que de la boda. No le gustaba nada que yo estuviera acaparando tanta atención. Incluso Philip parecía ilusionado, y así se lo dijo a Clara Sue cuando habló con ella. Se negó a volver a casa y se metió en un montón de líos.

Mamá entró corriendo en mi habitación cuando estaba acostando a Christie. Era la noche libre de Sissy.

—No sé qué voy a hacer —dijo, a punto de echarse a llorar. Retorció el pañuelo que tenía entre las manos—. La señora Turnbell ha llamado ya dos veces. Clara Sue lo está suspendiendo todo y se porta cada vez peor en clase. Crea grandes problemas en el dormitorio, viola todos los horarios, y… la cogieron fumando y bebiendo whisky en su habitación con otras dos chicas.

»Ahora —continuó mamá, jadeando y reclinándose en una silla como si estuviera a punto de sufrir un ataque al corazón— la han encontrado en el dormitorio de los varones, sola con un chico en la habitación.

Empezó a berrear. Christie se incorporó y se la quedó mirando. Por lo general, mi madre era un misterio para ella, alguien cuya existencia apenas si reconocía.

—No puedo pedirle ayuda a Randolph. Es una criatura patética que la mitad de las veces ni siquiera me escucha cuando le señalo lo ridículo que está y le digo que se está convirtiendo en el hazmerreír del Cove. Es como si no oyese mis palabras —gimió—. Está acabando conmigo, me está matando, y ahora Clara Sue… no puedo soportar toda esta tensión, Dawn. Sabes que no puedo.

—Ya te dije que llevaras a Randolph al médico —repliqué secamente.

—Llamé al médico. Lo ha visto —confesó.

—No me lo habías dicho. No lo sabía. ¿Cuándo fue? —pregunté, sorprendida.

—La semana pasada —contestó, intentando cambiar de tema. Pero yo quería proseguir.

—¿Y qué dijo? ¿Qué hizo? —exigí saber.

—Quería que lo ingresara en un hospital psiquiátrico para hacerle unas pruebas. ¡Un manicomio! Imagínate el cotilleo, ¡un Cutler en un manicomio! ¡Imagínate cómo me miraría la gente, casada con un loco! Es degradante —chilló.

—¿Y qué pasa con él, mamá? —pregunté, mirándole a los ojos.

—¡Oh!, se pondrá bien. —Agitó la mano como para cambiar de tema—. Le dije al médico que le recetara unas pastillas, unos sedantes, y lo está considerando, pero hasta entonces todo cae sobre mis espaldas, Dawn. ¿No puedes ayudarme a hacer algo?

—No lo sé.

—Llama a la señora Turnbell y háblale de Clara Sue. Quieren expulsarla de Emerson Peabody.

—¿Que llame a la señora Turnbell? —Me eché a reír—. Ella me odiaba e hizo todo lo posible para que nos expulsaran a mí y a Jimmy —dije, recordando el trato injusto que habíamos recibido.

—Pero de eso hace ya mucho tiempo. Ahora tú eres la propietaria del hotel más grande. Puedes prometerle una donación mayor. Cualquier cosa. ¿Qué voy a hacer si expulsan a Clara Sue? Otra deshonra además de…

—La tuya propia —dije fríamente.

—Típico de ti, Dawn, ponerte en mi contra cuando más te necesito —dijo entrecerrando los ojos—. Y aquí estoy yo, trabajando día y noche para conseguir que tu boda sea un éxito. Cualquiera diría que me merezco un poco más de gratitud y respeto. Al fin y al cabo, soy tu madre. Pareces disfrutar olvidándolo.

Negué con la cabeza. Su descaro no tenía límites. No tenía vergüenza cuando se trataba de ciertas cosas, especialmente si se refería a su propia comodidad y felicidad.

—Mamá —dije—, incluso si tú y yo tuviéramos una relación más íntima y yo quisiera ayudarte con Clara Sue, no podría. No me estás escuchando. Lo más probable es que la señora Turnbell ni siquiera se dignase atender una llamada mía. ¿Y qué te hace pensar que Clara Sue haría caso a lo que yo le dijera? Me odia y me tiene envidia y ni por un instante ha dejado de recordármelo. No. Vas a tener que asumir tus responsabilidades e ir a ver a Clara Sue y a la señora Turnbell. Reunirte con ellas y discutir los problemas.

—¿Qué? ¡Qué idea tan espantosa! ¿Yo? ¿Metida en este desagradable asunto? —Se restregó los ojos con sus pequeños puños—. ¡Qué ridiculez!

eres su madre, no yo. Tienes que asumir la responsabilidad —insistí.

—Soy su madre, pero eso no significa que deba sufrir por ello. —Se quedó un rato pensativa—. De acuerdo —dijo por fin—. Si te niegas a ayudarme, entonces mandaré al señor Updike. Sí —dijo convencida de que acababa de ocurrírsele una brillante idea—, ¿qué sentido tiene tener un abogado si no lo utilizamos para estas cosas?

—Es nuestro abogado, pero no por eso tiene que hacer el papel de padre adoptivo, mamá. Se supone que está aquí para aconsejarnos legalmente y cuidarse de nuestros contratos —repliqué.

—Tonterías. El señor Updike siempre ha formado parte de la familia, de alguna manera. La abuela Cutler lo trataba como si lo fuera, y a él le gusta. El me ayudará. Simplemente sé que lo hará. Llamará a la directora e impedirá que expulsen a Clara Sue —concluyó. Se levantó y se miró en el espejo de mi cómoda—. Mira —se quejó—. Mira el efecto que todo esto ha tenido sobre mí. Hay una arruga que intenta hacerse más profunda y larga —dijo mientras se señalaba la comisura del ojo derecho. Claro, no se veía nada. Su piel estaba tan suave y lisa como siempre. Parecía alguien inmune a la edad—. Y el cabello —continuó al tiempo que se estiraba unos mechones y se daba la vuelta—. ¿Sabes lo que encontré esta mañana mientras me lo cepillaba… lo sabes? —Yo negué con la cabeza—. Cabellos grises. Sí, eran grises.

—Madre, todo el mundo se hace mayor —suspiré—. No puedes esperar ser una jovencita durante toda la vida, ¿verdad?

—Si no dejas que te afecten los problemas de los demás y te cuidas, puedes permanecer bella durante mucho, mucho tiempo, Dawn —dijo.

—Los problemas de Clara Sue y Randolph no son problemas de otros, mamá. Clara Sue es tu hija, y Randolph, tu marido —señalé secamente.

—No me lo recuerdes —dijo, y se dispuso a salir. Al llegar a la puerta se volvió—. Algún día me entenderás y verás que soy yo quien se merece mayor compasión. —Y reprimiendo las lágrimas, se marchó.

Quería correr tras ella y decirle que en efecto me daba pena. La compadecía por ser tan egoísta e incapaz de amar a los demás, incluidos sus propios hijos. Quería decirle que la compadecía por intentar detener lo que era natural y que deseaba que pudiera envejecer con dignidad, en vez de luchar contra todos y cada uno de sus cabellos blancos. Un día se despertaría y se encontraría prisionera de su ajado cuerpo. Los espejos se convertirían en un tormento y las fotos en que aparecía de joven serían como agujas clavándose en su corazón. Pero me cuidé de decir nada. ¿Qué sentido tenía desperdiciar mi aliento y mis fuerzas?

Mi madre llamó en efecto al señor Updike, y éste consiguió que no expulsaran a Clara Sue. La señora Turnbell convino en ponerla a prueba, pero estaba segura de que no transcurriría mucho tiempo antes de que volviera a meterse en líos. Y estuve en contra de hacer mayores donaciones a Emerson Peabody para asegurar que la mantuvieran allí. Jimmy se alegró de oírlo.

—Me gustaría volver a entrar en su despacho algún día —dijo— y ver qué cara pone.

—No merece la pena hacer el viaje, Jimmy —dije.

—Sí, pero la próxima vez que estemos cerca… —dijo, riendo.

La vida estaba tan llena de ironías, de tantos imponderables que te llevaban a lugares nunca imaginados… Unos años atrás, cuando me habían separado de Jimmy y Fern y Papá Longchamp, y me habían conducido a través de la noche para devolverme a mi verdadera familia aquí en Cutler’s Cove, sentí un miedo terrible. Recuerdo que entré en el hotel por una puerta trasera para presentarme de inmediato ante la abuela Cutler, quien hizo que me sintiese más despreciable que un gusano e intentó arrancarme con toda dignidad obligándome a utilizar otro nombre y a limpiar inodoros y hacer camas. Y ahora estaba sentada en su sillón firmando cheques y tomando decisiones. Tenía una hija preciosa, y Jimmy y yo estábamos a punto de casarnos. No, pensé, ése no era momento para ensombrecer mi corazón con odio y sueños de venganza. Era momento de ser cariñosa y de perdonar.

Ni siquiera perdí los estribos cuando Clara Sue me telefoneó unos días antes de mi boda para informarme de que no podría asistir a la ceremonia.

—Tengo una cita que no puedo cambiar —dijo. Quizá pensaba que le rogaría que lo hiciera.

—Lo siento mucho. Clara Sue —contesté.

—Nadie se dará cuenta de que no estoy —añadió con petulancia, intentando conseguir que me enfadara.

—Quizá —dije—. Pero yo haré lo posible para recordárselo —añadí. No captó el sarcasmo.

—Me parece una estupidez casarse con el chico que canas que era tu hermano —dijo—. Nadie de los que te recuerdan aquí pueden creérselo.

—Bueno, estoy segura que harás todo lo posible para convencerlos de que es verdad —dije.

—¡Eso no es lo que quiero decir! —exclamó.

—Lo siento, Clara Sue, pero ahora mismo tengo muchas cosas que hacer. Gracias por llamar y desearme buena suerte —añadí, aunque no lo había hecho.

Colgué sin darle tiempo a responder, y me recliné, sonriendo. Seguramente estaba tan enfadada que le salía humo por las orejas, pensé. La imagen me hizo reír y convirtió un momento potencialmente desagradable en algo alegre.

De todas formas no había mucho tiempo para darle vueltas a las cosas. Al día siguiente llegaba Trisha. Estábamos tan contentas de vernos que las dos casi explotamos de alegría. Sabía exactamente el momento en que llegaría y la esperaba en la puerta principal. Cuando el coche del hotel llegó a la entrada salió corriendo casi antes de que se hubiera detenido por completo, y nos abrazamos chillando, riendo y hablando las dos a la vez.

Trisha no había cambiado en absoluto. Seguía siendo exuberante, efervescente, con unos ojos verdes de mirada alegre. Por supuesto, parecía mayor y más elegante. Llevaba el cabello castaño peinado hacia un lado y rizado debajo de la oreja. Vestía una chaqueta rosa y blanca y una falda ligera también de color rosa.

—Estás guapísima —dije.

—Gracias, y tú también. ¡Y este lugar! —Se dio media vuelta, mirándolo todo ávidamente. Había llegado en uno de los días más cálidos de la primavera. Los jardines estaban llenos de flores, el césped recién segado y el ambiente impregnado de aquel maravilloso olor que produce la hierba recién cortada. Al frente el océano resplandecía como un vidrio bajo un sol brillante.

—Es precioso, y es todo tuyo —añadió, abriendo los ojos y pellizcándome el brazo—. Quiero verlo todo de inmediato —exclamó—. Especialmente la capilla en la que vas a casarte, y la sala de baile y tu traje de novia. Estoy impaciente por ver el traje de novia.

—Se supone que la dama de honor ayuda a la novia a preparar el ajuar para la luna de miel —le dije—. Mi madre me ha dado unas instrucciones muy concretas.

—Ya lo sé —rió Trisha mientras me cogía de la mano—. Vamos, enséñamelo todo.

Era como pasearse con un torbellino. Llegábamos a un extremo de la habitación y ya me estaba pidiendo que fuéramos a otra parte. Quería conocer a todos los que se acercaban a nosotras y saber qué tareas desempeñaban. Cuando la llevé a la cocina, Nussbaum insistió en que probara un nuevo strudel que había preparado. Puso los ojos en blanco, y se chupó los labios con tanto énfasis que incluso él se echó a reír.

A continuación la llevé a mi suite. Por el camino nos detuvimos para que pudiera conocer a mamá, que la saludó con un aire tan arrogante que nos miramos teniendo que reprimir la risa. Era increíble la forma en que podía hablar con tanta arrogancia y con la misma facilidad cambiar de tono. Cuando llegamos a la intimidad de mis aposentos Trisha y yo nos echamos a reír.

—Es exactamente como la describiste —dijo Trisha—. Me ha recordado a Agnes cuando nos hizo la demostración de su papel de reina Isabel en María, reina de Escocia.

Le conté el problema de Randolph y lo que se encontraría cuando se lo presentaran. Sacudió la cabeza, apesadumbrada.

A continuación le enseñé mi traje de novia e insistió en que me lo probase. Después repasamos mi armario, planeando el ajuar para la luna de miel como si cada día fuera un nuevo acto en una obra de teatro. Nos reímos al repasar la lencería, especialmente los camisones transparentes. Mientras charlábamos Trisha dijo que pusiera la radio. Había estado tan enterrada en mi trabajo y responsabilidades que ya no sabía lo que era popular.

Durante un rato, reír y renovar mi amistad con Trisha hizo que me volviese a sentir joven. Mi bautismo de fuego en el hotel me había envejecido de manera no estimada ni deseada. Me sentía como una princesa con la oportunidad de volver a ser una niña joven antes de tener que volver al palacio para comportarse como se espera que lo haga la realeza. Trisha y yo podíamos hablar de estrellas de cine, hojear las revistas de moda y reírnos con las historias que me contaba acerca de los chicos que las dos habíamos conocido en el Sarah Bernhardt. Cautelosamente, ambas evitamos mencionar a Michael Sutton, omitiendo tanto sus clases de canto como los días que pasé con él. Hablamos sin cesar hasta que llegó Sissy con Christie.

—Qué guapa es —dijo Trisha después de presentarlas. Los ojos de Christie se reavivaron de inmediato. Pensé que había heredado un poco de la vanidad de mi madre, y también de la de su padre. Durante unos momentos se comportó tímidamente, fingiendo, pero observando a Trisha de reojo, esperando los mimos. A continuación, como de costumbre, desplegó todos sus encantos, sonriendo y aceptando de buena gana los abrazos y besos de Trisha.

—Es encantadora —susurró Trisha—. Y sus ojos son tan hermosos como los de Michael —dijo.

—Ya lo sé.

Fue la única vez que lo mencionamos durante todo el fin de semana.

Después, bajamos todos en busca de Jimmy, que estaba supervisando a los jardineros y ocupándose del equipo de la piscina. Él y Trisha disfrutaron de un agradable reencuentro. Cuando nos marchamos, me susurró al oído lo guapo y maduro que lo había encontrado.

—Tienes tanta suerte —dijo mientras regresábamos al hotel, las dos cogiendo a Christie de la mano—. Lo tienes todo: un hotel precioso, un hombre guapo que te quiere y una hija encantadora. Y no lo olvides, sigues siendo una mujer de gran talento. Todavía puedes hacer algo con tu voz. ¿No te sientes afortunada? —insistió al ver que permanecía en silencio—. ¿No tienes la sensación de que los malos tiempos y la tristeza son cosa del pasado?

—A veces —dije. Miré hacia Jimmy y éste nos saludó con la mano—. Y a veces tengo la sensación de que me he metido en el ojo de un huracán. Es tranquilo y engañoso. Sin razón aparente mi corazón empieza a latir, me siento mareada y asustada. Me gustaría poder congelar la imagen de este momento y encerrarnos en ella para siempre.

Trisha me miró a los ojos durante unos momentos. A continuación volvió a sonreír.

—Eso te ocurre porque has tenido una vida muy dura. Ahora te cuesta aceptar la felicidad. Es normal —insistió.

—¿Lo es? Espero que así sea, Trish —dije—. Así lo espero. Ella me abrazó para tranquilizarme y entramos a concluir los preparativos para el gran acontecimiento.

El día anterior a la boda ensayamos la ceremonia. Philip regresó de la Universidad aquella misma mañana. Su misión era asegurarse de que Randolph estuviera donde debía estar. Madre se puso a dirigir en el momento en que llegó el pastor. Hizo la coreografía de todos y cada uno de nuestros movimientos: en qué momento debía entrar cada uno, quién tenía que cogerle la mano a quién y cuándo había que ponerse de pie. Randolph estuvo muy nervioso durante todo el acto y se sintió aliviado cuando por fin pudo regresar a su trabajo «crítico». Mamá suspiró profundamente para que todos nos diéramos cuenta de lo difícil que eran las cosas para ella a causa de la conducta de su esposo. Naturalmente, su comportamiento la trastornó tanto que tuvo que retirarse a su habitación durante el resto del día para estar en condiciones en el momento de la boda.

A la mañana siguiente me desperté muy temprano, antes incluso de que saliera el sol, pero permanecí en la cama mirando el techo. Dada la importancia del día, me vinieron a la cabeza una mezcla de imágenes de los momentos más tristes y más felices de mi vida. No pude evitar el recuerdo de Mamá Longchamp cepillándome el cabello cuando era pequeña y hablándome de los sueños y esperanzas que tenía para mí. Imaginaba que llegaría a ser una bella mujer y que cautivaría el corazón de un príncipe.

—Vivirás en un bello lugar y tendrás un ejército de criados a tu disposición —decía, y en el espejo la veía inclinar la cabeza, los ojos resplandecientes de amor.

Y después recordé su rostro pálido y enfermizo, los ojos apagados como dos viejas monedas, llenos de inquietud la última vez que la vi con vida en el hospital. Todavía recordaba su mano aferrándome a la mía. La desesperación y el llanto de Jimmy. El rostro pálido de Papá Longchamp apareció en la oscuridad de mis párpados cerrados con todo el dolor y la tristeza de sus ojos.

Reprimí mis propios sollozos y sentí cómo se me llenaban los ojos de lágrimas. Era el día de mi boda, y a pesar de que mi verdadera madre se había esforzado para que todo fuera perfecto, deseaba que Papá y Mamá Longchamp estuvieran a mi lado. Para mí era como casarme sin la presencia de mis padres. Randolph era un ser patético que en nada se parecía a un padre, y mamá… bueno, para ella era más su fiesta que mi boda.

A pesar de la reticencia, no podía evitar pensar en Michael y en todos los momentos maravillosos y románticos que vivimos en su apartamento de Nueva York. En aquella época él me hizo todo tipo de promesas, juntos planeamos una boda de ensueño, cuyas imágenes de esplendor y diversión llenaron mi cabeza: se trataría de una ceremonia a la que asistiría mucha gente famosa y que sería reseñada en todos los periódicos y revistas; luego vendría una luna de miel en la Riviera francesa, un chalet en Suiza, cruceros, fiestas en yates y un triunfal regreso a la escena, donde cantaríamos con el alma y el corazón de una forma que nos convertiría a ambos en superestrellas.

Todo aquello apareció en mi mente como una pompa de jabón. Si no hubiese sido por Christie, habría intentado convencerme de que nada había ocurrido.

Pero había ocurrido, y también los horrores que hube de soportar durante mi embarazo en Los Prados. No podía borrarlo de mi mente como si fuera una palabra escrita a lápiz. Los acontecimientos, el dolor y el sufrimiento, las lágrimas y la risa, el desengaño y el alivio, todo se juntaba en esa mezcla de recuerdos que me acompañaría siempre.

Pero estos recuerdos deprimentes desaparecieron a medida que por las cortinas comenzaron a filtrarse los primeros rayos de sol que alegraron mi habitación con calor y esperanza renovadas. Oí a Christie moverse en la cuna. Minutos después estaba susurrando palabras infantiles mientras el sueño desaparecía de sus ojos y se iniciaba un nuevo día que estaría lleno de descubrimientos. Sonreí de ilusión sólo de pensar en la sorpresa y el asombro que se dibujarían en su rostro cuando la vistieran y la llevasen a mi boda.

Me levanté de la cama y me dirigí a ella. Levantó la vista, sorprendida al intuir lo temprano que era. La cogí en brazos, la besé y la llevé hasta la ventana, abrí las cortinas de par en par para que las dos pudiéramos contemplar lo que era el inicio de un glorioso día de primavera. Estaba tan fascinada como yo por la forma en que la oscuridad y las sombras desaparecían a medida que el sol se elevaba en el horizonte. Pequeñas nubes, como bocanadas de humo, parecían surgir del cielo azul por detrás y por delante. En todas partes los pájaros despertaban y abandonaban sus nidos y sus ramas para dar la bienvenida a la cálida mañana y comenzar la dura lucha de encontrar alimento.

—¿Verdad que es una mañana preciosa, Christie? Un día precioso para la boda de mamá —dije.

Los rayos del sol atravesaban la ventana y proyectaban hebras de luz sobre su cabello. Christie se volvió hacia mí con expresión de curiosidad, como si realmente entendiera lo que le estaba diciendo. A continuación fijó sus ojos azules sobre la escena que se desplegaba a nuestros pies, y sus pequeños labios dibujaron una sonrisa angelical en su rostro de querubín. La besé en las mejillas y decidí que ya que estábamos levantadas, sería mejor ponernos en movimiento.

Llegó Sissy para ayudarme con la pequeña, y a continuación apareció la señora Boston trayendo una bandeja con el desayuno. Lo primero que hizo fue transmitirme lo que había hecho mi madre.

—Me levanté a media noche —me dijo— como acostumbro a hacer estos días, y vi que la luz de su habitación estaba encendida. De modo que fui a ver qué ocurría, y ahí estaba. ¡Levantada a las cuatro de la mañana!

—¿Qué hacía? —pregunté, sorprendida.

—Estaba vistiéndose de pie frente al espejo de la cómoda. No dejé que me viera. Puede que con la excitación de la boda confundiese la hora —añadió la señora Boston, al tiempo que sacudía la cabeza. Pero nada de lo que pudiera hacer mi madre me sorprendía ya.

Poco después llegó Trisha para ayudarme a vestirme. Sissy se ocupó de Christie y se la llevó para que no nos distrajera.

—¿Nerviosa? —preguntó Trisha.

—¿Lo dices porque me tiemblan las manos y no me atrevo a pintarme los labios? —contesté, riendo. Me ayudó a cepillarme y arreglarme el cabello. Mamá entró un momento antes de bajar para recibir a los invitados. Tuve que admitir que estaba muy, muy guapa.

Vestía un traje de satén blanco sin tirantes y con un corpiño engarzado con perlas. Sobre los hombros llevaba un chal transparente, y rodeándole el cuello un enorme collar de diamantes. Unos pendientes haciendo juego colgaban de sus orejas. En la muñeca izquierda lucía una pulsera de oro engarzada con esmeraldas, diamantes y rubíes. Según mi madre había dicho en una ocasión, se trataba de una joya que valía la mitad del hotel.

—Estás muy guapa, mamá —dije.

—Sí, señora Cutler. Es cierto —asintió Trisha.

—Gracias, chicas. Sólo he venido a desearte buena suerte y a ver si necesitas algo, Dawn. Después estaré muy ocupada.

—No, estamos bien, mamá. Gracias por desearme buena suerte —contesté.

Nos dedicó una sonrisa y se marchó, ansiosa por ocupar su lugar como reina del hotel.

Jimmy me sorprendió con su deseo de cumplir con las tradiciones y se negó a verme o a que lo viera hasta que estuviéramos en la capilla.

—Ya hemos tenido mala suerte suficiente para toda una vida —me dijo—. No pienso hacer nada que pueda echar las cosas a perder.

Cuando Trisha y yo nos detuvimos ante la puerta de la capilla a esperar el inicio de la ceremonia, yo temblaba y estaba completamente segura de que tropezaría y me caería camino del altar. Philip apareció con Randolph sólo minutos antes de que comenzara la música. Los dos lucían esmoquin. El de Philip era perfecto y hacía que luciese muy guapo, pero el de Randolph resaltaba los efectos de su pérdida de peso. La chaqueta parecía flotar a su alrededor, y los pantalones le hacían bolsas. Philip había conseguido que se cortara el pelo y se afeitase. Sonreía y parecía contento, pero a los pocos minutos volvió a mostrarse inquieto y distraído. Advertí que continuamente se acercaba a Philip y le susurraba algo al oído.

—¿Está bien? —pregunté.

—Sí, sí, no te preocupes —dijo Philip—. Ya verás que hará bien su parte —me aseguró—. Nunca has estado más guapa, Dawn —añadió—. ¿Puedo darte un beso de buena suerte antes de que empiece el gran jaleo?

—Sí, Philip.

Sus ojos se iluminaron, y se inclinó para besarme en los labios, pero yo le presenté la mejilla. Desilusionado, me dio un beso rápido.

—Buena suerte —susurró.

—Gracias, Philip.

—Será mejor que me reúna con el novio. Parece como si de un momento a otro fuera a desmayarse.

En el momento en que Philip se marchó Randolph se mostró aterrorizado, pero yo le cogí la mano y él me sonrió.

—Es un gran día, un gran día —dijo—. El hotel está rebosante de actividad. Mamá siempre funciona mejor cuando está bajo presión —me aseguró, y me dio unos golpecitos en la mano.

Trisha y yo nos miramos preocupadas, pero afortunadamente antes de que pudiera decir nada empezó la música, e iniciamos la marcha.

Jimmy me esperaba en el altar; estaba guapísimo. A medida que me acercaba la mirada se le iba iluminando. Pensé que nunca nadie me había querido ni me querría tanto como él, y me sentí muy afortunada por ello.

Era tal el miedo que tenía de cometer alguna torpeza que casi no miré a los lados, pero aun así entreví a algunos de los invitados. Reconocí los rostros de muchos de los hombres más importantes de la zona y sus esposas, gente que había conocido en distintos actos y recepciones. Vi al señor Updike y al señor Dorfman con sus mujeres sentados en el mismo banco; ellos sonreían mientras ellas lo observaban todo con mucha atención. Por un instante pensé que sus miradas eran desaprobatorias. Hacían que me sintiese como una intrusa, una chica pobre que acababa de ponerse la ropa de una niña rica asumiendo su identidad y su vida.

Vi que mi madre, cuyas joyas resplandecían sobre la tersa piel de su cuello, sonreía a todo el mundo. A su lado, el señor Alcott me miraba cariñosamente. Vestía un elegante esmoquin y lucía un clavel en el ojal de la solapa. Al otro lado del pasillo Sissy sostenía a Christie en brazos. Mi hija estaba preciosa con su vestido blanco con miriñaque. Tenía el dorado cabello cepillado y presentaba un aspecto radiante. Miraba fijamente, absorbiéndolo todo, fascinada por la escena que estaba teniendo lugar. Al verme, sus ojos se iluminaron a causa de la sorpresa.

Aquí y allá advertí la presencia de algunos de los encargados del hotel acompañados de sus esposas. Todos me dirigieron una sonrisa sincera.

Cuando llegué al lado de Jimmy, me cogió de la mano como muestra de apoyo. El pastor empezó con una corta plegaria en la que agradecía tan maravillosa ocasión. Mi corazón empezó a latir con fuerza. Estaba segura de que todos los asistentes podían oír los latidos cada vez que el pastor dejaba de hablar y se producían unos minutos de silencio.

Antes de que diese comienzo a la ceremonia propiamente dicha preguntó:

—¿Quién va a entregar esta mujer a este hombre? Randolph se inclinó hacia delante y me susurró al oído: —No veo a la abuela Cutler. Algo debe de haberla retrasado. Vuelvo enseguida.

—¿Qué? No, Randolph. —Me volví para detenerle, pero ya se alejaba por el pasillo. Del público se elevó un murmullo de sorpresa, y mamá pareció a punto de desmayarse. Bronson la tomó por la cintura. El pastor esperó un momento y a continuación miró a mamá. Ella le dijo algo a Bronson, y con gran sorpresa para mí dio un paso hacia delante y asintió. El pastor repitió la pregunta:

—¿Quién va a entregar esta mujer a este hombre?

—Yo —contestó Bronson Alcott. Una vez más se produjo un murmullo de sorpresa entre los asistentes, pero el pastor continuó con la ceremonia. De bastante mala gana, pensé. Philip le entregó un anillo a Jimmy para que me lo colocara en el dedo.

Mientras Jimmy repetía las palabras que le dictaba el pastor lo miré directamente a los ojos, pero no pude evitar que Philip me distrajese, pues advertí que también él movía los labios. Repetía el juramento: «Hasta que la muerte nos separe». Era como si se estuviera casando conmigo a través de Jimmy. También él dijo en voz baja: «Sí, quiero». Me quedé tan aturdida que durante unos minutos perdí los papeles y no oí al pastor cuando me decía que repitiera el juramento. Conseguí controlarme, le coloqué el anillo en el dedo y lo miré fijamente mientras pronunciaba las palabras que nos unirían para siempre: «Hasta que la muerte nos separe».

Nos besamos y nos alejamos del altar por el pasillo mientras todos nos aplaudían. Se había terminado. Yo era ahora la esposa de James Gary Longchamp.

El cóctel se servía en el vestíbulo del hotel. Mamá, Jimmy y yo nos colocamos en fila mientras entraban los invitados. Fue idea de mi madre que el señor Updike se pusiera a nuestro lado a fin de presentarnos a algunos de los invitados más importantes a quienes no conocíamos. Me entristeció un poco porque sabía que ésa debería haber sido tarea de Randolph, pero evidentemente era incapaz de hacerlo. De hecho, no lo vi por ninguna parte. Cuando le pregunté a Philip si sabía dónde estaba, me dijo que iría a ver.

Una vez los invitados habían saludado podían dirigirse a los dos lados del vestíbulo donde se encontraban dos barras. Los camareros y camareras llevaban los nuevos uniformes que mamá había diseñado especialmente para la ocasión. Ellos lucían chaleco rojo, pantalón negro, camisa blanca y pajarita roja. Ellas vestían chaleco blanco, camisa roja con pajarita blanca y falda blanca. Algunos camareros se abrían paso entre la concurrencia, ofreciendo hors d’oeuvres fríos y calientes a los invitados: gambas hervidas y fritas, rollos de primavera, won tons, caviar y paté. Otros transportaban bandejas con champaña.

En un extremo de la estancia se encontraba la orquesta. Una vez que Jimmy y yo hubimos saludado a todos los convidados, fuimos con Trisha en busca de algo para comer y beber. Christie estaba junto a la orquesta con Sissy, batiendo palmas y moviéndose al ritmo de la música. Era una fiesta muy alegre y todos parecían pasarlo muy bien. Philip regresó de buscar a Randolph y me dijo que no había de qué preocuparse. Simplemente estaba en su despacho haciendo unas pequeñas cosas.

—Se encuentra algo confundido, eso es todo —explicó.

—¿No va a salir? —pregunté.

—Claro. Pronto —contesto Philip y fue a reunirse con un de jóvenes a quienes conocía.

Justo antes de que se avisara a los invitados que la cena ya estaba dispuesta y podían pasar a cenar, Bronson Alcott se acercó a mí y me llevó aparte.

—Espero que no estés enfadada por lo que hice durante la ceremonia —dijo—. Tu madre estaba casi histérica, y cuando vio que Randolph se marchaba en el momento más inapropiado me pidió que hiciera algo.

—No te preocupes —dije—, lo comprendo y lo aprecio.

Me dedicó una amplia sonrisa.

—¿Puedo darle a la novia un beso de enhorabuena? —preguntó. Asentí, y me besó suave y cariñosamente en la mejilla mientras me daba un apretón de manos—. Te deseo lo mejor —dijo—. Los dos hacéis una gran pareja.

—Gracias —dije.

A continuación Bronson Alcott se dirigió adonde estaba mamá, quien al parecer se lo pasaba en grande saludando a la gente que no hacía más que halagarla. Ya había conseguido reunir a su alrededor a un numeroso grupo de admiradores que le hacían la corte.

Algo más tarde la orquesta dejó de tocar y el director se acercó al micrófono para anunciar que todos podían pasar al salón de baile, sobre cuya puerta había un gigantesco arco cubierto con rosas rojas y amarillas que formaban las palabras BUENA SUERTE DAWN Y JAMES. Una vez dentro del salón, el jefe de camareros consultaba una lista con los nombres de los invitados y asignaba a cada uno el sitio que le correspondía. El lugar había sido decorado con motivos matrimoniales. De las paredes colgaban campanillas verdes, blancas, azules y amarillas y flores, capillas y ángeles, todo de papel recortado. En el extremo opuesto había una figura que representaba una pareja de novios ante el altar.

En cada una de las mesas había un centro con flores naturales y a su lado un cubo de plata con una botella de champaña. Los invitados recibían pequeños recordatorios: cajas de cerillas decoradas con las palabras «Dawn y James» escritas entro de un corazón de oro y la fecha de la boda; marcadores de cuero para libros con nuestros nombres grabados y la figura de un novio y una novia en la parte superior, y para las mujeres pequeños espejos con la frase DAWN Y JAMES EN CUTLER’S COVE grabada en la parte de atrás.

Mientras los convidados iban ocupando sus lugares, le pregunté a mamá si no sería mejor que fuera a ver a Randolph.

—¿Para qué? —preguntó, e hizo una mueca como si le hubieran dado una cucharada de aceite de ricino—. Es tan deprimente —añadió— y ya nos ha hecho pasar bastante vergüenza.

—Pero…

No pude continuar pues en ese momento saludó a alguien que se acercaba a ella; mamá lanzó una carcajada y se dirigió a su encuentro.

—Voy a ver a Randolph, Jimmy —dije—. Esta gente tardará todavía unos minutos en sentarse.

—De acuerdo. Te esperaré aquí. —Me besó en la mejilla, y marché rumbo al despacho de Randolph.

—¿Randolph? —dije. Me acerqué a él—. ¿Estás bien?

Levantó la vista hacia mí y a continuación volvió a mirar el cuaderno. Vi que había estado haciendo dibujitos. De pronto una sola lágrima apareció en su ojo izquierdo y empezó a rodar por su mejilla. Le temblaban los labios y la barbilla.

—Ha desaparecido —dijo—. Mamá ha desaparecido.

—¡Oh!, Randolph —dije, contenta y triste a la vez por el hecho de que finalmente estuviera dispuesto a aceptar la realidad—. Es cierto.

Sacudió la cabeza y miró la foto de la abuela Cutler que tenía sobre el escritorio.

—No tuve oportunidad de despedirme de ella —dijo—. Estábamos siempre tan ocupados. —Me miró y volvió a sacudir la cabeza—. Nunca llegamos a decirnos las cosas —continuó—. Por lo menos yo nunca le dije lo que debí haberle dicho. Siempre me protegía, me cuidaba.

—Randolph, lo siento —dije—. Sé que durante mucho tiempo te has negado a aceptar la realidad, pero quizás esto sea bueno. Quizá puedas volver a conseguir las tosas, a ser lo que querías ser.

—No lo sé —dijo—. No sé si puedo. Me siento tan perdido.

—Te pondrás bien con el tiempo, Randolph. Ya verás como tengo razón.

Me dedicó una sonrisa de gratitud.

—Qué guapa estás —dijo.

—Gracias, Randolph. Sabes que hoy es el día de mi boda —dije suavemente—. La ceremonia y el cóctel ya han finalizado. Ahora vamos todos al salón de baile para cenar. ¿No quieres venir a celebrarlo con nosotros? Ya es hora de que entremos todos juntos.

—Sí —dijo, mirando a su alrededor—. Iré dentro de un momento. Necesito tranquilizarme. —Posó sus pesados y oscuros ojos de nuevo sobre mí—. Buena suerte —dijo, como si no fuera a verme nunca más.

—No tardes, Randolph. Por favor —dije.

Se limpió la mejilla con el dorso de la mano y asintió.

—No tardaré —prometió—. Gracias.

Cuando regresé mamá esperaba impaciente al lado de Jimmy.

—Es hora de que entremos —dijo—. ¿Dónde estabas?

—Fui a ver a Randolph. Está empezando a aceptar la verdad —dije.

—Bueno, menos mal. Ya era hora —dijo con contundencia.

—Te necesita. Necesita que alguien lo ayude —dije.

—¡Oh!, Dawn, ¿por qué hablas de estas cosas tan deprimentes en un momento así? —se quejó—. Es el día de tu boda. Por el amor de Dios, ¡diviértete!

—Dijo que entraría con nosotros —le expliqué, y me volví a ver si venía.

En aquel momento la orquesta dejó de tocar, y a continuación se oyó el tambor. El maestro de ceremonias cogió el micrófono y nos anunció.

—Señoras y caballeros, sus anfitriones, los Cutler, y la novia y el novio, el señor y la señora Longchamp.

—¿Dónde está? —pregunte.

—No podemos esperar más. Seguramente se habrá olvidado de lo que le has dicho —dijo mamá, y se dispuso a entrar en el salón—. Dawn —chilló cuando me vio dudar.

—Supongo que será mejor que entremos —dijo Jimmy.

Asentí y lo cogí del brazo. Volví a mirar hacia atrás una vez más antes de cruzar el arco, pero Randolph no estaba en ninguna parte. Mamá, sin perder la calma, pasó primero, dispuesta a disfrutar de los aplausos. Todos los invitados estaban de pie. Jimmy y yo entramos detrás de ella, sonriendo y saludando a la gente. Los tres fuimos directamente al estrado.

Con nosotros se sentaban el señor Updike y el señor Dorfman con sus respectivas esposas, Philip y Bronson Alcott, que ocupaba el asiento de la derecha de mamá. A su izquierda, la silla correspondiente a Randolph permanecía vacía. En el extremo derecho a la mesa estaban Trisha, Sissy y Christie. Jimmy y yo nos colocamos en el centro. Apenas todos nos hubimos sentado, el señor Alcott se puso de pie.

Lo primero que hicieron los camareros fue asegurarse de que las copas de todos los invitados estuvieran llenas de champaña. El señor Alcott levantó la copa.

—En este momento es apropiado —empezó— que alguien tenga el honor de brindar por la novia y el novio. Es un honor para mí ser el elegido. —Se volvió hacia nosotros—. Todos en Cutler’s Cove damos la bienvenida al señor y la señora Longchamp a nuestra comunidad y les deseamos salud, felicidad y suerte. Que los dos tengáis un matrimonio maravilloso y que Dios os bendiga de ahora en adelante. Por James y Dawn —exclamó, y todos los invitados repitieron «Por James y Dawn».

Inmediatamente chocaron las copas y la sala reverberó con un coro de tintineos. Sabíamos que aquello significaba que querían que nos besáramos. Lo hicimos rápidamente, porque Jimmy se sentía cohibido. Se oyeron risas y aplausos, y a continuación empezó la música y se sirvió la comida.

Había melón fresco, ensalada y sopa. El plato principal estaba compuesto por solomillo con patatas al horno y verduras salteadas. Mamá le había pedido al panadero que hiciera el pan en forma de campana. El lapso entre plato y plato era lo suficientemente largo para que la gente tuviera tiempo de levantarse y bailar mientras disfrutaban del festín.

Jimmy y yo bailamos dos veces. Después Philip solicitó un baile. Miré a Jimmy. Entrecerró los ojos, pero asintió, y yo acepté.

—Hay que reconocerlo —dijo Philip mientras me sostenía con fuerza—, esta vez mamá se ha superado. Nunca he visto un acontecimiento igual en el hotel. Puedes estar segura de que la abuela no se habría gastado tanto.

—Mamá no sabe nada de dinero y costos, ni le importa.

—Hablas como una verdadera Cutler —dijo sonriendo.

—Deja de decir eso —dije—. Sólo soy realista. Yo repaso la contabilidad cada día.

Pareció impresionado.

—En cualquier caso —dijo— me alegro de que no haya ahorrado. No existe nadie a quien más me guste ver disfrutar que tú. Me pregunto si mi boda se parecerá en algo a esto. Supongo que sí.

—¿Ya estáis formalmente comprometidos? —pregunté.

—Todavía no, pero no falta mucho —contestó—. Los padres de mi novia son muy ricos.

—Me alegro por ti, Philip.

—Claro —dijo, y echó el cuerpo hacia un lado—, el dinero no es importante si no estás con la persona que deseas.

—Pero tú lo estás, ¿verdad, Philip? —pregunté.

—¿Sabes?, siempre lamentaré que no hubiéramos sido tú y yo, Dawn —replicó. Su mirada era dulce y estaba llena de deseo.

—Bueno, los dos sabemos que eso no puede ni podrá ser.

De modo que no tiene sentido hablar de ello.

—No, tienes razón —dijo—. Y hace que resulte más doloroso. Cuando terminamos de bailar le pedí que fuera a ver qué hacía Randolph.

—Por favor, averigua por qué no viene —le pedí.

—Tus deseos son órdenes para mí —contestó.

A continuación hizo una reverencia como un buen criado, y se marchó. Antes de que pudiera regresar al estrado la música volvió a sonar. Sentí que alguien me daba la vuelta. Levanté la mirada y me encontré con los ojos de Bronson Alcott.

—¿Me concedes este baile? —preguntó. Miré hacia el estrado. Jimmy estaba hablando con algunos de los empleados del hotel.

—Sí —dije.

Me sujetó con firmeza y empezamos a bailar.

—¿Sabes? —dijo—, le tengo bastante envidia a James. Se ha llevado la mejor pieza de la comarca.

—Es al revés, señor Alcott. He sido yo quien se ha llevado la mejor pieza.

Se echó a reír.

—Por favor, llámame Bronson —dijo—. No me gusta sentirme más viejo que tú.

—No es extraño que te lleves tan bien con mi madre —dije con petulancia. Su sonrisa se hizo aún más amplia—. Ella nunca quiere representar su edad.

Lanzó una carcajada y me dio media vuelta. Tuve que admitir que en sus brazos realmente me sentía como una princesa. Era sumamente ágil. Nuestra actuación llamó la atención de algunos de los invitados, muchos de los cuales dejaron de bailar para mirarnos. Al poco tiempo era como si toda la concurrencia estuviera contemplándonos, especialmente mamá, que lucía una extraña expresión —mezcla de celos y tristeza— en el rostro. Cuando acabó la pieza se oyeron algunos aplausos.

—Hemos tenido un gran éxito —dijo Bronson—, gracias.

—Gracias a ti —contesté, y volví rápidamente al lado de Jimmy, que parecía un poco abrumado.

—Tengo unas ganas terribles de marcharme de aquí —susurré— y empezar nuestra luna de miel.

Se alegró y me besó suavemente. A continuación Sissy me trajo a Christie, la sacamos a la pista y la sostuvimos entre nosotros mientras bailábamos y disfrutábamos de la música.

Philip volvió y me dijo que Randolph se había quedado dormido en el sofá de su despacho.

—No tuve el valor de despertarlo —dijo.

—Quizá sea lo mejor —admití.

De pronto la orquesta dejó de tocar y el maestro de ceremonias se acercó al micrófono.

—Muchos de ustedes saben —empezó a decir— que nuestra bella novia es una gran cantante. Quizá podamos convencerla de que suba e interprete algo el día de su boda.

—¡Oh, no! —exclamé. Pero todos los invitados aplaudieron. Dirigí a Jimmy y a Trisha una mirada de impotencia.

—Adelante —dijo él.

—Sí, enséñales lo que puede hacer una estudiante del Sarah Bernhardt —añadió ilusionada Trisha.

—¡Oh, Jimmy…! —De mala gana, dejé que me condujeran al micrófono. La orquesta esperaba órdenes. Recordé una vieja canción de amor que solía tararear Mamá Longchamp. Con gran sorpresa por mi parte, la orquesta también la conocía. Empezó a tocar y yo inicié la canción.

Algunos invitados permanecieron muy quietos, otros se balanceaban al son de la melodía. Cuando terminé se oyó un estruendoso aplauso. Miré a Jimmy y vi que sonreía orgulloso. A su derecha Bronson Alcott me miraba con una gran sonrisa dibujada en el rostro. Mamá iba de un lado a otro, aceptando las felicitaciones de todos. Volví rápidamente junto a Jimmy.

Poco después trajeron el pastel de bodas, y Jimmy y yo tuvimos que bajar del estrado para cumplir con la tradición. Una vez más los invitados aplaudieron, y los camareros y camareras empezaron a repartir los trozos de pastel.

La comida y el baile duró hasta bien entrada la tarde. Los acontecimientos del día me habían agotado hasta tal punto que francamente me alegré de que la fiesta llegara a su fin. Mamá, que a menudo se quejaba de tener que hacer cosas tan sencillas como cepillarse los dientes, parecía incansable. Se alimentaba de toda la atención que recibía, especialmente de parte de los hombres, y cuando los invitados se acercaban a ella para despedirse intentaba convencerlos de que se quedaran un poco más.

—¡Todavía es muy pronto! —exclamaba.

Pero poco a poco todos empezaron a marcharse hasta que sólo quedaron unos diez. El señor Updike, el señor Dorfman y Bronson Alcott fueron los últimos en partir.

Jimmy y yo ya teníamos todo dispuesto para partir de luna de miel. El coche del hotel nos esperaba para llevarnos al aeropuerto después de que nos cambiáramos. Ayudé a Sissy a acostar a Christie, a quien le expliqué que estaría fuera unos días y que debía portarse bien. Pareció comprenderlo ya que me abrazó con más fuerza que de costumbre.

—No te preocupes por nada, Dawn —dijo Sissy—. Yo la cuidaré bien.

—Ya sé que lo harás, Sissy. Gracias.

—Has sido una novia preciosa —añadió con lágrimas en los ojos.

—Tú también lo serás, Sissy.

Sonrió y nos abrazamos. Jimmy ya había bajado nuestras maletas y esperaba en el vestíbulo. Cuando me iba a reunir con él me encontré con mi madre, que subía las escaleras con gran esfuerzo.

—Estoy tan cansada —dijo—. Voy a dormir una semana.

—Gracias, mamá —dije—, ha sido una boda estupenda. —Una vez más tuve que admitirlo. Ella sonrió.

—Lo ha sido, ¿verdad? —dijo.

—A excepción de Randolph —aclaré—. Espero que ahora cuides de él —dije.

Su sonrisa desapareció.

—Por favor —dijo—. No me lo recuerdes. —Pasó con dificultad a mi lado, quejándose de los pies. De un salto bajé el resto de las escaleras y salí corriendo a reunirme con Jimmy. Trisha, que iba a acompañarnos al aeropuerto, estaba a su lado en la entrada.

Mientras cruzaba el vestíbulo, Philip, que estaba apoyado en el mostrador de recepción, dio un paso adelante.

—Que te diviertas —dijo.

—Gracias.

—Me gustaría ir contigo —añadió.

Ignoré sus palabras y me dirigí a toda velocidad hacia los brazos abiertos de Jimmy, los acogedores brazos de mi marido.