19

VIENTOS DE CAMBIO

Nuestras vidas sufrieron muchos cambios aquel invierno. Desafortunadamente, el que Fern hiciera borrón y cuenta nueva no fue uno de ellos. A pesar de sus promesas, su comportamiento en la escuela continuó siendo un problema para nosotros. En dos ocasiones Jimmy tuvo que abandonar el trabajo y reunirse con el director y los profesores de Fern. Sequía siendo desobediente en clase. Le imponíamos algún castigo y durante un tiempo mejoraba, pero después cometía alguna fechoría y vuelta a empezar.

Continuaba siendo egoísta y desconsiderada, ponía su música de rock tan alto que hacía vibrar las paredes, buscaba excusas para no ayudar en las tareas de la casa e ignoraba todas nuestras órdenes. Tenía fuertes cambios de humor; un día se sentía totalmente trágica, se echaba a llorar por cualquier cosa y comía como un pajarito, y al siguiente flotaba por la casa soñando con un nuevo novio.

Con el tiempo se convirtió en una verdadera belleza. Se dejó crecer el pelo y se pasaba horas delante del tocador cepillándoselo mientras Christie se sentaba en el suelo a su lado a charlar. Por desgracia, Fern seguía eligiendo amistades mucho mayores que ella. A pesar de ello, intentamos mostrarnos comprensivos y dejamos que fuera a su primer baile. La acompañó un chico tres años mayor que ella, y esa noche volvió dos horas más tarde de lo que le habíamos permitido.

Jimmy se puso furioso. La reprendió, la amenazó, le impuso nuevos castigos e hizo todo lo que pudo. Fern recurrió a las excusas habituales. Las utilizaba tan a menudo que se convirtieron en un lema:

—He tenido una infancia terrible. Mi verdadera familia me abandonó. Lo estoy intentando.

Como de costumbre, al final Jimmy se ablandaba, y la perdonaba.

—Supongo que va a necesitar un poco más de tiempo —decía.

Aquella primavera Christie dio su primer concierto de piano para los huéspedes del hotel. Llevaba un vestido de gasa rosa con miriñaque bajo la falda y tenía el rubio cabello peinado hacia atrás cayéndole suavemente hasta la mitad de la espalda. En cuanto entró en la sala e hizo una pequeña reverencia el corazón de todos se derritió. Después se sentó y tocó un fragmento de un concierto de Mozart, y a continuación una canción de cuna de Brahms. Richard y Melanie, los gemelos de Philip y Betty Ann, se sentaron en la primera fila. Llevaban trajes idénticos y aplaudieron con entusiasmo hasta que las pequeñas palmas de sus manos enrojecieron. Jimmy y yo estábamos orgullosos de la forma tan adorable en la que Christie aceptaba los elogios, parpadeaba cuando le hablaban los caballeros mayores y se dejaba besar en la mejilla por las señoras.

—Sabe controlar la situación mucho mejor de lo que lo hacía la señora Cutler —comentó el señor Updike—. Ha nacido propietaria.

Me eché a reír, pero pensé que quería un futuro mejor para mi hija. Era demasiado especial.

A finales de la primavera Papá Longchamp, Edwina y Gavin nos visitaron por segunda vez. Gavin tenía muchas ganas de volver a ver a Christie, Fern y los gemelos, a quienes ahora consideraba miembros de su familia. Papá nos contó que alardeaba del gran hotel de su hermano y hermanastra.

—Desde el día en que regresamos de nuestro primer viaje nos pide que volvamos —dijo papá.

Fern no estuvo más cariñosa con Papá Longchamp. Incluso me pareció que se avergonzaba de él. Se sentó y respondió a todas las preguntas de forma educada porque la estábamos vigilando, pero en cuanto pudo, se disculpó y Ríe a hablar por teléfono con su nuevo novio.

—Cada día está más guapa —comentó Papá Longchamp—. Ya sé que es mucho trabajo para vosotros, pero tú y Jimmy lo estáis haciendo muy bien, Dawn. Estoy muy orgulloso de vosotros —añadió.

Estaban ocurriéndonos tantas cosas buenas que yo no bajaba la guardia a la espera de que llegase aquel viento gélido o que regresaran las nubes oscuras. Jimmy me reñía por ello.

—Tienes que dejar de buscar problemas, Dawn —me sermoneó—. Si el futuro nos depara problemas, no necesita que tú vayas a su encuentro. Ya llegarán, pero mientras tanto seamos felices. Disfrutemos de la vida. Sigues demasiado tensa y nerviosa, y con eso harás más difícil que nos ocurran cosas buenas.

Yo sabía a qué se refería. En más de una ocasión el médico había dicho que no lograba quedar embarazada a causa de mi actitud mental.

—Lo estoy intentando, Jimmy —dije—. De verdad. Sólo actúo con cautela.

—Pues olvídate de la cautela, ¿quieres? Además trabajas demasiado —se quejó.

Aquello no podía negarlo. La ampliación del hotel había sido un éxito. Ahora tenía capacidad para ciento veinticinco huéspedes más, y eso supuso contratar más empleados, con todo lo que ello implicaba. Aumentaron las responsabilidades de todos, no sólo las mías.

Aproximadamente para la fecha en que vino Papá Longchamp con su familia, el hotel acogió una convención por primera vez. No era demasiado grande, sin embargo el señor Dorfman se puso muy nervioso. Se trataba del cambio más dramático de los introducidos por mí, ya que era algo a lo que la abuela Cutler se había opuesto durante años. Mientras el señor Dorfman inspeccionaba y observaba lo que ocurría, advertí la tensión en sus ojos. De vez en cuando se giraba, como si esperase que la abuela Cutler apareciera volando por un pasillo reprendiéndolo furiosa por haber permitido semejante cambio.

Pero resultó todo un éxito, y Philip decidió que las convenciones serían responsabilidad suya. En nuestras reuniones semanales hablábamos de ampliar el salón de baile para dar cabida a grupos mayores.

El único punto deprimente en nuestras vidas estaba ahora en Beulla Woods. Poco después de la muerte de Clara Sue mi madre sufrió un cambio dramático. Se recluyó en la casa y sus extravagantes cenas se espaciaron hasta desaparecer casi por completo. También se produjeron cambios físicos. Dejó de teñirse el pelo y permitió que las canas aparecieran. Abandonó los múltiples tratamientos de belleza, los baños de barro y las limpiezas de cutis, y la anteriormente infinita fila de expertos en belleza que pasaban por Beulla Woods llegó a su fin.

Yo estaba tan ocupada que ni siquiera me fijé en las pocas veces que me llamaba y del tiempo que había transcurrido desde la última vez que nos habíamos visto, pero un día Bronson me telefoneó para suplicarme que la visitara y viera si podía hacer algo para sacarla de aquella depresión.

—Vuelve a estar psicológicamente inválida como cuando vivía en el hotel —se quejó—. Algunos días ni siquiera consigo que abandone la cama y mucho menos la habitación. Y no puedes imaginarte lo mucho que ha engordado.

—¿Mamá? ¿Engordar?

Bronson tenía razón: yo no podía creer que se hubiera permitido engordar ni siquiera cien gramos. Siempre le había aterrorizado la idea de tener papada.

—Se queda en la cama comiendo dulces todo el día —dijo Bronson—. Sabe lo que le está ocurriendo. Hace unos días me pidió que cubriera el espejo del tocador con una sábana. Ya no tiene ganas de mirarse. Sé que en el pasado a veces exageraba. Permití que se gastara una fortuna en un nuevo producto milagroso contra el envejecimiento, pero preferiría verla así que de la forma en la que está ahora. Desde hace días prácticamente no come. Todo lo que hace es dormir y dormir. Es como si quisiera consumirse —añadió con voz quebrada.

—Pasaré esta noche, Bronson —le prometí.

—Muy bien. Tú eres mi última esperanza —confesó—. Ahora te admira mucho. Siempre le transmito las buenas noticias del hotel y de los niños. Yo también estoy muy orgulloso de ti —concluyó.

Después de colgar me recosté y pensé en lo irónico que resultaba que mamá dependiera de mí. No tenía la suficiente maldad en el corazón como para negarle mi ayuda. Si algo me habían enseñado las tragedias de la vida era a ser más tolerante y compasiva con los demás. Sólo la abuela Cutler, cuyo espíritu aún nos perseguía, no merecía ningún tipo de compasión, pensé.

A última hora del día llegué a Beulla Woods y comprobé que, tal como me había dicho Bronson, mamá estaba encerrada en su habitación. Verla apáticamente estirada en su cama de dosel, sin maquillaje, sin sus caras joyas, con la cara pálida y el cabello despeinado, me dejó sin habla. No tenía gran importancia, porque cuando entré en la suite ella misma parecía estar un poco ida, y me miró como si no me reconociese. Bronson, de pie a mi lado, me susurró al oído:

—Está peor de lo que te había dicho. Hace días que casi no pronuncia palabra.

Avancé unos pasos.

—¿Mamá?

Parpadeó y volvió la cabeza lentamente hacia mí. Por la forma en que me miró advertí que no sabía quién era. Comencé a sentirme nerviosa. Miré a Bronson, quien la observaba con preocupación.

—Laura Sue, es Dawn —dijo Bronson. Preguntaste por ella, y aquí está.

De pronto mamá se rió, pero fue una carcajada extraña, casi espantosa. A continuación la rara y loca sonrisa desapareció de su rostro, y me miró con expresión colérica.

—¿Quién eres? —preguntó—. ¿Otra de sus enfermeras? Contesta. ¿Quién eres?

—Santo cielo —exclamó Bronson.

—¿Quién soy? Mamá, ¿no sabes quién soy? —Me acerqué más a su cama.

¡No!—dijo, encogiéndose—. Vete. Vete. No es culpa mía. Todos vosotros —dijo, mirando a Bronson—. ¡Dejadme sola! —Empezó a agitar la mano como si estuviera espantando moscas.

Bronson corrió a su lado.

—Laura Sue ¿qué te ocurre? —le preguntó.

Ella pareció arrugarse bajo la manta, abrió desmesuradamente los ojos y empezó a sacudir la cabeza.

—No lo entiendo —me dijo Bronson—. ¿Qué le pasa?

—¿Le ha ocurrido esto con anterioridad? —pregunté.

—No. Hasta ahora sólo se ha mostrado… introvertida. Laura Sue, por favor —suplicó.

Ella empezó a gimotear como un niño.

—No quería hacerlo. No es mi culpa, papá.

—¿Papá? Santo cielo. ¿Qué le está ocurriendo? —dijo Bronson casi fuera de sí.

—Mamá —dije cogiéndola de la mano—, basta ya. ¿Qué te sucede?

—Cuando bajo todos me miran —susurró, al tiempo que movía los ojos de un lado a otro—. Lo saben. Lo saben todo. Ella se lo ha contado; los ha puesto en mi contra. Está extendiendo los rumores, y ellos se lo creen. —Me cogió el brazo con la otra mano y comenzó a apretar—. Quiero que me ayudes —me rogó—. Haz que lo entiendan. Diles que no fue por mi culpa.

—De acuerdo, mamá. Lo haré —dije, decidiendo que sería mejor no llevarle la contraria.

—Bien —dijo, y me soltó—. Bien. —Se volvió hacia Bronson—. Doctor, necesito algo más fuerte, algo que me haga olvidar. ¿No tiene algo más potente? No puedo dormir —exclamó—. Cada vez que cierro los ojos creo que va a volver a ocurrir. E incluso si me duermo, me despierto y oigo sus pisadas en el pasillo. Lo oigo respirar fuerte por los resquicios. Susurra mi nombre, me llama. Quiero que pongan otro candado en la puerta —exigió—. Y que no suban más que los criados. Nadie, ¿lo entiende? —Se volvió hacia mí y en sus ojos vi terror y tristeza; sentí pena por ella.

—Está reviviendo la violación del viejo Cutler —dijo Bronson.

—Mamá —dije suavemente—. Estás a salvo. Nadie entrara en tu habitación si tú no quieres. Te lo prometo —dije.

Me miró fijamente, le empezaron a temblar los labios y a continuación se echó a llorar de nuevo.

—Una vez más, por favor. Deja que la mire una vez más. No la tocaré —dijo, cogiéndome del brazo—. Sólo quiero mirarla. Puede despedirme, ¿verdad? —Volvió la cabeza y sonrió—. No lo sabrá; es demasiado pequeña para darse cuenta. No se acordará, de modo que no importa, ¿verdad? Por favor, una vez más.

—Está hablando de ti, ¿sabes? —me dijo Bronson con voz triste.

—De acuerdo, mamá. De acuerdo. Todo saldrá bien —dije.

Apartó la mirada y de pronto fue como si viese algo que sólo ella podía ver. Entrecerró los ojos y sacudió la cabeza.

—Me estoy despidiendo otra vez, ¿verdad? Me están quitando otro. Tenía… un cabello… tan rubio… —dijo. Luego, cerró los ojos y se dejó caer sobre la almohada.

—Laura Sue —dijo Bronson, cogiéndole la mano.

—Estoy tan cansada —murmuró—. Deja que duerma un rato. Después te prometo que me levantaré, me vestiré y volveré a ponerme bella. —Abrió los ojos de golpe, y me volvió a dirigir una sonrisa demente—. Se lo demostraré —juró—. Lo prometo. Me pondré bella. Cuanto más me odie, más bella me pondré. Y cuanto más envejezca ella, más rejuveneceré yo. Apaga la luz, por favor. Necesito mi sueño de belleza. Volvió la cabeza, y cerró los ojos. Al cabo de unos segundos dormía.

Bronson me miró, y yo negué con la cabeza. Me acerqué y arreglé la manta. Bronson apagó la luz, y los dos salimos de la habitación.

—Lo siento —dijo en el pasillo mientras se pasaba un pañuelo por la frente—. No sabía que estuviera tan mal.

—Necesita tratamiento, Bronson. Quizá tengas que internarla.

—De ninguna manera —dijo con firmeza—. Todo lo que necesite lo traeré aquí. No quiero que nadie se entere, a excepción de los familiares más próximos. Se pondrá bien —dijo con determinación—. Se recuperará y volverá a ser la mujer bella que era. Ya verás. Esto es sólo un retroceso temporal como consecuencia del impacto emocional. Ha tenido que soportar mucha tristeza en su vida. Todo el mundo piensa que las cosas han sido fáciles para ella, que ha conseguido todo lo que quería, pero nosotros sabemos que no es así, ¿verdad? Es comprensible que se comporte de esta manera, ¿verdad?

—Sí, Bronson. Estoy segura de que cuando consigas ayuda profesional empezará a recuperarse —dije, a pesar de que no me sentía tan optimista como él. Me di cuenta de que necesitaba que le dieran ánimos.

—De acuerdo. Buscaré a los mejores médicos. Puedes estar segura de ello. Empezaré enseguida. Ahora mismo iré a llamar por teléfono. Volverás pronto, ¿verdad? ¿Me ayudarás?

—Claro que sí, Bronson.

—Y trae a los niños. Trae siempre a los niños. Cuando vea los nietos que tiene, no sentirá tanta autocompasión —me aseguró, asintiendo para dar mayor énfasis a sus palabras.

—De acuerdo, Bronson —dije— pero primero tendremos que explicarles la situación. Tendrán que comprender que la abuela no se encuentra bien.

Se mordió el labio inferior y las lágrimas comenzaron a descender libremente por sus mejillas.

—Al menos hemos disfrutado de un poco de felicidad juntos —dijo tristemente.

—Se pondrá mejor, Bronson. Ya verás —le aseguré con firmeza—. Todavía os quedan muchos años de felicidad.

—Sí, sí, claro que sí —contestó, sonriendo. Respiró profundamente—. No puedes saber cuánto le importabais tú y Clara Sue. Estaba sometida a muchas presiones. Muchas veces despertaba por la noche y gritaba tu nombre o el de Clara Sue.

»Supongo —concluyó— que ser madre no es una cosa que una mujer pueda ignorar. Da a luz, y sus hijos ya no están en el útero, pero siempre queda algo de ellos dentro. Puede intentar negarlo, pero al final siempre oye la llamada de su bebé. ¿Tengo razón? —preguntó.

—Sí, Bronson. No puedes tener más razón —dije, recordando lo mucho que había deseado a Christie después de que me la quitaran.

Nos abrazamos, y yo le cogí de la mano y bajé con él para que pudiera llamar por teléfono.

A comienzos del verano Bronson y las enfermeras consiguieron que mamá se vistiera y saliese. Se sentaba en el mirador o en la terraza. Algunos días eran mejores que otros. Llegaba a reconocernos y disfrutaba de los niños; en otras ocasiones no éramos más que extraños o personas de su pasado. Una de las enfermeras consiguió que bordara, y aquello pareció ser la mejor terapia. Se pasaba las horas trabajando en un proyecto y cuando por fin lo terminaba siempre parecía desilusionada.

Bronson nunca perdió la ilusión, pero ésta disminuyó considerablemente, hasta el punto que empezó a aceptar la posibilidad de que las cosas continuaran así para siempre. A mí me daba mucha pena y de hecho iba a Beulla Woods más por él que por madre, especialmente cuando tenia uno de sus días malos en que no reconocía a nadie.

Se había pasado tanto tiempo cuidando de su hermana inválida, y ahora tenía que cargar con una esposa impedida.

La situación terminó por afectarlo. Empezó a representar la edad que tenía y poco a poco fue perdiendo su apostura y su andar ligero. Era como si los dos hubieran tropezado y caído de cabeza en el otoño de sus vidas.

Con la llegada de la nueva temporada de verano —que prometía ser más exitosa que cualquiera otra— todos estábamos concentrados en nuestras responsabilidades. Seguíamos ocupándonos de mamá, pero nuestras visitas eran más cortas y espaciadas. Pensé que nada podía desviar mi atención del exigente trabajo: Vivía y respiraba el hotel.

Un día, mientras recorría apresuradamente el pasillo para comprobar algo en la cocina, atisbé mi imagen en uno de los espejos y me detuve en seco. Retrocedí y me observé.

No me sorprendió que mi madre ya no me reconociera. Tampoco yo me reconocía. La preocupación y las responsabilidades habían profundizado las arrugas de mi frente. Llevaba el cabello peinado hacia atrás más severamente que nunca, y había adoptado la costumbre de llenar blusas y trajes de algodón. A pesar de que nunca me había gustado demasiado maquillarme, sí me pintaba un poco los labios y utilizaba sombra de ojos, pero ahora hacía ya bastante tiempo que no le daba un toque de color a mis labios y ojos. Esa visión de mí me aterrorizó. Era como si el espíritu de la abuela Cutler se hubiese apoderado de mi cuerpo y me hubiera transformado.

Pero antes de que pudiera pensarlo, Fern salió corriendo para decirme que un hombre con acento extraño estaba al teléfono y preguntaba por Lillian Cutler.

—¿Lillian Cutler? Ya sabes quién era. ¿Le has dicho que falleció?

—Sí. Le dije que tú eras la jefa ahora. A continuación preguntó por ti. Dijo que con toda seguridad tú sabrías quién era —afirmó imitando el extraño acento del desconocido.

—¿Cómo se llama?

—Luther no sé qué —contestó.

—¿Luther? —Luther, pensé. Luther, de Los Prados. Pero, ¿para qué llamaba?

Me volví a mirar en el espejo y me pareció ver reflejada la sonrisa afectada de la abuela Cutler. Me alejé a toda prisa.

—Se trata de la señorita Emily —dijo Luther después que yo cogiera el auricular, me identificara y lo saludase.

—¿Qué ocurre con la señorita Emily, Luther? —pregunté.

—Ha muerto —contestó.

—¿Ha muerto? —Pensé que aquella dura y cruel mujer sería incapaz de morir. Era demasiado mala y fea para que la muerte se acercara a ella.

—Sí. Estoy llamando desde la tienda de ultramarinos de Nelson —declaró, como si aquello fuera el dato más importante de todos. De inmediato, recordé que en Los Prados no tenían teléfono.

—¿Qué le ha pasado, Luther? —pregunté.

—Se le gastó el corazón, supongo.

¿El corazón? Si no tenía, pensé, sino un pedazo de maldad latiéndole en el pecho.

—Charlotte salió a decirme que la señorita Emily no se había levantado a hacer el desayuno esta mañana, de modo que fui hasta su habitación y llamé a la puerta, pero no contestó. Entré y me la encontré boca arriba, con los ojos y la boca abiertas —continuó Luther.

—¿Llamó al médico? —pregunté.

—¿Al médico? ¿Para qué? Está tan muerta como la Navidad pasada. No hay nada que un médico pueda hacer por ella ahora —contestó.

—Igualmente tiene que llamar a un médico, Luther. Hay que certificar legalmente su muerte, y tiene que disponer todo para el entierro —dije.

—No hace falta hacer ningún preparativo. Cavaré un agujero en la finca y la meteré allí —dijo.

—No puede hacer eso sin llamar primero al médico, Luther —afirmé, aunque en mi opinión aquella odiosa mujer no se merecía nada mejor.

—No sé dónde guardaba el dinero para esas cosas —me dijo.

—No se preocupe por el dinero. Yo me ocuparé de eso. ¿Cómo está Charlotte?

—Bien. Está en la cocina cantando y preparándose unos huevos —dijo sin poder ocultar su alegría.

Me habría echado a reír, pero recordé las comidas espartanas que la señorita Emily nos recetaba a todos: aquella avena horrible con vinagre para que supiéramos lo que eran las cosas amargas y las dificultades, la solitaria manzana al mediodía, y aquellas porciones medidas a la hora de cenar. Incluso racionaba el agua.

—Supongo que vendrán a ocuparse de las cosas —dijo.

—¿Nosotros? —Sí, pensé. Tendremos que ocupamos de las cosas, especialmente de la pobre Charlotte—. De acuerdo, Luther. Iremos enseguida. Pero usted llame al médico —le ordené.

—Lo haré, aunque me parece que es desperdiciar el dinero.

Cuando colgué fui a contárselo a Jimmy y a Philip. Decidimos que Jimmy y yo iríamos a Los Prados. Philip quería quedarse en el hotel. Hacía años que no veía a la tía Emily ni la tía Charlotte y tenía muy poco interés.

—No se preocupe por Christie ni por Fern —me dijo la señora Boston—. Yo me ocuparé de ellas y me aseguraré que Miss América se comporte —prometió, guiñando un ojo.

Jimmy y yo sonreímos. Fue prácticamente mi única sonrisa durante el viaje. Me resultaba imposible olvidar la pesadilla de mi encarcelamiento en Los Prados. La abuela Cutler me había enviado allí para que diera a luz a Christie en secreto. Su hermana Emily era comadrona, pero no sólo eso, sino una fanática de la religión que estaba decidida a hacerme sufrir por mis pecados.

Todavía tenía pesadillas en la que las veía aquellos gélidos ojos de color azul acero en medio de un rostro estrecho. Tenía una tez cetrina y sus labios delgados carecían de color. Me acechaba como un ave de rapiña, alzando los hombros y espetando amenazas de infierno y perdición.

Jamás podría olvidar aquel terrible cuarto oscuro en el que me hacía dormir; las duras tareas que me obligaba a realizar; aquellos baños semanales en aguas que ella ya había utilizado; y la sobredosis de laxantes que me administraba con el fin de provocarme un aborto.

La abuela Cutler debía de saber que todo eso ocurriría al mandarme allí, pensé. Al fin y al cabo, ella y Emily se habían confabulado a mis espaldas a dar a Christie en adopción poco después de su nacimiento. Si no hubiera sido por la llegada de Jimmy dispuesto a salvarme, muy probablemente me habría muerto allí.

Ahora estábamos de vuelta a aquella vieja plantación, que era una sombra de lo que había sido. Hicimos las reservas de inmediato y partimos; a ninguno de los dos le agradaba hacer aquel viaje. Sin embargo, sentía pena por Charlotte. En mi mente y en mi corazón no era más que una niña pequeña. Había sido una persona cariñosa y buena a la que Emily había utilizado como blanco de todas sus iras.

Apenas llegamos alquilamos un coche en el aeropuerto y partimos rumbo a Upland Station. Me sorprendió lo bien que recordaba el camino. Supongo queda huida había quedado grabada en mi mente para siempre. A saltos y trompicones recorrimos la estrecha y agrietada carretera y giramos al llegar al camino de tierra donde empezaba la finca de Los Prados. Una vez más los chimeneas de ladrillo y el alto tejado a dos aguas se erguía por encima de las copas de los árboles.

Nada había cambiado. Las fuentes de mármol seguían secas y rotas, y algunas de ellas se inclinaban peligrosamente. Los setos estaban igual de muertos y mal cortados, y los senderos de piedra agrietados. En las oscuras sombras del atardecer las viñas sin hojas que cubrían las columnas del porche parecían cuerdas podridas. Cuando bajamos del coche y nos acercamos a la casa, miré el tejado que parecía tocar las nubes. Las ventanas de la buhardilla eran como ojos llenos de ira. Continuaba siendo una casa fría y oscura.

Nuestras pisadas producían un eco sobre el suelo del porche. Llamamos con la aldaba de latón y esperamos. Momentos después oímos unos pasos, y a continuación la puerta se abrió y Charlotte apareció frente a nosotros, los ojos azules llenos de curiosidad. Llevaba una bata sencilla y las viejas zapatillas de su padre. Su cabello ya era gris, pero seguía peinándolo con dos trenzas. Aparte de que estaba un poco más gorda, no había cambiado nada desde la última vez que la viera.

—Hola, Charlotte —dije—. ¿Te acuerdas de mí? Asintió, pero pensé que no me recordaba.

—Emily ha muerto —anunció—. Ha muerto y según Luther se ha ido al cielo en una escoba.

—¿En una escoba? —preguntó Jimmy. Me sonrió.

—Yo entiendo lo que dice Luther —contesté—. ¿Ha venido el médico, Charlotte? —Asintió—. ¿Dónde está Luther? —pregunté.

—En la parcela de la familia, cavando una fosa. Dice que es la primera vez que disfruta cavando —añadió. Jimmy no pudo evitar echarse a reír.

—¿Podemos entrar? —pregunté.

—Ah, sí. ¿Os apetece un té con menta?

—Estupendo —dije, al tiempo que entré en lo que había sido la casa de los horrores.

No pude evitar estremecerme. Un montón de horribles recuerdos acudieron a mi mente en cuanto pisé aquel vestíbulo oscuro y triste y vi el armario de roble, los bancos de madera demasiado incómodos para sentarse y las sillas tapizadas que sólo servían para juntar polvo. En las paredes había retratos de antepasados —mujeres con rostros cansados y el cabello severamente echado hacia atrás luciendo prendas oscuras, y los hombres, serios y severos—. No había duda de que Emily era descendiente de estas horribles personas pensé.

—Emily todavía está arriba —dijo Charlotte—. En la cama.

—¿Luther no ha llamado a la funeraria? —Miré a mi esposo y él se encogió de hombros.

—Subiré a echar un vistazo —dijo Jimmy. Por el camino habíamos decidido que yo me pasaría la mayor parte del tiempo revisando los papeles y los documentos en lo que había sido el despacho de Emily.

—Yo iré contigo —exclamó Charlotte—. Y después tomaremos el té.

—Guíame, por favor —dijo Jimmy.

Charlotte arrastró los pies hasta las escaleras. Todavía caminaba como una geisha, las manos pegadas al cuerpo, cabizbaja. Jimmy la siguió y yo me fui al despacho.

En el momento en que entré, el reloj de pared en el rincón empezó a tocar las campanadas como un aviso. Encendí la lámpara de queroseno que estaba sobre el escritorio y la llama iluminó el gigantesco cuadro del señor Booth. Parecía mirarme con ceño. Encontré otra lámpara de queroseno y también la encendí. De hecho, intenté encender todas las lámparas que encontré, pues recordé la forma en que Emily nos obligaba a vivir en la oscuridad, ahorrando combustible y distribuyéndolo miserablemente.

Me senté frente al escritorio y empecé a repasar los papeles, la mayor parte de los cuales eran cuentas.

—Si busca un testamento, no lo encontrará —dijo Luther, cuya figura se dibujó de pronto en el hueco de la puerta. Las sombras sobre su rostro hacían que pareciese más delgado y viejo. Al acercarse advertí que, aparte de eso, no había cambiado en nada. Era como si todo y todos en ese lugar hubieran quedado congelados por el tiempo, atrapados para siempre en una de mis pesadillas. Los mechones de su sucio cabello moreno caían largos y despeinados sobre su frente. Como siempre, necesitaba un buen afeitado. La barba canosa cubría de modo irregular su pálida cara. Se frotó en el mono las manos llenas de barro.

—En una ocasión me dijo que no había hecho testamento. No le importaba lo que pudiera pasar después de su muerte —me explicó.

—Entiendo —dije, y me apoyé en el respaldo de la silla—. Entonces las cosas se tendrán que legalizar. ¿No ha llamado a la funeraria para que traigan un ataúd, Luther? —pregunté.

—Ya tengo uno preparado —dijo. Y a continuación entrecerró los ojos y añadió—: Hace mucho tiempo que aguarda en el granero.

—Siéntese, Luther —dije, señalando el sillón de cuero junto al escritorio. Lo miró como si fuera una especie de trampa—. Por favor, quiero hablar con usted. No hay nada que temer, especialmente ahora que la señorita Emily ha fallecido.

Aquello le agradó y se sentó.

—Si la odiaba tanto, ¿por qué se quedó y aceptó sus crueldades? —pregunté.

—Ya se lo dije en una ocasión —contestó—. Este lugar es lo único que conocía, lo único que tenía. Ella creía poseerlo, pero no era así. No sabía nada de todo esto. Para poseer un lugar hay que trabajarlo.

—Lo convirtió en su esclavo porque dejó embarazada a Charlotte hace mucho tiempo —continué—. ¿No es así? Lo amenazaba con ello. —Yo recordaba cuando Charlotte me contó que Luther había «jugueteado» con ella, y poco después se dio cuenta de que estaba embarazada.

—No tengo nada de qué avergonzarme —dijo a modo de respuesta. Se inclinó hacia delante—. Emily fingía ser la mensajera personal del Santo Dios aquí en la tierra. Todos los Booth, a excepción de la señora Booth, se creían mejores que el resto de los humanos. Convirtieron a mi padre en un vulgar esclavo y mataron a mi madre a fuerza de trabajo, pero yo sabía cuáles eran sus pecados —añadió, sonriendo—. Incluso cuando todavía era un niño lo sabía, y además, mi madre me contaba todo lo que ocurría aquí.

—¿Qué ocurría? —pregunté. Me sorprendió que estuviera tan charlatán, pero supuse que se debía a la desaparición de la temible Emily Booth.

—El viejo era un buen agricultor, pero le gustaban las señoras y embebía a menudo —dijo.

—¿Embebía?

—Bebía su buen brandy como los demás beben agua —me explicó—. La señora Booth era una mujer agradable; siempre me cayó bien, me trataba con cariño y cuando los demás no miraban me daba cosas. Siempre fue una mujer débil y enfermiza. Mi madre solía decir que el señor Booth dejaba a la señora Booth seca. La chupaba hasta dejarla seca —añadió.

—Enfermó y murió poco después de dar a luz a Charlotte, ¿verdad? —pregunté, recordando lo poco que aprendí de ella durante el tiempo que pasé en Los Prados.

Él se recostó en la silla y en su rostro se dibujó una extraña sonrisa de autosatisfacción.

—Ella nunca parió a Charlotte —dijo—. Fingió que había sido ella, pero mi padre y mi madre sabían la verdad. Mi madre tuvo que cuidarla, ¿sabe? —añadió, inclinándose sobre el escritorio— y vigilar a Lillian.

—¿Lillian? ¿La abuela Cutler? ¿Qué quiere decir? —pregunté. Jimmy apareció en el hueco de la puerta pero no entró. No quería interrumpir.

—Ella fue quien dio a luz a Charlotte —dijo—. Vivía en aquella pequeña habitación, igual que usted.

—¿Dio a luz a Charlotte? ¿Quiere decir que Charlotte no era verdaderamente hermana de Emily y Lillian? —pregunté. Luther me dedicó una amplia sonrisa.

—Bueno, supongo que se podría decir que de alguna forma lo era.

—No lo entiendo —dije, y me volví hacia Jimmy, que había oído toda la conversación. Se acercó al escritorio.

—Su padre… —empezó a decir Luther, y a continuación se detuvo.

—¿Fue el padre de Charlotte? —dije, completando la terrible frase.

—Eso es lo que mi madre me dijo —afirmó Luther, y levantó la vista hacia Jimmy—. Y mi madre —añadió, volviendo el rostro hacia mí— nunca decía mentiras acerca de los ricos. Nunca. Ellos eran los únicos que decían mentiras de sí mismos.

»Obligaron a la señora Booth a fingir que estaba embarazada para ocultar la vergüenza, y después del nacimiento de Charlotte la trataron como a un animal tonto —dijo, y se mostró colérico por primera vez—. Ella solía acudir a mí para enseñarme dónde le pegaban, y cuando no le daban de comer, yo le traía alimentos —añadió con vehemencia.

De pronto me di cuenta de que, a su manera, Luther había amado a Charlotte, y seguramente todavía la amaba.

Qué historia más espantosa, pensé. Realmente era la casa de los horrores. Considerando la diferencia de edad entre la abuela Cutler y Charlotte, me di cuenta de que no podía tener mucho más de catorce años cuando tuvo lugar ese acto tan horrible. Me recosté, aturdida. Jimmy y yo nos miramos; intuí que los dos pensábamos lo mismo.

No era de extrañar que fuese como era.

Ni Jimmy ni yo vimos razón alguna para retrasar el entierro de Emily. No teníamos a nadie a quien informar, y por lo que recordaba y Luther nos había dicho, ella no tenía amigos. Luther me dio el nombre del pastor, y yo le pedí a Jimmy que me llevara a Upland Station para telefonearle. Se llamaba Cárter y conocía a Emily Booth. Le expliqué la situación y dijo que iría de inmediato a celebrar el funeral.

Cuando regresamos le dije a Luther que los preparativos ya estaban hechos. Él se apresuró a subir el ataúd y a colocar en él el cuerpo de Emily. El eco del martillo al cerrar la tapa con clavos retumbó por toda la casa. A continuación Jimmy ayudó a Luther a bajar el ataúd y colocarlo en la parte trasera de su camión.

Miré a Charlotte y sentí por ella más pena que nunca. No tenía nada adecuado para el frío, y el cielo estaba completamente gris. El viento soplaba a ráfagas, de modo que me dirigí a la habitación de Emily y encontré un abrigo de lana azul marino. Al principio le dio miedo aceptarlo.

—Todo lo que era de Emily ahora es tuyo, Charlotte —le expliqué—. Te lo ha dejado todo a ti —le mentí. Tímidamente lo cogió y se lo puso.

El reverendo Cárter llegó con su esposa, una mujer pequeña como un pajarito. Los dos vestían de negro. Ella parecía una plañidera profesional. Nunca sonreía, y tenía los ojos vidriosos e hinchados, como si hubiera estado llorando durante días.

Luther nos condujo al lugar donde estaban enterrados todos los Booth desde principios del siglo XIX. Cuando vi la tumba de Emily pensé que Luther se había excedido en la profundidad. Era como si quisiera asegurarse, de que las toneladas de tierra la mantendrían en su sitio.

Mientras el reverendo leía pasajes de la Biblia Luther y Jimmy bajaron el ataúd. Yo estaba de pie junto a Charlotte y me pregunté si ella realmente entendía lo que estaba pasando. En su rostro se dibujaba una sonrisa angelical.

El reverendo dijo unas palabras acerca de que Emily era ahora feliz en el lugar en que merecía estar, y después todos nos marchamos, menos Luther que se quedó a rellenar la tumba. Insistió en hacerlo solo. Cuando me giré y vi cómo echaba la tierra, pensé que era feliz. Trabajaba con un vigor juvenil, y el hecho de tirar la tierra en la tumba y oír cómo caía sobre el ataúd de Emily Booth parecía rejuvenecerlo. Estaba segura de que junto a Emily enterraba también toda una vida de dolor y sufrimiento.

Le di algo al reverendo por las molestias que se había tomado, y después Jimmy, Charlotte y yo tomamos por fin té con menta. Charlotte nos lo preparó. Al moverse por la cocina vi que era mucho más capaz de lo que Emily aseguraba. Libre ahora de las cadenas y restricciones a las que había sido sometida, Charlotte parecía ansiosa por asumir más responsabilidades.

—¿Dónde quieres ir ahora, Charlotte? —le pregunté.

—¿Ir? —dijo, y levantó la vista de la taza. Miró a su alrededor—. A ningún sitio. Hoy tengo que hacer un poco de limpieza y seguir con el bordado.

—Hace unas cosas preciosas —le dije a Jimmy.

De pronto oímos cómo se abría y se cerraba la puerta principal.

—He puesto la señal —dijo Luther al entrar en la cocina.

—¿Y una lápida? —preguntó Jimmy.

—Ya casi la he terminado —contestó Luther, y se sentó a la mesa—. Llevo años haciéndola —añadió. Jimmy me sonrió.

—¿Qué quiere hacer ahora, Luther? —le pregunté.

—¿Hacer ahora?

—¿Va a quedarse aquí?

—Hasta que alguien me eché a patadas —respondió—. No tengo ningún otro sitio al que ir, y… —se volvió hacia Charlotte— alguien tiene que cuidar de la señorita Charlotte.

Asentí, sonriendo.

—Me parece que estaría muy bien —dije—. Cuando Jimmy y yo regresemos a Cutler’s Cove le diré al abogado que se ocupe de las cuestiones legales de la propiedad. Pase lo que pase, no veo razón para que usted y Charlotte no puedan quedarse aquí. Eso es, si realmente cree que puede cuidarla, Luther —añadí.

Fijó sus oscuros ojos en mí y puso el rostro más serio que jamás le había visto.

—De una forma u otra la he estado cuidando desde que recuerdo —contestó.

—Supongo que eso es cierto —dije.

—Y aquí tienes tu taza de té con menta —dijo Charlotte, y la colocó delante de él. A continuación retrocedió unos pasos, los ojos llenos de orgullo.

—Gracias, Charlotte —dijo Luther.

Ella le dedicó una sonrisa de felicidad. Después me miró y aplaudió.

—Casi me había olvidado —dijo—. Mañana es mi cumpleaños.

Me eché a reír, pues recordé que todos los días solía decir lo mismo, pero Luther levantó la vista.

—Tiene razón —exclamó—. ¡Esta vez es de verdad!