LA BATALLA POR CHRISTIE
El campo de Virginia pasaba volando a medida que Jimmy y yo nos acercábamos a Saddle Creek, un suburbio de Richmond. Mi corazón latía cada vez con más fuerza a medida que los letreros de la carretera anunciaban que nos acercábamos a nuestro destino. Dentro de muy poco tendría a mi bebé en brazos. Casi no había tenido oportunidad de ver a Christie cuando di a luz en Los Prados, ya que se la llevaron a las pocas horas de haber nacido. Fue el ultimo de una serie de actos horribles que la abuela Cutler me hizo antes de morir, amargada y destrozada, odiándome hasta el final por razones que no llegué a entender hasta la lectura del testamento.
—Ya no falta mucho —dijo Jimmy, sonriéndome. Se sentía casi tan contento como yo de recuperar a Christie. Y yo me alegraba de que Jimmy estuviera dispuesto a considerarla como suya.
Mientras Jimmy estaba en Europa con el Ejército yo me había enamorado de Michael Sutton, mi profesor de canto en la Escuela de Teatro Sarah Bernhardt. Pero en vez de disgustarse conmigo por no haberle esperado, Jimmy dijo que entendía que hubiera sucumbido a los encantos de Michael. En cuanto supo que había quedado embarazada y que Michael me había abandonado, Jimmy acudió a rescatarme de las garras de la horrible Emily Booth, la hermana mayor de la abuela Cutler. Al sacarme de aquella extraña casa colonial donde me habían mandado para tener a mi hija en secreto, Jimmy se había convertido en mi héroe. Llegó poco después del nacimiento de Christie. Y cuando nos enteramos de cuáles habían sido los planes de la abuela Cutler —la adopción inmediata de mi hija— ambos juramos no descansar hasta que no la tuviera otra vez entre mis brazos.
Pero este gran reencuentro no era lo único que hacía que mi corazón latiera a una velocidad casi vertiginosa. No podía evitar sentirme sobrecogida por la secuencia de acontecimientos que literalmente habían cambiado mi vida y determinado mi futuro. Tras la muerte de la abuela Cutler fueron leídos dos testamentos: el suyo y una carta secreta y testamento dejado por un hombre que hasta entonces había pensado que era mi abuelo y ahora sabía que era mi padre. Para arrepentirse de lo que él consideraba el pecado de mi nacimiento, me legó una participación mayoritaria en el hotel de la familia. De pronto, me vi convertida en la verdadera propietaria del «Cutler’s Cove».
Pero ¿quería serlo?, quizá todavía más importante: ¿podía serlo? Aún podía oír la voz de mi hermanastra Clara Sue chillándome justo antes de partir en busca de Christie. Su sorpresa y envidia se alimentaban de los celos que siempre había sentido de mí.
—¡Eres incapaz de ocupar el lugar de la abuela! —chilló, retorciendo la boca, las manos en las caderas—. Serás el hazmerreír de la costa de Virginia. Si la abuela viviera, se moriría de risa.
Las palabras de Clara Sue eran un insulto para mí. Era casi como si la severa, malcarada vieja hablara a través de Clara Sue y se mofara escépticamente. Me apetecía el reto, pero también temía que heredar el hotel y la consiguiente responsabilidad acabara con todos mis sueños de convertirme en cantante. Por otra parte, pensé, quizá todos aquellos sueños murieron el día en que Michael me abandonó.
Quizás el mundo del espectáculo no era para mí. Quizá todo lo que había ocurrido era para bien.
Eso parecía pensar Jimmy. Durante nuestro viaje había estado haciendo planes y promesas.
—Nos casaremos apenas me licencien del Ejército —prometió.
—¿Y vivir en el hotel con mi loca familia? —pregunté.
—Ellos no me molestan. Además, tú eres la verdadera jefa ahora, Dawn. Yo me convertiré en el encargado de mantenimiento. He aprendido mucho acerca de motores y electricidad y aparatos…
—No sé si podré hacerlo. Jimmy. Sólo pensarlo me aterra —confesé.
—Tonterías. El señor Updike, el abogado de la familia, dijo que te ayudaría, y el señor Dorfman, el administrador, prometió hacer todo lo que estaba en su mano. Nadie espera que asumas toda la responsabilidad de inmediato. Cutler’s Cove se convertirá en tu nueva escuela —dijo riendo—. Y en cuanto me licencien estaré a tu lado, siempre —prometió, y me tomó la mano.
Le creí. Estaba a mi lado cuando más le necesitaba ¿verdad? Me había cansado de las mentiras, el engaño y el dolor. Quería que mi vida con Jimmy y Christie empezara felizmente, y la perspectiva de sostener a Christie en mis brazos prometía exactamente aquello: melodías de alegría dichosa, dulce, esperanzadora.
Pero las promesas, cómo los arcos iris, sólo suelen aparecer después de las tormentas, y en este caso no iba a ser distinto.
Cuando la abuela Cutler murió inesperadamente, temimos no encontrar nunca a Christie. Sin embargo, el señor Updike había tenido que ver con el asunto y conocía su paradero. Antes de partir de Cutler’s Cove nos había desvelado el nombre de la pareja que tenía a Christie. Sanford y Patricia Compton nos esperaban y eran completamente conscientes de la situación. No obstante, cuando llegamos a su casa nos enfrentamos a una realidad muy distinta.
Saddle Creek era un acicalado y agradable suburbio de Richmond donde los hogares parecían casas de muñecas, todo perfecto —los céspedes cuidados y verdes, las magnolias, rosas y petunias resplandecientes y llenas de colorido—. El día de finales de verano con sus aborregadas nubes blancas esparcidas aquí y allá en el suave cielo azul, nos produjo la sensación de haber llegado a un mundo de fantasía. Todo estaba limpio y recién pintado. Durante unos instantes recuerdo que pensé que quizá Christie estuviese mejor allí. Sin lugar a dudas, era un mundo más feliz que al que yo iba a llevarla.
Pero a continuación recordé lo doloroso que había sido para mí descubrir la identidad de mi verdadera familia. Nada, ni siquiera la riqueza ni la posición social, valía más que la verdad cuando se trataba de la identidad de uno. Aquella fue una lección que tuve que aprender al final de un camino de dolor y sufrimiento. Estaba decidida a que mi hija no tuviera que enfrentarse a un destino semejante.
Un amable policía sentado en el interior de un coche patrulla detenido en una esquina nos dijo exactamente cómo llegar a la casa de los Compton. Sanford Compton era propietario y llevaba uno de los mayores negocios de la zona, una fábrica de hilo. El hogar de los Compton era una de las casas más grandes y bonitas de la calle: dos plantas, colonial de ladrillo rojo con ventanas triples a cada lado de la fachada de la planta principal.
Tras aparcar nos bajamos, pasamos entre dos postes cuadrados blancos coronados con sendas esferas de latón y recorrimos el camino de pizarra. A ambos lados había unos setos que llegaban a la altura de la cintura. Había también fuentes con cupidos y pájaros de mármol de cuyos picos fluía el agua. Alrededor de nosotros vimos parterres de rosas: amarillas, rojas, rosas y blancas. Nunca en mi vida había visto un césped ni unos setos tan perfectos.
—¿Se trata de un hogar o de un museo? —se preguntó Jimmy en voz alta.
—Un hogar como el que espero tengamos algún día —dije melancólicamente.
—¿Un hogar? Pensé que habíamos decidido vivir en el hotel —dijo Jimmy.
—Sí, pero algún día construiremos una casa como ésta y viviremos alejados del hotel —prometí—. ¿No lo prefieres?
—Claro. ¿Por qué no? —contestó Jimmy, sonriendo, mientras sus ojos oscuros brillaban con picardía.
Los dos nos echamos a reír. No podíamos estar de mejor humor. En pocos momentos más Christie volvería a ser mía.
El carillón de la puerta pareció que nunca acabaría de tocar lo que parecía la suite del Cascanueces.
—Esto supera cualquier viejo ding-dong —comentó Jimmy. Finalmente, un mayordomo alto y de color abrió la alta puerta de roble.
—Me llamo Dawn Cutler —dije—. Y éste es Jimmy Longchamp. Hemos venido a ver al señor o a la señora Compton.
—Está bien, Frazer —oímos decir a una profunda voz masculina—, me ocuparé yo.
El mayordomo retrocedió un paso, los ojos como platos a causa de la sorpresa, mientras un hombre alto de cabello pelirrojo apareció detrás de él. Tenía el rostro cubierto de pecas, y nos observó con unos gélidos ojos azules. Tenía la nariz bastante delgada y demasiado larga, lo cual hacía que pareciese tener los ojos más hundidos. A pesar de que superaba el metro ochenta y cinco, sus cargadas espaldas hacían que su estatura aparentara ser menor.
Cogió el picaporte y abrió la puerta con tal brusquedad que Jimmy y yo cambiamos rápidamente una mirada.
—¿Tu eres la nieta de Lillian Cutler? —preguntó de mala manera.
—Sí, lo soy —contesté.
Me observó fijamente durante unos segundos y asintió.
—Entra, resolveremos esto con rapidez —dijo, apartándose con un gesto de desgana.
Un escalofrío me recorrió la espalda. Le cogí la mano a Jimmy, y entramos en el vestíbulo con suelo de mármol.
La casa tema un aroma floral que evocaba docenas y docenas de rosas. Miramos por el pasillo y vimos una escalera ligeramente curva y las paredes cubiertas de cuadros. Casi todos los cuadros eran de niños, algunos sencillamente retratos, en tanto que en otros se veían niños jugando o leyendo. Los escalones estaban recubiertos de una suave moqueta de terciopelo azul.
—Al salón, por favor —dijo el señor Compton en tono imperativo, y señaló la puerta a su derecha. Jimmy y yo nos acercamos rápidamente.
En un primer momento ninguno de los dos advirtió que Patricia Compton estaba allí, sentada. Permanecía completamente quieta y llevaba un vestido de algodón blanco que hacía juego con las cortinas de seda que tenía detrás. Todos los muebles estaban tapizados con seda de color suave. A la derecha había una vitrina de al menos dos metros de altura que contenía docenas de valiosos bibelots: figuras de vidrio de animales, figurillas chinas pintadas a mano representando hombres y mujeres, figuras de niños con madres o con animales.
La habitación tenía un aspecto tan inmaculado e imponente que tanto Jimmy como yo dudamos antes de entrar. Era como meterse en un cuadro bonito. Entonces vi a Patricia sentada en el sofá, con los ojos muy abiertos, las comisuras de su larga y delgada boca caídas. Tenía todo el aspecto de un payaso triste.
—Entren y tomen asiento —ordenó Sanford Compton mientras pasaba por delante de nosotros y se sentaba en uno de los sillones, cruzando sus largas piernas. Jimmy y yo nos acercamos al sofá.
—Ésta es mi esposa Patricia —dijo Sanford, haciendo un ligero gesto hacia ella.
Una pequeña sonrisa apareció para desaparecer al instante en los pálidos labios de la mujer, que parecían haber olvidado sonreír. No dijo nada, ni siquiera articuló un «hola».
—Hola —dije, y sonreí.
La señora Compton no nos quita los ojos de encima, ojos que parecían oscuros arroyos en un bosque, profundos y melancólicos pozos de lágrimas. Todo su rostro parecía un nido de tristeza. Era muy delgada y tenía un aspecto frágil y delicado. Observé que sus dedos eran largos y delgados. Mantenía las manos entrelazadas sobre su regazo y tenía la espalda tan recta que parecía colgada de una percha invisible. Tragó nerviosamente sin desviar la mirada de nosotros.
Su cabello era de un rubio muy claro, tan claro que casi parecía blanco, pensé, y lo llevaba recogido en un moño.
—Hemos venido a buscar a mi hija Christie —anuncié al instante. Fui directamente al grano para de ese modo romper el hielo. En el momento en que dije «mi hija» la señora Compton dejó escapar un gemido y se llevó la mano a la garganta.
—Tranquila —le dijo Sanford Compton sin apartar la vista de mí—. Esto es completamente escandaloso —agregó.
—¿Perdón? —miré a Jimmy, que se irguió adoptando una postura militar—. El señor Updike habló con ustedes, ¿verdad?
—Sí, recibimos una llamada del abogado de su abuela —contestó Sanford Compton—. ¿Por qué no nos llamó ella? —quiso saber.
—Mi abuela murió. Inesperadamente —respondí.
—Santo cielo —dijo la señora Compton, y con la mano izquierda se frotó los ojos con un pañuelo. Lo había tenido tan fuertemente cogido entre las manos que yo no lo había visto hasta ese momento.
—No empieces —ordenó Sanford Compton casi en voz baja. Patricia Compton apretó los labios y contuvo un sollozo. Sus frágiles hombros subían y bajaban, pero mantenía la espalda recta, sus pequeños pechos escasamente perfilados bajo su vestido.
—Bueno —continuó Sanford—, entonces cumplimos con todos los procedimientos legales. Firmamos papeles y nos entregaron papeles firmados. No hemos hecho nada mal; todo lo que hicimos es claro y legal.
—Lo entiendo perfectamente —dije. El corazón me latía con fuerza y me resultaba difícil respirar—. Pero seguro que el señor Updike les ha explicado las circunstancias.
—Tenemos entendido que la niña nació fuera del matrimonio —respondió rápidamente con un tono de voz acusatorio—, y que fue una vergüenza para la familia Cutler.
—No fue una vergüenza para mí —repliqué—. Sólo para mi abuela.
—¿Qué importancia tiene todo eso? —dijo Jimmy—. Es su hija —añadió al tiempo que extendía las manos con las palmas hacia arriba.
—Aún queda por ver de quién es la niña —contestó Sanford Compton.
—¿Qué? —Me quedé boquiabierta y me incliné hacia delante—. ¿Quiere decir que Christie no está lista para marcharse a casa?
—Christie se llama ahora Violet. Le hemos puesto el nombre de mi madre, y Violet —dijo, subrayando el nombre— está en casa.
—¡Oh, no! —exclamé, volviéndome hacia Jimmy. ¡No podía estar ocurriendo! No podía perder a Christie. ¡Otra vez no! ¡Y menos después de haberla encontrado!
—Un momento —dijo Jimmy con tono controlado—. ¿Nos está diciendo que no piensa devolverle su hija a Dawn?
—Hicimos lo que teníamos que hacer legalmente. Los bebés no son, juguetes —moralizó Sanford Compton—. No son cosas que se cogen y se devuelven, cosas que se pueden intercambiar. Violet tiene un hogar aquí, un hogar en el que tendrá todo lo mejor que la vida puede ofrecer. No puede deshacerse de ella un día y al siguiente intentar recuperarla como un pez que se devuelve al agua.
—¡Pero yo no la abandoné! —exclamé—. Mi abuela me robó la niña y falsificó mi firma en los documentos. ¿Acaso no se lo dijo el señor Updike?
—Todo lo que dijo el señor Updike es que había cambiado de idea; que quería la niña. He consultado a mis abogados y me aconsejan que no ceda. Y pienso mantener esta actitud.
Sus palabras me produjeron un escalofrío. Era como si alguien me hubiera arrojado un cubo de agua fría. ¿Una batalla legal? ¿Para recuperar a mi propia hija? La venganza de la abuela Cutler continuaba a pesar de que había muerto. Seguía controlando mi vida y mi felicidad, incluso desde la tumba.
—Mire —dijo Jimmy, intentando no perder los estribos—, está cometiendo un grave error. Quizá no entiende lo que ocurrió. Dawn nunca quiso que…
—Nos ofrecieron un bebé que la madre no deseaba —lo interrumpió Sanford—. Hace años que mi esposa y yo intentamos tener un hijo. Entretanto otras personas —escupió las palabras en dirección a mí— los tienen sin miramientos y después se deshacen de ellos. Pues bien, nosotros no entramos en detalles; aceptamos las condiciones, firmamos los papeles y nos dieron un bebé.
»Ahora vienen ustedes y quieren deshacer todo lo que ya está hecho. Ha pasado ya algún tiempo. Queremos a Violet, y, por extraño que pueda parecer, Violet nos quiere a nosotros, especialmente a mi mujer. No pueden jugar con las personas como si fueran juguetes.
—Eso no es justo, señor Compton —dije.
—Eso es una estupidez —agregó Jimmy.
—¡Jimmy! —exclamé.
—No, no tiene derecho a hablar de esa forma. No sabe nada —dijo sarcásticamente Jimmy.
—No entregaremos la niña —dijo Sanford Compton, al tiempo que se ponía de pie—, y me gustaría que ustedes dos salieran de mi casa de inmediato.
—¡No puede quedarse con su hija! —gritó Jimmy, poniéndose también de pie.
—Ya le he dicho que Violet es ahora nuestra hija —puntualizó tranquilamente Sanford Compton.
—¡Y una mierda! —replicó Jimmy—. Vamos, Dawn. Acudiremos a la Policía. Esta gente te está robando la niña.
—Santo cielo —exclamó la señora Compton, y en esta ocasión fue incapaz de reprimir los sollozos.
—Miren lo que han hecho —dijo Sanford—. Han conseguido disgustar a mi mujer. Debo insistir en que se marchen, o seré yo quien llame a la Policía.
—No se preocupe —dijo Jimmy, cogiéndome de la mano—. Nosotros iremos a la Policía, y volveremos. Lo único que están haciendo es crearnos problemas a todos.
El mayordomo apareció en la puerta como si Sanford Compton hubiera presionado algún botón invisible.
—Frazer, acompañe a estos señores, por favor.
Antes de salir miré a la señora Compton.
—Lo siento —le dije—, pero nunca consentí que me quitaran a la niña. No es mi culpa. No tenía intención de que una cosa así ocurriera.
Patricia Compton empezó a sollozar con mayor fuerza.
—Váyanse —ordenó Sanford.
Jimmy y yo salimos. El mayordomo dio un paso atrás y después siguió adelante para abrirnos la puerta.
—Gente imbécil —murmuró Jimmy lo suficientemente fuerte como para que lo oyeran.
Volvimos a salir a la luz del sol, sólo que para mí el día se había vuelto gris. Me habría dado igual que estuviese lloviendo. ¿Por qué siempre todo tenía que ser tan difícil para mí? Los errores me perseguían como fantasmas. Se me ocurrió pensar que debía de tratarse de una maldición por ser una niña nacida del mal. Los pecados de los padres llegan a caer sobre las espaldas de los hijos. Me resultaba imposible reprimir las lágrimas, y antes de salir al patio estaba sollozando histéricamente. Jimmy me abrazó y me besó en la mejilla.
—Oye, no llores. No te preocupes. Esto no va a resultar difícil, te lo prometo.
—Jimmy, no ves que todo va a ser difícil? No sé por qué quieres casarte conmigo. Lo único que vas a conseguir es sufrimiento. ¡Llevo una maldición encima, una maldición!
—Vamos, Dawn. Tranquilízate. No eres tú todo esto es consecuencia de lo que hizo aquella vieja bruja. Ya verás como hallamos una solución. Ese tipo es un imbécil y se está buscando problemas.
—No puedo culpar a esa gente, Jimmy. El pobre hombre no estaba del todo equivocado. ¿Has visto la expresión de su esposa? Por fin ha conseguido un niño que puede considerar suyo, y nosotros venimos a quitárselo —me quejé.
—Pero quieres hacerlo, ¿verdad? ¿Quieres volver a recuperar a Christie? —preguntó Jimmy.
—Sí, claro. Sólo que no aguanto todo este dolor y sufrimiento. ¿Por qué ha tenido una vieja tanto poder para hacer daño a la gente? —exclamé.
—No lo sé. Ella es la causante de todo esto, y ahora se ha terminado. Ahora tenemos que solucionar las cosas. Supongo que lo primero que debemos hacer es ir a la Policía —dijo.
—No, será mejor que busquemos un hotel en algún lugar cercano y llamemos al señor Updike. La Policía no puede ayudarnos. Sanford Compton tiene razón, va a ser una batalla legal.
Volví a mirar la casa intentando imaginar en qué habitación se encontraba Christie. Estaba segura de que le habían comprado la cuna más bonita y las ropas más caras. Sólo era un bebé que no sabía dónde estaba ni qué le había ocurrido. Seguramente era todo lo feliz que un niño puede ser. Dentro de poco yo interrumpiría aquella felicidad; pero estaba completamente convencida de que una niña, incluso tan pequeña como Christie, me reconocería como su verdadera madre cuando por fin se encontrara entre mis brazos, y aquello le daría una mayor y más completa sensación de seguridad y amor. Armada con esta creencia, me alejé con Jimmy para iniciar nuestra batalla por la custodia de mi propia hija.
Nos alojamos en un pequeño hotel en las afueras de Richmond. Se trataba de una vieja mansión restaurada, y aunque sus habitaciones eran tranquilas, espaciosas y cómodas, nos sentíamos incapaces de disfrutar de todo aquello. Nuestra estancia ahí estaría compuesta de largas esperas junto al teléfono y los preparativos para la vista de nuestro caso.
Cuando llamé al señor Updike me sorprendió su reacción.
—Quizá sería mejor dejar las cosas tal como están —sugirió—. La niña ha encontrado un buen hogar y la cuidarán bien. Sanford Compton es rico y tiene poder en su comunidad.
—No me importa lo rico que sea, señor Updike. Christie es mi hija y quiero que me la devuelvan —dije, irritada—. Creí que se lo había explicado todo a los Compton —continué sin disimular mi enfado. Si tenía intención de seguir siendo el abogado de la familia, tendría que satisfacerme ahora que yo era la principal accionista y propietaria del hotel.
—No entré en detalles con ellos —admitió—. Simplemente intentaba proteger el apellido Cutler. Te puedes imaginar lo contentos que se pondrían los periódicos si se enterasen de una historia como ésta, y, además, eso podría perjudicar al hotel.
—Señor Updike —dije, apretando fuertemente los dientes—, si no me devuelven a Christie y pronto, yo misma iré a los periódicos con la historia.
—Entiendo —dijo—. Simplemente quiero que entiendas el riesgo que se corre. Piensa en tu asunto con aquel hombre mayor, en tu embarazo fuera del matrimonio, en tu…
—Sé perfectamente lo que he hecho y lo que ha ocurrido, señor Updike. Mi hija me importa mucho más que todo eso. Si no puede ayudarme y hacerlo rápidamente, me buscaré otro abogado —dije, sin reprimir ya el tono amenazador de mis palabras.
Updike se aclaró la garganta.
—Te ayudaré. Sólo quería que entendieras todas las facetas del problema —repuso a modo de explicación.
—¿Qué haremos ahora? —quise saber.
—Bueno, conozco algunas personas por ahí. Me pondré en contacto con ellas. Quizá podamos resolver el asunto en una vista cerrada con la única presencia del juez y las partes interesadas. Trabajare en ello y, con un poco de suerte…
—Entonces Jimmy y yo nos quedaremos aquí a la espera de que haga los preparativos —subrayé.
—De acuerdo. Os llamaré. ¿Dónde estáis?
Le di el nombre del lugar y el número de teléfono, repetí mi deseo de que el problema se resolviera con la mayor celeridad. Me prometió hacer todo lo posible.
Al día siguiente de mi llamada Updike se puso en contacto conmigo para informarnos que los Compton y su abogado estaban de acuerdo en celebrar una vista ante el juez Powell, de la corte suprema, que era amigo de los Compton y conocido del señor Updike.
—Si resulta que el señor Compton es tan poderoso por aquí y este juez es amigo suyo, ¿será una vista justa? —pregunté, preocupada.
—Bueno, no se trata de una vista muy habitual, sino de un favor que nos hace el juez —me explicó Updike—. Siempre estamos a tiempo de recurrir si no quedamos satisfechos con el resultado. A los Compton tampoco les apetece que el caso se haga público.
Me dio una dirección y la hora en que estábamos citados en el juzgado, y añadió que se reuniría con nosotros una hora antes. Era por la tarde. Me sentía tan nerviosa que a la hora de comer no pude probar bocado.
—Todo saldrá bien —me tranquilizaba Jimmy—. En cuanto todos conozcan la verdad, el asunto quedará resuelto.
—Oh, Jimmy, no estoy tan segura como tú, El señor Updike no hace más que repetir lo poderoso que es Sanford Compton y la influencia que tiene entre los políticos y abogados, y no deja de recordarme los sórdidos detalles de mi vida pasada.
—Nada de eso importa —insistió Jimmy—. La verdad es la verdad, y Christie es hija tuya —dijo con una firmeza que me ayudó a recobrar un poco de confianza.
—Me alegra tanto que estés conmigo, Jimmy. Sería incapaz de hacer esto sola —le dije.
Extendió el brazo sobre la mesa en que comíamos en el restaurante y cubrió mi mano con la suya
No quisiera estar en ningún otro lugar mas que a tu lado, Dawn. Ahora y para siempre.
Quería besarlo allí mismo, pero estábamos rodeados de personas, todas bien vestidas y sofisticadas. Era un restaurante elegante y yo no quería hacer nada que pudiese llamar la atención y dar pie al cotilleo, Jimmy dijo que los acontecimientos me estaban convirtiendo ni una paranoica, pero yo no podía evitarlo. Se echó a reír y me hizo prometer que lo besaría cuando estuviéramos a solas.
La tarde de la vista era gris y algo fresca. El otoño se acercaba sigilosamente como un lobo antes de atacar un gallinero. Primero proyectaba su sombra. Los pájaros parecían inquietos; sus relojes biológicos se acercaban cada vez más al momento en que tendrían que partir hacia climas más cálidos. Negros nubarrones se cernían sobre nosotros y el viento iba en aumento. Las hojas marchitas caían de las ramas e iniciaban su lento descenso hacia el suelo, mientras que las demás presentaban ya los colores amarillentos del otoño.
El señor Updike se reunió con nosotros en la entrada del juzgado. Aun cuando debía de tener unos setenta años, su porte transmitía una fuerza y una autoridad características de hombres mucho más jóvenes. Su cabello blanco formaba una ligera onda que le caía sobre la frente. Caminaba erguido, sus hombros eran amplios y su pecho cuadrado. Cuando lo vi, el sonido de su voz, profunda y resonante, hizo que recuperara parte de la confianza que había perdido. Le dio la mano a Jimmy con firmeza y nos describió rápidamente cómo quería llevar las cosas.
—Dejad que hable yo hasta que el juez Powell os interrogue.
Asentí. En aquel mismo instante vimos a Sanford y Patricia Compton entrar en el edificio con su abogado. El señor Compton sostenía a su esposa por el codo como si hubiera que ayudarla a caminar. Tenía el pañuelo de encaje fuertemente apretado en el puño izquierdo. Cuando miró hacia nosotros, advertí el terror en su rostro. Un escalofrío me recorrió la espalda y sentí que se me helaba el corazón.
El abogado de los Compton era un hombre bajo y delgado pero con una voz sorprendentemente bella. Como compositora y cantante, no pudo dejar de llamarme la atención. Se llamaba Félix Humbrick, y en el momento en que se puso a hablar supe lo que nos esperaba.
Nos reunimos todos en la sala del juez, un despacho grande situado en el segundo piso. Tenía suelos de mármol y las paredes estaban cubiertas de estantes llenos de volúmenes de textos legales. En la pared detrás del enorme escritorio de caoba se veían fotos enmarcadas del juez Powell dando la mano a políticos; en una, incluso aparecía en compañía del presidente. Todo ello le daba al despacho un severo aire de autoridad. Era como si se impusiese hablar en voz baja.
Los Compton y su abogado se sentaron a un lado de la habitación y nosotros al otro, con los dos abogados ocupando los sillones más cercanos al escritorio. El señor Compton se negaba a volver la cabeza hacia nosotros, pero de vez en cuando su esposa me miraba, los ojos vidriosos.
El juez Powell era un hombre adusto que contemplaba fijamente a su interlocutor como si quisiera hacer una radiografía del rostro de la persona y ver más allá de sus palabras. Desde luego, lo escudriñé en un intento por descubrir cuáles eran sus sentimientos, pero cuando inició la vista su cara se convirtió en una máscara —los labios casi inmóviles, los ojos inexpresivos simplemente reflejando lo que veía—. Ni siquiera arqueó las cejas. Estaba tan inmóvil como la estatua de la Justicia misma.
—Me gustaría dejar claro desde un principio —dijo el juez— que se trata de una vista informal solicitada y acordada por ambas partes, motivo por el cual no he pedido los servicios de una taquígrafa para tomar notas o grabar el proceso. Además, cualquier recomendación que pueda hacerles cuando finalice esta vista informal no será vinculante, ni tampoco podrá utilizarse como prueba o testimonio en ninguna vista formal que se lleve a cabo posteriormente. ¿Queda claro?
—Sí, su Señoría —contestó el señor Updike.
—Absolutamente claro, su Señoría —agregó Félix Humbrick.
—Tal como se ha acordado, empezaremos con el señor Humbrick —dijo el juez, y volvió su silla giratoria ligeramente para encarar directamente a Félix Humbrick. Jimmy me cogió la mano y le dio un suave apretón.
—Gracias, su Señoría. Como sabe, mis clientes, Sanford y Patricia Compton, estaban interesados en adoptar un bebé recién nacido. Obviamente, les preocupaba el pasado de la criatura y se alegraron al saber por medio de un amigo suyo que era inminente el nacimiento de un niño cuyo pasado era conocido. Este amigo, que ha pedido permanecer en el anonimato a menos que lo contrario sea absolutamente necesario, era íntimo de Lillian Cutler, la propietaria y encargada del «Hotel Cutler’s Cove».
»La señora Cutler le había informado que su nieta había tenido una relación ilícita. En resumen, la había seducido un hombre mayor mientras asistía a la Universidad en Nueva York, como resultado de lo cual había quedado embarazada.
»Tanto la señora Cutler como su nieta querían, por razones obvias, que el asunto se llevara discretamente, de modo que la señora Cutler hizo los preparativos necesarios para queda chica abandonase la Universidad y fuera a residir a casa de su hermana hasta que naciera el niño. La hermana de la señora Cutler es una comadrona con experiencia.
»A1 tener que hacer frente a la idea de tener un hijo siendo tan joven, y además fuera del matrimonio, y con la esperanza de poder continuar sus estudios de música, la nieta de la señora Cutler estuvo de acuerdo en dar a su hija en adopción. Firmó todos los documentos necesarios para ello, y entregó libremente a la niña al señor y la señora Compton después del parto.
»Los acontecimientos tuvieron lugar tal como los he expuesto. Los Compton aceptaron a la pequeña en su hogar, procedieron a dar todos los pasos necesarios para asegurar su bienestar y, naturalmente, se fueron forjando unos lazos emocionales entre ellos. Incluso le han dado a la niña el nombre de la difunta madre del señor Compton.
»Ahora, como su Señoría bien sabe, la nieta de la señora Cutler desea recuperar a la niña. Opinamos que su petición es poco razonable e incluso arbitraria; una violación de un contrato establecido de buena fe. De hecho, el contrato se estableció siguiendo los consejos de la familia Cutler, y ninguno de los pactos fue impugnado. Uno de estos dice así: “El señor y la señora Compton, domiciliados en el número doce de Hardy Drive, aceptan total responsabilidad por la salud y el bienestar de dicho bebé desde el día de su nacimiento y acuerdan no hacer ninguna exigencia adicional sobre la familia Cutler en lo referente a dicha criatura, con la cual la salud de ésta será de su total responsabilidad”.
»Subrayo lo de “total responsabilidad”, su Señoría, una condición en la que estuvieron completamente de acuerdo y que han asumido, y a cambio de la cual Dawn Cutler y la familia Cutler acordaron no hacer reclamación alguna ni investigaciones relativas al bebé.
»Todo esto está firmado, sellado y entregado —concluyó, y procedió a deslizar el documento sobre el escritorio.
El juez Powell lo hojeó rápidamente para ver las firmas y a continuación asintió con el rostro tan inexpresivo como siempre. Volvió la silla giratoria en dirección a nosotros.
—Señor Updike, exponga sus alegaciones.
—No impugnamos el contrato, su Señoría. Sin embargo, estamos hoy aquí presentes para presentar nuevos hechos, siendo el principal de ellos que Dawn Cutler no consintió a ello, ni tampoco era consciente de lo que estaba ocurriendo.
—¿No lo sabía?
—No, su Señoría —dijo el señor Updike. No podía ver la expresión de su cara, pero por el tono de su voz me di cuenta de que se sentía avergonzado.
—¿Preparó todos estos documentos sin hablar con la madre?
—Yo… sí, lo hice. Mi cliente me había asegurado que la madre estaba de acuerdo en todo. Dawn se encontraba fuera de la ciudad, viviendo en las circunstancias ya descritas. La señora Cutler me aseguró que tanto ella como Dawn y los padres de ésta consideraban que lo mejor para todos sería entregar el bebé en adopción.
—¿Y la firma que aparece en este documento? —preguntó el juez.
El señor Updike parecía cada vez más incómodo. Se acomodó en el sillón, se aclaró la garganta y dijo:
—Al parecer, está falsificada.
—¿Falsificada? —El juez parecía reaccionar por fin. Arqueó ligeramente las cejas—. ¿Debo entender que no se molestó en compararla con otras?
—No tenía razón alguna para sospechar de nadie, su Señoría. Hace ya muchos años que soy el abogado de la familia Cutler y mi experiencia es que la señora Cutler siempre ha llevado sus asuntos con total honestidad.
—¿Su Señoría? —interrumpió Félix Humbrick.
—¿Sí?
—Tenemos otras muestras de la firma de Dawn Cutler aquí mismo, y son exactamente iguales. Nosotros opinamos que no se trata de una falsificación. —Entregó los documentos. El juez los estudió.
—Señor Updike, no soy un experto en grafología, pero parecen muy similares. —Entregó los documentos a nuestro abogado. El señor Updike los miró y a continuación se quitó las gafas, las dobló y se las metió en el bolsillo.
—Su Señoría, no tengo ni idea de cómo se cometió la falsificación, pero estoy absolutamente convencido de que esta firma es falsa —dijo.
—Entiendo —contestó el juez Powell—. ¿Sería tan amable de compartir su razonamiento con nosotros?
El señor Updike se volvió hacia mí. Por la expresión de mi rostro vio que quería que continuara y dijese todo lo que fuera necesario para recuperar a Christie.
—Su Señoría, cuando la señora Cutler falleció, salieron a la luz documentos según los cuales se desveló, dolorosamente, que Dawn Cutler no era su nieta.
Patricia Compton, que había estado mirando fijamente el suelo durante toda la conversación, levantó la cabeza de pronto y me estudió con renovado interés.
—Entiendo. Continúe —dijo el juez Powell.
—Aparentemente Dawn Cutler era la hija del marido de Lillian Cutler.
—¿Quiere decir que ella es su hija?
—No, su Señoría.
—Bien —dijo el juez Powell—. No hace falta entrar en más detalles.
—No lo entiendo —dijo enfadado Sanford Compton—. ¿Qué tiene que ver este espantoso comportamiento con el asunto que nos ocupa?
—El señor Updike está sugiriendo otro posible motivo detrás de las acciones de la señora Cutler. Existe una clara historia de subterfugio y mentiras. Señorita Cutler —dijo el juez, volviéndose hacia mí. En el momento que lo hizo, mi corazón dio un brinco y se me enrojeció el rostro—. ¿Niega haber firmado estos papeles?
—Sí, señor.
—¿Qué pensaba hacer cuando naciera su hija? —preguntó con suavidad.
—No lo sé, su Señoría. Deseaba mucho a mi hija y me quedé totalmente perpleja al ver que me la habían quitado.
—¿La señora Cutler no le advirtió acerca de las dificultades a que tendría que enfrentarse convenciéndola así de que firmase estos documentos?
—No, señor. Después de abandonar Nueva York para ir a Los Prados no volví a ver a la abuela Cutler.
—¿Los Prados? —preguntó el juez, y miró al señor Updike.
—La casa de la hermana de la señora Cutler.
—Entiendo. ¿De modo que hasta que regresó desconocía la existencia del señor y la señora Compton?
—Así es, su Señoría.
—¿Por qué accedió a tener a su hija en secreto si no pensaba darla en adopción? —preguntó el juez.
—Su Señoría, no estaba en posición de desobedecer las exigencias o consejos de la abuela Cutler, pero nunca supe cuáles eran sus verdaderas intenciones. Claro, ahora comprendo por qué me odiaba y por qué no quería un hijo mío en su presencia.
—Entiendo. —El juez Powell apartó la mirada y se retrepó en su asiento. A continuación levantó la vista y miró a los Compton.
—Señor y señora Compton, la información que ha presentado el señor Updike crea definitivamente unas zonas grises. Si bien es cierto que al parecer tienen ustedes un contrato legal, hay razones válidas para impugnarlo. Cualquier vista formal obviamente tendrá en cuenta toda esta nueva información, y sospecho que el señor Updike sólo nos ha contado una parte.
»En definitiva, por muy desafortunado que sea, creo que deben tomar en consideración el ambiente enrarecido en que se discutirá el caso. No presagia un buen futuro para la niña incluso si prevalecen sus razones. —Se inclinó hacia delante—. Los medios de comunicación podrían convertir este caso en un verdadero circo.
La señora Compton empezó a sollozar. Sanford Compton asintió y a continuación abrazó a su mujer.
—No teníamos ni idea de las circunstancias —dijo con enfado.
—Claro que no —dijo el juez con tono tranquilizador. Volvió a reclinarse—. Señor Humbrick, recomiendo, informalmente, por supuesto, que su cliente devuelva la niña a su madre.
—Consideraremos seriamente sus consejos, su Señoría —contestó Félix Humbrick—. Sanford…
—Gracias, señor juez —dijo Sanford Compton. A continuación ayudó a su esposa a ponerse de pie, y salieron del despacho a medida que los sollozos de la señora Compton iban en aumento.
Félix Humbrick se levantó y se dirigió al señor Updike.
—¿Se queda en la ciudad?
—No pensaba hacerlo. ¿Quiere que lo llame a su despacho? ¿Cuánto tiempo necesita?
—Déme un par de horas —respondió Humbrick. Se dieron la mano, y éste salió tras los Compton.
El juez se puso de pie y nos miró a Jimmy y a mí. Al levantarme pensé que las piernas no me sostenían.
—Bueno —dijo el juez Powell— asuntos como éste son muy desagradables. Tiene muchas cosas que superar, jovencita, algunas no son culpa suya, pero de otras sí es responsable.
—Lo sé, su Señoría.
—Aparentemente ha encontrado a alguien que la apoya plenamente —dijo mirando con ojos picaros a Jimmy—. Sólo puedo desearle buena suerte de ahora en adelante.
—Gracias —contesté. Jimmy y yo nos dispusimos a marcharnos.
—Enseguida estaré con vosotros —dijo el señor Updike. Lo dejamos con el juez y nos dirigirnos a la entrada. Vimos a Sanford Compton hablando acaloradamente con el señor Humbrick. Al parecer, Patricia ya había regresado al coche. Unos minutos después desaparecieron ellos también.
El señor Updike decidió que deberíamos regresar a nuestro hotel. Estaba tan nerviosa y asustada que casi no podía hablar ni caminar. Sentía un nudo en el estómago. El señor Updike nos decía continuamente lo mucho que lamentaba todo lo ocurrido y que actos como ése eran muy poco habituales en la abuela Cutler. Entendí que profesaba por ella un gran respeto y cuando la describió de joven casi deseé haberla conocido en circunstancias distintas.
Dos horas más tarde, el señor Updike llamó a Félix Humbrick, quien le informó que los Compton habían decidió capitular. Rompí en un llanto histérico de alegría. Incluso Jimmy tenía lágrimas en los ojos al abrazarme.
—Sanford Compton solicita que paséis lo antes posible a buscar a la niña. No quiere que su dolor y su agonía dure ni un minuto más de lo necesario —nos dijo el señor Updike.
—Claro —dijo Jimmy—. Iremos enseguida.
—Gracias, señor Updike —agregó—. Sé lo difícil que esto ha sido para usted.
Sospechaba que el juez Powell lo había reprendido por no asegurarse de que yo estaba de acuerdo en todo el asunto. No era hombre de cometer errores. Pero en realidad la abuela Cutler también lo había engañado. Por razones que yo todavía no lograba entender, no parecía muy dispuesto a aceptarlo.
Algunas de las sombras y fantasmas que poblaban los armarios de la familia Cutler habían quedado desvelados, pero en el fondo de mi corazón sabía que quedaban aún muchos armarios por abrir.
Sanford Compton era un hombre distinto cuando Jimmy y yo llegamos a su casa a recoger a Christie. Permitió que Frazer nos abriese la puerta y nos recibió en la entrada, de pie junto a una caja que, según explicó, contenía cosas que había comprado para Christie.
—Algo de ropa, pañales, juguetes y la leche recomendada por nuestro pediatra. Aunque estoy seguro de que su propio médico puede que les recete algo distinto, esto les servirá por el momento. —Miró hacia atrás en dirección a la escalera—. Patricia llegará en cualquier momento con la niña.
—Llevaré esto al coche —dijo Jimmy, recogiendo la caja—. Gracias.
—Lamento mucho todo lo ocurrido —se excusó Sanford cuando él y yo nos encontramos a solas—. No fue nuestra intención hacerla sufrir.
—No, no. No deben culparse. No les contaron la verdad, eso es todo —dije.
—Si lo hubieran hecho, puede estar completamente segura de que las cosas no habrían llegado hasta este extremo —respondió mientras me dirigía una gélida mirada—. Su abuela, o la mujer que decía serlo, debe de haber sido una buena pieza.
No pude evitar reírme ame sus palabras, pero mi alegría fue efímera, ya que cuando levanté la vista vi a Patricia Compton bajando lentamente las escaleras con Christie en sus brazos. Mi corazón empezó a latir con fuerza, tanto a causa de la expectación como de la ansiedad, porque Patricia caminaba como si estuviera dormida. Daba la sensación de que podía desmayarse en cualquier momento y caer rodando, y con ella mi hija.
—Habría preferido ocuparme de todo esto —susurró Sanford—, pero ella ha insistido.
Me acerqué rápidamente para saludarla al pie de la escalera. Se detuvo antes de llegar abajo y me miró fijamente. Christie estaba envuelta en una manta rosa, la pequeña nariz y la barbilla apenas visibles. Patricia continuó mirándome en silencio. Sus ojos tristes y sus labios temblorosos impidieron que cogiese a Christie.
—Acaba de comer y está medio dormida —dijo por fin—. Siempre se duerme después de comer. A veces —Patricia sonrió— se duerme con la tetilla del biberón en la boca. Deja de chupar, cierra los ojos y se duerme placenteramente. Es una criaturita maravillosa.
Su mirada se posó en Sanford. Jimmy regresó y se acercó despacio.
—Entrégale su hija a la señorita Cutler, Patricia —dijo Sanford con suave firmeza.
—¿Qué? Ah, sí, sí. —Levantó a la niña hacia mí, y yo me acerqué a coger a Christie entre mis brazos. Cuando miré su pequeño rostro sentí que por fin la sombra que pesaba sobre mi corazón se levantaba, llenándome de alegría. Había olvidado lo rubio que era su cabello. Parecía una corona dorada.
—Gracias —dije, volviéndome hacia Patricia—. Siento mucho el dolor y el sufrimiento que les he causado.
Los labios de Patricia temblaron con mayor fuerza. Se le arrugó la barbilla y sus hombros empezaron a temblar.
—Patricia. Me lo prometiste —le advirtió Sanford.
Respiró profundamente y se presionó el pecho con los pequeños puños como para contener su tristeza.
—Lo siento —susurró.
—Será mejor que nos vayamos, Dawn —dijo Jimmy—. Nos queda un largo viaje de vuelta.
—Sí. Gracias por darme las cosas de la niña —dije dirigiéndome a Sanford. Asintió, pero advertí que también él trataba de reprimir las lágrimas.
Jimmy y yo salimos de la casa. En cuanto Frazer cerró la puerta detrás de nosotros oímos el gemido de Patricia Compton, y luego un grito fuerte y penetrante, el lamento de cualquier madre dejaría escapar si se llevasen a su hijo.
La pesada puerta se cerró rápidamente, dejando el grito de dolor atrapado dentro de la casa. Jimmy y yo nos alejamos a toda prisa, movidos por el horror de la pena de Patricia Compton. Ninguno de los dos pronunció palabra. Jimmy puso en marcha el motor y nos alejamos de allí. No pude evitar echarle una última mirada a la casa que podría haber sido el hogar de Christie. A continuación cerré los ojos y enterré la imagen en los armarios más profundos de mi memoria. Cuando volví a abrirlos miré detenidamente el rostro rosáceo de mi pequeña esperando mis besos.