16

LA VERDADERA FERN

No quería disculparme con Fern porque pensaba que si lo hacía ella se sentiría peor que yo. A pesar de las cosas terribles que le habían ocurrido, me daba cuenta de que era una niña mimada en muchos aspectos. Si cedíamos en momentos como ése, no la ayudaríamos a madurar y cambiar, pensé, pero Jimmy estaba tan trastornado que yo no tenía elección. Cuando regresé a casa la encontré en su dormitorio. En esta ocasión llamé a la puerta, pero hube de hacerlo dos veces más antes de que respondiera.

—Adelante —dijo. Y en cuanto entré, agregó—: Estoy haciendo los deberes.

—No he venido por eso, Fern —dije suavemente. Estaba sentada en la cama, los libros extendidos sobre su regazo, pero advertí que debajo del cuaderno escondía una de sus revistas. Bajó la mirada y jugueteó con el lápiz—. Fuiste a contarle a Jimmy que te había acusado de robar dinero —dije.

—Me has acusado —espetó.

Tragué saliva. Nunca me habían gustado las injusticias, pero esa vez tuve que hacer un esfuerzo.

—No fue mi intención acusarte, Fern. Si te pareció así, lo siento. Jimmy y yo te queremos mucho, y sólo deseamos tu felicidad —le dije.

—No me quieres —replicó, y me lanzó una mirada tan intensa que se me cortó la respiración. Tenía el mal genio de Papá Longchamp. Había visto anteriormente ese fuego en aquellos ojos negros, especialmente cuando él había bebido demasiado, y cada vez se me estremecía el corazón.

—Claro que sí —dije.

—No es verdad —me acusó—. En cuanto supiste que no era tu verdadera hermana, dejaste de quererme.

—Eso no es cierto, Fern. Siempre te he querido, me he preocupado por ti y te he echado mucho de menos, especialmente cuando tuvimos que separarnos. Ya te he dicho que yo era la que te cuidaba la mayor parte del tiempo. —Sonreí—. ¿Sabías que el primer nombre que pronunciaste fue el mío? De hecho, prácticamente fue la primera palabra que dijiste.

—No me acuerdo —dijo, pero pareció tranquilizarse un poco y la expresión de su rostro se suavizó.

—Eras demasiado pequeña para acordarte. Es cierto que no somos hermanas, pero somos cuñadas. ¿Por qué no piensas en eso? —pregunté.

—¿Cuñadas? —Aquella idea la intrigaba.

—Sí. Estoy casada con tu hermano, de modo que eres mi cuñada. Pero prefiero pensar en ti como una hermana. De verdad.

—A las esposas no siempre les gusta que sus maridos presten mucha atención a sus hermanas pequeñas —declaró.

—¿Qué? ¿Quién te ha dicho eso? —pregunté, esbozando una sonrisa.

—Lo leí —respondió con tono severo.

—¿Lo has leído? ¡Oh! —dije, y asentí—. ¿En una de esas revistas?

—Eso no significa que no sea cierto —contestó.

—En mi caso no lo es —dije con firmeza—. Jimmy tiene suficiente amor para todas nosotras, tú, yo y Christie, para todas. Y además, no soy egoísta. Me doy cuenta de que le hace muy feliz que te hayamos encontrado.

que se siente feliz —afirmó—. Y no le gusta que esté triste —añadió, y por la forma en que me miró, pensé que sus palabras eran casi una amenaza.

—Bueno, yo tampoco quiero que estés triste, Fern.

—Estupendo —dijo rápidamente—. ¿Puedo trabajar con los camareros y los botones ahora? —preguntó.

—Creo que es más importante que te dediques a los deberes que a trabajar en el hotel, cariño —respondí.

Su rostro se ensombreció.

—Jimmy dijo que podría —se quejó—. Me lo prometió.

Negué con la cabeza.

—Sabía que dirías que no —espetó con frustración—. ¡Lo sabía!

—De acuerdo —cedí—. Hablaré con Robert Garwood. Es el jefe de botones. Quizá puedas hacer recados para los invitados. Pero si te van mal los estudios…

—Estudiaré, lo juro.

—¿Te gusta la escuela a la que vas? —pregunté.

—No está mal. ¿Puedo empezar mañana? ¿Puedo?

—Mañana. ¡Oh!, mañana llega Papá Longchamp —recordé de pronto. En cuanto Jimmy supo que papá estaba en condiciones de hacer el viaje, le había mandado el dinero para los pasajes—. Supongo que querrás pasar todo tu tiempo libre con él y tu nuevo hermano.

Hizo una mueca y apretó los dientes.

—No tengo que pasarme todo el tiempo libre con ellos, ¿verdad? —gimió.

—¿No quieres? —pregunté, sorprendida—. Papá Longchamp está muy contento de volver a verte. ¿No tienes ganas de verlo? Al fin y al cabo, es tu verdadero padre.

—Él dejó que los Osborne me adoptaran, ¿verdad? —dijo.

—Ya te lo hemos explicado, Fern. Pensé que lo habías entendido.

Una noche Jimmy y yo habíamos con ella y le contamos todo, pero en vez de hacerme preguntas acerca de papá había insistido en saber cosas acerca de Christie y de la vida que yo había llevado en Nueva York. Sus preguntas delante de Jimmy habían empezado a ser embarazosas, de modo que puse punto final a la discusión. Pero ella sabía lo bastante sobre su pasado como para apreciar lo que significaba la llegada de Papá Longchamp.

—¿Puedo por lo menos trabajar hasta que lleguen? —preguntó.

—De acuerdo —dije, cediendo—. En cuanto vuelvas de la escuela ve a ver a Robert Garwood. Hablaré con él por la mañana. Pero todos llegan poco antes de la cena. Tendremos que cenar aquí en vez de en el comedor.

—¿Por qué? A mí me gusta cenar en el comedor —exclamó—. Es más divertido.

—¿No quieres estar en privado con tu verdadero padre y tu nuevo hermano? —pregunté.

—Supongo que sí —contestó de mala gana—. ¿Cuánto tiempo van a quedarse? —se apresuró a preguntar.

—Sólo unos días. Papá no puede ausentarse mucho tiempo de su trabajo.

—Bien —dijo, y bajó la vista a los libros.

¿Bien?, pensé, mirándola. Qué diferente habría sido para mí si después de llevar un tiempo en el hotel me hubieran dicho que venía Papá Longchamp. Cuánto había deseado verlo, oír su voz, abrazarlo y aferrarme a él. Había sido difícil separarnos.

—¿Puedo pasar? —preguntó Christie. Estaba en el umbral de la puerta, sosteniendo una de sus muñecas más grandes.

—Fern está haciendo los deberes, cariño —dije.

—Que entre —concedió Fern—, si no hace ruido. Puedes sentarte allí y esperar —dijo señalando una silla junto a un pequeño tocador.

Christie sonrió y se dirigió obedientemente a la silla antes de que yo pudiera intervenir. Se sentó con las muñecas sobre el regazo y cruzó los brazos para demostrar que se comportaría y que tendría paciencia.

Cuando volví a mirar a Fern su rostro denotaba una gran autocomplacencia. Una sensación de ira me oprimió el estómago. El calor me subió del cuello a la cara. Para que Fern no advirtiera lo mucho que su actitud me había trastornado, salí rápidamente de la habitación.

Jimmy estaba abajo, esperándome. Le conté que Fern recibió la noticia de la llegada de papá con mucha ligereza, pero no pareció preocuparle.

—Lo entiendo —dijo—. Hace muy poco que sabe que es su verdadero padre. Para ella él sigue tratándose de un extraño.

—Pero Jimmy, ¿no debería sentirse más interesada y animada? —pregunté.

Él negó con la cabeza.

—Una niña así, no —dijo—. Ha sufrido mucho a manos de personas que supuestamente la querían. Ahora se mueve con cautela. Por eso tengo tanto interés en conseguir que me quiera; es la única manera.

—También es una forma de malcriarla, Jimmy —insistí.

—Dawn, ¿cómo se te ocurre una cosa así después de todo lo que ha sufrido? ¿Te imaginas cómo se sentía cada noche, al irse a dormir, después de que su padre le hiciera esas cosas? A la pobre se le ponía la carne de gallina cada vez que se acercaba a ella —dijo, e hizo una mueca—. Ni siquiera le daba el beso de buenas noches sin antes toquetearla debajo de la manta.

—¿Cómo sabes todo eso, Jimmy? —pregunté, atónita.

—Me lo ha contado —respondió—. Ha aprendido a confiar en mí y sabe que me preocupo por ella.

—A mí nunca me ha dicho nada —dije—. Cuando menciono cualquier cosa mínimamente relacionada con ello, se niega a discutirlo.

—Dawn —dijo—, ella piensa que tú no la quieres. Es más, cree que la odias.

—¿Por qué? —pregunté, extendiendo los brazos—. Le he comprado todo lo que quería, la matriculé en la escuela, le permití que hiciera lo que quisiera en el hotel.

—Forma parte de su estado mental y emocional, y este asunto del dinero no hizo más que empeorar las cosas.

Por eso insistí tanto en que te disculparas. Es como un pajarito que ha estado tanto tiempo metido en un puño que no sabe utilizar las alas. Cada vez que alguien se acerca a ella e intenta demostrarle su afecto, se asusta. Seguramente ésa es otra razón por la cual no se muestra muy animada ante la visita de papá —dijo Jimmy—. ¿No crees que tengo razón? —preguntó. Vi que esperaba ansiosamente que asintiera.

—Supongo que sí —dije finalmente.

El sonrió.

—Papá viene mañana. Imagínatelo —dijo.

Pasé la noche sin dormir, pensando en ello. La última vez que había visto a Papá Longchamp había sido en una comisaría de Policía. Me estaban sacando de allí para llevarme a Cutler’s Cove. La Policía me dijo que papá me había secuestrado y que se había confesado culpable. No podía creerme lo que estaba ocurriendo. No sabía dónde estaba Jimmy o dónde habían llevado a Fern, y me aterrorizaba la idea de que me entregaran a una familia que ni siquiera conocía. Papá lo arreglaría, pensé. Continué deseándolo hasta el momento en que llegó el coche, y entonces se abrió la puerta y lo vi sentado con la cabeza hundida entre los hombros.

—¡Papá! —grité, y me abalancé sobre la puerta abierta. Papá levantó la cabeza y me miró con ojos inexpresivos. Era como si estuviese hipnotizado y no me viera allí de pie—. Papá, diles que esto no es verdad. Diles que se trata de un error —le rogué. Empezó a hablar y a continuación negó con la cabeza y bajó la mirada, derrotado.

Recuerdo que continué gritando hasta que alguien me puso las manos sobre los hombros e intentó apartarme. No podía imaginarme por qué papá no estaba haciendo nada, por qué no mostraba su fuerza. Me arrastraron hasta la puerta, y finalmente papá levantó la vista y dijo:

—Lo siento, cariño. Lo siento mucho.

Durante mucho tiempo tuve que vivir con aquellos recuerdos. Y entonces descubrí la verdad: cómo él y mamá habían hecho lo que creían correcto, y cómo la abuela Cutler había manipulado y engañado a todos.

Pero aquella pesadilla había llegado a su fin, y por la mañana volvería a ver a Papá Longchamp. Me hada tanta ilusión que no dejé de dar vueltas toda la noche. Al día siguiente, desde el momento en que me levanté, me mantuve ocupada para no pensar en la llegada de papá. Cada vez que pensaba en ello se me hacía un nudo en el estómago y sentía miles de mariposas revoloteando alrededor de mi corazón.

A última hora de la mañana vi a Robert Garwood y le dije lo de Fern. No pareció complacido con la idea.

—Hace tiempo ya que se pega a los botones y a los camareros, señora Longchamp. No es asunto mío, pero…

—¿Pero qué, Robert? —pregunté.

—Verá…, fuma —declaró—. Sigue a los chicos hasta el sótano y allí, junto a la lavandería les pide cigarrillos.

—¿Hace qué? —exclamé aturdida.

—Ya sé que se comporta como si fuera mayor, pero yo tengo una hermana no mucho menor que ella, y no me la imagino haciendo una cosa así. Si me perdona, señora Longchamp, no creo que sea muy buena idea que trabaje con nosotros, aunque sólo sea haciendo pequeños recados. —Por la forma en que hablaba supe que tenía mucho más que decir. Lamenté que Jimmy le hubiera hecho otra promesa a Fern.

—No me gusta pedirle esto, Robert, pero deje que lo haga unos días, y vigüela. En cuanto la vea hacer algo incorrecto, por favor dígamelo —le pedí. Asintió, pero advertí que no le hacía ninguna gracia.

Iba a discutir el asunto con Jimmy, pero antes de tener la oportunidad de verlo a solas, llegó Papá Longchamp con su nueva esposa Edwina y el hijo de ambos, Gavin. Julius los había recogido en el aeropuerto y los había llevado al hotel. Jimmy me encontró en el salón de té y me anunció la llegada. El corazón comenzó a latirme con tal fuerza que pensé que se me saldría del pecho, cogí a Jimmy de la mano y nos dirigimos al porche justo en el momento en que papa bajaba de la limusina. Edwina estaba a su lado, sosteniendo la mano de Gavin.

En cuanto nuestras miradas se cruzaron, los años desaparecieron de la misma forma que en otoño las hojas muertas desaparecen de las ramas de los árboles. Papá seguía siendo alto, pero estaba mucho más delgado y sus mejillas y su barbilla me parecieron más huesudas. Sus ojos eran tan oscuros como los recordaba, y aunque las canas habían invadido sus sienes y buena parte de su cabellera, ésta seguía siendo abundante. Vestía un traje azul marino y calzaba botas negras, y vi que lucía un ancho y grueso cinturón con una hebilla de plata en forma de cabeza de caballo. Al fin y al cabo, papá era ahora un tejano, pensé.

Gavin miraba todo sin salir de su asombro. Tenía seis años pero era alto para su edad. Vestía un adorable traje azul con pajarita. Su cabello era tan oscuro como lo había sido el de papá, pero su rostro era más redondo y su tez más clara. Tenía los mismos ojos marrones y la boca pequeña de Edwina, y había heredado la nariz larga y fuerte de papá.

El aspecto de Edwina era más juvenil de lo que mostraban las fotos. Su sonrisa era cálida y afectuosa —muy similar a la de Mamá Longchamp, pensé—, e imaginé que aquello debía de ser una de las razones por las que papá se había sentido tan rápidamente atraído por ella. Era casi tan alta como él y tenía una figura firme con unos brazos y piernas largos y una cintura estrecha. Llevaba el cabello moreno peinado hacia atrás y cogido con peinetas, y por todo maquillaje un poco de colorete y pintalabios.

Jimmy bajó corriendo las escaleras para saludar a papá y abrazar a Edwina. Pude comprobar que ella lo quería mucho. A continuación levantó en brazos a Gavin y se volvió mientras me acercaba.

Papá estaba allí, de pie, sonriendo y moviendo la cabeza. Absorbí la especial belleza viril y animal que lo caracterizaba.

—Te has convertido en una mujer muy bella, Dawn. Muy bella —dijo.

—Gracias, papá. —Las lágrimas corrían por mi cara, pero no me importó en absoluto. Él extendió los brazos, y yo corrí a abrazarlo. Me sostuvo con fuerza durante un momento. Entre sus brazos pude sentir la frustración y la tristeza que él había tenido que soportar, y comprendí que su dolor había sido tan agudo como el mío, si no peor. Me besó en la frente y me secó las lágrimas con el dorso de su mano larga y delgada.

—Vamos, vamos, nada de llanto. Vamos a tener una bonita reunión. Nada de tristeza, ¿de acuerdo?

—De acuerdo, papá —dije, sonriendo.

—Quiero que conozcas a Edwina —dijo, y se volvió.

Edwina extendió una mano suave y cálida. Vi que era una mujer tierna cuya sonrisa surgía directamente del corazón.

—¿Cómo estás? —preguntó—. Me alegro de que finalmente podamos conocernos.

—Yo también. Bienvenida —dije.

—Este lugar es precioso —comentó—. Jimmy no exageraba. —La resplandeciente y cálida tarde de finales de otoño aumentaba el encanto de Cutler’s Cove. El césped seguía verde y los árboles estaban muy coloridos con sus tonos amarillos, marrones y rojos. El cielo se había vuelto de un azul oscuro, y las nubes eran blancas y grandes.

—Gracias. —Mi corazón latía como un tambor y me resultaba imposible respirar.

—Y ahora te presento a Gavin —anunció papá.

—Hola, Gavin. Yo soy Dawn. Espera a conocer a Christie —le dije al niño de grandes ojos que estaba en los brazos de Jimmy.

—Y a Fern —subrayó Jimmy.

—¿Dónde está? —preguntó papá, mirando a su alrededor.

—En el hotel, ayudando a los botones, papá —respondí.

—Ya la tenéis trabajando —comentó.

—Le encanta, papá —dijo Jimmy—. Cuando vuelve de la escuela lo primero que hace es ir al hotel. Vamos. Vamos dentro. Julius llevará las maletas a la casa, pero primero queremos que veáis el hotel. ¿Tenéis hambre? —pregunto dirigiéndose a Edwina.

—No, comimos en el avión —contestó.

—Yo tengo hambre —dijo rápidamente Gavin. Todos nos echamos a reír.

—Siempre está hambriento —dijo papá—. Debe de tener un agujero en el estómago.

Entramos en el hotel y al verlo papá y Edwina se quedaron boquiabiertos.

—Más grande de lo que recordaba —comentó papá, las manos en jarras.

—Allí está el comedor —le dijo Jimmy a Edwina, señalando—, y a la izquierda lo que llamamos salón de té o sala de juego. A la derecha hay un salón de baile donde por las noches los huéspedes pueden disfrutar de un espectáculo o bailar. Os llevaremos a la piscina y a las pistas de tenis y…

Jimmy se detuvo cuando Fern bajó por el pasillo para ir al mostrador de los botones. Ni siquiera advirtió que la observábamos.

—Es ella, papá, la pequeña Fern —dijo Jimmy.

Papá entrecerró los ojos. Finalmente Fern se volvió hacia nosotros, y Jimmy la saludó con la mano. Ella le dijo algo a Robert Garwood y lentamente cruzó el vestíbulo.

—Es idéntica a Sally Jean —murmuró papá.

—Fern —dijo Jimmy—, éste es tu padre.

Fern lo estudió fríamente con la mirada mientras papá le dedicaba una sonrisa.

—¿No quieres abrazar a tu padre, cariño? —pregunté.

Ella se encogió de hombros.

—Necesitará tiempo —dijo papá en tono resignado—. Pero supongo que podemos darnos la mano, ¿verdad? —dijo, y extendió la suya. Fern la miró como si tuviera una enfermedad y de mala gana se la estrechó. La retiró enseguida.

—Eh —dijo—. No nos parecemos.

Papá echó la cabeza hacia atrás y se puso a reír. Fern apartó la mirada, pero vi que hacía una mueca.

—No —dijo papá—, te pareces más a tu madre.

—Éste es Gavin —dijo Jimmy.

Fern se volvió hacia él demostrando mayor interés. Gavin, tímido, le devolvió la mirada, y sus ojos marrones la estudiaron de arriba abajo.

—Hola, Gavin —dijo Fern. A continuación y de forma sorprendente se inclinó hacia delante y para sorpresa de todos, especialmente de Gavin, le plantó un beso en la mejilla. Luego preguntó—: ¿Puedo llevármelo y enseñarle la casa? Puedo llevarlo a la sala de baile donde Christie está tomando su lección de piano.

—Gavin, ¿quieres ir con tu hermana? —preguntó Jimmy.

El niño miró a Jimmy y después a papá que no dejaba de sonreír. Asintió, y Jimmy lo puso en el suelo. Fern lo cogió de la mano y se marcharon. Gavin al trote para no quedar rezagado.

—Espera, Fern —dije. Se volvió impaciente—. No has saludado a Edwina —le recordé.

—Hola —dijo Fern secamente.

—Hola, Fern —dijo Edwina, sonriendo. Fern volvió a apartar la mirada.

—Nos encontraremos aquí dentro de diez minutos más o menos —dijo Jimmy.

—Vaya por Dios —dijo papá, sacudiendo la cabeza—. Esta niña va a ser todo un rompecorazones —añadió.

—Creo que tienes razón, papá —asintió Jimmy—. Vamos. Quiero enseñaros la casa. ¿Seguro que no queréis comer o beber algo primero?

—Estoy demasiado nerviosa —respondió Edwina, y cogió a papá por el brazo. Decidí que hacían una buena pareja, y por la forma en que él la miraba me di cuenta de que la quería mucho.

Nunca había pensado en lo orgullosa que me sentía del «Cutler’s Cove» hasta que se lo enseñamos a papá y a Edwina. Se quedaron muy impresionados con todo y papá no dejaba de hacer comentarios tales como:

—No puedo creerme que todo esto sea tuyo, cariño. Mamá rebosaría de alegría.

Después de mostrarles el hotel y de que papá hubiera visto todos los cambios introducidos, recogimos a Fern, Gavin y Christie y nos dirigimos a pie hasta la casa. Cuando la vieron papá y Edwina volvieron a hacer comentarios de admiración. Jimmy se llevó a papá para enseñarle algunos de los detalles de la construcción mientras yo le mostraba a Edwina el comedor, el salón, los muebles nuevos y nuestra colección de arte. La señora Boston preparó el té y nos sentamos a charlar un rato. Los niños subieron a la habitación de Christie para que ésta pudiera enseñarle a Gavin todos sus juguetes. Fern había adoptado el papel de hermana mayor con bastante rapidez.

—Es increíble lo madura que es Fern para su edad —comentó Edwina, ladeando la cabeza.

Sabía que Jimmy le había contado a papá toda la historia, de modo que no tuve que referirme al trágico pasado de Fern. En vez de eso, Edwina me contó su vida. Había estado casada con anterioridad pero a los dos años de matrimonio su marido había muerto en un accidente de tráfico en Texas. Al cabo de un año aproximadamente conoció a papá y se enamoraron de inmediato. Tuvimos una buena conversación mientras Jimmy y papá inspeccionaban la casa y el terreno. Decidí que Edwina me caía muy bien, y me di cuenta de que era un elemento estabilizador en la vida de mi padre. El y Jimmy entraron justo en el momento en que me contaba lo mucho que el jefe de papá lo apreciaba.

—Nadie me halaga más que ella —comentó papá.

Edwina le sonrió, y se besaron. Jimmy y yo intercambiamos una mirada, complacidos de ver a papá tan contento con su nueva vida. Pensé que Jimmy había estado en lo cierto al afirmar que era un hombre diferente, más asentado, más cariñoso, más sabio.

Cuando fuimos a buscar a los niños encontramos a Gavin y a Christie tranquilamente sentados en el suelo; Fern estaba de pie junto a ellos, los brazos cruzados sobre el pecho. Parecía una severa maestra de escuela. Christie y Gavin estaban rodeados de juegos y juguetes.

—Todo va bien —nos dijo Fern—. Se comportan como buenos chicos —añadió.

—Una verdadera damita —comentó papá.

—Deberíamos aprender de los niños y entendernos como ellos lo hacen —dijo Edwina.

—Amén —añadió papá.

Llevamos a papá y a Edwina a su habitación para que pudieran ducharse y vestirse para la cena. La señora Boston había preparado pavo. Iba a ser un verdadero día de Acción de Gracias.

Jimmy me había convencido de que permitiese que al día siguiente Christie y Fern faltasen a la escuela para que pudieran pasar más tiempo con Gavin.

—De lo contrario el pobre chico estará aburrido todo el día —añadió.

Por la mañana, después del desayuno, Jimmy se llevó a Papá Longchamp a enseñarle el tipo de trabajo que supervisaba. Yo sabía que los dos serían felices discutiendo sobre calderas y motores. Había presentado a Edwina a Betty Ann y a Philip. Edwina se entendió muy bien con Betty Ann, quien se la llevó para que conociese a los gemelos y el ala de la parte vieja del hotel mientras yo atendía algunos asuntos.

Al mediodía almorzamos todos en el comedor. Para mi sorpresa y alegría, Philip se ofreció a llevar a Edwina y a Betty Ann de compras a la ciudad. Papá prefirió pasarse la tarde con Jimmy en el hotel. Fern, interpretando todavía el papel de hermana mayor, se llevó a Christie y a Gavin a la casa. Regresé a mi despacho para reunirme con el señor Dorfman. La reunión duró más de lo esperado y cuando levanté la vista advertí que eran más de las cuatro.

Me pregunté qué estarían haciendo los niños y decidí pasar por casa. La señora Boston estaba en la cocina preparando un rosbif. Philip, Betty Ann y los gemelos cenarían con nosotros ya que papá tenía que marcharse temprano por la mañana.

—Espero que los niños no hayan causado problemas, señora Boston —dije al pasar por la cocina.

—¿Los niños? —Se quedó pensativa—. ¿Sabe, Dawn?, me olvidé por completo de que estaban aquí. Han estado tan callados.

—Bueno. Eso está bien —dije. Pensé que la señora Boston estaba tan enzarzada en la cocina que de todos modos no los había oído. Subí rápidamente las escaleras y quedé sorprendida al descubrir que no se hallaban en el dormitorio de Christie sino en el de Fern. La puerta estaba cerrada. Empecé a abrirla y oí que Fern decía:

—Puedes tocarlo, Christie. No va a morderte.

Esperé que no hubieran raído una pequeña serpiente a casa. La señora Boston se desmayaría si la viese, pensé, riéndome por dentro. Pero cuando abrí la puerta me quedé atónita al ver a Christie y a Gavin uno frente al otro totalmente desnudos. Fern estaba de pie de espaldas a mí y aparentemente no me había oído entrar.

—Mamá —chilló Christie. Fern se dio la vuelta, la cara roja como un tomate.

—¿Qué demonios…, desnudos qué está ocurriendo aquí, Fern? —exigí saber.

—Nada —dijo, turbada—. Quiero decir…, no lo sé —farfulló. Se apartó de los niños.

—¿No lo sabes? ¿Por qué están desnudos?

—Han sido ellos —respondió rápidamente—. Yo estaba abajo, y cuando subí los encontré así. Fue idea de Gavin —dijo, y lo señaló con un dedo acusador—. Le dijo a Christie que le enseñaría sus partes si ella hacía lo mismo.

Miré a Gavin. Estaba aterrorizado, los ojos vidriosos de miedo.

—¿Es eso verdad, Christie? —pregunté.

Ella empezó a negar con la cabeza, pero advirtió que Fern la miraba con expresión amenazante y se echó a llorar.

—Vístelos enseguida —ordené—. Inmediatamente.

—Vamos, Gavin —dijo Fern, arrastrándolo a la cama, donde estaba la mayor parte de su ropa. Lo levantó y empezó a vestirlo mientras yo ayudaba a Christie.

—No lo entiendo, Christie. ¿Por qué has hecho una cosa así? ¿No sabes que no está bien desnudarse delante de los chicos? —Ella seguía llorando, pero yo estaba furiosa. Sabía que Fern mentía y quería que Christie me lo dijera.

—Lo siento mamá. Lo siento —dijo entre sollozos.

—Y los padres de Gavin también estarán muy enfadados.

—Quizá sea mejor que no se lo digas —comentó Fern—. Papá Longchamp tiene pinta de ser lo suficientemente cruel como para darle una buena paliza.

—¡Fern! —Me giré hacia ella—. Harás que el pobre chico sienta terror de su padre.

Ella se encogió de hombros.

—No ha pasado nada. Sólo se han mirado. No tienes por qué decir nada —insistió.

—Eso lo discutiremos después —dije—. Acaba de vestirlo.

En cuanto estuvieron los dos vestidos les dije que fueran abajo a esperarme mientras hablaba con Fern. Ella se sentó en el borde de la cama con la vista fija en el suelo.

—¿Cómo has podido hacer una cosa así con niños tan pequeños? —pregunté, olvidándome que estaba hablando con una niña que tenía poco más de diez años.

—Ya te lo he dicho —insistió, mirándome con odio—. No he hecho nada.

—Deja de mentir. Te oí antes de abrir la puerta.

Me miró fijamente durante un momento, y a continuación rompió a llorar.

—Oh, se lo vas a decir a Jimmy ahora, y a Papá Longchamp, y todos me odiarán. Eso es lo que quieres, ¿verdad? —exclamó.

—No es verdad, Fern. No quiero que nadie te odie —dije, pero ella siguió llorando cada vez con más fuerza—. No se lo voy a contar a nadie —dije por fin—. No lo haré.

Dejó de llorar al instante.

—¿De verdad? —preguntó al tiempo que se frotaba los ojos.

—Sí. Pero has hecho una cosa muy fea. ¿Por qué lo has hecho? —exigí saber.

Se quedó pensativa un momento y a continuación dijo:

—Estaban jugando con muñecos, y Gavin se preguntó por qué los muñecos no tenían lo que él tenía —explicó—. Después Christie preguntó qué era eso, de modo que pensé que deberían saber cuál era la diferencia. Fue educativo. Como en la clase de ciencias —dijo.

—Ésa no es la forma de enseñar, Fern, y te pedí con anterioridad que no le hablaras a Christie de esas cosas. Es demasiado pequeña —dije con firmeza.

—De acuerdo —asintió—. ¿De verdad no se lo contarás a nadie?

—Dije que no lo haría, pero eso no significa que no esté enfadada. Esto no debe ocurrir nunca más —subrayé.

Asintió. Luego entrecerró los ojos y añadió:

—Si se lo cuentas a Jimmy después de decir que no lo vas a hacer, te odiaré siempre.

Me quedé boquiabierta. La fuerza de su amenaza me dejó muda. Sentí que me faltaba el aire.

—No es bonito amenazar, Fern —respondí por fin, pero ella no apartó la mirada. Sus ojos se quedaron en blanco y se negó a hablar. Agitada, me di la vuelta y salí de la habitación.

Quizá fue un error, pero no le conté nada a Jimmy acerca del incidente. Todos disfrutaban tanto con la visita de papá y Edwina que no quise echarlo todo a perder. La cena estaba estupenda. Incluso Philip, quien yo temía que fuese a comportarse con papá de forma altiva, estuvo encantador y simpático. Supuse que era su forma de resarcirme del comportamiento tan horrible que había tenido conmigo en ausencia de Jimmy. Me miraba continuamente para ver si estaba complacida.

Antes de que acabara la velada interpreté algunas canciones al piano. Vi que a papá se le saltaban las lágrimas. Cuando terminé se levantó rápidamente y vino a abrazarme. Apoyó su cabeza en la mía y sentí que mi pelo se movía con su aliento.

—Si sólo estuviera mamá para ver todo esto —dijo. Los dos nos pusimos a llorar, y entonces Betty Ann convenció a Christie de que también tocara el piano. El pequeño Gavin quedó absolutamente fascinado. Permanecía quieto, los ojos fijos sobre ella. Después, cuando todos aplaudimos, pensé que su aplauso fue el más entusiasta de todos.

Betty Ann les pidió a los gemelos que bailaran un poco mientras yo los acompañaba al piano. A todos les encantó la manera en que los dos rubitos se abrazaban y giraban y aplaudían. Todos nos reímos.

Sólo Fern tenía cara de desgraciada. Estaba sentada en un rincón; lejos de todos, con expresión amarga en el rostro si Jimmy no le hablaba o miraba. Cuando lo hacía, ella sonreía cariñosamente. Al final de la velada papá intentó hablar con Fern, pero lo ignoró de manera impertinente. Finalmente papá se rindió y se echó a reír.

Ya era hora de que los niños se fueran a la cama. Betty Ann y Philip se marcharon con los gemelos, no sin antes prometer a papá y Edwina que se reunirían con ellos por la mañana para desayunar juntos en el comedor del hotel. Cuando se hubieron marchado, papá, Edwina, Jimmy y yo nos quedamos en el salón hablando de Fern.

—Opino que hicisteis algo estupendo al rescatarla de aquella vida terrible y traerla a vivir aquí. Realmente tiene mucha suerte de poder educarse en un lugar como éste.

—¿No te molesta que no regrese a tu lado, papá? —preguntó Jimmy.

—Oh, no, Jimmy —dijo papá—. Me doy cuenta de que aquí está mucho mejor. Ya es una niña mayor, y, a decir verdad, vamos un poco justos económicamente, y queremos darle a Gavin lo mejor.

Jimmy asintió, pero cuando me miró vi la tristeza en sus ojos. Sabía que estaba deseando que papá hubiera pensado lo mismo cuando él tenía la edad de Gavin, pero aquéllos eran otros tiempos, un mundo distinto.

—De acuerdo, papá —dijo Jimmy—. Le daremos lo mejor a Fern, y estaremos en contacto contigo.

—Sé que los dos lo haréis perfectamente —dijo. Se hizo un silencio mientras papá nos miraba fijamente. Jimmy y yo intercambiamos miradas. Sabíamos en qué estaba pensando: siempre nos había conocido como sus hijos, y ahora éramos marido y mujer. Hacía grandes esfuerzos para ocultar sus sentimientos.

—Bueno —dijo— supongo que será mejor que Edwina y yo nos vayamos a la cama. Mañana nos espera un día largo. —Juntó las manos y se levantó—. Gracias por una cena estupenda.

—Ha sido un placer, papá —dijo Jimmy. Papá se lo quedó mirando con una leve sonrisa en los labios.

—Una cena bastante mejor de las que yo hacía.

—Pasábamos con lo que teníamos —le recordó Jimmy.

—No teníamos elección —añadió papá—. Pero todo eso ya ha pasado. Tenemos que ser felices, o al menos intentarlo. Buenas noches, hijo —dijo, y le dio la mano.

—Buenas noches, papá —dijo Jimmy con lágrimas en los ojos.

—Buenas noches, Jimmy —dijo Edwina, y lo besó.

Papá se detuvo delante de mí.

—Dawn. Gracias, cariño. Gracias por alegrar este viejo corazón.

Me besó y volvió a abrazarme con fuerza. Me quedé casi sin palabras. A continuación se giró y él y Edwina salieron de la habitación. Una gran melancolía se apoderó de mi corazón.

Jimmy me sonrió y yo me eché en sus brazos y comencé a llorar. Con el brazo cubriéndome los hombros, Jimmy me condujo hacia la puerta, y subimos arriba a dormir abrazados, como habíamos hecho tantas noches.

Papá y Edwina se levantaron temprano para despedirse de Fern. Tanto mi padre como yo teníamos la esperanza de que la niña cediese y le diera un beso en la mejilla; sin embargo, se limitó a estrecharle la mano. Edwina le dio un beso, pero Fern pareció sentirse incómoda e intentó escabullirse. En cambio, sí a Gavin. Papá acompañó a las niñas hasta la limusina que las esperaba para llevarlas a la escuela. Yo los seguí.

—Adiós, Fern —dijo—. Intentaré volver a verte pronto. Tu madre sería feliz al ver lo bien que estás.

Ella se subió al coche prácticamente sin devolverle la mirada. Él saludó con la mano, pero Fern giró la cabeza hacia la otra ventanilla.

—Supongo que la mala experiencia con aquella gente ha hecho que se cierre como una almeja —murmuró papá mientras la limusina se alejaba.

—Supongo que sí, papá.

—Me imagino que este viejo caballero de Texas también debe de asustarla un poco. No me extraña que me trate con reservas —añadió.

En cuanto él y Edwina hubieron acabado de hacer las maletas se dirigieron al hotel para desayunar. Betty Ann y Philip ya estaban sentados a nuestra mesa. Mantuvimos una charla agradable, y entonces Julius, que ya había regresado de llevar a las niñas a la escuela, recogió las cosas de papá y Edwina y los esperó en la entrada del hotel. Jimmy y yo los acompañamos al coche y nos despedimos.

—Muchas gracias por vuestra hospitalidad —dijo Edwina—. He disfrutado mucho de estas pequeñas vacaciones. Quizás algún día nos devolváis la visita.

—Así lo espero —dije. Nos besamos. Papá le dio la mano a Jimmy por última vez y Jimmy abrazó a Gavin. Yo también lo abracé y luego me acerqué a besar a papá.

—Uno de estos días —dijo él— tengo intención de visitar la tumba de Sally Jean, y cuando lo haga, estoy seguro de que no voy a parar de hablarle de ti. Ella siempre supo que serías algo especial, cariño.

—Oh, papá, no soy nada especial. Las circunstancias me han traído hasta aquí —dije.

—Sí, pero has estado a la altura de esas circunstancias y para eso se necesita ser especial —insistió—. Adiós, cariño. —Me besó en la mejilla—. Siento haber hecho las cosas tan mal —dijo antes de subir a la limusina.

—Papá. —Se volvió—. Te quiero —dije. Sonrió, y durante unos instantes volví a verlo joven y fuerte, y con aquella encantadora sonrisa en el rostro. Recordé cómo me trataba cuando era una niña muy pequeña. El hombre más fuerte y guapo del mundo.

A continuación subió a la limusina, y partieron. Jimmy y yo permanecimos en la entrada hasta que se perdieron de vista. Cuando miré a Jimmy vi lágrimas en sus ojos. La fresca brisa otoñal apartaba los mechones de pelo de su frente. A cada momento que pasaba el día era más frío y gris.

—Tengo que volver al trabajo —murmuró Jimmy y se alejó precipitadamente.

Mi esposo tenía razón. Sólo el trabajo podía hacer que olvidáramos la tristeza. Yo me dirigí a mi despacho y me hundí en los libros, sin pensar en nada más hasta que sonó el teléfono. La voz que oí al otro lado de la línea me cogió por sorpresa; era Leslie Osborne.

—Clayton estaría furioso si supiera que la he llamado —dijo—, pero no he podido evitarlo. ¿Cómo está?

—Le gusta la vida en el hotel —contesté—, y creo que se está adaptando a su nueva escuela, aunque todavía no he visto sus notas ni he hablado con los profesores.

—Eso está bien —dijo Leslie con voz cada vez más débil—. En Marrion Lewis estaba teniendo problemas. Nunca se lo conté todo a Clayton.

—Lo sé. Nos mandaron el informe. El director cree que llamaba la atención como un modo de pedir ayuda —le informé.

—Lo siento —dijo rápidamente—, pero no puedo creerme nada de lo que les ha contado acerca de Clayton. Me gustaría que usted también me creyera. No es ese tipo de hombre.

—Señora Osborne, debo decirle que hay algunos problemas con Fern. Tiene problemas emocionales. Le ha ocurrido algo; alguna cosa ha ido mal —insistí.

—Desde muy pequeña ha sido una niña problemática. Ya cuando estaba en primer grado tuvimos problemas. No sé qué pensar —dijo Leslie Osborne.

—Bueno, espero que cambie para mejor —dije.

—Nosotros no hemos hecho nada —insistió—. Sólo intentamos darle todo lo que quería.

—Quizás en parte fuera ése el motivo, señora Osborne. Parece un poco mimada. Darle a una niña tan pequeña tanto dinero a la semana para gastarse en tonterías…

—¿Qué? Nunca hemos hecho algo así. Clayton estaba en contra de ello. Le dábamos dinero cuando lo necesitaba para cosas concretas, pero él no estaba de acuerdo en adjudicarle una semanada fija para que se la gastase en tonterías.

—¿No le daban semanada? Pues de alguna manera consiguió ahorrar cientos de dólares —contesté—. Yo misma los vi, en su bolso.

Se oyó un grito ahogado al otro lado de la línea.

—¿Qué ocurre? —pregunté.

—Era mi dinero —dijo—. Me temo que estaba robándomelo. No podía imaginarme por qué siempre faltaba dinero de mi bolso. Debo decirle que una vez le robó dinero a un amigo que pasó la noche en casa. Nunca se lo conté a Clayton porque estas cosas siempre lo perturban, pero tendría que haberme dado cuenta. No sé por qué roba; nunca le ha faltado de nada. ¿Sigue haciéndolo? —preguntó rápidamente.

—No —mentí.

—Bien. Entonces es posible que cambie para mejor. Hágame un favor —dijo.

—Claro. ¿Qué quiere?

—Cuando pueda, cuando sea el momento adecuado, por favor dígale que sigo queriéndola mucho. ¿Lo hará? —imploró.

—Sí —respondí.

—Intentaré llamarla pronto —dijo, y colgó.

Más tarde me encontré a Jimmy camino del sótano. Lo detuve y le conté lo de mi conversación telefónica con Leslie Osborne. Entrecerró los ojos, y sacudió la cabeza.

—Es como ha dicho el director de la escuela —comentó cuando le mencioné lo de los robos—. Estaba intentando llamar la atención para que alguien se diera cuenta de las cosas horribles que le estaban ocurriendo.

—Pero Jimmy, aquí no le está ocurriendo nada. ¿Por qué iba a querer robar?

—Si es que lo hizo —subrayó—. Si es que lo hizo. Sigo pensando que el dinero se ha extraviado. En cualquier caso, aun cuando lo hubiese hecho, ahora es sólo una mala costumbre —añadió—. Se le pasará en la medida que se sienta más segura con nosotros. Ya verás.

»Además —dijo, enfadándose—. Yo no me creería nada de lo que dice esa mujer. Esos dos… ¿Cómo podía ignorar lo que estaba haciendo su marido? La próxima vez que te llame no hables con ella. O estaba ciega o era demasiado egoísta para darse cuenta. Concluyó, y se alejó.

Oh, Jimmy, pensé temerosa mientras se alejaba por el pasillo, tú eres el que está ciego ahora. ¿Cómo conseguiré que abras los ojos?