REENCONTRAR A FERN
Jimmy estaba sentado en el sofá de mi despacho contándome animadamente los detalles proporcionados por el hombre que él y Papá Longchamp habían contratado. Justo después de la llamada de Jimmy había emprendido el viaje de regreso, en cuanto llegó fue directamente a mi despacho. Ni siquiera se detuvo a saludar a Christie, y muy poca gente en el hotel sabía que estaba de vuelta.
—La pareja se llama Clayton y Leslie Osborne. El trabaja en Wall Street como agente de Bolsa. Su mujer ha empezado a tener cierto éxito como artista; ha conseguido ubicar algunos de sus cuadros en galerías de la ciudad. Posee un estudio en Greenwich Village.
—¿Qué edad tiene?
—Treinta y tantos.
—¿Tienen algún otro hijo, adoptado o no? —pregunté.
—No. Hace nueve años que viven en Manhattan, en la Primera Avenida. Antes vivían en Richmond. Fern asiste a un caro colegio privado —concluyó Jimmy, obviamente orgulloso de haber conseguido lo que el señor Updike y su cotizado detective no habían podido hacer.
Sin embargo, al escuchar todos esos detalles acerca de personas que no teman ni idea que las estábamos investigando, hizo que me sintiese como una fisgona. ¿Me gustaría a mí que alguien me observara, me siguiera, tomase notas? Después de tantos años seguramente no sospechaban de nadie, ni debían de sentir temor alguno.
—Por lo que dices es una pareja bien situada —comenté—. Especialmente si son propietarios de una casa en esa zona de la ciudad.
—¿Y eso qué tiene que ver? —saltó Jimmy. Advertí que estaba de un humor explosivo.
—Nada —contesté rápidamente—. Sólo que me alegro de que haya podido tener cosas bonitas y vivir cómodamente.
—Sí, supongo que debemos alegrarnos por eso —admitió.
—Bueno, ¿qué hacemos ahora, Jimmy? —pregunté.
—Voy a coger el teléfono que tienes sobre el escritorio, marcar el número de esas personas y decirles directamente quiénes somos y lo que queremos —respondió con firmeza.
—¿Qué queremos, Jimmy? —pregunté porque no estaba segura de lo que íbamos a hacer al llegar a Nueva York.
Pareció sorprendido.
—Bueno, queremos… conocer a Fern, claro, y ver cómo está, cómo ha crecido, cómo es. Se trata de mi hermana —declaró como alguien que exige sus derechos.
Pero yo no podía evitar sentirme nerviosa. Jimmy no parecía dispuesto a desistir, y cualquier objeción haría que explotase igual que un cohete. En ese caso las consecuencias serían imprevisibles. Estaba segura de que eso mismo le diría a Clayton Osborne. Sin embargo, yo intuía que habría problemas. Su llamada sin aviso previo sería como una bomba.
Se puso de pie.
—Es hora de que llame a esa gente —anunció.
Me levanté del sillón para que pudiera ubicarse detrás del escritorio. Se acercó al teléfono y empezó a marcar el número que le había dado. Comencé a caminar arriba y abajo por el despacho como un tigre enjaulado; intentando con todas mis fuerzas reprimir mis emociones.
—¿Hablo con el señor Clayton Osborne? —comenzó a decir Jimmy. Yo contuve la respiración y escuché—. Me llamo James Gary Longchamp —dijo, pronunciando cada palabra lentamente, con determinación, como si se tratase de un juramento. Por el modo en que me miró advertí que se había producido un silencio absoluto al otro lado de la línea—. ¿Señor Osborne? ¿Sabe quién soy? —insistió Jimmy—. Fern es mi hermana.
Pensé que Clayton Osborne debía de sentirse como Papá Longchamp el día en que apareció la Policía en nuestra puerta para arrestarlo. Hablaba en serio cuando le dije a Jimmy que Papá y Mamá Longchamp nunca habían hecho nada que me hiciese sospechar que yo no era hija suya, y eso porque con el transcurso del tiempo seguramente habían llegado a convencerse de que, en efecto, lo era. Cuando uno convive mucho tiempo con sus propias ilusiones, acaba por creer en ellas. Me imaginé que Clayton y Leslie Osborne debían de haber enterrado la verdad en su mente convirtiendo a Fern en su verdadera hija. Y ahora aparecía Jimmy, sacaba a relucir el pasado y echaba un cubo de agua fría sobre sus cálidas fantasías, todo a la vez.
Los silencios se sucedieron a medida que Jimmy exigía saber más cosas. La conversación continuó durante un rato, y antes de colgar Jimmy concertó una cita para el día siguiente entre las cinco y las seis de la tarde, en su casa. Cuando por fin colgó Jimmy parecía totalmente agotado. Permaneció en silencio durante un largo rato. A continuación se pasó los dedos por el cabello.
—Todo arreglado —dijo—. Podemos verla, pero sólo si no nos identificamos. Insistió en ese punto, y no tuve más remedio que acceder. Nos haremos pasar por amigos suyos y él promete que Fern estará presente. Claro que ya no se llama Fern. En cuanto la adoptaron le cambiaron el nombre.
—¿Como se llama ahora? —pregunté
—Kelly, Kelly Ann Osborne —espetó con desdén Jimmy. A mí me sonaba bien, pero tenía miedo de decirlo.
—¿Qué más te ha contado de ella?
—Dice que es muy precoz para tener sólo diez años. Esa es la palabra que usó: «precoz». Por la manera en que se refirió a ella, supongo que eso significa que es muy adelantada para su edad.
—Sí, como Christie.
—Hummm. —Se quedó pensativo.
—¿Qué ocurre? —pregunté al advertir una expresión de inquietud en su rostro. Su mirada era tan profunda e intensa que el habitual resplandor de sus ojos negros desapareció por completo.
—No lo sé. No parecía estar orgulloso de ella. A decir verdad —añadió, levantando la vista— parece un tipo bastante esnob con esa voz nasal que tiene. —Se encogió de hombros—. Quizás estuviese resfriado.
—O conmocionado —acoté.
—Sí. No hacía más que preguntarme cómo habíamos conseguido su número, cómo sabíamos su nombre. Lo ignoré; era yo quien debía preguntar. —Sus ojos se iluminaron—. Imagínate, Dawn. Después de casi nueve años vamos a volver a ver a Fern.
La expresión de alegría en su rostro hizo que el corazón volviese a latirme con fuerza. ¿Cómo sería? ¿Nos reconocería de inmediato, especialmente a Jimmy? A estas alturas sus rasgos ya estarían definidos, pensé, pero ¿no existiría alguna intuición, algún sentimiento mágico que haría que nos reconociese? Recordé la primera vez que vi a Philip y experimenté por él un sentimiento que erróneamente consideré amor. Había algo en sus ojos que me decía que estábamos unidos, que teníamos la misma sangre, la misma herencia. Simplemente no lo sabía, no lo comprendía. Quizás, al igual que yo, Fern era demasiado joven para comprender estos sentimientos y los confundiría con otra cosa. Se sentiría azorada, y nosotros entraríamos y saldríamos de su vida como barcos deslizándose silenciosamente al atardecer, vagamente conscientes el uno del otro en la semipenumbra, pero sordos a las voces interiores que nos decían quiénes éramos en realidad.
—Sí, Jimmy —dije—. No puedo esperar, pero no te mentiré. Estoy un poco asustada.
Se detuvo y me miró de aquella manera tan especial que hacía que mi amor por él estuviera siempre vivo.
—Yo también, Dawn —confesó—. Yo también.
De inmediato hicimos los preparativos para el viaje. Christie estaba desconcertada, incluso enfadada por el hecho de que Jimmy llegara y se marchase de nuevo en menos de un día. Cuando se enteró de que yo iría con él, exigió acompañarnos, y cuando supo a continuación que eso era imposible se echó a llorar. Afortunadamente, Jimmy no se había olvidado de llevarle un regalo: un rancho de Texas en miniatura con pequeñas vacas y caballos y figuras de vaqueros, mujeres y niños. Las mujeres estaban dedicadas a las tareas domésticas; una de ellas batía la mantequilla. Había incluso un pequeño porche con muebles en miniatura y una abuela sentada en una mecedora haciendo ganchillo. Se trataba de un modelo para armar, de modo que Jimmy no salió del cuarto de Christie hasta que el pequeño rancho estuvo totalmente acabado. Pensé que le ayudaría a olvidar el viaje a Nueva York.
—Bueno, eso la mantendrá ocupada hasta que volvamos —dijo, mientras se tendía a mi lado y se acurrucaba—. Te eché mucho de menos, allá en Texas —dijo.
—Yo también te eché de menos y lamenté no haberte acompañado —admití.
—Papá está cambiado. Es un hombre completamente distinto —dijo Jimmy.
—¿En qué sentido?
—No lo sé. Está mucho más… asentado. Edwina dice que ya no sale por ahí a beber, y que adora a su nuevo hijo. Me habría gustado —añadió con tristeza— que hubiera sido ese tipo de padre conmigo.
Casi se me rompió el corazón cuando le oí pronunciar aquellas palabras. Las lágrimas me escocían en los ojos. Lo único que pude hacer fue besarlo tiernamente en la frente.
Se volvió hacia mí y me sonrió. A continuación me acarició ligeramente la mejilla.
—Te quiero tanto —dijo, y me abrazó—. No volvamos a enfadamos nunca más —susurró.
—Nunca —prometí, pero nunca era una palabra difícil de creer. Nunca más volver a estar triste o preocupada o sola parecía un sueño imposible, algo demasiado mágico para el mundo en que vivíamos.
Yacimos en silencio, los dos esperando y agradeciendo el sueño que borraría las tristes memorias del ayer.
A la mañana siguiente me levanté pronto y fui al hotel a encargarme de algunos asuntos que debían quedar solucionados antes de nuestra partida. No comentamos con nadie el verdadero propósito de nuestro viaje. Philip y Betty Ann simplemente pensaban que íbamos de compras. Se sorprendieron, pero no sospecharon nada. Reservamos una habitación en el «Waldorf», a donde llegamos a primera hora de la tarde. Un cielo encapotado dio paso a una tarde limpia y brillante. Almorzamos, los dos nerviosos y preocupados. Yo hice algunas compras en el mismo hotel, más que nada por mantenerme ocupada. Finalmente Jimmy dijo que era hora de coger un taxi y dirigirnos a la casa de los Osborne.
Su casa estaba situada en una de esas pulcras y ordenadas zonas de Nueva York que parecen inmunes a ruidos y problemas. No había vagabundos; ni suciedad en las cunetas. Las aceras estaban bien barridas, y la gente que se paseaba por ellas no parecía tener prisa como la mayoría de personas que uno podía ver en otras zonas de Manhattan. Por supuesto, yo recordaba aquel barrio, pues estaba cerca de la Escuela Sarah Bernhardt y la residencia de Agnes Morris donde había vivido en mis tiempos de estudiante.
El taxi nos dejó ante la casa, y nos bajamos. Jimmy pagó al conductor y nos volvimos a contemplar la oscura puerta de roble con su vidriera. Estábamos tan nerviosos que tuvimos que apoyarnos el uno en el otro mientras subíamos los escalones. Advertí la tensión en la mirada de Jimmy, la forma en que la piel del rostro se le ponía tirante. Se irguió militarmente y apretó el timbre. Oímos el sonido de las campanas y de inmediato un pequeño perro comenzó a ladrar.
Minutos después Clayton Osborne abrió la puerta y comenzó a rogarle al caniche que estaba a sus pies que se estuviera quieto, pero el perro no dejó de ladrar hasta que Clayton no lo cogió en brazos. El animal gimió y se retorció entre los largos y elegantes dedos de su dueño, pero dejó de ladrar.
Clayton todavía vestía traje y corbata. Era alto y bien parecido, tenía el pelo castaño y los ojos marrones. Era un hombre delgado que se movía con lo que me pareció excesiva confianza, tal vez debido a la tensión del momento.
—Buenas tardes —dijo. Jimmy había tenido razón en lo referente a su voz nasal y arrogante. No estaba resfriado. Hablaba con la cabeza echada hacia atrás y adelantando la mandíbula, como si anticipara una discusión después de cada palabra.
—Buenas tardes —contestó Jimmy—. Soy James Longchamp, y ésta es mi esposa, Dawn.
—Encantado de conocerlos. —Me ofreció la mano después de pasarse el perro al otro brazo. A continuación saludó rápidamente a Jimmy—. Pasen, por favor —dijo, y retrocedió un paso. Después de cerrar la puerta se detuvo—. Me gustaría aclarar ciertos puntos —dijo—. Kelly no sabe nada de su sórdido pasado. En lo que se refiere a ella, ustedes dos son amigos míos, amigos de trabajo. Pasaban por aquí y decidieron hacernos una visita. Pero no cuentan con mucho tiempo. Si Kelly les pregunta algo, esta noche van a ver un espectáculo en Broadway y tienen que pasar por su casa para vestirse.
Sentí que Jimmy se ponía rígido. A mí tampoco me gustaba el tono perentorio de Clayton Osborne. Hablaba con aire de suficiencia, como si tuviéramos que sentimos eternamente agradecidos por el favor que nos estaba haciendo.
Cuando ninguno de los dos dijo nada, añadió:
—He hablado con mi abogado, y no le ha gustado nada todo esto. El método que han utilizado para localizarnos ha sido totalmente inapropiado, si no ilegal. Existen leyes que protegen tanto a los niños adoptados como a sus nuevos padres, leyes que castigan severamente este tipo de comportamiento.
—No hemos venido a causarle problemas, señor Osborne —respondí rápidamente, antes de que Jimmy pudiera decir nada—. Estoy segura de que puede comprender nuestros sentimientos y el motivo por el cual queremos ver a Fern.
—Kelly —me corrigió—. Se llama Kelly —repitió con firmeza—. No debe llamarla Fern.
—Kelly —dije. Su mirada cayó más pesadamente sobre mí mientras se cambiaba el perro de brazo—. ¿Están ustedes casados?
—Sí —respondió Jimmy. Un estremecimiento de confusión pasó por el rostro de Clayton Osborne, pero se recuperó rápidamente.
—Otra cosa —dijo—. No me llamen señor Osborne. Mi nombre es Clayton, y el de mi esposa, Leslie. Kelly es una niña muy perspicaz y —se volvió hacia Jimmy— muy precoz, como ya le dije por teléfono. Entendería enseguida una cosa así y empezaría a sospechar.
—¿Clayton? —llamó una voz femenina.
Todos nos volvimos. Leslie Osborne estaba en el pasillo. Llevaba una blusa de color verde jade y tejanos. Pensé que tenía un cuerpo de bailarina —pechos pequeños, una cintura estrecha y largas piernas—. Llevaba el cabello castaño claro recogido en una cola de caballo atado con un lazo de color turquesa. Advertí que no llevaba maquillaje pero tenía una de aquellas caras que realmente no lo necesitan. Sus labios eran rojos por naturaleza, sus ojos de un azul cristalino y su cutis perfecto, tan suave y claro como el alabastro.
—¿Qué hacéis tanto rato en la puerta? —preguntó.
—Nos estábamos saludando —dijo Clayton—. Esta es mi esposa, Leslie. —Ella avanzó hacia nosotros con la mano extendida. Vi que en las orejas llevaba unos pequeños pendientes de diamantes.
—¿Qué tal? —preguntó.
Le di la mano. Tenía unos dedos largos y delgados, pero las palmas eran musculosas. Manos de artista, pensé. Me pareció una persona bastante más cálida y menos amenazadora que su marido, y a pesar de que me observó de arriba abajo, su mirada era agradable.
—Perdone que la mire así —dijo sonriendo—. A veces no me doy cuenta que lo estoy haciendo. Es una consecuencia del oficio. Soy artista.
—Lo comprendo —respondí. A punto estuve de decir «lo sé», pero no lo hice porque no quería que se enterase de lo mucho que la habíamos espiado.
—¿Bien, Clayton? —dijo, dirigiéndose a su marido.
—Acompáñalos al salón. Yo iré a buscar a Kelly —dijo Osborne.
—Por aquí —nos indicó Leslie, al tiempo que señalaba la habitación a nuestra derecha.
La casa de los Osborne parecía ser una construcción de dos plantas; los suelos estaban cubiertos con gruesas alfombras y los muebles eran elegantes y estaban en perfecto estado de conservación. Por lo que veía, cada habitación era una vitrina llena de objetos bonitos y caros. Había cuadros por todas partes, y al acercarme para ver por quién estaban firmados, me di cuenta de que en su mayor parte habían sido pintados por Leslie. Pero había también cuadros de otros artistas. Fern se había educado en un mundo de elegancia y arte, un mundo lleno de cosas buenas, pensé. Me pregunté cómo seria ella.
—Siéntense, por favor —dijo Leslie, al tiempo que señalaba un sofá de madera de castaño—. Cuéntenme rápidamente algo de ustedes antes de que mi esposo venga con Kelly. ¿Dónde viven? —preguntó, y tomó asiento en un sillón que hacía juego con el sofá.
En Cutler’s Cove, Virginia, donde me encargo del «Hotel Cutler’s Cove», que es de mi familia.
—He oído hablar de él —respondió Leslie—. Debe de ser un lugar precioso.
—Lo es.
—¿Y ustedes dos cómo…?
—¿Nos conocimos?
—Sí —dijo sonriendo.
Miré a Jimmy. Los dos comprendimos lo difícil que sería contar nuestra historia con rapidez.
—Supongo que siempre supimos que estábamos enamorados. Después de que Jimmy ingresara en el Ejército nos comprometimos —dije sin apartar la vista de Jimmy—. Cuando se licenció nos casamos. Para entonces yo ya vivía en Cutler’s Cove.
—Qué bonito —dijo. Jimmy todavía no había abierto la boca. Ella lo miró fijamente, pero antes de que ninguno de los dos pudiera decir nada, Clayton Osborne y Fern aparecieron en el vano de la puerta.
A pesar de que habíamos prometido fingir, ni Jimmy ni yo pudimos evitar mirar fijamente, casi con desespero a Fern. De inmediato advertí que ella intuyó que la mirábamos de una forma muy distinta de como lo hacían los otros amigos de sus padres. Arqueó las oscuras cejas en un gesto interrogativo.
Era alta para su edad y aparentaba dos o tres años más de los diez que tenía, lo cual me recordó lo alta que había sido Mamá Longchamp. Su cabello, cortado al estilo paje, era oscuro y brillaba como el ónice negro. El pelo de Mamá Longchamp, pensé. Tenía los mismos ojos negros de Jimmy, pero algo más pequeños.
Clayton tenía razón al afirmar que era una niña precoz; a pesar de su corta edad, empezaba a tener cuerpo de mujer. El contorno de su sujetador era visible bajo la blusa verde de algodón. Sus brazos eran largos y sus hombros pequeños, y todo su cuerpo era tan esbelto como el de un gato. De hecho, sus ojos me parecieron felinos, pues eran rasgados, penetrantes, curiosos. En conjunto era una niña muy bonita. Su tez era suave y morena, y tenía la boca y la nariz de mamá y la barbilla y la mandíbula de papa. Sena difícil ver a Jimmy a su lado y no darse cuenta de que estaban emparentados, pensé.
—Te presento al señor y la señora Longchamp —dijo Clayton—. Nuestra hija Kelly.
—Hola —dije. Durante un momento pensé que Jimmy no iba a decir nada.
—Hola —dijo finalmente.
Fern nos observó como si intentase decidir si hablaba o se limitaba a mirar. Abrió la boca ligeramente, pero no emitió sonido. Sus ojos fueron de Jimmy a mí para posarse nuevamente en Jimmy.
—Es de buena educación contestar a un saludo, Kelly —sermoneó Clayton.
—Hola —dijo ella.
—Siéntate, Kelly —le ordenó Clayton.
De mala gana, la niña se dirigió a un sillón y se dejó caer en él sin apartar la vista de nosotros.
—Kelly —dijo Clayton con tono severo—, ¿desde cuándo tratas así los muebles? ¿Y delante de los invitados?
—Déjalo, Clayton —intervino Leslie—. Hoy Kelly está un poco deprimida. —Se volvió hacia nosotros—. Ha tenido un mal día en la escuela.
—¡No ha sido culpa mía!
—No es momento para discusiones —dijo Clayton, mirando firmemente a Fern. Ella nos lanzó una mirada y apartó la vista—. El señor y la señora Longchamp son viejos amigos que han venido desde muy lejos y sólo pueden quedarse unos minutos.
La forma en que, limitaba nuestra visita llamó la atención a Fern, quien volvió a mirarnos con renovado interés.
—¿De dónde venís? —preguntó.
—De Virginia —contesté.
—¿Habéis venido en coche o en avión? —continuó preguntando.
—En avión —respondió Jimmy, sonriendo.
La cálida expresión de Jimmy hizo que la niña lo observase con mayor atención y durante un instante fugaz, estuve segura de ver algo en sus ojos, una nota de reconocimiento, o al menos una profunda curiosidad.
—¿No es en Virginia donde nací? —preguntó Fern.
Leslie le sonrió.
—Te lo he dicho mil veces, Kelly —le explicó—. Naciste en una sala de urgencias de un hospital a las afueras de Richmond, Virginia. A tu padre y a mí se nos ocurrió hacer un viaje demasiado largo cuando yo ya estaba de nueve meses.
Nacida en la carretera, pensé; el mismo tipo de mentira que me habían contado Mamá y Papá Longchamp. Sin embargo, cuando miré a Fern para ver cómo reaccionaba, la sorprendí observándome, como si estuviese más interesada en mis reacciones que yo en las de ella. Jimmy me lanzó una mirada cargada de desdén. Evidentemente no le parecía muy brillante la mentira.
—¿Y qué hacéis? —preguntó Fern—. ¿Os dedicáis a comprar miles de acciones como los otros amigos de papá?
—Somos los propietarios de uno de los mayores hoteles, de Virginia Beach —respondí. Se llama «Cutler’s Cove».
—Nunca he estado en Virginia Beach —se quejó Fern.
—Oh, pobre niña desgraciada—intervino Clayton sarcásticamente—. Sólo has estado en las playas de España y Francia y en todas las islas del Caribe.
—¿Tenéis hijos? —me preguntó Fern, haciendo caso omiso de Clayton.
—Una niña, Christie.
—¿Cuántos años tiene? —quiso saber.
—Kelly —dijo Leslie—, no es de buena educación interrogar a la gente de ese modo. —Se volvió hacia nosotros—. Es una niña muy curiosa; mi esposo piensa que acabará siendo periodista.
—O inspector de Hacienda —dijo Clayton.
—Está bien. A mí no me importa que me pregunte —dije, y volví a mirar a Fern—. Christie tiene cinco años, perdón, cinco y medio.
—¿Cómo es que sólo tenéis una hija? —inquirió.
—¡Kelly! —Clayton nos miró y a continuación se dirigió a la niña—. ¿No te acaba de decir tu madre que no está bien interrogar? Debes aprender a mantener una conversación civilizada.
—Sólo estoy preguntando —dijo la pequeña.
—Intenté tener otro niño —le contesté—, pero lo perdí. Los ojos de Fern se iluminaron.
—Vaya —murmuró.
Vi el esbozo de una sonrisa en el rostro de Jimmy.
—¿Cuál es tu asignatura preferida en la escuela? —le preguntó. Por la forma en que lo hizo, sentí su frustración. Seguramente le gustaría dar un brinco y abrazarla, pensé. Era obvio que también él la encontraba parecidísima a Mamá Longchamp.
—Inglés —contestó—, porque puedo inventarme cosas y a veces escribirlas.
—¿Por qué, entonces, tienes tan malas notas? —intervino Clayton.
—La profesora me tiene manía.
—Por lo visto todos los profesores te tienen manía —comentó Clayton.
—Este año Kelly tiene ciertas dificultades para adaptarse a la escuela —explicó Leslie.
—¿Este año? —dijo Clayton, arqueando las cejas.
Leslie ignoró el comentario de su esposo.
—Da la casualidad de que es una chica muy inteligente —dijo mirando a la niña—. Cuando quiere puede ser la primera de la clase; pero como los otros alumnos son un poco más lentos, se aburre, y cuando se aburre, se mete en líos.
—Parece que últimamente está muy aburrida —dijo Clayton con tono irónico.
—Odio la escuela Marión Lewis. Todos los chicos son unos esnobs. Me gustaría volver a la escuela pública —se quejó Fern.
—Me parece que tu expediente en la escuela pública no es mucho mejor, Kelly —dijo Clayton. Nos miró—. Teníamos la esperanza de que si mandábamos a Kelly a esta escuela privada, cambiaría, se beneficiaría de la atención individualizada, pero evidentemente debe partir de ella.
Fern comenzó a hacer pucheros tal como me había imaginado que lo haría. Se cruzó de brazos, apretó los labios y volvió la cara.
—¿Han tenido una buena temporada en Cutler’s Cove? —preguntó Leslie, cambiando de tema.
—Las últimas han sido muy buenas. El próximo año vamos a ampliar el hotel. Hemos pensado construir nuevas pistas de tenis y comprar algunos barcos más para los huéspedes; Cada vez viene más gente joven —expliqué.
—¿Vuestros propios barcos? —preguntó Fern, de nuevo interesada en la conversación.
—Así es —dijo Jimmy—. Veleros y lanchas motoras.
—¿Qué otras cosas tiene el hotel? —quiso saber.
—Una piscina grande, campos de deportes, jardines, un salón de baile, una sala de juegos…
—Qué chulada —exclamó Fern.
—Kelly, te he pedido que no utilices esa jerga juvenil en casa —le reprendió Clayton—. Uno de los problemas de Kelly —continuó— es que se pasa mucho tiempo con niños mayores que ella. Sin duda son una mala influencia.
—No son niños —chilló Fern.
—Perdona —dijo Clayton—. Adolescentes.
—¿Cuánto tiempo piensan quedarse en Nueva York? —preguntó Leslie, más por poner fin a la discusión que verdaderamente interesada en nuestra respuesta.
—Nos vamos mañana —respondí.
—¿En qué hotel estáis? —preguntó Fern.
—En el «Waldorf» —contestó Jimmy.
—Chul… qué bonito —dijo, mirando a Clayton, quien todavía permanecía de pie, lo cual no hacía más que subrayar lo breve que quería que fuese nuestra visita. Consultó su reloj de pulsera de oro.
—Creo —dijo lentamente, al tiempo que asentía con la cabeza— que Kelly debería subir a hacer los deberes, ¿verdad, Leslie?
—Tengo mucho tiempo —dijo Fern—. No voy a ir a la escuela durante dos días.
—¿Qué? ¿Dos días? —preguntó Clayton, y se volvió hacia Leslie.
—Hablaremos de esto más tarde, cariño —dijo Leslie tranquilamente.
—¿La han vuelto a echar de la escuela? —exclamó él enfadado.
—Más tarde, Clayton —repitió Leslie, señalando en nuestra dirección. Su pálida piel enrojeció de furia mientras se mordía los labios.
—Kelly —dijo Clayton—, despídete del señor y la señora Longchamp, quiero que subas a tu habitación.
De mala gana, Fern se levantó del sillón.
—Adiós —dijo. Se detuvo delante de Jimmy, que no podía quitarle los ojos de encima, y le dio la mano—. ¿Por qué tienes los ojos tan acuosos, como si estuvieras a punto de llorar? —preguntó.
—¿Están así? —Jimmy forzó una sonrisa—. Quizás es porque yo tuve una hermana que ahora tendría tu misma edad —contestó— y cuando te miro me acuerdo de ella.
De pronto, fue como si el ambiente se llenara de electricidad estática. Clayton Osborne se quedó boquiabierto; la cara se le puso roja y yo pensé que explotaría en cualquier momento. Una mirada de terror se apoderó de Leslie Osborne. Mi corazón empezó a latir con tanta fuerza que parecía querer escapar de mi pecho, y se me entrecortó la respiración.
Sin embargo, Fern no apartó la mirada de Jimmy. Una extraña sonrisa apareció en su rostro.
—¿Qué le ocurrió? —preguntó.
—Murió.
—¿Cómo?
—Kelly, ya basta —dijo Clayton con voz amenazante—. No puedes continuar haciendo preguntas personales, y mucho menos dolorosas. No sólo es de mala educación, es…, es —miro a Jimmy— cruel. Sube a tu habitación y ponte a hacer los deberes, no importa el tiempo que tengas —ordenó.
Fern bajó la cabeza y empezó a salir de la habitación. Cuando llegó a la puerta se volvió para mirarnos. A continuación salió corriendo y subió las escaleras a grandes zancadas.
Apenas la niña hubo desaparecido, Clayton se acercó a Jimmy.
—Habíamos llegado a un acuerdo —dijo—. Era la única forma en que estaba dispuesto a acceder a esto y usted lo sabía.
—No dije nada que pusiera en peligro la farsa —contestó Jimmy con desdén.
Clayton miró a Leslie, pero ella tenía la vista clavada en el suelo.
—Creo que será mejor que se marchen —dijo Clayton—. Y los aviso, si intentan ponerse en contacto con Kelly…
—Nada de amenazas, Osborne —dijo Jimmy, y se puso bruscamente de pie. Tenía el rostro hinchado de furia, y los negros ojos le brillaban como dos brasas encendidas. Vi que tenía los puños crispados y los músculos del cuello en tensión.
Clayton Osborne retrocedió un paso. Sintió el calor de la ira de Jimmy, y durante un momento no pudo responder.
—Simplemente le estoy diciendo que está pisando un terreno peligroso. Fui lo suficientemente amable como para permitir esta visita, pero no queremos hacer nada que trastorne nuestra relación con Kelly. Si para ello es necesario tomar medidas legales, no dudaremos en hacerlo —añadió, recuperando la compostura.
Jimmy se lo quedó mirando.
—Gracias, señor Osborne —dije, levantándome—. Siento haberle causado algún problema. Señora Osborne, gracias —añadí, y me volví.
Ella sonrió y se puso de pie.
—Es una situación difícil para todos, lo sé —dijo—, pero los acontecimientos han tomado su curso y nosotros debemos seguir adelante por nuestro bien y el de Kelly. Supongo que estarán de acuerdo en que es lo mejor —añadió suavemente.
Su tono apaciguador tranquilizó a Jimmy. Se relajó, y su rostro recuperó su color normal. Asintió, y nos dispusimos a abandonar la casa. Cuando llegamos a la puerta principal me giré y miré las escaleras. Estaba segurísima de haber visto a Fern arrodillada arriba de todo, observándonos desde la balaustrada. Sin despedirse, Clayton Osborne cerró la puerta a nuestras espaldas.
—Odio a esta clase de personas; siempre las he odiado —murmuró Jimmy mientras descendíamos los escalones de piedra—. De alguna manera…
—Tranquilízate, Jimmy. No sé si se puede hacer algo a estas alturas. Tal como ha dicho, la ley está de su parte, no de la nuestra.
—Eso no está bien, Dawn. Es injusto no poder decirle quiénes somos, ni siquiera ahora —se quejó—. Maldita sea. —Se volvió y echó una mirada a la puerta de la casa—. Aunque es obvio que son gente rica, no me parecen adecuados para Fern —añadió.
Me cogió de la mano, caminamos hasta la esquina y cogimos un taxi de vuelta al hotel. Poco después de llegar llamé a casa para asegurarme que Christie se encontraba bien. La señora Boston la puso al teléfono, y Jimmy y yo hablamos con ella. No paró de contarnos cosas acerca de su rancho de juguete, y tampoco olvidó preguntar si le habíamos comprado algún regalo.
—Vamos, Christie Longchamp, ya sabes que no está bien pedir cosas —dije—. Especialmente después de haber recibido un regalo tan estupendo.
—Hablas igual que Clayton Osborne —se quejó Jimmy—. Podemos llevarle alguna cosa.
—Tu padre te está mimando —le dije mientras dirigía a Jimmy una mirada de desaprobación.
—De acuerdo, de acuerdo —dijo, al tiempo que levantaba las manos y retrocedía—. Lo que tú digas.
Después de hablar con Christie y la señora Boston decidimos ducharnos y vestirnos para la cena. Las emociones del día nos habían dejado exhaustos, y los dos teníamos ganas de disfrutar de una buena cena y relajarnos un poco. Yo había considerado la posibilidad de llamar y quizá visitar a la señora Liddy y a Agnes Morris, pero había decidido que seguramente no era el mejor momento. Jimmy estaba demasiado ocupado pensando en Fern. Ni siquiera llamé a Trisha, porque sabía que querría cenar con nosotros y pensé que Jimmy no estaba de humor, aunque el buen humor de mi amiga habría sido el antídoto perfecto para la melancolía.
Mientras nos vestíamos, Jimmy no paraba de hablar de Fern.
—¿Verdad que se parece mucho a mamá? —preguntó.
—Sí. Me recuerda la única foto que tengo de ella, la que está debajo del árbol —respondí.
—Sí —dijo animado, pero de inmediato volvió a ponerse triste.
—Por lo menos hemos visto a Fern y sabemos que está sana y bien —dije.
—Sana, sí. ¿Bien? No estoy tan seguro de su salud emocional y psicológica —contestó Jimmy—. No hago más que darle vueltas a la forma en que Clayton Osborne le hablaba en nuestra presencia. Ya sé que es un tipo arrogante, pero era como si se dirigiera a un sirviente o algún huérfano que se había visto obligado a adoptar. No me pareció que existiera amor entre ellos, ¿y a ti?
—No lo sé, Jimmy. No sé si es justo juzgarlo tras un solo encuentro. Estaba preocupado por el comportamiento de Fern en la escuela. Al parecer ha tenido bastantes problemas. Quizá necesite un poco de disciplina. Leslie Osborne me pareció una mujer agradable ¿no lo crees?
—Sí —admitió de mala gana—, pero Clayton es el que manda en aquella casa.
—Fern tiene muchas cosas bonitas de que disfrutar, y dispondrá de un sinfín de oportunidades —dije.
—A veces eso no basta, Dawn. Clara Sue tuvo muchas cosas bonitas y dispuso de grandes oportunidades, y mira cómo ha acabado. No, en aquella casa falta algo, algo cálido y necesario. Demonios, por muy malo y cruel que papá fuese en ocasiones, nos miraba de un modo que hacía que nos sintiésemos importantes para él.
—Jimmy —dije suavemente—, me temo que estás buscando excusas para encontrar algo que no funciona bien. No podemos hacer nada, nada —dije.
Asintió y bajó la cabeza, apesadumbrado. No me gustaba tener que decirlo con tanta firmeza, pero no había otra forma. Continuamos vistiéndonos en silencio. Sin embargo, cuando nos dirigíamos a la puerta dispuestos a salir, oímos que alguien llamaba. Nos miramos, preguntándonos quién podría ser. No habíamos llamado a nadie en Nueva York, y acabábamos de hablar con Christie, de modo que no esperábamos ningún mensaje. Jimmy fue a abrir la puerta.
Allí estaba Fern. Llevaba una chaqueta de lana azul marino, tejanos y una boina. Jimmy se quedó boquiabierto, y durante unos instantes no pudo decir nada.
—Kelly, querida —dije—. ¿Qué estás haciendo aquí?
—Me escapé —afirmó con orgullo.
—¿Te escapaste? ¿Por qué? ¿Y por qué vienes corriendo a nosotros? —pregunté.
—Porque sé quiénes sois —contestó.