REVIVIENDO UNA VIEJA PESADILLA
Jimmy partió a la mañana siguiente, temprano. Era un día completamente encapotado, con grandes capas de sucias nubes grises que amenazaban lluvia. Incluso el océano lucía triste y ceniciento; la marea matinal golpeaba la costa con aburrida monotonía. El viento era fuerte y agitaba los árboles sin piedad. Yo me arropé mientras esperábamos en el porche a que Julius viniera a recoger a Jimmy para llevarlo al aeropuerto. Christie ya se había ido a la escuela, y Jimmy se había despedido de ella. Sólo restaba que nosotros nos dijésemos adiós. Los dos lo estábamos dejando para el último momento.
Durante el desayunó nuestra conversación se había centrado en la lista de cosas que Jimmy quería que hiciera en su ausencia.
—No me gusta marcharme de esta manera —dijo—, pero si no lo hago, sé que lo aplazaré una y otra vez.
—No te preocupes, Jimmy —le aseguré—, me ocuparé de que se haga todo lo que quieres.
Asintió. Durante toda la mañana habíamos evitado mirarnos. Yo había pasado la noche muy inquieta, pues lamentaba algunas de las cosas que le había dicho así como no querer acompañarlo a visitar a Papá Longchamp y su familia. Quería despertar a Jimmy y pedirle que me perdonase, pero él dormía profundamente. Por fin, antes de que amaneciera, me quedé dormida y ni siquiera advertí cuando se levantaba y se vestía. Desperté al oír a la señora Boston preparando a Christie para ir a la escuela.
Ahora estábamos allí, observando cómo se acercaba la limusina.
—Bueno —dijo Jimmy, al tiempo que cogía la maleta—. Te llamaré esta noche.
Se inclinó para besarme. Intenté aferrarme a sus hombros. Yo quería que sus labios siguieran unidos a los míos, pero él se apartó cuando el coche se detuvo delante de nosotros.
—¡Jimmy! —exclamé, extendiendo la mano.
Se volvió cuando Julius cogió su maleta para meterla en la limusina.
—¿Qué pasa? —Me miró y vi lágrimas en sus ojos.
—Ten cuidado —dije.
—Lo intentaré. Te llamaré —repitió, y subió al coche. Me quedé allí de pie sintiéndome paralizada y pequeña mientras Julius ponía el coche en marcha y se alejó. No volví a entrar en la casa hasta que la limusina desapareció de mi vista. Sentí que mi corazón estaba hueco, y el eco de cada uno de sus latidos reverberaba en las cámaras vacías de mi pecho.
Subí corriendo a mi cuarto y me arrojé sobre la cama, donde empecé a llorar y llorar como una colegiala histérica. La señora Boston me oyó y acudió de inmediato.
—¿Se encuentra bien, Dawn? —preguntó.
—Sí, señora Boston —dije, incorporándome—. No pasa nada. —Me limpié las mejillas—. No se preocupe.
—Si necesita algo, llámeme —dijo con un tono de preocupación en la voz.
Pensé que ella no podría darme lo que yo necesitaba. Ansiaba que de una vez por todas cicatrizaran las heridas de tantos años de sufrimientos. Quería enterrar los tristes y amargos recuerdos que se aferraban tenazmente a las paredes de mi mente como murciélagos vengativos, deseosos de aprovecharse de todos los malos momentos para atormentarme. Quería encontrar el coraje suficiente para enfrentarme a todos aquellos fantasmas y enterrarlos en las sombras donde pertenecían.
Jimmy era un hombre fuerte, y su amor por mí era tan grande que podría superar mis viejos sentimientos y temores. Antes de que él partiese yo había visto la desilusión en sus ojos, y en mi corazón sentía el profundo dolor que se había apoderado de él; sabía que estaba disgustado, pero me resultaba difícil librarme de las cadenas que me ataban a mis propios temores y debilidades. Necesitaba un poco más de tiempo, sólo un poco más, pensé.
Decidí que lo único que podía hacer era concentrarme en el trabajo para no pensar en la tristeza que sentía por la ausencia de Jimmy. Llené mis ojos de palabras y números para de ese modo no ver los tristes y oscuros ojos de Jimmy. Cada vez que terminaba algo, buscaba en seguida otra cosa que hacer, por poco importante que fuera. En algunos momentos pensé que me estaba pareciendo a Randolph, que se había obsesionado por los detalles insignificantes. De pronto entendí al pobre hombre; lo único que intentaba era no tener que enfrentarse a una desagradable realidad.
Pero por desgracia, antes de que finalizara la mañana dejó de ser necesario que buscase en qué ocuparme. Ocurrió algo grave y Philip estaba en Virginia Beach en viaje de negocios, de modo que no podía ayudarme. El señor Stanley, el encargado de las camareras, llamó a la puerta de mi despacho. Cuando entró, parecía preocupado.
—¿Qué ocurre, señor Stanley? —le pregunté de inmediato.
—Algo horrible, señora Longchamp —respondió—. Mary White, una de nuestras camareras, me ha informado de que uno de nuestros huéspedes ha fallecido en su habitación. Se trata del señor Parker.
—¿El señor Parker? —Lo conocía bien, ya que hacía no menos de veinte años que era cliente de nuestro hotel Era un hombre ya mayor, viudo, amable y distinguido. El año anterior le había regalado cien dólares a Christie por su cumpleaños—. Está seguro de que…
—Yo mismo subí a la habitación. Lo encontré desplomado en la silla, junto a la ventana. Me temo que es verdad —dijo el señor Stanley, y se llevó la mano a la frente.
—De acuerdo. Bien. Mantenga la habitación cerrada, claro está. Iré a hablar con el señor Dorfman para preguntarle cómo se resolvían estos casos en el pasado.
—Lo siento —dijo el señor Stanley, como si todo aquello fuese culpa suya—. Le he dicho a Mary que no se lo cuente a nadie —añadió.
—Bien. —Me levanté de la silla y salí con él.
—Estaré en mi despacho —me dijo.
Fui directamente a ver al señor Dorfman.
—Qué mala suerte —dijo cuando le conté el descubrimiento del señor Stanley—. Pero no es la primera vez que ocurre. Cuando en un hotel hay gente mayor…
—¿Qué se hace en situaciones como ésta? —pregunté rápidamente.
—En primer lugar llamaré una ambulancia. Es mejor que los otros huéspedes no se enteren. Hablaré con los encargados de la ambulancia cuando lleguen. Lo entenderán y cooperarán con nosotros. Esta es una ciudad de veraneo.
—¿Comprender? ¿Cooperar? —sacudí la cabeza, confundida—. ¿Qué quiere decir?
—Lo sacarán con una máscara de oxígeno en la cara, y nosotros diremos que tiene problemas respiratorios y que van a ingresarlo en el hospital —me explicó el señor Dorfman.
—¿Por qué actuar de ese modo?
—Así es como la señora Cutler solía resolver situaciones similares —respondió—. De esa forma… el impacto de la muerte no se cierne como una sombra sobre el hotel y sus huéspedes.
—No sé —dije—. Parece un gran engaño.
—Sólo puedo decirle lo que hacía la señora Cutler en el pasado —dijo el señor Dorfman en voz baja—. Creo que si estuviera aquí diría que al pobre señor Parker le daría lo mismo. Considere que el hotel está lleno de huéspedes, muchos de ellos mayores, y que una cosa como ésta les puede llevar a pensar, erróneamente, claro, que deberían examinar cada bocado de comida, ver dónde están situadas sus habitaciones, qué tipo de ventilación tienen… Créame, puede traerle un montón de problemas. De pronto cualquier pequeño dolor, cada latido irregular del corazón se convertirá en una enfermedad grave, y los médicos no darán abasto, sin mencionar a Julius yendo y viniendo del hospital.
»No me gusta decirlo con tanta frialdad —concluyó— pero no es bueno para la imagen del hotel. Éste es un lugar donde la gente se relaja, disfruta, se lo pasa bien y sólo piensa en cosas buenas. —Se detuvo para respirar—. Creo que estoy haciendo un discurso como los de la señora Cutler —añadió sorprendido de sí mismo—. Naturalmente llamaré al señor Updike y le informaré de la situación. Siempre existen consideraciones legales.
Se quedó allí sentado mirándome, esperando que le autorizara a seguir adelante. Una parte de mí quería negarse a seguir los consejos del señor Updike sencillamente porque las cosas se estaban haciendo al modo de la abuela Cutler. Quería ordenarle que llamara a la funeraria y que un coche fúnebre aparcara frente al hotel. De alguna manera sería como darle a la abuela Cutler una bofetada en su arrogante rostro.
Pero otra parte de mí —la parte que había ido madurando y creciendo— se percató de lo infantil que sería tomar tal actitud, pues lo único que conseguiría sería herirme a mí misma y a mis seres queridos.
—De acuerdo, señor Dorfman —dije—. Haga las cosas como de costumbre.
Asintió y levantó el auricular del teléfono. Le pidió a la ambulancia que aparcara frente a la entrada lateral del hotel. Algunos de los clientes verían salir al señor Parker, por supuesto, pero no llamaría tanto la atención como si sacasen el cadáver por la puerta principal después de haber cruzado por el vestíbulo. El señor Updike se encargó de que todo marchase según lo acordado.
De alguna forma pareció apropiado que continuara siendo un día gris con chubascos intermitentes. Sin embargo, no pude evitar sentirme deshonesta cuando sacaron al viejo en la camilla con una máscara de oxígeno en la cara. Me sentía especialmente así cuando los huéspedes me preguntaban qué había ocurrido y yo les contestaba que el señor Parker no se encontraba bien y que nos había parecido mejor trasladarlo al hospital.
—Volverán a preguntar por él —le dije al señor Updike—. Y claro, se enterarán de que ha muerto.
—Sí —respondió— pero no es lo mismo morir aquí que en el hospital. En este último caso el impacto es menor. —Me dio unas palmaditas en el hombro—. Lo ha hecho muy bien. —Advertí que estaba a punto de decir: «La señora Cutler habría estado muy orgullosa de usted», pero vio la cólera en mis ojos y simplemente murmuró—: Muy bien.
Los acontecimientos que rodearon la muerte del señor Parker impidieron que pensara en Jimmy, pero cuando por fin estuve de regreso en mi despacho lamenté no haberlo tenido a mi lado durante la crisis. Me di cuenta de lo mucho que me apoyaba en él, y de cuánto necesitaba su fuerza y seguridad. Me sentí tentada a llamarlo a Texas para decirle lo que había ocurrido, pero pensé que no sería justo. Consulté el reloj y caí en la cuenta de que seguramente acababa de llegar y estaría ocupado conociendo a su nuevo hermano. Mis problemas podían esperar.
A última hora de la tarde me recliné en el sillón. Me sentía exhausta. El caos mental que experimentaba había acabado por agotarme. A pesar de todo lo ocurrido, estaba segura de que esa noche dormiría bien. Christie había vuelto de la escuela, había asistido a su clase de piano y después había ido a ver a los gemelos. Me pidió permiso para cenar con ellos, y accedí. Yo no tenía mucha hambre y decidí que más tarde tomaría un té y unas tostadas. Empecé a guardar los libros y los informes para marcharme a casa a cambiarme para saludar a los huéspedes a la hora de cenar. Después de todo lo ocurrido, hacer esto último me parecía más importante que de costumbre.
Pero cuando me puse de pie oí que llamaban a la puerta. Dije a quien fuera que entrase. Era Betty Ann.
Betty Ann había engordado con el embarazo y no había perdido mucho peso desde el parto, pero esos kilos de más le sentaban muy bien. Pensé que le agradaba vivir en el hotel. A menudo recibía la visita de viejos amigos de la Universidad y gracias a las cenas de mamá había trabado amistad con algunas de las personas más acaudaladas de Cutler’s Cove. En cualquier caso, con el cuidado de los gemelos, el trabajo que desempeñaba en el hotel y su vida social, supuse que se sentiría ocupada y feliz. De modo que me sorprendió que viniera a mi despacho, cerrara la puerta suavemente y procediera a echarse a llorar.
Hoy todo el mundo parece triste, pensé. Era como si el cielo encapotado, la lluvia y el mundo gris del exterior hubiesen conseguido penetrar en nuestras vidas a través de las grietas de nuestras paredes de felicidad. Todos los momentos tristes e infelices de nuestro pasado resurgían para florecer en esa tierra de depresión. Era un día lleno de melancolía.
—¿Qué ocurre, Betty Ann? —le pregunté, y me acerqué a ella. Sus sollozos fueron en aumento. La conduje hasta el sofá y la ayudé a sentarse. Tenía la cara hinchada de tanto llorar.
—¡Oh!, Dawn —gimió—, ya no lo aguanto más. Tengo que contárselo a alguien. Lo siento.
—No te preocupes. No tienes por qué disculparte. Somos hermanas —dije—. No me importa que me cuentes tus problemas. ¿Qué ha ocurrido? ¿Tiene algo que ver con los gemelos? —pregunté.
—¡Oh, no!, ellos están bien, gracias a Dios.
—¿Ocurre algo con tu familia? —inquirí suponiendo que tal vez su madre, siempre tan mundana, le reprochaba el tipo de vida que llevaba en el hotel. En más de una ocasión Betty Ann me había comentado que a su madre le parecía denigrante que tuviese que saludar a los huéspedes y trabajar de anfitriona.
—No —contestó. Respiró profundamente y a continuación dijo—: Se trata de Philip.
—¿Philip? ¿Qué le ocurre? —Me eché hacia atrás en mi asiento. Le ha estado contando cosas de mí, pensé con temor.
—Durante toda la semana ha insistido en dormir en otra habitación. No sé por qué. Yo no le he hecho nada. No hemos discutido; simplemente… se levanta y se marcha.
—¿Se levanta y se marcha? Quieres decir que se mete en la cama contigo y después…
—Sí —contestó, frotándose los ojos y respirando hondamente—. Se levanta y desaparece. Al principio pensé… que estaba saliendo con alguien, que iba a algún lugar a encontrarse con alguna camarera o alguien así. Estaba tan asustada que no podía moverme, ni hacer nada, ni siquiera preguntarle dónde había ido.
—No me imagino a Philip liado con una camarera —dije.
—No, no está haciendo nada de eso. —Acercó la nariz al pañuelo que tenía fuertemente cogido entre las manos y se sonó—. Anoche me levanté y lo seguí. Simplemente… va a otra habitación.
—¿Otra habitación? ¿Qué otra habitación? —pregunté.
—A tu antigua suite —contestó.
De pronto sentí como si alguien me hubiera echado un cubo de agua fría sobre la cabeza. Se me puso la carne de gallina y sentí que un escalofrío me recorría la espalda hasta el cuello y los hombros.
—¿Mi antigua suite?
—Sí. ¡Oh!, Dawn. ¿Significa eso que no puede soportar estar a mi lado? ¿Es así como empiezan los divorcios? —preguntó, con los ojos abiertos como platos.
—No, no lo creo… ¿Le has preguntado por qué lo hace?
—Sí. Esta mañana. Me dijo que simplemente estaba inquieto y que tenía que moverse. Me dijo que no hiciera un problema de ello y me prohibió contárselo a nadie, pero no puedo quitármelo de la cabeza, y sé que tú no se lo dirías. ¿Qué debo hacer? No es normal, ¿verdad? ¿Ha ocurrido algo así alguna vez entre tú y Jimmy?
Negué con la cabeza.
—No tendrás más remedio que decirle lo mucho que te molesta —dije—. Háblalo tranquilamente y haz que lo comprenda.
¿Qué otra cosa podría decirle?, me pregunté.
—¿Crees…?
—Por supuesto. Si dejas bien claro lo mucho que te molesta, estoy segura de que cambiará —le aseguré, aunque en mi corazón tenía serias dudas.
Ella sonrió.
—Es muy agradable tener a alguien como tú para hablar —dijo—. Al principio me pareció mal venir a verte después de todos los problemas que has tenido hoy —añadió—. Pero no he podido evitarlo.
—No te preocupes. —Le di unas palmaditas en la mano, y ella pareció tranquilizarse.
—Esta noche estaré contigo para saludar a los huéspedes —prometió—. Philip no ha regresado todavía y no sabe nada del pobre señor Parker.
—Pronto se enterará —dije, y me puse de pie. Ella hizo lo mismo. Nos dirigimos a la puerta.
—Iré al comedor de los niños para ver como va la cena —dijo, y me besó en la mejilla—. Gracias otra vez.
Sonreí y abrí la puerta. La vi alejarse, y entonces, cuando hubo doblado la esquina, no pude contenerme. Recorrí el pasillo a toda prisa y pasé por el vestíbulo hasta el ala de la familia. Rápidamente, antes de que nadie pudiera darse cuenta, subí las escaleras y fui a mi antigua suite. La puerta estaba cerrada, pero no con llave.
La abrí y entré. Los muebles seguían allí ya que habíamos comprado otros nuevos para la casa, además de sábanas, fundas y mantas. Me quedé en medio de la habitación con los brazos cruzados y las manos sobre los hombros.
Durante un momento el ambiente pareció irrespirable. El rostro me ardía.
La manta estaba corrida. Sobre el lado que yo dormía estaba mi camisón el mismo que Philip había cogido para Betty Ann la noche de bodas. Me acerqué lentamente.
Cuando llegué hasta la cama lo percibí; tal como había sospechado, se trataba de mi perfume. La funda de la almohada y la sábana parecían saturadas de él. La otra almohada aún tenía la huella de la cabeza de Philip.
Me quedé allí de pie, incapaz de moverme, asustada y a la vez fascinada por lo extraño de todo aquello. De pronto me pareció oír pasos en el pasillo, y mi corazón comenzó a latir con fuerza. Me acerqué a la puerta y escuché. Si Philip había regresado, no me gustaría nada que me encontrase allí. No sabía cómo reaccionaría; con toda seguridad se daría cuenta de que Betty Ann me lo había contado todo. Las pisadas se detuvieron ante su puerta. Espié por la mirilla y vi que era Philip. Entró en su suite.
En el momento en que desapareció salí y bajé corriendo las escaleras. Ni siquiera me giré. Tenía la sensación de estar huyendo de una pesadilla. Recorrí a toda prisa el ala de la familia hasta que llegué al vestíbulo; nunca me había sentido tan agradecida por el ruido, la gente y la actividad. Una vez que me hube calmado un poco, abandoné el hotel y me dirigí a mi casa a cambiarme para la cena.
Casi en el mismo momento en el que crucé el umbral de la puerta me di cuenta de lo mucho que echaba de menos a Jimmy. Quizá se debía a que era la primera vez que estaba sin él en nuestro hogar. Todo me lo recordaba. Su sillón preferido me pareció infinitamente vacío, al igual que su lugar en la mesa del comedor. Sus prendas colgadas en el armario me obsesionaban, al igual que el aroma de su loción para después del afeitado que impregnaba el dormitorio principal.
Me vestí lo más rápidamente que pude y regresé ál hotel para saludar a los huéspedes en el comedor. Betty Ann se unió a mí; de nuevo parecía tranquila y feliz. Considerando lo que le estaba ocurriendo con Philip, me impresionó su estilo, su pose, el modo tan gentil con que se dirigía a todos y hacía que se sintiesen cómodos.
—Le pedí a Philip que se reuniera conmigo después —me dijo—. Vamos a ir a algún lugar íntimo a tomarnos un cóctel y a charlar. Todo saldrá bien —añadió, con una mirada de esperanza en los ojos.
—Claro que sí —dije, pero en el fondo de mi corazón pensé que la pobre no tenía ni idea de lo serio que era el problema de Philip.
Él se unió a nosotros minutos después.
—Me han dicho que me he perdido un gran jaleo —dijo, y procedió a contarme lo ocurrido en otra ocasión en que un huésped había muerto en el hotel—. No creo que tuviera más de cinco o seis años, pero llegué a ver la habitación y a la mujer echada sobre la cama; tenía la piel más blanca que la leche. Pero lo que más recuerdo es la cantidad de maquillaje que llevaba. Aparentemente se lo había puesto justo antes de morir.
—No hablemos de esas cosas, Philip —le rogó Betty Ann—. Es muy desagradable y me pone nerviosa.
Tanto Philip como yo nos volvimos hacia ella porque nos pareció que hablaba igual que mamá.
—De acuerdo. ¿A cenar? —Extendió los dos brazos dispuestos a conducimos hasta la mesa—. Ya que Jimmy está ausente, hoy tendré el doble de trabajo.
—No, Philip, gracias —dije—. Iré a casa con Christie y tomaré algo allí. Que os divirtáis —añadí, y me marché antes de que él pudiera reaccionar.
No fue hasta la noche que Christie y yo nos dimos verdadera cuenta de la ausencia de Jimmy. Era la primera vez que uno de los tres se marchaba dejando a los otros dos atrás. Christie pronto se aburrió de lo novedoso de la situación y su mente precoz la llevó a hacer una pregunta tras otra.
—¿Por qué tenía que irse papá? ¿Por qué no viene su papá a vernos a nosotros? ¿Por qué no podíamos ir con él?
Ninguna de mis explicaciones le satisfizo. Al final puso mala cara. Cuando las cosas no marchaban del modo que ella quería era tan intolerante como Michael.
De pronto, sonó el teléfono. Di un respingo. Deseé fervientemente que fuera Jimmy. Nunca me alegré tanto de oír su voz. Después de decirle cuánto lo echaba de menos, le conté lo que le había ocurrido al pobre señor Parker y cómo habíamos resuelto la situación.
—Parece espantoso —dijo—. Siento no haber estado a tu lado para ayudarte.
—No puedes imaginarte cuánto lo deseaba. Pero me alegra que por fin hayas podido conocer a tu hermano. ¿Cómo está papá?
—Estupendamente. Le apena que no hayas podido venir —dijo— pero me ha prometido que pronto nos hará una visita. Te lo paso —dijo Jimmy— deja que te lo diga él mismo.
Se me cortó la respiración. Hacía muchísimo tiempo que no hablaba con Papá Longchamp.
—¿Cómo te va, cariño? —preguntó.
Yo sentía un nudo en la garganta que me impedía hablar. Era como si el corazón se me cayese a pedazos: Me invadió el recuerdo del amor y el cariño que papá me había profesado. Olvidé todas las veces que se había enfadado o había bebido demasiado whisky.
—Estoy bien, papá —dije por fin—. ¿Y tú?
—Hago lo que puedo. Lamento que no pudieras venir —dijo—. Me acuerdo mucho de ti.
—Yo también me acuerdo de ti, papá.
—Te agradezco todo lo que hiciste para que saliera tan pronto de la cárcel. Siempre he pensado que eres una muchacha muy lista, Dawn. Sabía que llegarías lejos —se jactó.
—Exageras, papá. Cuento con la ayuda de mucha gente y, además, antes de que llegara aquí las cosas ya estaban en funcionamiento —dije.
—No necesitas ser modesta conmigo, Dawn, cariño. Te conozco demasiado bien. No puedes engañar a un viejo tonto —dijo, y se echó a reír. Recordé que decía aquella frase muy a menudo. Ahora que hablaba con él, lamenté aún más no haber ido con Jimmy—. Jimmy me está contando todo lo del hotel. Parece muy bonito. Iremos a veros este año. Es una promesa… y media —dijo y lanzó una carcajada.
—Así lo espero, papá.
—Ahora se pone Jimmy.
—Dawn.
—¡Oh!, Jimmy, te echo tanto de menos, y Christie se está comportando como una niña mimada sólo porque te has marchado y nosotros no hemos ido contigo. Lo siento.
—Yo también te echo de menos, Dawn, pero puede que tenga buenas noticias para ti dentro de un par de días. Papá y yo hemos estado trabajando en una cosa, y creo que va a dar resultado.
—¿Qué es, Jimmy?
—No quiero adelantar nada hasta que esté seguro —dijo.
Christie comenzó a tirar de mi falda.
—Déjame hablar —me pidió.
—Se pone Christie —dije, y le di el auricular a la niña, quien lo abrazó como si además de hablar con Jimmy pudiese sentir su presencia.
—¡Hola!, papá —dijo—. ¿Cuándo vuelves a casa? —Escuchó, y al cabo de un momento me dirigió una de sus furiosas miradas y le prometió a Jimmy que se portaría bien. Después él dijo algo que le iluminó la cara.
—Papá me va a traer algo especial cuando vuelva —me dijo al devolverme el auricular.
—Si eres buena —añadí.
—Seré buena —dijo.
—Soy yo otra vez —dije dirigiéndome a Jimmy.
—Hola. Date un beso de mi parte esta noche —dijo él.
—¡Oh, Jimmy!
—Llamaré pronto. Te quiero.
—Yo también te quiero, Jimmy. Vuelve pronto.
Sostuve el auricular incluso después de que él hubiera colgado y se oyera la señal. Estaba intentando retener su voz el máximo tiempo posible.
—¿Por qué estás llorando, mamá? —preguntó Christie. Ni siquiera me había dado cuenta. Sentí las lágrimas caer por mis mejillas y me eché a reír.
—Es que me alegro de hablar con papá —respondí.
—Si estas contenta, ¿por qué lloras? —preguntó.
—A veces pasa. Ya verás. Vamos. Ya es hora de que te pongas el pijama. —La cogí de la mano y la conduje hasta la planta superior. Era el día libre de la señora Boston, y se había ido a la ciudad a visitar a su hermana. Cuando supo que la niña y yo estaríamos solas se negó a marcharse, pero yo insistí.
—He estado sola muchas veces, señora Boston —le dije con valentía. Deseé no haberlo hecho. Nunca hasta ese momento me había sentido tan necesitada de compañía.
—Quiero que papá me dé un beso de buenas noches —se quejó Christie cuando la metí en la cama.
—Sabes que no está, Christie.
—Igualmente quiero que me bese. No voy a dormir hasta que no vuelva y me dé un beso —insistió.
—De acuerdo. Puedes estar toda la noche con los ojos abiertos —dije.
Cruzó los brazos encima del pecho y me lanzó una mirada desafiante. Sabía que debería ser un poco más comprensiva con ella, pero su tristeza no hacía más que agudizar la mía.
Me marché pero fui a visitarla cada quince minutos. Sorprendentemente, se mantuvo despierta durante casi una hora antes de que sintiese los párpados demasiado pesados y se durmiera.
Cuando me hube asegurado que Christie dormía me retiré a mi habitación y me puse el pijama. Decidí que leería hasta que estuviese lo bastante cansada para conciliar el sueño. Pero mis ojos se deslizaban por la página sin captar el sentido de las palabras. Estaba a punto de rendirme y apagar la luz cuando oí el timbre de la puerta.
¿Quién podía ser?, me pregunté. Si hubiesen requerido mi presencia en el hotel me habrían llamado. Con curiosidad y no poco temor, me puse la bata de seda y empecé a bajar las escaleras mientras me anudaba el cinturón. Abrí la puerta y me encontré a Philip. Se tambaleó y sonrió.
—Nocheees —murmuró, y se cogió a la jamba de la puerta para mantener el equilibrio.
—¿Estás borracho, Philip Cutler? —pregunté.
—¿Borracho? Nooo. Oh… quizás un poco —dijo, al tiempo que juntaba el índice y el pulgar—. ¿Puedo entrar? —preguntó, irguiéndose.
—Es tarde, Philip. ¿Qué quieres? —pregunté, dispuesta a no ceder un milímetro de terreno.
—Solo para… para… hablar —dijo, y se tambaleó hacia delante; pensé que caería de bruces, pero adelantó un pie y recobró el equilibrio. No tuve más remedio que dejarlo entrar.
—¿Cómo puedes hacer una cosa así, Philip? ¿No te importa lo que dirán los huéspedes si te ven? ¿Qué te ha pasado?
Se tapó los oídos con las manos.
—Dios mío, es como si se hubiera levantado de la tumba —gimió—. ¿Cómo puedes hacer una cosa así? —imitó—. ¿Qué pensarán los huéspedes si te ven?
—¡Philip!
—Necesito una copa —murmuró, y a trompicones se dirigió directamente al despacho, pues sabía que era allí donde Jimmy guardaba el whisky.
—Ya has bebido suficiente, Philip —dije y cogiéndolo por el brazo derecho, lo obligué a darse la vuelta.
—Dawn —dijo con una sonrisa en los labios—, esta noche estás preciosa. Siempre te imagino así, con el pelo suelto. Llevas uno de tus camisones transparentes debajo, ¿verdad? —preguntó, y se pasó la lengua por los labios.
—Philip, regresa de inmediato al hotel y a tu mujer, ¿me oyes? —le ordené.
Asintió pero no se movió.
—Mi esposa —dijo, y me miró fijamente; en su rostro se dibujó una grotesca sonrisa—. Tú podrías haber sido mi mujer si aquel guardia de seguridad no hubiera reconocido a tu padre. —Me cogió por los hombros y apoyó la frente sobre mi cabello—. Nos habríamos escapado antes de que la abuela Cutler hubiera podido decir nada —susurró. Por la forma en que hablaba, supe que aquélla era una fantasía que lo obsesionaba.
—Philip, es ridículo pensar y soñar cosas así.
—No, no lo es —contestó.
No podía soportar su aliento a whisky e intenté separarme de él, pero me presionó la espalda con la mano derecha y con sus dedos comenzó a recorrer mi columna. Sus labios rozaron mis ojos. Yo hice otro esfuerzo hasta que conseguí librarme de sus brazos. Se tambaleó. Tenía los ojos vidriosos.
—Espera, Dawn —dijo casi en un susurro—, no es demasiado tarde para nosotros.
—¿De qué estás hablando, Philip? ¿Cómo puedes pensar en una cosa así? —dije retrocediendo un paso. El negó vigorosamente con la cabeza.
—No lo entiendes. Escucha… escucha —me rogó. Se acercó a mí—. Sé que tú y Jimmy habéis intentado tener un niño y habéis fracasado. Pero tú y yo no fracasaríamos —dijo elevando el tono de voz—. Nosotros no.
—¿Qué? —Instintivamente me tapé los pechos con las manos.
—No fracasaríamos, y nadie tiene por qué saberlo, ni siquiera Jimmy. Pensaría que el hijo es suyo, ¿no lo entiendes? Sería nuestro pequeño secreto, nuestro preciado secreto. —Su sonrisa se hizo más ancha al pensar en la posibilidad de que su fantasía se convirtiese en realidad—. Mira qué guapos son mis hijos. El nuestro no sería diferente, y si el niño es rubio, nadie le daría mucha importancia, ya que tú también lo eres. Quiero hacer esto por ti… por nosotros… por la familia —me rogó.
—Philip, estás más loco de lo que me había imaginado. Sé que dices todo esto porque estás borracho, pero incluso tener ese tipo de pensamientos es terrible. Soy tu hermana. Llevamos la misma sangre.
—No importará. —Cerró los ojos y sacudió enérgicamente la cabeza—. No importará. Tenemos padres diferentes.
—Philip —espeté—. Incluso si no fuésemos parientes, jamás traicionaría a Jimmy. Nunca le sería infiel.
—Claro que sí —insistió, con una sonrisa lujuriosa—. Tú eres como yo. Y has heredado algo de mamá, también.
—¡No! —grité—. Quiero que salgas de aquí inmediatamente. Insisto en que te marches. Vete a casa con tu mujer y quítate de encima todas esas terribles ideas. ¡Vete! —le ordené, señalando la puerta. La desesperación hizo que mi voz fuera más aguda.
Philip se tambaleó un momento, y a continuación reapareció la sonrisa lujuriosa.
—Dawn… nuestro hijo… —Se abalanzó sobre mí. Intenté escapar, pero incluso borracho tuvo los reflejos suficientes para cogerme por el brazo izquierdo y arrastrarme hasta el sofá.
—¡Philip! ¡Basta! —chillé. Se apoyó sobre mis brazos, inmovilizándome. A continuación empezó a cubrirme la cara de húmedos besos—. ¡Philip, otra vez estás haciendo algo horrible! —Intenté liberarme a patadas, pero perdí el equilibrio y caí sobre el sofá con Philip encima. De nuevo chillé; incluso intenté morderle la oreja, pero él no aflojó la fuerza de su abrazo.
—Dawn, oh, Dawn —gimió. Comenzó a besarme los pechos. Yo estaba mareada por el esfuerzo. No podía creer lo que me estaba ocurriendo. Cuando colocó la mano derecha sobre mi muslo, lo golpeé en la cabeza y el hombro con mi puño libre, pero era como una mosca intentando atacar un elefante; estaba tan borracho que no sentía dolor alguno. Se ahogaba en su propia fantasía. Era casi demasiado tarde.
Y entonces oí la voz de Christie, me quedé quieta un momento y volví a escuchar. Llamaba desde la puerta, detrás de nosotros. Milagrosamente Philip también la oyó, y aquello puso fin a su ataque. Se quedó helado.
—¡Mamá! —gritó Christie.
Aparté a Philip y me incorporé. Rápidamente me arreglé la bata y el cabello; no podía dejar que viera lo que estaba ocurriendo.
—¿Qué sucede, cariño? —pregunté, forzando una sonrisa. Saqué las piernas de debajo de Philip, quien se reclinó en el sofá con los ojos cerrados.
—Pensé que había oído a papa —dijo—. ¿Ha vuelto papá?
—¡Oh, no, Christie! —me levanté del sofá, fui hacia ella y la cogí en brazos—. No es papá. Es el tío Philip.
—¿Tío Philip? —Miró en dirección al sofá con expresión somnolienta. Philip abrió los ojos; estaba lo suficientemente sereno como para darse cuenta de lo que estaba pasando.
—¡Hola!, Christie —dijo, y la saludó con la mano.
—¿Ha venido también tía Bet? —preguntó Christie.
—No. El tío Philip ha pasado un momento para contarme algo del hotel. Pero estaba a punto de marcharse —añadí sin rodeos.
—Sí, así es. —Philip se puso de pie con dificultad y se arregló la ropa—. Es tarde —declaró—, de modo que me iré a casa. —Se encaminó hacia la puerta—. A casa, a mi lecho de sueños —añadió. Antes de salir se detuvo, se volvió e hizo una reverencia—. Buenas noches, señoras.
Christie se echó a reír. Yo permanecí en silencio hasta que Philip se hubo marchado.
—El tío Philip es gracioso —dijo Christie.
—No mucho —contesté, pero ella no pareció comprender—. Volvamos a la cama —le dije, y la cogí en brazos. Después de meterla en la cama volví a bajar para asegurarme que la puerta estaba bien cerrada. A continuación apagué todas las luces y me fui a la cama. Me sentía agitada. Cogí la almohada de Jimmy y hundí en ella la cara para que Christie no oyera mis sollozos. Así es como me quedé dormida.
Por la mañana los acontecimientos de la noche anterior me parecieron una pesadilla. Desperté y preparé a Christie para ir a la escuela; a continuación me vestí y desayunamos juntas. Cuando se hubo marchado salí para el hotel. No hacía una hora que estaba en mi despacho cuando llamaron a la puerta. Era Philip. Parecía agotado; tenía la ropa arrugada, el pelo revuelto y bajo sus ojos se advertían unas profundas ojeras.
—Dawn —empezó. Lo miré fijamente—. Sólo vengo a disculparme por mi comportamiento de anoche. Bebí demasiado y… y perdí el sentido de la realidad —confesó.
—No te atrevas a venir nunca más a mi casa sin invitación, Philip —rugí. No estaba de humor para perdonar—. Pensar que Christie a punto estuvo de vernos…
—Lo sé, lo sé. Lo siento, y me odio por ello —dijo. Bajó la cabeza en actitud de arrepentimiento mirando fijamente el suelo.
Intenté relajarme y mi ira poco a poco desapareció.
—Debes consultar a alguien, Philip. Estás mal. Me temo que si no lo haces, acabarás como Randolph. —Levantó la cabeza y me miró—. Ya estás haciendo cosas extrañas.
—Te lo ha contado, ¿verdad? —preguntó rápidamente.
—Nadie ha tenido que decirme nada, Philip. Lo he visto con mis propios ojos.
Asintió.
—¿Se lo vas a contar a Jimmy? Lo de anoche, quiero decir.
—No —contesté—. Si lo hiciera te mataría.
Philip volvió a asentir.
—Lo siento —repitió—. No volverá a ocurrir, te lo prometo, y intentaré… consultar a alguien —prometió.
—Bien.
Me miró con deseo durante un momento y a continuación se marchó a toda prisa. En cuanto salió dejé escapar un suspiro. Sólo me cabía esperar que cumpliese con su promesa. Hablaba en serio cuando le dije que no se lo contaría a Jimmy. Si lo hacía, sabía que las sospechas que él siempre había tenido acerca de Philip se verían confirmadas.
Al cabo de aproximadamente una hora sonó el teléfono; cuando oí la voz de Jimmy tuve la terrible sensación de que, a pesar de la distancia que nos separaba, intuía que había ocurrido algo. Sin embargo, me llamaba por otra razón, una razón que hacía que estuviese ciego para todo lo demás.
—Dawn —empezó—, te dije que quizá pronto te diese buenas noticias. Pues, así es.
—¿De qué se trata, Jimmy? Nunca te he visto tan excitado —dije, sin poder evitar sentirme nerviosa.
—¿Preparada? Le he estado dando dinero a papá para que invirtiera en un proyecto común.
—¿Qué proyecto?
—Espera. Escucha. Cuando papá estuvo en la cárcel conoció a un hombre que trabajaba de vez en cuando como investigador. Por eso acabó en la cárcel: descubrió el oscuro pasado de alguien e intentó hacerle chantaje. En cualquier caso, cuando papá salió de la prisión contrató a esta persona para nuestro caso, y adivina lo que ha hecho.
—No puedo imaginármelo, Jimmy. ¿Qué?
—Ha encontrado a Fern —respondió.
Durante un momento no pude articular palabra. Mi corazón empezó a latir de alegría. Vino a mi cabeza la imagen de Fern cuando no era más que un bebé. Recordé la primera vez que la vi en la maternidad y cómo me desilusioné al advertir que no se parecía en nada a mí; pero también recordé las horas y horas que me pasé cuidándola, y cómo lloraba para que la cogiera en brazos y le cantara. Mamá Longchamp a menudo me pedía disculpas por el tiempo que tenía que pasarme cuidando a la pequeña.
—No te queda tiempo para ser una niña —solía decir—. Siempre tienes que volver corriendo de la escuela para ayudarme a cuidar un bebé.
Pero a mí no me importaba. Era fascinante ver que Fern crecía y descubría el mundo a su alrededor. Para mí, era como una muñeca de tamaño natural, el juguete preferido de cualquier niña.
—¿Estás seguro, Jimmy, absolutamente seguro de que ha localizado a nuestra Fern?
—Absolutamente —contestó Jimmy.
—¿La has visto?
—Claro que no —dijo Jimmy—. No está en Texas, sino en Nueva York. Allí es a donde se trasladaron sus padres adoptivos. Vive en Manhattan, no muy lejos de donde tú estudiabas y vivías. Imagínate, Dawn, todo el tiempo que estuviste allí, tan cerca de ella. Es posible incluso que te cruzaras con ella por la calle sin siquiera darte cuenta —dijo.
La posibilidad me dejó casi sin respiración.
—¡Oh, Jimmy!, ¿qué debemos hacer? —pregunté; el corazón me latía cada vez con mayor fuerza.
—En primer lugar regresaré a casa, y después los dos iremos a verla. Estoy seguro de que las cosas son tal como sospechas; ni siquiera sabe que existimos. Pero lo sabrá —juró—. Lo sabrá muy pronto.