IMÁGENES EMPAÑADAS
Mamá cumplió su promesa y ofreció una cena en honor de Fern, aunque, como siempre, más que una cena fue un banquete. Yo no llegaba a entender qué necesidad tenía de impresionar a una niña de diez años, pero allí estábamos, sentados a la larga mesa. Mamá llevaba uno de sus elegantes trajes Bronson, impecable como de costumbre, vestía una americana deportiva de color borgoña y una corbata haciendo juego, y alrededor de nosotros los sirvientes se afanaban sirviendo agua y vino, preparando las ensaladas, y acudían al instante aunque sólo fuera para acercarnos el plato de la mantequilla. Para complacerme, mamá no invitó a nadie más. Sólo estábamos los miembros de la familia: Jimmy, yo y Christie; Philip, Betty Ann y los gemelos, y claro está, Fern quien, por insistencia de mi madre, presidía la mesa.
—Al fin y al cabo —dijo—, es la invitada de honor. Y una muy guapa, por cierto.
Fern estaba encantada con el comentario. Jimmy me había pedido que la llevara a una de las mejores tiendas de Virginia Beach a fin de comprarle ropa para la ocasión. Había escogido un caro vestido de terciopelo azul con puños y cuello de encaje, y una faja en la cintura con un lazo a un lado. En realidad se trataba de un vestido para una chica mayor, pero después de algunos arreglos a Fern le quedó muy bien. También me convenció de que le comprara un sujetador acolchado igual, según afirmó, a los que usaban todas sus nuevas amigas. Llegué a la conclusión de que, al igual que ocurriera en Nueva York, se juntaba con niñas mayores, pero no quise insistir en el tema.
Obviamente, tuve que comprarle zapatos que hicieran juego con el vestido, y cuando pasamos por una joyería miró con tanto deseo un collar y unos pendientes bañados en oro que me vi obligada a comprarle el conjunto. Después de eso me abrazó y me dio las gracias efusivamente. Empecé a lamentar lo que había hecho. ¿Acaso yo, al igual que hicieran Clayton y Leslie Osborne, estaba intentando comprar su afecto y su amor?
Le di permiso para que fuese a la peluquería del hotel y nuestra mejor estilista, Elaine Diana, le lavó y le marcó el pelo e ideó para ella un peinado que la hacía parecer mayor. Elaine, sin mi conocimiento, también la maquilló. Cuando Fern salió de su habitación, luciendo el vestido nuevo, las joyas y el pelo estilizado, las mejillas con colorete, los ojos con delineador y los labios pintados con carmín rosa, aparentaba más años de los que tenía. Jimmy se quedó boquiabierto.
—¿Es ésta mi hermanita? —exclamó y la arrastró hacia él para abrazarla.
Los ojos oscuros de Fern resplandecían como el ónice. Me dedicó una de sus miradas de autocomplacencia, y lo que advertí en ella me sorprendió. Era como si compitiese conmigo por el amor romántico de Jimmy y hubiera ganado. Lo besó en la mejilla.
—Gracias, Jimmy —dijo.
—No me des las gracias a mí, cariño, sino a Dawn. Ella es quien te ha comprado todo esto.
Fern se volvió y me abrazó. Al ver aquello, Jimmy sonrió y asintió. Supe que pensaba que él tenía razón: nuestro amor y cariño la estaban convirtiendo en una persona mejor.
En casa de mamá Fern no podía haberse comportado de forma más cortés y encantadora. Los Osborne la habían educado bien en lo que se refería a la etiqueta. No era necesario decirle qué tenedor o cuchara debía usar; y sorprendió a Bronson al tratarlo de usted. Cuando él o mamá le preguntaban algo contestaba con suavidad, y con frases medidas describía los lugares que había visitado, las cosas que había visto, los museos y los teatros que conocía. Parecía tan sofisticada y experimentada como una chica que le doblara en edad. Todos estaban muy impresionados y Jimmy no cabía en sí de satisfacción y orgullo.
—Qué chica tan encantadora —me dijo mamá al final de la velada—. Evidentemente la han entrenado bien.
De inmediato advertí que a Jimmy no le agradaba nada que se alabase a los Osborne. Su rostro se ensombreció.
—No es un caballo de carreras, mamá —contesté antes de que él pudiera intervenir—. Es una niña pequeña. La han educado bien, es cierto, pero créeme, su vida no ha sido feliz.
—Lo sé, lo sé —dijo mamá mirando a Jimmy—. Sólo es que me encanta ver a una niña comportarse adecuadamente hoy en día. —Suspiró profundamente—. Lo cual me recuerda —añadió, colocando la mano derecha sobre el corazón como si estuviera a punto de desmayarse— que tengo noticias de Clara Sue. Vive con aquel camionero, Skipper, a las afueras de Raleigh, en Carolina del Norte. Nos enteramos cuando llamó a Bronson para pedirle dinero. Le acompaña por todo el país en el camión. ¿Te imaginas? Cómo encuentra a gente así, no puedo llegar a entenderlo. ¿Qué habré hecho, que habré hecho —gimió— para que esa chica se convirtiera en mi pesadilla?
—No es lo que hiciste, mamá —dije, sin poder evitar ser cáustica—, sino lo que no hiciste.
—Por favor, Dawn, no empieces con tus famosos discursos acerca de Clara Sue. Esta noche no, después de lo bien que nos lo hemos pasado celebrando el regreso de la hermana perdida de Jimmy —dijo, dándose la vuelta para dedicarle sus encantos a mi esposo.
Él le dio las gracias, y a continuación nos despedimos de Bronson. Mamá se quejó de que nos marchábamos demasiado pronto, pero le expliqué que al día siguiente los niños debían ir a la escuela. Estaba segura de que Fern no había hecho todo los deberes. Pero me equivoqué. No había hecho nada desde hacía días.
Por la mañana el señor Youngman me telefoneó para hacerme un resumen de las actividades de Fern desde que la habíamos matriculado en la escuela de Cutler’s Cove.
—Todos los profesores se quejan de lo mismo —me explicó—. Es poco constante. A veces hace todos los deberes, y los hace bien, y después se pasa días sin hacer nada en absoluto. Se inventa todo tipo de excusas. Obviamente son verdaderas mentiras. En dos ocasiones se ha insubordinado; en una de ellas fue lo suficientemente serio para que la profesora la mandara a mi despacho. Creo que nuestros problemas son mayores de lo que pensábamos en un principio, señora Longchamp. No es sólo cariño lo único que necesita ahora, sino también una disciplina estricta.
—Gracias por la llamada, señor Youngman —dije—. Hablaré inmediatamente con mi marido de esto, y tendremos una charla con Fern.
—Gracias, señora Longchamp —dijo.
En cuanto pude fui a ver a Jimmy y le conté todo lo que me había dicho el señor Youngman. Sus ojos se ensombrecieron y sacudió la cabeza.
—Creo que tiene razón, Jimmy. Tenemos que ser más firmes con ella.
—Pensé que todo le iba bien —dijo.
—Eso es lo que nos dijo —le señalé—. Pero no es verdad.
—De acuerdo —dijo—. Hablaremos con ella.
Aquella noche él y yo nos reunimos con Fern en su habitación. Dejamos claras las nuevas normas.
—Cuando vuelvas de la escuela te vas directamente a casa —dijo Jimmy— y haces los deberes antes que cualquier otra cosa. Cuando los acabes se los llevas a Dawn para que los vea. Si está todo bien, puedes hacer lo que quieras en el hotel. Pero si nos enteramos de que has sido insubordinada con tus profesores, no podrás venir al hotel en absoluto —dijo—. Te quedarás en tu habitación. Sabemos que lo has pasado mal, Fern, pero tienes que trabajar y comportarte bien. Si nosotros no nos aseguramos que lo haces, entonces es que somos muy malos guardianes y no tenemos derecho a mantenerte aquí. ¿Lo comprendes?
Durante toda la conversación Fern mantuvo la vista baja. Asintió sin levantar la cabeza. Miré a Jimmy y vi lo doloroso que le resultaba la situación, pero a la vez sabía que era necesario.
—De acuerdo —dijo él— vamos a ver si podemos empezar de nuevo.
Fern no dijo nada, pero cuando nos disponíamos a marcharnos finalmente levantó la cabeza y me miró. En su rostro había una expresión de furia. Entrecerró los ojos hasta que parecieron pequeñas ranuras, y tenía los labios tan tensos y la boca tan apretada que los dientes inferiores resplandecían a través de la piel. Aquella mirada de odio me heló la sangre. Sabía que me estaba acusando de que Jimmy se pusiera en su contra, pero yo estaba convencida de que era necesario controlarla más antes de que fuera demasiado tarde.
Sin embargo, en vez de poner mala cara y quejarse, Fern cambió totalmente de actitud. Durante las siguientes semanas hizo exactamente lo que le pedimos: se concentró en el trabajo escolar y se comportó bien en clase. Pensé que se pondría beligerante al venir a verme para que comprobara los deberes, pero estuvo dulce y cariñosa. Después, en vez de marcharse con los chicos y chicas mayores del hotel, fue a ayudar a la señora Boston con las tareas de la casa y se pasó algún tiempo ayudando a Christie con los deberes. La mejora fue tan notoria que el señor Youngman me telefoneó para expresar su placer y gratitud. Fui corriendo a contárselo a Jimmy, y aquella noche, durante la cena, le dijimos a Fern lo contentos que estábamos con su nuevo comportamiento.
—Gracias —dijo— supongo que mi actitud era la de una niña malcriada.
Jimmy me dirigió una sonrisa, pero antes de que acabáramos de cenar Fern se volvió hacia él parece hacerle una petición especial.
—Me han invitado a un baile —anunció—. ¿Puedo ir? Llevaré el vestido y las joyas que Dawn me compró para la cena.
—¿Un baile? ¿En la escuela? —preguntó Jimmy, y me miró, pero yo negué con la cabeza. No sabía nada de todo eso.
—Bueno, no es en la escuela; es en el instituto —dijo Fern.
—¿En el instituto? ¿Quién te ha invitado? —preguntó Jimmy.
—Una chico. ¿Puedo ir? ¿Puedo? —suplicó, dirigiéndose directamente a Jimmy.
—No lo sé… yo… instituto… —tartamudeó él.
—Ya voy a sexto grado. Falta poco para que comience el instituto —gimió.
—¿Cuántos años tiene el chico que te ha invitado? —pregunté.
—¿Qué importa eso? Sólo es un baile —se quejó.
—¿Va alguna otra chica de tu clase? —insistí con suspicacia.
—No lo sé —dijo rápidamente—. La mayoría se comportan como bebés.
—¿Cuántos años tiene este chico, Fern? —repetí—. ¿Está en séptimo grado, en octavo…?
—Está en undécimo —admitió.
—¿En undécimo? Pero si está a punto de acabar los estudios —dije, mirando a Jimmy.
—No es más que un baile —señaló Fern.
—¿Por qué iba, un chico tan mayor a invitarte a un baile? —pregunté—. Estás a punto de cumplir once años. No creo que una chica de tu edad…
—Sabía que dirías que no —exclamó—. ¡Lo sabía!
—Un momento, Fern —intervino Jimmy.
—¡Me odia! —chilló—. Me ha odiado desde el día en que llegué aquí. Siempre cuenta cosas malas de mí.
—Fern, ya basta —dijo Jimmy.
Ella lo miró y a continuación bajó la vista, las lágrimas corrían por sus mejillas. Christie abrió los ojos como platos al observar la escena que se desarrollaba delante de ella.
—Dawn tiene razón —dijo Jimmy—. Un chico tan mayor no debería interesarse por una niña de tu edad. Estás creciendo con demasiada rapidez.
Fern levantó la cabeza de golpe, los ojos llenos de lágrimas y dolor.
—Vosotros dos no esperasteis a haceros adultos —acusó Jimmy enrojeció.
—Eso no es justo, Fern —dije suavemente—. Vivimos tiempos diferentes en circunstancias completamente distintas.
—Creo que nos debes una disculpa —dijo Jimmy—. De verdad me lo parece.
Bajó la vista, los hombros hundidos.
—Lo siento —murmuró bajando la vista y hundiendo la cabeza entre los hombros—. ¿Puedo irme arriba ahora?
—No has acabado de cenar —dijo Jimmy.
—Ya no tengo hambre.
—Fern, es mejor que esta vez nos hagas caso. Estamos intentando hacer lo mejor para ti —dije.
—De acuerdo —contestó, al tiempo que se secaba las mejillas con la servilleta—. Sólo quiero ir arriba a leer un rato.
—Sube, entonces —dijo Jimmy.
En cuanto abandonó el comedor, Christie se volvió hacia mí.
—¿Qué le ocurre a la tía Fern? —preguntó.
—Está madurando demasiado deprisa —respondí.
Christie me dirigió una mirada interrogante.
—¿Estoy yo madurando demasiado deprisa, mamá? —preguntó.
—Espero que no, cariño. De verdad que lo espero —dije—. Eso le devolvió la sonrisa a Jimmy, pero no pudo evitar mirar hacia la puerta y ver cómo desaparecía Fern. En sus ojos había preocupación. Extendí el brazo y le toqué la mano.
—Hablaré con ella, Jimmy —le prometí.
Más tarde subí a la habitación de Fern y llamé suavemente a su puerta.
—Adelante —dijo. Estaba hecha un ovillo en la cama leyendo un libro de la biblioteca.
—Fern —empecé a decir— creo que quizá tú y yo deberíamos tener una charla íntima.
—¿Quieres decir hablar del sexo? —preguntó, bajando las comisuras de los labios.
—Sí. Aparentemente estás madurando con mucha rapidez. ¿Habló alguna vez Leslie contigo de esto?
Se echó a reír.
—Poco probable —dijo. A continuación se inclinó hacia mí y dijo en un susurro—. Creo que ella y Clayton ya no hacen nada. Tienen habitaciones separadas, ¿sabes? Ésa debe de ser la razón por la cual él me hizo lo que me hizo.
Me quedé atónita. ¿Cómo podía una niña de su edad ser tan sofisticada cuando se trataba de sexo? A continuación pensé que quizá se debiera a que había crecido en Nueva York. Había estado expuesta a más experiencias y en consecuencia aprendía con mayor rapidez.
—Pareces estar más informada que yo a tu edad, Fern —dije. Ella se encogió de hombros—. ¿Dónde has aprendido todas estas cosas, si Leslie no habló contigo?
—De los amigos de la escuela y cosas así —respondió despreocupadamente.
—¿Qué cosas?
—Libros y revistas y cosas. Cosas —dijo.
—Entiendo. Bien, ¿puedo contarte entonces algunas de las cosas sabias que he aprendido?
—Claro —contestó. Por fin algo de lo que yo iba a decirle pareció interesarle.
—Tu cuerpo se está convirtiendo en el de una mujer. Las cosas están cambiando.
—Ya lo sé. Me está saliendo pecho. Los chicos también se dan cuenta —añadió, complacida consigo misma.
—No se trata sólo del pecho, Fern. Convertirse en una mujer adulta supone mucho más. Se tienen sentimientos diferentes. De pronto las cosas que nunca esperabas que ocurrieran, ocurren. Una se pone a llorar sin razón aparente; deseas sentir cosas, tocar cosas, oír y ver cosas que no te habían interesado anteriormente. Y los chicos… los chicos se convierten en algo fascinante. Ves cosas en ellos en las que nunca habías reparado, y te agrada estar en su compañía.
»Pero lo que más te interesa —continué— es que te consideren una mujer, no una niña ¿verdad? Por eso te gusta estar con chicos mayores en el hotel, y por eso les pides cigarrillos y te los fumas en el sótano —añadí.
Abrió los ojos como platos.
—¿Quién te lo ha contado? Apuesto a que fue Robert Garwood. Es un ogro. No me cae bien. ¡Miente!
—Sé que fumas cigarrillos allí en el sótano, Fern —repetí— pero nunca se lo he contado a Jimmy. No deberías creer que quiero que él piense mal de ti. No quiero, pero acabarás consiguiéndolo tú sola si no te tomas el tiempo necesario en madurar. Sé que puede parecerte un poco tonto, pero debes tener cuidado con tus sentimientos. A veces resultan excesivos y acabas por hacer cosas que después lamentas.
—¿Como cuando tú quedaste embarazada de Christie? —preguntó rápidamente.
—Sí, pero yo tuve la suerte de que Jimmy me quisiera. No todo el mundo es tan afortunado. Pero tú, Fern, no deberías depender de la suerte, sino de la sabiduría. Si te echas encima de los chicos mayores, pensarán que no eres muy cauta y se aprovecharán de ti. Creo que comprendes lo que quiero decir.
Asintió.
—Es solo un baile —murmuró.
—Los chicos mayores no lo consideran así, y creo que ese chico vio algo en ti que le hizo pensar que no eras tan inocente. De lo contrario, tal vez no te hubiese invitado —dije.
—¿Por qué? Soy tan guapa como muchas de las chicas de noveno o décimo grado —afirmó.
—Estoy segura de que sí, incluso más guapa, pero no se trata de eso ¿verdad? ¿Por qué no invitó a una de esas chicas? Lo que te pedimos es que no te apresures. Todo llegará; tendrás un ejército de novios, estoy segura, y no te perderás nada.
—Entonces, ¿cuando podré ir a un baile? —preguntó.
—Pronto, estoy segura. Y cuando sea el momento adecuado no te lo impediremos; nos alegraremos por ti. —Le di unos golpecitos en la mano y me levanté.
—Jimmy está muy enfadado conmigo ¿verdad? —preguntó.
—No, no lo está; está preocupado. ¿Por qué no vas y hablas un poco con él? —le sugerí.
—De acuerdo —dijo. Bajó de la cama y se dirigió hacia la puerta. Antes de salir se volvió y me miró. Pensé que iba a darme las gracias por la charla, pero en vez de eso preguntó—: ¿Algún día me contarás cómo conseguiste enamorarte y quedar embarazada tan joven?
—Algún día —respondí, atónita ante su petición. Ella sonrió y bajó rápidamente las escaleras.
Hacía ya tiempo que prácticamente no pensaba en Michael Sutton. En ocasiones, cuando Trisha me llamaba por teléfono o venía a visitarme me informaba acerca de su carrera y de cosas que había oído o leído en las revistas. Pero la petición de Fern de que le contara mi trágica historia de amor pareció como el encantamiento de una bruja, ya que menos de una semana después recibí la más sorprendente de las llamadas: era Michael.
—Hola, Dawn —dijo, y de inmediato supe que era él. No olvidaría nunca aquella voz melódica y resonante, la voz que me llamaba en sueños mientras vivía en Nueva York e iba a la Escuela de Artes Escénicas Sarah Bernhardt. Durante unos segundos no pude responder. El corazón se me quedó en algún lugar de la garganta. Era como si todo lo que había pasado entre nosotros hubiese sido un mal sueño.
—¿Michael?
—Sí. —Se echó a reír—. Sé que no esperabas tener noticias mías nunca más, y seguramente no te atrae en absoluto, pero no lo he podido evitar. Estoy en Virginia Beach.
—¡Virginia Beach!
—Sí, a pocos kilómetros de distancia. Después de todo este tiempo —continuó—, a sólo unos pocos kilómetros. ¿Cómo has estado?
—¿Cómo he estado?
Ése era el hombre que había dicho que me amaba y quería tenerme siempre a su lado, y que cuando se enteró de que estaba embarazada afirmó ser feliz; ése era el mismo hombre que me había abandonado en medio de la calle bajo una tormenta de nieve sin importarle mis lágrimas.
—¿Cómo he estado? —repetí, como si quisiera que me confirmara que realmente ésa era la pregunta.
Volvió a reírse, una risa nerviosa. ¿El gran Michael Sutton, nervioso?, pensé, qué extraño en él.
—Cuando regresé a los Estados Unidos hice algunas averiguaciones acerca de ti, viajé a Virginia. Por lo que me han dicho, has heredado un hotel muy conocido frecuentado por gente de dinero —dijo.
—Así es, Michael —dije con un tono de voz tan formal que hasta la abuela Cutler me habría envidiado—. También estoy felizmente casada.
—Lo sé, lo sé. —Volvió a reír, pero esta vez con una risa débil—. Te casaste con el soldadito que creías era tu hermano, ¿verdad?
—Que ha sido un padre maravilloso y cariñoso —añadí enfáticamente. Mis palabras eran tan agudas y certeras como dardo que da en el blanco.
—De verdad —dijo—. Bueno, me alegro por ti. En cualquier caso, me gustaría verte.
—¿Verme? ¿Para qué, Michael? —pregunté—. ¿Para qué querrías verme ahora? —Mi voz rebosaba de ira y sarcasmo.
—Sé que tienes derecho a estar furiosa conmigo, Dawn —dijo—, pero si me dejas que te lo explique…
—¿Explicar? —lancé una carcajada.
—Y contarte algunas cosas que no pude contarte entonces —añadió en un tono de voz más fuerte—. Por lo menos lo entenderás. Además —dijo en tono más suave y solícito—, me gustaría ver a nuestra hija.
—¿Nuestra hija? Ya no es tu hija, Michael; es mía y de Jimmy. Hemos dado todos los pasos legales necesarios. Jimmy la ha adoptado.
—Lo entiendo —dijo—. Sólo quiero verla una vez, eso es todo.
—¿Por qué, de pronto, te interesas por ella, Michael? ¿Dónde has estado todos estos años? —pregunté con irritación.
—Como ya te he dicho, lo entenderás cuando pueda explicártelo personalmente. No es el tipo de cosa que pueda decirse por teléfono. Estoy hospedado en un hotel muy bonito llamado «Las Dunas».
En mi interior comenzó a librarse una lucha tremenda. Mi parte buena, madura y sensata me ordenaba que le dijera lo odioso, insensible e irresponsable que había sido y que después de prohibirle que me volviera a llamar, colgara. Pero mi parte más blanda quería que fuese comprensiva y compasiva. ¿Por qué no podía ver a su hija, y ella verlo a él? Quizás estuviese arrepentido de sus acciones y deseara encontrar la forma de disculparse. ¿Quién era yo para negarle eso? Además, me resultaba imposible no sentir curiosidad por él y su historia. ¿Qué podía llegar a contarme que justificara lo que me había hecho?
Pero, pensé, si Jimmy se enteraba, se pondría furioso conmigo. Más que furioso, se sentiría terriblemente dolido. No podía tomar una decisión.
—No tienes por qué decirle quién soy —me sugirió Michael, intuyendo mis dudas—. Fingiremos que soy un viejo amigo que te ha venido a visitar. Así nadie tiene por qué enterarse —dijo. A continuación añadió—: Aquí nadie me conoce. No he venido a actuar; estoy de visita.
—No sé, Michael. Yo…
—¿Cómo se llama? —preguntó.
—Christie —contesté, y al instante me di cuenta de lo terriblemente triste y trágico que resultaba que un padre ni siquiera supiese el nombre de su hija.
—Bonito nombre —dijo—. ¿Lo escogimos nosotros? No lo recuerdo.
—No, Michael, no lo escogimos.
—En cualquier caso —dijo, cambiando sabiamente de tema— estar tan cerca de ti y de Christie y no veros… sería un pecado.
—No me hables de pecados —espeté.
—¡Oh!, no te culparía a ti. No, no. Me culparía a mí mismo. Sería un pecado más en la lista de los que desafortunadamente he ido acumulando. Por favor, Dawn, aunque sólo sean diez minutos…
—Tendría que ser mañana por la tarde —cedí—, cuando Christie regresa de la escuela.
—Estupendo, estupendo. Tomaremos el té en el hotel donde me hospedo. ¿A qué hora?
—A las cuatro —dije, sin poder creer que estaba accediendo a su propuesta.
—Perfecto. Me pasaré el día esperando. Gracias. Adiós, hasta entonces —dijo, y colgó justo en el momento en que yo empecé a tener dudas.
—Michael, espera…
Al otro lado de la línea ya no había nadie. Lentamente colgué y me recliné en el asiento. No debería hacer esto sin decírselo a Jimmy, pensé. Jamás lo entendería. Sabía que si se lo decía se pondría furioso. Incluso sería capaz de ir al hotel de Virginia Beach antes que yo y golpear a Michael o arrojarlo por la ventana.
No, era mejor que lo hiciese sin que se enterara. Haría lo que Michael había sugerido: le diría a Christie que se trataba de un viejo amigo. Fingiría haberme encontrado con él por casualidad.
Comencé a temblar sin poder evitarlo. ¿Era de miedo o de excitación? Se me apareció el hermoso rostro de Michael. Después de años intentando enterrar aquellos recuerdos en las cámaras más profundas de mi corazón, apareció Michael y en un momento entró de nuevo en mi nueva vida y abrió el viejo baúl de los recuerdos, dejando que éstos salieran a la luz. Una vez más oí la música, vi su mirada picara, oí su risa y sentí cómo me levantaba en brazos. Para una muchacha de mi edad había sido maravilloso enamorarse de un hombre tan elegante, guapo y sofisticado. El poder de aquellos recuerdos era tremendo. Todavía conseguían que me sonrojase y se me cortara la respiración.
Por mucho que lo intentaba, no podía dejar de pensar en mi encuentro con Michael. Todos los silencios estaban llenos del recuerdo de su voz, su canto o sus risas. Y si dejaba de trabajar, rápidamente acudía a mi memoria alguna escena con él en Nueva York, o lo recordaba caminando a mi lado por los pasillos de la escuela.
A la hora de cenar Jimmy se dio cuenta de que entraba y salía de un sueño, y finalmente me preguntó si me pasaba algo.
—Estás tan distraída —dijo—. ¿Tienes alguna nueva preocupación? —preguntó, y miró a Fern.
—¡Oh, no! —respondí al instante, consciente de lo culpable que me sentía—. Pensaba en algunas de las sugerencias que ha hecho el señor Dorfman acerca de la ampliación del hotel.
—Hablamos jurado olvidarnos del hotel en nuestro santuario —me recordó Jimmy.
—Tienes razón. Lo siento —dije, y me sumergí en una conversación que él, Christie y Fern estaban manteniendo sobre la escuela.
Más tarde, cuando fui a darle las buenas noches a Christie, le dije que al día siguiente, cuando volviera de la escuela, iríamos de compras a Virginia Beach.
—¿Tía Fern también vendrá? —me preguntó.
—No, no, sólo nosotras, cariño. Ella tiene que hacer los deberes. De hecho, será mejor que no le digas nada; se pondría triste por no poder ir —dije. No me gusta nada hacer a Christie partícipe de mi mentira, pero pensé que era lo mejor.
—¿Quieres decir que es un secreto? —preguntó.
—Más o menos. Sí. Considéralo un secreto —dije y le di un beso—. Buenas noches, cariño —repetí, mientras pensaba que pronto vería a su verdadero padre y no lo sabría, ni ahora, ni durante mucho tiempo. Pero por lo menos tendría ese recuerdo cuando se lo dijera, razoné, y volví a besarla.
—Que duermas bien —dije.
Cerré la puerta y me quedé allí, de pie en el pasillo, durante unos minutos. La idea de encontrarme con Michael me aterrorizaba. ¿Cómo reaccionaría al verlo? ¿Qué palabras me saldrían de la boca? ¿Palabras de ira y rabia, o palabras de tristeza? ¿Puede uno estar tan enamorado de alguien y volver a verlo al cabo de los años y no sentir nada en absoluto? —me pregunté.
Al día siguiente tendría respuesta a mis preguntas.
Pasé todo el día nerviosa hasta que Christie y Fern llegaron de la escuela. Ya le había dicho a Julius que iría con Christie a Virginia Beach. Cuando se detuvo delante del hotel con ella en el asiento trasero del coche bajé a toda prisa las escaleras y me metí en el vehículo lo más rápidamente que pude. No podía evitar sentirme culpable. Con la excusa de que Christie necesitaba ropa le había dicho a Jimmy que iríamos a hacer algunas compras. Él no dijo nada e incluso llegué a preguntarle si necesitaba que le comprara alguna cosa.
—No. Me gustaría acompañaron —respondió— pero tenemos un problema con el quemador en el sector cuatro…
—No te preocupes, Jimmy. Estaré de vuelta enseguida —dije, temiendo que buscara alguna forma de reunirse conmigo más tarde.
Sentada en la limusina, recordé con inquietud todas mis mentiras, y me sentí muy mal.
—Tía Fern quería saber por qué no me bajaba del coche, mamá —dijo Christie.
—¿Qué? Oh… ¿Qué le has dicho?
—Que iba al hotel. Me miró con cara rara —añadió Christie.
—No te preocupes, cariño. Es mejor así —le aseguré.
—¿Dónde vamos?
—A hacer unas compras, y ver a un viejo amigo que se hospeda en un hotel en Virginia Beach —añadí con tono pretendidamente casual. Pero Christie era muy perspicaz.
—¿Por qué no se ha hospedado en nuestro hotel? —preguntó.
—Tenía negocios que atender en Virginia Beach y viajó sólo por un día —contesté. Estoy segura de que lo imaginé, pero mi respuesta no pareció conformarla.
Le pedí a Julius que nos condujera directamente al «Las Dunas». Mi intención era ver a Michael y acabar con aquello cuanto antes. Después llevaría a Christie a los grandes almacenes y le compraría ropa interior y calcetines nuevos, además de un jersey. El invierno estaba a la vuelta de la esquina. Ya habíamos tenido algunas mañanas frescas, y las nubes que llegaban del noroeste parecían más crueles que nunca. El transcurso del otoño al corazón del invierno siempre me deprimía. Los árboles habían perdido sus hojas y esperaban desnudos a que cayese la nieve para cubrirlos. Pero cuando más triste era su aspecto era a la luz de la luna, hasta que el hielo o la nieve no se cristalizaban sobre ellos. Cuando aquello ocurría resplandecían y entonces yo me ponía a pensar en la Navidad.
—Hemos llegado —anunció Julius. El portero del «Las Dunas» se apresuró a abrirnos la puerta antes de que Julius pudiera hacerlo. Christie bajó, le dio las gracias al hombre, y yo la seguí. El corazón comenzó a latirme con fuerza; tuve que detenerme para respirar. Christie me miró, intrigada.
—No estaremos más de quince minutos, Julius —dije con firmeza.
—Muy bien, señora Longchamp. Estaré esperando aquí fuera.
—De acuerdo. Christie, cariño. —La cogí de la mano y me dirigí hacia la entrada. Mis piernas parecían de goma. Estaba segura de que iba haciendo eses y miré a mi alrededor para ver si la gente me miraba, pero nadie lo hacía. El botones nos abrió la puerta y entramos en el elegante vestíbulo.
Durante un largo momento no lo vi —o, para ser más exactos, no lo reconocí— ya que estaba sentado en un sofá directamente delante de nosotros, leyendo un periódico. Lo bajó y sonrió. Mi corazón se detuvo y a continuación volvió a latir, me quedé completamente pálida y pensé que me desmayaría ahí mismo.
Pero cuando Michael se puso de pie mi temor se convirtió en sorpresa y curiosidad. A nosotros se acercaba un hombre que parecía mucho mayor de lo que yo recordaba. Su cabello oscuro y sedoso ya no brillaba, y estaba canoso. Todavía medía un metro noventa, por supuesto, pero tenía los hombros hundidos, y su paso ya no era arrogante y seguro. Parecía mucho más delgado, el rostro casi tan enjuto como el de Papá Longchamp; y a pesar de que llevaba una americana y pantalones deportivos color azul marino, pensé que tenía aspecto desaliñado; los pantalones estaban arrugados y la americana le colgaba sin gracia. Incluso el nudo de la corbata estaba mal hecho. Ese no era el hombre elegante e inmaculado del que me había enamorado tan profundamente. Ese hombre ni siquiera conseguiría seducir a una de las camareras, pensé.
—Dawn —dijo, al tiempo que extendía la mano. El anillo y el impresionante reloj de oro habían desaparecido de su mano. Le temblaban los dedos—. Es estupendo verte después de tantos años. —Aunque estaba pálido, sus ojos de color zafiro todavía tenían aquel pícaro resplandor.
—Hola, Michael.
—Retrocedió un paso y bajó la vista. Debe de ser Christie. Te habría reconocido entre un grupo de niñas de tu edad —añadió—. Es guapísima —dijo, mirándome—. Has hecho un buen trabajo. Hola, Christie. —Le ofreció la mano, y ella le saludó como una pequeña dama. Michael se echó a reír—. Te he comprado una cosa —le dijo, y extrajo del bolsillo una pequeña caja.
—¡Oh!, Michael —dije.
—No pasa nada; no es nada especial —comentó.
—Sí, pero tendré que dar explicaciones —dije.
—Lo siento. No pude resistir la tentación de comprarle alguna cosa.
—¿Qué es? —preguntó Christie.
Michael me guiñó un ojo.
—Soy un vendedor de joyería —dijo— y pensé que podría gustarte una muestra de lo que vendo.
Ella cogió el regalo.
—¿Qué se dice, Christie?
—Gracias. ¿Puedo abrirlo? ¿Puedo?
—Claro —dijo Michael—. Vamos a tomar un té o algo —dijo, señalando en dirección al bar.
—No podemos quedarnos mucho tiempo. Tengo el chofer ahí fuera —le dije.
—Lo sé. Nos sentaremos sólo unos minutos. Christie —dijo, y alargó el brazo. Ella lo cogió de la mano y fueron hacia el bar. Respiré profundamente y los seguí. Nos sentamos a una mesa y Michael le pidió a Christine un cóctel de frutas.
—¿Quieres un té, o prefieres algo más fuerte? —me preguntó.
—Un té está bien.
—Un té y un whisky con soda para mí —le pidió al camarero. Me dirigió una sonrisa—. ¿Te acuerdas del primer día que te llevé a tomar un cappuccino?
—Lo recuerdo. Pero recuerdo mucho más el día en que no apareciste —contesté.
El aspecto avejentado y poco cuidado de Michael disminuyó la magia que temí me obnubilara haciéndome olvidar el efecto que su comportamiento cruel había tenido sobre mi vida. De pronto, no vi en él más que a un hombre. No caminaba bajo los focos; no había música de fondo.
Su rostro ya no era aquel que aparecía en las cubiertas de las revistas.
—¡Oh, mira, mamá! —exclamó Christie después de abrir la caja y extraer una cadena de oro con un medallón en el cual estaba grabada una nota musical—. ¡Ooooh! —exclamó con admiración mientras observaba el regalo.
—En una ocasión le regalé un medallón como éste a una persona a quien amaba mucho —dijo Michael, mirándome.
Lo recordé; había sido un Día de Acción de Gracias, pero lo había abandonado como tantas otras cosas cuando me llevaron a Los Prados a dar a luz.
—La nota musical parece un do —declaró Christie.
Michael se echó a reír.
—No me digas que también es aficionada a la música —dijo.
—Va a clases de piano —le expliqué.
—Apuesto cualquier cosa a que es muy buena —dijo entrecerrando los ojos—, considerando los genes de sus padres. ¿A qué curso vas, Christie?
—Estoy en primer grado —contestó ella con orgullo—. Y estoy en el primer grupo.
—¿El primer grupo?
—Está bastante adelantada —le expliqué—. Ya aprende cosas de segundo grado.
—Entiendo —dijo Michael—. Eso está muy bien. Es una de las niñas más preciosas que he visto. Lo que me he perdido, ¿verdad? —agregó.
El camarero trajo nuestras bebidas. Yo di un sorbo a mi té y Michael bebió un gran trago de whisky con soda, como si quisiera vigorizarse.
—Sí, Michael —dije por fin—, lo que te perdiste, lo que abandonaste, sin tan siquiera dejar una nota. ¿Tienes idea de cómo fue para mí? —pregunté, los ojos llenos de ira. Su mirada era más suave, y mientras yo hablaba no me quitaba los ojos de encima—. Sin avisarme, sin darme pista alguna, o llamarme por teléfono. —Los ojos se me llenaron de lágrimas, pero conseguí controlarme. Estaba decidida a no llorar, no quería darle esa satisfacción.
—Me comporté de forma horrible, ya lo sé —dijo. Bajó la vista a su vaso y a continuación volvió a mirarme—. Pero no pude evitar enamorarme de ti, aunque era algo que no debía hacer.
—Estábamos superando esas cosas, Michael. Teníamos verdaderos planes, y tú sabías que a mí no me importaba lo que la gente, incluida mi supuesta familia, pudiese decir. La diferencia de edad entre nosotros no era importante, y en lo que se refería a que tú eras mi profesor y arriesgabas tu carrera, sabes que eras un artista conocido. No tenías intención de seguir siendo un profesor.
—No, no, no me refiero a nada de eso —dijo—. Enamorarme de ti estuvo mal por otras razones. —Apartó la mirada.
—¿Qué otras razones, Michael?
Se mordió el labio inferior, respiró profundamente por la nariz y se reclinó en la silla.
—Creo —dije— que ya es hora de que lo sepa todo.
El asintió.
—Cuando te conocí en Nueva York y empezamos a salir y a querernos, yo ya estaba casado —me confesó.
—¿Qué? —exclamé.
—Hacía casi dos años que estaba casado.
—No me lo creo. Nadie hablaba de eso ni salió publicado en ninguna revista.
—Nadie lo supo nunca —dijo—. Mi representante me obligó a mantenerlo en secreto. Dijo que anunciar mi matrimonio sería perjudicial para mi carrera; haría que las jóvenes dejaran de fantasear conmigo.
—¿Dónde estaba tu mujer durante todo este tiempo? —pregunté con escepticismo.
—En Londres; era una chica inglesa a la que conocí cuando trabajaba allí. Era escenógrafa. Nos enamoramos, casi tan rápidamente como tú y yo, y un día nos fuimos al campo y nos casamos en una vieja iglesia. En aquellos tiempos yo era bastante tonto e impulsivo, y como te he dicho, mi representante y mi asesor de imagen se enfadaron bastante. Finalmente, mi trabajo y mis viajes acabaron con el amor que sentíamos el uno por el otro. De hecho, tenía intención de hablarle de ti y pedirle el divorcio, pero antes de que pudiera hacerlo, me avisaron que se estaba muriendo de una enfermedad en el riñón, de modo que me marché a Londres para estar a su lado y acepté un papel en un espectáculo. Ella resistió durante meses y meses, y cuando todo hubo terminado, tú ya te habías marchado. Intenté encontrarte, pero tu paradero era secreto. Desilusionado y perdido, regresé a Europa para continuar mi carrera. Al final me enteré de tu matrimonio y de todo lo demás.
—¿Por qué no me dijiste lo de tu esposa? —pregunté.
—Tenía miedo de hacerlo; temía que me abandonaras —respondió.
—Pero, ¿por qué no me dejaste al menos una nota?
—No podía. Era débil. Dejé que mi representante y mi asesor de imagen controlaran mi vida. Amenazaron con abandonarme; me dijeron que me estaba destruyendo. ¿Qué puedo decirte? —añadió, y me miró con ojos arrasados en lágrimas, como si sobre sus mejillas estuviera a punto de desatarse un diluvio—. Tenía que elegir entre la felicidad romántica y mi carrera, y elegí mi carrera.
»Supongo que en el fondo de mi alma nunca estuve casado más que con el escenario. Ése fue mi primer amor, y el más fuerte. A su lado, todo lo demás se debilitaba y empalidecía. Era muy joven, y estaba chiflado por mí mismo y por mi fama. Ahora que os veo a ti y a la bella Christie, me doy cuenta de lo mucho que he perdido. Pero no tiene por qué ser así —añadió al instante—. Me he vuelto más sensato. Bastante tarde, lo sé, pero por lo menos estoy aquí.
—Michael, ¿qué estás diciendo? ¿Qué estás proponiendo? —pregunté, atónita.
—En el pasado todo fue mágico; tuvimos una magia de la que ninguna otra pareja ha disfrutado. Cuando dos personas viven una experiencia así, pueden recuperarla —afirmó.
Me deprimió oír el temblor de su voz. Parecía un niño suplicando que ocurriera lo imposible.
—Yo no podría ser más feliz de lo que ahora soy, Michael —dije—. Ni por todo el oro del mundo dejaría a Jimmy. Lo que hubo entre nosotros fue mágico, al menos durante un tiempo, pero tú lo destrozaste. Siento lo que te ha ocurrido, y siento que nunca me dijeras todas estas cosas cuando estábamos juntos. Nada se habría interpuesto entre nosotros, pero ahora soy una persona distinta. Aquella muchacha deslumbrada ha muerto.
Michael asintió y apuró la copa.
—Imaginé que dirías algo así —afirmó. Miró a Christie y sonrió. Ella se bebió las últimas gotas del cóctel de frutas.
—Tenemos que irnos, Michael. Me llevo a Christie de compras.
—¡Oh! Claro. —Pidió la cuenta.
—¿Qué haces en Virginia Beach? —le pregunté.
—Estoy de paso en camino a Nueva York. He estado en Atlanta.
—¿Vas en coche?
—Sí. Tengo un poco de tiempo, y hay cosas que todavía no he visto, de modo que pensé que sería una buena idea.
El camarero trajo la cuenta, y Michael hurgó en su bolsillo en busca de la cartera. Miró la cuenta y a continuación los billetes que tenía.
—Iré a recepción a cambiar un cheque —dijo—. No tengo bastante dinero en efectivo.
—No te preocupes. Pagaré yo —dije.
—Bueno —dijo Michael, sonriendo e inclinándose hacia delante—, de hecho, ésa era otra de las razones por las que quería hablar contigo.
—¿Sí?
Mantuvo la sonrisa.
—Como ahora las cosas te van tan bien, pensé que quizá estuvieras dispuesta a prestarme un poco de dinero —dijo.
—¿Qué?
—Necesito volver a establecerme. Con cinco mil dólares tendré suficiente.
—¡Cinco mil dólares!
—Estoy seguro de que no se trata de mucho dinero para alguien que tiene uno de los hoteles más famosos de la costa. Le dirigí una mirada de incredulidad. Ésa no era otra de las razones por las cuales quería vernos a Christie y a mí; era la razón principal. Nunca me pareció más deshonesto y ruin.
—Michael, aunque quisiera darte el dinero, cosa que no quiero, nunca podría hacerlo sin llamar la atención. Todos mis asuntos están en manos de un administrador.
—Debes de tener algunos fondos personales —insistió.
—Jimmy y yo tenemos fondos personales —lo corregí.
—¿Y?
—¿Esperas que Jimmy esté de acuerdo en que haga una cosa así? —Me pregunté si su desfachatez no tendría fin.
Michael se encogió de hombros.
—Ojos que no ven, corazón que no siente —dijo.
Volví a adoptar una postura firme y lo miré fijamente.
—Jimmy y yo no tenemos secretos. Nuestro matrimonio está basado en la confianza mutua.
Michael entrecerró los ojos y su mirada picara poco a poco fue convirtiéndose en algo más duro, malicioso y astuto.
—¿Le dijiste que venías a encontrarte conmigo? —preguntó.
—Claro que no. Se habría puesto furioso, no lo habría permitido.
—De modo que ya has mentido —dijo levantando los brazos y sonriendo de nuevo.
Negué con la cabeza.
—Eres odioso, Michael. Vine a verte por compasión. Pensé que era terrible que nunca hubieras visto a Christie, y ahora lo estás convirtiendo todo en algo sórdido. Ahora debo marcharme —dije—. Vamos, Christie.
Saqué algo de dinero del bolso y lo tiré sobre la mesa para pagar la cuenta. A continuación me puse de pie y ayudé a Christie a levantarse.
—Espera un momento, Dawn —dijo Michael.
—No. No hay razón alguna para que me quede aquí más tiempo.
—Necesito ese dinero, Dawn —dijo, los ojos fijos en mí—. Necesito esta segunda oportunidad, y ahora estás en condiciones de ayudarme.
—¿Cómo puedes pedirme una cosa así después de lo que hiciste, fueran cuales fueren las razones? —pregunté. Negué con la cabeza y empecé a salir.
—¡Dawn! —gritó a mis espaldas, pero yo no me volví.
—Mamá, ese hombre nos llama —dijo Christie.
—Sigue caminando, cariño —le dije. Se volvió, y yo la arrastré, huyendo de lo que me pareció el lado perverso del hombre que en un tiempo había amado.