9

DEMASIADAS TRAICIONES

—¿Quién te ha dado permiso para rebuscar entre mis armarios y mis cajones? —grité—. ¿Quién te ha dado derecho a entrar en mi habitación y mirar mis cosas? ¡No eres mi madre! ¡Nunca podrás ser mi madre! —rugí.

Tía Bet se enderezó y alzó la cabeza con altivez. Los gemelos aparecieron en el umbral de sus habitaciones simultáneamente y se asomaron con ojos somnolientos, pero curiosos. Sólo Jefferson siguió durmiendo, cosa que yo agradecí. Había visto y había sido víctima ya de bastantes actos de tía Bet.

—No pretendo ser tu madre, Christie, pero tu tío Philip y yo somos vuestros tutores y esto conlleva una gran responsabilidad. Estamos aquí para que no sucedan este tipo de cosas —añadió agitando el libro.

—¿Qué tipo de cosas?

Me volví hacia tío Philip pero él seguía mirándome con aquella expresión de sorpresa.

—El mismo tipo de comportamiento indecoroso por el que es famosa tu tía Fern —contestó fríamente—. Ya sé cómo sois las adolescentes modernas —añadió sonriendo—. Sois mucho más promiscuas que cuando yo tenía vuestra edad.

—No es cierto… al menos no es cierto en mi caso —repliqué.

—¿De verdad? —sonrió fríamente—. ¿Entonces por qué has señalado esas frases en este libro obsceno? —preguntó abriéndolo. Yo me ruboricé—. ¿Querrías leerme estas frases en voz alta?

—¡No! Fern señaló esas frases. Me regaló el libro para mi cumpleaños como una especie de broma. No lo he vuelto a mirar desde entonces.

—¿No es tu primer libro, tu libro de texto sobre comportamiento sexual? ¿No es cierto que sacas ideas de él y luego te escapas por la noche para ponerlas en práctica con algún chico de la ciudad? —preguntó con tono acusador.

—¡Yo no me voy a reunir con nadie! —protesté, pero ella ya no me escuchaba, seguía el curso de sus pensamientos sin hacer caso de lo que yo o cualquier otro pudiera decir.

—A menudo le decía a tío Philip que Jimmy y Dawn estaban perdiendo su influencia sobre Fern. Como no podían controlarla ya, ella seguía y sigue metiéndose en serios problemas en la universidad. Es un milagro que no se haya quedado embarazada todavía —concluyó tía Bet—. Y ahora tú te dedicas a seguir sus repugnantes pasos.

—¡No es verdad!

—Sólo que yo no voy a permitirlo —dijo ignorando mi protesta—. No voy a ser débil y olvidar cómo era Dawn. Después de todo, mi reputación y la de tu tío se han unido a la tuya para siempre. Lo que hagas contigo no sólo es de tu incumbencia. Tus actos también repercuten en nosotros.

—¡Yo no he hecho nada malo! —grité mientras las lágrimas me resbalaban por las mejillas.

—Y no lo harás. Te prohíbo que leas esta clase de libros putrefactos en mi casa —dijo.

—¿Tu casa? —murmuré. Creía haberse apropiado de Jefferson y de mí por completo, de nuestra casa, de nuestras posesiones y hasta de nuestros pensamientos.

Y mientras desvariaba y disparataba, agitando ante mi cara el libro que me había regalado tía Fern, tío Philip ve guía allí inmóvil como una estatua, tan sólo parpadeando continuamente y con un temblor en los labios.

—Yo me quedaré con este libro.

—Probablemente te lo llevas para leerlo —murmuré con rabia.

—¿Qué? ¿Qué has dicho? —preguntó. Yo crucé los brazos y me quedé mirando fijamente el suelo, incapaz de dominar los sollozos que sacudían mis hombros.

—No tenías ningún derecho a ir a husmear en mi habitación —me quejé con tristeza.

—No he ido a husmear en tu habitación. Mrs. Stoddard se sorprendió al ver este libro cuando estaba limpiando y me lo ha dicho. Entré en tu habitación a pedirte explicaciones y entonces descubrí que te habías ido para acudir a alguna cita. Entonces lo busqué yo, con la esperanza de que Mrs. Stoddard no estuviera en lo cierto. Pero desgraciadamente así ha sido.

No la creía, pero estaba demasiado cansada para seguir discutiendo.

—De ahora en adelante, no quiero que salgas de casa después de las ocho sin permiso específico de tu tío o mío. Y ya nos enteraremos de adonde has ido y con quién. Esta claro, ¿verdad? —preguntó, clavándome las palabras como si fueran finas dagas al ver que no obtenía respuesta.

—Sí, sí —dije pasando junto a ella como un torbellino y cerrando de golpe la puerta de mi habitación detrás de mí. Me eché en la cama y escondí la cabeza en la almohada y dejé fluir las lágrimas. Lloré hasta vaciar toda mi pena, luego suspiré y me senté lentamente. Pasé los dedos por el reloj que mamá y papá me habían regalado, con gran dolor de mi corazón porque los echaba mucho de menos.

Agotada y deshecha, me levanté y empecé a vestirme para ir a la cama. El sueño se había convertido en una especie de vía de escape. Me aterrorizaba la idea de cuánto tendría que esperar hasta cerrar los ojos y escapar de lo que ya se había convertido en un mundo oscuro y miserable. Me hubiera gustado dormir mas y mas hasta… Hubiera deseado quedarme dormida para siempre.

Me lavé la cara y me puse un pijama de franela que mamá me había comprado. No podía sacarme el frío del cuerpo y seguí sintiéndolo aun después de haberme metido debajo de las sábanas. Temblaba de tal manera que me castañeteaban los dientes. Intenté cerrar los ojos con la esperanza de quedarme profundamente dormida, pero momentos después oí que alguien llamaba suavemente a mi puerta. Al principio creí haberlo imaginado, pero luego volví a oírlo.

—¿Quien está allí? —pregunté débilmente. La puerta se abrió y tío Philip entró cerrándola suavemente tras él. Iba en pijama. A la tenue luz de la lamparilla de noche, vi su sonrisita—. ¿Qué pasa, tío Philip?

Vino directamente a mi cama y se sentó a mi lado.

—No quería que te quedaras dormida con tanta tristeza —dijo pasando suavemente el dorso de su mano por mi mejilla. Luego la puso sobre la mía—. A veces Betty Ann puede ser un poco dura. No tiene la intención de serlo, pero se debe a su carácter nervioso explicó.

—No tiene un carácter nervioso protesté apartando mi mano de la suya. Estaba harta de oír excusas.

—No, no, lo que sucede es que tiene miedo insistió él.

—¿Miedo? ¿De qué? ¿De mí? —empecé a reír—. Aquí ella hace lo que le parece, ya nada importa lo que yo diga: atormenta a Jefferson, ha echado a Mrs. Boston, implanta esas normas tan estrictas e insiste en que nosotros las obedezcamos.

—Le aterroriza ser responsable de una jovencita madura —dijo.

—¿Por qué?, tiene a Melanie, ¿no?

—Sí, pero Melanie todavía es una niña. Tú eres una hermosa mujer que obviamente tiene los sentimientos, los deseos y las necesidades de una mujer —añadió suavemente con los ojos más pequeños todavía y pasándose nerviosamente la lengua por los labios—. A mí puedes decirme la verdad. ¿Has ido a reunirte con alguien esta noche? —preguntó al fin suavemente.

—No. Fui a dar un paseo. Me ayuda a pensar —repuse. No quería decirle que había ido al cementerio. Hubiera podido imaginar que yo estaba allí el día en que estuvo junto a la tumba de mi madre.

Su sonrisa se ensanchó.

—Te creo —dijo. Luego se puso muy serio—. Pero estas sensaciones, estos nuevos deseos, pueden confundir a una persona joven de tal manera que él o ella crean que a veces se vuelven locos. —Se golpeó el pecho y cerró los ojos—. Estas sensaciones te atormentan interiormente y te sientes como si fueras a explotar si no encuentras alivio. Deseas tocar algo, sentir algo, apretarte contra algo que te… que te calme. ¿Tengo razón? ¿No es esto lo que te está pasando?

—No, tío Philip —dije. Mientras hablaba abría mucho los ojos y el brillo que veía en ellos me aturdía e irritaba al mismo tiempo.

—Lo sé —dijo sonriendo de nuevo—, es un poco embarazoso para ti contarme estas cosas. Es algo que hubieras hablado con tu madre. Pero mira —añadió meneando la cabeza—, tu madre se ha ido y Betty Ann… bien, Betty Ann no es demasiado receptiva a estos asuntos. Comprendo tu necesidad de confiar en alguien que se preocupe mucho por ti —dijo apresuradamente—. Oh, lo sé, yo no puedo reemplazar a tu madre y tampoco quiero pretenderlo, pero puedes confiar en mí, Christie. Guardaré tus secretos en lo más profundo de mi corazón.

—Yo no tengo secretos, tío Philip —dije.

—No me refiero a secretos exactamente. Me refiero a sensaciones —explicó—. Por esta razón aceptaste sin protestar el libro que te regaló Fern, ¿verdad? Querías enterarte de esas cosas, y es algo muy natural. Estás en la edad. ¿Por qué tienes que seguir ignorando lo que sucede entre un hombre y una mujer sólo porque tu madre ya no está aquí para explicártelo? Bueno —continuó, volviendo a sonreír—. Yo estoy aquí. ¿Puedo ayudarte? ¿Puedo responder a alguna pregunta, explicar una sensación?

Sacudí la cabeza. No sabía qué decir. ¿Qué clase de preguntas esperaba que le hiciera? Pero mis dudas no lo desanimaron.

—Comprendo —dijo asintiendo— que te sea difícil transformar en palabras estas sensaciones. A tu madre y a mí nos ocurrió lo mismo. Cuando la conocí no era mucho mayor de lo que tú eres ahora, y yo casi tenía su edad, ya lo sabes. Y nos confiamos el uno al otro —dijo en un susurro—. Nos confesamos nuestras sensaciones y pensamientos más íntimos. Confiamos el uno en el otro. Y si ella confiaba en mí, tú también puedes hacerlo.

Hizo presión con la palma de su mano derecha en mi estómago y la deslizó lenta y suavemente hacia arriba. Su roce me sobresaltó, pero aquello no lo disuadió, hizo como si no se diera cuenta de mi contracción.

—Sabes que yo fui el primer muchacho, el primer hombre que la tocó aquí —dijo trasladando la palma un poco más arriba, hasta situarla encima de mi pecho. El corazón empezó a latirme tan deprisa que pensé que el latido apartaría su mano. Contuve la respiración, incapaz de creer lo que estaba sucediendo—. La ayudé a explorar, a comprender —dijo—. Y también puedo hacer lo mismo por ti. No tienes que recurrir a libros y leerlos en secreto en tu habitación para descubrir estas cosas. Pregúntame lo que quieras… cualquier cosa —dijo en voz baja.

Yo no podía moverme, no podía hablar, no podía tragar. El cerró los ojos y trasladó la mano de un pecho al otro lentamente sobre mi pijama, haciendo presión con el pulgar hasta que me tocó el pezón. Yo di un salto y abrí los ojos.

—¡Tío Philip!

—Está bien, está bien. Vamos, vamos, no temas. Quieres entenderlo todo, ¿no es cierto? Para así evitar cualquier problema. Seguro que lo harás —añadió asintiendo—. Hay demasiadas jóvenes de tu edad que tropiezan y caen en malas manos. No saben lo lejos que pueden llegar y se encuentran en situaciones desesperadas. Tú no quieres que te suceda lo mismo, ¿verdad?

—A mí no me pasará, tío Philip —logré decir alejándome para que su mano se apartara. Entonces rápidamente crucé los brazos cubriendo mi pecho.

—No hay que ser arrogante y demasiado confiada —me advirtió—. No sabes lo que sucede en el interior de un hombre y cómo puede perder el control de sus emociones. Deberías saber lo que no hay que hacer —continuó—, cuáles son las cosas que llevan a un hombre a perder el control. ¿No quieres que yo te ayude a comprenderlo?

Sacudí la cabeza.

—Si Betty Ann tiene razón y has ido a reunirte con alguien…

—No es verdad —dije yo.

Se quedó mirándome un momento, luego volvió a sonreír y se inclinó para retirarme un mechón de cabello.

—Es que eres muy bonita y estás en una edad muy apetecible. Odiaría que algo o alguien te estropeara, te viciara, sobre todo un adolescente de esos que practican tanto sexo —añadió mientras su expresión era ahora de enfado e indignación—. Me sentiría terriblemente mal, me sentiría responsable, no habría cumplido con mi deber.

—Eso no va a suceder, tío Philip.

—Prométeme que vendrás a mí si quieres preguntar algo, si te sientes confusa. Prométeme que serás sincera conmigo y vendrás a mí en busca de ayuda.

—Lo prometo. —Hubiera prometido cualquier cosa en ese momento con tal de que se marchara.

Volvió a sonreír y lanzó un profundo suspiro.

—Tranquilizaré a Betty Ann y haré lo posible para que te levanté el toque de queda —prometió—. ¿Podríamos… puedo… venir a charlar contigo de vez en cuando? No se lo diremos a Betty Ann —añadió apresuradamente—. No lo entendería y está demasiado nerviosa para apreciar lo importante que puede ser. ¿De acuerdo? —insistió. Ahora su mano estaba en mi rodilla.

—Sí —contesté rápidamente.

—Bien. Bien. —Me dio una palmadita en el muslo y se levantó—. Duerme bien y recuerda que estoy a tu entera disposición. Seré una madre y un padre para ti. Si quieres, deja de llamarme tío Philip. Puedes llamarme Philip. ¿De acuerdo?

Asentí.

—Muy bien. Buenas noches, cariño mío —dijo inclinándose para besarme en la mejilla. Sentí sus labios como dos finas llamas en mi rostro y me aparté rápidamente, pero él no se dio cuenta. Tenía los ojos cerrados y una expresión de profunda satisfacción. Se quedó a mi lado un momento y finalmente se levantó—. Buenas noches, princesa —dijo, y al fin se marchó.

No pude moverme aun después de marcharse y de haber cerrado la puerta tras él. Tenía el cuerpo tan congelado como una tarta helada. Lo que acababa de suceder parecía una pesadilla. ¿Había sucedido o yo lo había soñado? El recuerdo de sus dedos sobre mis pechos era demasiado fuerte y demasiado vivido como para no ser real, pensé.

Tía Bet nos atormentaba a Jefferson y a mí con sus horribles normas y su manía insana por la limpieza y la pulcritud; los gemelos eran rencorosos y celosos y no hacían más que intentar que nuestra vida fuera aún más desagradable, y tío Philip me aterrorizaba con su extraño avance sexual y sus ideas fantasmagóricas.

Cuán desagradable era ahora nuestra vida, pero ¿por qué? ¿Qué habíamos hecho para atraer este destino desdichado y vil? Seguramente yo tenía razón cuando creía que se trataba de una maldición que había caído sobre nuestra familia. Y esto era algo que nadie más apreciaba o comprendía. Yo tenía la sensación de haber heredado una extraña serie de desastres que se cernían sobre nuestro destino, veía las tenebrosas nubes grises rondando sobre nuestras cabezas y comprendía que no importaba lo fuertes que fuéramos, lo lejos que corriéramos o lo mucho que rezáramos: la fría lluvia de angustia y aflicción dejaría caer torrentes de desgracia sobre nosotros.

Seguramente el hechizo había dado comienzo a causa de algún horrible pecado cometido por alguno de nuestros antepasados. Quienquiera que fuera di o ella, sin duda había pactado con el demonio y nosotros estábamos pagando por ese acto diabólico. Yo esperaba que quizá alguien pudiera descubrir de qué se trataba y pedirle perdón a Dios. Y quizá entonces, y sólo entonces, estaríamos libres y a salvo, todo lo libre y a salvo que se puede estar en este mundo.

Recé por mí y por Jefferson, y entonces, finalmente, me dormí.

Al día siguiente tía Bet se comportó como un grifo de agua fría y caliente. Por la mañana, durante el desayuno, fue como si nada hubiera sucedido entre nosotras la noche anterior. Creí que tío Philip había hecho lo que me había dicho que haría, esto es, tranquilizarla. No sacó a colación El amante de lady Chatterley ni nuestro enfrentamiento. En cambio, habló una y otra vez durante el desayuno de todos los cambios que iba a hacer en la casa: las nuevas cortinas que introduciría, las moquetas que sacaría y las paredes que quería pintar. Luego anunció que quería que Julius la acompañara a comprar en los nuevos almacenes que acababan de abrirse en Virginia Beach.

—Iremos el sábado —dijo—. Christie necesita ropa nueva, sobre todo para el primer recital después… después del incendio.

Todos los alumnos de Mr. Wittleman iban a participar en un recital la primera semana de agosto. Yo no estaba muy entusiasmada, pero no me negué a hacerlo. Tía Bet era plenamente consciente de que el recital era un acontecimiento al que asistían normalmente las personas más influyentes y ricas de Cutler Cove y sus inmediatos alrededores. Yo sabía que ella esperaba asistir y sentarse en primera fila.

—No necesito nada —dije.

—Desde luego que sí, querida. No querrás tener el guardarropa pasado de moda, ¿verdad? —preguntó con dulzura.

—Lo tengo al día. Mamá, antes de morir, me compró cosas de la última temporada —contesté.

—Tu madre nunca estuvo demasiado al día sobre lo que era o no de última moda, Christie —dijo con aquella falsa sonrisa almibarada en los labios—. Siempre estaba ocupada con las cosas del hotel y no se había suscrito a las revistas de moda ni leía las columnas de moda tan escrupulosamente como yo lo hacía y lo sigo haciendo.

—Mi madre jamás dio la impresión de estar pasada de moda un solo día en su vida —protesté yo con vehemencia.

—Nunca vi a Dawn poco atractiva —terció tío Philip—. Ni siquiera cuando estaba agotada al final de la jornada.

Tía Bet se apoyó en el respaldo de la silla.

—No he dicho que no fuera atractiva. Una cosa es ser atractiva y otra ser elegante —aclaró—. Tú siempre serás atractiva, Christie. Posees unos rasgos bonitos, pero esto no significa que no hayas de poseer un estilo, ¿verdad?

—No me preocupa —dije, cansada de discutir. Ella lo tomó como la aceptación de que tenía razón, sonrió y siguió parloteando como un canario feliz. Jefferson inclinó la cabeza y siguió tomando su desayuno. Mirara a donde mirara yo veía en la oscuridad de sus ojos de zafiro que estaba escuchando sus propios pensamientos. Afortunadamente, se las había arreglado para desviar la atención de tía Bet. Los gemelos, como siempre, estaban sentados perfectamente y escuchaban todo lo que ella decía con atención.

Después del desayuno, me retiré a la salita del piano y durante todo el día me moví como una sonámbula, consciente apenas de dónde estaba y de lo que estaba haciendo. Durante la comida, mastiqué mecánicamente y tragué los alimentos sin saborearlos. Mientras leía a primeras horas de la tarde, mis ojos se desplazaron de la página y mi mirada parecía flotar por la habitación como un globo a la deriva. El único momento en que me sentí viva fue cuando llegó el correo y corrí a ver si había carta de Gavin. Desde que mi correspondencia había sido interceptada, procuraba encontrarme por los alrededores cuando se repartía el correo.

Había una carta de Gavin, breve, pero encantadora porque en ella me decía que había vendido su valiosa colección de naipes de béisbol y había conseguido el equivalente de otra semana de sueldo. Esto significaba que podía venir a verme una semana antes de lo que al principio había previsto. Me disgustaba la idea de que hubiera vendido algo por lo que sentía tanto cariño, pero me escribía que nada era tan importante como sus deseos de verme. Ya lo había comentado y tenía el permiso del abuelo Longchamp.

La noticia hizo desaparecer de mi ánimo la depresión que había sufrido durante todo el día. Cuando volví al piano, interpreté una música alegre y ligera, con mis dedos bailando sobre el teclado. Permití que el brillo del sol y el cielo azul penetraran en mi corazón, y mi música se llenó de renovada energía. Mrs. Stoddard interrumpió sus labores para venir a escucharme.

Después subí a mi habitación a escribir a Gavin, pero apenas me había echado en la cama e iniciaba la lectura de la carta cuando oí el grito procedente del vestíbulo. Abrí la puerta y escuché. Era tía Bet. Ahora su grifo volvía a ser de agua fría. Esta vez parecía histérica, con una voz tan aguda que pensé que se le iban a romper las cuerdas vocales.

—¡Es como un animalito! —exclamó—. ¿Cómo no pudo ciarse cuenta de lo que pisaba? ¿Cómo ha podido entrar con eso en casa? —Apareció en el umbral de la puerta del cuarto de Jefferson con Richard a su lado con expresión de gran satisfacción. Tenía los brazos extendidos para que los zapatos que sostenía en las manos estuvieran lo más alejados posible de ella. Inclinó la cabeza y luego la apartó frunciendo la nariz.

—¿Qué pasa, tía Bet? —pregunté con voz cansada y disgustada.

—Tu hermano, esa pequeña bestia de hermano que tienes… ¡mira! —exclamó, levantando los zapatos hacia mí para que pudiera verlos claramente. Tenía pegados a la suela unos terrones que parecían deyecciones de perro.

»Richard se quejaba de cierto olor en su habitación. Envié arriba a Mrs. Stoddard a limpiar de nuevo la moqueta, pero nada consiguió. Luego subí yo y miré en el armario de Jefferson y encontré esto en el suelo. ¿Cómo pudo sacarse los zapatos y guardarlos allí sin darse cuenta de lo que tenían en la suela? ¿Cómo pudo? Debió de hacerlo a propósito. Es otra de sus bromas pesadas —dijo estirando hacia arriba su boquita de piñón arrugada como la cinta de una bolsa.

Por un momento me pregunté si realmente podía tratarse de una de las jugarretas de Jefferson. A Jefferson le hubiera gustado hallar la manera de atormentar a Richard, pensé. Y ante la posibilidad fui incapaz de dominar una sonrisita que apareció en mis labios.

—¿Te parece divertido? —preguntó tía Bet—. Dime.

—No, tía Bet.

—En cuanto atraviese la puerta de la entrada, lo enviaré arriba —declaró—. En cuanto la cruce —añadió, sosteniendo los zapatos lejos de ella—. Tendría que tirarlos a la basura, eso tendría que hacer en lugar de dárselos a Mrs. Stoddard para que los limpie —murmuró mientras bajaba con los ojos cerrados y con Richard junto a ella, guiándola.

Era terrible pensarlo, pero había llegado al punto de desear que Jefferson lo hubiera hecho deliberadamente. Volví a mi habitación y describí el incidente en la carta dirigida a Gavin. Estaba segura de que aquello dibujaría una sonrisa en sus labios y le haría reír. Cuando acabé de escribir bajé al piso inferior y salí por la puerta trasera donde encontré a Mrs. Stoddard limpiando los zapatos de Jefferson con un cubo lleno de agua jabonosa y una esponja.

—Es un chico terrible —dijo sacudiendo la cabeza, aunque pude ver en sus ojos cierta expresión divertida.

—No sé si lo ha hecho a propósito, Mrs. Stoddard; lo sabré cuando vuelva a casa.

Mrs. Stoddard asintió y comenzó a secar los zapatos con un trapo. De pronto algo me llamó la atención e hizo que me acercara a examinar de cerca aquellos zapatos.

—Déjeme ver, por favor, Mrs. Stoddard. —Ella me alargó el zapato derecho y yo lo giré pensativa—. Jefferson ya no se pone estos zapatos, Mrs. Stoddard. Le van pequeños. Mi madre iba a regalárselos al Ejército de Salvación.

—¿Es eso cierto? —preguntó.

—Sí —repuse, apretando los labios y asintiendo al comprender lo que eso significaba—. Es obra de Richard. Quiere culpar a mi hermano de cosas que no ha hecho —concluí.

Mrs. Stoddard comprendió también y asintió con simpatía. Yo cogí el otro zapato y volví a entrar en la casa. Encontré a tía Bet en la sala, leyendo una de sus revistas y sonriendo con orgullo a Richard y Melanie que estaban demostrando su fluidez autodidacta en el francés básico.

—¡Eres un bastardo! —grité desde el umbral de la puerta. Tía Bet abrió la boca. Melanie y Richard se volvieron y adquirieron la misma expresión de sorpresa. Yo irrumpí en la habitación sosteniendo los zapatos en alto con las suelas hacia arriba y me acerqué a Richard. Mi primo se echó hacia atrás.

—¿Cómo te atreves a pronunciar esas palabras? ¿Qué estás haciendo? —preguntó tía Bet.

—Voy a restregar estos zapatos en su cara —dije—. Richard fue quien los embadurnó con mierda de perro y los escondió en el armario de Jefferson, igual que puso la miel allí —acusé.

—¡Yo no lo he hecho!

—Sí que lo has hecho —dije acercándome más. Richard se apartó y se protegió detrás de Melanie.

—¡Christie! —gritó tía Bet—. Detente inmediatamente.

—Pero esta vez se ha equivocado, tía Bet —dije—. Esta vez tu precioso y perfecto angelito se ha confundido. Elegiste mal los zapatos, Richard —dije, volviéndome hacia él—. Deberías de haberte tomado más tiempo para planear mejor las cosas.

Richard miró a tía Bet y luego a mí.

—¿De qué estás hablando, Christie? —preguntó.

—De estos zapatos, tía Bet. Hace tiempo que a Jefferson ya no le caben. Mamá iba a dárselos al Ejército de Salvación junto con otras prendas de vestir que nos venían pequeñas, sólo que no tuvo la posibilidad de hacerlo. Richard no lo sabía, ¿verdad, Richard? Cogiste los zapatos, los embadurnaste, los pusiste en su armario con la intención de crearle a Jefferson otro problema.

—Me cuesta creer… —tía Bet lo miró—. ¿Richard? —Él intentó sonreír impertérrito, pero pude ver la expresión de temor en sus ojos.

—Yo no he hecho eso, madre.

Tía Bet meneó la cabeza y se volvió hacia mí.

—Richard no podría… no sería tan soez como para buscar excrementos de perro y… Oh, no —dijo negándose a admitir la idea—. No podría hacerlo.

—Pues lo hizo. Y esta vez lo he cogido.

—¡Mentirosa! —gritó Richard. Fue a dar un paso, pero se apartó de nuevo.

—Se lo está inventando, madre —dijo Melanie levantándose rápidamente y poniéndose a su lado—. ¿Cómo podemos saber nosotros que estos zapatos no le entran a Jefferson?

—Sí —repuso tía Bet aceptando la posibilidad—. ¿Cómo lo sabemos?

—Porque te lo estoy diciendo —dije—. Y yo nunca miento.

—Ya lo veremos. No digo que mientas, Christie, pero puedes equivocarte. Esperaremos a que Jefferson vuelva a casa y entonces lo comprobaremos —insistió.

—Magnífico, y una vez lo hayas comprobado, tendrás que disculparte y castigar a Richard. Es de justicia. No puedes castigarnos.

El rostro de Richard adquirió entonces una expresión furiosa… los ojos abiertos, rabiosos.

—Yo no he hecho nada —protestó.

—Sí que lo has hecho, y creo que como castigo deberían frotarte la cara con mierda de perro —le amenacé.

—¡Christie! —exclamó tía Bet asombrada—. Recuerda que eres más mayor y se supone que eres una señorita y…

Antes de que pudiera seguir, oímos que se abría la puerta de la entrada precipitadamente, como si alguien le hubiera dado un golpe violento. Nadie dijo nada. Todas las miradas permanecían clavadas en el umbral de la puerta de la sala para ver de quién se trataba.

Apareció tío Philip, los ojos brillantes, la boca torcida en una mueca de horror y de tristeza. Tenía los cabellos despeinados y parecía que hubiera hecho corriendo todo el trayecto del hotel hasta la casa.

—¡Philip! —exclamó tía Bet—. Qué…

—Es mi madre —dijo él—. Mi madre…

—Oh, querido. —Las manos de tía Bet se dirigieron a su garganta como pájaros asustados.

—¿Qué le ha pasado a la abuela Laura, tío Philip? —pregunté suavemente, con el corazón en vilo y casi sin aliento.

—Mrs. Berme… la encontró en el suelo del cuarto de baño… una apoplejía —dijo—. Mi madre… la madre de Dawn… la madre de Clara Sue… se ha ido —acabó—. Se ha ido para siempre.

Giró hacia la izquierda y se detuvo. Luego nos miró a todos como si no nos reconociera y, confuso, salió por donde había venido llevando consigo el peso de una nueva desgracia. Tía Bet se dejó caer en su asiento, abrumada. Los gemelos volvieron rápidamente a su sitio cogidos de la mano. Y yo, aturdida, moví la cabeza. Sentí el corazón vacío y frío. Pobre abuela Laura, confundida y perdida en su laberinto de recuerdos. Había pasado sus últimos años atrapada en sus recuerdos, procurando desesperadamente ordenar su vida, pero moviéndose en círculos como alguien que vaga por una pared de telarañas y lucha por liberarse. Y ahora había muerto.

Me dirigí a la ventana y vi afuera a tío Philip que caminaba arriba y abajo por el prado de enfrente, hablando en voz alta, gesticulando con las manos como si hubiera tomado contacto con todos sus ascendientes. Los fantasmas de la familia se habían reunido a su alrededor para asistir a la última víctima que había caído bajo las sombras de la gran maldición.

Otro funeral, con el recuerdo todavía fresco del funeral de mis padres, era demasiado. Una vez más nos vestimos de negro; una vez más la gente cuchicheando en nuestra presencia; una vez más el mar era gris y frío y el cielo estaba cubierto aunque no hubieran nubes.

Ni Jefferson ni yo habíamos llegado a conocer realmente a la abuela Laura, como hubiéramos debido de conocer a un abuelo. Todo cuanto yo podía recordar de ella era su pronunciado aire de distracción, sus confusos razonamientos, que unas veces le permitían reconocernos claramente y otras, en cambio, tan sólo mirarnos como si fuéramos extraños que se habían introducido en su vida.

Después de haberme enterado de la verdad acerca del rapto de mi madre con la complicidad de la abuela Laura, pregunté a mamá si la odiaba por lo que había permitido que hicieran. Mamá sonrió un poco, sus ojos azules se suavizaron y meneó la cabeza.

—Antes sí, muchísimo, pero con el paso del tiempo me di cuenta de que ella había sufrido mucho por ello y de que yo no tenía necesidad de añadir un castigo más al que su conciencia ya le había infligido.

»Además, yo deseaba tener una madre y empezamos a compartir algunos momentos preciosos, momentos perdidos, la clase de momentos que una madre y una hija deberían compartir. Cambió cuando se fue a vivir con Bronson. Yo diría que maduró. Tiene una poderosa influencia sobre ella, la hace ser consciente de las consecuencias de sus actos y de sus palabras. No tiene más que clavar en ella sus ojos castaños para que inmediatamente abandone sus egoísmos. Se convierte… en una madre —me confesó mamá riendo feliz.

Y ahora, mientras estaba sentada en la iglesia al lado de mi hermano pequeño y escuchaba el sermón del sacerdote, recordé a la abuela Laura dormida en su silla de ruedas. No podía imaginarla cuando era hermosa y activa todavía. Pero cuando miré a Bronson vi una suave sonrisa en su rostro, una sonrisa de aquellas que revelan la existencia de un hermoso recuerdo que se guarda bien adentro. Seguro que él podía recordarla cuando era joven y se deslizaba por el salón de baile con su risa cantarina. Una sola ojeada me bastó para comprender cuánto había perdido. Y lloré por él, más que por mí misma o por Jefferson o incluso por la propia abuela Laura.

Tío Philip se mostraba muy afectado. Recordé sus quejas cuando tenía que ir a las cenas de Buella Woods. En cambio, siempre agradecía el hecho de que mamá se prestaba a hacer algo por la abuela Laura si eso significaba aliviarlo a él de su responsabilidad. En una ocasión que mamá había ido a verla a pesar de tener mucho trabajo, yo la acompañé. Recuerdo lo incómoda que me sentí al verla tan nerviosa pensando en el trabajo que había dejado por ir a ver a su madre.

—¿Y por qué no puede ir tío Philip? —le pregunté. No creo que tuviera más de diez u once años por entonces, pero me producía una gran indignación cuando algo hacía daño o preocupaba a mamá.

—Philip es incapaz de enfrentarse a la realidad —contestó—. Siempre ha sido así. Se niega a ver a nuestra madre tal como es; sólo quiere recordarla como era, aunque acostumbraba a burlarse de ella. Lo cierto es que estaba muy apegado a ella y la adoraba. Estaba orgulloso de lo hermosa que era y no tomaba en serio su egocentrismo, aun cuando le afectaba. Ahora son casi dos extraños el uno para el otro.

Suspiró y luego añadió:

—Me temo que hay más de Randolph en Philip de lo que Philip quiere admitir y —dijo con expresión sombría y entrecerrando los ojos—, quizá también del abuelo Cutler.

Recuerdo que estas palabras me asustaron y se grabaron bajo mi piel como un persistente prurito.

Pero hoy, en la iglesia, tío Philip parecía más bien un muchacho perdido y temeroso. Sus ojos miraban esperanzados a cualquiera que se le aproximaba como si estuviera esperando que alguien del cortejo fúnebre le dijera: «Nada de esto ha sucedido en realidad, Philip. Es un mal sueño. Dentro de un momento todo desaparecerá y tú te despertarás en tu cama». Tío Philip daba vigorosos apretones de manos y aceptaba beso tras beso en la mejilla. Cuando llegó el momento de irnos, pareció confundido hasta que tía Bet lo tomó del brazo y lo acompañó detrás del ataúd.

Nosotros subimos a la limusina y seguimos al coche fúnebre hasta el cementerio para asistir a los ritos finales en la tumba. En cuanto finalizaron, me acerqué a Bronson y lo abracé. En sus ojos brillaban las lágrimas.

—Ahora descansa —dijo—. El juicio de Dios ha terminado.

—¿Vas a venir a casa con nosotros? —le pregunté. Tía Bet lo había dispuesto todo para otra recepción de condolencias; se estaba convirtiendo en una experta—. No, no. Quiero estar solo. Me pondré en contacto contigo muy pronto —me prometió alejándose con la espalda inclinada por el peso de su profunda tristeza.

Hubo menos personas que vinieron a presentar sus condolencias que por la muerte de papá y mamá, por lo que la recepción finalizó enseguida. Tío Philip, sentado en una silla durante todo el tiempo que duró aquello, miraba a la gente y asentía o sonreía sólo cuando alguien se dirigía a él directamente a darle un apretón de manos o un beso.

Jefferson y yo estábamos agotados, el impacto de este funeral desgarró bruscamente la coraza de nuestros sentimientos más profundos. Por la noche acompañé a Jefferson al piso superior y le ayudé a meterse en la cama. Luego, en lugar de volver al velatorio, me retiré deseosa de cerrar los ojos y escapar a la pena. Ni siquiera quise mantener encendida la lucecita de mi mesilla de noche. Deseaba que la oscuridad se abatiera sobre mí rápidamente, y esta urgencia era más fuerte que mis temores infantiles. Me dejé llevar rápidamente y ni siquiera oí marcharse a las personas que habían acudido al velatorio.

Pero en un momento dado, en mitad de la noche, me despertó el sonido de la puerta que se abría. Fue como si alguien me hubiera rozado ligeramente con un dedo. Abrí los ojos de golpe. No hice ningún movimiento y durante un instante no oí nada, quizá sólo había sido un sueño. Entonces oí el claro sonido de una respiración profunda y el ruido de unos pasos. Un instante después sentí el peso de un cuerpo en mi cama y me volví para ver la silueta de tío Philip que se recortaba vagamente en la oscuridad. Mi corazón empezó a latir, no parecía que fuera vestido, ni siquiera llevaba puesto el pijama.

—Shhh —susurró antes de que yo pudiera emitir una palabra. Se inclinó y puso los dedos en mis labios—. No temas.

—Tío Philip, ¿qué quieres? —le pregunté.

—Me siento tan solo… tan perdido esta noche. Que pensé… que podríamos estar echados el uno al lado del otro un rato y charlar un poco.

Antes de que yo pudiera decir nada, levantó la sábana y se deslizó debajo poniéndose a mi lado. Yo me aparté rápidamente, sorprendida, atónita y aterrorizada.

—Aparentas más años que la edad que tienes —murmuró—. Y lo sabes. Eres más mayor de lo que era tu madre cuando tenía tu edad. Has leído más, has hecho más cosas, sabes más. No me tienes miedo, ¿verdad? —preguntó.

—Sí —contesté—. Lo tengo. Por favor, tío Philip. Vete.

—No puedo. Betty Ann… Betty Ann es como una barra de hielo a mi lado. No me gusta; ni siquiera cuando mi pierna roza su huesuda rodilla. Pero tú, oh Christie, tú eres tan bonita como era Dawn; quizá más. Cada vez que te miro la veo a ella cuando fue mía.

»Tú también puedes serlo —añadió acercándose y apoyando la mano en mi cintura—, sólo esta noche, al menos esta noche, ¿puedes?

—No, tío Philip. Déjame —dije apartando su muñeca.

—Pero tú ya lo has hecho con los chicos. Lo sé. ¿Adonde si no irías por la noche, como no fuera a reunirte con algún muchacho? ¿Dónde ha sido… en la parte trasera de un coche? Dawn y yo estuvimos una vez en un coche.

—No. Calla —dije tapándome los oídos con las manos—. No quiero oír esas cosas.

—Oh, ¿y por qué no? No hicimos nada malo. Te enseñaré lo que hicimos —dijo, subiendo la mano por mi cuerpo hasta el pecho. Yo quise apartarme y salir de la cama, pero me sujetó por la cintura con la otra mano y me acercó a él.

—Christie, oh Christie, mi Christie —gimió llenándome la cara de besos húmedos. Yo hice una mueca y forcejeé, pero él era más fuerte y puso su pierna sobre la mía para sujetarme mejor. De pronto metió la mano debajo de la parte superior de mi pijama y encontró mi pecho. Cuando su piel me rozó, empecé a gritar y entonces él puso su otra mano sobre mi boca.

—No lo hagas —me advirtió—. No despiertes a los demás. No lo entenderían.

Yo gemí y sacudí la cabeza. Tío Philip retiró la mano y antes de que yo pudiera emitir sonido alguno puso su boca sobre la mía y apretó los labios con tanta fuerza sobre los míos que los separó de mis dientes. Cuando la punta de su lengua rozó la mía empecé a sentir náuseas.

Cuando apartó su boca yo estaba sofocada y empecé a toser, pero mientras me esforzaba por recuperar el aliento, sus manos me bajaron los pantalones del pijama haciendo saltar los botones. Cuando tuve el pijama a la altura de las rodillas, dio la vuelta y puso su cuerpo encima del mío y lo sentí… sentí su duro aguijón entre mis muslos apretados. Entonces comprendí lo que era aquello y lo que estaba sucediendo; creí volverme loca. Logré liberar mi mano derecha y le pegué con el puño en la cabeza, pero era como una mosca intentando levantar un elefante. Él no parecía sentir nada. Gruñía y empujaba.

—Christie, Christie… Dawn… Christie —decía, mezclando mi nombre y el de mi madre como si pudiera hacerla fluir hacia él a través mío.

—¡Tío Philip, déjame, déjame!

Era tan fuerte y tan pesado, que no pude oponer resistencia. Mis piernas empezaron a abrirse lentamente, bajo su empuje cada vez mayor.

—No tienes que escapar a hurtadillas para aprender estas cosas —murmuró—. Yo puedo ayudarte como te prometí. Nos necesitamos el uno al otro. Deberíamos depender el uno del otro, ahora más que nunca. Sólo te tengo a ti, Christie, a nadie más…

—Tío Philip —jadeé, pero su boca volvió a cubrir la mía. Intenté gritar, pero el grito se ahogó en mi interior. Sentí la punta de su duro aguijón presionando hacia adelante mientras yo me hundía bajo su cuerpo.

Y luego sentí su impacto y comprendí que se estaba moviendo dentro de mí. Intenté rechazarlo, gritar ¡No! Pero la realidad me arrolló como una avalancha, enterrando cualquier rechazo. Él gemía y empujaba hacia adelante, recitando el nombre de mi madre y el mío como si fuera lo que le daba fuerzas. Su simiente se vertió en mi interior. Me quedé allí inerte, esperando que acabara, y cuando lo hizo se deslizó como el hielo. No me moví, temerosa de que si emitía un sonido o le tocaba ligeramente volviera otra vez. Su profunda respiración se hizo más lenta.

—Christie —dijo, tocándome. Yo me aparté sin aliento—. Todo está bien. No hemos hecho nada malo; sólo nos hemos ayudado el uno al otro, nos hemos consolado.

»Ya eres lo bastante mayor para entenderlo. Es bueno; está bien. Todo irá bien —añadió—. ¿Estás bien?

Yo no me moví.

—¿Estás bien? —repitió, volviéndose esta vez hacia mí.

—Sí —repuse inmediatamente.

—Bien, bien. Ahora me voy antes de que Betty Ann se despierte y se pregunte dónde he ido. Duerme, princesita mía, duerme. Siempre estaré aquí dispuesto para ti; siempre, siempre, como lo estuve para ella.

Lo miré conteniendo la respiración mientras se levantaba y se alejaba de mi cama. Se movía con mucho sigilo a través de la oscuridad de mi habitación; se deslizó afuera y desapareció como una pesadilla, aunque todavía persistía en mí.

Durante unos instantes seguí inmóvil intentando negar la realidad de lo que había sucedido. Luego empecé a sollozar con unos sollozos tan fuertes que sacudían todo mi cuerpo y la cama. El dolor que sentía en el pecho era tan grande como para partirme en dos. Me senté, aterrorizada, y contuve la respiración. Por alguna razón en lo único que podía pensar era en Jefferson. Jefferson… Jefferson…

Salté de la cama rápidamente. Los pantalones del pijama me resbalaron de las rodillas, me los saqué y me dirigí al cuarto de baño, me quité la parte superior del pijama y me puse bajo la ducha con el agua a la temperatura más caliente que pude soportar. El calor me enrojeció la piel, pero no me importó. Froté y froté mientras las lágrimas se mezclaban con el agua que se deslizaba por mi cara. Luego me sequé vigorosamente. Sintiéndome todavía sucia, salí corriendo, entré en mi habitación y saqué del armario una maleta pequeña. Sin orden ni concierto, puse en la maleta ropa interior, calcetines, faldas y blusas. Luego me vestí tan rápidamente como pude. Cogí todo el dinero que guardaba en el cajón de la mesilla de noche y lo puse con el dinero que tenía en el monedero. Había ahorrado de aquí y de allá y había conseguido reunir unos cientos de dólares.

Abrí la puerta y me asomé a la débil luz del pasillo. Lo crucé de puntillas y abrí la puerta de la habitación de Jefferson y Richard, deslizándome en el interior. Me arrodillé junto a la cama de Jefferson y lo sacudí suavemente hasta que abrió los ojos.

—Shh —le avisé cuando abrió los ojos. Señalé a Richard que se había dado la vuelta y dormía y le indiqué que no debíamos despertarle. Luego me dirigí a la cómoda de Jefferson y saqué ropa interior y calcetines, elegí un par de pantalones y algunas camisas y lo metí todo rápidamente en su maleta más pequeña. Le di algo para ponerse y en silencio se puso los pantalones, la camisa, los calcetines y los zapatos. Luego le di su chaqueta y le indiqué que debía seguirme rápidamente y en silencio.

Había dejado mi maleta en el pasillo. La cogí apresuradamente y Jefferson y yo nos dirigimos con el mayor sigilo al piso inferior. Miré hacia atrás una sola vez. Confiando en que nadie se hubiera despertado bajé las escaleras con Jefferson detrás de mí y llegamos a la puerta de la entrada.

—¿Adonde vamos? —murmuró.

—Lejos —repuse—. Muy, muy lejos.

Volví a mirar una vez más aquella casa en la que había sido tan feliz. Cerré los ojos y oí las risas de papá y mamá. Oí la música de mi piano y la hermosa voz de mamá. Oí a Mrs. Boston llamarnos para ir a comer. Y a papá, volviendo a casa después del trabajo, le oí gritar:

—¿Dónde está mi muchacho? ¿Dónde está mi muchachito?

Y vi a Jefferson salir corriendo de la sala de estar y abalanzarse en los brazos de papá. Papá lo levantó en sus brazos, lo besó y con él se acercó a mamá y a mí.

Era un mundo de sonrisas y de amor, de música y de carcajadas. Abrí la puerta y miré afuera, a la oscuridad que nos aguardaba. Luego cogí a Jefferson de la mano, salimos y cerré la puerta detrás de mí.

La música y las carcajadas se desvanecieron.

Lo único que oía eran los latidos de mi atribulado corazón.

Éramos huérfanos, fugitivos de una gran maldición, ¿íbamos a poder escapar o la maldición nos perseguiría a través de todas y cada una de las sombras que acechaban?