NADIE COMPRENDE
Todos los empleados dependientes de la dirección del hotel se marcharon, por supuesto. Tras el incendio del edificio no tenían nada que hacer allí. Sin embargo se mantuvieron algunos de los empleados de los jardines para que ayudaran en el retiro de escombros y en la reconstrucción. Como la familia seguía necesitando un chófer, Julius se quedó a sueldo y siguió viviendo en las dependencias de la dirección que había junto al hotel. Lo encontré fuera, limpiando la limusina.
—Cuando hayas acabado, ¿querrás por favor llevarme a visitar a mi abuela? —le pedí.
—Claro, Christie. Ya casi está. Vamos. Acabaré los detalles mientras estés allí.
Entré en la limusina y contemplé a través de la ventanilla a los obreros charlando alrededor de los escombros y las máquinas. Vi también a Jefferson con Buster Morris. Mi hermano estaba con las manos en las caderas, la misma postura que con frecuencia adoptaba papá. Esto me hizo sonreír y, a la vez, se me llenaron los ojos de lágrimas. Cuánto echaba a faltar a mi padre, pensé. Qué crueldad vivir en un mundo donde el padre de un muchacho le es arrebatado antes de poder llegar a conocerse bien el uno al otro.
Me acordé de mamá y pensé en lo terrible que debió de haber sido para ella enterarse de que el hombre y la mujer que creía que eran sus padres no lo eran y lo difícil y angustioso que debió de ser para mamá ser devuelta a su familia verdadera después de tantos años. Cuando la limusina giró y se dirigió hacia Buella Woods, el hogar de Bronson Alcott, me pregunté qué debió de sentir mamá el primer día en que se encontró cara a cara con su madre. Cómo me hubiera gustado que mi abuela tuviera la mente lo bastante clara para hablarme de aquellos días. Sin embargo, para ella entonces las cosas iban mal, y ahora en cambio habían mejorado mucho. Estaba casada con un hombre que la amaba profundamente. Podía sentirse segura y feliz.
Buella Woods estaba situada encima de una elevada colina desde la que se veía Cutler Cove. La casa era lo bastante grande para ser un castillo. Había sido construida con un revestimiento de piedra gris y un decorativo maderaje. Tenía un torreón redondo más elevado, y disponía de un tejado cónico. En el torreón se abría la entrada principal con una puerta de madera de pino oscura encajada en una abertura arqueada. Debajo de las ventanas del segundo piso había una pequeña balconada decorada con hierro forjado. Jefferson siempre quería encaramarse a la balconada y no entendía por qué la habían construido sólo como un elemento decorativo.
Julius abrió la puerta del coche y yo subí los escalones e hice sonar la campanilla de la puerta. La entrada era tan profunda que resonó como en una catedral. Mrs. Berme, la enfermera de la abuela, me sorprendió abriendo la puerta. Normalmente lo hacía Humbrick, el mayordomo de Bronson, un hombre fuerte de oscuros cabellos.
—Oh, Christie —dijo Mrs. Berme—. Tu abuela precisamente acaba de dormirse en la sala, aunque estoy segura de que no dormirá mucho. Entra. Mr. Alcott está en su despacho.
—Gracias, Mrs. Berme —contesté dirigiéndome al pasillo. Fui a ver a mi abuela y la encontré dormida en su sillón preferido, envuelta en una manta que la cubría hasta el cuello. Pálida y gris, excepto donde se había aplicado el rouge, como siempre con exageración. Corrí al despacho de Bronson. Llamé a la puerta, aunque la encontré abierta. Estaba detrás de su escritorio, leyendo unos periódicos.
—Christie —dijo levantándose inmediatamente—. Cuánto me alegra que hayas venido.
—La abuela está durmiendo —dije.
—Estoy seguro de que pronto se despertará. Estos días sus siestas son frecuentes, pero breves. Ven. Siéntate. Cuéntame lo que habéis estado haciendo tú y Jefferson. —Señaló el sofá de cuero y yo tomé asiento inmediatamente.
—Ha sido terrible.
—¿Qué? —Alzó las cejas, apretó los labios y entrecerró los ojos—. ¿Qué ha pasado?
—Todo, Bronson. Tía Bet se porta muy mal con nosotros. ¡Y ha echado a Mrs. Boston!
—¿Qué? ¿Que ha echado a Mrs. Boston? No puedo creerlo —dijo, sentándose.
—Pues lo ha hecho. Mis primos cayeron enfermos del estómago y ella lo achacó a la falta de limpieza y a la mala cocina de Mrs. Boston.
—¿De verdad? Qué cosa tan extraña…
—Le dijo que se fuera y tío Philip se negó a intervenir. Dice que ahora es el ama de casa y que el servicio ha de congeniar con ella —exclamé.
—Bueno… me temo que en eso tiene razón. Pero no puedo imaginar a nadie llevándose mal con Mrs. Boston. Era una de Jas pocas sirvientas de la abuela Cutler que quedan todavía. —Movió la cabeza y luego me miró—. Hablaré de esto con Philip, pero si existe un choque de caracteres entre Mrs. Boston y Betty Ann, no podré hacer mucho. ¿Por qué has dicho que tu tía Bet se porta muy mal con Jefferson y contigo?
—Porque así es. No para de gritarle a Jefferson porque es desordenado. Quiere que nos saquemos los zapatos antes de entrar en casa —dije. En cuanto mis palabras hubieron salido de mi boca, comprendí lo ridículas e infantiles que parecían. Observé que Bronson también pensaba lo mismo.
—Bueno, Christie, ya sabes que a veces Jefferson puede ser como un terremoto —sonrió Bronson—. Recuerdo aquella vez que se encaramó encima de la leña almacenada allá atrás. Seguro que tía Bet lo que intenta es que sea más responsable. Y ahora, con Mrs. Boston fuera…
—Por su culpa —gemí.
—Quizá. Pero ha sucedido y tendremos que vivir con ello.
—Ha trasladado a Richard a la habitación de Jefferson y no se llevan bien —dije, añadiendo rápidamente otra queja para que Bronson viera que mi sentimiento estaba justificado. Se frotó el mentón con los dedos índice y pulgar y asintió.
—Los muchachos deben compartir la habitación. Estoy seguro de que pronto se llevarán mejor. De todas formas, ¿qué elección tenía Betty Ann? De otro modo tendrían que haberla compartido Melanie y Richard, ¿verdad?
—Sí —repuse lanzando un resoplido que significaba frustración.
—Todo esto no me parece tan terrible, Christie.
—Se ha llevado la mayor parte de las cosas de mi madre al ático —gemí—, y también las de papá.
—Bueno, ¿y qué otra cosa podía hacer? Necesitan espacio.
—Se ha quedado con algunas de las joyas de mi madre, pero yo las conozco todas y cada una… —Bronson sonrió mientras el flujo de mis palabras se detenía lentamente.
—Dudo que exista algún problema con las joyas, Christie. Betty Ann procede de una familia rica. No necesita quedarse con las de los demás.
Doblé los brazos y me eché hacia atrás. No le había impresionado y mi fracaso me hizo sentir como un globo a punto de explotar.
—Ya sé que no es fácil para ti. Además de perder a unos padres extraordinarios, tienes que habituarte a vivir con otra familia y esto es difícil, aunque se trate de la familia de tus tíos —dijo Bronson suavemente. Durante un instante miré fijamente aquel rostro bondadoso.
—Bronson, cuéntame todo lo que sepas de mi familia.
—Todo lo que pueda —contestó reclinándose en un asiento mientras su suave sonrisa se transformaba en una expresión seria.
—Cuando mamá iba a la escuela con papá, conoció a tío Philip y empezaron a salir juntos, ¿verdad?
—No sabía que Philip fuera su hermanastro —replicó él apresuradamente.
—¿Estaban… estaban enamorados? —pregunté tímidamente.
—¡Oh! —exclamó sonriendo de nuevo—. Eran jóvenes, adolescentes, estaban locamente enamorados. No fue nada —añadió sacudiendo la cabeza.
—Tío Philip no lo cree así —afirmé abruptamente. No quería contarle a Bronson lo de mi visita a las tumbas de mis padres por la noche y lo de la conversación de tío Philip con mi madre muerta. Podía creer que estaba espiando a mi tío.
Bronson abrió los ojos y se inclinó hacia adelante.
—¿Qué quieres decir?
—Por la manera en que habla de ella y por lo que me dijo mi madre hace poco… poco antes del incendio —contesté.
—¿Qué te dijo?
—Me dijo que tío Philip no había superado su antiguo romance y el descubrimiento de que eran hermanos —dije mientras él asentía pensativo.
—Bueno, debió de ser una sorpresa muy fuerte. Yo no sé nada más de esto que lo que me contaron, Christie… tanto Philip como tu madre. Y, desde luego, lo que sabe tu abuela. Por lo que sé, fue un amorío breve, de escuela. Acababan de conocerse casi cuando la policía la devolvió a Cutler Cove. ¿Qué clase de cosas dice Philip? —preguntó.
Dudé un instante y luego hablé bruscamente.
—Siempre habla de lo hermosa que era y cuánto la amaba.
—Bueno, era muy guapa —dijo Bronson—. Y una persona que se hacía querer fácilmente. No hay nada malo en decirlo, Christie —añadió Bronson, sonriendo.
—Me dice que cada vez me parezco más y más a ella.
—Y es cierto —asintió—. Y estoy seguro de que no te molesta, ¿verdad?
—No, pero…
—¿Pero qué, Christie? —Nos miramos fijamente el uno al otro—. ¿Y bien?
—Es… extraño. Siempre me está abrazando y besando…
—Porque intenta darte el amor que cree que necesitas. Philip os quiere mucho, tanto a ti como a Jefferson —dijo Bronson—. Tienes suerte de tenerle.
—Me compró un camisón y me lo dio la pasada noche —le revelé.
—¿Ah? ¿Y por qué lo hizo?
—Dijo que quería darme un regalo sorpresa por algunas cosas que habían pasado.
—¿Sí? Es encantador por su parte, ¿no crees?
—¿Un camisón?
Bronson se encogió de hombros.
—Probablemente pensó que era algo que una jovencita desearía. No veo nada malo. Cuando tengo que hacerle un regalo a tu abuela siempre me equivoco y soy un estúpido. —Calló un instante mientras me estudiaba—. ¿Qué creías?
Todo lo que decía parecía tan infantil. No sabía cómo explicar mis sentimientos reales. Bronson debería de haberlo visto, haber estado presente, pensé, y aun así, seguramente no sentiría lo mismo que yo.
—Tía Fern me dijo que el romance entre mi madre y tío Philip fue más serio —dije. Me angustió mucho.
—¡Oh! —Bronson se recostó de nuevo—. Ya veo. Bien, me temo que yo no escucharía demasiado lo que tu tía Fern dijera acerca de nada. —Movió la cabeza—. Constituye un serio problema para todo el mundo.
Fijé la vista en el suelo. Quería contarle más cosas, a Bronson, cómo había oído a tío Philip pedir perdón ante la tumba, cómo había entrado en mi cuarto de baño mientras me estaba bañando y se había ofrecido a lavarme la espalda, pero me resultaba demasiado embarazoso y temí parecer aún más ridícula que antes. Lancé un profundo suspiro.
—Christie, tu tío está intentando ser un padre para ti. Estoy seguro de que se trata de eso. Siente que toda la responsabilidad ha caído sobre sus espaldas. No debes tenerle miedo o ver otra cosa que no sea lo que te he dicho.
»Precisamente hablé con él anteayer —continuó Bronson. Alcé la vista sorprendida.
—¡Oh!
—Me dijo cuánto le hacía sufrir tu dolor. Me aseguró que iba a hacer que tu vida fuera lo más agradable posible y te ayudaría a que pudieras hacer lo que quisieras. Éste es su principal objetivo. Ya verás —continuó Bronson, sonriendo y acercándose a mí—, todo se arreglará… Tía Bet, los gemelos…
Quizá tenga razón, pensé. Quizá todo sea producto de mi imaginación, el resultado de todos estos altibajos emocionales. Bronson me rodeó con su brazo cuando me levanté.
—Lo siento, Christie, siento mucho esta desgracia que ha caído sobre ti y tu hermanito, pero tus tíos y yo estaremos siempre aquí para ayudaros en lo que podamos.
—Gracias, Bronson —dije, y luego me asaltó otro pensamiento—. Bronson, ¿alguien se lo ha comunicado a mi padre natural?
—¿A tu padre natural? Por lo que sé, nadie lo ha hecho. Desgraciadamente es una persona a la que no tengo muchas ganas de conocer. La única vez que demostró algún interés por ti fue para sacarle dinero a tu madre.
—Lo sé. Mamá me lo dijo. Yo le recuerdo vagamente, cuando vino a verme.
—Si se enterara de lo que ha sucedido, sólo se interesaría para sacarle provecho a la situación, estoy seguro —dijo Bronson—. No, querida, estás con las personas que te quieren. Quédate con ellas, dales una oportunidad a tus tíos. Ya sé que no son lo que para ti eran Dawn y Jimmy, pero ellos tienen buena voluntad.
Asentí, lo que estaba diciendo era razonable.
Salimos juntos a ver si la abuela Laura se había despertado. Estaba despierta, pero tan confusa que me llamaba tanto Dawn como Clara, Dijo algo de una crema para la piel y luego, de pronto, me miró con fijeza y dijo:
—Pero tienes mucho, mucho tiempo antes de empezar a preocuparte por las arrugas.
—¡Arrugas! —exclamó mirando el techo—. Son la muerte lenta de una mujer hermosa.
Su arranque la agotó de nuevo, cerró los ojos e inclinó la barbilla en el pecho con tanta rapidez que pensé que se había roto el cuello. Miré a Mrs. Berme, quien se limitó a mover la cabeza. No había nada que hacer; la abuela Laura se había vuelto a dormir profundamente. Desgraciadamente no podía confiar en ella, ni podía acudir a ella en busca de consejo o ayuda. Mis padres habían desaparecido; Mrs. Boston se había ido; tía Bet era una mujer insensible; tía Trisha estaba demasiado lejos y demasiado ocupada con su carrera; y Bronson, tan cariñoso y preocupado, estaba demasiado alejado de mi mundo inmediato y completamente dedicado a la abuela Laura.
Salí de la casa, entré en la limusina y volví a mi hogar tan sola y desamparada como la nubecita que se deslizaba desvalida por el luminoso cielo azul, abandonada y rodeada por otras nubes más grandes y espesas que habían aparecido en el horizonte y que estaban introduciendo al mundo en algún mañana diferente.
Los días calurosos y lentos de principios de verano que siguieron me parecían grises y sombríos, hiciera el tiempo que hiciese. Poco a poco nos fuimos incorporando a la rutina de todos los días. Tía Bet pasaba la mayor parte del día dando órdenes a la nueva cocinera y ama de llaves, Mrs. Stoddard, una mujer bajita y energética de unos sesenta años, que peinaba sus grises cabellos en un moño tirante en la nuca y unos mechones rizados sueltos que parecían alambres rotos. Tenía unas manchas oscuras propias de la edad en la frente y en las mejillas, tan rechonchas, que hacían que su nariz pareciera hundida. Su sonrisa era bastante cálida, y cuando hablaba, se dirigía a nosotros de manera agradable, aunque ni para Jefferson ni para mí podría ocupar nunca el lugar de Mrs. Boston. Durante los primeros días Mrs. Stoddard iba por la casa detrás de tía Bet, como si ésta hubiera atado el extremo de una cuerda a la cintura de su nueva sirvienta y el otro alrededor de la suya.
Durante la mayor parte del tiempo los gemelos estaban juntos. Organizaban el día rígidamente, dividiéndolo en períodos de recreo (principalmente con juegos de mesa, tales como ajedrez y Scrabble), de lectura y cintas educativas. Tenían cintas para ampliar el vocabulario de geografía y también para estudiar francés. A pesar de mi melancolía no podía dejar de reír cuando, al pasar junto a la sala de estar, los veía a los dos sentados en el suelo en la posición del loto, uno frente al otro, practicando la pronunciación francesa e imitándose mutuamente en la manera de colocar los labios para pronunciar las vocales y las consonantes.
Aunque era verano y la mayoría de los niños de su edad se divertían en las playas bajo el sol, practicando deportes al aire libre o con sus amigos, los gemelos pasaban la mayor parte del día en el interior de la casa, juntos. Y a pesar de que yo estaba la mayor parte del día en muy baja forma y me limitaba a dar paseos por lo que quedaba de nuestros bellísimos jardines o a bajar a la playa ocasionalmente, mis mejillas tenían más color que las de ellos. Sin embargo, nada de esto les preocupaba. Lo que otros hicieran, para ellos significaba una estupidez o una pérdida de tiempo. Nunca me había dado cuenta de lo arrogantes y esnobs que eran.
Afortunadamente el interés de Jefferson se centraba en la reconstrucción del hotel. Se había hecho amigo de Buster Morris. Jefferson salía con tío Philip después del desayuno y pasaba el día detrás de Buster, a veces subía con él a un bulldozer o a un camión. Tía Bet le esperaba a menudo en la puerta, cuando volvía después de un día de trabajo, para que se quitara los zapatos antes de entrar. Pero un día insistió también en que se quitara los pantalones y la camisa porque estaban sucios. A Jefferson no le gustó aquello y a ella le disgustó aún más, pero finalmente él accedió e hizo lo que tía Bet le pedía, temeroso de que le prohibiera volver a ir con Buster.
Yo leía mucho y escribía mi carta diaria a Gavin. También hablábamos algunas veces por teléfono. Había empezado a trabajar como chico de almacén en una tienda de comestibles porque quería reunir dinero para su viaje a Virginia. Lo había planeado para últimos de agosto. Yo hubiera querido enviarle algún dinero, pero sabía que la sola sugerencia le habría puesto los pelos de punta. Pero es que ansiaba verle otra vez. Se había convertido en la única persona en la que podía confiar.
Tía Trisha telefoneaba tan a menudo como podía, pero la segunda vez que lo hizo fue para dar malas noticias. Su espectáculo había fracasado en Broadway y entonces había decidido hacer una gira con él. En una semana iban a estar en el otro extremo del país. Me prometió que llamaría con tanta frecuencia como pudiera, pero todo eso me disgustó muchísimo porque esperaba ir a verla a Nueva York muy pronto.
Finalmente, más con la intención de llenar los días que por un profundo deseo de volver a la música, empecé de nuevo a tocar el piano. Mr. Wittleman había llamado para preguntar cómo estaba y cuándo quería que reanudáramos las clases. Le dije que ya se lo haría saber, porque pensé que sería mejor practicar un poco sola y alcanzar de nuevo el nivel al que había llegado antes de que la tragedia se abatiera sobre nosotros.
Al principio me resultó muy difícil sentarme y pasar los dedos por el teclado. Veía la sonrisa de orgullo de mamá cada vez que pasaba una página de la partitura de música. Hasta entonces había ignorado hasta qué punto había intervenido mamá en mi desarrollo musical, y lo importante que había sido para mí complacerla. Ahora, sin ella, había un vacío tan grande a mi alrededor y tal vacío en mi estómago, que la música me parecía mecánica, sin vida, hueca, aunque al parecer tío Philip no era de la misma opinión.
Una tarde en que yo estaba intentando repasar una sonata de Beethoven, sentí finalmente que las notas salían y que por un momento me hacían escapar de mi desdicha. Me hallaba tan sumergida en la música que no oí entrar a tío Philip y sentarse, pero cuando acabé la pieza, aplaudió. Giré en redondo sobre la banqueta y le vi allí sentado, sonriendo.
—Qué feliz me hace volverte a ver sentada al piano —dijo—. Tu madre también se sentiría feliz, Christie.
—Para mí no es lo mismo —contesté—. Nada lo es.
—Volverá a serlo —prometió—. Ten paciencia y practica.
Estaba tan contento que ése fue el principal tema de conversación durante la cena. Tía Bet sonrió y también me dio ánimos. Sólo los gemelos mostraban un aspecto sombrío. Jefferson, como era habitual, comió en silencio, pensativo, y abandonó la mesa en cuanto se le permitió hacerlo. Las cenas ya no serían lo mismo, ya no tenían aquel calor que habían tenido cuando papá y mamá y nosotros dos charlábamos y nos hacíamos cariñosas bromas los unos a los otros. Mrs. Boston ya no salía de la cocina a regañar a papá por bromear con Jefferson o conmigo. Había sido tan protectora con nosotros como una madre.
De todas formas seguía practicando, y dos días después tomé la primera lección con Mr. Wittleman. Me dijo que no sólo no había perdido facultades sino que había perfeccionado algunas de mis habilidades. Aquella noche, durante la cena, tío Philip me pidió que tocara algo para todos. Intenté negarme, pero él rogó y rogó hasta que empezó a resultar incómodo, así que finalmente accedí.
Después de los postres, todos, incluido Jefferson, entraron en la salita y se sentaron. Interpreté un nocturno de Chopin que había estado practicando con Mr. Wittleman.
Al final, tío Philip se levantó y aplaudió. Tía Bet hizo lo mismo y Richard y Melanie aplaudieron por compromiso, con expresión de aburrimiento.
—¡Espectacular, absolutamente fantástico! —exclamó tío Philip. Se dirigió a los gemelos—: Vuestra prima va a ser una pianista famosa algún día y estaréis orgullosos de ser parientes suyos —les dijo, aunque ninguno de los dos pareció muy impresionado—. Estoy impaciente por acabar la reconstrucción del hotel y empezar ya la temporada nueva —siguió diciendo tío Philip—. Así Christie tocará el piano para nuestros huéspedes. Seremos la envidia de toda la costa, desde Maine a Florida.
Se acercó a darme un beso y por el rabillo del ojo vi a Melanie bajar la mirada. Los exagerados elogios de tío Philip me incomodaban, pero no había nada que yo pudiera decir o detenerle una vez que había empezado. Jefferson pidió permiso para ver la televisión y así pudimos escapar.
Pero a última hora de la tarde, cuando fui a la salita y me senté para preparar mi próxima clase con Mr. Wittleman, al tocar las teclas del piano lancé un grito sobresaltada. Mrs. Stoddard y tía Bet llegaron corriendo de la cocina. Y los gemelos bajaron volando las escaleras.
—¿Qué sucede? —preguntó tía Bet haciendo una mueca.
Yo estaba con las manos en alto, dobladas a la altura de las muñecas y con los dedos colgando.
—Alguien… —Por un instante no pude seguir—. ¡Alguien ha echado gotas y gotas de miel encima de las teclas del piano! —grité—. ¡Me han estropeado el piano!
Richard y Melanie se acercaron y se quedaron mirando las teclas. Melanie tocó una y olfateó la punta del dedo.
—Ugh —dijo, volviéndose para enseñárselo a Mrs. Stoddard y a tía Bet.
—Oh, querida —dijo Mrs. Stoddard meneando la cabeza—. Qué desagradable.
Tía Bet se ruborizó, rabiosa.
—Es una travesura horrible, horrible —declaró—. Voy a decírselo inmediatamente a Philip. —Salió de la casa. Mrs. Stoddard fue a la cocina corriendo a buscar unos trapos, aunque era inútil intentar reparar el daño porque la miel se había introducido entre las teclas y bajo ellas, pegándolas.
—Es inútil, Mrs. Stoddard —dije—. Vamos a tener que llamar a alguien para que las desmonte.
—Lo siento, querida. Ha sido una perversidad y una crueldad.
Yo asentí, reuní las partituras de música y fui a telefonear a Mr. Wittleman para decirle si podía encontrar a alguien que me arreglara el piano. Cuando le dije lo que había pasado, no podía creerlo y se indignó.
—Es un acto imperdonable —declaró—. Quien lo haya hecho es un bárbaro.
Minutos después de haber hablado con Mr. Wittleman, tía Bet volvió con tío Philip, entraron en la salita y le mostró el piano. Tío Philip meneó la cabeza e hizo un gesto de disgusto.
—Lo siento, Christie —dijo—. Esto no vamos a dejarlo así.
—Acabo de hablar con Mr. Wittleman. Va a enviarme a alguien para que limpie el teclado.
—Bien.
Nos volvimos al oír el ruido que hacían Melanie y Richard al bajar las escaleras. Aparecieron en la puerta de la salita jadeando, excitados.
—Padre —dijo Richard—. Mira lo que he encontrado. Sostenía en alto una toallita y tía Bet la cogió.
—Está llena de miel. Alguien se ha limpiado las manos con ella. ¿Dónde la encontraste, Richard?
—En el armario, en el compartimiento de Jefferson —dijo con expresión relamida y asintiendo como si siempre lo hubiera sabido.
—No puede ser —tercié yo—. Jefferson nunca haría una cosa así.
—Pues ahí la encontré —insistió Richard.
—Mientes. Mi hermano no haría una cosa así.
Tía Bet se volvió hacia tío Philip.
—¿Dónde está? —preguntó.
—Con Buster.
—Ve y tráelo ahora mismo —ordenó ella.
Tío Philip me miró y asintió.
—¡No! —grité—. Iré yo. —Miré con odio a Richard, quien seguía con su aspecto relamido y confiado.
Me volví y salí corriendo de la casa a buscar a mi hermano. Era cierto que Jefferson podía ser travieso, pero sus travesuras siempre eran travesuras divertidas, nunca maliciosas o perversas. Odiaba hacer llorar a los demás y yo sabía que ahora me quería más que nunca y que nunca haría nada que me disgustara. Lo encontré en el cobertizo de las herramientas. Buster le había encargado el trabajo de barnizar una puerta nueva y él, obviamente, se sentía muy orgulloso del encargo y del trabajo.
—Jefferson, tienes que venir a casa conmigo ahora —dije mientras a él la idea pareció disgustarle.
—¿Por qué?
—Alguien ha vertido miel en el teclado del piano y lo ha estropeado —expliqué. Jefferson abrió los ojos, sorprendido—. Richard ha encontrado una toallita en tu compartimiento del armario llena de miel y se lo ha dicho a tía Bet y a tío Philip haciéndoles creer que habías sido tú.
—¡Yo no he sido!
—Ya lo sé que no has sido tú. Estoy segura de que ha sido él —dije—. Hemos de volver y hacerles ver la verdad.
—No quiero. Tengo que acabar esta puerta. —Vi la expresión de temor en sus ojos.
—Está bien, Jefferson. No te pegará —le prometí—. No se lo permitiré.
—Si lo hace —dijo—, saldré corriendo y no volveré nunca más.
—No lo hará. Te lo prometo.
A regañadientes, dejó el pincel y se limpió las manos con un trapo.
—Buster se va a poner furioso —murmuró.
—Tío Philip ya le explicará lo que ha pasado. No te preocupes.
Lo tomé de la mano y nos encaminamos a casa.
Tía Bet dirigió su ridículo juicio en la sala. Se nos ordenó a todos que nos sentáramos, incluidos tío Philip y Mrs. Stoddard. Los gemelos lo hicieron en el sofá y miraron a Jefferson con una expresión entre indignada y acusadora y éste, por su parte, se sentó a mi lado, en el sillón de piel. El ambiente estaba tan tenso, que yo tuve que reprimir una carcajada mientras tía Bet nos iba examinando a todos como Perry Masón lo hubiera hecho en la sala de los tribunales. Incluso mi tío Philip se recostó en el asiento y se la quedó mirando, fascinado.
—Esta acción tan cruel se ha llevado a cabo entre la noche pasada y esta tarde —empezó y se detuvo mientras apoyaba la mano en el piano—. Mrs. Stoddard y yo hemos buscado en la despensa y hemos encontrado un tarro de miel casi vacío. —Hizo un gesto de asentimiento hacia Mrs. Stoddard que abrió las manos y nos mostró a todos el tarro—. Mrs. Stoddard y yo recordamos que el tarro estaba lleno casi en sus tres cuartas partes. ¿No es así, Mrs. Stoddard?
—Oh, sí, señora.
Tía Bet sonrió como si aquello ya fuera suficiente para resolver el caso.
—Ya que Mrs. Stoddard estaba en la cocina a las seis quince de esta mañana, quienquiera que lo hizo, lo hizo antes.
—A menos que hubieran cogido antes el tarro y lo hubieran devuelto después —dije al tiempo que la sonrisa de autosatisfacción de tía Bet desaparecía de su rostro.
—Christie tiene razón, Betty Ann —terció tío Philip dirigiéndome una sonrisa.
—El acto se llevó a cabo por la noche después de que nos hubiéramos retirado a nuestras habitaciones —insistió tía Bet—. Entonces —siguió, cruzando la habitación para coger la toallita que descansaba en el suelo ante el sofá y ponerla ante Jefferson y ante mí—, ¿cómo es que estaba en tu armario, Jefferson?
—No lo sé —repuso Jefferson encogiéndose de hombros.
—¿No te has levantado esta noche y has bajado aquí y le has hecho esto al piano? —le preguntó directamente.
Jefferson meneó la cabeza.
—¿No entraste en la cocina, cogiste el tarro de miel, la vertiste en el teclado, volviste a ponerlo en su sitio, te limpiaste las manos en la toallita una vez arriba y la escondiste en tu armario esperando que nadie la encontrara allí? —siguió, asaeteándolo con sus preguntas y su mirada acusadora. Jefferson meneó la cabeza y empezó a llorar.
»Lloras porque fuiste tú, ¿verdad? —preguntó mientras el llanto de Jefferson se incrementaba—. ¿Verdad? —Sujetó uno de sus hombros pequeños y empezó a sacudirlo—. ¡Tú lo hiciste! —gritó.
—Déjale en paz —grité yo apartando su mano del hombro de mi hermano. Jefferson se echó en mis brazos inmediatamente y miró a tía Bet—. Él no lo hizo. No pudo haberlo hecho. Nunca haría algo así.
Tía Bet se enderezó, hizo una mueca y cruzó los brazos sobre su pecho. Yo me volví hacia tío Philip.
—Jefferson nunca se pasea solo por la casa cuando es de noche, tío Philip. Le da miedo. Es un niño.
—No lo suficiente como para querer destruir un piano —exclamó cortante tía Bet.
—Jefferson no lo hizo. Mrs. Stoddard —dije—. Déjeme ver ese tarro de miel, por favor. —Ella miró a tía Bet quien indicó que podía hacerlo, me lo entregó y yo lo miré, luego eché un rápido vistazo a Richard, quien seguía sentado sin manifestar ninguna expresión.
Ni siquiera sus ojos traicionaban emoción alguna.
—¿El tarro estaba limpio o lo limpió usted, Mrs. Stoddard? —pregunté.
—Así lo encontramos —replicó.
—Entonces si Jefferson hubiera hecho tal cosa, que no la hizo —dije con firmeza—, nunca hubiera limpiado el tarro. No hay ni siquiera una gota de miel.
—Hay que tenerlo en cuenta, Betty Ann —intervino tío Philip.
—Lo limpió —insistió ella apresuradamente—, con esta toallita que escondió en su armario.
—No puedes limpiar la miel de un tarro con una toalla seca sin dejarlo pegajoso —insistí yo por mi parte—. Quienquiera que haya puesto esta toallita en el armario de Jefferson —añadí mirando a Richard—, vertió simplemente un poco de miel y lo restregó para esparcirla.
—Eso es… eso es… ridículo —dijo tía Bet, pero tío Philip no estaba de acuerdo con ella. Entonces, poco a poco apartó la mirada hasta clavarla en Richard.
—¿Lo hiciste tú, Richard? —preguntó.
—Desde luego que no, padre. ¿Cómo podría cometer yo un acto tan vandálico?
—Espero que no. Melanie, ¿se levantó Richard durante la noche y bajó las escaleras? —preguntó tío Philip. Miró a Richard, luego a su padre y denegó con la cabeza—. ¿Estás segura? —Ella asintió, aunque no con demasiada firmeza.
Tío Philip se quedó mirando a los gemelos unos instantes y luego miró a tía Bet.
—Creo que sería mejor que dejáramos las cosas tal como están —dijo.
—Pero, Philip, el piano…
—Lo van a arreglar. Y de ahora en adelante, no quiero ver a nadie que no sea Christie cerca del piano. ¿Entendido? Nadie puede tocarlo. —Miró a los gemelos y luego a Jefferson y a mí. Mi hermano había dejado de sollozar y había levantado la cabeza de mi hombro.
—Tengo que volver a ayudar a Buster.
—Puedes ir —dijo tío Philip.
—Debemos castigarle —insistió tía Bet—. Debería…
—Mi hermano no lo hizo, tía Bet —grité dirigiendo una mirada llena de odio a Richard.
—Pero él…
—¡Betty Ann! No insistas —dijo tío Philip despacio pero con firmeza. Mi tía se mordió el labio inferior.
—Muy bien, creo que hemos demostrado nuestra incapacidad y hemos dado una suave advertencia de que si algo parecido volviera a suceder…
Sus palabras quedaron flotando en el aire. Jefferson salió lentamente de la sala de estar, frotándose los ojos. Yo devolví el tarro de miel a Mrs. Stoddard y los gemelos se escurrieron fuera de la sala y subieron al piso superior como dos ratones que se hubieran librado milagrosamente de las garras de un gato.
Tía Bet quedó terriblemente frustrada por el fracaso registrado tras su intento de probar de manera concluyente que Jefferson había estropeado el piano y demostraba dicha frustración de muchas maneras, entre las que destacaba el tono de su voz cada vez que se dirigía a mi hermano pequeño. Cuando hablaba con los gemelos lo hacía con voz suave, cariñosa, respetuosa, pero cuando se trataba de Jefferson lo hacía con voz cortante, con unos ojos que eran como dos piedras frías y pulimentadas. Lo criticaba a la mínima oportunidad, encontraba faltas en su forma de comer, de vestir, en cómo se lavaba las manos y la cara. Hasta criticaba su postura y su manera de caminar. Si había un borrón en la pared o una mancha en el suelo, siempre era por culpa de Jefferson. Jefferson traía la suciedad; Jefferson tocaba las cosas con las manos sucias. La placidez de los días y de las noches se veía interrumpida continuamente por la aguda voz de tía Bet gritando: «¡Jefferson Longchamp!» Y su exclamación precedía siempre a alguna acusación. Cuando yo me quejé de su modo de proceder con él, me sonrió con una sonrisa helada, y contestó:
—Es natural que defiendas a tu hermano, Christie, pero no hay que pasar por alto sus faltas o nunca mejorará.
—No creo que mejore en nada si tú le riñes y le pegas continuamente —dije yo.
—Yo no le pego. Le indico sus faltas para que se esfuerce por superarlas. Es lo mismo que hago con mis hijos.
—Apenas, porque según tú tus hijos son perfectos.
—¡Christie! —exclamó, echando los hombros hacia atrás como si yo la hubiera abofeteado—. Qué descaro.
—No me importa. No acostumbro a ser irrespetuosa, pero no me puedo quedar callada mientras veo cómo los haces pedazos.
—Oh, yo…
—Deja de hacerlo —dije y aunque tenía los ojos llenos de lágrimas, me puse tiesa como un palo e hice alarde de todo mi orgullo. Lo único que pudo hacer tía Bet fue tartamudear y salir rápidamente.
—Bien… bien… bien… —dijo.
No era difícil predecir que los problemas entre nosotros no acabarían pronto. Su ego había sido herido y por más que tío Philip nos defendiera a mí y a Jefferson, su ira y su mezquindad fueron en aumento. Sonreía poco y con frialdad. A menudo la sorprendía mirándome cuando creía que yo no podía verla. Apretaba sus finos labios hasta convertirlos en una línea delgada y las pequeñas ventanas de la nariz se inflamaban de cólera. Yo sabía que no pensaba nada bueno de mí porque la sangre le subía hasta la cara, como si hubiera sido sorprendida en flagrante delito haciendo alguna crueldad.
Todas estas cosas se las contaba a Gavin en mis cartas y esperaba que él me contestara o me telefoneara. Cuando había pasado casi una semana y las cartas no llegaban y no me llamaba por teléfono, lo hice yo temiendo que hubiera sucedido algo.
—No, no sucede nada malo —me dijo—. Te he escrito dos veces.
—Entonces no sé por qué no he recibido las cartas.
—A veces el correo va muy lento. De todas formas la buena noticia es que iré a verte dentro de tres semanas.
—¡Tres semanas! Oh, Gavin, casi me parecerán tres años —contesté y eso le hizo reír.
—No, pasan pronto.
—Quizá para ti, pero ahora la vida aquí es tan desagradable, cada día me parece una semana.
—Lo siento. Trataré de ir antes —me prometió.
Dos días más tarde, descubrí por casualidad por qué no había recibido ninguna carta de Gavin durante una semana. Mrs. Stoddard cometió el error de sacar la basura por la noche en lugar de hacerlo a primera hora de la mañana y algún perro callejero o quizá una ardilla había abierto una de las bolsas, vertiendo el contenido alrededor del contenedor. Cogí un rastrillo de la parte trasera de la casa y empecé a recoger los desperdicios cuando me sorprendió ver un sobre dirigido a mí. Me detuve y lo recogí.
Era una carta de Gavin con fecha de la semana anterior. Alguien la había cogido de la casilla del correo antes que yo, había abierto el sobre, la había leído y luego la había echado a la basura.
Ultrajada e indignada entré en la casa. Los gemelos estaban sentados en el suelo de la sala jugando al Scrabble. Tía Bet estaba leyendo uno de los periódicos de sociedad y Mrs. Stoddard se encontraba en la cocina. Tío Philip y Jefferson ya se habían ido al hotel.
—¿Quién ha hecho esto? —pregunté sosteniendo la carta en alto—. Alguien ha cogido mi correspondencia y la ha escondido.
Tía Bet desplazó la vista del periódico y me miró. Los gemelos dejaron de jugar y me miraron con expresión perpleja.
—¿De qué estás hablando, Christie? —preguntó tía Bet.
—De mi correspondencia, de mi correspondencia —grité, frustrada—. Alguien me la ha cogido antes de que fuera a hacerlo yo, la ha leído y la ha tirado.
—No creo que nadie de aquí esté interesado en tu correo, querida. Debe de haber sucedido por accidente. Quizá lo hiciste tú misma.
—¡Yo no!
—Christie, debo insistir en que domines inmediatamente esta rabieta. En nuestra casa no estamos acostumbrados a esos arranques.
—¡Ésta no es tu casa! Es mi casa. ¿Quién de vosotros lo hizo? —pregunté, dirigiéndome a los gemelos. Ambos se cubrieron cuando avancé hacia ellos.
—Christie, déjalos en paz. Estaban jugando muy tranquilos —advirtió tía Bet.
—¿Has sido tú, tú lo hiciste? —acusé a Richard.
—Yo no. No me interesa en absoluto tu estúpida correspondencia.
Miré entonces a Melanie y ella bajó los ojos rápidamente.
—Entonces has sido tú —dije mientras ella meneaba la cabeza.
—Si dicen que no han sido ellos, es cierto. Y ahora vamos a dejarlo, ¿o prefieres que vaya a buscar a tu tío? —amenazó.
—Si lo prefieres, envía a buscar al presidente de los Estados Unidos —le dije—. Si alguna vez vuelves a tocar mi correspondencia o alguna de mis cosas —amenacé a Melanie—, te arrancaré el cabello mechón a mechón.
—¡Christie!
Una vez dicho esto salí de la casa y corrí escaleras arriba a leer la carta que no había recibido. Esa noche, la habitual falta de conversación que presidía las cenas fue aún más exagerada. Más de una vez sorprendí a tío Philip mirándome. Y cada vez que lo hice, sus labios se curvaban en una sonrisita. Luego, cuando me retiré a mi habitación por la noche, apareció en mi puerta.
—¿Puedo hablar contigo un momento? —preguntó después de haber llamado con los nudillos suavemente.
—Sí.
—Betty Ann me ha contado lo que ha pasado hoy. Siento que alguien haya cogido tu correspondencia, pero no deberías acusar a nadie a menos de estar segura. Es tan malo como lo que le sucedió a Jefferson —añadió rápidamente.
—Melanie parecía culpable —dije defendiéndome.
—Quizá, pero Jefferson también lo parecía y ostenta el récord de gastar bromas y molestar a los demás. Oh, nada es tan serio como estropear el piano, supongo, así que…
—Alguien cogió mi carta —gemí—. No fue sola hasta el cubo de la basura.
—No, claro, pero pudo deberse a un accidente.
—Estaba abierta; no pudo ser un accidente. Y había otras cartas también —dije. Tío Philip asintió, el rostro tenso y los ojos más pequeños.
—Está bien. Veré qué puedo hacer, pero por favor, deja que vivamos un poco en paz. ¿De acuerdo? —preguntó sonriendo—. Todo se arreglará cuando el hotel esté reconstruido. El seguro cubrió mucho más de lo que creí al principio. Todo va a ir bien y volveremos a ser una familia importante en Cutler Cove.
Quise decirle que para mí todo eso carecía de importancia. No me importaba si nunca volvía a ese hotel. El hotel había traicionado a mis padres, los había matado. Yo nunca lo había amado demasiado, pero ahora resultaba odioso para mí. Sin embargo no dije nada. Sabía que no lo entendería o se quedaría e intentaría convencerme de lo contrario.
En cambio hice lo que me pedía. Evitaba enfrentamientos, practicaba al piano y daba largos paseos por la playa. A última hora de la tarde escribía mis cartas, leía, hablaba con alguno de mis amigos y miraba la televisión. Tenía un calendario en la pared e iba marcando los días que faltaban para la llegada de Gavin. Eso y mi música eran las únicas razones capaces de hacerme levantar por la mañana.
Las cosas se calmaron y empecé a trabar amistad con Mrs. Stoddard. Después de todo, pensé, no es culpa suya que tía Bet haya echado a Mrs. Boston y ella la haya reemplazado. Jefferson también fue intimando con ella y observé que ella a su vez le favorecía. Los gemelos también se dieron cuenta y al poco tiempo empezaron a quejarse de Mrs. Stoddard y tía Bet empezó a criticar su limpieza y su manera de cocinar.
«Nadie puede trabajar para esta gente —pensé—. Son despreciables».
Seguí con mis visitas nocturnas al cementerio para llorar y lamentarme ante las tumbas de mis padres; después me sentía mejor. No volví a ver allí a tío Philip, pero una noche, al volver del cementerio y entrar silenciosamente en casa, cuando llegué de puntillas al piso superior, el interludio de paz familiar sufrió una abrupta y explosiva interrupción.
Tía Bet salía de mi habitación justo cuando yo estaba en el rellano del segundo piso.
—¿Dónde estabas? —preguntó. Tenía las manos ocultas en la espalda como si tuviera en ellas algo que no quisiera que yo viera.
—He ido a dar un paseo —repuse—. ¿Qué estabas haciendo en mi habitación?
—¿Qué paseo? ¿Adonde? ¿Con quién te has visto? Te has visto con alguien, ¿verdad? —inquirió con excitación.
—¿Qué?
—Te lo dije. —Se dirigía a tío Philip que había aparecido en el umbral de su dormitorio y me miraba sorprendido, no enfadado, sino con una expresión de genuina sorpresa—. Tienes un novio secreto, ¿verdad? Te reúnes con él en algún sitio. —Meneó la cabeza con disgusto—. Eres igual que Fern.
—Tía Bet, no sé de qué estás hablando, pero me gustaría saber qué estabas haciendo en mi habitación. ¿Qué escondes en la espalda? —pregunté.
Tía Bet sonrió con júbilo y lentamente enseñó las manos.
—Repugnante —dijo sosteniendo en alto la edición de El amante de lady Chatterley. La señal que había dejado en el capítulo todavía estaba allí.