DÍAS DE FELICIDAD, DÍAS DE TRISTEZA
Dos días más tarde nos trasladamos a nuestra nueva casa. Christie estuvo adorable, e insistió en que le permitiésemos llevar su pequeña maleta. En ella guardaba su cepillo para el pelo, dos muñecas de trapo, un par de calcetines azules de algodón, uno de sus vestidos de verano y un libro de versos infantiles. Había decidido por sí misma qué cosas meter. Me recordaba a mí de pequeña, cuando llenaba mi maleta con todas mis pertenencias. Lo hice desde que tuve la edad de Christie hasta el día en que me llevaron al hotel. Aquella maleta todavía estaba en algún lugar del ático del hotel junto con otras cosas viejas.
—Estoy lista —anunció en cuanto hubo cerrado la maleta. Jimmy la cogió en brazos y se la llevó con él para supervisar el traslado. En el hotel también había mucho que hacer, de modo que permanecí en mi despacho toda la mañana. La señora Boston me sorprendió al venir a preguntarme si podía ser nuestra ama de llaves. Sissy y su novio habían ahorrado suficiente dinero para fijar la fecha de su boda, así es que la señora Boston sabía que Sissy no estaría con nosotros mucho más tiempo.
Me halagó su propuesta de trabajar para Jimmy y para mí en vez de quedarse en el hotel, cuidando el ala de la familia, que ahora ocuparía Philip. Hacía muchos años que estaba con nosotros. Le di las gracias y le dije que preparara sus cosas y se trasladara de inmediato a la zona de servicio de la nueva casa. Por la forma en que se le iluminó el rostro imaginé que quizá sintiese lo mismo que yo: que se estaba librando de los viejos fantasmas y los tristes recuerdos que parecían resurgir en cuanto finalizábamos el trabajo del día y nos retirábamos a nuestras habitaciones.
—Paredes nuevas es lo que necesito —dijo la señora Boston—. Estoy cansada de las mismas sombras siempre a mi alrededor.
Paredes nuevas es lo que consiguió, ya que nuestra casa era alegre, aireada y fresca. Había decidido pintar todas las habitaciones de colores claros. Gracias a los amplios ventanales que dejaban entrar el sol a raudales, los suelos de mármol, la escalinata blanca y las cortinas malvas resplandecían incluso en los días nublados. Todo el mundo hacía comentarios favorables acerca de mi decoración. Aquellos que se pasearon por los pasillos y habitaciones durante más o menos la primera semana hablaban de los «preciosos candelabros» los «colores radiantes» y la «sensación de calidez y alegría» que experimentaban al estar allí.
La primera noche que pasamos en nuestra casa, Philip me sorprendió con una llamada desde Provincetown.
—Quería hablar contigo para desearte buena suerte —dijo.
—Eres muy amable al pensar en nosotros durante tu luna de miel, Philip —respondí con el tono de voz más tranquilo que fui capaz.
—El tiempo no es tan bueno como nos gustaría —dijo cambiando de tema—. Me siento tentado de acortar la luna de miel y regresar a Cutler’s Cove.
A continuación pasó a quejarse de los restaurantes y la playa. Nada estaba a la altura de lo que habían esperado. Jimmy quedó sorprendido cuando le mencioné que Philip había llamado.
—¿Por qué querría alguien acortar su luna de miel a menos que fuera estrictamente necesario? —se preguntó en voz alta—. Seguramente hablaba por hablar —dijo.
En efecto, Philip acortó su luna de miel. Regresó al hotel un día antes de lo previsto, por la noche, después de que Jimmy y yo nos hubiéramos retirado a nuestra casa. Oímos el timbre, y Jimmy fue a abrir. Eran Philip y Betty Ann. El sostenía una botella de champaña en la mano.
—Como no estábamos aquí para celebrar la mudanza, pensé que podíamos brindar ahora —dijo—, si no os parece mal.
—¡Oh, no, no! —dijo Jimmy incapaz de ocultar el tono de sorpresa en su voz—. Adelante.
Yo me fui con Betty Ann a enseñarle la casa mientras Jimmy y Philip se quedaban charlando en el salón. La señora Boston acababa de acostar a Christie, pero la pequeña aún seguía despierta.
—¿Sabes quién es, Christie? —pregunté cuando entreabrimos la puerta de su dormitorio.
—Sí, sí —dijo Christie, al tiempo que se incorporaba rápidamente. El cabello dorado le llegaba ya hasta los hombros—. Es tía Bet —dijo, y así fue como llamó a Betty Ann desde aquel día. Las dos nos echamos a reír.
—Tienes una casa preciosa —dijo Betty Ann—. Espero que seáis muy felices en ella.
—Gracias. Siento que hayáis tenido tan mal tiempo en Provincetown —dije.
—¿Mal tiempo? No del todo; disfrutamos de unos días espléndidos. El cielo era límpido y me sorprendió lo caliente que estaba el agua.
—¿Y el hotel? —pregunté, para confirmar mis sospechas.
—Magnífico. No quería marcharme, pero Philip empezó a ponerse nervioso y dijo que odiaba pasarse el día sin hacer nada. Está muy interesado en la marcha del «Cutler’s Cove». Entendí que lamentaba no estar aquí ahora que hay tanto trabajo, de modo que no me quejé cuando me pidió que adelantáramos un día nuestro regreso. Creo que también tenía muchas ganas de ver tu casa acabada, y a ti y a Jimmy ya instalados —agregó.
Volvimos al salón, donde Jimmy y Philip se disponían a servir el champaña. Cuando todos tuvimos llena nuestra copa, Philip propuso un brindis:
—Por el nuevo hogar de Jimmy y Dawn. Que sea un lugar en donde los sueños se hagan realidad. —Entrecerró los ojos, me miró fijamente y esperó hasta que la copa rozara mis labios. A continuación bebió.
—¿Sabéis? —dijo Philip luego de un rato, mirando a su alrededor y asintiendo—, vivir fuera del hotel me parece una idea excelente. Uno se siente más persona al poder disfrutar de una mayor privacidad. Incluso cuando vivía la abuela Cutler los huéspedes se acercaban al ala de la familia. Quizás algún día Jimmy pueda acompañarme a escoger un solar cerca de aquí —añadió, y volvió a fijar sus ojos en mí. Me dedicó una sonrisa divertida. Está jugando conmigo y con sus propias pasiones, pensé.
—Siento tener que decirlo, pero se está haciendo tarde —dije— y mañana llegan un montón de huéspedes. Debo estar en el hotel a primera hora.
—Entonces yo también —repitió Philip. Se levantó con rapidez y saludó—. De alguna manera —agregó, mirándome con aquellos picaros y profundos ojos azules— creo que Betty tiene razón: estamos todos a punto de iniciar una nueva vida.
—¿Qué te parece? —me preguntó Jimmy después de acompañarlos a la puerta y mientras nos dirigíamos a nuestro dormitorio—. ¿Te parecen una feliz pareja de recién casados?
—Supongo que sí —respondí.
—Deberías haber oído lo que decía de Betty Ann cuando tú te fuiste con ella a enseñarle la casa —dijo—. A punto estuve de sentir vergüenza.
—¿Qué quieres decir?
—Le pregunté por qué habían acortado la luna de miel, y me respondió que simplemente estaba agotado.
—¿Agotado? —Me detuve en la escalera. Jimmy abrió los ojos como platos y negó con la cabeza.
—Explicó con gran lujo de detalles su vida amorosa. Me dijo lo mucho que Betty Ann deseaba sexo y pasión. No sé por qué quería contarme todos esos detalles íntimos.
—No —contesté—. Y no me parece muy bonito de su parte.
—Era como si…
—¿Qué? —pregunté rápidamente.
—Como si quisiese que yo hiciera lo mismo que él… comparar y cosas así. Charla de hombres —dijo Jimmy sacudiendo la cabeza—. No pensé nunca que Philip fuera de ese modo.
—¿Dijiste… algo?
Jimmy sonrió.
—Por lo que él sabe —comentó Jimmy— tú eres una monja y yo un monje. —Me abrazó y me besó en el cuello.
Me eché a reír, pero mi risa era más de alivio que de diversión.
Después de que Betty Ann y Philip se trasladaran al ala familiar el hotel, las cosas se tranquilizaron. El trabajo nos mantenía ocupados. El hotel estaba disfrutando de una de las mejores temporadas de su historia reciente. La abuela Cutler nunca había llegado a poner anuncios en revistas o periódicos. Su filosofía era que el hotel tenía su propia reputación y que sólo se daría a conocer por el boca a boca. Durante mucho tiempo aquello fue suficiente, pero a medida que las generaciones de veraneantes se renovaban, consideré que era necesario llegar a ellos, de modo que hablé con el señor Dorfman acerca de la conveniencia de hacer publicidad del «Cutler’s Cove» en algunas revistas de viajes y periódicos. Los resultados fueron inmediatos: obtuvimos nuevas reservas, interés por parte de nuevas agencias de viajes y un aumento de los beneficios. Por primera vez en mucho tiempo el señor Dorfman sugería la posibilidad de ampliar las instalaciones: añadir más cuartos y nuevos servicios. Le conté que a menudo recibía llamadas de diversos organismos y sociedades que buscaban hoteles para convenciones.
—Eso es algo que la señora Cutler nunca hubiera hecho —me recordó el señor Dorfman—. Creía que le restaba identidad al «Cutler’s Cove».
—Lo sé —dije—. Pero los tiempos están cambiando, y quizá tengamos que cambiar nosotros también si queremos sobrevivir.
El señor Dorfman asintió y me miró con tal intensidad que tuve que preguntarle si ocurría algo.
—No, no ocurre nada —contestó—. Simplemente estaba recordando el día en que te conocí y lo mucho que has madurado desde entonces —dijo, y se ruborizó de inmediato—. ¡Oh!, lo siento, no era mi intención…
—No pasa nada —dije—. No me importa. De hecho se lo agradezco. Gracias, señor Dorfman.
Philip estaba excitado ante la posibilidad de todos estos cambios. Consideraba que era necesario arriesgarse, pero decidí que debíamos ser muy cautelosos. De todos modos le encargué algunos estudios que, con gran alegría por mi parte, lo mantuvieron muy ocupado.
Una de las cosas que me sorprendió fue lo rápidamente que Betty Ann se adaptó a la vida del hotel y lo feliz que parecía. Demostró ser una gran anfitriona, aunque en ocasiones excesivamente formal para algunos de los clientes mayores. Nunca faltó a una cena e incluso estaba en la puerta del comedor para saludar a los huéspedes a la hora del desayuno. Empezó a vestir mejor y fue al salón de belleza del hotel para que le aconsejaran sobre el peinado que debía usar. También le ayudaron con el maquillaje. Con un peinado más favorecedor y unas prendas que resaltaban los atractivos de su figura, su apariencia mejoró mucho.
Poco a poco todos caímos en nuestras propias rutinas. Mamá continuaba dando sus ahora famosas cenas y se alegraba mucho cuando los cuatro —Jimmy y yo, y Philip y Betty— podíamos asistir a ellas. El verano dio paso al otoño y al invierno sin ningún problema o incidente a destacar.
Y entonces, una tarde, a última hora, la señora Boston me llamó al despacho.
—Sólo quería asegurarme —comenzó diciendo.
—¿Asegurarse? ¿Asegurarse de qué, señora Boston?
—Que le había dado permiso a Clara Sue para llevarse a Christie a pasear en el camión —dijo.
—¿Qué camión? —pregunté, inclinándome hacia delante.
—Cielos —dijo—. Quería llamarla de inmediato, pero la señorita Clara Sue insistió en que había pasado por el hotel y usted le había dado permiso.
—¿De qué me está hablando, señora Boston? Hace tiempo que no veo a Clara Sue. ¿Qué camión? —El pánico empezó a apoderarse de mí, pero intenté reprimirlo. No llegaría a conclusiones precipitadas. No perdería el control. Todavía no.
—Estaba con un hombre, un camionero. Vinieron a la casa en uno de aquellos camiones grandes, y la señorita Clara Sue se paseó por aquí mirando la casa. Al salir, preguntó si Christie quería salir a dar un paseo en el camión de su amigo. Creo que lo llamó Skipper. Tenía los brazos completamente tatuados. Christie parecía remisa hasta que la señorita Clara Sue dijo que tenía su permiso. La cogió en brazos y se la llevó.
—Dios mío —dije casi sin poder respirar—, iré en seguida. Colgué y le pedí a uno de los botones que fuera en busca de Jimmy. Se reunió conmigo en casa donde una vez le pedí a la señora Boston que repitiese la historia.
—¿Qué ocurre? —preguntó Jimmy cuando llegó, y yo se lo conté.
—No puedo creerme que tuviera la osadía de hacer una cosa así. Esta vez ha ido demasiado lejos. ¿Quién demonios cree que es?
Le pidió a la señora Boston una descripción del camión.
—¿Un camión remolque? —dijo Jimmy, sorprendido—. No resultará difícil dar con él. Cuando les ponga las manos encima… —dijo en tono amenazador, y salió corriendo.
—¡Jimmy, espera! —exclamé, pero él no tenía tiempo que perder.
—Lo siento, Dawn. Pensé…
—No es culpa suya, señora Boston. Le mintió. Menos mal que dudó y me llamó en seguida —dije, no sólo para tranquilizarla sino porque de ese modo evitaba ponerme histérica yo misma.
¿Por qué iba Clara Sue a llevarse a Christie? ¿Qué razones podía tener? ¿Dónde habían ido? ¿Era ésa su forma de vengarse por haberle dicho quién era su verdadero padre?
Telefoneé a Buella Woods para ver si Clara Sue había ido por allí.
—Ni siquiera sabía que estuviera en la zona —dijo Bronson—. Ella y Laura Sue discutieron la semana pasada a causa de un nuevo novio. Laura está descansando. En cuanto despierte le contaré lo ocurrido. Llámanos apenas tengas noticias, y si se pone en contacto con nosotros te llamaré.
—Gracias, Bronson —dije.
—Lo siento. Está empezando en convertirse en un problema serio —añadió antes de colgar.
Después de aquello me senté con la señora Boston a esperar noticias. Pasó más de una hora, y seguíamos sin saber nada. La señora Boston preparó té para las dos, y permanecimos sentadas, mirando por la ventana.
—Quizá debería llamar a la Policía —dijo la señora Boston—. Y contarles… lo que ha ocurrido.
Me di cuenta de que no quería utilizar la palabra «secuestro». Yo ni siquiera quería pensar en ello, pero a medida que pasaba el tiempo y seguía sin tener noticias de Jimmy, comencé a considerarlo como una posibilidad. Christie no quería en exceso a Clara Sue. Ni siquiera le gustaba llamarla «tía». Yo sabía que la niña se sentía incómoda en su presencia, y no hacía falta tener demasiada imaginación para suponer lo asustada e infeliz que se sentiría en esos momentos. La mera idea de que estuviese atrapada en aquel camión con Clara Sue y uno de sus asquerosos novios me ponía la piel de gallina. Era como si una pequeña mano con uñas afiladas estuviera arañando el interior de mi estómago. Hice lo imposible por no explotar y ponerme a chillar.
Finalmente, veinte minutos más tarde, vimos llegar el coche de Jimmy y las dos salimos a su encuentro.
—No los he visto por ninguna parte —declaró—. Es como si se hubieran esfumado. Señora Boston, ¿está segura de la descripción que me ha dado del camión?
—Sí —respondió ella, y se echó a llorar. Tuve que abrazarla y volver a tranquilizarla.
—Jimmy —dije—, será mejor que llamemos a la Policía.
Asintió y entró en la casa para hacerlo.
—Por favor, señora Boston, no llore —le rogué—. Nadie la culpa. Vamos, entremos a sentarnos.
La Policía llegó al cabo de diez minutos, y le contamos lo ocurrido. De inmediato dieron por radio una descripción del camión a las otras patrullas. Una vez más el tiempo transcurrió lentamente. Cuando oscureció no pude evitar apartarme del grupo y llorar. Por fin, poco después de las siete y media, oímos el rugido del motor de un camión. Salimos a toda prisa y vimos un coche patrulla con su luz intermitente escoltando un camión. En cuanto éste se detuvo frente a nuestra casa, se abrió la puerta y apareció Clara Sue, quien depositó a Christie en el suelo.
—¡Mamá! —exclamó, la pequeña, y se echó a correr hacia mis brazos. La abracé y la sostuve con fuerza, besándola en la cara y la cabeza.
Jimmy se acercó. Estaba furioso.
—¿Cómo te atreves a llevártela sin nuestro permiso? —le preguntó a Clara Sue.
—¿Por qué está todo el mundo tan excitado? —dijo ella sin inmutarse, con una sonrisa sardónica dibujada en el rostro. No se bajó del camión—. Yo y Skipper nos la llevamos a hacer un recado y después a tomar una hamburguesa. ¿Verdad, Skipper, cariño?
—Así es —contestó el hombre alto y delgado que estaba sentado a su lado.
—No tenías derecho a hacer una cosa así —exclamé, apretando a Christie contra mi cuerpo posesivamente.
Clara Sue sonrió fríamente y hundió la mano en el bolso para buscar un cepillo para el pelo. Les dedicó una sonrisa a los policías.
—Sólo quería ser una buena tía —dijo ladeando la cabeza—. Todo el mundo se queja de que no me ocupo lo suficiente de mi familia, y cuando intento hacer algo agradable me gritan. ¿Ves, Skipper, ves cómo no vale la pena ser simpática? —dijo, y empezó a cepillarse el cabello como si estuviese a punto de salir a escena.
—Bruja —chilló Jimmy.
—Oye —dijo el hombre que acompañaba a Clara Sue, inclinándose hacia nosotros—. Cuidado con lo que dices. —Agitó un puño.
—Sal de ahí si te atreves —dijo Jimmy en tono amenazante.
El novio de Clara Sue empezó a abrir la puerta, pero los dos policías se lo impidieron.
—Un momento —dijo el más alto. Luego se volvió hacia mí—. Señora Longchamp, ¿quiere formular alguna acusación contra esta gente?
—¿Acusaciones contra esta gente? —exclamó Clara Sue—. Yo soy su tía. No puede acusarnos de nada. Me llevé a mi sobrina a dar un paseo y a cenar. Se lo pasó bien, ¿verdad, cariño? —canturreó.
Christie hundió la cara en mi hombro.
—Eres tan irresponsable y odiosa —le espeté—. Aterrorizar a una niña para satisfacerte a ti misma. Eres despreciable. No haré acusación alguna —dije, deseosa de que aquel horror terminase de una vez—. Pero nunca jamás en tu vida vuelvas a poner los pies en esta casa.
—Éste es el agradecimiento que recibo por ser una buena tía —dijo Clara Sue—. Vamos, Skipper. Estas personas son unas desagradecidas. —Se echó a reír—. Que disfrutéis de la vida. Una vida construida con un dinero que debería haber sido mío —agregó, y dio un portazo.
Jimmy bufaba de cólera, pero el policía lo mantuvo alejado. El camión se puso en marcha y poco después lo vimos alejarse. Todo el tiempo Christie mantuvo su carita hundida en mi hombro.
—¿Estás bien, cariño? —le pregunté.
Asintió. A continuación levantó la cabeza.
—La tía Clara Sue me ordenó que me quedase sentada mientras ella y Skipper bailaban en el restaurante. Huele muy mal y le falta un diente aquí —dijo, y se llevó el dedo a la boca.
—Pobre niña —dijo la señora Boston—. ¿Tienes hambre, Christie?
—La llevaremos arriba y le daremos un buen baño caliente, señora Boston —dije.
—Claro. Ven con la señora Boston —dijo al tiempo que extendía los brazos. Christie se acercó a ella alegremente.
—Nos aseguraremos que salgan de la ciudad, señora Longchamp —dijo el policía.
—Gracias.
—¿Dónde los encontró? —preguntó Jimmy.
—En «Hoagie’s Diner» —contestó el policía.
—No se me ocurrió mirar allí —murmuró Jimmy—. Tuvieron suerte de que no lo hiciera.
Lo cogí del brazo y seguimos a la señora Boston y a Christie al interior de casa. Otra crisis provocada por Clara Sue había llegado a su fin. Era como una nube negra llena de lluvia, siempre dispuesta a estropear un bonito día.
A finales de la primavera, Betty Ann anunció que estaba embarazada. Yo me alegré por ella, claro, y Jimmy también, pero aquello pareció acentuar mi incapacidad para concebir un niño. Acepté las sugerencias de Jimmy y nos sometimos a nuevos exámenes. Tras completar las pruebas nos reunimos con el doctor Lester en su despacho.
—Los resultados no me sorprenden —dijo, reclinándose en su sillón y colocando los dedos bajo la barbilla—. No ha cambiado nada. Los dos disfrutáis de una salud excelente y sois fértiles.
—Entonces, ¿qué ocurre? —quiso saber Jimmy—. Le puedo asegurar que no es por no intentarlo —dijo sin advertir el énfasis que ponía en sus palabras hasta que me miró—. Quiero decir…
—Ya, ya, lo entiendo —dijo el doctor Lester. Se inclinó sobre el escritorio y me miró fijamente—. Dawn, ¿cómo te encuentras emocionalmente ahora? No quisiera ser entrometido pero, ¿eres feliz?
—¿Feliz? —miré a Jimmy, que esperaba mi respuesta con casi tanta ansiedad como el médico—. Pues, claro. Las cosas nos van muy bien. Tenemos un nuevo hogar. Christie, gracias a Dios, es una niña sana y alegre. El hotel está funcionando perfectamente, y todos nos entendemos… Soy feliz —insistí, pero parecía enfadada.
El doctor Lester arqueó las cejas.
—Bueno, bueno —dijo—. Emocionalmente estás bien… ya no sufres aquellos cambios de humor de los que habíamos hablado, cuando te sentías triste sin motivo aparente.
—Pues… no —dije.
El asintió sin dejar de observarme. A continuación se retrepó en el sillón y encogió los hombros.
—La naturaleza tiene sus cosas —dijo—. La medicina puede resolver los problemas hasta un cierto punto, pero después depende de fuerzas que escapan a nuestro control.
—He oído hablar de ciertas drogas para aumentar la fertilidad —dijo Jimmy. Yo me sorprendí. Nunca antes lo había mencionado.
—Bueno, existen algunas que puedo daros, pero eso no me preocupa, considerando vuestra fertilidad, y además existen algunos efectos secundarios y resultados inesperados. ¿Por qué arriesgarse y poner en peligro a vuestros hijos?
—No, no, claro que no —respondió Jimmy de inmediato—. Pensaba…
—Creo —dijo el doctor Lester, asintiendo— que todo se resolverá a su debido tiempo. Cuando exista la combinación correcta de factores, tanto físicos como mentales y emocionales, entonces quedarás embarazada. No olvides que has pasado por una experiencia muy traumática. En ocasiones el cuerpo se comporta de forma misteriosa, y puede que todavía tenga cierta timidez. —Sonrió—. Creo que me entendéis. Daros un poco más de tiempo —dijo, y se puso de pie.
—Lo siento, Jimmy —dije cuando estábamos en el coche—. Sé que es culpa mía. El doctor Lester lo ha dejado muy claro.
—Oh, no. No puedes culparte. Tú no buscaste sufrir ninguna experiencia traumática. Oye —dijo—, haremos exactamente lo que nos ha dicho… lo seguiremos intentando. —Sonrió y me besó en la mejilla.
A primeros de enero, Betty Ann dio a luz una pareja de preciosos gemelos, un chico y una chica. Ambos eran tan rubios como lo habíamos sido Philip y yo, pero sus ojos eran castaños como los de Betty Ann, sólo que parecían más vivos. Sus rasgos eran idénticos; tenían una nariz bonita y diminuta y labios llenos y suaves. Allí en la sala de maternidad parecían seguir compartiendo el mismo útero, ya que cuando uno empezaba a llorar, de inmediato lo seguía el otro. Agitaban los brazos y cerraban los puños casi al mismo tiempo, como si sincronizaran sus movimientos.
Jimmy levantó a Christie para que pudiera ver a sus nuevos primos. La pequeña abrió los ojos como platos al observar a los dos bebés.
—Al chico le hemos puesto el nombre de Richard Stanley Cutler, y la chica se llamará Melanie Rose —anunció Philip, orgulloso. A continuación miró a Christie y preguntó: ¿Sabes decir Richard y Melanie?
Christie asintió, todavía demasiado aturdida para responder.
—Adelante, entonces —insistió Philip—. Dilo. Primero Richard.
—Richard —pronunció Christie perfectamente.
—Y Melanie Rose.
—Mell… —Christie hizo una pausa y me miró. Yo asentí para animarla, pero con los nervios se había olvidado del resto—. Mellon —dijo y todos nos echamos a reír.
—Estoy seguro de que ése será su sobrenombre —dijo Philip—. Me gusta.
Podría haberme imaginado la reacción de mamá ante el nacimiento de los gemelos. Bronson se alegraba por Philip y Betty Ann, pero mamá parecía atontada. La presencia de dos nietos más —dos razones más para sentirse abuela— le deprimía. Sonrió y besó a Philip. Incluso se comportó de forma maternal con Betty Ann, pero no quiso perder tiempo con los bebés. Al día siguiente, como si tuviera que huir de la realidad, reservó plazas para ella y Bronson en un crucero y estuvo fuera durante dos semanas.
Philip contrató a una enfermera para que ayudara a Betty Ann después de que ella y los niños volvieran a casa. La llegada de los rubios gemelos fue todo un acontecimiento en el hotel. Cuando empezaron a pasear en cochecito se convirtieron en un auténtico fenómeno; los huéspedes dejaban lo que estuvieran haciendo y se acercaban a ellos formando pequeñas aglomeraciones. Los dos parecían comprender el poder que tenían. Sonreían, canturreaban y extendían los bracitos. Todos hablaban del buen humor de los niños.
Christie nunca se sentía más contenta que cuando Betty Ann o Philip la dejaban empujar el cochecito doble por los pasillos del edificio principal o por los senderos del jardín. En cuanto se despertaba por la mañana pedía permiso para ir a visitar a Richard y Mellon. Con casi cinco años tenía edad suficiente para ir sola hasta el hotel. Betty Ann comentó, y yo misma lo comprobé, la seriedad y madurez con que trataba a sus pequeños primos. La señora Caldwell, la enfermera, una agradable mujer de mediana edad, me dijo que no sentía ningún temor al dejar que Christie sostuviera los pequeños en brazos o incluso que les diera de comer.
—Parecen quererla tanto como ella los quiere —dijo la señora Caldwell—. En cuanto Christie coge a uno en brazos los dos dejan de llorar. Es sorprendente. He visto muchos gemelos, pero nunca una pareja cuyos deseos y necesidades estén tan en sintonía.
Aquel otoño, a Christie le llegó la hora de ir a la escuela, lo cual hizo que estuviese completamente alborotada. Tenía muchas ganas de que comenzaran las clases, pero no le gustaba nada la idea de estar lejos de los gemelos durante todo el día. Tanto Sissy como la señora Boston le habían empezado a enseñar a leer y ella se mostraba interesada por todo. Sus ganas de aprender obligaban a todos los que la rodeaban a responder una y otra vez a sus preguntas. Era capaz de agotar a cualquiera. Yo no podía evitar recordar a Randolph hablando con ella horas y horas cuando la niña sólo era capaz de emitir sonidos apenas inteligibles. Pero tenía paciencia y gran capacidad de concentración y era muy persistente. Cuando quería hacer algo insistía en ello con terquedad hasta que quedaba satisfecha.
Esto era especialmente así en todo lo que tuviese que ver con la música. Milt Jacobs, nuestro pianista, estaba tan impresionado con sus habilidades que me preguntó si podía enseñarle algunas cosas. Quería hacerlo durante su tiempo libre, sólo por el placer de verla aprender, pero yo insistí en pagarle las lecciones. Como resultado de todo ello Christie tenía un día lleno de actividades para tratarse de una niña de cinco años. Asistía a la escuela hasta las dos y media. Julius la recogía con la limusina del hotel. A las tres y media iba al salón de baile para la lección de piano. A continuación salía corriendo para ayudar a la señora Caldwell con la cena de los gemelos.
A estas alturas Christie era una niña querida por todos. En ocasiones yo acudía a la recepción y la encontraba detrás del mostrador, de pie sobre un taburete, saludando a la gente. Incluso le enseñaron a contestar el teléfono y responder adecuadamente algunas de las preguntas que le hacían los clientes. A los huéspedes que llamaban les divertía oír su vocecita informando sobre el precio de una habitación doble o sencilla. Por supuesto, si seguían preguntando Christie le pasaba el teléfono a la recepcionista.
En resumen, el hotel se había convertido en su campo de recreo. Sabía el nombre de pila de todos los botones y de muchos de los camareros. Había llegado el punto de recordar los nombres de algunos huéspedes habituales, la mayoría de los cuales le trataban con grandes muestras de cariño. Nunca olvidaré la primera vez que le dieron una propina. Entró corriendo en mi despacho, casi sin aliento, las doradas coletas balanceándose por encima de los hombros y me enseñó el dólar.
—¡Mira, mamá! —exclamó.
—Un dólar. ¿Dónde lo has conseguido?
—El señor Quarters me lo dio por haberle llevado un vaso de leche caliente a la sala de juego —dijo—. Y no vertí ni una gota.
—¿Quarters? —Pensé un momento—. Ah, quieres decir el señor Cauthers. Qué bien. Tendrás que ir a enseñárselo a papá —dije.
—Y a tía Bet, también. Voy ahora mismo —dijo y salió corriendo sosteniendo el dólar con orgullo en el puño.
Qué diferente era la infancia de Christie de la que habíamos tenido Jimmy y yo, pensé. Nosotros siempre habíamos sido como huéspedes, viviendo en un lugar u otro durante un corto período, haciendo amigos y después partiendo. Las caras y los nombres se difuminaban en nuestra mente al cabo de un tiempo. No conseguía recordar ni una sola de las amigas que había tenido en la escuela. Christie, por el contrario, había desarrollado una enorme y extensa familia: la familia del hotel. Tenía docenas de personas que la cuidaban y mimaban.
Y ella quería a todos. Sin lugar a dudas había heredado de Michael ese deseo de ser siempre el centro de atención. Le encantaba estar rodeada de gente, quería actuar siempre que le fuese posible, tanto tocando el piano o cantando como recitando algo que acababa de aprender. No se hacía rogar, bastaba con una petición y un aplauso.
El hotel realmente se había convertido en un lugar alegre para todos nosotros. Afortunadamente, mis temores acerca de Philip habían disminuido con el correr del tiempo. Con su interés por el hotel y el nacimiento de los gemelos, Philip pareció aceptar la vida que había elegido y, como yo, estaba dispuesto a asumir las cartas que el destino le había dado. Siempre que él, Betty Ann, Jimmy y yo hacíamos algo juntos, se mostraba atento con su esposa, y aunque en ocasiones me dirigía una mirada llena de deseo, no me molestaba ni asustaba con sus referencias al amor eterno que sentía por mí y al continuo sufrimiento que padecía a causa de ello.
Sin embargo, un cálido día de verano, cuando estaba en el jardín hablando con la señora Caldwell, quien había sacado a pasear a los gemelos, Philip se situó a mi lado y me susurró algo al oído.
—¿Sabes por qué me alegro de haber tenido gemelos? —preguntó.
—¿Por qué? —pregunté, esperando que hiciera algún tipo de broma. Tenía una amplia y suave sonrisa en los labios.
—Porque es como si hubiera uno para ti y otro para Betty Ann. Ya sé que tú y Jimmy habéis estado intentando tener otro hijo —añadió rápidamente, antes de que pudiera responder—. Conmigo lo habrías conseguido —dijo. Sentí que me ruborizaba—. ¿Cuál de los dos crees que sería el nuestro? —preguntó con gran seriedad.
Durante un momento me quedé sin habla, de modo que él continuó hablando mientras observaba a uno de los gemelos.
—A menudo me imagino que Richard es nuestro hijo. Me recuerda mucho a ti. No sé por qué, pero así es.
Lo aparté de la señora Caldwell para que ésta no oyera sus palabras.
—Philip, decir eso es terrible. Esos niños son tuyos y de Betty Ann. Le rompería el corazón saber que tienes fantasías de que uno de ellos es mío.
—No puedo evitar los sueños —contestó.
—Pues deberías intentarlo —repliqué y me alejé de él, agitada.
Creo que lo que más me aterrorizaba era la forma en que mi incapacidad para quedar embarazada se había convertido en el comentario de todos. Por supuesto era normal que la gente se preguntara por qué Jimmy y yo no habíamos tenido un hijo después de mi aborto. En una comunidad tan pequeña como Cutler’s Cove no era difícil imaginar que prácticamente todo el mundo sabía que no existía ninguna razón física para ello. En esta vieja ciudad costera abundaba el cotilleo, como en cualquier otra parte. En más de una ocasión, especialmente durante nuestras conversaciones telefónicas, mamá me confirmaba que aquello era un tema de conversación habitual.
—Catherine Peabody me ha preguntado por qué tú y James no habéis intentado tener otro hijo —dijo—. ¿Has visto qué atrevimiento? Estuve a punto de decirle que no era asunto suyo, pero en vez de eso contesté que tú y James os comportabais con sensatez. Dije que los dos erais muy jóvenes y que estabais demasiado ocupados como para tener un montón de hijos.
—Diles lo que quieras, mamá —dije secamente. El tema me agotaba. Me sentía hundida, derrotada y hastiada de tanto preocuparme por ello. Estaba a punto de rendirme y aceptar el hecho de que nunca ocurriría.
Creo que también Jimmy empezaba a sentir lo mismo. No es que dejáramos de hacer el amor y de pensar en ello, pero él ya no me preguntaba cómo estaba y si tenía síntomas de embarazo. De hecho, el nacimiento de los gemelos y mi incapacidad para concebir un hijo hicieron que Jimmy volviera a pensar en Fern. Sabía que él y Papá Longchamp mencionaban el tema en sus cartas. Continuamente invitábamos al hotel a Papá Longchamp y a su nueva esposa, Edwina, pero él siempre tenía una excusa u otra para no venir. Finalmente, un día Jimmy decidió que debíamos ir a visitarlo.
Yo había salido temprano del hotel para ir a pasar un rato en nuestro recién construido mirador. El sol del atardecer proyectaba frescas sombras sobre el césped y los setos del jardín. En la distancia el tranquilo y plateado océano resplandecía. Me sentía algo melancólica. Durante todo el día había estado recordando cosas de Mamá Longchamp y de mi infancia, una época que concebía más como un sueño que como algo real.
—De modo que estás aquí —dijo Jimmy, acercándose—. Te he estado buscando.
—Sentí pereza —dije— y decidí regresar pronto.
—Deberías tomarte más tiempo libre. Este hotel puede funcionar solo. En cualquier caso, por eso te buscaba —dijo—. Hoy he recibido un nuevo paquete de fotos de Papá Longchamp. Mira lo grande que está Gavin —dijo, y me pasó una fotografía.
—Se está poniendo guapo —dije, mirando al chico de cabello moreno y ojos oscuros. Era enjuto y delgado como Papá Longchamp, y tenía una sonrisa muy bonita.
—Debería ir a ver a mi hermano —dijo—. No está bien que no nos conozcamos.
—Por supuesto, Jimmy. Pero quizá deberías ir solo —dije.
—¿Qué? ¿Por qué?
—No lo sé… quizá Papá Longchamp siga sintiéndose incómodo al verme —dije—. Seguramente por eso no quiere venir aquí. Puedes decirle que estaba demasiado ocupada con el hotel para marcharme en este momento.
—¿Estás segura de que no es al revés? —preguntó Jimmy.
—¿Qué quieres decir?
—¿Estás segura de que no eres tú la que se siente incómoda? —insistió, y me dirigió una mirada cargada de sospecha.
—Jimmy, ¿cómo puedes decir una cosa así? Quería que viniera al hotel, ¿verdad?
—Sí, pero a lo mejor sabías que nunca lo haría —contestó—. Y nunca te molestó mucho que no apareciera por aquí. —Me miró fijamente, y yo tuve que apartar la mirada. Era como si Jimmy pudiera ver mi corazón y descubrir mis temores—. Tú fuiste la que me convenció de que lo perdonara y fuese a verlo —me recordó—. Y ahora resulta que lo odias.
—¡Oh!, Jimmy, no lo odio. Es que… es que…
—¿Qué? —preguntó con tono perentorio.
—Tengo miedo —respondí—. No puedo evitarlo. No sé por qué tengo miedo, pero lo tengo.
Se quedó mirándome, evidentemente confundido.
—¿De qué tienes miedo? ¿De que salga a relucir el pasado?
—¡Oh!, Jimmy —dije, decidida a soltarlo todo—, nos educó como hermanos, y ahora estamos casados. Tengo miedo de mirarlo a la cara.
—Pero… pero él sabía la verdad —exclamó.
—Jimmy, durante todo el tiempo que estuve con él y Mamá Longchamp no se me ocurrió pensar ni por un instante que no era su hija. Yo creo que ellos llegaron a pensar lo mismo. La verdad a veces cambia igual que un camaleón se transforma para ajustarse a cualquier hora del día. Papá Longchamp no puede mirarnos sin recordar que compartíamos una habitación, nuestras pobres cenas, incluso algunas prendas de vestir. Y cuando me mire y recuerde el pasado lo más probable es que se sienta mal, aunque yo no quiera que ocurra.
—Pero…
—Jimmy, ve tú solo. Esta primera vez —le rogué—. Te prometo que la próxima visita que hagas iré contigo —dije.
Me miró fijamente un momento y a continuación asintió con la cabeza.
—De acuerdo —dijo por fin—. Quiero hablar con papá de Fern. El también la ha estado buscando. No entiendo por qué el señor Updike no ha podido averiguar nada en todo este tiempo, especialmente si se considera que cuenta con los servicios de un detective profesional.
—El detective ya no se ocupa del asunto —dije después de respirar profundamente.
Jimmy se puso rojo como un tomate.
—¿Qué? ¿Por qué no? —exigió saber.
—Ya te lo dije, Jimmy. Hay leyes que protegen la intimidad, y nosotros no podemos saltárnoslas. El señor Updike me recomendó que lo dejáramos.
—Por lo que yo sé, las personas ricas se saltan las leyes cuando les conviene, y después contratan a grandes abogados como el señor Updike para arreglar el asunto. Quizá necesitemos un abogado distinto para esto —sugirió—. Uno que sea menos escrupuloso. En cualquier caso, ¿por qué no me dijiste que el detective había abandonado la búsqueda?
—No quería entristecerte, Jimmy.
—Eso no está bien, Dawn. Deberías habérmelo dicho. Papá también pensaba que teníamos contratado a un detective. —Sacudió la cabeza—. No está bien.
—Jimmy, aunque la encontrásemos, resultaría muy extraño para ella. Tiene casi diez años —le recordé—. Y ha estado viviendo con otra familia y utilizando otro nombre. Lo más probable es que nunca le hayan dicho que es adoptada. Puede que le hagamos más mal que bien.
—Me sorprendes, Dawn —dijo con los ojos llenos de dolor e ira—. Si realmente volviera a ser tu hermana, pensarías de forma diferente, estoy seguro. —Se dio la vuelta y me dejó allí sentada en el mirador.
Mi corazón era como un trozo de plomo, y me sentí palidecer. Jimmy nunca me había mirado con ira, ni yo jamás lo había herido tan profundamente. Me había quedado sin habla, sorprendida de mis actos. ¿Por qué había esperado tanto tiempo a decírselo y cómo podía haberlo hecho con tanta frialdad? Era como si la abuela Cutler hubiera puesto las palabras en mi boca.
Fui corriendo tras él y descubrí que se había ido al otro lado de la casa y que contemplaba el horizonte con la mirada ausente.
—¡Oh!, Jimmy —dije, abrazándolo—, lo siento. No era mi intención ocultarte nada, y tampoco quería decir lo que he dicho. Claro que debemos encontrar a Fern. Yo, más que nadie en el mundo, debería recordar lo importante que es saber quién es uno en realidad. No sé qué me ocurrió. Supongo que me siento frustrada e infeliz por no poder quedar embarazada. Sé lo mucho que deseas tener un niño.
—¿Lo deseas tú, Dawn? —preguntó, al tiempo que me miraba con ojos encantadores.
—Sí, lo deseo. De verdad —dije con todo mi corazón—. Oh, Jimmy, si realmente quieres que vaya contigo…
—No —dijo—. Quizás estuvieras en lo cierto. En cualquier caso, no me quedaré mucho tiempo.
—Te echaré de menos por poco tiempo que estés fuera —dije.
Me besó, pero era como si una pequeña grieta se hubiera abierto en el resplandeciente barniz de nuestro amor. Su beso no fue ni tan largo ni tan profundo como de costumbre, y en cuanto me lo hubo dado se alejó apresuradamente a hacer las maletas.
Permanecí inmóvil. Me sentía como un pequeño pájaro abandonado ante la inminente llegada del invierno.