18

EL REMATE

Apenas entré en mi despacho, el teléfono comenzó a sonar. Intuí que se trataba de Michael. En efecto, era él.

—Dawn, no tenías derecho a huir de mí como lo hiciste —afirmó, enfadado.

—¿No tenía derecho a huir? ¿Lo llamas huir? ¿Y cómo calificas lo que me hiciste?

—Pensé que ya te lo había explicado todo —dijo.

—Michael, no tenemos nada más que discutir. Cada uno tiene que seguir adelante con su vida.

—Eso es exactamente lo que intento hacer —dijo—, y por eso necesito el dinero.

—Michael, no puedo…

—Yo también tengo derechos, ¿sabes? —me interrumpió.

—¿Derechos?

—Sobre Christie. También es hija mía —afirmó—. Fui lo suficientemente comprensivo para seguir tu juego y fingir que era otra persona, pero si voy por allí…

Lentamente me senté.

—Michael ¿estás intentando hacerme chantaje?

—Sólo necesito unos miserables cinco mil dólares —afirmó.

—Por ahora.

—Y tú puedes continuar fingiendo que Jimmy es el padre de Christie, si quieres. No impugnaré la adopción.

—¿Impugnar la adopción? ¿Crees que tendrías alguna posibilidad de ganar? ¿Un hombre que ha abandonado a una adolescente embarazada? —dije, sorprendida de que se atreviera a sugerirlo.

—Quizá no, pero el juicio me proporcionarla la publicidad que necesito. Como dice mi agente, la publicidad es la publicidad. En mi negocio no existe la mala publicidad. Por eso a los actores no les importa nada que escriban sobre ellos en las revistas del corazón.

»Además —agregó—, un buen abogado podría proponer una visión distinta del asunto, podría hablar de un hombre que quería cumplir contigo. Fuiste tú quien desapareció para terminar casándote con un hombre con el que habías convivido como hermana. ¿Te imaginas lo que harían las revistas del corazón con una noticia así? —preguntó en tono sarcástico.

—Eres odioso —dije—. Incluso más odioso de lo que jamás me habría imaginado.

—Lo único que quiero es un poco de dinero —gimió—. Es una cantidad insignificante para ti, pero para mí significa la posibilidad de volver a establecerme.

—No es una cantidad insignificante —espeté—. Y no se trata sólo del dinero. Jimmy se pondría…

—Se pondría furioso al saber que le has mentido y que me has visto en secreto —dijo con un tono de voz que rezumaba connotaciones eróticas.

—Dios mío, no hay límite a lo bajo que puedes llegar —dije.

—Te daré dos días. Tráeme el dinero al hotel —ordenó—. Lo necesitaré para pagar la cuenta. Dos días —repitió y colgó.

Me quedé allí con el auricular en la mano, la cara sonrojada, el corazón latiéndome con fuerza. ¿Qué iba a hacer? Definitivamente Jimmy se pondría furioso y se sentiría muy desilusionado conmigo. Sin embargo, sabía que si le daba los cinco mil dólares a Michael el acoso no acabaría. Me pediría más y más, me amenazaría y acabaría por crearme grandes traumas emocionales. Quería proteger a Christie de la miseria y confusión que yo había experimentado. Tenía una vida maravillosa y feliz con todas las necesidades cubiertas; vivía en un mundo de amor y seguridad, protegida contra las oscuras fuerzas del mal que habitaban más allá de las verjas de nuestra casa.

Si se lo contaba a Jimmy, montaría una escena terrible, y puede que Michael cumpliera igualmente con sus amenazas. Había percibido la desesperación y la determinación en su voz; no tenía nada que perder, y de alguna forma repugnante, estaba en lo cierto: podría obtener un poco de publicidad. Los abogados podían distorsionar la verdad y hacer que yo pareciera la culpable. Christie sería considerada un monstruo. La gente estaría siempre susurrando maldades a su alrededor. Sabía por experiencia propia lo crueles que pueden llegar a ser las mujeres, especialmente durante la adolescencia. ¿Cómo permitir, entonces, que tales escándalos la persiguieran durante toda la vida?

¿Qué iba a hacer?

Me cubrí el rostro con las manos y empecé a sollozar. ¿No acabaría nunca? ¿Acaso las indiscreciones y los pecados de mi juventud me perseguirían siempre? Estaba agotada, aturdida, derrotada, y caí hundida en el sillón.

Posé la mirada sobre el retrato de mi padre. Sus ojos parecían fijos en mí, sonreía tímidamente y en su rostro había un gesto de expectación. Era como si estuviese esperando a ver qué hacía, cómo resolvía ese problema nuevo y enorme. ¿Sería fuerte y triunfaría, o sería débil y perdería? Estaba sentada en el sillón de la abuela Cutler, trabajando en lo que había sido su escritorio, administrando el negocio que ella tan bien había creado.

Una crisis como la que yo estaba sufriendo no la habría sumido en la desesperación, pensé. No se habría quedado allí llorando y sintiendo autocompasión. No me gustaba, imitar a una persona tan fría y dura, pero aparentemente había un lugar en el mundo para la gente que se comportaba de ese modo. Los acontecimientos así lo dictaban.

De pronto me di cuenta de que a veces estábamos obligados a ponernos máscaras y convertirnos tanto en gente que admirábamos como en gente que odiábamos. Cuanta más responsabilidad teníamos, más posibilidades había de que ocurriera una cosa así. En esos momentos casi era capaz de apreciar y comprender a la abuela Cutler. Era como si absorbiera toda su fuerza y determinación de las paredes mismas del despacho que había ocupado durante tanto tiempo y tan bien. No permitiría que Michael irrumpiese en mi vida y destrozara la felicidad que por fin había encontrado. Pero lo que era más importante, no dejaría que le hiciese daño a nuestra hija. Si quería ser cruel y egoísta, muy bien, pero descubriría que ya no trataba con una muchacha enamorada de su fama y popularidad.

Me enderecé en el sillón del mismo modo que lo habría hecho la abuela Cutler. A continuación levanté el auricular y llamé al señor Updike. Me escuchó con atención mientras le describí los acontecimientos, las exigencias y las amenazas que me había hecho Michael.

—Siento tener que mezclarle en otra crisis de la familia Cutler, señor Updike —concluí— pero confío en su criterio y en sus conocimientos legales.

—No tiene importancia —dijo. Se produjo una larga pausa que no me gustó nada—. Estos casos de custodia pueden ponerse muy, muy feos, como tú misma comprobaste hace años cuando fuiste a recuperar a Christie.

—¿Pero tiene algún derecho después de lo que hizo? —pregunté, aterrada.

—Los verdaderos padres siempre tienen algún recurso ante la ley. Es cierto que os abandonó a ti y a la niña, pero la situación se complica cuando se considera el hecho de que diste a luz en secreto. Estoy seguro que declarará que cuando se enteró de tu embarazo intentó ponerse en contacto contigo pero no pudo localizarte.

—¿Y todo el tiempo que ha transcurrido desde entonces?

—No demuestra buenas intenciones, pero no niega su paternidad ni excluye ningún derecho, si el juez considera adecuado concederle alguno. Además existen algunas circunstancias desagradables que con toda seguridad quedarían expuestas en un juicio. Una persona con un poco de fama atraería publicidad. En resumen, no podríamos impedir que iniciara un litigio, y creo que tengo razón al afirmar que todo el esfuerzo emocional y el ambiente desagradable resultaría muy perjudicial para todos, sin mencionar las consecuencias que podría tener para el hotel.

Tragué saliva con dificultad. Era como si me hubiera atragantado con algo.

—Entonces, ¿qué sugiere, señor Updike… que le dé el dinero?

—No. Déjame que averigüe algunas cosas sobre él y te volveré a llamar.

Intenté distraerme, concentrándome en el trabajo, pero no hacía más que pensar en la conversación que había mantenido con el señor Updike. Cada vez que el teléfono sonaba el corazón me daba un salto. Por fin recibí la tan ansiada llamada del señor Updike. Dijo que conocía un abogado en Londres y que finalmente había podido hablar con él. Ahora llamaba para informarme.

—La carrera de Michael Sutton —empezó— va en declive. El año pasado lo despidieron de varios teatros por su problema con el alcohol.

—Lo sospechaba.

—Y en lo referente a esa esposa suya que falleció…

—¿Nada? —pregunté.

—Una absoluta mentira, me temo. Si de algo tiene fama es de mujeriego. Sus relaciones con miembros del elenco e integrantes del equipo de producción son infames, y en muchas ocasiones han resultado perjudiciales para la obra.

—¿Qué significa todo eso? —pregunté.

Bueno, su abogado lo tendría difícil para demostrar que es un individuo responsable y de confianza que ha visto cómo se abusaba de sus derechos de paternidad. Pero así y todo quedarían pendientes de resolución los efectos negativos de un juicio. Creo que nuestro mejor curso de acción es ir por el chantaje, porque eso es exactamente de lo que se trata. Quiero que te reúnas de nuevo con él. Sola.

—¿Por qué? —pregunté—. No puedo soportar la idea.

—Lo comprendo, pero quiero que repita sus exigencias.

—Pero sigue siendo su palabra contra la mía, ¿verdad, señor Updike?

—No. Yo y uno de mis socios, un hombre que utilizo como investigador privado, estaremos presentes. Sin que lo sepa el señor Sutton, claro está —dijo—. Tengo intención de grabar lo que te diga. ¿Crees que podrás hacerlo?

Dudé unos instantes. ¿Qué pasaría si Michael se daba cuenta de lo que estábamos haciendo? Seguro que nos crearía más problemas todavía. Volví a mirar el retrato de mi padre. Seguía sonriendo, pero su expresión era más pensativa, incluso tensa.

—Sí, señor Updike —dije mostrando gran determinación—. Puedo hacerlo. ¿Cómo debemos proceder?

El señor Updike dijo que me llamaría para arreglar los detalles después de que hablase con su socio. Me pasé el resto del día y de la noche en un estado de nerviosismo total. Afortunadamente, Jimmy estaba distraído tratando de solucionar un problema mecánico en el hotel y no advirtió el estado en que me encontraba.

A última hora de la mañana siguiente recibí la llamada del señor Updike.

—Concierta una cita con él en el restaurante del hotel. Nosotros nos sentaremos en la mesa detrás de la vuestra. Pasaré por tu despacho esta tarde y repasaremos las cosas que quiero que digas —me explicó.

—Preferiría pasar yo por su despacho, señor Updike —me apresuré a decir.

Se quedó un momento en silencio.

—No le has contado nada a Jimmy de todo esto ¿verdad? —preguntó llevado por la intuición.

—No, tenía la esperanza de resolverlo sin mezclarlo a él en el asunto. Tiene muy mal genio, y…

—Comprendo —dijo el señor Updike. Nos veremos a las dos.

En el despacho del señor Updike conocí a su socio, el señor Simons, un hombre alto y macizo de unos treinta y tantos años. El señor Updike me contó que el señor Simons había sido policía, pero a causa de una lesión había pedido la baja. Hacía trabajos de investigación para incrementar su sueldo. Tenía una ligera cojera, pero a excepción de eso parecía un hombre lo bastante fuerte y corpulento como para ser portero de una sala de fiestas.

Después de repasar con el señor Updike lo que debía decir, el señor Simons me mostró el magnetófono que utilizarían para grabar las amenazas de Michael.

—No se preocupe si se muestra nerviosa —dijo el señor Simons—. Él seguramente pensará que se debe a la situación. Olvídese de nosotros, si puede, y deje que el hombre cave su propia fosa. Eso es lo que generalmente ocurre en casos como éste —me aseguró. La seguridad con la que me hablaba me tranquilizó.

Cuando regresé al hotel llamé a Michael y me cité con él en el restaurante a la una.

—¿Traerás el dinero? —preguntó.

—Nos veremos a la una, Michael —dije, y colgué rápidamente.

Llegué al hotel con unos minutos de antelación. Vi al señor Updike y al señor Simons en el vestíbulo. El señor Updike me hizo una señal tranquilizadora con la cabeza. Poco después apareció Michael. Tenía mejor aspecto que la vez anterior. Llevaba una americana deportiva azul claro que hacía juego con los pantalones y mocasines nuevos.

—¿Qué tal estoy? —me preguntó en vez de saludar—. Hoy por la mañana me he comprado esta ropa en la tienda del hotel.

—Estás muy bien, Michael.

Sonrió y me dirigió una mirada libidinosa.

—Bueno —dijo—, sentémonos y tomemos un café.

Extendió el brazo para que se lo cogiera, pero lo rehuí. El señor Updike ya había reservado las dos mesas, de modo que cuando la camarera nos vio sonrió y nos condujo a la nuestra.

—Sólo café para mí —le dije a la camarera.

—¿Sólo café? —dijo Michael, mirando la carta—. Yo tengo un poco de hambre. Creo que me tomaré el especial de gambas y un café, por favor.

La camarera cogió las cartas y se marchó. Michael cruzó los brazos sobre la mesa y volvió a sonreír.

—Espero que no lo hayas traído todo en efectivo —dijo.

—No puedo creer que hayas venido aquí a exigirme dinero, Michael —dije.

Él se encogió de hombros.

—No lo echarás de menos.

—¿Qué ocurriría si no te diese el dinero? —pregunté.

—¿Crees que hablaba en broma? —preguntó al tiempo que arqueaba las cejas—. Ya te lo dije, buscaré un abogado e iniciaré acciones legales para que me den la custodia de Christie —dijo.

—No tienes posibilidad alguna de ganar.

—¿Lo crees? Ya te he dicho que no es ganar lo que me importa. La publicidad te hará daño, pero para mi será beneficiosa.

—¿No te importa el modo en que pueda afectar a nuestra hija? —pregunté.

—Lo superará —dijo—. Los niños olvidan.

—No sabes cuánto te equivocas, Michael. Te odiaría.

—¿Qué importancia tiene eso? —dijo—. Ni siguiera sabe que existo. Mira, Dawn, no hablo en broma. Esta es la segunda vez que te has reunido conmigo, y estoy seguro de que no se lo has dicho a tu marido. —Sonrió—. Si es necesario, se lo diré yo, sólo que… añadiré algunos detalles. —Guiñó un ojo—. ¿Me entiendes?

La camarera trajo el pedido.

—No, Michael, no te entiendo —dije.

La sonrisa desapareció de su rostro.

—No me importa que lo entiendas o no. ¿Has traído los cinco mil dólares?

Negué con la cabeza.

—No, Michael. Nunca te daría dinero de esa forma. No acabaría nunca.

—Te lo advierto…

Me levanté.

—Espero que tengas bastante dinero para pagar el almuerzo —dije, y me marché rápidamente, dejándolo con la boca abierta.

Cuando volví la mirada desde la entrada del restaurante vi que Michael se ponía de pie mientras el señor Simons y el señor Updike se acercaban a su mesa y ocupaban las sillas libres. Lentamente Michael volvió a sentarse y escuchó. Su rostro comenzó a palidecer a medida que oía las palabras que aquellos hombres le decían. A continuación el señor Simons extrajo la grabadora.

Michael se volvió para mirarme. Yo le di la espalda, esperé que para siempre.

En cuanto estuve de regreso en el «Cutler’s Cove» y entré en el vestíbulo intuí que ocurría algo terrible. El silencio era excesivo. Un grupo de empleados y una docena de huéspedes estaban reunidos junto a la recepción hablando en voz baja. La señora Bradly salió de detrás del mostrador y se acercó para saludarme. Parecía preocupada. El corazón empezó a latirme con fuerza.

—¿Qué ha ocurrido, señora Bradly? —pregunté.

—La señorita Clara Sue ha tenido un terrible accidente con el camión en algún lugar de Alabama —dijo, inclinando la cabeza y con lágrimas en los ojos.

—¿Dónde está Jimmy? ¿Dónde está mi marido? —grité.

—Creo que está en su despacho, señora Longchamp —respondió—. Lo siento.

Me dirigí a toda prisa a mi despacho, y cuando entré vi a Jimmy al teléfono. Me miró y sacudió la cabeza. Dejé caer el abrigo sobre el sofá y me dirigí a él.

—Dawn acaba de regresar —dijo al teléfono—. Iremos enseguida. —Colgó—. Era Philip. Él y Betty Ann ya están en la casa. ¿Donde te habías metido?

—¿Qué ha ocurrido, Jimmy? —exclamé, ignorando su pregunta. Presioné la palma de su mano sobre mi corazón.

—Chocaron con el remolque de un tractor y éste volcó y aplastó la cabina.

—¡Oh!, Jimmy, es terrible —dije, apoyándome sobre el escritorio.

—Lo sé. Una muerte así es demasiado terrible, incluso para alguien tan miserable como Clara Sue —dijo.

—¿Cómo está mi madre? —pregunté.

—Puedes imaginártelo. No hace más que llamarte. ¿Dónde has estado? —volvió a preguntar.

—Tenía que ver al señor Updike por unos nuevos impuestos —respondí, y bajé la vista para que Jimmy no advirtiese que estaba mintiendo.

—Ya he hablado con la señora Boston y ella se ocupará de Fern y de Christie. Será mejor que vayamos a Beulla Woods sin pérdida de tiempo —dijo—. Philip acaba de decirme que tu madre pide médicos y sedantes a gritos. Bronson ya no sabe qué hacer.

Jimmy me cogió de la mano y rápidamente nos dirigimos a su coche. Me sentía tan agitada que pensé que no serviría de mucha ayuda a nadie. Apenas llegamos, Livingston nos abrió la puerta y se apartó para dejamos entrar. Su rostro estaba más pálido que de costumbre. Philip y Betty Ann tomaban el té en el salón. Cuando nos vieron se pusieron de pie. Betty Ann y yo nos abrazamos.

—Me temo que la noticia es bastante espantosa —dijo Philip con voz temblorosa. Vi que tenía los ojos húmedos y señales de haber llorado—. Tardaron horas en sacar a Clara Sue y a su novio de la cabina.

De pronto se volvió a Jimmy y comenzó a hablarle como si éste fuera un desconocido.

—No nos llevamos muy bien estos últimos años —dijo—, pero cuando niños estábamos muy unidos. La mayor parte del tiempo sólo nos teníamos el uno al otro. Mamá y papá estaban siempre ocupados con otras cosas, y permanecíamos solos durante horas. —Sonrió—. En una ocasión construimos un hotel de mentira en el almacén y los hijos de los empleados, e incluso los de algunos huéspedes, venían a jugar con nosotros. Yo era el presidente del hotel, y Clara Sue hacía de hacía de abuela, supongo. Tendrías que haberla visto, con sus trenzas doradas como las de Christie dando órdenes a todo el mundo. «Tú duerme aquí; tú limpia ese rincón». Tenía a todos los hijos de los huéspedes trabajando como locos.

»Cogíamos cosas del hotel y nos las llevábamos al nuestro. Cuando finalmente Nussbaum descubrió que había desaparecido toda la plata y la vajilla se lo contó a la abuela, y ella vino a ver qué pasaba. Durante unos minutos se quedó muda; para ella aquello era algo sorprendente. —Sacudió la cabeza y de pronto pareció atónito—. Después todo empezó a cambiar, y Clara Sue se convirtió en una persona diferente. Supongo que debería haber pasado más tiempo con ella. —Me miró fijamente—. Es extraño cómo el destino empieza a controlar tu vida cuando tú dejas de hacerlo.

—¿Dónde está Bronson? —pregunté.

—Arriba, con tu madre —respondió Betty Ann.

Subí corriendo. Jimmy se quedó abajo con Betty Ann y Philip. Llamé suavemente a la puerta, que estaba entreabierta. Bronson estaba sentado en la cama con la mano de mamá entre la suya. Ella se cubría los ojos con la derecha y apoyaba su cabeza sobre una gran almohada de seda. Tenía el pelo suelto y desordenado. Las cortinas corridas para impedir que entrara la luz del sol.

Al verme, Bronson se puso de pie.

—¡Oh!, Dawn —dijo.

Lentamente mi madre apartó la mano de sus ojos y me miró.

Me alegro de que hayas venido —continuó Bronson—. Quizá puedas ayudarme a meter un poco de sentido común en la terca cabeza de tu madre. Insiste en que todo esto es culpa suya.

—¡Lo es! —exclamó mamá. Volvió a cubrirse los ojos y comenzó a sollozar.

Eso es una tontería, mamá. ¿Cómo puedes pensar que es culpa tuya? —dije, acercándome—. Tú no provocaste el accidente del camión.

—No habría estado en ese camión con una persona así si yo hubiera insistido en que se quedase a vivir con nosotros aquí —exclamó.

—Clara Sue no era la clase de persona a la que se le podía dar órdenes —dije—. Todos lo sabemos. Hacía lo que quería y cuando quería, sin importarle lo que pensaban los demás. Si no hubiera conocido, a este camionero, habría conocido a otro y se habría marchado igualmente. Se estaba rebelando —añadí.

Bronson asintió, pero mamá negó con la cabeza.

—Exactamente —dijo—. Se estaba rebelando, y a mí no me importaba; no me importaba mientras lo hiciera lejos de casa y nadie se enterase. Ahora mira lo que ha ocurrido —gimió.

—¿Qué ibas a hacer con ella, atarla a la pata de la cama? Se habría marchado dijeras lo que dijeras.

Mamá apartó la mano de sus ojos.

—Siempre me has culpado a mí de su comportamiento, Dawn —me acusó—. No lo niegues ahora sólo para consolarme.

—No lo haré, —dije—. Deberías haberte ocupado de ella cuando era pequeña y todavía estabas a tiempo. Luego el tiempo transcurrió y ella pasó a ser dueña de sus actos. Para bien o para mal, se la consideraba una persona adulta. Es absurdo culpar a nadie. Hizo lo que quería, y lo que le ha ocurrido es horrible, pero nadie se lo deseaba. No tiene sentido que empeoremos las cosas —añadí con firmeza.

Mamá me miró fijamente un momento y a continuación se volvió a Bronson.

—Es igual que mi suegra, Bronson. Fuerte, lógica, y siempre tiene razón —comentó, pero en su tono de voz se percibía la admiración. Yo me sonrojé. Volvió a hablarme—: Eres la más fuerte de todos ahora, Dawn. Lo eres.

—Eso no es cierto —dije, bajando los ojos.

—Lo es, y me alegro, me alegro de verte así. No acabarás como yo, sollozando en una cama y envejeciendo antes de tiempo por las cosas que otros te han hecho —afirmó. Sonrió y extendió los brazos—. Necesito que me consueles, cariño.

Miré a Bronson, que parecía a punto de echarse a llorar, y a continuación me acerqué a ella y dejé que me abrazara con todas sus fuerzas.

Poco después llegó el médico para darle un tranquilizante. Volví al salón a reunirme con los demás.

—Saldré de inmediato para Alabama y haré las gestiones para trasladar a Clara Sue aquí —dijo Philip.

—Supongo que debería ir contigo —intervino Bronson.

—No. Seguramente será mejor que te quedes aquí con mamá. ¿No te parece, Dawn? —me preguntó Philip.

—¿Qué? Ah, sí. Yo me ocuparé de los preparativos aquí —dije.

Cuando estábamos a punto de marcharnos Bronson me llevó aparte.

—Nadie le ha dicho nunca a Philip que yo soy el verdadero padre de Clara Sue ¿verdad? —preguntó.

—Yo no se lo he dicho, y dudo que mamá lo haya hecho. Philip nunca ha comentado nada, de modo que supuse que Clara Sue quería mantenerlo en secreto. Algunos fantasmas están mejor guardados —dije.

Asintió y esbozó una sonrisa.

—Mi esposa tiene razón, ¿sabes? Te has convertido en la persona fuerte de la familia. Eres prácticamente la única capaz de manejar a Laura Sue —confesó—. Yo no puedo ser duro con ella, aunque a veces sé que lo necesita. Pobre Clara Sue —añadió— casi ni llegué a conocerla.

—Lo siento, Bronson.

Me besó en la mejilla y yo me reuní con Jimmy en el coche.

Cuando regresamos al hotel encontré un recado del señor Updike. Jimmy se marchó para terminar el trabajo, y yo fui a mi despacho.

—Acabo de enterarme de lo de Clara Sue —dijo el señor Updike—. Una crisis tras otra para ti.

—Sí —contesté.

—Una al menos se ha acabado. Apenas le hicimos oír la grabación, prometió dejarte en paz. Guardaré la cinta en mi caja fuerte por si acaso.

—Gracias, señor Updike. Nunca le he dicho esto —continué— pero ahora veo por qué la abuela Cutler lo consideraba una persona tan valiosa.

—Me alegro mucho de que lo digas, Dawn. No puedo dejar de pensar que si las dos os hubierais conocido en otros tiempos las cosas habrían sido muy diferentes.

—En este momento, señor Updike, nada me sorprende. Gracias de nuevo —dije.

Durante los días que siguieron estuvimos todos ocupados con los preparativos para el funeral de Clara Sue. Al igual que ocurriera con el entierro de Randolph, llegaron muchos viejos amigos, además de miembros de la comunidad. Mamá, sorprendentemente, conservó la compostura. No se puso sus mejores galas y parecía sinceramente afectada. Philip y Bronson se colocaron a su lado y la sostuvieron ante la tumba de Clara Sue en el sector que la familia poseía en el cementerio hasta que la ceremonia acabó. Después los asistentes fueron a Beulla Woods a dar el pésame. Mamá no quiso ver a nadie y permaneció en sus habitaciones. Betty Ann y yo nos ocupamos de saludar a la gente. Jimmy se pasó la mayor parte del tiempo con Fern, Christie y los gemelos. Las actividades en el hotel cesaron casi por completo.

En cualquier caso empezaba la temporada baja. El invierno se aproximaba y la mayoría de nuestros huéspedes habituales se disponían a viajar a climas más templados para disfrutar de las vacaciones. Un grupo de empleados se marchó a trabajar a Florida. Decidimos que era un buen momento para iniciar las obras de ampliación, ya que sería muy poca la gente afectada por el ir y venir de obreros y camiones. Jimmy se encargaría de supervisar las obras.

Durante los días que siguieron al funeral de Clara Sue advertí que Jimmy intentaba evitarme pero lo atribuí a lo ocupado que estaba. Una mañana mientras estaba en mi despacho revisando los informes anuales del señor Dorfman, Jimmy apareció y descubrí que su comportamiento se debía a algo completamente distinto.

Me miraba de un modo extraño. Parecía enfadado y a la vez dolorido por algo. Sin decir palabra se acercó al escritorio.

—Sólo quiero respuestas directas y que me digas la verdad —dijo fríamente. Su tono de voz me heló el corazón. Puso las manos sobre la mesa y se inclinó hacia mí, sus ojos oscuros parecían más duros que una piedra.

—¿Qué ocurre, Jimmy? —pregunté, y contuve la respiración.

—La semana pasada, cuando llevaste a Christie a Virginia Beach de compras, ¿a quién viste? —quiso saber.

Se me hundió el corazón. Durante un momento no pude hablar, no pude tragar, no pude respirar. Fijó la mirada sobre mí con tanta furia que tenía miedo de decir una palabra.

—¡La verdad! —chilló, golpeando la mesa con el puño. Pegué un salto en la silla.

—Michael —dije. Él asintió y se giró—. Iba a contártelo, Jimmy. De verdad. Sólo quería que pasara un poco más de tiempo —exclamé rápidamente.

—¿Cómo pudiste ir a verlo después de lo que te hizo? —preguntó Jimmy lentamente—. ¿Cómo pudiste rebajarte tanto?

—Yo no quería ir. Me lo suplicó por teléfono. Dijo que quería ver a Christie sólo una vez, y pensé que no tenía derecho a negárselo. Pero cuando me encontré con él descubrí que sus intenciones eran distintas.

—¿Qué quería? —quiso saber Jimmy, acalorándose.

Le conté rápidamente todo. Se sentó y me escuchó cuando llegué a la descripción del modo en que el señor Updike y el señor Simons habían resuelto el caso. A continuación sacudió la cabeza.

—¿Has hecho todo eso y no me has dicho una sola palabra?

—Pensé que si podía resolverlo con rapidez…

Me miró con ojos llenos de dolor.

—Pero yo soy tu marido, Dawn, y el padre de Christie, ahora. Tendría que haber ido; yo era el que debía protegeros. En vez de eso, me mentiste.

—Pensé que le harías algo terrible, Jimmy. Pensaba contártelo cuando todo hubiera pasado. Lo, intenté un par de veces pero no fui capaz de hacerlo, y entonces, cuando murió Clara Sue…

—Lo intentaste —espetó.

—De verdad, Jimmy. No podía soportar engañarte. He estado intranquila desde entonces —juré.

—E hiciste cómplice a Christie de esta mentira —dijo, moviendo la cabeza—. Diciéndole que un vendedor de joyería le regalaba una muestra.

—Era mejor que decirle quién era en verdad, Jimmy —dije. Me miró con tanta frialdad que tuve que bajar la vista—. Siento mucho no habértelo contado.

—Y seguramente no lo habrías hecho —dijo Jimmy—. No me habría enterado de nada si no hubiera sido por Fern.

—¿Fern? —Levanté la vista.

—Le preguntó a Christie de dónde había sacado el collar y ella le dijo que se lo había dado Michael. Fern recordaba de quién se trataba y vino a decírmelo.

—¡Oh!, Jimmy, él intentaba hacerme daño… hacernos daño. ¡Qué horror! —exclamé.

—Claro, dale la vuelta a las cosas. Fern no mintió ¿verdad? Fern no ocultó la verdad. Me lo contó porque me quiere. —Se golpeó el pecho con fuerza para darle mayor relevancia a sus palabras. Se levantó—. Por lo menos hay alguien que me quiere —dijo, y salió del despacho cerrando la puerta de golpe.

—¡Jimmy! —grité, pero no volvió.

Me llevé las manos a la cara y empecé a llorar incontroladamente.

Había herido a una de las pocas personas que me quería más que a nadie en este mundo. Qué imbécil había sido al ocultarle la verdad. No me merecía un hombre tan bueno. Decidí que si era necesario me pondría de rodillas hasta conseguir su perdón.

Salí a toda prisa del despacho y empecé a buscarlo. Me encontré con algunos de los empleados de mantenimiento, pero nadie había visto a Jimmy. Pensé que tal vez se había ido en coche y fui a inspeccionar el lugar donde solía aparcar. El coche estaba allí. Preocupada y sorprendida, emprendí el regreso al hotel. Mientras pasaba por delante del mirador me fijé en la parte trasera del edificio principal y vi la puerta de lo que había sido el escondrijo de Philip y más tarde de Jimmy. La puerta estaba abierta. Mi corazón empezó a latir con fuerza.

Fue allí, en aquel lugar olvidado, que Jimmy y yo descubrimos que el afecto que sentíamos el uno por el otro iba más allá de un simple amor fraternal. Fue allí donde nos besamos románticamente y nos tocamos con pasión de verdaderos amantes. Me saltaron las lágrimas al pensar que después de haberle herido y traicionado, había vuelto a aquel lugar.

—¡Oh!, Jimmy —exclamé, y recorrí el césped hasta la puerta del escondrijo. Subí las escaleras y miré en el interior. La bombilla desnuda que colgaba del techo estaba encendida, e irradiaba una luz amarillenta. Bajé lentamente los escalones. Jimmy estaba estirado en el viejo camastro, las manos detrás de la cabeza, mirando el techo.

—Jimmy —dije en voz baja.

Se giró con lentitud, negó con la cabeza y se apartó. Crucé el viejo suelo de tierra y piedra y me arrodillé a su lado. Sin decir palabra hundí el rostro en su pecho.

—¡Oh!, Jimmy —dije—. Lo siento. No tenía intención de herirte. Por favor no me odies. Por favor —le supliqué entre lágrimas.

—No te odio, Dawn. Sólo me temo que te estás pareciendo demasiado a la mujer que tanto odiabas.

—No, Jimmy, no es verdad.

Guardó silencio y me miró un instante.

—¿Sabes por qué estaba tan enfadado cuando me enteré de que habías ido a verlo? —preguntó al cabo.

—Sí, porque no te había dicho nada.

—No —contestó—. Porque temí que volvería a perderte.

—¿De verdad, Jimmy? —Asintió—. No me perderás nunca, Jimmy. Nunca, nunca, nunca. Cuando saliste corriendo de mi despacho, pensé que era yo la que te iba a perder.

—No quiero volver a sentirme así jamás, Dawn —dijo—. Nunca más debemos mentirnos. ¿Me lo prometes?

—Claro que te lo prometo, Jimmy.

Miró a su alrededor y sonrió.

—Recuerdo todos y cada uno de los minutos que he pasado aquí contigo. Recuerdo nuestro primer beso, el tiempo que tardé en posar mis labios sobre los tuyos.

—Y después fingimos que era la primera vez que nos veíamos —dije.

—Era la primera vez como novios.

—Y ahora somos marido y mujer —dije.

Volvió a ladear la cabeza y sonrió con ternura.

—¿Qué voy a hacer contigo? Supongo que tendré que vigilarte más de cerca —dijo.

—No hay nada que me pueda gustar más —repliqué, y nos besamos. Me levantó del suelo e hizo un espacio a su lado para que me acostara junto a él.

—Jimmy… ¿aquí? —pregunté cuando me abrazó.

—¿Qué puede ser más romántico que hacer el amor en el lugar en el que nos dimos el primer beso? —preguntó.

Yo le contesté con otro beso, más largo y apasionado que el anterior. Me coloqué a su lado y recibí con alegría sus caricias.

Jimmy y yo nos comportamos como adolescentes al subir los escalones de piedra. No queríamos tener que responder a las preguntas de nadie. Jimmy inspeccionó el terreno para asegurarse de que no había nadie por allí.

—Será mejor que vuelva al trabajo —me dijo, y nos separamos en el lago. El fue a reunirse con los obreros en el extremo sur del edificio principal y yo volví a mi despacho. El sol del atardecer era débil, pero lo suficientemente fuerte como para sentirlo como una suave caricia sobre mis mejillas y mi frente. En la distancia, dos enormes e hinchadas nubes parecían montañas de algodón blanco acercándose la una a la otra por encima de un mar azul. El viento invernal hizo que una arpillera que colgaba del mango de una cortadora de césped se agitará como la bandera de un país desconocido.

La naturaleza conseguía ponerme pensativa y filosófica. Había estado a punto de perder a Jimmy, pensé, y era muy afortunada de que me quisiera tanto. ¿Habría sido de verdad capaz de contarle lo de Michael?, me pregunté. Pensando en ello recordé lo que había hecho Fern. ¿Por qué me odiaba tanto? ¿Por qué quería crear divisiones entre Jimmy y yo? Me entristecía pensar que aquel bebé al que había querido y cuidado casi como a mi propia hija se había convertido en una niña vengativa y cruel. ¿Hasta qué punto podíamos disculparla por lo que le había ocurrido? ¿Qué daño le estaríamos causando Jimmy y yo al hacer caso omiso y perdonarla?

En vez de regresar directamente al hotel recorrí la distancia que me separaba de la casa. Esa misma noche, antes de cenar, quería mantener una conversación a solas con Fern para que entendiera que lo que había hecho estaba mal. Quería que le quedase claro lo mucho que Jimmy y yo nos amábamos, y que nada que ella hiciera podría cambiarlo. Debería alegrarse de vivir en una casa con amor, pensé. ¿No era eso lo que quería? ¿No era la ausencia de eso lo que odiaba?

Cuando llegué a casa me dirigí directamente a la habitación de Fern, en la esperanza de que la encontraría haciendo los deberes como de costumbre. Llamé a la puerta y esperé, pero no oí nada. Volví a llamar y a continuación abrí la puerta. No estaba. Miré a mi alrededor y me di cuenta de que el cuarto estaba desordenado. Había prendas de vestir tiradas por todas partes: encima de las sillas, sobre el tocador y sobre la cama mal hecha. Una zapatilla deportiva estaba delante de la cama mientras que la otra descansaba de lado cerca del armario cuyas puertas estaban abiertas de par en par. Algunos vestidos colgaban precariamente de las perchas mientras otros yacían en el suelo.

A continuación mi mirada se posó sobre un montón de blusas y faldas en el suelo del armario que cubrían a medias una caja de zapatos abierta. Algo me llamó la atención, y me dirigí lentamente hacia allí, me arrodillé y miré dentro de la caja; vi una gran cantidad de dinero. ¿El dinero que faltaba del hotel?, me pregunté, y empecé a contar. Cuando sobrepasé los ochocientos dólares estaba segura de que debía de serlo. No me sorprendió. No estaba segura de lo que debía hacer. Evidentemente afirmaría que se trataba del dinero que había traído de casa de los Osborne, aunque la cantidad superaba lo que yo le había visto en el bolso en Nueva York.

Me puse de pie dispuesta a salir de la habitación cuando me fijé en una de sus revistas románticas más antiguas. Lo que destacaba en ésta era la forma en que Fern había subrayado algunos de los párrafos. Pasé las páginas hasta llegar al principio, y cuando vi el título de la historia me sonrojé por completo. Como si necesitara oír las palabras para creerlas, leí el título en voz alta: «Mi padrastro me violó, pero no tenía a nadie a quien contárselo».

Lentamente, con dedos temblorosos, levanté la revista y empecé a leer.

Desde que recuerdo, mi madre siempre estaba demasiado ocupada para atenderme. Era diseñadora de modas y no paraba de trabajar. Mi padrastro era quien me cuidaba, me vestía e incluso me daba de comer. Lo hacía tan a menudo y con tanta naturalidad que nunca me sorprendió hasta que estuve en cuarto grado y le mencioné a una amiga que él normalmente me acompañaba cuando me estaba bañando para asegurarse de que me lavaba bien las «partes importantes».

Mi amiga me miró extrañada y preguntó:

¿Qué partes importantes?

Yo me eché a reír y dije sencillamente:

Ya sabes. Las partes importantes.

Seguí confusa, de modo que se las señalé. En aquel momento se asustó y dejó de hablar del asunto, pero pronto me di cuenta del motivo por el cual se sentía incómoda. Ningún otro padre hacía lo que mi padrastro.

Dejé caer la revista sobre mi regazo. Me sentía agitada y gotas de sudor comenzaron a resbalar por mi cuello. Durante unos minutos no pude ni moverme. Volví a mirar la revista y ladeé la cabeza. A continuación me dirigí rápidamente al teléfono para llamar al hotel. Pregunté por Robert Garwood.

—Robert —dije frenéticamente— por favor vaya a buscar a Jimmy. Dígale que necesito que venga a la casa de inmediato. Es urgente.

—Enseguida, señora Longchamp —dijo.

Colgué y me senté a esperar, y mientras lo hacía, leí un poco más. La chica de la historia contaba que su madre se había olvidado de su cumpleaños. Aquella frase también estaba subrayada. El episodio en que su padrastro la violaba comenzaba con la descripción de cómo una noche la besó para luego acariciarla debajo de las mantas. Otra noche, por fin, se acostó a su lado.

Estaba enfrascada en la lectura cuando oí que la puerta de abajo se cerraba con fuerza.

—¡Dawn! —llamó Jimmy.

—Arriba, Jimmy.

—Subió corriendo las escaleras y se detuvo ante la puerta, casi sin aliento.

—¿Qué ocurre? —preguntó.

—Se trata de Fern… es esto —dije, el tiempo que extendía el brazo con la revista en la mano.

—¿Las revistas románticas? —Jimmy hizo una mueca—. Siempre hemos sabido que leía estas cosas…

Mira la historia y lee los párrafos subrayados.

¿Subrayados? —Cogió la revista y empezó a leer. Su rostro, enrojecido a causa del esfuerzo anterior, fue palideciendo poco a poco. Sus ojos oscuros mostraron aturdimiento y a continuación terror—. Dios mío —dijo, bajando la revista—. ¡Lo ha sacado todo de aquí!

—Ha estado viviendo en un mundo de fantasía, y nosotros le creímos y acusamos a aquella gente de cosas horribles —dije.

—Pero, ¿por qué si no era verdad Clayton se negó a discutir el asunto con nosotros? —preguntó Jimmy.

—Seguramente temía que el escándalo afectara su carrera, y sabía que Fern no daría el brazo a torcer. En el fondo de su armario hay una caja de zapatos llena de dinero, parte del cual, estoy convencida, es el que desapareció en el hotel.

Jimmy se dejó caer en una silla mirando fijamente el suelo y negando con la cabeza.

—¿Qué vamos a hacer? —murmuró.

—Debemos hablar con ella, Jimmy. Tiene que enterarse que sabemos todo lo que ha hecho —dije.

—¿La devolveremos a los Osborne? —preguntó.

Ahora ya no tenía dudas de que Jimmy haría lo que yo ordenase. Una parte de mí querrá deshacerse de esa niña maliciosa, no sólo porque corregir su conducta requeriría una gran energía por nuestra parte, sino porque temía el modo en que pudiese influir sobre Christie.

Pero Fern era la hermana de Jimmy, y algo más fuerte dentro de mí rechazó la idea de deshacerse de un miembro de la familia. Yo mejor que nadie sabía lo terrible que era aquello.

—No creo que la respuesta sea devolverla a los Osborne, Jimmy. Obviamente no son tan crueles y malos como Fern los ha descrito, pero son dos personas abrumadas por ella y quizá no estén dispuestos a hacer los sacrificios de tiempo y energía, y a proporcionarle el cariño y la atención necesarios para que supere sus malas costumbres. No, debe quedarse, pero quedarse sujeta a otras normas y circunstancias.

Jimmy asintió. A continuación oímos que la puerta de abajo se abría y luego se cerraba. Las niñas habían llegado de la escuela. Christie corrió a la cocina, donde la señora Boston le tenía preparados un vaso de leche y galletas, pero Fern comenzó a ascender lentamente las escaleras hasta su dormitorio. Esperamos a que llegara al rellano de la segunda planta y salimos a saludarla. Levantó la vista, sorprendida.

—¿Cómo es que todo el mundo está en casa? —preguntó, dirigiéndome una mirada de sospecha.

—Queremos hablar contigo, Fern —dije con firmeza—. En tu habitación.

—¿Qué? ¿Por qué? —preguntó.

—Ahora —le ordené, y ella se apresuró. La seguimos hasta el dormitorio. Dejó caer los libros sobre la cama, se sentó en ella y cruzó los brazos sobre el pecho en actitud desafiante.

—¿Bien? —dijo—. Estás enfadada porque le conté a Jimmy que habías visto a Michael Sutton, supongo.

—Estoy enfadada por eso, sí, pero no es la razón por la que queremos hablar contigo —dije.

Levantó la vista con renovado interés.

—¿De qué se trata entonces? —preguntó.

—De esto —dije, enseñándole la revista. En cuanto vio lo que tenía en la mano palideció y en sus ojos apareció una mirada de miedo. Intentó disimularlo enfadándose.

—¿Has estado metiendo las narices en mis cosas? —exclamó.

—Dawn no mete las narices en las cosas de nadie —dijo Jimmy, colocándose a mi lado.

—Eso no es lo que importa ahora, Fern —dije—. Es lo que hay en esta revista, lo que tú te aprendiste de memoria y fingiste que te había ocurrido.

—No es verdad —exclamó, con los ojos llenos de lágrimas.

—¡Sí que es verdad! ¡Sí que lo hiciste! —insistí, golpeando la palma de mi mano con la revista. De inmediato dejó de sollozar—. Deja de fingir y cuéntanos la verdad de una vez por todas. Y te aviso, Fern: si nos mientes una sola vez más, sólo una vez, te echaremos de aquí. Si los Osborne no te quieren, irás a un hogar para niñas rebeldes.

No sé donde encontré la fuerza y la frialdad para pronunciar aquellas palabras, pero mientras lo hacía vi a la abuela Cutler —el rostro severo, la espalda recta, la furia feroz— delante de mí.

Fern se acobardó.

—Odiaba… odiaba estar allí —dijo.

—Todo lo que tenías que hacer era decimos la verdad —dijo Jimmy.

—Sabía que no me podías recuperar, porque legalmente era de ellos.

—¿De modo que te lo inventaste todo basándote en esta historia? —pregunté. Quería, que lo confesara. Ella dudó unos instantes y a continuación asintió—. ¿Qué? —pregunté.

—Me lo inventé. Pero por favor, por favor, no me hagáis volver allí. Clayton es cruel, de verdad que lo es, y no me quiere, y Leslie no ayuda en nada. El la trata como si fuese una cría.

—En aquella caja de zapatos que está en tu armario hay mucho dinero —dije—. ¿De dónde lo has sacado?

—Lo robé —murmuró.

—¿Qué? —preguntó Jimmy, deseoso que hablara más fuerte y admitiera sus crímenes.

—Lo robé —chilló Fern a través de las lágrimas—. Parte a Leslie y a Clayton y el resto lo cogí del hotel.

—¿Por qué robarnos a nosotros? —preguntó Jimmy—. Nunca te hemos negado nada.

—Supuse que tarde o temprano querríais que me marchara, y pensé que si lo hacíais me escaparía, y para ello necesitaría dinero.

—Has hecho una cosa terrible, Fern —dije—. No sólo al robar el dinero, sino al robar nuestro amor y preocupación por ti. Pretendiste conseguir nuestro amor haciendo que nos enfrentáramos a los Osborne. Por muy horrible que fuera tu vida con ellos, estuvo mal que hicieras semejantes acusaciones.

Las lágrimas seguían cayendo en cascada por las mejillas de Fern. Nos miró.

—¿Tendré que volver? —preguntó.

—Eso depende de Dawn —dijo Jimmy con firmeza.

Fern abrió los ojos como platos, y a continuación me miró, esperando lo peor.

—Deberíamos hacerlo —empecé a decir—. Aseguraste que querías estar con nosotros porque necesitabas una familia en la que hubiera amor, pero has intentado hacernos daño de todas las formas posibles. —Ella bajó la vista—. Jimmy y yo nos amamos como pocas personas en el mundo deben de amarse, y nada podrá cambiarlo —dije—. Pero eso no significa que no seamos capaces de querer a otras personas. Como sentimos tanto amor el uno por el otro podemos comprender lo mucho que eso significa. Si pretendes que otras personas te quieran no debes ser egoísta, Fern. Pero lo más importante es que no puedes querer a nadie si te quieres más a ti. ¿Lo entiendes?

Asintió, pero pensé que no lo entendía ni quería entenderlo. Su mirada era todavía desafiante.

—¿Tendré que volver? —repitió.

—No —contesté—. Puedes quedarte con nosotros.

Levantó la vista, sorprendida.

—Queremos que te quedes, y por eso queremos que seas mejor persona. Deseamos amarte y que tú hagas lo mismo con nosotros. Pero eso solo ocurrirá si no mientes ni robas, si eres honesta y te interesas por las cosas.

—Estarás a prueba —dijo Jimmy severamente—. ¿Lo comprendes?

—Sí, Jimmy.

—De acuerdo, entonces —dijo él—. Lo primero que tienes que hacer es coger el dinero y devolvérselo a la señora Bradly, y disculparte del mejor modo que puedas —ordenó.

—¡Eso no! —exclamó Fern.

—Se necesita mucho más coraje para hacer el bien que para hacer el mal, pero una vez que hayas cumplido con tu deber, te sentirás mucho mejor, cariño —dijo Jimmy.

—Todo el mundo va a odiarme y a pensar cosas horribles de mí —gimoteó.

—Durante un tiempo, quizá —dije—. Pero si quieres que piensen bien de ti, tendrás que merecerlo.

—Adelante, Fern —le ordenó Jimmy.

Fern tragó saliva y se bajó de la cama. Se dirigió a la caja de zapatos y contó la cantidad robada. Se metió el dinero en el bolsillo y salió de la habitación.

—¿Crees que va a cambiar? —me preguntó Jimmy.

—No lo sé —respondí—. Es difícil borrar de la noche al día años y años de mal comportamiento y mentiras. Pero —concluí con un suspiro— le daremos una oportunidad.

Jimmy pasó un brazo por mis hombros.

—¿Te he dicho alguna vez que eres la mejor razón que tengo para levantarme cada mañana? —preguntó.

—Hace un par de minutos que no me lo dices.

—Bueno, deja que haga exactamente eso. Aún mejor —dijo, mientras me conducía hacia nuestro dormitorio—, deja que te lo enseñe.