7

SECRETOS

A la luz de la luna, las tumbas, los mausoleos eran tan blancos como huesos, y la calma era tal que las hojas de los árboles parecían pintadas en las ramas. A mis espaldas se oía el rítmico vaivén del mar sobre el que la luna extendía un tenue fulgor amarillo. El olor a humedad, procedente de la tierra de una tumba recientemente abierta, llegó hasta mí cuando pasé bajo la arcada de piedra del cementerio.

En otras circunstancias me hubiera dado miedo ir al cementerio por la noche, sobre todo al cementerio donde estaba enterrada la abuela Cutler. Cuando era pequeña sólo me había acercado allí en contadas ocasiones, pero cada vez que me habían llevado miraba con temor la lápida sepulcral que se levantaba sobre su tumba en la que estaba escrito su nombre y la fecha de su nacimiento y de su muerte. Recuerdo que en una ocasión tuve una pesadilla en la que me encontraba perdida en el cementerio. En medio de la oscuridad llegaba hasta su tumba y en lugar de la lápida y la cruz, topaba con sus fríos ojos grises mirándome fijamente, aquellos mismos fríos ojos grises que me contemplaban desde el horrible retrato del hotel, sólo que los ojos de la pesadilla eran luminosos y terroríficos.

Pero ahora, el hecho de saber que mamá y papá estaban enterrados allí, transformaba el cementerio de un lugar de temor y pesadilla en un lugar de amor y afecto. Ellos me protegerían como siempre lo habían hecho, ni siquiera el fantasma de la abuela Cutler o el diablo podrían vencer su bondad. Su tumba, más grande que la mayoría de las del cementerio, no era más que una tumba. No me acerqué, no tenía necesidad, pasé de largo apresuradamente y me aproximé a las tumbas gemelas de mis padres. Una vez allí, me arrodillé, dejé correr las lágrimas y les hablé.

—Mamá, os añoro tanto a ti y a papá. Y Jefferson se siente tan destrozado y perdido. Odiamos vivir con tío Philip y tía Bet. Es una familia sin amor. —Había ido allí a hablarles de Richard y de Melanie y los mezquinos y huraños que eran con nosotros.

»Prometo que siempre me ocuparé de Jefferson y haré todo lo que pueda para aliviar su pena y su confusión. —Las lágrimas corrían libremente por mis mejillas hasta la barbilla. No intenté reprimirlas, las dejé caer sobre la tumba de mis padres.

»Oh, mamá, qué difícil es vivir en un mundo sin ti —gemí—. Nada es lo mismo: las mañanas ya no son tan cálidas y luminosas ni las noches tranquilas, nada de lo que me gustaba comer me sabe ya bien, ni lo que me gustaba vestir me parece ya tan bonito. Me siento vacía. Seguramente mis dedos se quedarán entumecidos sobre las teclas del piano. La música se ha desvanecido.

»Ya sé que no te gusta que hable así. Todos me dicen que debo dominar mi pena y procurar ser más fuerte para convertirme en lo que tú soñabas que fuera, pero es que el camino, ahora que tú no estás a mi lado, me parece mucho más largo y difícil. No importa lo que digan, no puedo apartar de mí la seguridad de que una maldición pende sobre nuestras cabezas.

Suspiré profundamente y asentí, como si hubiera escuchado la contestación de mamá.

—Ya sé que debo intentarlo y conseguirlo y que mis responsabilidades han aumentado. Debo vivir y trabajar imaginando lo orgullosa que te sentirías de mí. Lo intentaré, mamá, te lo prometo —dije. Me levanté lentamente. Me sentía muy cansada y vacía, era el momento de volver a casa y dormir.

Pero cuando estaba a punto de marcharme, escuché unos pasos. Alguien se acercaba a mis espaldas. Me volví y acerté a ver a la luz de la luna a tío Philip. Se detuvo ante la tumba de la abuela Cutler y yo aproveché para ocultarme en las sombras, tras otra gran tumba. No quería que supiera lo que yo hacía allí por la noche. Esperé que se marchara después de visitar la tumba de su abuela, pero para mi sorpresa continuó hasta las de mis padres. Se detuvo ante la de mamá, se arrodilló y apoyó las palmas sobre la fría tierra. Luego, con las palmas todavía en el suelo, levantó la cabeza y habló con voz lo suficientemente fuerte para que yo pudiera oírle.

—Lo siento, Dawn. Lo siento. Ya sé que nunca te lo he dicho lo suficiente. Un millón de disculpas no bastarían, no limpiarían lo que te hice. El destino no tenía ningún derecho a apartarte de mí tan pronto, no antes de que yo pudiera ganar tu perdón.

¿Qué había hecho?, me pregunté. ¿Qué cosa podía ser tan horrible que hasta un millón de disculpas no eran suficientes?

—Siento que la mitad de mí ha muerto contigo. Conocías mis sentimientos y sabías que no podía reprimirlos. Nada me impedía amarte. Me casé con Betty Ann, pero no ha sido más que una sustituta. Esperaba y soñaba con el día en que tú y yo pronunciáramos en voz alta nuestros verdaderos sentimientos.

»Oh, ya sé que no querías reconocerlos, pero vivimos un amor puro y apasionado, y si pudimos hacerlo entonces esperaba que pudiéramos hacerlo otra vez. Quizá estaba loco por mantener tal sueño, pero no podía dominarlo.

»Ahora —siguió diciendo, inclinando la cabeza—, cada vez que miro a Christie, pienso en ti. Imagino que es nuestra hija, o al menos la hija que hubiéramos podido tener.

Sus palabras cayeron sobre mí como un jarro de agua fría. Por esta razón a veces me miraba con tanta intensidad, pensé; sin embargo, en lugar de hacerme feliz enterarme de que me profesaba un amor tan fuerte, la idea me hizo temblar. Como si un pedazo de hielo se deslizara por mi columna vertebral.

—Jamás se me hubiera ocurrido —continuó, levantando la cabeza y hablando con expresión intensa— que ibas a morir antes que yo. Seguramente los ángeles estaban celosos de mi amor por ti y han decidido destruirlo. Bien, te han apartado de mí, te han llevado a su mundo, pero nunca podrán arrancarte de mi corazón.

»Te juro que cuidaré a Christie con amor y velaré por que sea feliz. Reconstruiré el hotel como un monumento en tu honor, más grande y hermoso de lo que era, y en cuanto esté acabado mandaré colgar un gigantesco retrato tuyo en las paredes del vestíbulo.

»Amor mío, sigues en mi corazón —inclinó la cabeza—, perdóname, perdóname —suplicó. Luego se puso de pie, lentamente, y se alejó con la cabeza inclinada.

Lo vi desaparecer a lo largo del sendero del cementerio con el corazón palpitante. ¿Qué profundo y oscuro secreto guardaba en su interior como para suplicar perdón a una tumba? ¿Era sólo que amaba a mamá con más intensidad y pasión de lo que convenía a una hermanastra, o se trataba de algo más retorcido? Recordé las horribles palabras de tía Fern antes de marcharse: «¿Qué crees que hacían en sus citas, jugar a los crucigramas?» Me daba miedo pensar en ellas. Cuando estuve segura de que se había ido, salí de las sombras y recorrí el mismo camino hasta llegar a casa.

La lámpara de la puerta principal todavía estaba encendida. Anduve de puntillas por el porche, procurando desesperadamente que el suelo no crujiera bajo mis pies; luego abrí la puerta y me deslicé en el interior rápidamente. Me quedé escuchando un momento. Todo estaba en silencio. Quizá tío Philip ya se había ido a la cama, pensé, yendo hacia el pasillo para llegar a las escaleras. Pero cuando pasé junto a la entrada de la sala de estar, vi que seguía encendida una lamparita y a tío Philip sentado en una silla, con la cabeza echada hacia atrás y los ojos cerrados. En la mano tenía un vaso de whisky.

Pasé corriendo hacia las escaleras, pero el primer escalón me traicionó con un fuerte crujido.

—¿Quién anda ahí? —preguntó tío Philip. Yo me quedé inmóvil—. ¿Hay alguien ahí? —Decidí no contestar, pero mi corazón latía con tanta fuerza, que estaba segura que oiría el tum, tum, tum contra mi pecho. No dijo nada más, ni siquiera se acercó a la puerta y yo subí las escaleras rápidamente y me fui directa a mi habitación. Me desvestí, me puse el camisón y me introduje en la cama. Apagué todas las luces, menos la de la mesilla de noche, como hacía siempre. Y entonces, justo después de echarme y cerrar los ojos, oí que mi puerta se abría.

Sentí un sobresalto cuando no oí a Jefferson llorar. Seguí inmóvil, no me volví a ver quién era, no tenía que hacerlo. A los pocos segundos llegó hasta mí el olor a whisky. Contuve la respiración. Era tío Philip. ¿Había venido a comprobar si estaba en la cama? ¿Por qué se quedaba tanto? Finalmente oí cerrarse la puerta y lancé un suspiro de alivio, pero antes de que pudiera volverme, escuché sus pasos y comprendí que se había acercado a mi cama.

Mantuve los ojos cerrados y permanecí inmóvil, fingiendo dormir. Tío Philip permaneció allí contemplándome durante un buen rato, pero yo seguí sin abrir los ojos, no quise que supiera que me había dado cuenta de su presencia, tan llena estaba de temor. Le oí lanzar un profundo suspiro y, finalmente, escuché cómo se alejaba. Cuando oí que la puerta se abría y se volvía a cerrar, volví la cabeza y comprobé que se había ido. Entonces fui yo quien dio un suspiro de profundo alivio.

«Qué noche más extraña y prodigiosa», pensé. Qué misterios se cernían sobre mí, espesos bancos de niebla en el mar. Me quedé echada en la cama preguntándome cuánto iba a durar, hasta que finalmente el sueño me recogió como un capullo y yo me acurruqué lentamente entre sus cálidas y protectoras paredes.

Me despertó el ruido de una gran conmoción y momentos después Jefferson irrumpió en mi habitación. Oí gritar a tía Bet en el pasillo pidiéndole a tío Philip que llamara al médico. Aunque afuera ya había amanecido, miré el reloj y vi que eran las cinco y media de la mañana. Jefferson parecía muy asustado.

—¿Qué pasa?

—Es Richard —contestó abriendo los ojos—. Le duele mucho la barriga, tanto que está llorando.

—¿De veras? —pregunté secamente—. Quizá haya comido uvas verdes.

—Melanie también —añadió Jefferson excitado.

—¿Melanie también? ¿Qué quieres decir?

—Que a ella también le duele la barriga y tía Bet está muy preocupada. ¿Puedo dormir contigo? Hacen demasiado ruido.

—Ven a la cama. —Pero yo me levanté y fui a buscar la bata—. Voy a ver qué está pasando.

Vi a tío Philip en el pasillo, despeinado y todavía en pijama, medio dormido, confundido, bostezando. Se restregó la cara con la palma de la mano y se dirigió a la puerta de la habitación de Melanie.

—¿Qué pasa? ¿Qué es todo este jaleo? —preguntó.

—Está blanca como un fantasma y Richard también. Ve a verlos —gritó tía Bet desde el interior—. ¡Han sido envenenados! —añadió.

—¿Qué? Eso es ridículo —dijo tío Philip. Se volvió y me vio—. Oh, Christie. Siento haberte despertado.

—¿Qué pasa, tío Philip? —pregunté.

—No lo sé. Siempre pasa lo mismo. Cuando uno de los gemelos enferma, el otro también. Es como si cada germen que ataca a uno de ellos tuviera otro gemelo esperando —añadió sin dejar de sonreír. Luego entró en la habitación de Jefferson y Richard. Yo me acerqué a la puerta de la de Melanie y me asomé.

Tía Bet estaba sentada en la cama, sujetando un paño con agua fría en la frente de Melanie que se quejaba, apretándose el estómago.

—Tengo que ir otra vez —gritó.

—Oh, querida, querida —dijo tía Bet, levantándose para dejarla pasar. Melanie saltó de la cama y, sin dejar de sujetarse el estómago, corrió hacia el cuarto de baño. Yo me aparté para que pudiera pasar.

—¿Qué sucede? —pregunté cuando irrumpió en el cuarto de baño cerrando la puerta de un portazo.

—¿Qué sucede? Estoy segura de que se han envenenado con algún alimento en malas condiciones —dijo tía Bet—. Esa… esa cocinera y ama de llaves tan incompetente…

—¿Mrs. Boston? ¿Acaso crees que Mrs. Boston ha hecho algo mal? Mrs. Boston es una excelente cocinera.

—Humm —masculló echando hacia atrás sus hombros estrechos y huesudos. Luego pasó junto a mí y se dirigió a la habitación de Richard. Pude oír sus gemidos. Tío Philip salió con una expresión de cansancio y disgusto en el rostro.

—Todos comimos lo mismo, tío Philip —le dije—. Y ninguno de nosotros está enfermo. Los gemelos deben de haber comido algo más —añadí.

—No lo sé. No lo sé —murmuró mientras iba a telefonear al médico. Volví a mi habitación y me deslicé en la cama junto a Jefferson, que ya se había vuelto a dormir. No había pasado una hora cuando llegó el médico. Una vez hubo examinado a los gemelos, le oí caminar por el pasillo con tía Bet, prescribir un medicamento y permanencia en la cama y luego marcharse. Poco después tía Bet apareció en el umbral de la puerta de mi habitación.

—Christie —dijo—, que Jefferson duerma durante unos días en el cuarto de Melanie. No quiero que se contagie, y me será más fácil si los gemelos están en la misma habitación.

—¿Qué tienen?

—Puede ser que hayan ingerido algún alimento en malas condiciones… quizá un virus estomacal —explicó torciendo la boca con disgusto.

—Debe ser un virus. Yo no me encuentro mal y Jefferson tampoco.

—Aunque sea un virus, esto ha ocurrido porque aquí nada está lo suficientemente limpio, especialmente en la cocina. Vosotros habéis tenido suerte —dijo—. En cierto modo —añadió y se marchó.

Por la mañana, cuando Jefferson y yo bajamos a desayunar, encontramos sólo a tío Philip en la mesa, leyendo el periódico. Sonrió y nos deseó los buenos días como si se tratara de otra mañana cualquiera.

—¿Dónde está tía Bet? —pregunté.

—Ha ido a llevarles un poco de té y tostadas a los gemelos. Va a cuidarlos ella, siempre lo hace. De todas formas me satisface que os encontréis bien —añadió.

—No hay razón alguna para que no estemos bien —dije con dureza. Tío Philip asintió y volvió a su periódico.

Mrs. Boston salió de la cocina con nuestro desayuno caliente y pude observar el fastidio que reflejaba su rostro.

—¿Cómo van vuestros estómagos esta mañana? —nos preguntó a Jefferson y a mí.

—Estupendamente, Mrs. Boston —repliqué.

—Ya me lo imaginaba —dijo con satisfacción enderezando los hombros, pero tío Philip siguió con su lectura como si no hubiera oído una palabra. Mrs. Boston volvió a la cocina y ya no apareció más. Yo le había prometido a Jefferson que lo llevaría a dar un paseo por la playa a buscar conchas después del desayuno, así que subimos a buscar una chaqueta ligera para él. Llamé a la puerta de su dormitorio y asomé la cabeza para ver si podía entrar a buscar la chaqueta en su armario.

Tía Bet se había sentado entre las dos camas y sostenía en su mano derecha la mano de Richard y en la izquierda la de Melanie. Los gemelos estaban cubiertos con las sábanas hasta la barbilla y tenían los ojos cerrados.

—Shh —dijo tía Bet—. Finalmente se han dormido.

—He venido a buscar una chaqueta para Jefferson —murmuré dirigiéndome al armario. Aunque hice menos ruido que un ratoncito, Richard abrió los ojos.

—¿Qué… qué pasa? —lloriqueó.

Melanie abrió los suyos al instante.

—¿Quién es? —preguntó.

—Mira lo que has hecho —me espetó tía Bet—. Necesitan mucho descanso.

—Una mosca no hubiera hecho menos ruido, tía Bet —repliqué—. Está claro que no dormían. —Saqué la chaqueta de Jefferson del colgador.

—¿Adonde vais?

—A dar un paseo por la playa —contesté—. Hace un hermoso día. Lástima que los gemelos no puedan venir —añadí saliendo rápidamente. Eché la carta de Gavin al buzón para que el cartero la recogiera y bajé hasta el océano con Jefferson.

Mi hermano se divirtió mucho recogiendo conchas aunque de vez en cuando se detenía, se quedaba mirando el océano y me hacía preguntas sobre mamá y papá. ¿Creía yo que estaban juntos en el cielo? ¿Tendrían allí otros hijos? ¿Podrían volver algún día, aunque sólo fuera un momento? Ninguna de mis respuestas le satisfacía. Sus ojos oscuros brillaban llenos de lágrimas. Sólo quería una respuesta… que algún día volveríamos a estar juntos otra vez.

Cuando volvíamos a casa nos sorprendió ver la limusina del hotel ante la puerta principal. Julius salió de la casa con una maleta en cada mano y las puso en el portamaletas del coche.

—¿Quién se marcha? —me preguntó Jefferson—. Espero que sea tía Bet —musitó, pero no se trataba de ella. Se trataba de Mrs. Boston, vestida con sus ropas de domingo, con un maletín en la mano. En cuanto la vimos echamos a correr.

—¡Mrs. Boston! —llamé—. ¿A dónde va? —Mrs. Boston levantó la vista y sonrió.

—Oh, qué contenta estoy de veros antes de marcharme —dijo—. Quería despedirme de vosotros.

—¿A dónde va, Mrs. Boston? No sabía que tuviera que irse hoy.

—Ni yo tampoco —contestó con expresión adusta—. Vuestra tía bajó esta mañana y me acusó de servir alimentos en mal estado. Después del desayuno volvió para decirme que no sabía limpiar la cocina ni servir a personas de categoría, y que ella no tenía tiempo de enseñarme. Añadió que sería mejor para todos que me fuera. Me pagó y me pidió que me marchara inmediatamente.

»Y le dije que bendita la hora en que me libraba de ella —añadió.

—Oh, no, Mrs. Boston. Ella no puede echarla. No trabaja para ella, usted trabaja para nosotros —le dije, desesperada. ¿Cómo sería la vida en nuestra casa sin Mrs. Boston?, me pregunté.

—Pobres, pobres niños —dijo, acariciándome la mejilla con su mano enguantada. Luego sonrió a Jefferson que la miraba con expresión de tristeza—. Trabajaba para vosotros, pero no tenéis el control del dinero, queridos. Miss Bet me lo ha hecho saber.

»Es mejor así, supongo. No pararíamos de discutir. Esa mujer… —Sacudió la cabeza—. Lo siento, niños. He cuidado de vosotros, os he visto crecer y me rompe el corazón tener que marcharme, pero no puedo quedarme.

—¿A dónde irá, Mrs. Boston? —gemí con los ojos llenos de lágrimas.

—Vuelvo a Georgia, con mi hermana Lou Ann, a pasar una temporada. Hace tiempo que no he ido a verla. Desde hace años, ya lo sabéis —añadió, sonriendo.

—Nunca nos volveremos a ver —me quejé.

—Oh, volveré. Cuida de tu hermano pequeño —dijo—. Y tú, Jefferson, obedece a tu hermana, ¿de acuerdo?

Miré a Jefferson. Su tristeza se había convertido en furia. Se mordió el labio inferior y luego salió corriendo hacia la casa.

—¡Jefferson!

—Ve tras él —dijo Mrs. Boston, abrazándome y besándome en la mejilla—. Os echaré de menos, niños.

—Y yo también, Mrs. Boston. Muchísimo. —Se enjugó una lágrima de la mejilla y asintió.

—Rápido —le dijo a Julius—, antes de que me derrumbe.

Entró en la limusina, Julius cerró la puerta y dio la vuelta para entrar en el vehículo. Lo último que vi fue la pluma del sombrero de los domingos de Mrs. Boston en la ventanilla trasera antes de que la luz del sol se reflejara en la parte posterior del vehículo, convirtiendo la ventanilla en un espejo de luz. Apenada, con un nudo en la garganta, me quedé contemplando el coche hasta que se perdió en lontananza. Sentí las piernas tan débiles como mi corazón.

Poco a poco, de muchas maneras, todo aquello que había formado parte de nuestro hermoso mundo iba desapareciendo. Jamás me había sentido tan sola y con tanto miedo ante el futuro.

Jefferson se había deslizado por una abertura que había en la celosía, bajo el porche trasero de la casa. Imaginé que estaría allí porque a menudo se escondía y jugaba en ese lugar. Estaba sentado en un rincón, moviendo absorto un palito en el suelo de tierra removida.

—Sal, Jefferson. Te vas a ensuciar ahí debajo, ése no es un sitio para esconderse —le animé.

—No me da la gana —dijo—… No quiero que Mrs. Boston se vaya —añadió rápidamente.

—Yo tampoco, pero se ha visto obligada. Voy a hablar ahora mismo con tía Bet —añadí mientras él alzaba la vista con expresión esperanzada.

—¿Y volverá Mrs. Boston?

—Quizá —repuse—. Vamos, Jefferson —alargué la mano y él la cogió deslizándose Fuera, pero se había ensuciado las rodillas y la parte trasera de los pantalones, así como los codos. Lo sacudí lo mejor que pude y entramos. Tía Bet estaba en la cocina, en medio de un estrépito de cacerolas y sartenes que sacaba de los armarios y alacenas. Me quedé en el umbral de la puerta, mirándola hacer. Se había puesto unos guantes de goma y un delantal encima del vestido y llevaba el pelo peinado hacia atrás, oculto por un pañuelo anudado a la cabeza.

—Tía Bet. —Ella se detuvo y dio la vuelta.

—¿Qué sucede?

—¿Cómo has podido echar a Mrs. Boston? —pregunté—. ¿Qué derecho tenías? —Mi voz fue como el borde acerado de una navaja de afeitar.

—¿Que cómo he podido… que qué derecho tengo? —preguntó sorprendida mientras sus ojos adquirían la dureza y la frialdad del cristal—. ¿Estás ciega? Mira todo esto. Es increíble la cantidad de suciedad, grasa y polvo que he encontrado en estos armarios y alacenas. Voy a tener que lavarlo todo con un desinfectante. Jamás había visto una cosa igual. Y tendré que hacerlo yo personalmente antes de coger otro sirviente. Voy a ordenar todos los armarios, todos los estantes y a esterilizar todos los platos y cubiertos.

—¡No es verdad! Mrs. Boston era muy limpia. Y nosotros la queríamos mucho. Ha estado siempre… con nosotros. Tienes que enviar a alguien a buscarla para que vuelva —insistí.

—¿Enviar a alguien a buscarla? —Lanzó una risita como si hubiera sugerido la cosa más ridícula del mundo—. Por favor. —Entonces clavó su mirada en Jefferson, hizo una mueca de disgusto, se levantó y cruzó la habitación como un rayo—. ¿Qué ha estado haciendo? ¿Cómo se ha ensuciado de esta manera? ¿Por qué lo has dejado entrar en casa? Mira sus pies. Os dije a los dos que siempre os quitarais los zapatos antes de entrar en casa. ¿Es que no sabéis que los gérmenes se pegan a la suela de los zapatos? ¿Es que no os dais cuenta de que los gemelos están enfermos y su resistencia se ha reducido? Rápido —dijo agarrando a Jefferson por el codo derecho—, quítate esta ropa sucia y déjala en un rincón —ordenó.

Jefferson gimió y se revolvió para liberarse, pero Bet tenía mucha más fuerza de la que aparentaba cuando estaba furiosa. Sus dedos huesudos se cerraban alrededor del bracito como unas esposas de acero. Jefferson cayó al suelo, pateando y gritando.

—¡Suéltale! —exclamé.

—Entonces llévatelo al cuarto de baño de abajo y límpialo —ordenó con ojos llameantes y la boca torcida—. No quiero que lo lleves arriba tal como está. Y mira el trabajo que me dais, ahora tendré que volver a fregar la entrada y el suelo. —Se agachó y le sacó rápidamente los zapatos a Jefferson—. Vamos —ordenó.

—Ven, Jefferson. Se ha vuelto loca —dije, atraje a mi hermano hacia mí, lo cogí en brazos y salí corriendo de la cocina.

—¡Llévalo directamente al cuarto de baño! —gritó a nuestras espaldas, pero yo ya no la escuché. Subí las escaleras rápidamente y entré en mi habitación cerrando la puerta de un portazo. Una vez allí, sentí que se me rompía el corazón cuando vi a Jefferson llorar a lágrima viva.

—Vamos, Jefferson —le dije—. No te hará daño. Ahora tomarás un baño caliente y luego hablaré con tío Philip —le prometí.

Se restregó los ojos con sus puñitos y se secó las lágrimas. Tenía la cara sucia y no opuso ninguna resistencia cuando lo metí en la bañera. La mezcla de pena, tristeza y miedo que le dominaba lo convertían en un bebé. Qué diferente era del muchachito impaciente que irrumpía en mi habitación todas las mañanas y al que muy pocas veces se le veía triste o infeliz. Verlo así me angustiaba, no podía permitirme el lujo de sentir lástima de mí misma. Me juré que no iba a permitir que sufriera más. Le dije que cogiera una toalla y busqué a tío Philip.

Tía Bet ya había fregado la entrada, como había dicho, y había extendido en el suelo hojas de papel de periódico; pasé por encima y salí apresuradamente. Pero justo cuando estaba bajando los escalones de la entrada principal, tío Philip salía del coche.

—¡Tía Bet ha echado a Mrs. Boston! —grité mientras él bajaba—. Se está portando muy mal con Jefferson y conmigo.

—¿Qué ocurre? ¿Se porta mal contigo? —dijo alejándose del coche—. Oh, no, Christie. No quiere hacerte daño —añadió cogiéndome del hombro—. Lo que pasa es que está nerviosa y angustiada por la enfermedad de los gemelos. Siempre se pone así cuando están enfermos.

—Ha echado a Mrs. Boston —sollocé—. Y Mrs. Boston se ha marchado.

—Bueno, quizá sea lo mejor en estas circunstancias. Tía Bet es la señora de la casa y los sirvientes tienen que entenderse con ella. Mrs. Boston ya tenía sus años. Debería de haberse retirado hace tiempo —contestó.

—Mrs. Boston no es tan mayor, y además formaba parte de mi familia —insistí.

—Lo siento. Pero si tía Bet no es feliz y Mrs. Boston tampoco lo es, ¿por qué ha de seguir aquí? Ha sido lo mejor, créeme —repitió sonriéndome.

—No —dije, apartándome de él—. ¡Está poniendo las cosas más difíciles de lo que ya son! —grité—. Jefferson y yo no saldremos de mi habitación hasta que ella se disculpe por haberle reñido y atemorizado.

Volví a entrar en la casa, delante de él, y subí a mi cuarto. Jefferson estaba envuelto en una toalla, agotado por las emociones. Me senté y me quedé allí contemplando su carita dormida. De vez en cuando, lanzaba un gemido. Probablemente una pesadilla por culpa de tía Bet, pensé enfadada. Una hora después, o quizá un poco más, alguien llamó suavemente a mi puerta.

—Entra —dije, y tío Philip apareció en el umbral. Llevaba una bandeja con dos cuencos de sopa, dos bocadillos y dos vasos de leche.

—Betty Ann os envía esto —dijo, haciendo un gesto de asentimiento en dirección a Jefferson, que seguía durmiendo—. ¿Cómo está?

—Agotado —contesté fríamente.

—Betty Ann está desolada —dijo dejando la bandeja encima de mi escritorio—. No quiere molestar a nadie. Pero está muy nerviosa, por los gemelos. Todo se arreglará. Ya verás —me prometió.

—Difícilmente —pronostiqué con sequedad—. No tenía derecho a echar a Mrs. Boston —añadí.

—Dale un poco mas de tiempo —me rogó—. Cuando las aguas vuelvan a su cauce, lo discutiremos todos juntos como personas adultas, ¿de acuerdo? —Clavo en mí sus ojos—. Estoy seguro que conseguiremos superar los problemas en cuanto los gemelos se hayan recuperado. Nada de todo esto es fácil. Christie. Debemos aprender a vivir juntos en paz. Ya sé que es muy duro para vosotros dos —añadió con simpatía.

Fijé la vista en sus suaves ojos azules. Ahora se parecía más a un tío preocupado por sus sobrinos. Desee decirle que sí, que para nosotros es muy duro, ya que hemos perdido a nuestros padres y ría Bet es una pobre sustituta de mama. Jamás podría ser una madre para nosotros, jamás.

—El comienzo de las obras del hotel requiere casi toda mi atención, pero te prometo que pronto me dedicaré más a ti y no permitiré que en ría Bet recaigan todas las responsabilidades. Las compartiré contigo —añadió con una voz tan baja que casi fue un murmullo—. Creo que todo esto es demasiado para ella. Tiene demasiado trabajo y ahora con los gemelos enfermos y… bueno, no es una mujer fuerte, como lo era Dawn. Y tú ya tienes edad suficiente. Puedo decírtelo y confiar en que lo vas a entender.

Me trataba como a una persona adulta y su actitud sincera y confiada me hizo sentir el impulso de abrirme a él y preguntarle por qué había suplicado el perdón ante la tumba de mi madre, pero temí revelarle que había estado allí y me había enterado de sus secretos.

Se acercó, se puso de rodillas, me cogió la mano y me sonrió con aquella sonrisa encantadora, con los ojos brillantes y llenos de felicidad.

—¿Hacemos un pacto?

—¿Qué clase de pacto? —pregunté con suspicacia.

—La promesa de ser sinceros y confiar el uno en el otro de ahora en adelante; contamos lo que no diríamos a nadie más; esforzarnos para hacer feliz al otro. De hoy en adelante, lo que te entristezca me entristecerá a mí, y lo que a ti te haga feliz me hará feliz a mí. ¿Hacemos el pacto? —repitió.

Qué extraño me parecía todo aquello, pensé. Era como si me estuviera pidiendo que me casara con él. Me recorrió un escalofrío. No sabía cómo reaccionar o qué decir. Poseía tal intensidad, había tanta determinación en aquellos ojos fijos en los míos…

—De acuerdo —dije.

—Bien. Hay que sellarlo con un beso. —Se inclinó para besarme la mejilla, sólo que sus labios rozaron la comisura de los míos. Mantuvo los ojos cerrados unos instantes y luego volvió a sonreír—. Todo va a ir estupendamente. Estupendamente.

¿Estupendamente? ¿Cómo podía ser así? El mundo maravilloso de luz y felicidad que yo había conocido había desaparecido para siempre. Ni el cielo más azul, ni el día más cálido, nada podía devolverme aquellos sentimientos de amor que había perdido.

—Siempre se obsesiona así cuando los gemelos enferman —dijo sonriendo aún más—. Es lo único que la saca de quicio. En cuanto vuelve a estar ocupada se pone bien. Tengo que volver al hotel, pero regresaré temprano a casa y cenaremos juntos.

»Oh —añadió cuando llegó a la puerta—, tenemos que hacer ver que lo que nos sirve nos gusta mucho. No es muy buena cocinera, pero hasta que llegue la sustituta de Mrs. Boston… —Sonrió—. Estoy seguro de que eres lo bastante mayor para comprenderlo —añadió antes de salir.

Pero yo no era lo bastante mayor para comprenderlo. ¿Por qué había permitido que echara a Mrs. Boston? ¿Por qué no tomaba él las riendas? ¿Por qué toleraba aquel comportamiento tan desagradable y por qué permitía que sucediera todo eso? «Papá no lo hubiera permitido», pensé afligida. En una ocasión mamá me había contado que Randolph, el padre de tío Philip, era un hombre muy débil, sometido al temperamento y los caprichos de la abuela Laura. Al parecer, tío Philip se parecía bastante a su padre.

Cómo deseé que el tiempo transcurriera rápidamente y ser lo bastante mayor para organizar mi vida y la de Jefferson. No importaban las promesas y juramentos que hiciéramos y lo fuertes que procuráramos ser, siempre sería muy difícil convivir con tío Philip y tía Bet, pensé.

Jefferson se despertó y comimos los dos en mi habitación. Había dejado de llorar, pero persistía aquella expresión de angustia en sus ojos, de modo que más tarde jugamos los dos con sus juegos preferidos para alejar de su mente los tristes pensamientos. Richard y Melanie siguieron en cama el resto del día y no bajaron a cenar. Tía Bet nos sirvió pollo asado, pero lo había cocido demasiado y estaba seco y duro. Las patatas que lo acompañaban, en cambio, estaban crudas, y más bien parecían manzanas.

Tío Philip procuró que la cena transcurriera agradablemente hablando de la reconstrucción del hotel. Le prometió a Jefferson que a la mañana siguiente, después del desayuno, lo llevaría a ver los bulldozers y las máquinas de demolición que limpiaban la estructura renegrida del edificio. Fue la primera vez, desde la muerte de papá y mamá, que Jefferson mostraba algún interés por algo.

Durante casi toda la cena, tía Bet estuvo subiendo y bajando para ir a ver a los gemelos. Según nos comunicó, ya podían ingerir alimentos sólidos. No dejó de hablar de ellos, de su aspecto, cómo masticaban los alimentos y de que habían comido exactamente la misma cantidad. Tío Philip me dirigió una mirada de complicidad y sonrió como queriendo decir «¿ves lo que te decía?».

Tía Bet no se disculpó por haber gritado y zarandeado a Jefferson, pero dijo que esperaba que no sucediera más algo tan desagradable entre nosotros. Además, sirvió un pastel de chocolate que le había encargado a tío Philip que comprara en la ciudad. Le dio a Jefferson un pedazo tan grande que a él casi se le salieron los ojos de las órbitas y a duras penas pudo acabárselo.

Después estuvimos viendo un poco la televisión hasta que mi hermano se fue a dormir. Subí con él y lo dejé en la cama, en la habitación de Melanie. Luego fui a mi habitación a leer un poco y a escribirle otra carta a Gavin. Le relaté todo lo que había pasado en el cementerio la noche anterior y luego los acontecimientos del día. Le pedí que no contara nada al abuelo Longchamp porque sólo le acarrearía disgustos y no podría solucionar nada. Acabé diciéndole a Gavin una vez más lo mucho que deseaba verle. En esa ocasión, debajo de mi nombre escribí cuatro X que significaban cuatro besos. Luego cerré los ojos, recordé su rostro y besé la carta antes de meterla en el sobre.

Agotada por las emociones del día, llené la bañera con agua caliente y eché un poco de la espuma de baño de mamá. Cuando me metí en el agua, apoyé la cabeza en el borde de la bañera y cerré los ojos. Me relajaba recordar a mamá, suave y cariñosa, cepillándome el cabello y contándome las cosas que íbamos a hacer en el hotel al día siguiente. Estaba tan sumida en estos ensueños que no oí abrirse y cerrarse la puerta de mi cuarto, ni los pasos de tío Philip, ni me di cuenta que estaba allí hasta que abrí los ojos y lo vi contemplándome. Ignoraba cuánto tiempo hacía que había entrado.

Sentí un sobresalto, me cubrí los pechos con los brazos y me sumergí cuanto pude en las burbujas. Tío Philip rió. Sostenía una bolsa.

—Siento molestarte —dijo—, pero quería darte el regalo antes de que te durmieras. Cuando fui a la ciudad a comprar el pastel para el postre, lo vi en el escaparate de una tienda y no pude resistir el comprarlo.

—¿Qué es? —pregunté.

—Es un regalo sorpresa para resarcirte de las cosas desagradables que hoy has tenido que soportar —dijo sin moverse de allí—. ¿Quieres que lo abra y te lo enseñe?

Asentí. Pensé que cuanto antes lo abriera, antes se marcharía.

Apoyó la bolsa en el borde de la bañera y la desató, luego hundió la mano en el interior y sacó el camisón de encaje blanco más transparente que nunca había visto. Lo sostuvo en alto.

—¿No es precioso? —preguntó, acercándoselo a la mejilla—. Y es tan suave y tan femenino, que en cuanto lo toqué pensé en ti. Póntelo esta noche, después del baño. Te sentirás muy bien —dijo.

—Gracias, tío Philip.

—¿Te lo pondrás esta noche? —preguntó. Yo no comprendía por qué eso era tan importante para él, pero creí que quería estar seguro de que su regalo me compensaba de las cosas desagradables que habían sucedido entre tía Bet, Jefferson y yo.

—Sí —repuse.

—Magnífico. Oye, se me da bien lavar espaldas —dijo, tras devolver el camisón a la bolsa. ¿Cómo pudo hacer tal sugerencia? Yo ya no era una niña. La expresión de sus ojos me atemorizaba y por un momento me fue imposible hablar.

—Muchas gracias —repuse, temiendo que se acercara más—. Ya iba a salir.

—¿Seguro? —preguntó aproximándose un paso.

—Sí —repuse enseguida con el corazón palpitante.

—Está bien —dijo, claramente molesto—, pero te pierdes algo bueno. —Se quedó mirándome un instante y luego se marchó. Esperé a oír el ruido de la puerta de la habitación y entonces salí del baño y me sequé con una toalla. Cogí el camisón, era precioso y muy suave. Lo deslicé por encima de mi cabeza y fui a mirarme en el espejo. Era tan fino y transparente que ponérmelo significaría tanto como ir desnuda. ¿Era éste el típico regalo que le hace un tío a su sobrina?, me pregunté, pero dormí con él.

Entrada la noche, me desperté de pronto en medio de un sueño en el que tío Philip volvía a entrar en mi habitación y se acercaba al borde de mi cama, retiraba las sábanas suavemente, me contemplaba durante un buen rato, luego me volvía a cubrir y desaparecía tan silenciosamente como había venido. El sueño fue tan claro que abrí los ojos de golpe mientras el corazón me latía con fuerza. Miré a mi alrededor, pero allí no había nadie. Aun así, permanecí despierta durante mucho tiempo antes de sentir que me pesaban los párpados y me quedaba dormida.

A la mañana siguiente los gemelos se recuperaron íntegra y milagrosamente. Richard y Melanie estaban pletóricos de energía y tenían mucho apetito a la hora del desayuno. Tía Bet parecía muy satisfecha.

—Para estar más seguros, hoy seguirán durmiendo en el cuarto de Jefferson —dijo— y luego todo volverá a la normalidad. La nueva ama de llaves llegará a última hora —anunció—. Viene muy bien recomendada. Ha trabajado para amigos de mis padres, así que puedo aseguraros que comeremos bien, estaremos bien servidos y lo tendrá todo inmaculado.

»Oh, qué futuro más estupendo nos espera, ahora que Richard y Melanie se han recuperado —exclamó dando unas palmaditas. Aunque ni Richard ni Melanie sonrieron ni dijeron nada, la expresión de ambos era de aprobación.

Tío Philip asintió, sonriendo y luego anunció que se iba al hotel.

—Jefferson, acompáñame a inspeccionar las obras. ¿Te gustaría venir, Christie?

—No, gracias, tío Philip. Voy a visitar a la abuela Laura.

—Me gustaría acompañarte, padre —dijo Richard.

—A mí también —secundó Melanie.

—Oh, no. Necesitáis un día más para recuperaros del todo. No sabéis lo enfermos que habéis estado.

Ambos hicieron pucheros simultáneamente.

—Bien, ¿estás listo, Jefferson? —Mi hermano me lanzó una rápida mirada. Yo sabía que hubiera querido que fuera con él y mi negativa le hacía dudar, pero la promesa de ver todas aquellas máquinas era demasiado tentadora. Asintió y se fue con tío Philip.

—Christie, ¿quieres ayudarme con los platos? —preguntó tía Bet.

—Sí —repuse empezando a recogerlos. A menudo ayudaba a Mrs. Boston y al hacerlo me vinieron a la memoria nuestras alegres charlas en la cocina.

—Yo también puedo ayudar —dijo Melanie.

—Oh, no, Melanie. Tú siéntate a leer en la sala de estar. Podrías romper algo.

—¿Y por qué puede hacerlo ella? —protestó.

—Porque no ha estado enferma —repuso tía Bet—. Gracias, Christie. Por favor, lleva los vasos —dijo mientras se dirigía a la cocina con unos platos.

—Toma. —Melanie me alargó su vaso cuando yo ya había cogido cuatro y lo dejó caer sobre un cuenco antes de que mis dedos lo rozaran, rompiendo el bol y el vaso.

—¿Qué ha pasado? —gritó tía Bet desde la puerta de la cocina.

—Es tan torpe —me acusó Melanie.

—No es cierto. Ni siquiera he podido tocar el vaso —protesté.

—Quería llevar demasiados a la vez —dijo Richard con la boca torcida—. No ha sido culpa de Melanie.

—¡Es mentira!

—Está bien, niños. Está bien. —Tía Bet me miró—. Acaba de traerlo todo antes de que se rompa otra cosa.

Richard y Melanie parecían muy satisfechos, ambos hacían el mismo gesto con los labios. Yo miré otra vez a tía Bet y luego salí de la habitación y de la casa pensando en lo irónico de la situación, que me hacía desear abandonar mi propia casa con la mayor rapidez posible.