SUCIEDAD
Con papá y mamá muertos y el subsiguiente trastorno en nuestras vidas, las pesadillas comenzaron a ensombrecer nuestros días y a poner una capa gris encima de todo, hasta en el mar y en el cielo azul. Veía y sentía la tristeza en los ojos de mi hermano Jefferson. Se enfadaba con frecuencia y yo comprendía su cólera. Alguien debería de haberle advertido que la juventud y la belleza pueden morir y desaparecer para siempre.
Aparte de mí, ¿quién lo cuidaría, quién lo consolaría o escucharía sus quejas? Nadie podía darle amor y alegría como lo habían hecho papá y mamá. Poco a poco, como una flor sin la luz del sol, empezó a encerrarse en sí mismo. Al principio dormía mucho, hasta muy tarde, y cuando estaba despierto se echaba en la cama sin ningún interés por sus juguetes. Raramente hablaba a menos que se le preguntara.
Dos días después de aquel desagradable primer desayuno con la familia de tío Philip, tía Bet se vio obligada a rectificar. Había que trasladar una de las camas de la habitación de Fern a la de Jefferson. Richard quería ponerla más cerca de la ventana, así que tuvieron que apartar la cama de Jefferson hacia la derecha y también los armarios. Cuando Jefferson se negó a colaborar y trasladar sus cosas, tía Bet le encargó a Richard la reorganización de la habitación.
Richard colocó unas etiquetas adhesivas con su nombre bien claro en unas tiras blancas, que luego pegó en los cajones que iban a ser suyos. Como habían perdido tantas cosas en el incendio, tía Bet se llevó de compras a los gemelos y volvieron con cajas y bolsas de ropa interior, calcetines y trajes nuevos. Entonces Richard hizo un inventario de sus cosas y las guardó con toda pulcritud en sus cajones. Como se quejó de que no tenía suficiente espacio, tía Bet apretujó aún más la ropa de Jefferson para que Richard contara con más cajones y más espacio en el armario. Luego ordenó a Mrs. Boston que limpiara una y otra vez la moqueta, insistiendo que estaba tan sucia que no quería que Richard la pisara con los pies desnudos, sin calcetines.
—Limpio esta habitación todos los días, Miss Betty —protestó Mrs. Boston—. La alfombra no tiene tiempo de ensuciarse.
—Su idea de la limpieza y la mía difieren bastante —declaró tía Bet—. Por favor, límpiela otra vez. —Y salió de la habitación para inspeccionar estanterías y los rincones de las habitaciones.
Pasó los dedos por los apliques, debajo de las mesas, y encontró polvo y suciedad por todas partes. Melanie la seguía con un cuaderno y un lápiz tomando notas. Cuando finalizó la inspección, tía Bet entregó unas hojas de papel repletas de observaciones a Mrs. Boston y le pidió que atendiera esas cosas inmediatamente.
Antes nunca me había detenido mucho en las dependencias que ocupaban en el hotel, por lo cual nunca me había dado cuenta de su obsesión por la limpieza. La mera visión de una telaraña la indignaba, y cuando Melanie pasó la mano por debajo de un sofá y luego enseñó el polvo que tenía en la palma, tía Bet estuvo a punto de desmayarse.
—Vamos a pasar aquí mucho tiempo —le dijo a Mrs. Boston— y no podemos seguir respirando esta porquería.
El polvo y la suciedad entran en nuestros pulmones, ¡incluso cuando dormimos!
—Jamás se habían quejado de mi trabajo, Miss Betty —exclamó Mrs. Boston indignada—, y he trabajado para la mujer más exigente de este lado del Misisipi, la abuela Cutler.
—Estaba tan ocupada y era tan distraída como mi pobre cuñada que en paz descanse —replicó tía Bet—. Soy la primera dueña de Cutler Cove que no estoy en el negocio, razón por la cual soy capaz de detectar el polvo en el aire de la casa.
Tía Bet dirigió personalmente la supervisión de la limpieza y la reorganización de la habitación de mis padres. Llamó a unos hombres para que sacaran de allí todos los muebles y enseres, los cuales, más tarde, limpiaron la moqueta como si el cuarto hubiera estado contaminado. Jefferson y yo nos quedamos a un lado contemplando cómo supervisaba el trabajo. Todas las cosas de nuestros padres fueron amontonadas al otro lado de la puerta. Empapelaron las paredes de los armarios, forraron los cajones de las cómodas y limpiaron y pulieron espejos y muebles.
—Todo esto lo voy a empaquetar y guardar en el ático —me dijo, señalando las ropas y los zapatos de mis padres—, excepto algunas cosas que puedo utilizar o algo que tú necesites. Trata de aprovechar lo que puedas —me ordenó.
Hacerlo me rompía el corazón, pero había muchas cosas de mamá que no quería que ella guardara en los lóbregos y húmedos rincones del ático. Cogí rápidamente el vestido que se había puesto en la fiesta de mi decimosexto cumpleaños. Había faldas, blusas y suéteres que me gustaban porque todavía podía ver a mamá con ellos. Cuando los tuve en la mano y los acerqué a mi cara, pude oler el aroma de su colonia y, por un instante, fue como si estuviera todavía allí, a mi lado, sonriendo y acariciándome el cabello cariñosamente.
Tía Bet confiscó rápidamente las joyas de mamá y cuando yo protesté, contestó que las guardaría hasta que yo fuera lo suficientemente mayor para apreciarlas.
—Anotaré lo que era de ella y lo que es mío —me prometió mientras me dirigía una de sus breves y astutas sonrisas.
También cambió la lencería y la ropa blanca y, en una noche, limpió las cortinas y los visillos. Luego le llegó el turno al cuarto de baño y decidió cambiar el papel de las paredes.
—De hecho —manifestó una noche durante la cena después de que todo esto hubiera empezado—, deberíamos renovar todas las paredes de la casa.
—No tienes ningún derecho a hacer todos estos cambios —intervine—. Esta casa todavía es la de mis padres y la nuestra.
—Desde luego, querida —dijo torciendo sus finos labios—, pero mientras seas menor de edad tu tío Philip y yo somos tus tutores y tenemos la responsabilidad de tomar las decisiones importantes, decisiones que afectarán vuestras vidas.
—¡Cambiar el papel de las paredes y volver a pintar la casa no va a afectar nuestras vidas! —repliqué.
—Claro que sí —contestó con una risita—. Vuestro entorno, el lugar donde vivís, tiene un gran impacto en vuestro estado psicológico.
—¡A nosotros nos gusta tal y como está! —grité.
—Todavía no sabes lo que te gusta, querida Christie, Eres demasiado joven para entenderlo, y Jefferson…
Su mirada se cruzó con la de mi hermano.
—Pobre Jefferson, aún no es capaz de atender a sus necesidades básicas. Créeme, querida. Estoy acostumbrada a vivir rodeada de lo mejor. Mis padres contrataban a los decoradores más famosos y caros y yo aprendí lo que es el buen gusto y lo que no lo es. Tus padres, aunque eran unas personas excelentes, crecieron en medio de la mayor pobreza. Cuando la posición y la riqueza les llovió del cielo, no estaban capacitados para comprender lo que tenían que hacer y cómo gastar su dinero.
—¡No es verdad! —exclamé—. Mamá era hermosa y le gustaban las cosas hermosas. Todos la felicitaban por lo que hacía en el hotel. Mamá…
—Tal como dices, querida, en el hotel, pero no en su casa. Esto era —miró a su alrededor como si hubiéramos vivido en una barraca—, apenas un refugio, un lugar en el que ellos sólo estaban unas cuantas horas. Su vida social la hacían en el hotel. Raramente traían aquí a sus invitados, ¿verdad? —Se inclinó hacia mí y continuó—. Por esto Mrs. Boston, que es un encanto, no está al tanto de lo que ha de servir en cada momento. Después de todo no tenía que hacerlo.
»Pero ahora todo va a cambiar, principalmente porque el hotel ha sido destruido y se va a reconstruir. Mientras dure la reconstrucción, Philip y yo tendremos que celebrar aquí cenas y recepciones; no podemos recibir aquí, tal y como está la casa, a las personas importantes de la comunidad. Por favor —acabó—, no dejes que todo esto te inquiete. Deja que yo me ocupe de todo. Yo he aceptado mi responsabilidad y mis cargas. Todo lo que te pido es que tú y los demás niños cooperéis, ¿de acuerdo?
Me tragué las lágrimas y miré a tío Philip, quien, como de costumbre, siguió callado y distraído. Qué diferentes eran ahora las comidas. Había desaparecido el humor, la música y las carcajadas. No se debía al carácter de Richard y Melanie, pensé. Todas las conversaciones en la mesa las iniciaba tía Bet y raramente tío Philip tenía algo que decir.
—Una de las maneras en que puedes cooperar —prosiguió tía Bet—, es quitándote los zapatos cada vez que entres en casa. Quítatelos en la puerta y llévalos arriba, por favor.
Calló un instante. Con los labios apretados miró con los ojos semicerrados a Jefferson, al otro lado de la mesa.
—Jefferson, querido, ¿nadie te ha enseñado a coger el tenedor correctamente?
—Lo coge como si fuera un destornillador —comentó Richard haciendo una mueca.
—Mira cómo tus primos utilizan los cubiertos, Jefferson, y procura imitarlos —dijo.
Jefferson me miró y luego la miró a ella, abrió la boca y vomitó en el plato toda la comida que estaba masticando; los vómitos cayeron sobre la carne y la verdura.
—¡Ugh! —exclamó Melanie.
—¡Qué asco! —se horrorizó Richard.
—¡Jefferson! —Tía Bet se levantó—. ¿Philip, has visto eso?
Tío Philip asintió e hizo una mueca.
—Levántate, jovencito —dijo tía Bet—, y vete arriba ahora mismo. No comerás hasta que te disculpes —añadió señalando la puerta—. Vamos.
Jefferson me miró ansioso. Aunque yo comprendí la razón por la cual había hecho eso, la visión de los restos de comida masticada era repugnante. Sentí que se me revolvía el estómago, por eso y por toda la tensión reprimida.
—No voy a subir —replicó con expresión de desafío. Se levantó, salió corriendo del comedor hacia la puerta principal.
—¡Jefferson Longchamp, nadie te ha dado permiso para salir! —exclamó tía Bet, pero Jefferson abrió la puerta y salió. Tía Bet volvió a sentarse con la cara y el cuello teñidos de rojo—. Oh, querida, este niño es un salvaje. Ya ha arruinado otra comida—gimió—. Christie…
—Voy con él —dije—. Pero vais a tener que dejar de criticarle —añadí.
—Sólo procuro enseñarle buenos modales —protestó—. Tenemos que llevarnos bien, ceder un poco.
—¿Cuándo has cedido tú en algo, tía Bet? —pregunté levantándome—. ¿Cuándo vas a hacer alguna concesión?
Tía Bet se echó hacia atrás en su asiento, boquiabierta. Creí ver una sonrisita en los labios de tío Philip.
—Ve a buscar a tu hermano y tráelo —dijo mi tío—. Hablaremos de todo esto más tarde.
—Philip…
—Déjalo estar, Betty Ann —añadió con expresión forzada. Tía Bet me dirigió una mirada furiosa. Los dejé allí sentados en silencio, lo cual no era raro en ellos.
Encontré a Jefferson columpiándose en el patio. Se movía muy despacio, con la cabeza gacha, arrastrando los pies en el suelo. Tomé asiento cerca de él. Sobre nuestras cabezas, finos jirones de nubes se abrían aquí y allá para mostrar las estrellas. Desde la horrible muerte de mis padres, ya nada era tan brillante ni tan hermoso como antes, incluidas las constelaciones. Recordé una ocasión en que mamá y yo nos habíamos sentado fuera una noche de verano a contemplar el cielo. Hablamos de su enormidad, de su magnificencia y dejamos correr libremente nuestra imaginación ante la posibilidad de la existencia de otros mundos, de otras gentes. Imaginamos un mundo sin enfermedades ni sufrimientos, un mundo en el que las palabras desgracia y tristeza no existieran. La gente viviría en perfecta armonía y se amarían los unos a los otros como a sí mismos.
—Elige una estrella —dijo mamá—, y ése será el mundo que hemos descrito. Cada vez que salgamos aquí por la noche, la buscaremos.
Pero aquella noche no pude encontrarla.
—No deberías de haber hecho eso en la mesa, Jefferson —le dije cogiendo el columpio que estaba a su lado. Mi hermano no contestó—. Debes ignorarla —añadí.
—¡La odio! —exclamó—. Es… es un gusano asqueroso —dijo encontrando finalmente una comparación satisfactoria.
—No insultes a los gusanos. —Jefferson no me entendió.
—Quiero a mamá —gimió—. Y a papá.
—Lo sé, Jefferson, lo sé.
—Y quiero que ellos se vayan de aquí y no quiero que Richard duerma en mi habitación —añadió a su lista de peticiones. Yo asentí.
—Yo tampoco quiero que se queden aquí, Jefferson, pero por ahora no tenemos otra elección. Si no vivimos con ellos, nos enviarán a otro sitio.
—¿Adonde? —La idea le intrigó y le atemorizó al mismo tiempo.
—A un lugar para niños sin padres donde seguramente no estaríamos juntos —expliqué, y esto acabó con sus deseos de indagar otra alternativa.
—Bueno, pero no voy a disculparme —declaró con expresión de desafío—. No me da la gana.
—Si no lo haces, no te dejará comer con nosotros y no querrás hacerlo solo, ¿verdad?
—Comeré en la cocina con Mrs. Boston —decidió. No pude evitar sonreír. Jefferson poseía el temperamento y la terquedad de papá. Y si tía Bet creía que con sus tácticas iba a dominarle, se iba a llevar una desagradable sorpresa.
—Está bien, Jefferson. Veremos —dije—. ¿Tienes hambre?
—Quiero un poco de tarta de manzana —admitió.
—Volvamos a entrar por la puerta de la cocina. Mrs. Boston te dará tarta.
Así logré persuadirle, me dio la mano y me siguió. Mrs. Boston sonrió feliz al vernos entrar. Senté a Jefferson en la mesa de la cocina y le cortó un pedazo de tarta que acababa de servir en el comedor. Yo no tenía hambre y me quedé mirando cómo comía. Tía Bet apareció porque nos oyó hablar y se quedó plantada en la puerta, mirándonos con expresión de enfado.
—Este joven debe venir a la mesa a disculparse —repitió.
—Déjale estar, tía Bet —dije con firmeza; leyó la determinación en mis ojos cuando nuestras miradas se cruzaron.
—Bien, pues hasta que no lo haga, comerá aquí.
—Entonces será aquí donde comamos los dos —repliqué mientras mi tía echaba la cabeza hacia atrás como si la hubieran abofeteado.
—No te comportas como una buena hermana mayor si alientas y excusas su mal comportamiento, Christie. Estoy muy enfadada contigo.
—Qué curioso… ¡Pues no te imaginas lo enfadada que estoy yo contigo! —repliqué.
Apretó los labios hasta dibujar en ellos una fina línea blanca; enderezó los hombros y volvió al comedor a decirle a tío Philip lo que yo le había contestado. Mis padres me habían enseñado a no contrariar ni a ser maleducada con las personas mayores y me sentí mal. Pero papá y mamá también me enseñaron a ser honesta, justa y bondadosa con las personas que amo. Sabía en lo más profundo de mi corazón que tía Bet se merecía las palabras que yo le había dirigido. Ni a Jefferson ni a mí nos trataba con cariño. Todos los días tía Bet, con su manía de la limpieza, hacía desaparecer alguna prueba de la existencia de nuestra familia. Al borrar todo vestigio que nos era familiar con papel o con pintura e imponiéndonos nuevas formas de vida borraba nuestros recuerdos. Y los recuerdos eran todo lo que me quedaba de papá y mamá.
Aquella noche supuse que Richard reñiría y criticaría a Jefferson por su comportamiento en la mesa. Se había estado quejando del comportamiento de Jefferson desde el momento en que había entrado en su habitación. Como resultado, Jefferson me había pedido varias veces que le dejara dormir conmigo. Recordé a mamá y papá durmiendo en un sofá cama cuando eran niños. ¿Acaso a Jefferson y a mí nos iba a suceder algo parecido? Teníamos nuestras propias habitaciones y unos muebles preciosos. La primera noche me fue imposible negárselo y se metió en mi cama, pero ahora quería hacerlo habitualmente; sobre todo esta noche, a causa del alboroto ocurrido durante la cena.
—Debes quedarte en tu habitación, Jefferson —le dije cuando me lo pidió—. No dejes que Richard te avasalle y te obligue a salir. Es tu habitación, no la suya.
A regañadientes, volvió y procuró hacer lo que le había aconsejado: ignorar a Richard. Pero por la mañana entró en mi habitación llorando a gritos. Al principio creí que Richard le había pegado, pero mi primo no era un chico fuerte y yo sabía que sólo la idea de pegar a alguien o de que le pegaran le daba miedo.
—¿Qué ha pasado, Jefferson? —pregunté restregándome los ojos y sentándome en la cama.
—Ha escondido mi ropa —gimió—. Y no quiere decirme dónde están mis zapatos.
—¿Qué? —Salté de la cama y me puse la ropa—. Vamos a ver qué está pasando —dije cogiéndole de la mano. Lo llevé hasta su habitación, pero Richard no estaba allí.
—Mira, mis zapatos han desaparecido.
—¿Has mirado en el armario? —pregunté. Jefferson asintió. Busqué por todas partes y comprobé que sus zapatos preferidos no estaban en ningún sitio. Miré también debajo de la cama—. Es absurdo —dije—. ¿Dónde está Richard?
—Por la mañana siempre va a la habitación de Melanie —me aclaró Jefferson.
—¿Eso hace? ¿Por qué? —Jefferson se encogió de hombros. Salí de la habitación y me acerqué a la puerta de la de Melanie.
—Entra —dijo cuando yo llamé. Abrí la puerta y encontré a Melanie sentada ante el tocador. Todavía llevaba puesto el pijama. Richard estaba tras ella, también en pijama, cepillándole el pelo. Se volvieron y me miraron con una expresión muy parecida, un poco temerosa al principio. Parecían contrariados de que alguien los molestara: los ojos abiertos y brillantes y una mueca en la boca.
—¿Qué estáis haciendo? —pregunté, más sorprendida y curiosa que otra cosa.
—Le estoy cepillando el pelo a Melanie. Lo hago todas las mañanas —contestó Richard.
—¿Por qué? —No pude dominar una extraña sonrisa.
—Porque sí. ¿Qué quieres? —preguntó mostrándose impaciente.
—¿Dónde están las cosas de Jefferson… sus zapatos, su ropa?
—Le dije que si las dejaba tiradas de cualquier manera se las escondería —contestó volviendo a cepillar el pelo de Melanie.
La rabia que sentí me dejó atónita un instante y luego explotó. Corrí hacia él y, ante su sorpresa, le arranqué el cepillo de la mano y lo levanté con gesto amenazante. Richard se cubrió y Melanie lanzó un grito.
—¿Quién te crees que eres? ¿Qué derecho crees que tienes para hacer estas cosas en nuestra casa? —exclamé.
—¿Qué está pasando aquí? ¿Qué es esto? —gritó tía Bet desde el umbral de la puerta. Había salido corriendo de la que ahora era su habitación. Todavía llevaba puesto el camisón, una capota en la cabeza y la cara llena de crema blanca, lo que le daba a sus labios la palidez de un gusano muerto y hacía que sus ojos parecieran dos canicas muy oscuras.
—Richard ha escondido los zapatos y la ropa de Jefferson —dije—. Y no quiere decir dónde los ha puesto.
—Otra vez ha dejado la ropa tirada por el suelo y los zapatos en medio de la habitación. Hubiéramos podido tropezar con ellos en medio de la oscuridad —gritó Richard defendiéndose. Tía Bet asintió.
—Tienes toda la razón, Richard. Jefferson debe aprender a guardar sus cosas. Richard no es su mayordomo. Jefferson ya tiene edad suficiente para saber lo que tiene que hacer, como ser limpio y ordenado —me dijo.
—Si no me dice inmediatamente dónde ha escondido las cosas de Jefferson, entraré en la habitación durante la noche cuando esté durmiendo y le prenderé fuego a su cama —amenacé. No supe de dónde saqué la idea o la fuerza para decir tal cosa, pero tal idea fue como una puñalada de terror en el corazón de tía Bet. Jadeó llevándose las manos al cuello.
—Es… horrible… terrible, terrible oírte decir estas cosas. ¿Cómo se te ha ocurrido, Christie? —gimió.
—No voy a permitir que nadie atormente a mi hermano —dije con firmeza volviéndome luego hacia Richard—. ¿Dónde está su ropa?
—Díselo, Richard —aconsejó tía Bet—. Quiero que este deplorable incidente finalice inmediatamente. Tu tío se ha ido a supervisar el trabajo en el hotel —añadió—, si no lo hubiera llamado para que hubiera presenciado todo esto.
—Me importa poco que se lo cuentes o no —dije—. ¿Y bien? —le pregunté a Richard.
—La he escondido en la ventana —confesó.
—¿Qué? ¿Cuándo? —Había empezado a llover después de cenar y no había parado en toda la noche.
—La noche pasada antes de irme a dormir —dijo.
—Pues se habrá estropeado casi toda. ¿Estás satisfecha? —le pregunté a tía Bet.
—Richard, eso está muy mal hecho. Tenías que haberlo consultado conmigo —le amonestó suavemente.
—Es que estoy cansado de vivir en esta pocilga —replicó con frialdad.
—Bien, lo comprendo; quizá a partir de ahora Jefferson cuide más de su ropa —añadió dirigiéndose a mí.
—Si vuelves a tocar alguna cosa de mi hermano, lo lamentarás —amenacé, poniendo el cepillo en la mano de mi primo violentamente. Richard dio un respingo y se echó hacia atrás. Cogí a Jefferson de la mano y salimos de la habitación. Apenas me vestí, salimos y encontramos los zapatos, los pantalones, la camisa y la ropa interior debajo de la ventana. Los zapatos estaban empapados, seguramente ya se habrían estropeado. Mrs. Boston dijo que cuando se secaran perderían la forma y la piel estaría demasiado áspera para ponérselos.
Furiosa, los metí en una bolsa de papel y fui al hotel a buscar a tío Philip. Ya habían demolido la mayor parte de la estructura del hotel y ahora los trabajadores se dedicaban a retirar los escombros. Cuando llegué, tío Philip estaba discutiendo con los arquitectos y los ingenieros la reconstrucción y los cambios que se iban a introducir. Levantó la vista de los planos: era imposible no darse cuenta de mi agitación con mis mejillas arreboladas, los ojos brillantes y ardientes, los labios temblando de furia.
—Perdón —dijo tío Philip, alejándose apresuradamente de los otros—. ¿Qué pasa, Christie?
—Mira. —Le entregué la bolsa con los zapatos. Mi tío la cogió, echó un vistazo en el interior y los palpó.
—¿Qué ha pasado? —preguntó con expresión preocupada.
—Esta noche Richard ha tirado por la ventana los zapatos y la ropa de Jefferson porque no le gusta la manera que tiene de tratar sus cosas. No le ha importado que estuviera lloviendo y se estropearan.
Tío Philip asintió.
—Hablaré con él —dijo.
—Tía Bet considera que hizo bien —seguí diciendo y tío Philip asintió de nuevo.
—Ya sé que todo esto es muy duro para ti, y para todos. Personalidades diferentes que de pronto han de convivir. A veces resulta agobiante —dijo moviendo la cabeza con simpatía.
—No para tía Bet, Richard y Melanie —contesté.
—Seguro que sí. Pero no es excusa para hacer esto. Lo arreglaré esta noche —me prometió y sonrió—. Deseo que seas lo más feliz posible, Christie —añadió poniéndome la mano en la mejilla—. Eres demasiado encantadora para que alguien te perturbe y demasiado frágil, lo sé.
—Yo no soy frágil, tío Philip. Y es mi hermano quien está siendo atemorizado, no yo. Yo puedo cuidar de mí misma, pero él sólo tiene nueve años y…
—Desde luego. Cálmate. Te lo prometo. Lo arreglaré todo. Lo haré por ti —dijo—. Y mientras tanto, dile a Julius que os lleve a ti y a Jefferson al pueblo a comprar otro par de zapatos, ¿de acuerdo?
—No son sólo los zapatos —insistí.
—Lo sé, pero no vamos a convertir esto en la Tercera Guerra Mundial, ¿verdad? Todavía estamos todos muy afectados por la tragedia. Procura hacer lo que puedas, suceda lo que suceda, para calmar las cosas, Christie. Eres más mayor y más inteligente que Richard y Melanie. —Por un momento pensé que iba a añadir más que tía Bet también—. Sé que puedo confiar en ti.
Mi enfado no desapareció. Los otros lo estaban esperando y no había mucho más que yo pudiera hacer en ese momento. Al menos lo ha comprendido y me ha prometido hacer algo, pensé.
—De acuerdo.
—Buena chica —dijo atrayéndome hacia él y besándome en la mejilla; sus labios rozaron los míos cuando se retiró. Me quedé un instante mirándolo y luego volví corriendo a casa y busqué a Jefferson para ir a comprar un par de zapatos nuevos.
A pesar de las promesas de tío Philip, las crisis se sucedían unas a otras. Jefferson y Richard discutían sobre el uso del cuarto de baño, los juguetes y los juegos y hasta los programas de televisión. Se veía claramente que eran como dos gallos de pelea en la misma jaula. Las treguas duraban muy poco.
Por suerte, Richard quería pasar el mayor tiempo posible con Melanie. Al principio esto me hacía feliz, pero verlos siempre juntos despertaba mi curiosidad y, a la vez, me repelía. Pasaban juntos casi todas las horas del día. Además de cepillarse el pelo el uno al otro, se cortaban las uñas y se consultaban lo que iban a ponerse antes de vestirse. No discutían como otros hermanos de su edad y observé además que Richard nunca le hacía bromas a Melanie. A decir verdad nunca se criticaban ni decían algo que pudiera resultar ofensivo.
Cada vez que Jefferson y yo nos encontrábamos en la misma habitación con ellos, inevitablemente acababan hablando entre susurros.
—Con uña madre tan preocupada siempre por las buenas maneras y de que todo el mundo se comporte adecuadamente, deberíais saber que hablar en voz baja es de mala educación.
Los gemelos hicieron una mueca. Cuando uno de ellos recibía una crítica o una amonestación, el otro reaccionaba como si se lo hubieran hecho a él.
—Jefferson y tú tenéis secretos —protestó Melanie—. ¿Por qué no podemos tenerlos nosotros?
—Nosotros no tenemos secretos.
—Claro que los tenéis —dijo Richard—. Cada familia tiene sus secretos. Tú tienes otro padre, tu padre verdadero, pero lo mantienes en secreto, ¿no es cierto? —acusó.
—No lo hago. No sé nada de él —expliqué.
—Dice mamá que violó a Dawn y así naciste tú —reveló Melanie.
—¡No es cierto! ¡Es una horrible mentira!
—Mi madre no miente —dijo Richard con frialdad—. No necesita hacerlo.
—No tiene nada que ocultar —terció Melanie.
Mi corazón se desbocó, deseé cruzar la habitación y abofetear las caras aborrecibles de los dos hermanos.
—Mi padre, mi padre natural, fue un famoso cantante de ópera. Incluso participó en musicales de Broadway y fue profesor en la Escuela Sarah Bernhardt de Nueva York —dije muy despacio—. Allí lo conoció mi madre y se enamoró de él. No la violó.
—¿Entonces por qué desapareció? —preguntó Richard.
—No quería casarse y asumir responsabilidades familiares, pero no la violó —insistí.
—Pues es más horrible todavía —dijo Melanie. Richard asintió y luego volvió al juego de las damas, dejándome en un peligroso estado de furia.
Como antes nunca había pasado con ellos tanto tiempo, ignoraba lo irritantes y egocéntricos que eran los gemelos. «No tienen amigos, sólo se tienen el uno al otro», pensé. ¿Y quién querría ser amigo suyo? Eran tan cerrados que nunca permitirían a nadie acercarse.
Una mañana dejaron abierta la puerta del cuarto de baño mientras estaban dentro. Vi a Richard coger el cepillo de dientes de Melanie, que ella acababa de utilizar, y metérselo directamente en la boca.
—¡Ugh! —exclamé y ellos se volvieron—. Tienes un cepillo de dientes, Richard. ¿Por qué haces eso?
—¡Deja de espiarnos! —gritó cerrando la puerta.
Luego fue Jefferson quien vino a comunicarme una noche lo más sorprendente de todo. Yo estaba escribiendo una extensa carta dirigida a Gavin, en la que le describía todas las desgracias que venían ocurriendo en nuestra casa, cuando apareció Jefferson en el umbral de la puerta aturdido y confuso.
—¿Qué sucede, Jefferson? —le pregunté.
—Melanie ya es bastante mayor para bañarse sola, ¿verdad?
—Desde luego. Va a cumplir trece años, Jefferson. Tú te bañas solo. Mrs. Boston o yo te ayudamos a veces a lavarte la espalda, como hacía mamá… ¿Por qué lo preguntas? —dije de pronto.
—Richard está ayudando a Melanie —declaró.
—¿A bañarse? —Asintió—. No lo creo, Jefferson. ¿Cómo lo sabes?
—Le ha pedido que lo hiciera. Ha entrado y le ha dicho «Voy a tomar un baño» y él le ha contestado «enseguida voy». Entonces se ha desvestido, ha guardado la ropa y se ha ido al cuarto de baño.
—¿A su edad se bañan juntos? —Jefferson torció la boca y se encogió de hombros. Me levanté lentamente y empecé a caminar hacia la puerta del cuarto de baño. Estaba cerrada—. ¿Los has visto entrar? —le pregunté a Jefferson, que alzó la mirada y asintió.
Intrigada, me acerqué a la puerta y escuché. Oí el diálogo apagado y apoyé la oreja en la puerta. Oí el claro chapoteo de los cuerpos en el agua en el interior de la bañera. «Qué desagradable», pensé. Seguramente ni tía Bet ni tío Philip sabían nada. Moví el pomo, el pestillo no estaba echado. Jefferson abrió los ojos sorprendido y excitado cuando abrí un poco la puerta. Me puse el dedo en el labio para indicarle silencio y se mordió el labio inferior. Luego abrí la puerta un poco más, lo justo para poder ver la escena que tenía lugar en el interior.
Estaban juntos en la bañera, de frente. Richard restregaba el pelo de Melanie. Los pechos desnudos, como dos dulces de malvavisco, estaban al aire, perfectamente visibles. De repente Richard sintió mi presencia y se volvió hacia mí. Dejó de lavar el pelo y Melanie levantó la cabeza.
—¡Cierra la puerta y sal de aquí! —ordenó Richard.
—¡Fuera! —gritó también Melanie.
—¿Qué estáis haciendo? Es repugnante —dije—. Sois demasiado mayores para bañaros juntos.
—Lo que hacemos no es de tu incumbencia. Cierra esa puerta —repitió.
La cerré de golpe.
—Vuelve a tu habitación, Jefferson —dije.
—¿Adonde vas?
—A decírselo a tía Bet. Debe saberlo. Es obsceno.
—¿Qué significa obsceno?
—Vuelve a tu habitación y espérame —dije.
Corrí escaleras abajo y encontré a tía Bet hablando por teléfono. Tío Philip había salido para asistir a una reunión con unos contratistas que dirigían los trabajos de reconstrucción del hotel. Cuando me vio, puso la mano encima del auricular.
—¿Qué sucede, Christie? Estoy hablando por teléfono.
—Tengo que decirte algo inmediatamente. Acompáñame arriba —dije.
—Oh, querida, ¿qué pasa ahora? Un momento, Louise, tengo una pequeña crisis doméstica. Sí, otra de ésas. Te volveré a llamar enseguida. Gracias. —Colgó el receptor y apretó los labios para manifestar su contrariedad—. ¿Sí?
—Melanie y Richard se están bañando juntos.
—¿Y?
—Juntos. Están juntos en la bañera. Ahora mismo —añadí con énfasis.
—Bueno. Lo hacen todo juntos, son gemelos, como si fueran una sola persona —dijo.
—Pero tienen doce años, casi trece y…
—Oh, ya comprendo. Crees que hay algo perverso y obsceno en ello. —Asintió como si confirmara una sospecha—. Mira, los gemelos son especiales. Se quieren mucho. Ninguno de los dos hace nada que moleste o ponga en un aprieto al otro. Es algo natural; se formaron juntos en mi seno y vivieron una junto al otro durante nueve meses. Los alimenté a la vez, uno en cada pecho. Les une algo muy espiritual.
—Pero tú dijiste que querías trasladar a Richard a la habitación de Jefferson para que Melanie tuviera intimidad —le recordé, y mis palabras la molestaron visiblemente porque le había señalado la contradicción.
—Quise decir que podía tener la habitación que quisiera y también un poco de intimidad —aseguró con firmeza.
—Pero…
—Pero nada. Creo que no seguirán haciéndolo todo juntos durante mucho más tiempo. Cuando crezcan se irán apartando poco a poco, pero hasta entonces no hay nada malo en el amor y la devoción que se profesan. Por el contrario, son una inspiración. Sí —dijo arrastrando las palabras que había encontrado para defenderlos—, una inspiración. —Su sonrisa se desvaneció rápidamente y sus facciones adquirieron los contornos propios de una bruja: los ojos pequeños y acerados, los labios finos y las mejillas pálidas, lo que hacía que su nariz pareciera más larga y puntiaguda—. No me sorprende que hayas considerado que su acción sea reprobable dado tu desafortunado origen… y con Fern rondando por tu casa —dijo.
—¿Qué significa eso de mi «desafortunado origen»? —pregunté.
—Por favor, Christie, no me vengas con preguntas desagradables. Gracias por venir a decirme lo de los gemelos. No te preocupes por eso. Richard ya se me ha quejado de que en muchas ocasiones te ha descubierto espiándoles.
—¿Espiando? No es cierto.
—Todo el mundo, a veces, hace valer su intimidad, ¿no es cierto? —añadió—. Lo que debes hacer es vigilar un poco más a tu hermanito, querida. Me parece que con esto ya es suficiente para ti, y para todos —dijo lanzando un suspiro—. Y ahora llamaré de nuevo a Louise… Estábamos en medio de una conversación muy interesante.
Volvió al teléfono dejándome con la palabra en la boca.
Subí de nuevo al piso superior.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Jefferson desde el umbral de su puerta.
—Nada, Jefferson. Olvídalo. Olvídalos. Son anormales. —Lo dije en voz bien alta para que me oyeran. Volví a mi cuarto y seguí escribiendo lo que ya se había convertido en una extensa misiva en lugar de una carta a Gavin.
Era la única persona en el mundo en la que podía en este momento confiar.
«Gavin, la convivencia con tía Bet y tío Philip me hace añorar aún más a mis padres. La familia de tío Philip es una familia sin amor. Las únicas veces que tío Philip está con los suyos es durante el desayuno y la cena. Tía Bet actúa como si sus hijos hubieran sido creados en un laboratorio, y como resultado de ello son unas criaturas perfectas que nada malo pueden hacer. Pero aún no la he visto besarlos para darles las buenas noches o los buenos días, así como tampoco he visto a tío Philip darles un beso de despedida cada vez que se va, como papá y mamá solían hacer con Jefferson y conmigo. Nunca he visto cuatro personas que se comporten con tanta formalidad los unos con los otros.
»No importa lo que diga tía Bet de los gemelos, para mí son como un monstruo de dos cabezas. Son fantasmagóricos. Estarían satisfechos si en el mundo no existieran más que ellos, ni siquiera sus padres. Las únicas veces que ríen o sonríen es cuando se murmuran cosas al oído. Murmuran sobre mí y sobre Jefferson. A decir verdad, creo que tío Philip encuentra a sus hijos repulsivos y por eso odia estar con ellos o tenerlos a su alrededor cuando está en el hotel.
»Me pregunto por qué se casó con tía Bet. Es un hombre guapo, demasiado agradable para una mujer tan quisquillosa como ella. Fern me contó cosas horribles antes de marcharse. Quiere que crea que tío Philip y mamá salieron juntos antes de que mamá descubriera que eran hermanastros. Antes del incendio del hotel mamá me dijo que nada importante había habido entre ellos. Sin embargo, esto hace que me sienta rara cada vez que miro a tío Philip y cada vez que él me mira a mí.
»No le contaría estas cosas a nadie más que a ti, Gavin. Las amigas como Pauline se interesan y son consideradas, pero me produce mucha desazón contarles estos problemas familiares. Estoy impaciente por verte de nuevo y cuento los días hasta que puedas volver.
»Diles al abuelo Longchamp y a Edwina que los quiero mucho».
Estuve pensando cómo acabar y finalmente escribí: «Con todo mi amor, Christie».
Era muy tarde cuando acabé la carta. La introduje en el sobre y la dejé encima de la mesilla de noche para no olvidarme de enviarla a primera hora de la mañana. Sin embargo, no me preparé para ir a la cama a dormir. En su lugar, me puse la chaqueta, me asomé al pasillo para asegurarme que todo estaba tranquilo y en silencio bajé las escaleras.
Como era habitual, la luz de la entrada estaba encendida, además de una lámpara en la sala de estar. Como no oí a Mrs. Boston, imaginé que ya se había retirado. Me dirigí furtivamente a la entrada principal y abrí la puerta tan despacio como pude. Luego salí y la cerré suavemente detrás de mí. La luna, en cuarto creciente, iluminaba la fachada de la casa como un foco de luz. El suelo del porche crujió bajo mis pies al pasar.
«Richard y Melanie —pensé— tienen razón cuando nos acusan de guardar secretos». Pero tenía un secreto que no se lo podía decir a Jefferson. Desde que mis padres fueron enterrados, había encontrado la manera de deslizarme en medio de la oscuridad y salir a visitar sus tumbas para llorar y lamentarme. Aquella noche, sobre todo, quise ir allí y sentirme cerca de ellos, pero no estaba preparada para la sorpresa que tuvo lugar.