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ASUNTOS DE FAMILIA

Un gran número de personas asistieron a la graduación de Philip. Jimmy y yo fuimos con Bronson y mamá en la limusina de Bronson. Yo quería llevar a Christie, pero mi madre insistió en que no era lugar para niños. Sin embargo, cuando llegamos y nos acomodamos, vimos una docena de niños mucho menores que mi hija. Estaba segura de que habría disfrutado con la ceremonia.

Era un bello y cálido día de primavera, de modo que la ceremonia se celebró en el exterior. Mamá era un manojo de nervios y miraba a uno y otro lado cada cinco minutos, ansiosa por ver llegar a Clara Sue con su «amigo», como ahora lo llamaba.

Los padres de Betty Ann no se sentaron con nosotros. Tenían su propio grupo de amigos y parientes, y sólo nos detuvimos un momento para saludarlos. Decidí que mamá tenía razón al referirse a Claudine Monroe como «aquella mujer», ya que mostró poco interés en conocernos a mí y a Jimmy y se comportó de forma brusca. Tras las presentaciones se alejó para saludar a otras personas. Stuart Monroe era mucho más cariñoso y simpático. En mi opinión, Betty Ann había heredado la fealdad de su madre, quien, a pesar de ser alta y tener un porte majestuoso, poseía rasgos poco destacados y la misma tez pálida y el cabello sin brillo de su hija.

Ocupamos nuestros lugares momentos antes de que el director de escena hiciera señas a la banda para que iniciara la marcha.

—¿Dónde está? —murmuró mamá, al tiempo que giraba la cabeza en todas direcciones como una veleta en un día ventoso.

—Quizá en el último momento decidió no venir —dijo Bronson.

—Eso espero —acotó mamá.

Sonó la música, y la audiencia se puso en pie cuando los graduados iniciaron su paseo hasta el estrado. Philip nos dedicó una sonrisa en cuanto nos vio. Los mechones de su cabello y sus ojos azules reflejaban el resplandor del sol. Bronson había llevado una máquina y empezó a sacar fotos. En cuanto los graduados llegaron al estrado nos sentamos, y comenzó el acto. Casi me había olvidado de Clara Sue hasta que el orador principal promedió su discurso. Se trataba de un senador del Estado y todos lo escuchábamos atentamente cuando, de pronto, oímos un murmullo detrás de nosotros; nos volvimos. Clara Sue y su «amigo» avanzaban por el pasillo central, ella aparentemente muy divertida por haber interrumpido la ceremonia. Cogía al hombre de la mano y siguió adelante como si lo arrastrara hasta un asiento. Pero eso no fue lo que dejó atónito al público, sino su vestimenta: una minifalda de cuero negra y una ligera blusa de seda blanca sin tirantes que dejaba al descubierto algo más que la parte superior de sus senos. De hecho, mientras recorría el pasillo sobre sus zapatos de tacones altos parecía como si los pechos estuvieran a punto de salirse por encima de la blusa en cualquier momento.

Lucía una permanente que hacía que el cabello cayese sobre sus hombros en forma de melena salvaje. Se había puesto toneladas de maquillaje: rímel de color azul fuerte, pintalabios rojo y capas y capas de colorete. Sus largos pendientes de oro se balanceaban cuando deliberadamente se volvía a un lado y a otro para sonreír a los hombres, que la miraban estupefactos.

Su «amigo» era alto y delgado y tenía el cabello prematuramente canoso. Su nariz era delgada, sus ojos redondos, su boca grande y su mandíbula cuadrada. Vestía un traje gris y una corbata del mismo tono, y en conjunto parecía un hombre de negocios al que Clara Sue hubiera recogido en la calle para que la acompañase.

Finalmente, cuando Clara Sue dio con nosotros, se detuvieron. Bronson había reservado dos asientos a su lado, lo cual mantenía a Clara Sue alejada de Jimmy y de mí. Al ir a ocupar su asiento molestó a todo el mundo, y tropezó con un hombre mayor al que los ojos se le salieron de las órbitas cuando vio los pechos de Clara Sue sobre su rostro. Avergonzado, lo único que pudo hacer fue esperar a que el «amigo» la ayudara a levantarse y la condujera hacia delante con las manos sobre las caderas. Clara Sue se dejó caer sobre el asiento al lado de Bronson, riendo. Todos nos miraban furiosos. La conmoción había llegado hasta el senador, quien hizo una pausa en su discurso. Afortunadamente continuó enseguida, con lo cual dejamos de ser el centro de atención.

Si mi madre hubiera podido esconderse bajo el asiento lo habría hecho. Se había hundido en la silla todo lo posible y miraba fijamente hacia delante como si lo que estaba ocurriendo no tuviera nada que ver con ella.

—Siento que nos hayamos retrasado —le dijo Clara Sue a Bronson con una risita lo suficientemente alta como para que los ocupantes de las cinco filas contiguas la oyeran—, pero perdí las invitaciones y me olvidé de la hora.

—Shhh —protestó alguien.

—Tengo que presentaros a Charlie —dijo Clara Sue, sin inmutarse.

—Después del discurso —le aconsejó Bronson, al tiempo que se llevaba el dedo índice a la boca.

Clara Sue puso mala cara, y entonces me vio. Puso sobre mí sus ojos fríos y llenos de odio, y a continuación se cruzó de brazos bajo el escasamente cubierto pecho y se enfurruñó como una niña pequeña.

Cuando el discurso hubo terminado se procedió a la entrega de diplomas. Clara Sue, a quien nada de aquello le interesaba, hizo un nuevo intento de presentar a su «amigo». Advertí que Bronson pensó que sería mejor acabar con el asunto.

—Éste es Charlie Goodwin —dijo Clara Sue—. Es propietario de una bolera en Tampa. Mi padrastro y mi madre —dijo Clara Sue, señalando a Bronson y a mamá.

Bronson le dio la mano, pero mi madre permaneció imperturbable y le dirigió una fugaz sonrisa. Obviamente, Clara Sue no hizo ningún esfuerzo por presentarnos a Jimmy y a mí. Quien lo hizo fue Bronson, pero sólo después de que los graduados abandonaran el estrado. Cuando nos presentaron, Charlie Goodwin me miró de arriba abajo como si tuviera el poder de desvestirme con la mirada. No me gustaba nada el modo en que sonreía.

—Encantado —dijo. Su mano, delgada y huesuda, pareció resbalar sobre la mía. No pude esperar a que apartara los dedos. A Jimmy le dedicó una mirada pasajera y volvió a posar sus ojos en mí. De inmediato, Clara Sue lo abrazó y le susurró algo al oído. Él abrió los ojos como platos y se echó a reír. Pude comprobar que le encantaba todo lo que Clara Sue hacía y que le excitaban las atenciones que tan voluptuosa joven le concedía.

Justo antes de que llegara Philip mamá llevó a Clara Sue aparte. No pude evitar oír la conversación.

—¿No te das cuenta de lo que me estás haciendo? ¿Cómo se te ocurre venir vestida de este modo y armar tanto escándalo? —exclamó—. Y acompañada de… de ese hombre.

—¡Oh!, por favor, mamá —respondió Clara Sue—. No empieces. Soy muy feliz con Charlie.

—¿Feliz? ¿Cómo puedes ser feliz con un hombre que te dobla la edad?

—No me dobla la edad, y me gusta su pelo canoso —dijo Clara Sue—. Hace que parezca más distinguido.

—¡Distinguido! Ese hombre no tiene nada de distinguido —le espetó mi madre.

—Aquí viene Philip. Tengo que presentárselo —dijo Clara Sue, y se alejó corriendo antes de que mamá pudiera añadir una palabra. Pensé que mi madre desfallecería de vergüenza, y tuvimos que abandonar la ceremonia de graduación tras felicitar a Philip y Betty Ann.

En el camino de regreso a casa mamá se lamentó y lloró ante lo bochornoso del comportamiento de Clara Sue.

—¿Te imaginas lo que deben de pensar de nosotros los Monroe? ¿Y lo que dirán sus amistades? Pobre Philip. Me dio tanta pena, especialmente cuando Clara Sue le presentó a ese hombre delante de todos sus amigos. ¿Qué pretende de un hombre así? ¿Alguien puede decírmelo?

Como Bronson y yo permanecimos en silencio, se volvió hacia Jimmy.

—¿Qué piensas tú, James? —le preguntó—. Tú estuviste en el Ejército; deberías saber de estas cosas.

Ninguno de nosotros entendía qué podía tener que ver el hecho de que mi esposo hubiera estado en el Ejército, pero Jimmy tenía una respuesta preparada.

—Sólo lo hace por llevar la contraria —dijo. Mamá asintió. A continuación Jimmy se inclinó hacia mí, y en un susurro añadió—: Y no será la última vez que lo haga.

Philip insistió en regresar al hotel y ponerse a trabajar, aunque sólo faltara una semana para su boda. Jimmy opinaba que tendría demasiadas cosas en la cabeza como para prestar atención a lo que hacía, pero Philip replicó que a menos que se mantuviese ocupado, se volvería loco. Faltaban dos semanas para que nos mudáramos a nuestra nueva casa y Philip se pasaba la mayor parte del tiempo en la obra comprobando los detalles finales con Jimmy.

—Creo que la expectación de casarse está enloqueciendo a Philip —me dijo Jimmy una noche mientras nos preparábamos para ir a dormir.

—¿Por qué dices eso? —pregunté.

—No me importa que me siga por toda la casa ni que esté encima de mí cada vez que compruebo algo, pero las preguntas… —Jimmy sacudió la cabeza.

—¿Qué, por ejemplo? —quise saber.

—Dónde pondremos la cama —respondió Jimmy—. En qué lado de la cama duermes tú. Cuál es tu armario y cuál es el mío. ¿Por qué iban a importarle cosas así? Hoy se sentó delante del tocador y se miró en el espejo durante todo el tiempo que estuve en nuestra suite. Me fui, y cuando regresé pensé que se había marchado, pero lo encontré en el cuarto de baño principal, de pie junto a la bañera, mirándola fijamente. Estaba medio ido, porque tuve que llamarlo tres veces para conseguir que me prestara atención.

»He oído hablar de hombres que se comportan de forma extraña cuando están enamorados, pero… ¿Qué ocurre, Dawn? —preguntó de pronto—. Has puesto una cara extrañísima. —Se echó a reír—. De hecho, es como si hubieses visto un fantasma. ¿Te pasa algo?

—No —contesté al instante con una sonrisa. Rápidamente inventé una respuesta—. Estaba recordando cómo me sentía el día que viniste a Nueva York a visitarme. Tenía la piel de gallina, y además llegaste tarde…

—Lo recuerdo —dijo—. Estaba muy nervioso, pero en cuanto te vi dejé de preocuparme. Supe que debíamos estar juntos; tenía que ocurrir.

—¿Crees que Philip y Betty Ann comparten ese tipo de amor? —preguntó Jimmy.

Me di la vuelta.

—No lo sé. Ella parece quererlo mucho.

—Bueno, me hace feliz que las cosas hayan acabado de este modo; quiero decir que tú fueras su hermana y no la mía. No sé si hubiera llegado a encontrar otra persona —dijo.

—¡Oh!, Jimmy. —Estaba en la cama medio desvestida.

—Oye… estás llorando. ¿Por qué lloras? —preguntó Jimmy. Y se sentó a mi lado y me pasó un brazo por mis hombros.

—Soy feliz de que estés conmigo —dije—. De verdad que lo soy.

Me sonrió y me besó.

Aquella noche intentamos una vez más engendrar nuestro bebé. Mientras hacíamos el amor lo deseé con toda mi alma, pero cuando terminamos, después de besarnos y darnos la vuelta para dormir, tenía una sensación de vacío en mi interior, como si nuestro momento mágico aún no hubiese llegado. Empecé a preguntarme si llegaría alguna vez. Ese pensamiento me asustaba. ¿Qué pasaría si el único hijo que iba a tener en la vida era el que había concebido con Michael? A Jimmy se le rompería el corazón. Ansiaba una familia y constantemente preguntaba si el detective del señor Updike había hecho algún progreso en la búsqueda de Fern. No podía decirle que habíamos dejado de buscar porque más de una vez habíamos llegado a un punto muerto. No tenía el coraje de informarle que los datos eran totalmente inaccesibles para nosotros; se trataba de la ley, y el señor Updike me había advertido que continuar con ello rozaba la ilegalidad.

Mi mente era un torbellino; no podía conciliar el sueño. Cada vez que cerraba los ojos y lo intentaba, veía a Philip de pie en mi nuevo dormitorio mirando con expresión de lujuria mi tocador y bañera. En mi imaginación me veía a mí misma en la bañera, tomando un baño. Levantaba la cabeza, y ahí estaba Philip, sonriéndome. Intentaba que se marchara, pero él daba un paso más hacia delante y se ofrecía a lavarme la espalda. Sin poder evitarlo, me imaginé que me pasaba la esponja por los hombros y que luego descendía lentamente hasta mis pechos.

Gemí, asustada de mis propios pensamientos. Pero no era mi culpa, me dije, sino de Philip. De alguna manera furtiva y maliciosa, se deslizaba con la misma astucia de un zorro en un gallinero por entre las sombras y entraba en mi mundo, al principio sutilmente, para caer después sobre mí y mis pensamientos.

No pude evitar revivir su ataque sexual en la ducha. Me había sentido frustrada, atrapada; no había podido gritar por temor a llamar la atención. Traté de defenderme, pero me resultó imposible.

Y ahora me volvía a sentir amordazada. Tenía miedo de contárselo a Jimmy, pues no sabía cómo reaccionaría. En mi corazón intuía que sospechaba algo, pero que aún no había encontrado el modo de expresarlo en palabras. Pero algún día lo haría, y cuando ese día llegase… Gemí imaginándome la crisis.

—¿Dawn? —preguntó Jimmy—. ¿Estás bien?

—¿Qué? ¡Ah!, sí. He tenido una pesadilla —dije.

—¿Qué pasaba?

—No quiero hablar de ello. Estoy bien. De verdad —insistí.

Me besó para tranquilizarme, y entonces sí que me dormí, con la esperanza de que pudiese librarme de mis temores.

Pero una tarde de esa misma semana Philip entró en mi despacho y se sentó. Cuando le pregunté qué quería, respondió que nada en particular; sólo mirarme mientras trabajaba. Me apoyé en el respaldo de la silla, incapaz de ocultar mi irritación.

—No puedo concentrarme cuando me observan —dije—. De verdad, Philip, si no tienes nada que hacer ¿por qué no vas a visitar a mamá? Está muy nerviosa estos días y le iría bien tu compañía.

A mi madre le aterrorizaba la idea de asistir a la boda de Philip ahora que sabía que Clara Sue y Charlie también irían. Estaba segura de que Clara Sue volvería a comportarse de un modo bochornoso, igual que lo había hecho en la graduación de Philip, mancillando el buen nombre de la familia. Pero a pesar de su reticencia, no podía evitar sentirse intrigada por el acontecimiento. Se esmeró en encontrar el traje más caro y llamativo. Hizo que su peluquera personal experimentara con media docena de peinados hasta que encontró el deseado. Durante toda la semana anterior a la boda, se sometió a tratamientos faciales a diario. Hizo un régimen estricto porque pensaba que su cintura se estaba ensanchando y que tenía los brazos regordetes. Un día se puso histérica porque creía haber visto el principio de una papada. Vino al hotel para que yo confirmara que no era cierto.

—¿Hablas en broma? —exclamó Philip, y se echó a reír—. Mamá no haría más que quejarse y darme recomendaciones acerca de mi boda. Nos volveríamos locos el uno al otro. No, gracias.

—Pues yo no puedo trabajar si te quedas sentado delante de mí, Philip —insistí.

Él asintió y se puso de pie.

—Tu casa está cada vez más preciosa —dijo, con poco entusiasmo.

—Gracias.

—Estoy un poco triste. Ahora que Clara Sue se ha marchado y mamá se ha vuelto a casar y tú te trasladas, no quedará nadie en el ala de la familia excepto yo —se quejó.

—Tú y Betty Ann —le recordé—. Estoy segura de que tendréis hijos. Deberías alegrarte de poder gozar de tanta intimidad.

—Sí —contestó, mirando el suelo. A continuación levantó la vista y sonrió, pero era una sonrisa extraña y oscura.

—No me lo has preguntado, de modo que supongo que no sabes dónde vamos a pasar la luna de miel, ¿verdad? —preguntó.

—No. —Me apoyé en el respaldo de la silla; sentí que se me ponía la piel de gallina—. ¿Dónde iréis?

—Al mismo lugar al que fuisteis tú y Jimmy: Provincetown, en Cape Cod —contestó—. Jimmy me pasó la información. Me sorprende que no te lo haya dicho. ¿O lo hizo?

—No —respondí, negando con la cabeza. Mi corazón empezó a latir con fuerza. Jimmy no me lo había dicho porque sabía que me molestaría—. ¿Nunca has estado en Cape Cod?

—Claro que sí, y Betty Ann también, docenas de veces. De hecho —añadió— sus padres tienen una casa en Hyannis Port.

—Entonces, ¿por qué vais allá? ¿Por qué no elegís algún lugar que no conozcáis para poder ver cosas nuevas? —pregunté, pero temía la respuesta.

—Cuando estás de luna de miel —dijo, los ojos chispeantes— no te importa el paisaje, ¿verdad? No me digas que tú y Jimmy hicisteis mucho turismo —dijo, con una sonrisa maliciosa.

—No tuvimos tiempo de hacer gran cosa. Randolph murió a los pocos días —le recordé.

—Ya, ya —dijo, imperturbable. Mantenía la mirada fija en mí; en su rostro había una sonrisa torcida—. ¿Qué tal es Jimmy como amante? —preguntó.

—No me interesa hablar de eso contigo, Philip —repliqué. Mi tono de voz se hizo frío y cortante como una navaja, pero él sonrió aún más.

—Apuesto a que fue difícil para vosotros. Imagino que pensaríais continuamente que erais hermanos. ¿Cómo lo habéis superado? ¿O no lo habéis superado? —preguntó ladeando ligeramente la cabeza y entrecerrando los ojos.

—Te repito que no me interesa hablar de eso contigo, Philip —dije a viva voz.

Me miró fijamente durante un momento y asintió.

—De acuerdo —dijo—. Lo siento. Supongo que estoy nervioso. Quizá siga tu consejo y vaya a ver a mamá. Necesito divertirme. Siento haberte molestado. —Se dirigió a la puerta. Cuando la hubo abierto se detuvo—. Hablaba en serio cuando dije que me sentiría solo en el ala de la familia. Te echaré de menos, echaré de menos oír tus pasos en la suite contigua a la mía. —Arqueó una ceja—. Se puede oír casi todo, ¿sabes?

Me ruboricé.

—No es que intente escuchar. No pongo la oreja contra la pared ni nada de eso. Sólo es que al cabo de un tiempo uno se acostumbra a ciertos sonidos. —Se encogió de hombros—. ¿Quién sabe? Quizás algún día Betty Ann y yo estemos en nuestra propia casa, no lejos de la vuestra. Entonces el único habitante del ala de la familia será el fantasma de la abuela Cutler —añadió riendo.

Lo miré a los ojos y en mi garganta sentí un grito que pugnaba por salir. Philip sacudió la cabeza y se marchó, cerrando la puerta suavemente a sus espaldas. El silencio que se hizo a mi alrededor me produjo un escalofrío de terror. Me abracé y me recosté en la silla. Era como si el frío saliera de mi interior, como si un trozo de hielo fuera creciendo en mi estómago. Finalmente tuve que levantarme y salir a la calidez del sol. Di la vuelta al hotel y encontré a Jimmy hablando con uno de los empleados de mantenimiento que estaba a punto de limpiar las ventanas.

—Hola —dijo, cuando advirtió mi presencia. Al ver la expresión de mi cara se puso serio—. ¿Ocurre algo?

—¡Oh!, Jimmy —dije—. Quiero que nos traslademos a la casa nueva cuanto antes, mañana, si puede ser.

—¿Mañana? —Se echó a reír.

—Sí, mañana —insistí.

—Pero si la fontanería no está del todo acabada, y ni siquiera tenemos conectado el teléfono, y…

—Entonces ¿cuándo podremos trasladamos? —quise saber.

—Todo marcha según lo previsto, pero supongo que podría acelerar algunas cosas de modo de instalarnos cómodamente dentro de, digamos, una semana. ¿Por qué tanta prisa? —preguntó.

—Nada. Tenías razón en lo de vivir en el hotel —dije—. Necesito tener mi propia casa.

—De acuerdo. Veré lo que puedo hacer para ir más de prisa. Mientras tanto, quizá deberías empezar a pensar en preparar las cosas para el traslado; encárgate de eso.

—Lo haré. Iré a ver a la señora Boston y a Sissy ahora mismo. Gracias —dije, y lo besé en la mejilla—. No es mi intención ser una carga.

—No eres una carga, nunca lo serás. A veces eres un poco latosa, pero una carga…

—De acuerdo, James Gary Longchamp —le recriminé en broma. El se echó a reír, y en aquel momento sentí que el frío y el temor desaparecían de mi cuerpo. Era estupendo tener a Jimmy. Él era mi fuerza, el arco iris al final de todas las tormentas, los rayos de sol que traspasaban todas las nubes.

Regresé al hotel para retomar mi trabajo y enterrar todas mis preocupaciones en el fondo del baúl de los recuerdos, que era donde debían estar.

Pero los malos pensamientos y los problemas encontraban el modo de llegar hasta mi puerta. Dos días antes de la boda de Philip recibí la inesperada visita de Clara Sue y Charlie Goodwin. Estaba en mi despacho leyendo el informe económico y las recomendaciones semanales del señor Dorfman cuando mi puerta se abrió de golpe y apareció Clara Sue como la reina de las pesadillas, vistiendo el mismo ajustado vestido de seda violeta que llevaba la última vez que habíamos estado a solas. Durante el resto de mi vida nunca olvidaría los detalles de aquel día terrible en el que Clara Sue me había robado mi posesión más preciosa: mi bebé. El horror me perseguiría hasta el día de mi muerte.

Clara Sue permanecía ante mí con las manos en las caderas, de modo que al principio no vi a Charlie Goodwin, que estaba detrás de ella, pero cuando dio un paso al frente apareció él, sombrero en mano, con aquella sonrisa maliciosa dibujando una línea torcida desde las comisuras de la boca hasta los extremos de sus enjutas mejillas.

—Vaya, vaya. Mira cómo has cambiado el despacho de la abuela Cutler —exclamó Clara Sue—. Apuesto a que ha costado un dineral y ¿para qué? Sólo para que tú seas feliz, supongo.

—Es mi despacho ahora, Clara Sue —dije, devolviéndole la mirada—. ¿Qué es lo que quieres? Date prisa. Tengo trabajo.

—Yo y Charlie queremos hablar contigo, ¿verdad? —dijo volviéndose hacia él.

—Sí, sí —respondió Charlie sin dejar de sonreír.

—Charlie es un hombre de negocios —se jactó Clara Sue—. Conoce bien todo esto —añadió al tiempo que señalaba las paredes del despacho como si estuvieran cubiertas de cinta perforada de Wall Street.

—¿Hablarme de qué, Clara Sue?

—Del hotel, ¿qué pensabas? —Se dejó caer sobre uno de los sillones de cuero rojo y cruzó las piernas—. Siéntate, Charlie —le ordenó. Charlie se acomodó en el otro sillón.

—¿Cómo va el negocio? —preguntó Clara Sue con tono perentorio.

—Bien —respondí—. Si tienes algo que…

—¿Sabes? —dijo rápidamente inclinándose hacia mí—, yo era a quien la abuela Cutler más quería. Su intención era que fuese la verdadera dueña de este hotel.

Me apoyé en el respaldo de mi asiento y sonreí.

—Me parece que no, Clara Sue. Me oirás decir muchas cosas de la abuela Cutler, pero nunca que era tonta. —Mi comentario tuvo el mismo efecto que una bofetada, y disfruté de la mirada de susto que puso. Retrocedió en el sillón, la sonrisa desapareció de sus labios.

—Eso lo dices tú, pero yo tuve muchas conversaciones con ella antes de que tú aparecieras para arruinarnos la vida —insistió.

—No quiero volver a repetir lo mismo, Clara Sue. Tú y yo no tenemos nada que decirnos. Ahora te pido que te marches. Estoy ocupada.

—No voy a marcharme tan deprisa. Todavía tenemos algunos asuntos pendientes. Y ya te lo he dicho, Dawn —sus ojos resplandecían con malicia—, especialmente la última vez que hablamos, no intentes darme órdenes. —Una horrible sonrisa se dibujó en sus labios—. Te acuerdas de nuestra última conversación, ¿verdad, Dawn? Seguro que no te has olvidado de los detalles. —Se echó a reír cruelmente—. Yo estaba en tu dormitorio, y llevaba exactamente el mismo vestido.

La interrumpí antes de que pudiera continuar.

—¡Nunca, nunca me hables de ese día, asesina! —Perdí el control a medida que la ira que sentía hacia Clara Sue por lo que me había hecho se apoderaba de mí—. Mientras viva jamás olvidaré ese día y lo que me hiciste. La única razón por la que tolero tu presencia aquí es que sé que todo fue un trágico accidente. Tú no sabías que estaba embarazada, sin embargo lo que ocurrió aquel día podría haberse evitado si pusieses fin al odio que sientes por mí. Yo nunca he intentado hacerte daño, Clara Sue.

—Los accidentes ocurren —se mofó—. Se me rompió el corazón cuando me enteré. Pensar que perdí la oportunidad de ser tía otra vez. Por cierto ¿cómo está la malcriada de tu hija? ¿Echa de menos a su tía Clara Sue? Me encantaría verla. Tengo algunas historias que me gustaría contarle. Una es acerca de una princesa llamada Dawn y un enorme lobo malo llamado Michael. —Clara Sue lanzó una carcajada llena de maldad.

—¡Fuera de aquí! —chillé, escandalizada ante sus amenazas de contarle a Christie la verdad sobre sus padres antes de que tuviese edad de entenderlo—. Márchate de aquí antes de que te eche. Ni siquiera puedo entender cómo somos parientes.

—No me voy a marchar —dijo Clara Sue en un gélido susurro—. No hasta que no escuches lo que Charlie tiene que decirte, ¿de acuerdo, Charlie? —Se volvió secamente hacia él. Aquel hombre parecía una marioneta. Se enderezó rápidamente y asintió.

—Tiene razón, señora Longchamp —dijo.

—Llámala Dawn, o mejor, Eugenia —dijo Clara Sue, sonriendo con malicia—. Así es como quería la abuela Cutler que se llamara.

—¿Qué es lo que tiene que decirme, señor Goodwin? —pregunté. Ahora era yo quien se ponía exigente.

—Bueno, Clara Sue me ha estado hablando de la situación del hotel, los testamentos y todo eso. Bien, para ser más claros, señora Longchamp, me parece a mí que no ha recibido lo que en justicia le correspondía. Estoy familiarizado con testamentos y herencias y…

—Clara Sue sabe muy bien que contamos con los servicios de un abogado, el señor Updike, y si tiene alguna queja legal que hacer, debe dirigirse a él —dije secamente.

—El siempre va a hacer lo que tú quieres que haga —dijo Clara Sue—. Has conseguido engañarlo de la misma forma que has engañado a los demás.

—No se me ocurriría hacer nada distinto de lo que me recomienda mi abogado, señor Goodwin —dije, ignorando a Clara Sue por completo—. De modo que si quiere presentar alguna queja en nombre de ella, él es con quien debe hablar. Será un placer darle su número de teléfono dije, y abrí un cajón del escritorio para sacar una de las tarjetas del señor Updike.

—No queremos su número de teléfono —dijo Clara Sue—. Díselo, Charlie.

—¿Decirme qué, señor Goodwin?

—Verá, he discutido la situación de Clara Sue con mi propio abogado, y él considera que existen causas suficientes para impugnar los testamentos, especialmente aquel en que el abuelo le deja una mayoría a usted. No pretendo ser irrespetuoso, pero los hechos son los hechos, y la realidad es que usted es una hija nacida fuera del matrimonio, mientras que Clara Sue es una hija legítima. Nos parece que ella debería recibir un trozo mayor del pastel —concluyó.

—¿Eso piensa? —pregunté.

—Sí, así es —respondió Clara Sue, y me dirigió una mirada arrogante.

La miré a ella y después a Charlie Goodwin, y de pronto me di cuenta del motivo por el cual ese hombre se interesaba por Clara Sue. Seguro que ella le había contado su situación familiar, y él pensó que había encontrado una mina de oro. Charlie Goodwin creía estar cerca del dinero y era como si lo saborease. Se pasó la punta de la lengua por los labios a la espera de que yo cediera a Clara Sue un porcentaje lucrativo del «Cutler’s Cove».

—Me temo que no es así, Clara Sue —dije. Me levanté de la silla, dispuesta a divulgar mi pequeña sorpresa.

Mientras daba la vuelta al escritorio no pude evitar recordar la forma en que la abuela Cutler me había despreciado cuando nos conocimos. Erguida como una reina, comenzó a impartir órdenes con un torrente de autoridad y poder que hizo que mis rodillas empezasen a temblar. A pesar de su cuerpo frágil, tenía una tremenda aura de autoridad y todo el aspecto de ser capaz de limpiar el cielo de nubes u ordenar una tormenta. Lucía su confianza como una vara de acero en la espalda y su voz estaba cargada de fuerza y superioridad. Intentar que cambiase parecía inútil, incluso peligroso.

—¿Que no es así? —exclamó Clara Sue.

Me recliné sobre el escritorio y crucé los brazos cómodamente.

—Que yo sea ilegítima y tú legítima.

Clara Sue se echó a reír.

—No hablo en broma —dije. Dejó de reír—. Durante años me has llamado bastarda, y durante todo ese tiempo tú has sido exactamente lo mismo.

—¿A qué demonios te refieres? —exigió saber. Se irguió en la silla, dispuesta a enfrentarse a mí—. ¿A qué demonios te refieres? —chilló a medida que empezaba a comprender el significado de mis palabras.

—Lo que estoy diciendo, hermana querida, es que el hombre al que tú considerabas tu padre, no lo era —dije, disfrutando de la expresión de asombro de su rostro—. De hecho no llevas sangre Cutler en absoluto. —Me volví hacia Charlie, cuya cara parecía haberse hundido. Sólo sus ojos permanecían abiertos, saltones.

—¿Que no tengo sangre Cutler? ¡Eso es ridículo! —chilló Clara Sue, y dirigió una rápida mirada a Charlie—. No te creas ni una palabra de lo que dice. Son mentiras.

—No tienes por qué creer lo que digo; no tienes por qué escucharme. Lo único que tienes que hacer es hablar con mamá y preguntarle quién es tu verdadero padre. Aún mejor —dije con ironía mientras me apartaba del escritorio— pregúntaselo a Bronson Alcott.

Clara Sue me miró fijamente; a medida que aquella posibilidad iba tomando cuerpo la confianza desaparecía de su rostro. Charlie se revolvió en su sillón. Volví a tornar aliento.

—Bronson —continué— te contará la verdad.

—Estás mintiendo. ¡Eres una sucia mentirosa! —espetó Clara Sue.

—Sólo tienes una forma de enterarte. Como ya te he dicho ve…

—¡Vete al infierno! —exclamó Clara Sue—. Nada de todo esto es verdad.

—Un momento, Clara Sue —dijo Charlie—. Tranquila. Cálmate.

—¿Tranquila? ¿Que me calme? Se está inventando todo esto para impedir que obtenga lo que en justicia me pertenece.

—¿No sabías que mamá y Bronson fueron amantes antes de que ella se casara con Randolph? —le pregunté. Por la forma en que le resplandeció la mirada advertí que algún rumor había oído.

—Eso no significa nada —contestó.

—No. En sí mismo no significa nada. Pero tras mi nacimiento y consiguiente desaparición mamá fue a ver a Bronson, y su amor volvió a renacer. Como resultado de todo ello, naciste tú. Hasta ahora la verdad no tenía importancia, pero si tú y Charlie pensáis seguir adelante con esta vendetta legal, supongo que será mejor que lo sepas todo.

—Puta —dijo Clara Sue, y se puso de pie—. Eres una puta amargada. Eres exactamente igual que ella. Igual de odiosa y… cruel. Vamos, Charlie. Iremos a contarle a mamá lo que ha dicho. Ya verás que miente. ¡Vamos! —chilló al ver que Charlie aún no se había puesto de pie. Apenas lo hubo hecho, Clara Sue lo cogió de la mano y lo arrastró hasta la puerta.

—No has acabado conmigo y yo no he acabado contigo —dijo con tono de amenaza.

La miré fríamente.

—Creo que en eso te equivocas, Clara Sue. Creo que sí hemos acabado —dije tranquilamente. Mi autocontrol pareció abrumarla. Se dio la vuelta y salió del despacho con Charlie, dando un portazo.

Me recosté en el sillón, el corazón me latía con fuerza. Me sentía bien; no podía negarlo. Destrozar de aquella manera a Clara Sue había resultado agradable. Las cosas habían cambiado. Ahora le tocaba a ella descubrir que su vida había sido una mentira. Resultaba triste pensar que le molestaría mucho más saber que no podía sacarme más dinero que haber descubierto que su identidad familiar había sido alterada. Claro, eso seguramente pondría fin a su romance con Charlie Goodwin quien, una vez viera confirmado que Clara Sue no era la mina de oro que esperaba, la dejaría como si de una patata caliente se tratase. La tristeza y las dificultades, la desilusión y el dolor serían los nuevos pilares de su mundo, pensé.

Unas horas más tarde me llamó mamá. Esperaba que lo hiciera.

—Clara Sue y su amigo acaban de marcharse —dijo—. ¿Cómo has podido decírselo? —preguntó.

Le expliqué que habían venido a presionarme para que les diera dinero, y la autocompasión de mamá llegó bruscamente a su fin.

—Lo sabía —dijo—. En cuanto vi a ese hombre supe exactamente el tipo de persona que era. De todas formas, era difícil decírselo. Me tenía en un pedestal —gimió mamá—. Supongo que ya no me estima como antes.

—Nunca te respetó ni te estimó, mamá. No te engañes. Y en lo referente a querer a Randolph, creo que sólo se quiere a sí misma.

—Quizás —admitió mamá. Suspiró y a continuación pasó a explicar la escena que montó Clara Sue. Disfruté con aquello—. Por fin Bronson le dio dinero —concluyó.

—No será la última vez que venga por dinero —dije, asqueada por la actuación de Clara Sue.

—Ya lo sé, pero nos sentíamos… culpables. La llevé aparte y le dije con toda claridad que si persistía en vivir con un hombre que tenía el doble de su edad, no recibirá más dinero.

—No tienes por qué preocuparte, mamá. Para Charlie Goodwin ella ya es una causa perdida —dije.

—Seguramente tienes razón. En lo que se refiere a estos asuntos eres mucho más sabia de lo que yo lo he sido nunca —dijo—. Bien, algo bueno ha salido de todo esto, supongo.

—¿Qué? —pregunté.

—Dice que ya que Philip no es del todo su hermano y que Randolph no era verdaderamente su padre, ella y Charlie no vendrán a la boda. Por lo menos no estará allí para avergonzarme.

No pude evitar reírme de la forma en que mamá siempre conseguía encontrar su arco iris.

El día de la boda volamos todos a Washington D.C. La ceremonia se celebró en una iglesia muy bella, y la recepción tuvo lugar en el salón de baile de, uno de los hoteles más lujosos que jamás había visto. Nosotros habíamos invitado a casi trescientas personas, y los Monroe a unas quinientas. Fue una fiesta impresionante.

Pero lo más sorprendente para muchos, yo incluida, fue la propia Betty Ann. Me quedé atónita al verla recorrer el pasillo de la iglesia. Se había teñido de rubio.

—Lo hice por Philip —me dijo cuando tuvimos oportunidad de estar a solas durante el banquete—. Hacía semanas que me lo pedía, y pensé que le daría una sorpresa. ¿Me queda bien? —preguntó.

A mí me parecía que no, especialmente porque sus cejas eran morenas, pero podía entender lo importante que era para ella complacer a Philip.

—Sí; sólo que es una gran sorpresa —dije—. Tendré que acostumbrarme.

—Philip ya lo ha hecho. Deberías ver qué expresión de alegría puso cuando me vio. Nunca había visto una mirada tan resplandeciente y una sonrisa tan profunda. Vamos a ser muy felices juntos ¿no te parece? —preguntó, con la esperanza de que le respondiera que sí.

—Estoy segura de que lo seréis —contesté.

Mamá estaba demasiado deslumbrada como para darle importancia al hecho de que Betty Ann se hubiera teñido el pelo. Todo la aturdía: la riqueza del salón de baile, el número de invitados, el ejército de camareros, y la abundancia de comida y champaña. Sólo el cóctel superaba a la mayor parte de banquetes nupciales a los que había asistido. Los chefs cortaban rodajas de rosbif y servían gambas gigantes. Había bandejas y bandejas de hors d’oeuvres y dos orquestas.

La cena estaba compuesta por siete platos y duró hasta bien entrada la medianoche. Se sucedían los brindis solicitados por senadores y congresistas. Incluso había asistido un gobernador. Claro que nosotros nos ocupábamos de nuestros convidados, pero Stuart Monroe se tomó la molestia de presentarnos a muchos de sus invitados importantes.

Philip estaba muy ocupado con sus amigos de la Universidad y con todos los invitados que le presentaban los Monroe, pero antes de que finalizara la velada consiguió sacarme a bailar.

—¿Verdad que está guapa Betty Ann?

—¿Por qué le pediste que se tiñera el pelo, Philip?

—¿No lo sabes? —respondió, y el corazón me empezó a latir con fuerza. Claro que lo sabía, pensé—. Si no puedo tenerte a ti —susurró— al menos te puedo imaginar.

No me había dado cuenta de lo serio que era el asunto hasta que regresamos al «Cutler’s Cove» y me encontré a la señora Boston en el pasillo, delante de mi suite.

—¿Fue todo bien? —preguntó.

—Ha sido una boda impresionante, señora Boston. Mamá todavía está en las nubes —añadí, sonriendo.

—El señor Philip estaba nerviosísimo —dijo la señora Boston—. Casi se puso histérico cuando usted no apareció para darle lo que le había prometido. Habíamos empaquetado muchas de sus cosas en aquellas cajas para el traslado.

—¿Lo que le había prometido? —pregunté, extrañada.

—Sí. Le ayudé a encontrar lo que quería. Revisamos las cajas hasta que dimos con ello.

—¿Encontrar qué, señora Boston?

—Pues… uno de sus camisones, y su perfume.

La miré fijamente.

—¿No quería dárselo? —preguntó—. Dijo que lo necesitaba para su luna de miel. —La señora Boston percibió la sorpresa en mi rostro—. ¿He hecho algo mal?

—Oh, no —dije, tranquilizándola—. No tiene nada que ver con usted, señora Boston. No le dé importancia.

Ella sonrió.

—Bueno, entonces, buenas noches —dijo.

Entré lentamente en la suite.

Philip estaba disfrutando de su luna de miel. Había reservado habitación en el mismo hotel en el que habíamos estado Jimmy y yo en Cape Cod; había conseguido que Betty Ann se tiñera el pelo del mismo color que el mío y ahora le iba a pedir que se pusiera mi camisón y que utilizara el mismo perfume que yo. Cuando la sostuviera entre sus brazos y cerrara los ojos me vería y sentiría a mí.

Me sentí sucia e infiel sólo de pensarlo. Era como si Philip me estuviera violando otra vez, aunque ahora sólo fuera con el pensamiento.