APRENDER EL OFICIO
En los meses que siguieron, Christie creció con celeridad. Los rasgos de su pequeño rostro se definieron cada vez más, al igual que su personalidad. Continuaba siendo una niña tranquila y feliz que sólo lloraba cuando tenía hambre o sus pañales estaban mojados, pero no exigía grandes atenciones, a pesar de que todos los empleados del hotel disfrutaban mimándola. Siempre que me acompañaba abajo las recepcionistas, las doncellas, e incluso las camareras se sentían atraídas por ella, dispuestos a cogerla en brazos o a pellizcarle las mejillas regordetas. Ella sonreía y les aporreaba la cara con sus pequeños puños rosados.
La curiosidad y su increíble percepción la mantenían ocupada. Cualquier cosa atraía su atención. Era feliz durante horas dando vueltas a un juguete, comprobando la firmeza y resiguiendo el contorno con las yemas de los dedos. Exploraba todo lo que tocaba, y cuando algo la hacía reír aplaudía y abría los ojos, mostrando una alegría por la vida que hacía que todos a su alrededor se sintieran bien. Christie conseguía que los días más grises parecieran soleados y cálidos.
Cuando la sentaba sobre mi regazo inevitablemente exploraba mi rostro con los dedos, tocándome la nariz, los labios y en ocasiones exclamando «¡Oooooh!». Si yo sonreía, ella sonreía. Si me detenía a reprenderla suavemente, se ponía seria y siempre escuchaba. A veces jugaba al escondite con ella, bajando la manta para descubrirme el cabello y la frente. Pero ella sólo se reía cuando me veía los ojos. Entonces explotaba de felicidad.
Para cuando tuvo nueve meses el cabello le llegaba a la base del cuello, y ya se le podía peinar. Era muy femenina, una pequeña dama, ansiosa de permanecer quieta cuando le cepillaban el pelo, feliz cuando la bañaban, y encantada con cualquier muestra de cariño. Si la señora Boston o yo cantábamos, permanecía quieta escuchando, los ojos fijos hasta el punto de dar la sensación de haber aprendido las canciones y estar esperando a que llegaran los trozos que conocía.
Le interesaba cualquier expresión musical, tanto nuestras canciones como la radio o los discos. Los juguetes musicales eran sus preferidos, y si lloraba por cualquier otra cosa que no fuera porque tenía hambre o estaba mojada, era para que accionara los juguetes. Todos sabían que tenía inclinación por la música, y cuando cumplió un año le regalaron libros musicales, juguetes que tocaban / canciones infantiles, flautas y un pequeño piano. Este era su juguete preferido. A todas horas le fascinaba su capacidad de producir sonidos melódicos.
Al principio intenté cuidar de Christie y al mismo tiempo aprender a llevar el negocio, pero a medida que se acercaba la primavera y la actividad hotelera iba en aumento, decidí que necesitaba ayuda. Me enteré de que Sissy, la joven negra que había sido mi doncella cuando fui al hotel por primera vez hace años, volvía a necesitar trabajo. La abuela Cutler la había despedido por ayudarme a encontrar a la señora Dalton, la mujer que me había cuidado al nacer.
La señora Boston conocía bien a Sissy y a su madre, y pensó que sería la persona ideal para ocuparse de la niña. Sissy se sintió sobrecogida al enterarse de los cambios que habían tenido lugar en mi vida desde la última vez que nos viéramos. Ella no estaba muy cambiada. Nos sentamos y charlamos un rato, recordando. Me dijo que la señora Dalton había fallecido.
—Cuando la conocí era ya una mujer muy enferma —dije. Sissy asintió en silencio—. Lamenté mucho que la abuela Cutler te hubiera castigado por ayudarme, Sissy. Espero que eso no os causara grandes problemas a ti y a tu madre.
—No, hemos estado bien. Trabajé en unos grandes almacenes durante un tiempo, y allí es donde conocí a Clarence Potter.
Sissy le explicó que ella y Clarence estaban a punto de prometerse, y en cuanto hubieran ahorrado dinero suficiente se casarían.
—Pero me encantaría cuidar a Christie hasta entonces —subrayó.
Christie se quedó inmediatamente prendada de ella. Sissy era paciente y cariñosa y estaba casi tan encantada con todas las cosas nuevas que hacía Christie como yo misma. No podía esperar a bajar al despacho para contarme que Christie se había puesto de pie y que había dado un paso, y declaraba que con apenas once meses ya decía su nombre. Christie era un bebé precoz y se desarrolló con mayor velocidad que los niños normales. Tenía escasamente trece meses cuando le oí claramente decir «mamá». Entonces comencé a enseñarle otras palabras, y todos los que la oían pronunciar las sílabas comentaban que era muy inteligente. Una de las palabras que yo más ganas tenía que dijese era «papá». Abrigaba la esperanza de que cuando Jimmy consiguiera el próximo permiso y viniera al hotel, ella lo saludaría así.
No pasaba una semana sin que Jimmy llamase o escribiera cuando no podía encontrar un teléfono. Mis cartas eran como libros. Llenaba página tras página, primero describiendo todas las cosas que había hecho Christie, y a continuación mis actividades en el hotel. Estoy segura de que lo aburría a muerte con los detalles acerca de la contabilidad y las compras y las reuniones con el señor Dorfman, pero Jimmy nunca se quejaba.
—Todos tienen envidia de las cartas que recibo —me dijo por teléfono—. Algunos chicos no reciben nada de la familia.
En más de una ocasión Jimmy había tratado de conseguir un permiso, pero siempre surgía algo que se lo impedía. Al fin consiguió un fin de semana. Lo que no me dijo hasta que estuvo a punto de marcharse de nuevo es que se había ofrecido voluntario para pasar seis meses en Panamá, vigilando el canal.
—El acuerdo es que si hago esto podré licenciarme seis semanas antes, de modo que pensé que valdría la pena —dijo. Mi barbilla comenzó a temblar. El me besó—. Eso significa que podremos casarnos seis semanas antes. ¿No te alegras?
—Sí, Jimmy —dije—. Pero no me gusta la idea de que te vayas tan lejos.
—Bueno… de todos modos tú estarás muy ocupada. El tiempo pasará rápidamente para los dos. En cualquier caso, podremos hacer planes definitivos, planes para la boda —señaló.
Sabía que tenía razón, y realmente pasamos un magnífico fin de semana. En el muelle había dos veleros y una lancha motora propiedad del hotel, y salimos a navegar. Ya casi era verano, de modo que hacía calor. Anclamos la lancha a una milla aproximadamente de la costa, y yo me di un baño mientras Jimmy pescaba. La señora Boston nos había preparado una cesta con comida. Nos pasamos todo el día fuera y vimos cómo el sol se ocultaba tras el horizonte, haciendo que el cielo se pusiera de color naranja y el mar de un azul oscuro. Nos quedamos en la lancha, Jimmy rodeó mis hombros con su brazo y dejamos que las olas nos mecieran mientras oteábamos la costa. El «Hotel Cutler’s Cove» se divisaba sobre la colina.
—Todo esto es muy bonito —dijo Jimmy—. Estoy seguro de que seremos felices. Si no te conviertes en una de esas locas mujeres de negocios que trabajan, trabajan y trabajan a todas horas —añadió—. Me han hablado de ellas, y la abuela Cutler era así, por lo que me han contado.
—Yo nunca seré así, Jimmy.
—Sí, ahora lo prometes, pero en el poco tiempo que llevo aquí ya te he visto actuar; firmando esto, hablando con algún encargado de aquello, escuchando las quejas de éste y aquél; y sé que te gusta.
—Simplemente estoy intentando aprender todo lo rápidamente que pueda, cariño. Ya has visto el estado en el que está Randolph. No hace nada para ayudar a la marcha del hotel. Todo ha caído sobre el señor Dorfman, el señor Updike y yo —le expliqué—. Pero siempre tendré tiempo para ti.
—No hagas promesas que no vas a poder cumplir —dijo.
—No lo haré. Jimmy, me estás asustando. Basta ya. —El se echó a reír y me besó la punta de la nariz.
—De acuerdo. Aceptaremos las cosas tal como vengan, señora Longchamp —dijo.
Yo sonreí al oír sus palabras, y hablamos de la boda y la luna de miel. Jimmy quería que fuéramos a Cape Cod.
—En primavera ese lugar es precioso. Papá siempre hablaba de ir allá —dijo.
—Hablaba de ir a muchos sitios, Jimmy —le recordé. Papá Longchamp estaba lleno de sueños en aquellos días; sueños y esperanzas.
—Ya lo sé, pero ese lugar era mágico para él. Bueno, él y mamá nunca llegaron a ir, pero nosotros sí. ¿De acuerdo?
—Sí, Jimmy. Estoy impaciente.
Y era cierto, pero me concentré en el trabajo, y el tiempo pasó más aprisa. Aquel verano tanto Philip como Clara Sue fueron al extranjero en viaje de estudios. Me alegré de que Clara Sue no estuviera por allí; me sentía incapaz de perdonarle lo que le había hecho a Christie. Dejé bien claro que me había parecido una broma pesada y cruel. Por supuesto, ella seguía negando haber tenido algo que ver en el asunto. El otoño siguiente, cada vez que regresaba al hotel a pasar un fin de semana, no perdía ocasión de mofarse de mi próxima boda con Jimmy.
—¿Va a casarse vestido de uniforme? —preguntó un día en tono provocador—. Y dirá «Sí, señor» en vez de «sí, quiero».
Uno de sus pasatiempos preferidos era reírse de mi anillo de compromiso.
—Parece un trozo de cristal —solía decir—, pero estoy segura de que Jimbo estaba convencido de que era un diamante.
—No te atrevas a llamarlo Jimbo —le advertí, furiosa. Ella se retiraba el cabello de los hombros, se reía y desaparecía, satisfecha de haber conseguido irritarme.
Yo tenía la sensación de que se volvía más cruel cada día que pasaba, y me resultaba difícil aceptar el hecho de que compartiéramos parte de la sangre que corría por nuestras venas. Cierto, nuestros ojos y nuestro pelo tenían un color similar, y ambas éramos muy parecidas a nuestra madre, pero nuestras personalidades eran como la noche y el día. Además, Clara Sue continuaba luchando con los kilos. A pesar de que tenía un tipo más voluptuoso que yo, si no se cuidaba engordaba con facilidad. Era incapaz de controlarse cuando se trataba de dulces y estaba continuamente haciendo régimen. Nunca le faltaban admiradores del sexo opuesto, y dado su comportamiento promiscuo —eso me habían contado— tenía muchos pretendientes en el colegio.
Philip raramente volvía a casa. Las cosas le iban sumamente bien en la Universidad, aparecía en la lista del decano, era presidente del club de estudiantes y capitán del equipo de remo. En algunas ocasiones, cuando mamá decidía actuar como madre, me enseñaba a mí y a la señora Boston algunos de los recortes que aparecían sobre él en el periódico de la Universidad.
Ni Philip ni Clara Sue parecían preocupados o interesados en la degeneración física y el comportamiento cada vez más extraño de su padre. Intuía que para ambos era motivo de vergüenza. Intenté sacarlo de su depresión pidiéndole de vez en cuando que hiciera trabajos de verdad y consultándole problemas reales, pero rara vez completaba las tareas, y al final tenía que hacerlo otro.
El único momento en el que parecía animarse un poco era cuando Sissy o yo le llevábamos a Christie. Permitía que anduviera a gatas por su abarrotado despacho y que lo tocase todo. A los catorce meses ya cogía las cosas y las mostraba preguntando «¿Queeé?». Todos sabíamos que quería decir «¿Qué es esto?». Randolph tenía mucha paciencia con ella. Intuí que le proporcionaba la única diversión de un día oscuro y aburrido. Contestaba siempre. Ella podía pasarse horas en su despacho interrogándole sobre todos y cada uno de los objetos, desde un pisapapeles hasta un pequeño trofeo de béisbol que había ganado en el colegio. El contestaba y le hablaba como si tuviera veinte años, explicándole la historia de todo, y Christie lo miraba fijamente, con los ojos muy abiertos, el cuerpo inmóvil, escuchando como si entendiera.
El señor Dorfman había tenido razón al decir que el hotel funcionaba solo. Era como si la abuela Cutler hubiera tirado una pelota en el espacio y continuara volando con el ímpetu inicial. Evidentemente, todos los huéspedes me comentaban lo mucho que la echaban de menos. Yo tenía que fingir lo mismo. Lo que sí me interesaba y fascinaba era algunas de las historias que contaban. Algunos de ellos hacía más de treinta años que se hospedaban en el hotel.
A pesar del desagrado que me causaba, no podía evitar el sentirme intrigada, y a menudo pasaba horas revolviendo papeles en los archivos, leyendo cartas de algunos huéspedes y copias de cartas que ella había mandado, buscando pistas, para entender a la mujer que se presentaba tan odiosamente en mi mente incluso ahora, casi dos años después de su fallecimiento.
Nadie, a excepción de Randolph —ni siquiera la señora Boston— había entrado en la habitación de la abuela Cutler, situada en el ala familiar del hotel, después de su muerte. Sus cosas permanecían tal como ella las había dejado; sus vestidos colgaban de los armarios, sus joyas seguían en los estuches y sus perfumes y polvos sobre la cómoda. Yo no podía resistirme a la tentación de ir a mirar sus cosas, pero en cuanto estaba frente a la puerta del dormitorio sentía un escalofrío. Era como si estuviese fascinada con el diablo. Durante mucho tiempo evité hacerlo, hasta que un día empujé la puerta impulsivamente y me quedé sorprendida al descubrir que estaba cerrada con llave. Cuando le pregunté a la señora Boston, me contestó que Randolph así lo deseaba.
No quise averiguar más; tenía demasiadas preocupaciones ahora que debía asumir mayores responsabilidades en el funcionamiento del hotel. También los encargados empezaron a confiar más en mí, y a menudo venían a verme con sus problemas y preguntas. Un día el señor Dorfman entró en mi despacho para felicitarme por lo bien que había asumido mis tareas.
—He oído a los huéspedes hablar de ti —dijo—. Decían que eres una mujer muy cálida, muy personal y que te pareces mucho a tu abuela.
Lo miré fijamente, sin estar segura de que me agradara el piropo.
—Y los huéspedes de más edad están encantados de que les lleves a Christie para que los salude. Todos se sienten abuelos de la niña. Eso es muy agradable, además de inteligente —añadió.
—A Christie le encanta la gente —expliqué—. No lo hago por el negocio.
—Eso es bueno. Actúas de modo muy natural. La señora Cutler se comportaba de la misma forma, no temía compartir su mundo personal con los huéspedes. En gran medida esto es lo que ha hecho que el lugar sea tan especial para ellos y que continúe siéndolo.
—¿Cómo nos van realmente las cosas ahora, señor Dorfman? —pregunté.
—Bien —dijo—. No estamos batiendo ningún récord, pero todo va funcionando. Enhorabuena —añadió—. Casi te has ganado el diploma de la Universidad de Cutler’s Cove.
No pude evitar sonreír. Para que el señor Dorfman intentara hacer un chiste, tenía que ser algo muy especial. A pesar de lo que quería ser y del modo en que me habría gustado que marchasen las cosas, el hotel tenía la cualidad de apoderarse de uno. ¿Se trataba de otra parte del legado de la abuela Cutler, o simplemente era normal que eso ocurriese?
Miré el retrato de mi padre y una vez más sentí sus ojos posados en mí, sólo que ahora parecían estar llenos de regocijo, como si conociera el secreto y disfrutara con mi deseo de saber y descubrir las respuestas.
En cuanto Jimmy me comunicó la fecha en que iban a licenciarlo le informé a mi madre el día en que tendría lugar la boda. Apenas ella comprendió que Jimmy y yo realmente íbamos a casarnos, asumió los preparativos para la ceremonia ansiosa y alegremente, encontrando en ello una forma de distraerse ella y distraer a los demás de las vergonzosas revelaciones que se habían producido. Me sorprendió lo resistente que podía llegar a ser. A pesar de que a esas alturas sabía que la mayoría de los empleados del hotel y varias personas de Cutler’s Cove conocían el secreto que se había desvelado en los testamentos, no se comportaba como una mujer que hubiera sufrido deshonra alguna. Por el contrario, se movía por el edificio como una princesa restablecida, especialmente desde que ya no estaba la abuela Cutler siguiéndola y aterrorizándola con la mirada y las palabras. Confiaba en que ninguno de los empleados se atreviera a reírse de ella en su presencia. Seguía creyendo que podía convertirse en la nueva reina de Cutler’s Cove.
Pero para mí se había convertido en alguien a quien compadecer, aunque jamás había vestido con tanta elegancia ni había estado tan hermosa. Su cabello parecía más rubio y suave que nunca, y sus ojos cerúleos más cristalinos. La palidez de su rostro había dado lugar a una tez sonrosada del color de los melocotones. Con el aspecto de una animada muñeca de porcelana pintada a mano, se movía por el hotel charlando y repartiendo sonrisas. Era como si pensara que podía protegerse del cotilleo y de las miradas burlonas siendo más exuberante y alegre. Sorprendería al mundo con sus joyas y vestidos, su precioso cabello y su trato elegante.
Y en todo esto nada encajaba mejor en sus planes que hacer el papel de madre de la novia y preparar lo que ella había decidido sería la fiesta más atractiva de Cutler’s Cove. Convirtió el salón de su suite en la sede central de los preparativos de la boda. Allí permanecía majestuosamente sentada en su sillón de zaraza azul con las pequeñas manos descansando sobre el pesado marco de caoba y comportándose como si fuese una reina. Recibía al servicio, a los comerciantes, a los fotógrafos, a los impresores y a los decoradores. Reunió a varios de ellos para que expusieran sus ideas, productos y precios y a continuación hizo su elección como un monarca que ordena decapitar a quienes ha rechazado. Una vez se había decidido por uno o por otro, los demás ya no tenían acceso a ella, ni siquiera por teléfono.
—¿Sabes, Dawn? —me dijo un día—, todavía tengo mi traje de novia, y con unos pequeños arreglos te iría como un guante. Me harías muy feliz si accedieras, a ponértelo. ¿Lo harás? Te aseguro que es muy elegante, incluso siguiendo la moda de hoy en día.
Era reacia a hacerlo, pero al fin accedí, sabiendo que la harta feliz. Aunque no le había perdonado del todo sus mentiras y debilidades, permití que planease la ceremonia y la recepción. Al fin y al cabo, tenía que admitir que sabía más de esas cosas que yo. Se había educado entre las clases altas. Sabía lo que se consideraba elegante; y conocía el protocolo, incluso el modo en que debían doblarse las servilletas.
Supongo que todo me parecía irreal hasta que me llamó a su suite y me enseñó el diseño de las invitaciones. La tarjeta tenía la forma de una catedral con las figuras del novio y la novia grabadas en relieve. Había decidido que el traje de novia blanco era un color elegante. Abrí la invitación y lentamente leí:
El señor y la señora Randolph Boyse Cutler
cordialmente le invitan al enlace
de su hija Dawn con James Gary Longchamp
el sábado 26 de octubre a las 11 horas
en el «Hotel Cutler’s Cove».
Seguirá una recepción.
Mamá estudió mi rostro para ver cómo reaccionaba cuando leyese el nombre de Randolph, dando a entender que era mi padre. Confundido como estaba, el pobre Randolph probablemente seguía creyendo que lo era, pensé. Y él y madre pagaban la boda.
Durante las semanas anteriores a la boda mi madre se reunía prácticamente a diario con aquellos miembros del personal que se encargarían de los distintos aspectos del acontecimiento: Nussbaum, el chef, Norton Green, el maitre, el señor Stanley, y otros. A menudo oía cómo se quejaban de la cantidad de veces que cambiaba de idea acerca de cosas como el aperitivo del cóctel o los platos de la cena para volver después a la idea original —en resumen—, lo mucho que la «pequeña señora Cutler» estaba complicando la vida de la gente.
Me divertía que incluso después de la desaparición de la abuela Cutler, los empleados siguieran refiriéndose a mi madre como la «pequeña señora Cutler». Nunca superaría la persistente sombra de la abuela en lo que a los empleados del hotel se refería, por muy extravagante que fuese su comportamiento.
Randolph resultó de poca o ninguna ayuda. No había llegado a recuperarse de la profunda melancolía que le produjo la muerte de su madre. Una noche, mientras pasaba por delante de la habitación de la abuela Cutler, tuve la sensación de oír un llanto y me detuve a escuchar. Estaba segura de que era Randolph, y llamé suavemente a la puerta. El llanto cesó, pero él no acudió a la puerta. Sin embargo, no me había dado cuenta de lo mal que estaban las cosas hasta que vino a verme un día.
Estaba trabajando en el despacho. Oí una suave llamada y al levantar la vista vi que Randolph abría tímidamente la puerta.
—¡Oh!, ya veo que estás aquí. ¿Estás ocupada? —preguntó.
—¿Ocupada? No —dije, sonriendo—. ¿Qué ocurre?
—¡Oh!, no es nada serio —dijo mientras entraba rápidamente sosteniendo una bolsa de papel—, pero he estado repasando esto una y otra vez, y tenías razón —dijo.
—¿Tenía razón? ¿A qué te refieres? —Me recliné en la silla con una sonrisa de confusión dibujada en mi rostro. Randolph parecía excitado como un niño pequeño cuando descubre en el ático un escondrijo para sus soldaditos de plomo.
Volcó la bolsa y dejó caer media docena de cajitas de clips.
—¿Que es esto? —pregunté cuando retrocedió sonriendo como si el mero hecho de vaciar la bolsa fuera un gran logro.
—Exactamente lo que habías dicho. Tenías razón en lo referente a aquella gente. Nos estafan en pequeñas cosas. Ya ves lo que he descubierto —dijo mientras señalaba las cajitas de clips—. Cada una de éstas debe de contener cien clips, pero de todas las cajas que he contado siempre faltan cinco o seis. ¡Cinco o seis! Y los pedimos por cajas. ¿Te das cuenta de cuántos clips nos roban?
—Randolph, yo nunca…
—Después de nuestra discusión del otro día, sabía que te alegraría saberlo —dijo.
—¿Discusión? —dije—. ¿Qué discusión? —Randolph ni siquiera parpadeó. En vez de eso empezó a meter las cajas en la bolsa de papel. A continuación la cerró y retrocedió, como un niño que acaba de deletrear la palabra más difícil del vocabulario. Intuí que esperaba que lo felicitase, pero no sabía qué decir.
—Randolph, lo siento, pero realmente no sé de qué estás hablando.
—Ah, sí, eso me recuerda… —dijo como si oyera palabras distintas—. He empezado a repasar las cuentas del carnicero, y sospecho que quizá tengas razón en eso también. —Hundió la mano en el bolsillo y sacó un paquete de recibos tan viejos que las puntas estaban amarillentas—. Los carniceros no nos han hecho la rebaja prometida.
—No sé exactamente en cuánto nos han estafado, pero me estoy ocupando del asunto. Tendré los números listos para el fin de semana. Después nos reuniremos con ellos, ¿de acuerdo? Muy bien. No te robaré más tiempo, mamá —dijo, y se dio la vuelta.
—¿Mamá?
Se detuvo en la puerta y se volvió.
—Te veré a la hora de cenar, mamá —añadió, y salió.
Me recliné en el sillón, aturdida. No se trataba simplemente de que no quisiera aceptar la muerte de la abuela Cutler; se imaginaba que seguía viva. ¡Pero mirarme a mí y confundirme con ella! ¿Era sólo porque estaba en su despacho sentada en su sillón? Resultaba espantoso, como si la abuela Cutler ejerciera sus poderes desde el mundo de los muertos influyendo en todos a través de sus viejas posesiones. Decidí que madre tenía que asumir que el problema de Randolph era muy serio.
Salí del despacho y crucé el vestíbulo para subir a la suite y hablar con ella. Randolph estaba de pie al lado de la recepción hablando con alguien cuando me vio cruzar el sector antiguo del hotel. Me saludó y se dirigió hacia mí. ¿Qué haría y diría ahora?, me pregunté. ¡Y delante de todos!
—Hola —dijo con un tono de voz mucho más distinto del que había utilizado en mi despacho—. Me dice Laure Sue que ya has fijado el día de la boda.
Me quedé mirándolo fijamente. Ahora me veía como era realmente. Pero, ¿cómo podía cambiar de modo tan dramático y rápido? Miré en dirección del despacho de la abuela Cutler. Sentí un escalofrío. ¿Realmente seguía su espíritu allí?
—¿No estás contenta? —preguntó Randolph al ver que no le respondía de inmediato.
—Sí —dije suavemente, pero no podía evitar sentirme asustada por la rapidez con que cambiaba la expresión de sus ojos, cerrando el paso de un sentimiento y abriéndolo a otro como si se tratara de un grito.
—Bien, bien. A mamá le encantan los grandes acontecimientos familiares. Seguro que será una boda como no ha habido otra. Bueno, será mejor que vuelva al trabajo. Le he hecho promesas a mamá —dijo—. Promesas…
Lo observé mientras se dirigía a su despacho. A continuación fui de inmediato a la suite de mi madre, quien estaba reunida con el decorador. Quería hacer algo especial en nuestra sala de baile para la recepción que tendría lugar después de la ceremonia.
—Tengo que hablar contigo ahora mismo —le comuniqué—. Lo siento —le dije al decorador—, pero se trata de un asunto de máxima urgencia.
—Claro. —El hombre recogió las muestras y se marchó rápidamente.
—¿Qué ocurre, Dawn? —preguntó mi madre con impaciencia en cuanto hubo salido el decorador—. Estaba en medio de algo muy importante, y hoy tengo muchas cosas que hacer.
—Estoy segura de que todo puede esperar. Mamá, ¿has visto la forma en que se comporta Randolph? ¿Por qué no te has ocupado de él?
—¡Oh!, eso —dijo levantando la mano—. ¿Qué puedo hacer? En cualquier caso ¿por qué preocuparse, y especialmente en medio de todo esto? —preguntó, abriendo los ojos de par en par.
—Porque está peor —repliqué. Le conté lo que acababa de ocurrir en el despacho de la abuela Cutler y todo lo que había dicho.
Ella suspiró.
—Se niega a aceptar la muerte de su madre o enfrentarse a ella. He hablado con él repetidas veces, pero no oye las palabras, o no quiere. —Apretó los labios y negó con la cabeza. A continuación suspiró—. En este momento vamos a tener que ignorarlo, Dawn. Pronto se dará cuenta.
—¿Ignorarlo? ¿Cómo puedes ignorarlo? Tendrías que obligarlo a ir al médico —sugerí.
—¿Para qué? Lo único que le ocurre es que echa de menos a su querida madre —dijo amargamente—. ¿Qué puede hacer un médico? No puede hacer que resucite. Gracias a Dios —añadió entre dientes.
—Bueno, algo habrá que hacer. Irá de mal en peor—insistí—. Los empleados pueden complacerlo durante un tiempo, pero no es natural, no es normal. Tiene unas ojeras terribles, y ha perdido tanto peso que la ropa le cuelga. No puedo creerme que no te hayas dado cuenta de lo serio que es todo esto.
—Con el tiempo se pondrá bien —contestó fríamente.
—No, no se pondrá bien —insistí. Estaba directamente frente a ella, las manos sobre las caderas.
—De acuerdo —dijo por fin cuando me negué a moverme—, si no se pone bien pronto, le pediré al doctor Madeo que lo visite. ¿Estás satisfecha?
—Diría que eres tú quien tiene que preocuparse, mamá. No es mi padre, pero es tu marido.
—¡Oh!, Dawn, por favor, no empieces otra vez con eso —rogó dramáticamente al tiempo que se llevaba la mano a la frente—. Tenemos tanto que hacer ahora. Por favor, dile al decorador que vuelva a entrar.
Me di cuenta de que no tenía sentido seguir con esa conversación. Cuando quería ser un avestruz y esconder la cabeza, lo conseguía. Sólo oía y veía lo que quería oír y ver. Así había sido durante toda su vida, y nada haría que cambiase. Asqueada, la dejé preparando mi boda.
El señor Updike le proporcionó a mi madre una lista de personas a las que era importante invitar. Sutilmente, dejó claro que la boda sería mi presentación en sociedad. Debía ser formalmente presentada a la alta sociedad de Virginia. Mamá no dudó en utilizar sus propias palabras para subrayar la importancia de todo lo que había hecho y estaba haciendo. Los Cutler se habían ganado una infamia indeseada, y teníamos que demostrarle al mundo que seguíamos siendo una de las familias más elegantes y sofisticadas de Virginia. El hotel era, y siempre lo sería, el lugar deseado por los ricos y poderosos que conformaban el grueso de los invitados.
Jimmy y yo teníamos unos nombres que añadir. Envié una invitación a Trisha, mi mejor amiga en la Escuela Sarah Bernhardt, y le pedí que asistiera en calidad de dama de honor. Mandamos una invitación a Papá Longchamp, pero nos llamó en cuanto la recibió para decirnos que creía que no podría viajar porque su nueva esposa, Edwina, estaba de nuevo embarazada y tenía serios problemas de salud.
—¿Otra vez embarazada? —preguntó Jimmy. Era una sorpresa para ambos pensar en Papá Longchamp con toda una nueva esposa y una nueva familia. Aproximadamente un mes antes de que naciese Christie, Edwina había dado a luz a un chico al que habían puesto el nombre de Gavin—. Me hubiera gustado que fueras mi testigo, papá —le dijo.
—No me gusta hacer promesas, Jimmy —dijo Papá Longchamp—. Si puedo, iré, pero si Edwina no mejora antes, tendré que quedarme con ella. Lo entiendes, ¿verdad, hijo?
—Sí, papá —contestó Jimmy, pero después de colgar y contarme la conversación, vi que no lo entendía en absoluto. Ninguno de los dos entendía un mundo en el que habíamos crecido pensando que dos personas eran nuestros padres y nosotros hermano y hermana, sólo para descubrir que no era así. Ninguno de los dos entendía un mundo en el que ambos heredábamos familias nuevas casi de la noche a la mañana. Y ninguno de los dos podía olvidar a Mamá Longchamp y ver a Papá Longchamp con esposa e hijos nuevos. En ese aspecto supuse que no éramos muy diferentes a Randolph —aferrándonos a las cosas que amábamos y queríamos, bloqueando todos los cambios, en un esfuerzo por rechazarlos—. Sólo que no podíamos aislarnos en un mundo propio. Teníamos que seguir viviendo.
Un fin de semana, quince días antes de la boda, Philip regresó de la Universidad. Cuando llegó yo estaba arriba, poniéndole a Christie uno de sus trajes de marinerito.
—Pareces tener mucha práctica en esto —dijo Philip desde la puerta. No lo había oído llegar por el pasillo. Llevaba una americana azul marino, corbata a rayas y pantalones caqui con el alfiler de su club universitario en la solapa. Seguía bronceado gracias a sus actividades como remero, lo cual hacía que sus ojos azules fueran aún más seductores.
—Tengo mucha experiencia, Philip. ¿Has visto a Randolph? —pregunté rápidamente.
—Todavía no. Mamá me contó todos los planes para la boda, y vine directamente para desearon suerte a ti y a Jimmy, y ver si te puedo ayudar en algo.
—¿Ayudarme? —Negué con la cabeza—. Deberías estar muy preocupado por tu padre —subrayé—. Se comporta de una forma muy extraña.
—Ya lo sé. Mamá me lo ha contado. ¿Puedo entrar? —preguntó. Seguía en el umbral de la puerta.
—Bueno —contesté, sin ocultar mi desagrado y desgana. Se colocó rápidamente a mi lado y miró a Christie.
—Hola, Christie —dijo.
Ella le devolvió la mirada mientras yo la peinaba. Christie tenía unos ojos inteligentes y curiosos y siempre observaba con detenimiento a la gente que no estaba acostumbrada a ver regularmente.
—Éste es Philip —dije—. ¿Sabes decir «Philip»?
—¿Habla? —preguntó sorprendido.
—Claro que habla. Tiene casi dos años, y no para de parlotear, cuando quiere. «Philip» —repetí. Christie negó con la cabeza—. Está jugando con nosotros —dije.
—Es muy guapa. Se parece a su madre —dijo Philip. Lo miré y a continuación llevé a Christie a su parque. En cuanto la acomodé se dirigió a su piano de juguete y empezó a tocar, mirando de vez en cuando para ver si a Philip le gustaba el concierto.
—Estupendo —dijo él, y comenzó a aplaudir. Ella se echó a reír y continuó.
—En serio, Philip —dije—, deberías insistir en que se hiciera algo por Randolph. Ha perdido mucho peso, tiene unas ojeras enormes, y no se cuida. Incluso va mal vestido, cosa poco característica en él. Siempre le ha preocupado su aspecto físico. Ahora finge que la abuela Cutler sigue viva. ¡Hasta me ha confundido con ella!
—Está sufriendo una depresión —dijo tranquilamente Philip, y se encogió de hombros—. Pronto se le pasará.
—No lo creo —dije, furiosa por su actitud—. Pero no voy a darte la lata.
—Te lo agradezco —dijo.
—Nunca cambiarás, Philip. Eres tan egoísta como mamá.
Se echó a reír.
—No he venido a discutir contigo, Dawn. No quiero volver a discutir contigo nunca más. Supongo que no podrás perdonarme por las cosas que te he hecho o dicho en el pasado, pero…
—No —dije tranquilamente—, no puedo.
—Pero espero recuperar tu… tu amistad, por lo menos. Ganármela —añadió—. De verdad.
Me volví para mirarlo. Parecía arrepentido. Había desaparecido la picardía de sus ojos y su boca era severa.
—¿Qué quieres, Philip? —pregunté.
—Otra oportunidad. La oportunidad de hacer algo fraternal, quizá. Para empezar, me gustaría formar parte de tu boda —dijo.
—¿Formar parte de mi boda? No lo entiendo. ¿Cómo?
—Bueno, mamá me contó que Ormand Longchamp no puede venir y ser el testigo de Jimmy. Me preguntaba… es decir, me gustaría serlo yo.
—¿Testigo?
—Lo consideraría un honor, claro —dijo con expresión sincera—. Sé que Jimmy no estará de acuerdo a menos que tú lo estés —añadió.
—Puede que así y todo no esté de acuerdo.
—Lo único que quiero es tener una relación familiar normal —dijo.
—¿Una relación normal? —Estuve a punto de echarme a reír—. Ni siquiera sé lo que eso significa.
—Sin embargo, me gustaría —insistió.
Lo estudié. ¿Estaba siendo verdaderamente sincero? Quizá también él se había cansado de las mentiras y los conflictos. Quizá también él deseaba tener el tipo de familia que tantas personas daban por sentado, algo que parecía estar fuera del alcance de los Cutler. Parecía mayor, más sabio, más tranquilo. Estaba segura de que la información que contenía el testamento lo había traumatizado también a él. Al fin y al cabo, había descubierto que su abuelo le había hecho el amor a su madre. No era una cosa de la que uno pudiera sentirse muy orgulloso. Los Cutler tenían un largo camino que recorrer si querían recuperar el respeto y la admiración del mundo en el que vivían. Quizá dependiera de nosotros, la siguiente generación.
—De acuerdo, Philip —dije—. Hablaré con Jimmy.
—Estupendo —dijo, y tomó asiento—. De modo que realmente te gusta el negocio del hotel, por lo que me cuentan.
—Todavía estoy aprendiendo, pero avanzo más y más cada día —respondí con orgullo.
—Cuando me gradúe tengo intención de volver y ayudarte a llevar este lugar. Tengo grandes ideas para modernizar y ampliar el negocio —dijo.
—Debes recordar que éste es un hotel viejo y distinguido, Philip, y que nuestra clientela espera que ciertas cosas no cambien, que permanezcan igual que siempre —dije. Los ojos de Philip se abrieron como platos.
—Por un momento —dijo— me ha parecido que estaba hablando con la abuela Cutler.
Su comentario me desagradó.
—Creo que nunca podré parecerme a ella —repliqué.
—Nunca se sabe —dijo Philip, poniéndose de pie—. La abuela Cutler consiguió que este lugar llegase a ser lo que es, y si tú no haces ningún cambio, entonces el lugar te cambiará a ti —dijo en tono profético.
—Eso está por ver —dije. ¿Tendría razón Philip? ¿Seguía yo batallando contra la abuela Cutler, incluso después de su muerte? Philip sonrió.
—De acuerdo. Iré a buscar a mi padre y veré qué se puede hacer por él. ¿Puedo cenar contigo y con Jimmy esta noche? Vuelvo a la Universidad mañana, y no tendremos mucho tiempo para estar juntos antes de la boda —explicó.
—Sí, puedes cenar con nosotros.
—Gracias. —Se dirigió hacia la puerta—. ¡Oh! —dijo—olvidaba decirte que he conocido a una chica en la Universidad. Se llama Betty Ann Monroe. Nos hemos convertido en personajes populares en el campus, si sabes lo que quiero decir. Esta semana le hago entrega del alfiler de mi club de estudiantes, y en la Universidad eso equivale a comprometerse.
—Enhorabuena.
—Creo que te caerá bien. Es inteligente y muy sensible.
—Me alegro por ti, Philip. Espero conocerla algún día —dije. Realmente me alegraba de que tuviera un interés amoroso por alguna otra persona. Pensé que quizá fuese cierto que estaba cambiando. A lo mejor lo que había sugerido —relaciones familiares normales— no resultaba tan imposible.
—Gracias. —Se acercó un poco a mí—. Dawn, yo… espero que lo que ocurrió entre nosotros pueda de alguna forma olvidarse…
—Nunca se lo contaré a nadie, Philip, si es a eso a lo que te refieres —dije. Lo era. De inmediato pareció aliviado—. Yo misma estoy demasiado avergonzada —añadí.
La sonrisa desapareció de su cara.
—Sí, bueno, será mejor que vaya a ver a mi padre. Nos veremos a la hora de cenar —dijo, y se marchó rápidamente.
Cuando poco después subió Jimmy, le hablé de la petición que me hiciera Philip. Nunca le había contado a Jimmy que Philip me había violado. En aquella época temía hacerlo y a medida que pasaba el tiempo había conseguido relegar los hechos a lo más profundo de mi memoria, donde esperaba mantenerlos enterrados para siempre.
—¿Testigo, eh? Bueno, sí que es una actitud simpática. Supongo que no pasa nada. Siempre y cuando tú estés de acuerdo —añadió, y me miró de reojo. ¿Lo sabía? ¿Lo había intuido? Claro, recordaba cuando Philip había sido mi novio en el colegio Emerson Peabody, pero aquello fue antes de que Philip y yo descubriéramos que éramos parientes.
—Es tu testigo, Jimmy. Tú tienes que tomar la decisión —contesté, apartando la mirada.
—Sigue enamorado de ti, ¿verdad, Dawn? —preguntó Jimmy, como si de verdad presintiese algo.
—No lo creo, Jimmy —respondí, y le conté lo de Betty Ann Monroe.
—Humm —dijo Jimmy, pensativo—. Veremos. Supongo que por ahora podemos ser amigos. Al fin y al cabo, dentro de muy poco tiempo será mi cuñado. —Jimmy me besó y se dirigió a la ducha.
—¡Oh! —dijo—. Algo extraño. Randolph se acercó hace un momento al taller y me pidió el inventario de clavos y tornillos. Creo que está pensando en contarlos uno por uno. ¿Te imaginas?
Le conté lo que había ocurrido entre Randolph y yo y la conversación que había mantenido con mi madre acerca del tema.
—Será mejor que alguien se ocupe de él —dijo—. Todo esto es muy triste.
Jimmy se preocupaba y compadecía más por Randolph de lo que lo hacían su hijo y su esposa, pensé. Eso era lo triste del asunto.
Mientras Jimmy se duchaba sonó el teléfono. Era Trisha. Estaba encantada con la noticia de mi boda y tenía montones de cosas que contarme acerca de los otros alumnos de la Sarah Bernhardt, además de Agnes Morris, nuestra madre residente.
—Agnes no ha cambiado mucho —me informó—. Está más dramática que nunca y siempre se maquilla con exageración. ¡Oh!, la señora Liddy me preguntó por ti y se alegró de las buenas noticias. Te manda recuerdos —dijo Trisha.
—¡La señora Liddy! La echo de menos. Fue tan simpática conmigo. Quizás algún día la invite a pasar un fin de semana en Cutler’s Cove —dije—. ¡Oh!, Trish, tengo tantas ganas de volver a verte.
—Lo mismo digo. —Se hizo una pausa en nuestra conversación, un silencio corto y pesado. Sabía que tenía que decirme algo—. Se ha sabido algo acerca de Michael Sutton —confesó—, pero no estaba segura de que quisieras saberlo.
—No me importa —dije—. ¿De qué se trata?
—Siempre hay rumores en los periódicos acerca de sus romances, pero ha conseguido un papel estelar en un nuevo musical que se estrena en Londres, y las primeras críticas han sido muy elogiosas.
—Me alegro por él —dije.
—A mí me parece horrible lo que te hizo.
—No quiero darle más vueltas al asunto, Trisha. Ahora soy feliz, y tengo a Christie. Eso es lo único que importa. Michael ha quedado ya completamente fuera de mi vida. Ni siquiera me afecta tener noticias suyas —mentí. En lo más hondo de mi corazón nunca olvidaría la forma en que Michael me había traicionado y abandonado. Lo había amado con locura, pero mi amor nunca había significado nada para él.
—Me alegro. ¿Crees que volverás a cantar alguna vez, Dawn? —preguntó Trisha.
—Espero poder volver a hacerlo. En estos momentos tengo bastante en qué pensar entre el hotel y Christie.
—No sabes las ganas que tengo de conocerla. ¿A quién se parece?
—Tiene algo de Michael, pero cada vez se parece más a mí —dije, mintiendo de nuevo y recordando las veces en que miraba a Christie y veía a Michael y cómo los viejos recuerdos venían a torturarme antes de que pudiera enterrarlos.
—Tengo que colgar —dijo Trisha—. Me quedan montones de cosas por hacer. Te llamaré pronto. Adiós.
—Adiós, Trish.
Me quedé allí sentada con el auricular en la mano, la voz de Trisha perdiéndose en mi memoria como una hoja que se lleva el viento, haciéndose más y más pequeña hasta que desaparece por completo.
En una época había sido inocente y soñadora. El recuerdo de mi llegada a Nueva York me hizo sonreír; mi miedo a los coches, a la gente, a los rascacielos, a no saber cómo reaccionar frente a la actriz retirada, Agnes Morris, que regentaba nuestra residencia. Fue entonces cuando Trisha entró en mi vida y me enseñó todo: la vida nocturna, los bares, las tiendas, los museos y el teatro. Habíamos ido juntas a que Michael Sutton, que estaba eligiendo a unos pocos afortunados para sus clases de canto, nos hiciera una prueba. Encantadas, Trisha y yo habíamos reído y corrido por las aceras y las calles, cogidas de la mano, nuestros corazones latiendo con fuerza.
Y entonces lo vimos. Era como si hubiera salido de la portada de una revista. Nunca olvidaré que en el momento en que nuestras miradas se cruzaron el corazón me dio un vuelco. Había tantas promesas dispuestas a ser saboreadas. Fue un romance de ensueño, el tipo de romance que se describe en las canciones e historias. Qué bella era nuestra música cuando cantábamos juntos.
Incluso ahora podía oír su voz. Pero en ese momento Jimmy salió del cuarto de baño, envuelto en una toalla.
—¡Eh! —dijo—, ¿qué haces ahí con el teléfono en la mano, sonriendo? ¿Ha llamado alguien?
—¡Oh…! —miré el auricular como si acabara de darme cuenta de su existencia—. Era Trisha —respondí—. Está encantada con la boda.
—Bien —dijo Jimmy mirándome fijamente—. ¿Te encuentras bien?
—Sí —contesté débilmente, y coloqué el auricular en su sitio—. No —añadí, y lo miré—. ¡Oh!, Jimmy, abrázame, abrázame como si fuera la última vez.
Se acercó rápidamente a mí y me cogió entre sus brazos. Yo descansé la cabeza contra su pecho, y él me besó el cabello.
—No hables así —dijo—. Tenemos un largo camino que recorrer antes de que yo te abrace por última vez.
Sus palabras querían ser como cálidas y suaves gotas de lluvia, tranquilizadoras. Pero yo tenía la sensación de estar con la cara presionada contra el cristal de una ventana sobre cuya superficie las gotas resbalaban como lágrimas.
A pesar de ello, levanté la cara para que los labios de Jimmy pudieran unirse a los míos y llenarme de esperanza.