ADAPTARSE
Era como si el sueño hubiera interrumpido a Fern en medio de una frase. Desde el momento en que despertó, no dejó de hablar. Su humor no cambió en absoluto. Seguía sin lamentarse de nada, ajena a la tristeza. A Jimmy y a mí, por el contrario, nos sorprendió su gran energía. Antes de que nos levantáramos ya se había lavado y vestido. Charlando tan alegremente como un pajarito se pegó a mí y me siguió por la suite mientras me preparaba para bajar a desayunar. Sin descanso iba de un tema a otro: la ropa que llevaban sus amigas, los peinados, sus películas y cantantes preferidos. Cuando comencé a hablarle de nuestro hogar, me describió las casas de sus acaudaladas amigas, casas en las que había dormido siempre que Clayton se lo permitía.
Al escuchar sus historias, Jimmy y yo comprendimos que Clayton y Leslie Osborne realmente la habían llevado a muchos sitios. Había estado en Inglaterra, Francia, España e Italia. Cada invierno disfrutaba de dos vacaciones en el Caribe. Cuando llegamos al aeropuerto para regresar a casa comprobamos que Fern era realmente una viajera, consumada. Se colocó el cinturón de seguridad y se acomodó en el asiento demostrando gran experiencia y sin temor alguno.
Mientras el avión se adentraba en las nubes miré a Fern para ver si lamentaba algo, pero la niña tenía los ojos resplandecientes y estaba pendiente de todo lo que ocurría a su alrededor. Se giró y me dedicó una sonrisa. Jimmy le guiñó un ojo; se sentía inmensamente feliz.
El tiempo era perfecto. Aunque estábamos a mediados de otoño, hacía un calor veraniego. Los turistas continuaban abarrotando las playas y las ciudades costeras, de modo que el aeropuerto de Virginia Beach estaba lleno de gente y el tráfico era abundante.
Julius nos esperaba en la entrada. Puso cara de sorpresa cuando vio a Fern entre los dos, cogida de la mano, y arqueó las cejas cuando Jimmy se la presentó como su hermana. Fern le dio la mano con firmeza y educadamente dijo:
—Encantada.
Seducido por la sonrisa y la actitud de Fern, Julius le abrió la puerta rápidamente, y ella subió a la limusina.
—¿Lo ves? —susurró Jimmy, pensando en la forma que la había tratado Clayton Osborne en nuestra presencia—, no es necesario amenazarla para que se comporte.
Fern estaba entusiasmada con el paisaje que veía camino de Cutler’s Cove, y cuando llegamos a la ciudad aplaudió, divertida.
—¡Me encanta! —exclamó—. Es como un pueblo sacado de un cuento con pequeños barcos de vela y pescadores y tiendas. ¡Estoy impaciente por explorarlo todo!
Jimmy estaba exultante. Sus ojos habían brillado con tanto amor y felicidad durante toda la mañana que mi corazón se llenó de alegría. Cada vez que Fern decía algo simpático o nos sorprendía con sus conocimientos mundanos, Jimmy se enorgullecía. Y yo no salía de mi asombro por la celeridad y facilidad con la que lo había aceptado como hermano. Era como si todos esos años de separación sólo hubiesen sido unos minutos. Lo cogía de la mano todo el tiempo y lo abrazaba y besaba cada vez que tenía oportunidad. Ante semejante demostración de afecto Jimmy se sentía en el séptimo cielo. En circunstancias normales, se habría ruborizado al recibir en público los besos y abrazos de una precoz niña de diez años, pero ahora agradecía tal alarde de emociones y me lo hacía saber dirigiéndome miradas significativas.
Cuando vio por primera vez el hotel, Fern agarró la mano de Jimmy.
—¡Oh!, Jimmy, es tal como lo había soñado —exclamó entusiasmada.
—¿Soñado? —le pregunté.
—Sí. Anoche me dormí pensando en esto, y soñé que estaba sobre una colina y que desde el porche se podía ver el mar —explicó.
Jimmy me miró como si las fantasías de una niña tuvieran algún significado espiritual, como si aquello viniese a demostrar que toda la vida había estado con nosotros aun sin saberlo.
—¡Oh!, cómo me habría gustado que vinieses por mí muchos años antes —dijo Fern en tono melancólico.
Casi nos echamos a llorar.
—Te lo compensaremos, Fern —dijo Jimmy—. Te lo prometo —añadió con firmeza.
—Ya sé que lo harás, Jimmy —contestó ella, y volvió a abrazarlo.
Yo no podía evitar sentir una punzada de dolor cada vez que Jimmy le prometía algo. Prometer cosas a una niña pequeña era poner estrellas en su cielo de sueños. Si no se cumplían, dejaban un mundo oscuro y solitario y llevaban a desconfiar de todo lo que los adultos decían. Tenía miedo de que Jimmy le prometiera demasiadas cosas, ya que cada vez que lo hacía, los ojos de Fern se volvían más y más cariñosos.
No nos detuvimos frente al hotel, sino que le pedimos a Julius que nos llevara directamente a nuestra casa. Christie ya habría regresado de la escuela. Cuando llegamos salió corriendo al porche con la señora Boston detrás de ella y bajó de un salto las escaleras, las dos coletas doradas rebotando sobre los hombros. Fue directamente a los brazos abiertos de Jimmy. Yo miré a Fern y vi que entrecerraba los ojos y que con los labios formaba una sonrisa leve y dura. Jimmy alzó a Christie y se volvió hacia Fern.
—Christie, quiero que conozcas a mi hermana Fern. Ha venido a vivir con nosotros —añadió.
La señora Boston abrió los ojos como platos e inclinó a un lado la cabeza.
—Hola, Christie —dijo Fern.
Christie la miró con desconfianza, sin duda insegura de sus propias emociones. Le gustaba la idea de que hubiera otra niña en la casa, pero también se sentía amenazada por la posibilidad de tener que compartir el cariño de Jimmy con alguien.
—¿Puedo darte un beso? —preguntó Fern.
Christie se volvió hacia mí para comprobar cuál era mi reacción. Yo asentí con la cabeza. Fern se inclinó hacia delante y besó a Christie en la mejilla. Christie jugueteó con una de sus coletas y continuó mirando, sorprendida.
—Ésta es la señora Boston, Fern —dije—. Nuestra ama de llaves y nuestra querida amiga —subrayé.
—Hola —dijo Fern rápidamente.
—Bienvenida, cariño —dijo a su vez la señora Boston. Ella y Julius intercambiaron miradas de sorpresa cuando éste subió las maletas.
—Fern dormirá en la habitación contigua a la de Christie —dije.
La señora Boston asintió.
—Me aseguraré que la cama esté hecha y la habitación aireada —dijo, y se dispuso a poner manos a la obra.
—¿Por qué no le enseñas la casa a Fern, Christie? —sugerí cuando Jimmy la dejó en el suelo. Christie miró a Fern a ver si quería, y ella asintió más animada.
—¿No te parece maravilloso? ¿No te parece estupendo? —preguntó Jimmy. Lo cogí de la mano, y entramos en la casa detrás de las niñas.
Christie estaba verdaderamente fascinada con su joven tía. Se mostraba impaciente por enseñarle todos sus juguetes y bonitos vestidos. Después de que Fern lo hubiera visto todo, incluidos el mirador, el columpio y el tobogán del jardín, y de que se acomodara en su habitación, fuimos al hotel. Jimmy deseaba que todos la conocieran, Philip y Betty Ann fueron los primeros a quienes les presentó y a continuación Christie la cogió de la mano para llevársela a ver a los gemelos. Yo me dirigí a mi despacho para informarme de lo que había ocurrido en nuestra ausencia. Por los recados advertí que mamá había estado llamando durante todo el día.
—¿Por qué no me dijiste que ibas a Nueva York de compras? —quiso saber cuando la llamé—. Podría haberte acompañado. O ¿no querías que fuera contigo? —gimió.
Cuando le expliqué cuál había sido el verdadero motivo y lo que había ocurrido, se quedó atónita. Sin embargo, me sorprendió lo bien predispuesta que se mostró con Fern, pues supuse que se pondría a hablar de lo difícil que me resultaría tener otra criatura en casa.
—Pobre niña —dijo suavemente. A continuación añadió—: Entiendo lo que significan los abusos sexuales. ¿Es introvertida? —preguntó.
—No, mamá, es una niña muy extravertida, casi eufórica, diría.
—¿De verdad? Recuerdo bien cómo me sentí después de que tu… mi suegro… abusara de mí —dijo.
—Quizá se deba a que todavía es una niña —sugerí—. Como dice Jimmy, los niños son más resistentes. Cuando pienso en todo lo que hemos aguantado él y yo, me doy cuenta que tiene razón —añadí.
Mamá no quería saber nada de todo aquello.
—Sí —contestó—. Bueno, ahora tendré que dar una cena para celebrar todo esto. Te llamaré en cuanto lo tenga todo planeado.
—Mamá —la avisé—, que sea una cena sencilla. Nada de multitudes.
—¡Oh!, Dawn, yo nunca invito multitudes —protestó.
—Ya sabes lo que quiero decir. No queremos que Fern se sienta aturdida.
—Creo que soy capaz de dar una buena cena familiar —alardeó.
—De acuerdo, mamá. Gracias —dije, y no hice más comentarios.
Durante los días que siguieron estuve bastante ocupada con Fern. Fuimos de compras; le compré ropa nueva y todo lo necesario para que empezara la escuela. Su partida de la casa de los Osborne había sido tan precipitada que casi no había llevado nada con ella. Jimmy me aseguró que Clayton Osborne no mandaría absolutamente nada.
—No está dispuesto a soltar un centavo más —dijo Jimmy.
Sin embargo, vi por las prendas que Fern elegía y los zapatos que le gustaban que estaba acostumbrada a comprar los objetos más caros. Conocía todas las marcas e incluso los nombres de los diseñadores. Era evidente que Clayton Osborne no había sido ningún tacaño cuando se trataba de las cosas que Fern quería y necesitaba, pensé. Al preguntárselo contestó rápidamente:
—Me compraba lo que quería para que no le contase a nadie lo que me estaba haciendo.
—Entonces, ¿por qué no te compró aquella casa de muñecas que querías para Navidad? —pregunté cuando salimos de los grandes almacenes de Virginia Beach.
Tardó unos instantes en contestar.
—Finalmente me la compró —dijo al cabo—, después de entrar otra vez en el cuarto de baño. ¿Tengo que hablar de eso? —preguntó, malhumorada.
—Claro que no, cariño —dije—. Sólo era curiosidad.
Pareció satisfecha.
Al día siguiente la matriculé en la escuela de Cutler’s Cove. Su director, el señor Youngman, dijo que tendría que ponerse en contacto con el colegio Marión Lewis para pedir los informes.
—Tenemos que saber cuáles son sus puntos fuertes y débiles para situarla correctamente. ¿Tocas algún instrumento, Fern? —le preguntó.
—No —respondió ella enseguida. Me miró y a continuación añadió—: Quería tocar la flauta, pero mi padrastro pensaba que era una pérdida de tiempo.
—Entiendo. Bien, quizá puedas empezar con la flauta aquí, si quieres. Tu sobrina Christie es ya una buena pianista —añadió, sonriendo.
Pensé que a Fern le agradaría aprender a tocar un instrumento, pero la idea no pareció entusiasmarle. De hecho, cuando nos marchamos la vi taciturna por primera vez desde su llegada. Me imaginé que se sentiría nerviosa al tener que ir a una nueva escuela; yo, que había estado en un colegio tras otro, podía entenderla muy bien. Cada cambio implicaba una crisis emocional, ya que los alumnos nuevos siempre son mirados con curiosidad por sus compañeros. Cada vez que yo llegaba a una escuela ya iniciado el curso, me miraban con lupa. Sabía que las otras chicas examinaban mi ropa y decían cosas acerca de mi cabello. Sabía que los chicos miraban mi figura y mi cara, y que los profesores se preguntaban qué tipo de estudiante sería.
De acuerdo a lo que la propia Fern nos había dicho, la habían cambiado de colegio numerosas veces y había tenido experiencias similares a las mías.
—Esta es una buena escuela, Fern —intenté tranquilizarla—. Te gustará. Todos son simpáticos y se preocupan de que las cosas vayan bien. Los profesores conocen bien a los alumnos, y como es una comunidad pequeña, también conocen a sus familias. —Advertí que mis palabras no surtían el efecto esperado—. Irás al colegio todos los días en la limusina con Christie —dije, con la esperanza de que eso la alegrara un poco, pero reaccionó de forma completamente opuesta.
—Los otros alumnos me odiarán por ser una niña rica —se quejó. Tenía una forma rara de bajar las comisuras de la boca y apretar los dientes cuando algo no le agradaba.
—¿Es eso lo que te ha ocurrido hasta ahora?
—A veces —contestó—. A los profesores tampoco les gusta que tu familia sea adinerada, porque eso significa que tienes muchas más cosas que ellos.
—¡Oh!, no, Fern. Eso aquí no ocurrirá. Christie adora a sus profesores, y ellos a ella. Estoy segura de que te acostumbraras y todo irá bien —dije, pero no parecía convencida.
Al cabo de un rato se animó y preguntó:
—¿Cuándo puedo empezar a trabajar en el hotel?
No pude impedir echarme a reír. Me habría gustado ser siempre como los niños y considerar el trabajo una diversión.
—Enseguida, si quieres. ¿Qué te gustaría hacer?
—Quiero trabajar en la recepción —contestó, animada.
—De acuerdo. Te presentaré a la señora Bradly. Ella es la encargada de la recepción —le expliqué.
—Pensé que tú te encargabas de todo —dijo, bajando las comisuras de la boca.
—Lo hago, pero cada departamento del hotel tiene su propio director —dije.
—Pero tú puedes decirle lo que tiene que hacer, ¿verdad? —insistió.
—Sí, Fern, pero la señora Bradly lleva mucho más tiempo aquí que yo, y sabe perfectamente lo que hay que hacer. No tengo que decirle nada —respondí con una sonrisa.
La señora Bradly era una mujer muy agradable y elegante de unos sesenta años que siempre llevaba el cabello canoso recogido con unas bonitas horquillas. Tenía unos cariñosos ojos verdes que sonreían perpetuamente. Llevaba el departamento con eficacia y era tan parte del hotel como cualquiera. A los huéspedes les gustaba que la señora Bradly les diese la bienvenida.
Era viuda y vivía sola en la ciudad en una pequeña casa estilo Cape Cod. Sus dos hijas estaban casadas y vivían lejos, una en Washington D.C., y la otra en Richmond. No conocía a nadie a quien le costara entenderse con la señora Bradly, y eso incluía a niños de todas las edades. De modo que cuando le presenté a Fern y le dije que quería ayudar en la recepción, sonrió complacida y la acogió con los brazos abiertos.
—Hace tiempo que busco una ayudante —dijo. Fern sonrió, pero a mí me pareció más una mueca que una sonrisa. Semejaba una niña que sabía que Papá Noel no existía y a la que no le gustaba que le contasen cuentos.
—De acuerdo, entonces —dije—. Te dejaré aquí con la señora Bradly y ella te lo explicará todo, ¿de acuerdo?
Fern asintió. Sin entrar en detalles, llevé aparte a la señora Bradly y le dije que Fern había estado pasando una época muy difícil y necesitaba mucho amor y cuidado.
—Déjelo de mi parte, Dawn —dijo—. No tengo muchas oportunidades de ejercer de abuela.
—Gracias, señora Bradly —contesté, y volví a mi trabajo.
Fern volvió a sorprenderme. Era muy extravertida y se aseguraba que todos supieran que era la hermana de Jimmy. Estaba a su lado siempre que podía y se pasaba horas con él incluso cuando supervisaba algún trabajo en el exterior. Le encantaba cenar en el comedor del hotel y se sentaba con orgullo —casi con arrogancia, pensé— junto a mi esposo. No pasó mucho tiempo antes de que conociera a todos los camareros y botones. De hecho, se acostumbró rápidamente a la rutina del hotel y se adaptó a su nueva vivienda con tanta facilidad que era como si hiciera años que estaba con nosotros. Una noche, después de cenar, se lo mencioné a Jimmy. Asintió.
—Me he dado cuenta —dijo, y se encogió de hombros—. Supongo que se debe a que ha pasado mucho tiempo sola. ¿Sabes? Leslie Osborne nunca hizo por ella lo que se puede esperar de una madre, y… vivir con aquel pervertido. Supongo que más de una vez buscó la oportunidad de alejarse de él.
—Supongo que sí —dije. A continuación me eché a reír.
—¿Por qué ríes?
—Me estaba acordando de cuando Fern era un bebé. ¿Recuerdas lo exigente que podía llegar a ser y lo histérica que se ponía hasta que uno la cogía en brazos y le cantaba, o cómo se echaba a llorar si cuando papá entraba en la habitación no se dirigía directamente a ella? Nunca fue tímida —concluí—. No hay razón para que ahora lo sea.
Jimmy sonrió.
—Papá está planeando hacernos una visita con Edwina y Gavin —dijo—. Cuando le conté que Fern estaba aquí se quedó sin voz. Llamará dentro de unos días y me dirá exactamente cuándo vendrán. ¿No te parece maravilloso? —añadió—. Todos juntos otra vez.
—Todos a excepción de mamá —dije tristemente. No quería tirarle un cubo de agua fría, pero no podía evitar pensar en ella y desear que pudiese estar entre nosotros.
Los ojos de Jimmy se llenaron de lágrimas, pero las reprimió. La tristeza, como la leche agria, siempre repite.
Por las noches, cuando todos regresábamos del hotel, Christie inmediatamente le suplicaba a Fern que fuese con ella a su habitación a jugar, pero yo me negué, pues quería que Fern empezara con buen pie la escuela.
—Fern tiene que hacer los deberes —dije—. Una vez que termine podrá jugar contigo.
Christie hizo una mueca y se marchó. Normalmente Fern se iba con ella y se sentaba a colorear cuadernos o a jugar con las muñecas y juguetes de Christie. Una noche, cuando pasaba por delante de la habitación de Christie, oí que Fern le decía con tono firme que debía llamarla «tía». Me detuve un momento para escuchar.
—Yo soy la verdadera hermana de Jimmy, lo cual me convierte en tu tía, de modo que de ahora en adelante debes llamarme tía, o si no fingiré no oírte. ¿Lo comprendes?
—Sí —contestó Christie, obedientemente.
—En realidad soy mucho mayor que tú, pero no me importa jugar contigo y enseñarte cosas —continuó Fern haciéndose la adulta. El tono de su voz me sorprendió. De hecho, pensé que estaba haciendo una buena imitación de Clayton Osborne.
—Ahora —continuó— puedes hacerme la pregunta que quieras, sobre cualquier tema. Incluso —dijo, bajando un poco el tono de voz— preguntas acerca de los chicos. Sabes por qué los chicos son diferentes, ¿verdad? No, no lo sabes —añadió Fern rápidamente—. Asientes, pero por la expresión de tu cara veo que no lo sabes. Bueno, yo te lo diré.
Entré en la habitación y me aclaré la garganta para llamar la atención, pero cuando Fern levantó la mirada vi en sus ojos un extraño resplandor. Brillaban de frustración e ira. Parecía un adulto que se siente furioso porque lo han interrumpido. Al cabo de unos momentos la ira desapareció de sus ojos y una sonrisa le suavizó el rostro.
—Hola, Dawn —dijo.
—Fern, querida, ¿puedo hablar un momento contigo? —dije. Salí con ella al pasillo. Levantó la cabeza y me dirigió una mirada de inocencia y confusión—. No pude evitar oír algunas cosas que le decías a Christie —comenté. A continuación moví la cabeza de un lado a otro—. Ella es demasiado pequeña para que le cuentes esas cosas. Todavía no ha cumplido seis años.
—Yo ya lo sabía cuando tenía su edad —replicó Fern—. Clayton se aseguró que lo supiera.
—Bien, pues aquí las cosas son distintas. No hay ningún Clayton. Christie ya tendrá tiempo de aprender lo que es el sexo. Primero tenemos que dejar que sea una niña pequeña, ¿no te parece? Sé que quieres ser una tía simpática, pero…
—Clayton también solía hacerme esto —se apresuró a decir, con los ojos fijos en mí.
—¿Hacer qué, cariño?
—Espiarme cuando venían mis amigos —dijo en tono acusador.
—No te estaba espiando, Fern. Pasaba por delante de la habitación y…
—Es lo mismo —dijo—. Si dos personas están manteniendo una conversación privada en una habitación, otra persona no debe detenerse ante la puerta y escuchar —me sermoneó.
Enrojecí.
—Lamento que sintieras que te espiaba, Fern, pero Christie es mi hija, y me preocupa todo lo que pueda hacer, ver y oír. Por favor no vuelvas a mencionar ese tema delante de ella, ¿de acuerdo? Cuando llegue el momento podrás ayudarla. Eres una niña muy madura, y…
—De acuerdo —dijo—. Mantendremos una conversación de bebés. De todas formas estoy cansada —añadió—. Me voy a la cama a leer y a dormir. ¿Puedo marcharme?
—Sí, cariño. Buenas noches.
—Buenas noches —contestó, y se marchó.
—¿Dónde está tía Fern? —preguntó Christie cuando volví a entrar en la habitación.
—Estaba cansada y se ha ido a la cama, cariño. Deberías imitarla; ya es tarde.
—Pero si estábamos jugando… a la escuela. Ella era la profesora y yo la alumna —protestó.
—Mañana seguiréis jugando.
Christie me miró furiosa y de mala gana fuel cuarto de baño a cepillarse los dientes. Cuando bajé encontré a Jimmy sentado en un cómodo sillón leyendo una de sus revistas de coches; le conté todo lo ocurrido.
—No le gustó nada que la reprendiera —añadí.
Jimmy sacudió la cabeza y dejó a un lado la revista.
—Pobre niña —dijo—. Todos esos años de abusos deben de haberle hecho mucho daño.
—Tal vez debería verla alguien, un psicólogo, quizá —sugerí.
—Creo que no —contestó—. Creo que lo que le hace falta es vivir una vida normal entre gente que la quiere y se preocupa por ella. Dentro de un tiempo habrá olvidado todas esas cosas, estoy seguro.
—No lo sé, Jimmy. Según lo que nos cuenta, han sido muchos años de sufrimientos. Eso no se olvida de la noche al día ni incluso después de muchos meses. Y me temo que Christie…
—¿Qué? —dijo, y cerró la revista de golpe—. No me digas que piensas que mi hermana va a corromper a Christie. —Los ojos de Jimmy eran del mismo color carbón que los de Fern.
—No he dicho eso, Jimmy. Claro que no, pero Fern no ha convivido nunca con una niña tan pequeña, y menos con una tan inteligente y perspicaz. Si pudieras hablar con ella… —sugerí suavemente.
Jimmy se recostó en el sillón, el rostro más relajado.
—Claro —dijo—. Hablaré con ella, pero tenemos que ser comprensivos. Ha sufrido mucho. No quiero que piense que ha salido de una situación horrorosa para caer en otra.
—No me parece que vivir aquí con nosotros signifique ningún tipo de sufrimiento, Jimmy —dije.
—No, no, por supuesto que no. De acuerdo —dijo, respirando profundamente—. Yo me ocuparé. Tal vez he sido algo brusco, y lo siento. Simplemente no puedo evitar ponerme furioso cuando pienso en lo que le ha ocurrido.
—Lo entiendo, Jimmy —dije. Me acerqué a él para darle un beso en la mejilla. Sonrió y volvió a su revista, pero yo no pude evitar pensar que la pequeña fisura en nuestro matrimonio se había agrandado.
Y por razones que yo no llegaba a entender.
Si a Fern le había sentado mal que la noche anterior le sermoneara, a la mañana siguiente no dio muestras de ello. De hecho, mientras la limusina esperaba por las niñas para llevarlas a la escuela, por vez primera Fern esperó mientras Christie me daba un beso de despedida. A continuación se acercó.
—Adiós, Dawn. Nos veremos en el hotel después de la escuela —dijo, y me abrazó y me besó en la mejilla de la misma forma que lo hacía con Jimmy. Antes de que yo pudiera responder, cogió a Christie de la mano y se marcharon. Me llevé la mano a la mejilla y al girarme advertí que Jimmy me miraba con una amplia sonrisa en el rostro.
—Es como una flor que ha estado prisionera en un sótano húmedo y oscuro y que por fin ve la luz del sol —dijo—. Ahora está floreciendo. Es una niña estupenda.
—Supongo que sí —contesté, todavía sorprendida.
Aquella tarde, sin embargo, parte de mi optimismo desapareció cuando recibí la llamada del director de la escuela, el señor Youngman.
—Sé que está muy ocupada, señora Longchamp —dijo—, de modo que pensé que sería mejor llamarla que pedirle que nos visitara. ¿Tiene un momento?
—Sí, señor Youngman. ¿Qué ocurre? —pregunté, y comencé a sentirme agitada.
—El colegio Marión Lewis nos ha enviado el informe escolar de Fern, mejor dicho, de Kelly Ann. Me temo que sus notas dejan mucho que desear. ¿Era usted consciente de lo mal que iba en los estudios?
—Sabíamos que se sentía muy a disgusto allí —dije.
—Estaba suspendida en todas las asignaturas —dijo. A continuación, con tono enfático, repitió—: En todas. Pero no sólo eso. Sus profesores se quejan de su comportamiento.
—Creo que todo eso tiene que ver con la triste vida que llevaba en su casa, señor Youngman —expliqué—. Quizá mi marido y yo deberíamos hacerle una visita. Existen ciertas circunstancias especiales.
—Bueno, sí, supongo que podría ser de ayuda —dijo—. Siento que tengan que molestarse.
—No, estoy segura de que Jimmy querrá que vayamos. ¿A qué hora le iría bien? —pregunté, y concerté una cita para el día siguiente.
Cuando se lo conté a Jimmy, estuvo completamente de acuerdo.
—Tendremos que contárselo todo —dijo—. En cualquier caso, será mejor que los profesores lo sepan. Les ayudará a ser más comprensivos y tolerantes.
Cuando nos reunimos con el señor Youngman y le contamos toda la historia, éste movió la cabeza tristemente y dijo que se alegraba de que hubiéramos confiado en él.
—Eso lo explica todo —asintió—. Estoy seguro de que su comportamiento rebelde en la escuela era una forma de pedir ayuda. Evidentemente, la decisión de abandonar el nombre de Kelly Ann y usar el verdadero es prueba de las ganas que tiene de olvidar. Pobre niña. Estén tranquilos señor y señora Longchamp, resolveré este asunto discretamente. Haremos todo lo posible para que las cosas cambien.
—Por favor no dude en llamarnos si surge algún problema —le dije.
—¿Lo ves? —comentó Jimmy al salir—. He aquí un hombre inteligente y comprensivo. Así es como debemos comportamos nosotros.
Asentí, pero seguía pensando que quizá los problemas fueran mayores de lo que Jimmy se imaginaba. Y entonces, como si fuera una gitana capaz de adivinar el futuro, ocurrió algo que avivó las llamas de mi ansiedad y preocupación.
Dos días después la señora Bradly vino a verme. Estaba muy nerviosa y le corrían lágrimas por las mejillas. Me levanté inmediatamente de la silla y me acerqué a ella.
—¿Qué ocurre, señora Bradly? ¿Le ha pasado algo a su familia? —me apresuré a preguntar. Negó con la cabeza. La ayudé a sentarse en el sofá de piel y le serví un vaso de agua.
—Gracias —dijo, y procedió a beber un sorbo. A continuación se recostó, respiró hondo y me contó la causa de su agitación—. Nos faltan casi trescientos dólares de la caja —dijo—. Es la primera vez que ocurre una cosa así desde que trabajo en el hotel, y sabe, Dawn, de eso hace ya muchos años.
—¡Oh!, señora Bradly, ¿está segura de que faltan?
—Florence Eltz y yo hemos repasado las cuentas una y otra vez. Todos nuestros recibos cuadran, y no hay duda alguna de que el dinero ha desaparecido.
Me senté a su lado. El corazón me empezó a latir con fuerza. La señora Bradly era demasiado educada como para decir lo que me temía. Esperaría a que yo se lo preguntara.
—¿Qué cree que puede haber ocurrido, señora Bradly? ¿Puede qué se desviara a otra cuenta? ¿Un ingreso equivocado, quizá? —pregunté esperanzada.
—Florence y yo hemos comprobado todas las posibilidades a fondo antes de decidir que era necesario venir a verla. Hemos obligado a la pobre señora Avery a que repasara los ingresos de la semana una y otra vez. Es decir, las cuentas del bar además de las habitaciones, pero no se ha quejado. Deseaba que encontráramos el error. Pero no ha habido ningún error. No, Dawn —añadió, moviendo la cabeza—. No albergamos dudas: el dinero ha sido robado. La gente de mi departamento hace años que trabaja conmigo y pondría la mano en el fuego por cualquiera de ellos… por todos excepto uno —añadió. Sus palabras finales cayeron como bolsas de plomo.
Atontada, bajé la cabeza.
—¿Le ha preguntado algo? —quise saber.
—Estaba allí cuando empezamos a buscar frenéticamente el dinero. Sabía que habíamos descubierto la desaparición, pero no abrió la boca.
—¿Y ella tenía acceso al dinero? —pregunté, levantando la cabeza, que también parecía de plomo. La señora Bradly se mordió el labio inferior y asintió. Los ojos se le volvieron a llenar de lágrimas.
—Me temo que no hay otra explicación —dijo—. En cuanto se percató de lo que ocurría, dijo que tenía que irse. Se excusó diciendo que debía ir a casa a hacer los deberes. Le pregunté si sabía algo de todo esto y me contestó con un breve no y se marchó corriendo. Siento tener que decirle todo esto —añadió.
—Vamos, vamos, señora Bradly, ha hecho lo correcto —dije, dándole unos golpecitos en la mano—. Mi marido no sabe nada de lo ocurrido, ¿verdad? —me apresuré a preguntar.
—¡Oh!, no, no se lo he contado a nadie, y le he pedido a mi gente que no abra la boca. Nadie dirá ni una palabra. Se lo puedo asegurar.
—Muy bien. Deje que lo investigue —dije. La mujer parecía a punto de echarse a llorar de nuevo, de modo que la abracé y la ayudé a ponerse de pie—. Vuelva al trabajo y no se preocupe, señora Bradly. Su imagen permanece intacta.
—Gracias, Dawn. Lo siento —repitió y se marchó.
Se me puso la carne de gallina y me abracé. Recordé aquella primera noche en Nueva York en que al mirar el bolso de Fern vi que llevaba un montón de dinero. ¿Estaba mintiendo en lo que se refería a sus ingresos? ¿Había estado robándole dinero a los Osborne?
Pensé que lo mejor sería llegar al fondo de la cuestión sin decirle nada a Jimmy, de modo que salí del despacho y me dirigí apresuradamente a la casa. La señora Boston me saludó en la entrada y me informó de que Fern estaba en su habitación. Subí las escaleras y me dirigí al cuarto. La puerta estaba entreabierta, de modo que entré y la vi estirada boca abajo sobre la cama, leyendo una revista de historias románticas.
—Pensé que habías vuelto a casa para hacer los deberes, Fern —dije.
Se volvió y me miró con ojos llenos de furia.
—No es bonito entrar a hurtadillas en el cuarto de alguien —respondió.
—No he entrado a hurtadillas. He venido a ver qué estabas haciendo. Le dijiste a la señora Bradly que regresabas a casa a hacer los deberes. ¿Por qué no los estás haciendo?
Se incorporó y cerró la revista.
—Le dije eso porque estaba aburrida de estar allí. Es aburrido, mucho más aburrido de lo que me había imaginado. Quiero hacer un trabajo distinto en el hotel. Quizá pueda ayudar a los camareros o a los botones —sugirió.
Seguí con mis ojos fijos en ella sin decir una palabra, entonces apartó la vista en un gesto que interpreté como de culpabilidad. Me adentré un poco más en la habitación.
—El que quieras dejar la recepción no tendrá nada que ver con el dinero que falta, ¿verdad? —pregunté.
—No sé dónde está. ¿Qué te ha dicho la señora Bradly? —quiso saber, y la ira volvió a sus ojos.
—Nada, pero tenía la esperanza de que tú pudieras ayudarnos a encontrarlo.
—Pues no puedo. No sé nada de todo esto. Lo habrán perdido. Quizá lo cogiera una de aquellas mujeres. Parecen pobres y seguramente no habrán podido resistir la tentación —dijo.
—Hace años que aquellas mujeres, como tú las llamas, trabajan aquí y para tu información son gente muy honrada.
—Pues yo también —chilló—. Yo no robo.
—Nadie te está acusando de robar, Fern. Lo único que quiero saber es sí tienes idea de dónde puede estar el dinero. Quizás haya acabado en el cajón o en el sobre equivocado —dije.
—Yo no lo he visto —insistió.
Permanecí de pie, observándola. Ella tenía la mirada sobre la cama.
—Si no te gusta trabajar en recepción ¿por qué no me lo dijiste? —pregunté.
—Iba a hacerlo… esta noche —se apresuró a decir.
—Bueno, eso sería mucho mejor que decir mentiras. Ya no tienes que decir mentiras, Fern. No hay razón alguna para ello, y si alguna vez necesitas algo…
—No he robado el dinero —repitió, y comenzó a golpearse las rodillas con tal fuerza que me estremecí pensando en el dolor.
—De acuerdo. No hablemos del dinero. ¿No tienes deberes? —pregunté.
—Tengo mucho tiempo —gimió.
—¿Cuánto tiempo hace que lees ese tipo de cosas? —pregunté, mirando la revista que había sobre la cama. Recordé que las había puesto en la maleta al marcharse de Nueva York.
—No lo sé —dijo, encogiéndose de hombros—. No son sucias, si te refieres a eso.
—No he dicho que lo fueran. Simplemente no me parece que sean para tu edad —contesté.
—Pues no lo son. Me gustan. No me las vas a quitar, ¿verdad? Eso es lo que hacía Clayton.
—No, no te las voy a quitar, pero…
—Me estás tratando mal como él —exclamó, y hundió la cara en la almohada y se echó a llorar.
Me acerqué a ella.
—Fern —dije—, no he dicho que te vaya a quitar las revistas. —Me senté en la cama y puse la mano sobre su hombro, pero ella se apartó y de un salto se levantó de la cama como si mi mano quemara.
—No he robado el dinero. ¡No lo he hecho! —gritó, y nuevamente empezó a golpearse las piernas con los puños—. La señora Bradly es una vieja bruja por acusarme. Es una vieja bruja, y tú eres terrible al creerle —chilló, y salió corriendo de la habitación.
—¡Fern!
Me puse de pie y fui tras ella, pero ya se había marchado. La señora Boston se acercó al pie de las escaleras y levantó la vista.
—Me temo que no he manejado muy bien la situación, señora Boston —dije.
Sacudió la cabeza.
—A nadie le resultará fácil manejar a esta niña —dijo proféticamente, y a continuación volvió al trabajo.
Regresé al hotel. Poco después Jimmy vino a verme a mi despacho, los ojos llenos de dolor e ira. Se sentó y se me quedó mirando.
—¿Qué ha ocurrido con Fern? —preguntó con voz tensa. Percibí la sensación de malestar entre nosotros.
—Jimmy —dije suavemente al tiempo que me inclinaba hacia él—, creo que Fern ha cogido el dinero de la caja.
Antes de que pudiera responder, le conté todo lo que la señora Bradly me había dicho. Me escuchó atentamente y negó con la cabeza.
—¿Por qué iba a robar, Dawn, y mucho menos a nosotros? Le damos cuanto quiere. No necesita dinero —dijo.
Le conté lo de los quinientos dólares que había visto en su bolso cuando estábamos en Nueva York.
—¿Y qué? —dijo—. Eso viene a demostrar que no pudo haberlo robado. Tiene más dinero del que necesita.
—Pero Jimmy, a veces la gente roba por otras razones —continué.
—Ella no nos robaría a nosotros —insistió con firmeza—. Y me sorprende que fueses capaz de acusarla.
—No la acusé, Jimmy. Le pregunté si sabía algo y se puso histérica —me defendí.
—A eso es a lo que voy —dijo—. Sabes lo sensible y frágil que es a causa de todo lo que ha ocurrido. De todas las personas, tú deberías ser la más comprensiva. Dawn. Vino corriendo a mi, y lloraba tanto que pensé que nunca podría calmarla. Tengo la camisa empapada de sus lágrimas —añadió.
—Lo siento, Jimmy. Sólo intentaba evitar un problema mayor. Pensé…
—Le prometí que hablaría contigo y que después tú te disculparías —dijo.
Lo miré durante un momento. Sus palabras e ira me dejaron paralizada. Se me llenaron los ojos de lágrimas, pero las reprimí.
—No he hecho nada malo, Jimmy —dije en voz baja.
—No es lo que has hecho, Dawn, sino cómo se siente Fern. Pensé que entendías su necesidad de que la entiendan y quieran, y su deseo de tener una familia.
—De acuerdo, Jimmy —dije, tragándome el orgullo—. Me disculparé si piensas que eso es lo más correcto.
—Lo es —insistió—. Y Dawn —dijo, poniéndose de pie—, la próxima vez que haya algún problema con Fern, dímelo primero a mí.
Mi corazón era como una bola de plomo en el pecho. No podía tragar, una lágrima comenzó a deslizarse por mi mejilla, pero Jimmy ya estaba saliendo y no lo advirtió.
—¡Jimmy! —le llamé cuando llegó a la puerta.
Se volvió.
—¿Qué?
—¿Dónde crees que está el dinero? —le pregunte claramente.
—No lo sé, Dawn. La señora Bradly ya es mayor. No me sorprendería que lo encontrara debajo de un montón de papeles —dijo, y se marchó.
De pronto me di cuenta de que el amor también podía ser malo; nos podía engañar como si se tratase de brujería y transformar el día en noche, el negro en blanco y la culpabilidad en inocencia.