CONCESIONES
Con tío Philip tan afectado, fue tía Bet quien tuvo que hacerse cargo de recibir en casa a las personas que vinieron a presentarnos las condolencias después del funeral. Prácticamente todo el personal del hotel estaba dispuesto a satisfacer los deseos de tía Bet. Mr. Nussbaum y León prepararon lo que ella consideró apropiado y lo hicieron en la casa, bajo su supervisión. Pidió a Buster Morris y a otros miembros del personal de los jardines que trasladaran unas mesas y unos bancos al prado que había enfrente. Sabíamos que iba a venir mucha gente a honrar por última vez a los fallecidos y a consolar a la familia. Ni Jefferson ni yo estábamos de humor para recibir a todas esas personas que querían demostrar su cariño y simpatía sinceros; aunque yo sabía que debía hacer algo, tía Bet nos asignó a cada uno una función en la casa.
—Tú y Jefferson os sentaréis aquí, querida —dijo señalando el sofá del salón—. Melanie y Richard a vuestro lado, claro, y yo acompañaré a todos y os los presentaré.
—Yo no quiero ver a nadie —protestó Jefferson, molesto.
—Claro que no, querido —asintió tía Bet sonriendo—, pero debes hacerlo por tus padres.
—¿Por qué?
—Es capaz de enloquecer a cualquiera con sus preguntas —comentó Richard entre dientes. Sus labios eran tan finos como cintas de goma y a veces, cuando hablaba así, me daba la sensación de que iban a estallar.
—Tiene todo el derecho a preguntar, Richard —protesté.
—Desde luego —convino tía Bet con un tono de irritación en la voz. Se inclinó para hacerle una caricia en el cabello, pero Jefferson apartó la cabeza—. Pregunta todo lo que desees, querido.
Jefferson apretó la boca y en sus ojos apareció una expresión de odio, pero tía Bet volvió a darle una palmadita en la cabeza y salió. Antes de que pudiéramos hablar de nada más, la gente empezó a llegar. Hasta Jefferson quedó vivamente impresionado y muy abrumado. Al parecer vino todo aquel que vivía cerca de Cutler’s Cove, e incluso algunos de los huéspedes del hotel se pusieron en camino en cuanto se enteraron de la tragedia.
Tía Bet revoloteaba de aquí para allá como un canario, siendo los límites de su jaula el salón y el recibidor. Saludaba a todo aquel que llegaba y señalaba en nuestra dirección. Fue agotador; sin embargo me di perfecta cuenta de que la gente que nos abrazaba a mí y a Jefferson estaba muy afectada. Nunca hasta ese momento había sido consciente de cuántas personas querían a mamá y a papá.
Tía Trisha nos atendió lo mejor que pudo, nos dio de comer y de beber. Se quedó con nosotros todo el tiempo que pudo, y, cuando se dispuso a marcharse, nos llamó aparte y se despidió.
—Tengo que tomar el vuelo de Nueva York —dijo—. Dejaros aquí me rompe el corazón.
—Lo comprendo, tía Trisha —la tranquilicé, recordando la manera con la que papá acostumbraba a tomarle el pelo—. Estás en el mundo del teatro —añadí imitándola. Ella me dirigió una breve sonrisa.
—¡Voy a echaros tanto de menos! —Miró a Jefferson. Sacudió la cabeza con expresión perpleja y con los ojos llenos de lágrimas—. Oh, ratoncito —dijo apretándolo con fuerza entre sus brazos—. Sé un buen chico y obedece a tus tíos, ¿de acuerdo? —Jefferson asintió a regañadientes—. Te llamaré pronto, Christie. Tal vez dentro de unas semanas puedas venir a visitarme a la ciudad y asistir al teatro todas las noches. ¿Te gustaría?
—Muchísimo, tía Trisha.
Se levantó, se mordió el labio inferior y asintió. Luego dio la vuelta como si la persiguieran los fantasmas y se alejó de nosotros. Pocos minutos después Gavin me dijo que el abuelo Longchamp quería irse.
—Prefiere estar sentado en la sala de espera del aeropuerto que quedarse aquí llorando en un rincón y viendo a todas estas personas que vienen a dar el pésame —explicó Gavin.
—Lo comprendo —dije con el corazón en un puño.
—Me ha dicho que puedo volver pronto.
—Oh, Gavin, ojalá vengas a trabajar aquí este verano —le recordé. Sus ojos me dijeron que ya no iba a ser así.
—Mamá dice que volváis al sofá —dijo Richard entrometiéndose—. Dice que todavía hay gente muy importante a la que recibir.
—Oye, lárgate con viento fresco —le espetó Gavin con dureza.
—¿Qué?
—Que te largues. ¿Has entendido?
Richard torció la boca confundido por un instante, reprimiendo una mirada de rencor.
—Yo hago lo que mi madre me ha dicho —se defendió.
—Bien, pues ahora haz lo que yo te digo. —Gavin se dirigió a él con voz furiosa y Richard se marchó corriendo.
Me eché a reír, la escena me hizo sentir mejor.
—Hazme un favor, Jefferson —dijo Gavin—, cada mañana átale los calcetines, ¿lo harás?
—Sí —repuso Jefferson con los ojos brillantes.
—No te preocupes por Jefferson, Gavin, no necesita que le des nuevas ideas.
—Si se mete contigo, dímelo y vendré —le dijo a Jefferson.
—Papá quiere marcharse, querido. —Edwina se acercó hablando suavemente—. No se encuentra muy bien —añadió disculpándose conmigo—. Philip ha enviado la limusina a recogernos.
—Os acompaño —dije.
—Yo también. —Jefferson no se separaba de mí ni un segundo. Al salir, vimos a tía Fern y a su amigo encima de una de las mesas riendo y bromeando con algunos de los camareros. No parecía afectada, hubiera podido ser una extraña. Edwina se le acercó para decirle que se iban, pero a ella aquello no pareció interesarle.
—Muy bien, adiós —dijo e hizo un rápido gesto de despedida a Gavin y al abuelo Longchamp.
—No se comporta como cualquiera de mis hijos —murmuró—, no parece hija de Sally Jean. Debe parecerse a alguna de las ovejas negras de mi familia. Y eso que creíamos que se parecía más a nosotros que a ellos —añadió. Sus palabras me intrigaron y me pregunté si Gavin conocía su oscura historia.
—Cuídate, Christie —dijo el abuelo Longchamp clavando en mí sus ojos grandes y tristes—. Y cuida de tu hermano como papá y mamá desearían que lo hicieras. Llámanos si crees que hay algo que podamos hacer por vosotros, ¿entendido?
—Sí, abuelo. Gracias —contesté. Dirigió una última mirada a la casa y entró en la limusina. Edwina lo siguió.
—Te llamaré y te escribiré tantas veces como pueda. Odio tener que marcharme —dijo Gavin con expresión cariñosa. Yo asentí y bajé la mirada. Pasó la mano por los cabellos de Jefferson y entonces, rápidamente, casi tan rápidamente que no pude sentirlo y tampoco nadie verlo, me dio un beso en la mejilla. Cuando abrí los ojos, él entraba en la limusina junto a sus padres. Jefferson y yo nos quedamos allí cogidos de la mano hasta que desaparecieron en el camino. De pronto sentí mucho frío. El crepúsculo había llegado y se abatía, con rapidez, sobre todas las sombras que nos rodeaban.
—Venid aquí, niños —gritó tía Bet desde la puerta principal—. Volved adentro, a vuestro sitio.
—Estamos cansados, tía Bet —dije sujetando todavía la mano de Jefferson y acercándome—. Vamos arriba.
—Oh… querida, ¿con toda esta gente que acaba de llegar? —exclamó con desaliento, como si nuestra ausencia fuera la verdadera tragedia del día.
—Estoy segura de que lo comprenderán —repliqué apresuradamente—. Como tú deberías entenderlo.
—Pero…
Nosotros seguimos caminando con la cabeza inclinada y subimos enseguida al piso superior, como si no perteneciéramos a aquel lugar, huérfanos en nuestra propia casa.
Llevé a Jefferson a mi habitación porque sabía que no querría estar solo. El ruido y la conmoción en el piso de abajo continuaron durante horas. Poco después de habernos retirado, vino a vernos Bronson Alcott. Llamó a la puerta y asomó la cabeza cuando yo pregunté quién era. Jefferson se había dormido a mi lado en la cama, pero yo sólo conseguí quedarme allí echada, con los ojos abiertos, contemplando el techo.
—Oh, no quería despertarte —dijo dando un paso atrás.
—No, no, Bronson. Por favor, entra —lo animé, sentándome y arreglándome el cabello con los dedos. Entró en la habitación y sonrió al ver a Jefferson.
—Pobre chiquillo —dijo moviendo la cabeza—. No es fácil para nadie, pero mucho menos para él. Recuerdo lo triste que fue para mí perder a mi madre y era más mayor.
—¿Cómo murió?
—De leucemia —contestó con tristeza.
—¿Y dejó a tu cuidado a tu hermana tullida? —Recordaba algunos detalles porque mamá en una ocasión me lo había contado. Bronson asintió. Y ahora cuidaba a la pobre abuela Laura, pensé con tristeza.
—¿Cómo está la abuela?
—Está bien. La he dejado con la enfermera —dijo—, para poder venir aquí y veros a los dos.
—¿Ha comprendido lo que ha pasado?
Bronson asintió.
—Va y viene, recordando, luego olvida… quizá sea lo mejor para ella. Quizá es una forma de defensa contra tanta desgracia.
—Tienes las manos llenas —dije.
—Es lo que tu madre solía decir —contestó sonriendo—. Laura Sue no siempre ha sido así, ya lo sabes. Fue una mujer viva, enérgica, chispeante, risueña y excitante que atormentaba a cualquier hombre que se le pusiera a tiro.
—Mamá me lo dijo, Bronson, tú conoces muchas cosas de esta familia, ¿crees que es cierto que pese sobre mí una maldición?
—¿Una maldición? No, no, una maldición no, a pesar de todas las desgracias. No lo creo en absoluto. Estoy seguro de que tu vida será como tus padres deseaban que fuera y de que harás cosas maravillosas —me respondió. Moví la cabeza, aturdida.
—Ya no deseo hacer cosas maravillosas. Sin mamá…
—No digas tonterías, Christie. Ahora más que nunca debes continuar tus estudios de música —me aconsejó con firmeza—. Debes hacerlo por ella tanto como por ti.
—Pero es que tengo la sensación de que voy a fracasar, de que esos nubarrones oscuros…
Bronson frunció el ceño.
—Christie, a veces el destino puede ser cruel, pero también existe el destino que te ha dado a ti este talento. Medita sobre ello. El destino nos pone en un camino, a veces bueno, a veces malo, pero si nos sitúa en un camino bueno y nosotros lo ignoramos o lo rechazamos, entonces atraemos la desgracia sobre nosotros. Tienes que ser todo lo que seas capaz de ser. Ahora tienes la obligación de hacerlo.
Asentí. Era tan firme, tan fuerte. Por eso mamá lo quería y lo admiraba, pensé. Entonces se me ocurrió una idea nueva y maravillosa.
—No quiero vivir con tío Philip y tía Bet —dije—. Y Jefferson tampoco lo desea.
—Lo comprendo, pero ellos tienen todo el derecho a ser vuestros tutores y dado que ya se han trasladado aquí con todas sus cosas, es lo más conveniente. No va a ser fácil durante un tiempo, o quizá no lo sea nunca, pero al menos estáis con personas que cuidan de vosotros y os quieren. Estoy seguro de que Philip os tratará tanto a Jefferson como a ti como si fuerais sus propios hijos —me aseguró Bronson, aunque vio la expresión de desagrado en mi rostro.
—Me gustaría… me gustaría que los dos vinierais a vivir con nosotros, pero me temo que mi casa no ofrece el ambiente más adecuado para dos jóvenes. Laura Sue es una inválida, y, aunque te quiere, casi nunca tiene la mente lo suficientemente clara para valerse por sí misma y sería una carga más para ti.
—Estaría dispuesta a aceptarlo —dije de inmediato.
Bronson sonrió.
—Todo va a salir bien. No temas —me aseguró—. Yo vendré tan a menudo como pueda a comprobar que a ti y a Jefferson os va todo bien.
Indiné la cabeza para que no viera las lágrimas en mis ojos.
—Vamos, vamos, Christie —dijo con voz cariñosa llena de comprensión. Inclinó la cabeza y me besó en la mejilla. Luego miró a Jefferson afectuosamente—. En cuanto lo considere apropiado, os invitaré a cenar a ti y a Jefferson una noche —añadió—. A Laura Sue también le sentará bien. —Se levantó y se dirigió a la puerta.
—¿Bronson?
—¿Sí, querida?
—Antes de que esto sucediera, mamá me contó cosas del pasado, cosas que se habían mantenido en secreto siempre, pero había muchas más que tenía que contarme, muchas cosas que a mí me preocupan. ¿Querrás contármelas tú?
—Todo lo que sepa —me aseguró—. Cuando las aguas se calmen, una tarde tú y yo hablaremos del pasado y de la familia, ¿de acuerdo?
—Gracias, Bronson.
—Yo era muy amigo de tu madre, Christie. Adquirió una cierta sabiduría a través de los años, quizá a causa de las dificultades que tú ya conoces, y poseía una perspicacia, una paciencia y una comprensión únicas. Estoy seguro de que tú las has heredado. Ya verás —dijo y luego se marchó.
Nadie más vino a vernos. La recepción del funeral adquirió un tono más ligero que se fue apagando hasta desaparecer. Oí más risas, coches que iban y venían, el golpe de las puertas al cerrarse y personas que se llamaban las unas a las otras. Jefferson se despertó llorando por nuestra madre, lo consolé y volvió a dormirse. Cuando lo hizo, salté al suelo, fui a mi armario y saqué los viejos álbumes de fotografías, sonriendo y llorando sobre los retratos de mis padres.
«Eran tan hermosos —pensé—, tan, tan hermosos…»
Me abracé mis rodillas y apoyé en ellas la cabeza, intentando dominar la pena y las lágrimas que estaban a punto de brotar. Me encontraba todavía junto al armario cuando la puerta de mi habitación se abrió de golpe.
—Ah, está aquí —dijo Richard.
—¿Qué quieres? ¿Por qué no llamas primero? —pregunté mientras él hacía una mueca.
—Mamá me ha enviado a buscarle. Tiene que trasladar alguna de sus cosas o si no lo haré yo.
—¿Qué estás diciendo? No tiene que trasladar nada —dije levantándome—. Y especialmente esta noche.
—Mamá dice que no está bien que Melanie y yo durmamos en la misma habitación. Somos demasiado mayores. Dice que los chicos deben estar con los chicos. Ahora unos hombres van a trasladar mi cama a la habitación de Jefferson. Quiero que venga a hacerme sitio en el armario para poder colocar mi ropa. Si él no lo hace, lo haré yo —amenazó.
Temblé al pensar en ello. Jefferson odiaría tener a Richard encima de él día y noche; Richard no se parecía a ningún otro muchacho de doce años que yo conociera. Era muy ordenado y escrupuloso con sus cosas. Lo más probable era que mantuviera terribles discusiones con Jefferson sobre el desorden de mi hermano con sus propiedades.
—Ni se te ocurra tocar nada de Jefferson —grité.
—¿Qué… qué pasa, Christie? —dijo Jefferson sentándose en la cama y restregándose los ojos.
—Nada, vuelve a dormir. Voy abajo a hablar con tía Bet —dije saliendo de la habitación y apartando a Richard de un empujón.
Todavía había mucha gente en los salones de la casa tomando café y pasteles. Algunos rezagados habían venido a deleitarse con los restos de las bandejas y con otras que Mr. Nussbaum y León habían preparado. Busqué a tía Bet y a tío Philip. Aquellas personas me sonreían y algunas se acercaban a darme el pésame, pero yo entraba y salía rápidamente de las habitaciones hasta que encontré a tía Bet despidiéndose de unos conocidos en el porche. A tío Philip no lo vi por ninguna parte.
—Oh, querida Christie —dijo cuando aparecí—. Has bajado. ¿Tienes hambre, querida?
—No, tía Bet, no tengo hambre —respondí bruscamente, aunque ella siguió manteniendo la sonrisa—. Estoy muy disgustada. ¿Por qué has decidido trasladar las cosas de Richard a la habitación de Jefferson precisamente esta noche?
—Oh, es que creo que cuanto más rápido empecemos a arreglarlo todo, mejor será para ellos. Creo que Richard será un magnífico compañero para Jefferson. Y además, querida —añadió acercándose a mí—, no creo que quieras que Richard y Melanie duerman en la misma habitación por más tiempo. Melanie ya es una mujercita y las mujercitas necesitan intimidad y un espacio propio, ¿no es cierto? Tú lo tienes —dijo con firmeza.
—No me estoy negando, tía Bet, pero Jefferson acaba de asistir al funeral de sus padres, y esta noche nada debe molestarlo. Podemos esperar un poco para hablar de los cambios de habitación —repliqué—. Creo que nosotros también tenemos opinión. Ésta es nuestra casa —añadí con expresión altiva.
Tía Bet continuó sonriendo.
—¿Dónde está tío Philip?
—Va y viene, querida, pero está tan afectado que no es de ninguna ayuda. Yo sólo quiero hacer las cosas lo mejor posible.
—Lo mejor es no trasladar las cosas de Richard a la habitación de Jefferson esta noche. Ya le resulta bastante difícil ir a dormir, y además está demasiado cansado para empezar a reorganizar sus armarios.
—Muy bien, querida —dijo tía Bet—. Habrá que esperar hasta mañana, si así lo deseas. —Sonrió, pero hubo algo en su sonrisa que parecía falso. Fue una sonrisa extraña, sombría.
—No existe nada que pueda hacerme feliz —dije yo.
—Ahora todos nosotros tendremos que hacer concesiones, Christie —contestó con cierta severidad—. Tu pérdida ha sido muy grande, pero nosotros también hemos perdido mucho. Hemos perdido nuestra casa y el hotel y…
—Todo puede reemplazarse, tía Bet —la interrumpí sorprendida ante su comparación, al tiempo que un rubor de indignación me teñía la cara—. ¿Puedes devolverme a mis padres? ¿Puedes? —grité con las lágrimas deslizándose por mis mejillas.
—Es cierto, querida —dijo encogiéndose—. Siento haberte disgustado —dirigió una sonrisa a alguien que iba a marcharse—. Lo discutiremos mañana. Por favor, dile a Richard que baje a verme —añadió, para inmediatamente despedirse de algunos miembros de la dirección del hotel.
Yo giré en redondo y rápidamente subí al piso superior. Richard ya estaba en la habitación de Jefferson reorganizando el armario.
—¡Deja eso inmediatamente! —le ordené. Richard se detuvo y frunció el ceño—. Tía Bet quiere que vayas a verla enseguida. No vas a trasladar tus cosas aquí esta noche —dije con firmeza—. Ahora vete. —Di un paso atrás y me quedé allí plantada señalando con el dedo.
—Este cuarto no es ni la mitad de bonito que el que yo tenía —murmuró.
—Entonces no entres nunca más —le dije cuando hubo salido. Echó a correr por el pasillo hasta llegar al piso inferior. Jefferson apareció en el umbral de la puerta, con la cara hinchada por el llanto y los ojos fatigados y confusos.
—Ven, Jefferson —dije—. Te llevaré a la cama.
—¿Adonde iba Richard? —preguntó.
—A difundir todo lo que yo le he dicho.
Ayudé a mi hermano a lavarse y vestirse para pasar otra noche en este mundo sin sus padres.
Cuando volví a mi cuarto, me sorprendió encontrar a tía Fern rebuscando entre la ropa del armario.
—Tía Fern —exclamé mirando a mi alrededor, pero no vi a su amigo—. ¿Qué estás haciendo?
—Hola, princesa —saludó dirigiéndome una sonrisa inocente. No tuve que acercarme demasiado para captar el olor a whisky que despedía—. Estaba buscando entre tus suéteres. Tienes unas cosas preciosas. Sobre todo este reloj —dijo levantando la muñeca izquierda—. ¿Me dejas llevarlo un ratito? —Era el regalo de cumpleaños de mis padres.
—¡Quítatelo! —exclamé—. Fue el último regalo de mis padres.
—Oh —titubeó.
—Puedes coger cualquier otra cosa —dije.
—Por mí quédatelo —replicó y se lo arrancó de la muñeca con tal violencia que a punto estuvo de romper la pulsera. Luego lo tiró despectivamente encima de la cama. Yo lo recogí rápidamente, prometiéndome a mí misma que jamás me lo quitaría de la muñeca—. Podrías ser un poco más amable conmigo —gimió—. Me voy y quién sabe cuándo nos volveremos a ver.
—¿No te quedas a pasar la noche?
—Tengo algunas fiestas de fin de curso a las que quiero asistir —dijo, acercándose al tocador a inspeccionar mis perfumes y mis colonias.
—¿Vas a asistir a los cursos de verano tal como le prometiste a papá? —pregunté.
—No —contestó—. Voy a pasar el verano con unos amigos míos muy ricos en Long Island. Ya se lo he dicho a Philip y también le he dicho dónde tiene que enviarme la asignación. No habrá entendido nada de lo que le he dicho, así que lo más seguro es que tenga que llamar a Dorfman.
—Pero tendrás que recuperar las asignaturas que has suspendido este año —le dije.
Tía Fern giró en redondo.
—¿Sabes? Eres como una anciana… nag, nag, nag. Cuando yo tenía dieciséis años, ya había perdido la virginidad. —Se echó a reír al ver la expresión de mi cara—. Leíste el capítulo, ¿verdad? ¿A que sí? Está bien, guárdate tus secretitos, en esta familia todo el mundo lo hace. Tu madre también.
—No digas nada malo de mi madre —le repliqué. Tía Fern titubeó y movió la cabeza.
—Ya tienes edad para dejar de vivir como Alicia en el país de las Maravillas. Tu madre y papá crecieron ocupando la misma habitación, prácticamente uno encima del otro hasta que ella cumplió dieciséis años, después se enamoró de Philip sin saber que era su hermano. ¿Qué crees que hacían cuando se citaban, jugar a los crucigramas? Claro que lo mantuvieron en secreto, pero por eso nunca les permití que me dijeran lo que tenía que hacer. Ninguno de ellos era mejor que yo.
—No es cierto; no es verdad lo de mi madre y tío Philip —dije mientras ella se encogía de hombros.
—Pregúntaselo a él —repuso—. Y cuando lo hagas, dile que te cuente la cantidad de veces que ha venido a mi cuarto mientras me vestía con la excusa de estar buscando a Jimmy o a Dawn.
»Échale un vistazo a su mujer, Christie, y comprenderás por qué mira a las demás.
—Eres odiosa, tía Fern. Dices todas estas cosas tan horribles porque estás bebida, aunque no es excusa suficiente. No quiero oír nada más —dije.
—¿Ah, no? —Se acercó a mí con una expresión que quería ser una sonrisa—. ¿No quieres oír que aun cuando Dawn y Jimmy creían ser hermano y hermana dormían desnudos uno al lado del otro en un sofá cama?
—¡Basta! —grité tapándome los oídos con las manos.
—¿No quieres oír que tu madre y tío Philip se besaban en la boca, que se desmayaba porque todos los chicos guapos de la escuela la besaban en el cuello?
—¡BASTA! —grité corriendo al cuarto de baño y cerrando la puerta de un portazo. Luego me acurruqué en el suelo, sollozando. Oí sus risas y al rato se acercó a la puerta.
—Está bien, princesa Christie, te dejo en tu maravilloso mundo. Me das lástima. Ellos siempre te ampararon y favorecieron. Christie esto, Christie lo otro. Eras la niña más preciosa e inteligente y yo era un problema. Bien, pues te has quedado sola, como yo lo estuve. A ver qué te parece. —Oí sus pasos mientras salía de mi habitación.
Me quedé llorando en el mismo sitio durante un rato. Qué malvada y odiosa podía ser, pensé. Papá sólo quería que fuera feliz y mamá intentaba quererla haciendo un gran esfuerzo. En ese momento quería que se marchara y no volviera nunca más.
Me puse de pie lentamente y me lavé la cara. Pensé que pasarían horas hasta que lograra dormirme, pero en cuanto apoyé la cabeza en la almohada, el cansancio de tantas emociones me cubrió como una ola del océano y no fue hasta la tenue luz de primeras horas de la mañana que abrí los ojos; una mañana llena de nubes que cruzaban el cielo como una caravana de camellos avanzando al otro lado de las cortinas. Vi primero lo que tenía delante: la visión de mi vestido negro encima de la silla me recordó dolorosamente que lo que había sucedido y lo que había hecho el día anterior no formaba parte de una horrible pesadilla, sino que se trataba de la horrible realidad.
Pero antes de que mis ojos volvieran a llenarse de lágrimas el tenue sonido de un suspiro me hizo volver la cabeza y quedé atónita al ver allí a tío Philip. Había arrastrado una silla hasta colocarla junto a mi cama y estaba allí sentado contemplándome pensativo, la camisa abierta, despeinado y sin chaqueta y corbata. Parecía muy cansado y estaba muy pálido.
—¡Tío Philip! —grité cubriéndome con la manta. Algunas de las odiosas frases de tía Fern me vinieron a la memoria—. ¿Qué estás haciendo aquí? —No sabía cuánto tiempo había estado ahí sentado contemplándome mientras dormía.
Tío Philip volvió a suspirar esta vez con más fuerza.
—No podía dormir —dijo—, y estaba preocupado por ti, así que vine a ver cómo estabas y creo que me quedé dormido en esta silla. Me he despertado hace muy poco —acabó, aunque me pareció que tenía el aspecto de alguien que no ha dormido en toda la noche.
—Me encuentro bien, tío Philip —le aseguré, confundida todavía por la expresión de su rostro y su acción.
—No, no, te conozco bien. Sé lo frágil y sensible que eres y lo que estás sufriendo —protestó inclinándose hacia adelante. Al mirarme sus ojos tenían una dulce expresión—. Necesitas mucho cariño y yo te lo daré lo mejor que sepa. —Sonrió suavemente con una expresión llena de amor y me besó en la frente—. Pobre, pobre Christie —añadió acariciándome el cabello.
—Todo va bien, tío Philip —dije relajándome—. Ve a dormir, yo estoy bien —añadí mientras seguía sonriendo y acariciándome el cabello amorosamente.
—Querida, querida Christie. Amada Christie, Christie de Dawn. Recuerdo el día que te trajo al hotel. Le dije que no se preocupara porque tu padre te hubiera abandonado. Yo siempre sería un padre para ti. Y lo seré, lo seré —prometió.
—Está bien, tío Philip, te lo agradezco —dije sentándome inmediatamente y apartándome de él—. Ahora estoy bien, voy a levantarme, a ducharme, a vestirme y a despertar a Jefferson. Normalmente mi hermano venía a mi habitación —añadí. Tío Philip asintió, se echó hacia atrás, suspiró profundamente con los ojos cerrados, se apretó las rodillas y se levantó, dispuesto a marcharse. Cuando llegó a la puerta se detuvo.
—Yo también voy a ducharme y a vestirme —dijo—. Así podremos desayunar todos juntos… como una familia.
En cuanto hubo desaparecido, salté de la cama y entré en el cuarto de baño. Me quedé bajo el agua caliente un buen rato, como si así desprendiera la pena de mi cuerpo al mismo tiempo que el cansancio. Me vestí tan rápidamente como pude y fui a ver si Jefferson ya se había despertado. Mrs. Boston ya estaba allí, le había ayudado a vestirse y él estaba cepillándose el pelo en el cuarto de baño. En cuanto me oyó entrar se detuvo.
—Oh, buenos días, Mrs. Boston.
—Buenos días, querida. He venido a ver a tu hermano —me dijo—, pero ya estaba despierto y dispuesto a levantarse y vestirse. Es un gran muchacho —añadió para que él la oyera.
—Sí que lo es. No tiene que hacer esto, Mrs. Boston, ya tiene bastante con preparar el desayuno para todos. —No era de la familia, pero había sentido la muerte de mis padres tanto como si lo fuera.
—Está bien, querida. Tu tía Bet se ha levantado a primera hora de la mañana y ya ha ordenado lo que quería que se sirviera. Ya lo tengo todo dispuesto, así es que he venido aquí a ver a Jefferson —explicó.
—¿Y qué ha pedido para desayunar? —pregunté con curiosidad.
—Al parecer ella desayuna huevos poché y el señorito Richard los toma pasados por agua, hervidos exactamente un minuto, ni más ni menos, como Miss Melanie. Mr. Cutler café con tostadas. Su tía es muy particular con las tostadas. Las quiere ligeramente cocidas y los niños las toman con mermelada de fresa. Afortunadamente había mermelada de fresa en la despensa —añadió—, porque si no hubiera tenido que levantarme aún más temprano para ir a buscarla.
—Mamá no era tan quisquillosa —comenté. Mrs. Boston asintió.
—Será mejor que baje. Me dijo que estarían todos en la mesa a las ocho en punto —dijo saliendo de la habitación.
Jefferson salió del cuarto de baño y se me quedó mirando. Ninguno de los dos teníamos ganas de bajar y enfrentarnos a la primera mañana sin nuestros padres, pero no podíamos hacer otra cosa. Alargué la mano, él me la cogió despacio, con la cabeza inclinada y nos dispusimos a bajar.
Ya estaban sentados a la mesa, tío Philip en el sitio de papá y tía Bet en el de mamá. Esto molestó a Jefferson, además del hecho que Richard ocupaba su silla y Melanie la mía.
—Buenos días, niños —dijo tía Bet con una sonrisa almibarada—. Qué guapos y limpios estáis.
Jefferson apartó la mirada de ella y se volvió hacia Richard.
—Yo me siento aquí —dijo.
—Oh, no importa dónde nos sentemos —replicó enseguida tía Bet sin dejar de sonreír—. Lo que importa es que nos sentemos bien y comamos con educación. Siempre debemos recordar —nos informó antes de que hubiéramos ocupado los asientos—, que hay otras personas sentadas a la mesa y pueden molestarse si no nos comportamos con educación.
Miré a tío Philip. Aunque sonreía ligeramente, tenía una expresión vidriosa en los ojos. Parecía un hombre que estuviera todavía aturdido. No dijo nada; se limitó a esperar, con las manos debajo de la barbilla y los codos sobre la mesa. Richard se echó hacia atrás en su asiento con una sonrisa de satisfacción. Melanie parecía enfadada y aburrida.
—No podemos empezar hasta que os sentéis, niños —dijo tía Bet.
—Christie, estaría bien que te sentaras aquí, a mi lado —dijo tío Philip, indicando el lugar donde Richard se había sentado—. Después de todo eres la mayor.
—Me sentaré al lado de mi hermano —contesté inmediatamente. Empujé a Jefferson hacia la mesa y me senté al lado de Melanie. Hice un gesto con la cabeza hacia la silla que estaba a mi lado y Jefferson tomó asiento a regañadientes.
—Bien, ya estamos todos —anunció tía Bet—. Mrs. Boston, puede empezar a servir —ordenó.
—Sí, señora —dijo Mrs. Boston desde la cocina y apareció con la jarra del zumo. Normalmente la dejaba en el centro de la mesa y nosotros nos servíamos. Mrs. Boston ayudaba a mamá a preparar el desayuno y luego arreglaba la casa porque con nosotros no hacía las funciones de camarera. Ni tía Bet ni tío Philip, sin embargo, cogieron la jarra para servir el zumo. Permanecieron apoyados en el respaldo de sus asientos esperando que lo hiciera Mrs. Boston. Me hizo un guiño y empezó a verter el zumo en los vasos.
—Bien —empezó tía Bet frotándose las manos en cuanto Mrs. Boston hubo acabado—, para interés de todos sería oportuno establecer unas normas, ¿verdad? —Su sonrisa se enfrió, se hizo más dura—. Philip estará ocupado con la reconstrucción del hotel, lo que significa que en mí recaerá la mayor responsabilidad sobre vosotros este verano. Quiero que todos os llevéis bien, claro está. Vuestra vida ha cambiado drásticamente de una manera trágica. Todos… todos —repitió mirándome fijamente—, tenemos que transigir en algo, pero no veo por qué —añadió con una brillante sonrisa— no podemos ser una familia feliz.
Se volvió a mirar a tío Philip quien al parecer me escudriñaba para observar mis reacciones.
—Philip siempre deseaba que fuéramos una gran familia. Ahora ya lo somos. Aunque —dijo suspirando— todas las responsabilidades han recaído sobre sus hombros como una avalancha. Richard y Melanie ya saben lo que significa cooperar. —Al mencionar sus nombres los gemelos abrieron los ojos exageradamente y se nos quedaron mirando a Jefferson y a mí—. Tenemos que ayudarnos los unos a los otros —concluyó.
Mrs. Boston trajo los huevos y los sirvió. Richard introdujo la cuchara en su huevo pasado por agua e hizo una mueca.
—Está demasiado duro —se quejó inmediatamente.
—No lo he cocido más que un minuto —dijo Mrs. Boston.
—Déjame ver —pidió tía Bet y Richard le pasó el plato. Comprobó el huevo con la cuchara y movió la cabeza—. A lo mejor el fuego estaba demasiado alto porque está un poco duro para Richard.
—Creo que he cocido muchos huevos durante mi vida para saber si el fuego está demasiado alto o no —declaró Mrs. Boston con disgusto.
—Debe de haber sido eso —insistió tía Bet— o quizá se ha equivocado al mirar el reloj.
—Creía que todos debíamos de hacer algunas concesiones —dije apresuradamente—. Unos segundos más o menos de hervor en un huevo no me parece tan importante.
Tía Bet fijó la vista unos instantes en el vaso y cuando yo creía que iba a echarme la caballería, sonrió.
—Christie tiene razón, Richard. No es tan grave y dentro de poco estoy segura de que Mrs. Boston te preparará los huevos como a ti te gustan —dijo devolviéndole el plato a su hijo que hizo una mueca.
—Haré un esfuerzo y comeré lo que pueda —dijo Richard.
Yo estuve a punto de echarme a reír por la manera en que Mrs. Boston alzó las cejas y me miró. Acabó de servir los huevos.
—Jefferson —dijo tía Bet—, vas a comer, ¿verdad? No queremos tirar la comida.
A regañadientes Jefferson se puso una cucharada en la boca.
—Christie, querida, ¿es que Jefferson no ha utilizado nunca la servilleta? —preguntó tía Bet.
—Desde luego —repliqué—, pero dudo mucho de que en este momento eso le preocupe.
—La pulcritud y la limpieza son las hermanas gemelas de la salud y de una vida feliz —recitó tía Bet—. Nosotros siempre nos hemos preocupado de estas cosas.
»Ya sé —continuó diciendo—, que tus padres tenían muchas cosas en la cabeza porque dirigían el hotel. Por esta razón esta casa… —movió la cabeza.
—¿Qué le pasa a esta casa? —inquirí rápidamente.
—Es probable que cuidarse del hotel y de la casa al mismo tiempo fuera demasiado para ellos. Pero para mí no va a constituir ningún problema. —Se inclinó hacia adelante y sonrió.
—No lo entiendo. ¿Qué hay de malo en nuestra casa?
—Podría estar mucho más ordenada y más limpia, querida —replicó asintiendo.
—Esta casa siempre ha estado muy limpia. Mrs. Boston trabaja mucho y mamá nunca tuvo ninguna queja —exclamé.
—Precisamente, querida. Tu madre no tenía tiempo de quejarse o de preocuparse de la casa. Tenía muchas responsabilidades en el hotel. Pero no te preocupes. La casa estará impoluta, ésta es una de las razones por las que quiero arreglar las habitaciones lo antes posible.
»Ahora, después del desayuno, Richard y Jefferson arreglarán su habitación —declaró con firmeza.
—¡Es mi habitación! —gritó Jefferson—. ¡Y no lo quiero conmigo!
Tía Bet palideció, luego sus mejillas se ruborizaron y entrecerró los ojos. Lanzó una mirada rápida a tío Philip que estaba sorbiendo su café y miraba fijamente un punto en el vacío, como hipnotizado. No le discutía nada, era como si no le interesara nada.
—No está bien levantar la voz cuando se está en la mesa, Jefferson —dijo tía Bet suavemente—. Bien —siguió—, ya sé que es tu habitación, pero por un tiempo, hasta que encontremos otra solución, vas a tener que compartirla con tu primo.
»Los dos sois unos muchachos jóvenes —continuó, sonriendo—. Deberías estar contento de tener un compañero como Richard. Es como si de pronto tuvieras otro hermano mayor. ¿No es estupendo?
—No —contestó Jefferson dejando el tenedor y cruzando los brazos sobre el pecho.
—Así no se comporta uno cuando está en la mesa —dijo tía Bet con firmeza—. De ahora en adelante, si no te comportas con educación, no podrás sentarte aquí y comer con la familia.
—No me importa —aseguró Jefferson con expresión desafiante.
—Así se comporta en la escuela —gimió Melanie—. Siempre contradice a sus profesores.
—Apuesto a que has escondido el informe del colegio, ¿verdad? —intervino Richard.
—¡Callaos! —grité levantándome—. Dejad de meteros con él. ¿Es que no tenéis sentimientos? —dije rodeando la mesa hasta ponerme a su lado.
—Christie, no hay necesidad de enfadarse y estropear nuestro primer desayuno en familia —señaló tía Bet.
—No estoy de acuerdo —dije—. Hay que protestar y gritar cuando las personas se comportan de forma tan mezquina, sobre todo si esas personas son tus parientes y se supone que te quieren y se preocupan por ti. Vamos, Jefferson —lo tomé de la mano y nos dispusimos a salir.
—¿Adonde vais? —gritó tía Bet—. No habéis acabado el desayuno… y además, para levantarse de la mesa hay que pedir permiso.
—¡Christie! —exclamó tío Philip como si en ese preciso instante se diera cuenta de que algo estaba sucediendo.
No contesté, ni siquiera me volví; en su lugar saqué a Jefferson del comedor y de la casa. No sabía adonde me dirigía, sólo quería caminar. Las lágrimas me resbalaban por las mejillas, sin un sollozo. Jefferson tenía que correr para mantenerse a mi paso cuando bajamos los escalones y llegamos al camino. Nadie nos siguió.
Ante nosotros se levantaban los restos del hotel. La visión de la estructura ennegrecida, las ventanas rotas, los restos suspendidos del edificio, los cables al aire, los muebles amontonados y destruidos, hizo que mi corazón latiera desbocado.
Llevé a Jefferson a la parte de atrás del hotel y nos sentamos en el mirador. Desde allí vimos a los hombres derribar con los bulldozers los restos de las paredes destruidas. Ambos permanecimos en silencio. Jefferson apoyó en mí la cabeza y muy juntos nos dimos calor bajo el cielo gris cubierto de nubes que hacía más helada la brisa del océano. Me pregunté si en el mundo se podía sentir más tristeza de la que ambos sentíamos en ese momento.