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DE REGRESO EN CUTLER’S COVE

Antes de que Jimmy y yo partiéramos hacia Saddle Creek le había pedido a la señora Boston que preparara la habitación situada frente a la suite de la abuela Cutler. Tenía dos grandes ventanas que daban sobre los terrenos del hotel, y me gustaba el papel pintado de color azul cielo. Existía otra habitación que había sido mi dormitorio, el de Philip, y el de Clara Sue, pero fue allí donde se había preparado mi secuestro. Por nada del mundo quería instalar a mi hija en aquel lugar.

Jimmy subió la caja de ropa y otros objetos que nos había dado Sanford Compton, y la señora acomodó todo en su lugar.

—Es bueno tener a un recién nacido aquí —dijo la señora Boston—. El nacimiento de un niño borra todas las sombras que deja la muerte cuando visita una casa. Y además es una niña muy guapa —admitió.

Le di las gracias. Había esperado que mamá saliese a ver a Christie, pero permaneció en su suite con la puerta cerrada sin dar muestras de advertir nuestra llegada.

En cuanto la señora Boston y yo dejamos a Christie durmiendo cómodamente en la cuna, sentí la mirada de alguien sobre mí y al volverme vi a Clara Sue apoyada contra el marco de la puerta. Tenía los brazos cruzados y en su rostro había una sonrisa socarrona.

—¿No te da vergüenza volver a traerla aquí? —preguntó en tono arrogante—. Al fin y al cabo, es una bastarda, igual que tú.

—Claro que no —dije—. Lo que ha ocurrido no la hace ni menos bella ni menos maravillosa. ¡Y que no vuelva a oír que la llamas bastarda!

—¿Qué vas a contarle cuando sea mayor y quiera saber quién es su verdadero padre? —replicó, intentando herirme con una pregunta odiosa.

—Cuando sea lo suficiente mayor para comprender, le contaré la verdad —dije—. No voy a educarla en un mundo lleno de mentiras como me ocurrió a mí.

—Todo esto es una asquerosidad y una vergüenza y la abuela jamás lo habría permitido. Es malo para la reputación del hotel —insistió.

Me di la vuelta, las manos fuertemente apretadas, y me dirigí hacia ella, mirándola tan fijamente que la odiosa sonrisa dio paso a una expresión de terror. A medida que yo avanzaba, Clara Sue retrocedía.

—Sólo te lo diré una vez, de modo que escúchame bien. No digas nunca, nunca nada que pueda llevar a pensar en Christie como algo malo. Lo único asqueroso y vergonzoso en este hotel eres tú. Mantente alejada de ella. ¡No quiero verte a su alrededor! —chillé—. Y si oigo que hablas mal de mi hija, te arrancaré esos kilos que te sobran con mis propias manos —añadí, al tiempo que levantaba un puño.

Clara Sue me dedicó una última mirada de odio antes de huir.

En los días que siguieron, poco cambió. Realmente empecé a sentirme como una huérfana. Sabía ya que Randolph, quien siempre había estado muy distraído con sus tareas, había caído en una fuerte melancolía tras la muerte de la abuela Cutler. Él que hasta hacía bien poco había sido un hombre con una de las sonrisas más encantadoras y el más suave y sofisticado trato sureño, se pasaba ahora el día paseando tristemente por los terrenos del hotel, y sólo hablaba con alguien cuando resultaba totalmente imprescindible. Las ojeras iban en aumento, y su voz un leve susurro.

Había conocido pocos hombres que se preocuparan tanto por su aspecto como Randolph, pero ahora sus camisas y pantalones lucían arrugados, sus corbatas sucias y sus zapatos sin lustrar. Sabía que mi madre tenía que haberse dado cuenta de todo ello, pero evidentemente había elegido ignorarlo. Estaba segura que si alguien se lo mencionaba, se quejaría del estrés, se llevaría la mano a la frente y declararía que el tema era uno de aquellos «de los que no se debía hablar».

Con Clara Sue enfurruñada la mayor parte del tiempo, y Philip de mal humor porque no le dedicaba todo mi tiempo libre, el ambiente del hotel se hizo pesado y triste hasta el punto de que los huéspedes empezaron a quejarse. Todos ellos echaban de menos a la abuela Cutler, quien, no importaba lo que pudiera yo pensar, había creado una atmósfera elegante y encantadora para su clientela. Ahora todos ansiaban que el verano llegara a su fin.

Poco más de una semana después de nuestro regreso con Christie, Jimmy tenía que partir. Su permiso había acabado y debía volver al Ejército. Había permanecido a mi lado durante la mayor parte del caos y agonía que había experimentado en las últimas semanas, de modo que no podía evitar sentirme asustada y deprimida ante la perspectiva de su marcha. Una vez más me sentía abandonada. La partida fue muy triste para ambos. Nuestro último adiós tuvo lugar en la intimidad de su coche, delante del hotel.

Era un día gris, con nubes que amenazaban tormenta. Surgían amenazadoras sobre un océano que parecía un campo de cemento. En los terrenos del hotel, las hojas barridas por un fuerte viento caían y se esparcían por doquier. Parecía que saltaban locamente sobre los prados y el camino de entrada.

—No pongas esa cara tan triste —bromeó Jimmy—. Le llamaré siempre que pueda, y vendré en cuanto me den el próximo permiso.

—No puedo evitarlo, Jimmy. Éste es un hotel grande con mucha gente, pero no hay nadie para mí —dije. No podía impedir que las lágrimas brotaran de mis ojos.

Los ojos oscuros de Jimmy resplandecían.

—Estaba convencido de que ibas a sentirte así cuando me marchara. Lo sabía. Y por tanto —dijo estirándose— tuve que adelantar mis planes.

—¿Adelantar tus planes? —sonreí a través de las lágrimas que empezaban a caer—. No lo entiendo. —Jimmy sonreía y permanecía inmóvil—. ¿Me lo vas a explicar?

—Por supuesto —contestó Jimmy. Hundió la mano en el bolsillo de su uniforme y extrajo algo en un puño cerrado. Esperé hasta que su mano llegara hasta mí y a continuación la abrió. Resplandeciente sobre su palma estaba el más bello diamante engarzado en un anillo de compromiso que jamás hubiera visto, y grande, además. Me quedé casi sin respiración y durante unos momentos me sentí incapaz de hablar.

—Jimmy ¿cuándo lo has comprado? ¿Por qué has comprado una cosa tan cara? —dije por fin, dando brincos en el asiento. Él se echó a reír y me colocó el anillo en el dedo.

—Lo compré en Europa —confesó— cuando estuve unos días en Ámsterdam. Allí es donde se encuentran las verdaderas gangas, ¿sabes? —añadió, orgulloso de los conocimientos mundanos que había adquirido durante sus viajes—. Claro que mis compañeros se reían de mí por ahorrar hasta el último centavo, pero… —me cogió de la mano y me miró fijamente a los ojos— ha valido la pena aunque sólo sea para contemplar la expresión de tu rostro y conseguir que de tu mirada desaparezca un poco de tristeza.

Yo sacudía la cabeza. Mi corazón latía con tal excitación que me resultaba difícil respirar. De hecho, me sentía un poco mareada, y durante unos segundos el coche pareció dar vueltas.

—¿Estás bien? —preguntó Jimmy cuando advirtió que estaba jadeando.

—Sí. Supongo que estoy… tan sorprendida. Oh, Jimmy —dije, y lo abracé. A continuación nos besamos como jamás lo habíamos hecho antes, aferrándonos el uno al otro. Yo lo retuve todo lo que pude. Después nos separamos y él me limpió las lágrimas de las mejillas suavemente con su pañuelo.

—Sólo piensa —dijo con aquella picardía que yo había aprendido a amar en sus ojos negros— que algún día pronto te convertiré en Dawn Longchamp.

—Exactamente. Oh, Jimmy, ¿no te parece divertido? Estoy impaciente.

Volvimos a besarnos, y entonces dijo que ya era hora de que se marchase.

—No les hace mucha gracia que lleguemos tarde. No es como un castigo en Emerson Peabody —dijo con una sonrisa—. Bueno, cuídate, y cuida de Christie —añadió.

Odiaba tener que salir del coche, pero era necesario que lo dejase ir. Bajó la ventanilla y nos besamos una última vez. Puso en marcha el coche y se alejó. Yo lo saludé con la mano hasta que desapareció en la curva.

El frío viento otoñal me levantaba el cabello haciendo que bailara sobre mi frente. Me protegí con los brazos y regresé al hotel. El anillo de compromiso que llevaba puesto me llenaba de alegría y esperanza.

La mezcla de excitación y tristeza al despedir a Jimmy me había dejado agotada y tenía ganas de estar en mi habitación junto a mi hijita. Subí las escaleras lentamente, sin pensar en nada, los ojos semicerrados. Cuando entré en el dormitorio me fui directamente a la cuna de Christie. Quería colocarla conmigo en la cama y abrazarla. Pero cuando me incliné para cogerla, vi que no estaba allí.

Durante un momento fui incapaz de entender lo que ocurría. Era como si mis ojos me estuvieran jugando una mala pasada. Incluso sonreí, incrédula. Cerré los ojos y los volví a abrir. No sirvió de nada. ¡Christie no estaba!

La señora Boston debe de habérsela llevado a algún sitio, pensé. Mi corazón empezó a latir con fuerza. Eran algo más que latidos; era como si quisiera escaparse de mi pecho.

Respirar se me hizo casi imposible, y durante unos segundos permanecí allí, jadeando. A continuación me controlé, me obligué a mantener la calma y salí de mi cuarto en busca de la señora Boston. No estaba en su habitación. Finalmente la encontré en la cocina hablando con Nussbaum, el cocinero. Al verme, ambos se volvieron. Estaba segura de que mi rostro se veía sonrojado. Me quemaba la piel y casi no podía hablar.

—¿Qué ocurre, Dawn? —preguntó la señora Boston, advirtiendo mi mirada salvaje. No tenía a Christie en los brazos, aunque de todas formas jamás la habría llevado a la cocina.

—Christie… —tuve que tragar saliva antes de continuar— ha desaparecido —dije, y las lágrimas empezaron a fluir de mis ojos como una cascada.

—¿Qué dice? —preguntó Nussbaum.

—¿Desaparecido? —preguntó la señora Boston. Negó con la cabeza—. Debe de haber algún error.

—No, no es un error. No está en su cuna —exclamé.

—Vamos, vamos —dijo Nussbaum, abrazándome—. Estoy seguro de que no ha pasado nada. —Su mirada se posó ahora sobre la señora Boston, en cuyo rostro comenzó a reflejarse una profunda preocupación.

—Vamos —dijo decidida.

La seguí, recorrimos el pasillo a toda prisa y empezamos a subir las escaleras. Una vez más tuve que enfrentarme a una cuna vacía. La señora Boston sacudía la cabeza.

—No lo entiendo —dijo—. La dejé hace tan sólo veinte minutos. Estaba completamente dormida.

—¡Oh, no! —dije, incapaz ya de mantener el control. Christie había desaparecido. ¡Desaparecido!—. ¡Oh, no! —grité con tanta fuerza y de forma tan penetrante que mi madre salió de su suite.

—¿Qué ocurre? —exigió saber, dedicándome una mirada de irritación.

—Es la niña —contestó la señora Boston—. Ha desaparecido. Alguien se ha llevado a la niña.

Aquellas palabras convirtieron el rostro de mi madre en una máscara de horror. Se le contorsionó la boca, y a medida que sus ojos se abrían, parecían hundirse aún más en el cráneo. Había oído aquellas palabras anteriormente, claro, cuando me habían llevado a mí, sólo que en aquella ocasión tuvo que fingir. Fue como si hubiera entrado en la máquina del tiempo y lo estuviese reviviendo todo. Negó con la cabeza y retrocedió.

—No —dijo—. Debe de ser…, debe de ser un error. Esto no puede estar ocurriendo. Otra vez no. No lo puedo soportar. ¿Por qué no puede haber un poco de felicidad en este maldito lugar? —murmuró y salió corriendo de la habitación.

—¡Busquemos ayuda! —dijo la señora Boston.

No podía dejar de temblar. Jimmy acababa de marcharse, justo cuando más lo necesitaba. ¡Oh!, por favor, por favor, Dios, no dejes que Christie desaparezca. Otra vez no. Que no tenga el mismo destino que yo. ¿Era posible que mi madre estuviera en lo cierto? ¿Acaso era ése un lugar maldito? Parecía una broma cruel que el destino nos jugaba una y otra vez. Reprimí las lágrimas y seguí a la señora Boston. Bajamos a toda velocidad a la recepción y congregamos a todos los empleados.

—Alguien se ha llevado a Christie de su cuna —anunció—. Necesitamos que todos empecéis a buscar.

Todos se quedaron perplejos y preocupados. Los botones y los recepcionistas pusieron manos a la obra. Los empleados del comedor que estaban descansando en la recepción se ocuparon del exterior. A medida que se enteraban, más y más personas se unían a la búsqueda, hasta que estuvo incluido casi todo el personal del hotel.

Philip, que había estado en la sala de juego jugando al póquer con algunos de los empleados, vino corriendo.

—¿De verdad que ha desaparecido? —preguntó.

Sólo fui capaz de asentir con la cabeza. Me senté en un sillón cubriéndome con los brazos, pensando que si no me sostenía, me caería en pedazos. Las náuseas eran tan fuertes que tenía la sensación de que vomitaría en cualquier momento. Mi garganta estaba tan agarrotada que tragar me resultaba imposible. Me veía obligada a cerrar los ojos y hacer un esfuerzo por respirar. Las doncellas, los recepcionistas, la señora Boston, todos intentaron tranquilizarme.

Finalmente oímos a alguien chillar al otro lado del vestíbulo. Era una de las doncellas.

La niña ha aparecido —gritó.

—Christie. Christie —llamé, y de alguna manera encontré las fuerzas suficientes para ponerme de pie. Al caminar por el vestíbulo era como si flotara. Minutos después Millie Francis, la mujer encargada de la lavandería, vino por el pasillo con Christie en brazos.

—¿Está bien? —pregunté.

—Estupendamente —dijo Millie. Me entregó a la niña con mucho cuidado. Christie tenía los ojos muy abiertos. Su rostro denotaba sorpresa y curiosidad mientras yo la sostenía con fuerza, sin querer pensar en lo que habría hecho si no la hubiese encontrado.

—¿Dónde estaba? —pregunté.

—Casi no la vi. Es una niña tan buena. Estaba tan quietecita.

—¿Dónde? —pregunté rápidamente.

—En la lavandería, en uno de los cestos, encima de una pila de toallas —contestó.

Todos se miraron sorprendidos.

—¿Cómo puede haber llegado hasta allí, y quién la metería en un cesto? —preguntó la señora Bradly, una de las recepcionistas más antiguas.

—Si lo ha hecho alguien es una broma de muy mal gusto —agregó uno de los botones.

—Gracias —dije, volviéndome hacia todos ellos—. Gracias a todos por ayudarme.

—No parece que se haya asustado mucho —me aseguró la señora Boston.

De inmediato subimos a Christie a mi habitación y la observamos más detalladamente. No había una sola marca en todo su cuerpo, y parecía estar muy despierta y contenta.

—¿Quién querría hacer una cosa así? —se preguntó en voz alta la señora Boston.

Poco después apareció Clara Sue en la puerta.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó, con una amplia sonrisa dibujada en su rostro—. ¿Me he perdido la diversión?

—¿Dónde ha estado? —preguntó la señora Boston, entrecerrando los ojos a modo de sospecha.

—Me quedé dormida mientras escuchaba música —contestó con gran tranquilidad Clara Sue.

—Yo no he oído música —dijo la señora Boston.

—¿Y quién ha dicho que no estás un poco sorda? —replicó Clara Sue antes de volver a sonreír. A continuación se volvió hacia mí y le resplandecieron los ojos de maldad—. Puse la música mientras Christie dormía la siesta, y a ella no le ha molestado en absoluto. Es un bebé tan bueno, ¿verdad, Dawn? —con aquellas palabras se marchó.

La señora Boston y yo nos miramos, el rostro de ella estaba contorsionado de irritación.

—De ahora en adelante, señora Boston, no quiero que entre en mi habitación y que nunca se acerque a Christie —dije contundentemente.

—Amén a eso —respondió.

Aquella noche Christie durmió conmigo en la cama. Los acontecimientos de esa tarde me habían dejado tan asustada que tardé horas en dejar de temblar. A cada momento me aseguraba que Christie estaba bien, y cuando me dormía, despertaba de golpe al cabo de pocas horas y miraba a mi hija para ver si se encontraba bien. Por fin, cuando empezó a amanecer, caí en un sueño profundo. Como si fuera consciente de cuánto lo necesitaba, Christie no se puso a llorar a la hora del desayuno, y fue la señora Boston quien me despertó a la mañana siguiente.

Me desperecé lo mejor que pude y cuando me levanté para prepararle el biberón a Christie, apareció la señora Boston trayendo uno.

—Pensé que ya era hora —dijo.

—Qué amable, señora Boston. Gracias —dije, y cogí a Christie en brazos. Después me senté en la mecedora y le di de comer. Pensé que tenía los ojos de Michael, pero que la nariz y la boca eran mías. Juntó los pequeños dedos formando puños y abrió los ojos para mirarme. Pensé que con la boca formaba una O silenciosa y aquello me hizo reír. Cuando chupaba tenía la mirada fija en mi rostro y no movía los ojos para nada.

Parecía que hubiese pasado mucho tiempo, que hubiera sido en otra vida cuando Mamá Longchamp había dado a luz a Fern, y yo tuve que cuidarla porque mamá estaba débil y enferma; pero en cuanto me puse a cuidar a Christie, todo lo que sabía y había aprendido acerca de los bebés volvió a mí de inmediato.

Estaba tan extasiada y concentrada en mi hija que no oí que mi madre entraba en la habitación, ni tampoco que ya no estaba la señora Boston.

—¡Dios mío! —se quejó—, ¿qué fue todo aquel jaleo ayer por la tarde? ¿Fue un sueño?

—No fue un sueño, mamá. Me temo que Clara Sue nos gastó una broma pesada. Cogió a Christie y la metió en un cesto de la lavandería. Claro, ella lo niega, pero estoy segura de que lo hizo.

Mi madre negó con la cabeza como si mis palabras la confundieran. Parecía drogada de sueño. Me costaba creer lo poco que se cuidaba. Su aspecto físico siempre había sido tan importante para ella, incluso cuando se suponía que sufría de alguna terrible enfermedad. Nunca la vi fuera o dentro de la cama sin estar perfectamente maquillada y con el cabello cepillado y arreglado. Y siempre llevaba, puesta alguna joya.

Ahí estaba ahora, vistiendo una de sus batas más viejas y raídas, el cabello sin cepillar, sin joyas ni maquillaje, y la cara pálida a más no poder. Incluso los labios habían perdido su color. Agitó la cabeza y entró en la habitación. A continuación hizo una mueca.

—¿No te sientes ridícula? —preguntó.

—¿Ridícula? ¿Por qué iba a sentirme ridícula, mamá?

—Ahí sentada con un bebé en brazos, soltera y con tantas responsabilidades como tienes. —Suspiró profundamente—. Ojalá me hubieras escuchado antes de ir a buscarla. Su verdadero padre os ha abandonado a las dos, y tú todavía eres tan joven —sermoneó—. A pesar de la forma en que la abuela Cutler llevó a cabo los asuntos, tomó la decisión correcta en su momento. La pequeña estaba con una familia excelente. Ahora tú estás totalmente atrapada.

—Es típico de ti decir una cosa así, mamá —respondí fríamente, al tiempo que fijaba mis ojos en los suyos para que no pudiera apartar la mirada—. Christie no es una carga. Es mi hija, y la quiero con todo mi corazón. Es lo que más me importa, y haría cualquier cosa por ella. ¿Crees que para todo el mundo es tan fácil abandonar a un hijo como lo fue para ti? Eras egoísta y sigues siéndolo. TÚ, TÚ, TÚ. ¡Nunca has pensado en otra cosa que en ti misma! Pues bien, yo considero a Christie una bendición, y si alguien es una carga aquí, eres tú —dije casi escupiéndole las palabras.

Me miró fijamente, y a continuación parpadeó y sonrió de aquella forma tan infantil que había perfeccionado a lo largo de los años.

—Me niego a discutir contigo, Dawn. Ni ahora, ni nunca. Piensa y haz lo que quieras. Sólo te estoy dando los mejores consejos que puedo. Si no quieres seguirlos, no lo hagas. —Muy a su pesar, miró a Christie—. Lo más terrible de todo esto —murmuró— es que me has convertido en abuela antes de tiempo. Bueno —dijo, retrocediendo y cruzando los brazos firmemente bajo su leve seno—, puedes estar segura que no permitiré que nadie me llame abuela Cutler.

—Haz lo que quieras —dije—. Créeme, tú te lo pierdes.

—¿Perdérmelo? —Me dirigió una sonrisa burlona—. ¿Perderme qué? ¿Dar de comer a un bebé que eructa y ensucia los pañales? Ya he tenido suficiente, gracias —dijo.

—Si nunca has hecho nada, mamá. O tenías una tata, o una enfermera o…, o abandonabas a tu hija —dije enfáticamente.

—Vamos, hazme daño —dijo, y su barbilla comenzó a temblar—, acaba de hundirme. Te da placer, ¿verdad? Nunca me perdonarás lo que hice, por mucho que me disculpe. Supongo que no he sufrido lo suficiente como para complacerte. Nadie se da cuenta de los sacrificios que he hecho y que continúo haciendo.

—Mamá, no sabes lo ridículo que suena eso —dije. Volví a acostar a Christie en la cuna después de su eructo. A mamá le sorprendió mi habilidad. Se limpió dos lágrimas de las mejillas. De pronto se le iluminó la cara.

—¿Qué es eso? —preguntó, señalándome.

—¿Qué? —Realmente no sabía a qué se estaba refiriendo… Algo en la cara, mi ropa… Me había olvidado de que llevaba el anillo.

—El anillo. Parece un anillo de compromiso.

—Pues eso es lo que es. Jimmy y yo estamos formalmente comprometidos —dije con orgullo.

—¡Oh, no! —Se puso la mano sobre la frente y se pasó la palma por el cabello mientras negaba con la cabeza—. Eres más imbécil de lo que pensaba. ¿Realmente vas a casarte con ese chico, un soldado sin un centavo y un nombre que no conlleva ningún honor ni posición social? ¿Cuándo vas a empezar a escucharme?

—Jimmy y yo nos queremos, mamá. Hemos pasado muchas cosas juntos, y…

—Amor. —Echó la cabeza hacia atrás y lanzó una carcajada—. Es una palabra tan ridícula. Una idea romántica inventada en las novelas, pero que nada tiene que ver con la vida real. Ama a alguien que pueda darte lo que necesitas y te mereces. En realidad, el amor sólo es la satisfacción de una necesidad. Créeme —dijo, asintiendo—, hablo por experiencia.

—Eso es, mamá. Tu experiencia, no la mía —dije enfáticamente.

—¿Qué te ocurre? —preguntó extendiendo los brazos—. Ahora eres la propietaria del «Cutler’s Cove». De la noche a la mañana has ganado una posición, poder y dinero. Tendrás una docena de pretendientes respetables y decentes haciendo cola. Los jóvenes más ricos e importantes te harán la corte, como solían hacérmela a mí en otros tiempos. Los tendrás a todos en tus manos. Todos te inundarán de regalos caros y te harán promesas imposibles. Y después, cuando finalmente tengas que elegir, podrás hacerlo entre la flor y nata —prometió.

—Eso no es lo que quiero, mamá. Ya te lo he dicho, Jimmy y yo nos queremos. Todo lo demás, posición social, poder, riqueza, no nos interesa siempre que nos tengamos el uno al otro. Me entristece que seas incapaz de entender lo importante que es para mí. Tú no tienes a nadie a quien amar más que a ti misma, y creo que estos días no te gustas mucho, ¿verdad, mamá?

—Eres una mujer muy cruel, Dawn —dijo mi madre, y entrecerró los ojos—. No sabes lo mucho que has heredado de tu verdadero padre.

—¿Cuánto he heredado, mamá? Cuéntamelo —dije. Quería que me hablara de él y de lo que había ocurrido. Pero no quiso seguir.

—Estoy cansada y asqueada —dijo—. Haz lo que quieras —murmuró—. Haz lo que quieras.

Regreso, a su habitación, cerró las puertas aislándose para continuar con su autocompasión. Al parecer, lo único que había hecho yo era darle más motivos para su conducta.

Tan pronto como Philip regresó a la Universidad y Clara Sue al colegio, yo también inicié mi educación. Poco después de la muerte de la abuela Cutler y la lectura de los testamentos, el señor Updike y el señor Dorfman, el administrador del hotel, idearon un plan para continuar llevando lo mejor posible el negocio durante el tiempo que el señor Updike denominaba «la transición». Sabía que aquello significaba el tiempo que yo necesitaría para aprender y madurar lo suficiente como para asumir verdaderas responsabilidades.

El señor Dorfman era un hombre pequeño y calvo con gafas como culos de botella. A pesar de ser un administrador competente, se sentía muy incómodo cuando hablaba con alguien. Me pareció un hombre tímido al que no le gustaba mirar directa ni indirectamente a las personas con las que conversaba. Mantenía la mirada fija sobre su escritorio o los documentos que sostenía entre las manos. Era casi como si acabase de entrar y estuviera escuchando una conversación entre él mismo y alguna otra persona invisible.

—Bueno, me temo que las noticias que tengo para darle no son buenas —dijo apenas nos conocimos—. He hecho una evaluación completa del activo y pasivo del hotel. Supongo que sabrá que el hotel tiene una fuerte hipoteca, y que durante todos estos años la señora Cutler sólo conseguía pagar los intereses de la misma.

Negué con la cabeza sin poder disimular mi confusión. Pero en vez de impacientarse conmigo, al señor Dorfman pareció agradarle el hecho de que supiera poco de aquellos asuntos. A continuación procedió a explicarme a qué se debían las hipotecas, qué intereses se pagaba por ellas y la importancia que todo ello tenía para el hotel.

—De modo que podría decirse que somos casi mendigos —concluí sorprendida.

—No, no —dijo sonriendo por primera vez, si aquel leve gesto en la comisura de los labios podía llegar a describirse como una sonrisa—. La mayoría de grandes propietarios tienen fuertes hipotecas. No significa que sean mendigos. Al contrario. El negocio este da trabajo a muchas, muchas personas, y el valor de la propiedad es muy alto. Durante algunos años, como verá, el hotel ha sido rentable, y algunos otros, los últimos tres, para ser más exactos, se han cubierto los gastos. Quizá se haya obtenido un pequeño beneficio —añadió, como si quisiera que me sintiese mejor.

—Pero si liquidásemos la hipoteca nos quedaríamos sin beneficio alguno —dije.

—No tiene por qué pagar la hipoteca. El Banco ya se contenta con cobrar los intereses, que son considerables.

No tienen ningún deseo de convertirse en propietarios de un hotel, créame.

—Todo esto sigue siendo muy complicado para mí —declaré.

—Con el tiempo llegará a entenderlo tan bien como yo. Me he tomado la libertad de preparar una serie de documentos para que pueda estudiarlo. Léalo todo con cuidado, especialmente en lo que se refiere a los gastos del establecimiento, después volveremos a hablar. No es muy complicado —prometió, y me entregó un grueso legajo de papeles que incluían estudios que se remontaban a veinte años atrás. Realmente, iba a ser como volver al colegio, pensé.

—¿Qué piensa Randolph de todo esto? —pregunté, reclinándome en la silla. Quizá fuera mejor convertirse en un socio comanditario y dejar que Randolph asumiera la mayor parte de la responsabilidad. El señor Dorfman arqueó sus espesas cejas.

—¡Oh!, pensé que el señor Updike ya se lo había explicado… Es decir, supuse…

—¿Que me ha explicado qué? —exigí saber.

El señor Dorfman se agitó nerviosamente durante un instante y a continuación me miró a los ojos por primera vez desde que llegué.

—El señor Randolph —dijo con tranquilidad— es completamente incapaz de asumir cualquier responsabilidad desde hace ya tiempo, incluso antes del fallecimiento de la señora Cutler. Usted ya sabe mucho más acerca del hotel que él —añadió, dejándome completamente atónita.

—¿Qué? Estoy de acuerdo en que a veces se comporta de modo algo extraño y que hace cosas que no parecen muy importantes, pero…

—La señora Cutler nunca le cedió ninguna verdadera responsabilidad, señorita Dawn. Incluso… nunca ha hecho ni siquiera un ingreso bancario —me reveló el señor Dorfman, y a continuación empezó a ojear una carpeta.

Me recliné y volví la cabeza de un lado a otro. Había abrigado la esperanza de depender de Randolph dejando que él se ocupara del hotel mientras yo me concentraba en cuidar a Christie. El legajo que descansaba sobre mi regazo me pareció ahora más pesado. Me sentía incapaz de hacer todo eso. Mi herencia no era una bendición sino una carga. Me avergonzaría si de alguna forma metiese la pata y todas las personas que trabajaban en el hotel llegaran a perder su empleo.

—Señor Dorfman, yo…

—Le aseguró que tiene a su servicio gente muy cualificada, señorita Dawn —dijo rápidamente el señor Dorfman—. Todos son muy eficaces. En ese aspecto la señora Cutler controlaba muy bien el asunto. Si no conseguía un buen beneficio algún año era a causa de la economía, y no por la forma en que llevaba los negocios o como se comportaban sus subordinados. Su filosofía era que no faltara nada ni que se desperdiciase nada. Mi trabajo es ayudarla a que las cosas continúen así —concluyó. Y a continuación, como si deseara añadirle algo al reto que se me presentaba, se reclinó y dijo—: Cuando la señora Cutler se casó con el señor Cutler, convirtiéndose en la encargada de este hotel, no era mucho mayor que usted.

—Sí, pero ella tenía al señor Cutler —repliqué.

El negó con la cabeza y jugueteó nerviosamente con la pluma que tenía entre los dedos.

—No me parece que sea hablar mal de los muertos si le digo que su padre, el padre de Randolph, no sabía gran cosa de hoteles. Mi padre era el administrador de este lugar en aquella época, de modo que conozco bien la historia. Este hotel no se convirtió en nada realmente significativo hasta que no se hizo cargo de él la señora Cutler. Por tanto —continuó, deseoso de cambiar de tema—, siempre estaré a su disposición. Si no estoy aquí y me necesita para algo, cualquier cosa, tiene mi teléfono particular apuntado en los documentos que acabo de entregarle.

Me puse de pie, aturdida, le di las gracias al señor Dorfman y lentamente salí, caminando como una sonámbula por el pasillo. ¿Dónde iba? De pronto se me ocurrió que era hora de ocupar el despacho de la abuela Cutler.

Me detuve ante la puerta casi como si estuviese obligada a llamar. A continuación abrí lentamente la puerta y permanecí ahí largo rato. Mi corazón latía con fuerza, como si anticipase la milagrosa resurrección de mi abuela. Casi podía verla firmemente plantada y alta con su cabello azul acero perfectamente cortado y peinado. Estaba detrás de su escritorio, los hombros erguidos en la chaqueta de algodón azul que llevaba sobre la blusa de volantes. Me dirigió aquella mirada fría, y en mi imaginación casi pude oírle decir: «¿Qué haces aquí? ¿Cómo te atreves a entrar en mi despacho sin llamar?»

Miré a mi alrededor. El despacho revestido con paneles de madera seguía oliendo a lilas. Todo me recordaba a la abuela Cutler, cuya austera personalidad, se reflejaba tanto en los suelos de madera como en la alfombra azul tejida delante del sofá de zaraza del mismo color. El oscuro escritorio de caoba estaba tal como lo había dejado: las plumas en sus cajas, los papeles ordenadamente a un lado, un pequeño cuenco con caramelos en una esquina y el teléfono negro en la otra. Su bloque de memorandos estaba abierto en el centro de la mesa.

Firme y decidida, me dirigí finalmente hacia las cortinas parcialmente abiertas y tiré del cordón para abrirlas del todo. Los rayos del sol inundaron el despacho, haciendo desaparecer las sombras que cubrían su alto sillón de cuero rojo, los estantes y la lámpara de pie. Partículas de polvo bailaban en el ambiente. A continuación retrocedí y miré el retrato del abuelo Cutler, el hombre que, ahora lo sabía, era mi verdadero padre.

Aparentemente el retrato había sido pintado en ese mismo despacho, pues él aparecía sentado detrás del escritorio. De pronto, tuve la sensación de que me miraba de reojo, la cabeza ligeramente echada hacia delante, sus ojos azules fijos en mí. Al cruzar al otro lado de la habitación me pareció que el retrato me seguía con la mirada. Pensé que aunque el artista podía haber tenido instrucciones de captar el porte autoritario y distinguido de mi padre, por la forma en que había pintado sus labios me di cuenta de que había conseguido plasmar su encanto.

¿Qué clase de hombre había sido?, me pregunté. ¿Qué lo había llevado a ser mentiroso y libidinoso? ¿Por qué había violado a mi madre, si es que se trataba de una violación? ¿Qué clase de moralidad tenía si podía amar a la mujer de su hijo? Evidentemente se había sentido algo culpable, porque había intentado reparar los daños dejándome su herencia y confesando sus pecados aunque sólo fuese después de muerto. Y había sido lo suficientemente compasivo como para preocuparse de cómo le afectaría a la abuela Cutler, dejando por tanto instrucciones de que nada fuese revelado hasta que ella también hubiera muerto.

Mientras observaba los ojos de mi padre —ojos sorprendentemente similares a los míos— me pregunté qué, aparte de ciertos atributos físicos, había heredado de ese hombre. ¿Me convertiría ahora en una persona tan ambiciosa como él? ¿Podría cumplir con las responsabilidades que habían caído sobre mí y convertirme en una buena administradora? ¿Tendría su encanto a la hora de complacer a los huéspedes? ¿Había sido él justo con los empleados y querido por ellos? ¿Lo sería yo? Me di cuenta de que estaba muy ansiosa por saber cosas de mi padre, y abrigué la esperanza de que los empleados que lo habían conocido me hablaran de él. Realmente no esperaba que mi madre me explicase nada que valiera la pena, y en lo que se refería a Randolph…, bueno, por lo que me habían contado y por lo que veía, Randolph no servía para mucho estos días.

Di la vuelta al escritorio y me senté en el sillón de la abuela Cutler. Desde esa nueva posición empecé a ver las cosas de forma más realista y natural. Era como si el estar sentada en su sillón y asumir su categoría me diese la confianza necesaria para continuar. El despacho no era tan grande como a mí me había parecido. Podía hacer muchas cosas para alegrarlo, pensé. Cambiaría la alfombra y los muebles. Y colgaría unos cuadros más alegres.

Me recliné. Casi pude sentir a la abuela Cutler detrás de mí, apretando los dientes y sacando humo por las orejas. Quizá pueda conseguirlo, pensé. Quizá pueda.

Entonces me di cuenta de la hora que era y me levanté de un salto para atender a Christie. Pero al pasar por la recepción, Patty, una de las doncellas más antiguas, me detuvo.

—Creo que será mejor que baje a la lavandería —me aconsejó, y asintió como si estuviera contándome algún secreto.

—¿Se ha roto algo? —pregunté con la idea de decirle que hablara con el señor Dorfman, pero ella negó vigorosamente con la cabeza.

—Será mejor que baje alguien —repitió, y me dejó allí, aturdida. Le pedí a la señora Boston que subiera a cuidar de Christie mientras yo bajaba al sótano del hotel, donde se encontraba la lavandería.

Al principio pensé que no había nadie, pero cuando entré en la sala de las lavadoras vi a Randolph en un rincón junto a una mesa que se utilizaba para doblar la ropa. Tenía docenas de vasos graduados alineados a cada lado de la mesa, y estaba utilizando la cuchara de medición —del tipo que se utiliza para medir la harina o el azúcar en la cocina—, sólo que él la usaba para poner jabón en polvo en los vasos. A su lado había dos cajas de sendas marcas de jabón.

—Randolph —dije acercándome—, ¿qué estás haciendo?

No se volvió. Siguió sacando jabón en polvo cuidadosamente.

—¿Randolph? —Coloqué mi mano sobre su brazo, y él me dirigió una mirada salvaje con los ojos inyectados en sangre.

—Tengo razón en esto —dijo—. Me lo sospechaba, y tengo razón. —Volvió a concentrarse en el jabón.

—¿Razón en qué, Randolph? —pregunté.

Se detuvo y sonrió de forma irritante.

—La marca que tengo a la derecha es mucho más concentrada. Se necesita menos cantidad por cada kilo de ropa, aunque es más caro, ¿entiendes? Lo que esto significa es que podemos ahorrar mucho dinero comprando la marca cara. Se lo dije a mamá una vez. Se lo dije. Se limitó a negar con la cabeza, no me escuchó, estaba demasiado ocupada con otra cosa… cualquier cosa —dijo, agitando un brazo— pero yo tenía razón.

Me observó fijamente, los ojos aún más resplandecientes y la sonrisa todavía más irritante.

—Tenía razón.

—¿Realmente ahorraremos mucho, Randolph? Quiero decir, ¿vale la pena que hagas todo esto?

—¿Qué? —Volvió sus inexpresivos ojos azules hacia mí. Se comportaba como si no supiera quién era yo. Un escalofrío me recorrió la espalda.

—Lo siento —dijo—. Tengo que finalizar este estudio. Hablaré contigo más tarde, ¿de acuerdo? Gracias, gracias —murmuró, y volvió a la tarea de extraer jabón con mucho cuidado.

Lo observé durante unos minutos y a continuación salí rápidamente y me fui arriba. Mamá tiene que enterarse de esto, pensé.

Al llegar al rellano del primer piso me sorprendió el sonido de la risa de mi madre. Me acerqué lentamente ya que también advertía la voz de un hombre. Llamé suavemente a su puerta y entré.

—¿Sí? —dijo mi madre, irritada. Miré en el interior y la vi sentada en el sofá. En el sillón frente a ella había un hombre con las piernas cómodamente cruzadas; era guapo y distinguido.

Mamá vestía uno de sus suaves jerséis de angora azul y una falda de algodón haciendo juego. Llevaba el cabello suelto sobre los hombros y unos largos pendientes de diamantes del mismo conjunto que la pulsera. Iba maquillada y se la veía más feliz y guapa que nunca.

—Oh, Dawn, me gustaría presentarte al señor Bronson Alcott, un querido, querido amigo mío —dijo sonriendo. Sus mejillas sonrosadas la hacían aún más bella.

—De modo que ésta es la joven de la que tanto me han hablado —dijo Bronson Alcott, dedicándome toda su atención.

Era un hombre alto y delgado con un bigote moreno bajo una perfecta nariz romana. Llevaba el pelo bien cortado y sus mechones marrón claro resplandecían bajo la luz de la lámpara Tiffany. Sonrió, y sus brillantes y alegres ojos de color aguamarina se iluminaron.

—Hola —dije.

—Bronson es el presidente del Banco Nacional de Cutler’s Cove —me explicó mi madre—. El Banco que tiene la hipoteca de este hotel —añadió enfáticamente.

—¡Oh! —Me volví de nuevo hacia él. Para ser banquero estaba sorprendentemente moreno. Sonreía divertido, como si estuviera a punto de guiñarme un ojo. Mantenía las largas y elegantes manos cruzadas sobre la rodilla. Aunque parecía un hombre de cuarenta y tantos años bien podría haber sido mayor.

—Me alegro de tener finalmente la oportunidad de conocerte, Dawn —dijo. Su voz era profunda y resonante, lo cual era un complemento a su sonrisa permanentemente sexy. Mamá parecía estar hipnotizada por cada una de sus palabras y cada uno de sus gestos. Se puso de pie y me extendió la mano. La cogí y el modo en que me miró de arriba abajo hizo que me sonrojase. Tardó en soltarme la mano.

—¿Es esto un anillo de compromiso? —preguntó, manteniendo mis dedos firmemente entre los suyos.

—Sí —contestó secamente mi madre—. Lo es.

—Enhorabuena. ¿Quién es el afortunado? —preguntó.

—Nadie que tú conozcas, Bronson —respondió mi madre antes de que pudiera hacerlo yo.

Él inclinó la cabeza a la vez que se suavizaba su sonrisa.

—¿Alguien de fuera de la ciudad? —quiso saber.

—Está fuera de la ciudad —contestó mamá, mientras empezaba a darle brillo a sus uñas—. Está en el Ejército.

—Se llama James Gary Longchamp —dije, al tiempo que dirigía a mi madre una mirada furibunda.

Me di cuenta de que Bronson no iba a sentarse hasta que lo hiciera yo. Era la quintaesencia de un caballero sureño que fácilmente hacía que todas las mujeres se sintieran un poco como Escarlata O’Hara. De mala gana me acomodé al lado de mi madre en el sofá, y él volvió al sillón.

—¿Cuándo será la boda? —preguntó Bronson.

—En cuanto Jimmy, quiero decir James, se licencie —contesté, retando de nuevo a mi madre. Ella emitió una risita breve y nerviosa y continuó sacándole brillo a las uñas.

—He intentado explicarle que no debe apresurarse tanto, que sería el centro de atención de todos los solteros distinguidos de Virginia, pero insiste en seguir adelante con el amor de su infancia —se quejó mamá.

—No seamos tan duros, Laura Sue —dijo Bronson—. Tú y yo tuvimos un romance de adolescentes, ¿lo has olvidado?

Mamá se sonrojó.

—Eso fue distinto, completamente distinto.

—Tu madre me rompió el corazón —dijo Bronson dirigiéndose a mí—. Nunca he conseguido perdonarla del todo. Pero sospecho que el mío no fue el único corazón roto en aquella época. Tenía una cola de pretendientes que llegaba de aquí a Boston.

Mamá se animó y su risa fue más ligera.

—No es difícil imaginarte haciendo lo mismo, Dawn —dijo Bronson, volviéndose hacia mí. Su mirada se detuvo unos instantes, y por el rabillo del ojo vi cómo mi madre se moría de envidia.

—En este momento no me interesa demasiado romper corazones, señor Alcott —contesté.

—¡Oh!, por favor, llámame Bronson. Tengo la esperanza de que llegaremos a ser buenos amigos además de compañeros de negocios —dijo, y me guiñó un ojo—. Lo cual me recuerda… —añadió. Luego extrajo una larga cadena de oro, consultó la hora en su reloj y se volvió hacia mi madre—. Tengo que marcharme. He abandonado mis responsabilidades en el Banco durante demasiado tiempo.

Se puso de pie y volvió a mirarme.

—Quizá tú y tu madre podáis venir un día a visitarme a Beulla Woods —dijo.

—Es la finca Alcott —explicó rápidamente mamá—. Es una casa magnífica al noroeste de Cutler’s Cove.

Por la forma en que miró a Bronson mientras lo decía, tuve la impresión de que había estado allí muchas, muchas veces y que sería capaz de llegar allí incluso con los ojos tapados.

—Sí, quizá podamos ir todos un día —dije subrayando el «todos».

Bronson sonrió, y también mamá, aunque tímidamente. El me cogió la mano y la acercó a sus labios.

—Adiós. Fue un placer conocerte —dijo, mirándome con tanta intensidad que mi corazón empezó a latir con fuerza. Parecía querer memorizar todos y cada uno de los detalles de mi rostro. Finalmente se volvió hacia mi madre—. Laura Sue.

Ella se puso de pie y se abrazaron. Bronson le dio un beso en la mejilla, pero tan cerca de los labios que estuve segura de que los había rozado. Mamá me miró rápidamente y a continuación lanzó una nerviosa carcajada. Bronson hizo una reverencia y salió. Cuando miré a mamá advertí que estaba ruborizada. Daba la sensación de que su corazón latía aún con mayor fuerza que el mío.

—Santo cielo —dijo—, no imaginé que ponerme algo decente y recibir una visita llegaría a cansarme tanto. Me temo que tendré que descansar un rato, Dawn. —Empezó a dirigirse a su dormitorio.

—Espera, mamá. Vine a verte por otra cosa —dije.

Ella se detuvo con un gesto de impaciencia en el rostro.

—¿Qué pasa ahora, Dawn? —preguntó, evidentemente molesta.

—Se trata de Randolph. Me parece que no tiene muy buen aspecto, y hace cosas muy raras. —Le conté lo que había ocurrido en la lavandería. Ella negó con la cabeza.

—No hay nada nuevo en todo eso —dijo—. Randolph es Randolph —añadió, como si aquella explicación bastara para siempre.

—Pero, ¿no te parece que está peor? Quiero decir, ya no se preocupa de su aspecto físico, y…

—Oh, Dawn, ya se le pasará. Es simplemente su forma de llorar la muerte de su querida madre. Por favor, yo tengo ahora que preocuparme por mi salud.

—Sí —dije—, pero la tuya parece mejorar cuando te place —añadí con sarcasmo.

—Estoy demasiado cansada para todo esto —replicó—. Demasiado cansada.

Se dirigió a su dormitorio y cerró la puerta rápidamente. Yo salí y me fui a mi habitación, donde encontré a la señora Boston meciendo a Christie en sus brazos mientras cantaba una nana. La imagen me hizo sonreír.

—¡Oh!, Dawn —dijo cuando advirtió que la estaba observando—. Estaba tratando de que se durmiese.

—Gracias, señora Boston. Ya sé que tiene bastante trabajo como para que además tenga que hacer el mío.

—¡Oh!, esto no lo considero trabajo, Dawn —contestó mientras colocaba cuidadosamente a Christie en la cuna—. ¿Se ha marchado ya la visita de su madre?

—Sí, acaba de irse —dije, advirtiendo cierta desaprobación en su tono y en su mirada—. ¿Lo conoce, señora Boston?

—Todo el mundo conoce al señor Alcott —dijo—. En una época, hace mucho tiempo, visitaba frecuentemente el hotel.

—¿De verdad?

—Sí. A su madre la visitaban muchos caballeros —dijo—, pero él fue el único que siguió viniendo una vez que ella se casara con Randolph.

—¿No está él casado? —pregunté. De repente me di cuenta de que no había visto que llevara ninguna alianza.

—¡Oh, no! Sigue siendo el soltero más cotizado de Cutler’s Cove.

—Me pregunto por qué no se ha casado. Es un hombre muy guapo —dije. La señora Boston puso cara de estar al tanto de los rumores—. ¿Sabe usted por qué?

Se encogió de hombros.

—Ya sabe cómo son las cosas en el hotel. La gente habla.

—¿Qué dicen, señora Boston? —insistí.

—Que su madre le rompió tan cruelmente el corazón que es incapaz de amar a cualquier otra mujer. Pero ya basta de charla —añadió rápidamente, irguiendo la espalda—. Tengo trabajo.

—Señora Boston —dije cuando empezaba a dirigirse a la puerta. Se volvió—. ¿Cuándo dejó el señor Alcott de visitar con frecuencia el hotel?

Ella apretó los labios como si no estuviera dispuesta a añadir más leña al fuego.

—Justo después de que naciera usted y se la llevaran —dijo—. Pero eso no quiere decir que dejaran de verse —añadió, y a continuación se mordió el labio inferior como para reprimirse las palabras—. No me convierta en una cotilla preguntándome más cosas.

Dio media vuelta y desapareció, dejándome con un montón de preguntas que me rondaban en la cabeza.