EL INCENDIO
—¿Julius, qué es eso? —grité presa de temor.
—No lo sé, Christie —replicó pisando el acelerador. Tardamos casi diez minutos en llegar por culpa de toda la gente que se acercaba corriendo al escenario, y cuando lo hicimos, encontramos policías y bomberos en la calle que bloqueaban el tráfico en las proximidades de la fachada del hotel. La gente bajaba de los coches y se habían formado grupos en la carretera para contemplar las llamas que salían del tejado y de las ventanas del piso superior del gran edificio de Cutler Cove, con expresión de asombro, el rostro iluminado por el fuego y la excitación. Vi a los huéspedes y a los miembros de la dirección agrupados junto a la cadena que habían puesto para mantener apartados a los curiosos.
—Ahí está mamá —dijo Melanie señalando hacia donde estaba tía Bet con varias personas, pero no vi ni a mamá ni a papá con ella así como tampoco vi a tío Philip. Pensé que estarían con el jefe de bomberos. El corazón me dio un brinco cuando imaginé cómo debían de sentirse. ¡Qué desgracia…!, y justo ahora, cuando estamos a las puertas del verano.
—¡Uau! —murmuró Jefferson con una expresión en el rostro, a la vez de admiración y de miedo.
—¿Qué ha pasado? —le preguntó Julius a un policía que estaba desviando el tráfico.
—Ha estallado una caldera en el sótano y el fuego se ha extendido rápidamente. Esta parte del hotel es muy vieja y no tiene un sistema contra incendios —añadió con una mueca—. Cuando los bomberos llegaron, el fuego ya se había extendido.
—¿Dónde están mis padres? —pregunté en voz alta. No los había visto en ninguna parte—. Julius, acércanos.
—Sí —ordenó Richard con un tono que le hizo parecer más mayor de lo que era—. Y rápido.
—Llevo a los hijos de los propietarios —explicó Julius al policía de la patrulla de tráfico.
—No puede acercarse más. Tendrá que dejar aquí el coche —ordenó el policía— y permanecer detrás de la barrera de seguridad.
Julius arrancó, pero antes de que pudiera detenerse agarré de la mano a Jefferson y abrí la portezuela del coche. Lo arrastré conmigo y saltamos fuera.
—¡Christie, espera! —gritó Julius, pero yo no podía oírle, ni a él ni a nadie. Era consciente de que Jefferson se agarraba con fuerza de mi mano, pero aparte de eso, no podía pensar ni ver nada más que el fuego.
Encontré a Mrs. Bradly con otros miembros de la dirección del hotel, pero no a mis padres. Estaba sobrecogida, sollozando, con el rostro cubierto de lágrimas y de hollín. Miré con ansiedad a mi alrededor y seguí sin ver a papá o a mamá. ¿Dónde estaban? Mi corazón empezó a latir cada vez con más fuerza y sentí como si en el estómago tuviera docenas de mariposas nocturnas perdidas en su interior, agitando sus finas alas como el papel.
—¿Dónde está mi madre? —grité—. ¿Dónde está mi padre?
Nadie me respondió, aunque algunos me oyeron. Mrs. Bradly rompió a llorar con más fuerza.
—¡Eh, deteneos! —gritó un bombero cuando pasamos por debajo de la primera barrera de seguridad con la intención de alcanzar el césped. Las cenizas revoloteaban en el aire y las llamas eran de tal intensidad que podíamos sentir el calor. Los bomberos hablaban entre sí a gritos y dirigían las mangueras de un lado a otro, pero el chorro de agua que salía de ellas no parecía tener efecto alguno. Arrogantes, temibles, las llamas se iban extendiendo y tragando muebles y cortinas. Pude ver perfectamente cómo penetraban en los pasillos, lamiendo y mordiendo cada rincón, como si se tratara de un ardiente, llameante y feroz animal del averno que consumía todo lo que una vez fue bello, histórico; derritiendo cuadros y paredes y dejando caer al suelo las arañas de luces rotas. Nada podía detener el avance del fuego, o por lo menos pararlo un poco.
Impaciente, empujé a Jefferson y me dirigí al extremo más alejado donde finalmente encontré a tío Philip. Sus cabellos estaban despeinados, se había sacado la chaqueta deportiva y la corbata y tenía los ojos tan brillantes que parecía como si el fuego se hubiera introducido en ellos. O hablaba solo consigo mismo o lo hacía con alguien que estaba tras él.
—¡TÍO PHILIP! —grité, corriendo hacia él.
Se me quedó mirando pero no dijo nada. Fue como si no me reconociera; movió la boca espasmódicamente, pero no dijo nada. Levantó la vista hacia el fuego, luego me miró y movió la cabeza.
—¿Dónde está mamá, tío Philip? ¿Dónde está papá? —pregunté desesperadamente.
—¿Dónde está mi mamá? —coreó Jefferson, con la cara arrasada de lágrimas. Se acercó más a mí y miró a tío Philip.
—¡Tío Philip! —grité mientras él seguía mirando fijamente el fuego, como hipnotizado por la fuerza de las llamas. Luego se volvió lentamente y me miró durante un instante que me pareció muy largo. Después sonrió.
—Dawn —dijo—, estás sana y salva. Gracias a Dios.
—Tío Philip, soy yo, Christie. No soy mi madre —corregí, atónita. Mi tío parpadeó y su sonrisa entonces se desvaneció como el humo.
—Oh —articuló, llevándose la mano a la mejilla y volviendo a mirar el fuego—. Oh.
—¿Dónde están, tío Philip? —pregunté con más desespero si cabe. Las lágrimas resbalaban por mis mejillas y sentí la garganta seca a causa del humo. Aquel horrible olor que desprendía el hotel en llamas me revolvió el estómago y el calor de las llamas en ascenso llegaba hasta nosotros con tanta intensidad que era como si estuviéramos en el día más caluroso del verano.
—¿Dónde están? —repetí. Hice un gesto de asentimiento.
Mi tío movió la cabeza, confuso.
—¿Dónde? —grité sacudiéndole el brazo. Aquello le hizo salir de su azoramiento.
—Jimmy… estaba en el sótano cuando explotó la caldera —dijo—. El fuego subió al primer piso a través de las conducciones de aire. Esto hizo que se propagara rápidamente desde la sala de juego —explicó.
—¿Dónde está mamá? —pregunté con voz ahogada.
—Fui corriendo por todas partes, avisando a todos a gritos y ayudando a salir a los ancianos. Creo que todo el mundo ha salido.
—¿Papá y mamá están bien? —pregunté sonriendo esperanzada a través de las lágrimas.
—¿Qué? —Miró de nuevo en dirección al hotel, pero no dijo nada. Había vuelto a sumergirse en una especie de trance.
—¿Dónde está mamá? —gritó Jefferson—. Christie, ¿dónde está mamá? —se restregó los ojos con sus puñitos y se agarró a mí.
—¿Tío Philip? —Nuevamente le sacudí el brazo—. ¿Dónde está mi madre?
Se limitó a mover la cabeza.
—¡Christie! —gimió Jefferson—. Quiero ver a mamá.
—Lo sé. Lo sé. Espera a que hable con alguien más, Jefferson —dije comprobando que no tenía sentido seguir hablando con tío Philip. Estaba demasiado confundido para hilvanar una frase coherente. Cogí a Jefferson en brazos y con él fui a buscar a uno de los bomberos que volvían y daban órdenes a los demás. Uno de ellos llevaba un casco en el que se leía «Jefe».
—Perdone —dije.
—No deberías estar aquí, querida. Billy, llévate a estos niños más allá de la barrera —le gritó a un joven bombero que estaba a su izquierda.
—Espere. Soy Christie Longchamp. Mis padres son los propietarios del hotel. Tengo que saber lo que ha sucedido.
—Oh —dijo—. Mira, muchacha, todavía no conozco todos los detalles. Al parecer todo empezó con la explosión de una caldera.
—¿Pero dónde está mi madre? ¿Y mi padre? ¿Los han visto? —pregunté apresuradamente.
—Mira, ahora no tengo tiempo de hablar contigo. Será mejor que tú y tu hermano volváis atrás. Al parecer esas paredes pueden derrumbarse de un momento a otro y seguramente lo harán en esta dirección. Vamos —ordenó—, Billy, llévatelos de aquí. —Y el joven bombero me cogió por el codo y se me llevó.
—Pero… mi madre…
—Será mejor que obedezcas al jefe. No puede perder el tiempo —dijo el joven bombero.
Jefferson empezó a llorar a gritos, ocultando la cara en mi hombro.
—No puede ser cierto. No puede ser —murmuré mientras le dejaba que nos llevara hasta la barrera. Descubrí a tía Bet, a Richard y a Melanie a la derecha y corrí hacia ellos.
—Oh, Christie, querida —dijo tía Bet levantando los brazos—. Y Jefferson. Es espantoso… espantoso.
—¿Dónde está mi madre, tía Bet? ¿Y papá? Tío Philip no me ha sabido contestar cuando se lo he preguntado.
Mi tía movió la cabeza.
—Están dentro, querida —dijo—. No han salido. Nosotros hemos estado aquí esperando y esperando.
—¿No han salido?
Me volví y miré el hotel. De la entrada principal salían llamas y humo de todas y cada una de las ventanas.
—Oh, Christie, pobre Christie —murmuró tía Bet.
—Están bien, tía Bet —sonreí a través de las lágrimas y apreté a Jefferson contra mí—. Seguro. Ya lo verás. Probablemente están en algún sitio de la parte trasera del hotel —añadí mientras empezaba a alejarme.
—¡Christie! —gritó tía Bet.
—Voy a buscarlos. Probablemente estarán preocupados por Jefferson y por mí —añadí mientras echaba a correr rodeando la barrera y los bomberos y toda la gente que estaba allí hasta que llegamos a la parte trasera del hotel. Aunque Jefferson pesaba bastante, no me di cuenta que lo llevaba en brazos hasta que llegamos.
Había bomberos por todas partes rociando esa zona del tejado y las paredes con agua que sacaban de la piscina. Busqué frenéticamente a mamá y a papá, pero todo lo que vi fue a algunos miembros de la dirección del hotel y a los bomberos.
—¿Dónde están papá y mamá? —preguntó Jefferson abriendo los ojos, esperanzado—. Quiero ver a mamá.
—Estoy buscándolos, Jefferson. —Lo dejé en el suelo, lo cogí de la mano y me aproximé al bombero que tenía más cerca.
—Eh —dijo cuando nos descubrió—, es mejor que os alejéis de aquí.
—Estamos buscando a nuestros padres —dije—. ¿Han salido por aquí?
—Nadie ha salido de ahí. Y ahora coge al niño y alejaos —ordenó con firmeza.
Con el corazón palpitando me alejé lentamente con Jefferson. Fuimos al mirador, nos sentamos en los escalones y contemplamos el trabajo de los bomberos. Jefferson tenía los ojos hinchados de tanto llorar, igual que yo. Seguimos allí sentados en silencio, con los ojos secos, mirando lo que sucedía ante nosotros, esperando. Jefferson apoyó la cabeza en mi hombro y yo lo abracé con fuerza. Las llamas se fueron reduciendo poco a poco aunque el humo que salía era más oscuro y más denso. Se había formado una nube de cenizas que la brisa del océano iba alejando en la distancia. Ignoro cuánto tiempo permanecimos allí sentados, atónitos y temerosos. Finalmente oí gritar a Richard.
—¡AHÍ ESTÁN!
Llena de angustia me volví en aquella dirección. Vi a Richard, a Melanie, a Mrs. Boston, Julius y tía Bet que se acercaban corriendo; Jefferson se enderezó, la visión de Mrs. Boston en aquellos momentos le produjo cierto alivio.
—¿Dónde está mamá? —preguntó.
—Oh querido, oh mi niño —dijo Mrs. Boston.
—¿Mi madre? —grité yo—. ¿Mi padre?
Mrs. Boston movió la cabeza en sentido afirmativo.
Jefferson rompió a llorar de nuevo, y su grito agudo y penetrante se perdió en la brisa que se llevaba el horrible humo. Mrs. Boston lo tomó en sus brazos y lo llenó de consoladores besos.
Me levanté, sentí las piernas como de goma y la cabeza tan ligera como un globo que podía desprenderse y ser arrastrada con el humo y los gritos de Jefferson.
—Christie —dijo tía Bet.
—¿Dónde están? —pregunté conteniendo la respiración—. ¿No han salido?
Tía Bet movió la cabeza.
—¡DÓNDE ESTÁN! —grité.
—Los han encontrado juntos… en el sótano —explicó tía Bet con los ojos enrojecidos por las lágrimas—. Oh, Christie —dijo empezando a sollozar.
Entonces dejé de percibir las piernas, el estómago, el pecho, el cuello y mi cabeza perdió la noción de la realidad.
Caí suavemente, como los globos del día de mi cumpleaños, flotando hacia abajo, abajo, abajo. El mundo que me rodeaba, antes lleno de color, de magia, maravilloso, explotó como una burbuja y todo quedó a oscuras.
—Se recuperará —oí decir a alguien. Creí que tenía los ojos abiertos pero todo seguía a oscuras—. Denle algo ligero, té azucarado y unas tostadas. Un trauma emocional de esta envergadura puede ser devastador, física y psicológicamente. Pero es joven y fuerte, se recuperará.
—¿Mamá?
—Se está despertando —oí decir a tía Bet.
—Sí. Póngale una compresa de agua fría en la frente durante un rato.
—¿Mamá? —La oscuridad comenzó a desvanecerse, como cuando la marea retrocede. Vi el techo de mi habitación y luego las paredes mientras mis ojos se movían lentamente con la esperanza de ver a mi lado el rostro querido y preocupado de mamá. Pero lo que vi fue a tía Bet y al doctor Stanley, nuestro médico de cabecera. Me sonrió e hizo un gesto de asentimiento con la cabeza, con aquellos mechones de cabellos claros caídos sobre la frente que casi le cubrían los ojos. Como era habitual en él, necesitaba urgentemente un corte de pelo. En una ocasión le dije a mamá que el doctor Stanley me recordaba un perrito de lanas y ella rió y me confesó que a ella también.
—Es un médico estupendo y un hombre encantador, pero no cuida mucho su apariencia personal —admitió. Podía oír su voz tan clara en mi recuerdo que tuve la sensación de que se encontraba en la habitación.
—¿Dónde está mamá? —pregunté mirando a mi alrededor. Apenas pronuncié estas palabras, se me hizo un nudo en la garganta; sentí una fuerte opresión en el pecho, como si hubiera soportado durante horas y horas un gran peso. Como no la vi, levanté la cabeza de la almohada e inmediatamente la habitación empezó a dar vueltas. Gemí y cerré los ojos.
—Debes tomártelo con calma, Christie —me aconsejó el doctor Stanley—. Has sufrido una fortísima impresión y se ha resentido tu sentido del equilibrio.
—Estoy tan cansada —dije, o al menos creí decirlo. No estaba segura de que hubiera oído mis palabras. Sentí que tía Bet cogía mi mano izquierda entre las suyas; abrí los ojos y la vi a mi lado. Sonrió débilmente, con los ojos hinchados de tanto llorar. Con su nariz afilada, los pómulos y la barbilla tan pronunciados, estaba más delgada que yo. Sus cabellos, normalmente muy bien peinados, ahora estaban revueltos, con mechones fuera de su sitio aquí y allá.
—Tía Bet —dije. Se mordió el labio inferior y sus ojos se llenaron de lágrimas—. Mi padre y mi madre… ¿no han conseguido salir? —Tía Bet movió la cabeza en sentido negativo.
Sentí como si alguien me hubiera dado un puñetazo en el estómago y mi cuerpo mientras empezaba a sollozar.
—Vamos, vamos, Christie —dijo el doctor Stanley—. Tienes que dominarte, querida. No querrás ponerte tan enferma que no puedas ayudar a tu hermanito, ¿verdad?
—¿Dónde está? ¿Dónde está Jefferson? —pregunté apresuradamente.
—Está en su habitación, querida —repuso tía Bet—. Durmiendo.
—Pero pronto se despertará y entonces necesitará tu ayuda —dijo el doctor Stanley—. Va a necesitar a su hermana mayor. Ahora lo que debes hacer es descansar, intentar beber un poco de té y comer una tostada con mermelada. Te esperan días difíciles, Christie; ha recaído una gran responsabilidad sobre tus jóvenes espaldas. ¿Comprendes? —preguntó el doctor Stanley. Yo asentí—. Bien. Siento terriblemente esta tragedia, estaré aquí para ayudarte tanto como lo necesites —añadió.
Lo miré otra vez. A mamá le gustaba y confiaba mucho en él, tanto como para poner en sus manos la salud de la familia. Mamá querría que le hiciera caso, pensé.
—Gracias, doctor Stanley —dije. El médico sonrió y luego abandonó la habitación.
—Cuéntame lo que ha pasado, tía Bet —dije tan pronto como nos quedamos solas.
—No conozco todos los detalles todavía —explicó—. Hubo una explosión en el sótano mientras Jimmy estaba allí. El incendio fue instantáneo. El humo invadió todo el hotel y se dispararon las alarmas. Los huéspedes fueron evacuados. Philip iba de un sitio a otro, evacuando a la gente, avisando a los que todavía estaban en las habitaciones. Tu madre y yo ayudamos a evacuar el vestíbulo y salimos en cuanto tuvimos la seguridad de que todo el mundo estaba a salvo. El fuego avanzaba con tanta rapidez que ya veíamos las llamas en la parte trasera del vestíbulo.
»Cuando salimos Dawn buscó a Jimmy y entonces comprobó que no había salido con los demás. Se puso histérica. Los bomberos no habían llegado todavía. Un policía intentó convencerla para que no volviera a entrar, pero ella logró desasirse de él y entró, gritando que tenía que sacar a Jimmy. Fue la última vez que la vi —añadió y empezó a sollozar en silencio.
—¿Y después? —pregunté, resuelta a saberlo todo.
—Después, cuando pudieron entrar en el sótano, los bomberos los encontraron juntos. Tu madre encontró a Jimmy, pero ambos quedaron atrapados en un almacén. Murieron abrazados —concluyó lanzando un profundo suspiro—. Philip está deshecho —continuó, ahora como si hablara sumergida en un trance—. Delira, incrédulo, y está tan furioso que nadie osa acercarse a él.
Cerré los ojos. Quizá si los cerraba con fuerza y apretaba el cuerpo hasta hacerme daño, la pesadilla desaparecería. Abriría los ojos por la mañana, una mañana soleada y luminosa de los últimos días de primavera. Jefferson irrumpiría en mi habitación de un momento a otro, y mamá aparecería tras él diciéndole que me dejara sola y que fuera a vestirse. Sí… sí.
—¿Cómo está? —Cuando Mrs. Boston hizo esta pregunta desde el umbral de la puerta mi ensueño se desvaneció.
—El médico ha dicho que le demos té azucarado y una tostada con mermelada —dijo tía Bet con dureza—. Tráigalo inmediatamente.
Tía Bet nunca se mostraba agradable con los empleados de mamá, y a los sirvientes frecuentemente les hablaba con dureza. Mamá decía que esto era debido a la educación que había recibido tía Bet. Sus padres eran tan ricos que siempre había vivido como una reina.
—Sí, señora —contestó Mrs. Boston.
—No quiero nada —dije yo desafiante.
—Vamos, Christie. Ya has oído lo que ha dicho el médico —me amonestó tía Bet y yo, a regañadientes, acepté. Tenían razón, no podía evitar la realidad y rechazar la verdad. Jefferson me iba a necesitar. Pero yo también me sentía como una niña perdida, con miedo ante el mañana. ¿Cómo iba a ser lo bastante fuerte para ayudar a otro, cuando mi sufrimiento era tan grande que apenas podía respirar?
—¿El abuelo Longchamp y Gavin ya saben lo que ha sucedido? —pregunté—. ¿Y tía Fern?
—He encargado a Mr. Dorfman que telefoneara a todos los que debían ser informados.
—¿Y Bronson y la abuela Laura?
—Sí, Bronson ya está enterado. Por fortuna, creo, tu abuela tiene la mente demasiado confusa como para comprender lo que ha pasado.
—Será mejor que vaya a ver a Jefferson —dije incorporándome, esta vez más despacio. Mi cuerpo me dolía como si hubiera estado corriendo durante horas y horas.
—Todavía está durmiendo, Christie —dijo tía Bet—. Te prometo que te avisaré en cuanto despierte. Quédate aquí y descansa —me ordenó—. Voy a ver a Richard y a Melanie. Pobrecillos, están muy afectados. —Lanzó un profundo suspiro, me dio una palmadita en la mano y se levantó—. Descansa —añadió moviendo la cabeza, con los ojos brillantes de lágrimas. Luego se volvió y abandonó la habitación.
Cerré los ojos y un sollozo y otro y otro subieron por mi garganta. Poco después oí que alguien entraba en mi habitación, y cuando abrí los ojos vi a tío Philip con una bandeja con la taza de té y la tostada. Aunque con el rostro demacrado por el dolor y la pena, se había cepillado el pelo, se había arreglado la ropa, abotonado la camisa y se había vuelto a anudar la corbata, con la perfección de siempre. Dejó la bandeja en mi mesita de noche y sonrió. En sus ojos ya no había rastro de aturdimiento alguno.
—¿Cómo está mi pobre princesa? —preguntó.
—No puedo creer que mis padres hayan muerto, tío Philip. No puedo creerlo —dije sacudiendo la cabeza.
Clavó los ojos en mí y yo observé que eran pequeños y oscuros. Le temblaban los labios cuando se volvió para coger la bandeja.
—Tu estómago necesita algo caliente.
—¿Dónde está Mrs. Boston? —pregunté.
—Está ocupada atendiendo a todo el mundo, así que me he ofrecido para traerte la bandeja —dijo—. Intenta sentarte y beber algo y comer aunque sea un poco.
—Quiero hacer lo que ha dicho el médico pero dudo que pueda tragar nada, tío Philip.
—Lo sé —dijo asintiendo con simpatía—, pero tienes que recuperar fuerzas.
Me incorporé, me puso la bandeja en el regazo y se sentó en la cama.
—Oh, Christie, Christie —gimió tomándome la mano—. Ha sucedido algo terrible, terrible —comenzó. Movía los dedos sobre los míos mientras hablaba—. Y a todos nos hace sufrir mucho, pero me he prometido a mí mismo, como le prometí a tu madre, que cuidaría de ti.
—¿Se lo prometiste? ¿Cuándo?
—Cuando volvió a entrar —contestó—. Me llamó y me dijo: «Si me sucede algo cuida de Christie».
—¿Mamá dijo eso? ¿Y Jefferson?
—Oh, de Jefferson también, por supuesto. Y yo lo haré. De ahora en adelante —dijo suavizando la mirada de sus ojos azules—. Os trataré como a mis propios hijos. Os querré y os cuidaré —añadió apretando mi mano.
»Ya verás cómo todo irá bien —siguió diciendo, pasando los dedos por mi antebrazo como si estuviera buscando una línea invisible—. Todavía somos una familia y reconstruiremos rápidamente el hotel.
Alzó los ojos, endureciendo una mirada que ya era de firme resolución.
—En cuanto nos hayamos recuperado un poco nos pondremos a trabajar. Oh, no podremos abrir el hotel este verano, pero lo dejaremos igual que era antes del incendio. Y lo modernizaremos, para que esto no vuelva a suceder.
Miré hacia la puerta porque se oyó un ruido. Richard y Melanie estaban hablando en voz alta; parecían excitados, aunque no tristes.
—¿Qué sucede? —pregunté.
—Unos empleados del hotel nos están ayudando a trasladar aquí nuestras cosas —aclaró tío Philip.
—¿Trasladarlas aquí? —Jamás se me hubiera ocurrido que esto pudiera suceder.
—Hemos trasladado lo que hemos podido porque la mayor parte de nuestros enseres han quedado inservibles. Hubo mucho humo. He querido sacar de allí las cosas cuanto antes —sonrió—. Ahora somos tu familia. Daría cualquier cosa para que esto no hubiera sucedido, pero ha sucedido y no tenemos más remedio que tomarnos las cosas como vienen. Después de todo, soy un Cutler; he heredado la determinación de mi madre —añadió enderezándose como para ilustrar sus palabras—. Poseía una gran fortaleza frente a cualquier contingencia.
—¿Contingencia? Es más que una contingencia, tío Philip —le interrumpí con dureza. No importaba el grado de determinación de la abuela Cutler ni los cumplidos que mereciera, siempre seguiría representando para mí la maldad por la manera en que había tratado a mamá.
—Desde luego, tienes razón. No quería minimizar lo que ha pasado. Lo que quiero decirte es que yo me ocuparé siempre de ti y que reconstruiremos el hotel y volveremos a ser la gran familia que éramos.
—No sin mamá —gemí sacudiendo la cabeza—. Y sin papá. Nunca más seremos los de antes.
—Claro que no, pero debemos intentarlo. Tu madre hubiera querido que lo intentáramos, ¿no es verdad? No era la clase de persona que esconde la cabeza debajo del ala. Era muy fuerte y estoy seguro de que en esta ocasión también lo hubiera sido. ¿No es cierto? —Me apartó el cabello de la frente igual que mamá lo hacía a menudo.
—Sí —repuse bajando la mirada—. Supongo que sí.
—Bien. Has heredado un carácter muy fuerte, Christie. Basta pensar en las cosas terribles por las que tuvo que pasar tu madre y luego el éxito que obtuvo y lo hermosa que era. Y eso sin tener una familia que la apoyara —añadió—. Yo te apoyaré en todo. Cada crisis que tengas será mi crisis, cada obstáculo tuyo será mío —sonrió—. Espero que aceptes mi ayuda. Siempre estaré contigo, así como tía Bet y tus primos.
—¿Dónde vais a dormir? —pregunté apresuradamente.
—Por el momento, Richard y Melanie ocuparán la habitación de invitados que utiliza Fern cada vez que viene. Y cuando Fern venga, podrá dormir en el sofá del cuarto de estar o en uno de los bungalows para huéspedes que no han sido destruidos por el fuego.
—¿Y tía Bet y tú? —Adiviné la respuesta y sentí un fuerte dolor en mi interior.
—Tendremos que utilizar la habitación de tus padres, claro. Dentro de un día o dos, cuando ya te levantes, puedes ir con tía Bet y decirle lo que quieres conservar de tu madre y lo que podemos guardar en el ático. No me gustaría verlo todo amontonado por ahí. Tu madre tenía algunas cosas muy bonitas, algunas le vendrán bien a Betty.
Las lágrimas empezaron a resbalar por mis mejillas.
—Vamos, vamos, Christie, no me obligues a explicarte todos los detalles. Es demasiado pronto. Mira cómo te pones —dijo mientras se inclinaba a besarme las lágrimas que corrían por mis mejillas. Pero yo me aparté.
—Tengo todo el derecho. Voy a tener que ocuparme de Jefferson.
—Desde luego. Estoy disponiendo lo necesario para el funeral —dijo levantándose.
—¿Cuándo será?
—Dentro de dos días. Los enterraremos en el antiguo cementerio.
—Mi madre no quería estar demasiado cerca de su abuela —dije con el rostro encendido de rabia. Tío Philip se quedó mirando un instante y luego sonrió con frialdad.
—No te preocupes. No estará cerca. El nicho más próximo, el de la izquierda, es el mío. Hay mucho espacio en la parte de atrás. Siento todo esto, lo siento muchísimo. No quería molestarte con nada de esto, pero ya eres lo bastante mayor para aceptar la responsabilidad y comprender algunas cosas propias de los adultos.
—Quiero saberlo todo —insistí—. Todos los detalles de lo que ha sucedido y de lo que se va a hacer.
Tío Philip hizo un gesto de asentimiento.
—Este es el espíritu que sabía que tenías, el que ella tenía. Has heredado algo más que su belleza —añadió con los ojos llenos de satisfacción—. Serás como ella… como era ella cuando la conocí… llena de fuego y de fortaleza.
»Algún día, cuando todo esto haya pasado y la pena sea menor, me sentaré y te hablaré de aquella época. —Suspiró—. Bien, será mejor que vaya a supervisar lo que están haciendo. Llámame si deseas algo. Siempre estaré disponible para ti, Christie. —Sacudió la cabeza—. Mi princesita —añadió con una ligera sonrisa antes de volverse y dejarme temblorosa en mi cama.
El timbre del teléfono empezó a sonar y no paró durante todo el día y la noche. Antes de que pudiera ir a verlo, Jefferson se despertó y vino a mi habitación. Se quedó en el umbral de la puerta, restregándose los ojos con sus puñitos.
—Quiero ver a mamá —gimió.
—Oh, Jefferson. —Alargué los brazos hacia él y mi hermano vino corriendo. Ahora tenía que ser yo quien lo consolara, como lo hubiera hecho una madre. De repente tenía que interpretar dos papeles, el de madre y el de hermana.
—¿Dónde están papá y mamá? —preguntó—. ¿Por qué no han salido del hotel?
—No pudieron hacerlo, Jefferson. Quedaron atrapados en el fuego y había mucho humo.
—¿Por qué papá no lo intentó? ¿Por qué? —preguntó Jefferson, con una pena que poco a poco se iba transformando en irritación.
—Estoy segura de que lo intentó, pero ya viste lo grande que era el incendio.
—Quiero ir a buscarlos —decidió—. Ahora. Vamos, Christie. —Saltó de la cama y me estiró la mano—. Vamos.
—Los encontraron los bomberos, Jefferson.
—¿Los encontraron? ¿Entonces dónde están? —preguntó, alzando los hombros.
Yo sabía que Jefferson comprendía lo que era la muerte. Tuvimos una gata, Fluffy, que la había atropellado un coche hacía un año. Jefferson quedó desolado. Papá la enterró detrás de la casa e hicimos una pequeña ceremonia. Todavía se veía la señal. Jefferson sabía lo que les había sucedido a papá y a mamá, sólo que no quería enfrentarse a ello.
—Se han ido, Jefferson. Se han ido juntos al Cielo.
—¿Por qué? ¿Por qué nos han abandonado?
—Han tenido que hacerlo. No querían, pero se han visto obligados —le expliqué.
—¿Por qué?
—Oh, Jefferson. —Rompí a llorar. Sabía que no debía hacerlo, lo supe en el momento en que lo hice porque mi hermano rompió a llorar también. Verme llorar le asustaba y yo me tragué las lágrimas y me mordí el labio inferior—. Ahora vas a tener que comportarte como un chico mayor. Nos tenemos que ayudar el uno al otro. Vas a tener que hacer muchas de las cosas que hacía papá. —Esta idea le hizo dejar de llorar, pero me volvió a abrazar y escondió la cara en mi pecho. Me eché a su lado y estuve acunándolo hasta que apareció Mrs. Boston.
—Oh, está aquí. Venía a ver cómo se encuentra. ¿Cómo está?
—Está bien —dije en voz baja, monótona, con la mirada fija en el vacío. Me sentía como un maniquí, como el esqueleto de mí misma. Mrs. Boston asintió. Tenía los ojos hinchados tras haberse pasado horas llorando.
—Me ha dicho Gavin que te dijera que él y sus padres están en camino —me comunicó Mrs. Boston.
—¿Gavin ha telefoneado? ¿Cuándo? ¿Por qué no me lo ha dicho nadie? —pregunté apresuradamente.
—Miss Betty contesta siempre el teléfono. Le dijo que no podía hablar contigo ahora pero me dio el recado —contestó Mrs. Boston.
—Hubiera deseado hablar con Gavin —gemí—. No tenía derecho…
—Bueno, estará aquí mañana, querida. No tiene sentido crear más problemas, todo el mundo está muy nervioso —añadió con expresión persuasiva. Se acercó y rodeó a Jefferson con su brazo. Mi hermano se volvió y hundió el rostro entre su hombro y su cuello. Mrs. Boston me hizo un guiño y lo cogió en brazos.
—Hay que darle algo de comer y de beber —dijo—. ¿Un poco de chocolate con leche? —Jefferson asintió pero siguió con la cabeza escondida.
Intenté sonreírle a Mrs. Boston, pero no pude. Gracias a Dios que estaba con nosotros, pensé.
Durante todo el día y hasta bien entrada la tarde hubo un desfile de personas que venían a expresar sus condolencias. Tía Bet atendió los asuntos de la casa y recibió a todo el mundo. Hizo que Richard y Melanie se vistieran de forma apropiada: Richard con una chaqueta azul oscuro y corbata y Melanie con un vestido azul oscuro y zapatos a juego. Ambos hermanos iban perfectamente peinados, sin un cabello fuera de su sitio y tomaron asiento en un sofá como dos estatuas.
Tía Bet entró en mi habitación para comprobar lo que me había puesto y luego se dirigió a la de Jefferson. Yo la seguí porque sabía que no le iba a gustar que le dijera lo que debía ponerse. Tal como esperaba, cuando vio que abría su armario y empezaba a elegir la ropa, Jefferson la miró con expresión desafiante.
—Mi mamá dice que eso sólo lo puedo llevar en ocasiones especiales —le espetó.
—Ésta es una ocasión especial, Jefferson. No querrás que la gente te vea vestido como un rufián, ¿verdad? Querrás que todos te vean bien vestido.
—No me importa —replicó con el rostro encendido.
—Sí que te importa, querido. Te pondrás esto y esto y…
—Ya elegiré yo la ropa, tía Bet —dije entrando tras ella apresuradamente.
—Oh. —Se quedó sorprendida un instante y luego sonrió—. Desde luego. Seguro que elegirás lo más adecuado. Llámame si necesitas algo, querida —dijo disponiéndose a salir del cuarto.
—No me voy a poner lo que ella quiere —repitió Jefferson con las mejillas rojas de ira.
—No tienes que hacerlo —dije—. Puedes ponerte este traje —sugerí—. Si lo deseas —añadí. Lo contempló un momento y su expresión se suavizó.
—Muy bien. Pero no voy a tomar un baño.
—Vístete entonces.
—¿Te has bañado?
—Me he duchado antes de vestirme —dije—. A mamá le gustaba que fueras limpio —le recordé. Jefferson se quedó pensativo un instante y luego asintió.
—Me ducharé.
—¿Necesitas ayuda?
—Puedo hacerlo solo —dijo con aspereza. Me quedé allí observando cómo disponía su ropa, parecía un hombrecito. La tragedia y el dolor nos habían hecho crecer rápidamente, pensé. Gavin, Edwina y el abuelo Longchamp llegaron a última hora de la tarde. Tío Philip los había instalado en una de las casas de huéspedes que utilizábamos cuando el hotel estaba lleno. Una mirada al abuelo Longchamp fue suficiente para ver hasta qué punto le había afectado la tragedia. Había perdido a su hijo y a la joven que siempre había considerado como una hija. Había envejecido, las arrugas de la cara eran ahora más profundas, sus ojos más oscuros y la piel más pálida. Caminaba muy despacio y apenas hablaba. Edwina y yo nos abrazamos y nos echamos a llorar. Más tarde, Gavin y yo tuvimos la oportunidad de estar a solas.
—¿Dónde está Fern? —preguntó Gavin.
—Nadie parece saberlo —contesté.
—Tendría que haber sido la primera en venir aquí a ayudarte con Jefferson —dijo Gavin enfadado.
—Quizá sea mejor que no. Nunca ha ayudado a nadie como no sea a ella misma. O posiblemente se sienta mal porque la última vez que vio a papá tuvieron aquella terrible discusión.
—Lo que tú digas —concluyó Gavin. Nos miramos. Todo el mundo se había ido y estábamos solos en la sala de estar. Mamá y papá la utilizaban a menudo como segundo despacho. Había una gran mesa de madera de cerezo y una silla, las paredes cubiertas de librerías, un gran reloj del abuelo y un sofá de cuero rojizo. Gavin contempló las fotografías de la familia encima del escritorio y las estanterías y las cartas de felicitación que mamá había recibido por sus interpretaciones en la Sarah Bernhardt.
—Estaba tan orgullosa —dije. Gavin asintió.
—No puedo creerlo —le oí decir sin volverse—. Sigo pensando que voy a despertarme de un momento a otro.
—Yo también.
—Para mí era más que una cuñada. Era una hermana. Y yo siempre deseaba ser como Jimmy.
—Lo serás, Gavin. Estaba muy orgulloso de ti. Siempre hablaba de ti y de lo bien que ibas en la escuela.
—¿Por qué ha sucedido esto? ¿Por qué? —preguntó. Los ojos se me llenaron de lágrimas y mis labios empezaron a temblar—. Oh, lo siento —se apresuró a decir volviéndose hacia mí—. Debería pensar en lo que estás pasando y no sólo en mí. —Me abrazó y apretó su cara contra la mía.
—¿Qué estáis haciendo aquí los dos? —preguntó tía Bet. Estaba en la puerta, con expresión sorprendida. Yo aparté la cabeza despacio y abrí los ojos.
—Nada —repuse.
—No deberías estar aquí sola mientras todo el mundo está en el salón —dijo mirando a Gavin, luego a mí y de nuevo a Gavin—. Además, Jefferson no se porta bien. Sería mejor que hablaras con él, Christie.
—¿Qué está haciendo?
—No quiere sentarse.
—Sólo tiene nueve años, tía Bet, y acaba de perder a sus padres. No podemos esperar que sea tan perfecto como Richard —le espeté mientras su rostro enrojecía.
—Bueno, yo… yo sólo intentaba…
—Iré a verle —dije de inmediato cogiendo la mano de Gavin—. Lo siento, no debería de haber sido tan brusca con ella, pero se mete en todo y con todos y he perdido la paciencia —añadí cuando ella hubo desaparecido.
—Lo comprendo —dijo Gavin—. Me encargaré de Jefferson. Voy a buscarle —se ofreció. Gavin fue encantador, se lo llevó a su habitación y estuvo allí con él, con sus juegos y sus juguetes.
Tía Fern no llegó hasta la mañana del funeral. Apareció con uno de sus amigos de la universidad, un joven alto y de cabellos oscuros. Nos lo presentó como Buzz a secas. Me resultaba increíble que llevara un amigo al funeral. Se comportó como si se tratara de un asunto más de familia. Durante todo el tiempo que permaneció en casa antes de salir hacia la iglesia, ella y Buzz se situaron al margen de la comitiva fúnebre. Varias veces los descubrí riendo en un rincón, fumando. Le recordé que mamá aborrecía que fumaran dentro de la casa.
—Mira. Buzz y yo no nos vamos a quedar aquí mucho rato, así que no me marees con las normas, ¿vale? La fruta todavía no está madura —le dijo a Buzz, quien me dirigió una sonrisa, asintiendo.
—¿Y adonde vas a ir? —pregunté.
—Volveré a la universidad por un tiempo. No lo sé. Estoy empezando a cansarme de horarios y deberes. —Al oír sus palabras, Buzz rió.
—Papá quería que te graduaras en la universidad.
—Mi hermano quería vivir mi vida por mí —dijo secamente—. No me lo recuerdes. Bueno, ahora ya no está y me importa poco lo que otras personas quieran que haga. Voy a hacer lo que me dé la gana.
—¿Y qué harás? —pregunté.
—No te preocupes —gimió—. No me verás mucho por aquí, sobre todo porque Philip y su camada han ocupado el vacío —dijo.
—No han ocupado ningún vacío —insistí.
—¿Ah, no? ¿Y cómo lo llamas a esto, una situación temporal? —Rió.
—Sí —contesté.
—Enfréntate a la realidad, princesa. Todavía eres demasiado joven para ser independiente. Philip y Betty serán tus cancerberos. No quiero que sean los míos. Ánimo —añadió—. En unos cuantos años también tú serás independiente.
—No quiero abandonar a mi hermano.
—Famoso epitafio, ¿verdad, Buzz?
El amigo asintió y sonrió como si fuera una marioneta y ella moviera los hilos a su antojo.
—No lo haré —insistí. A veces, Fern resultaba ser aborrecible y odiosa. Ahora que papá se había ido no había nadie para cuidar de ella y sacarla de todos los problemas en los que habitualmente se metía. No lo sabía, pero iba a echarle de menos mucho más de lo que hubiera soñado. Me alejé de ellos en cuanto llegó tía Trisha.
Tía Trisha ya había empezado su espectáculo en Broadway y, a pesar del gran dolor que sentía, tuvo que salir al escenario. No se lo reproché porque sabía que tenía que hacerlo. Mamá siempre hablaba de los sacrificios que tenían que hacer las personas que se dedicaban al espectáculo. Sin embargo, tía Trisha y yo tuvimos tiempo de llorar y consolarnos la una a la otra. A Jefferson también le gustó mucho verla y corrió a sus brazos. Permaneció a nuestro lado desde el principio hasta el final, hasta que tuvo que dejarnos para volver a Nueva York.
La limusina se dirigió hacia la iglesia. El día gris fue un acompañamiento apropiado.
—Oh, no, este tiempo la entristecerá aún más —oí decir a papá.
Habían aparcado el coche fúnebre a un lado cuando nosotros llegamos. La iglesia estaba llena. Bronson había sentado en primera fila a la abuela Laura. Llevaba un elegante vestido negro y un sombrero con velo del mismo color. Vi que se había puesto kilos de maquillaje y se había pintado exageradamente los labios. Parecía confundida, pero sonreía a todo el mundo y nos saludó con la cabeza cuando fuimos a ocupar nuestros lugares. Jefferson me cogió con fuerza de la mano y se sentó tan cerca de mí que prácticamente lo hizo en mi regazo.
En cuanto apareció el sacerdote, el órgano dejó de sonar. El sacerdote animó a los presentes a rezar y leyó un pasaje de la Biblia. Luego habló con cariño y admiración de mamá y de papá, dijo que eran las luces más brillantes de nuestra comunidad, siempre ardiendo cálidamente y dando esperanza y felicidad a los demás. Seguro que en el cielo serían también así para con todas las almas.
Jefferson escuchaba con los ojos muy abiertos, pero ninguno de los dos podíamos apartar la vista de los féretros. Parecía irreal e imposible que papá y mamá estuvieran allí. Cuando me disponía a salir de la iglesia, comprobé que casi todos los asistentes estaban llorando.
El cortejo fúnebre se dirigió directamente al cementerio. Ante las tumbas, Gavin me cogió la mano y tía Trisha hizo lo propio con la de Jefferson. Permanecimos inmóviles como estatuas. La fría brisa me levantaba el cabello; sentí mis lágrimas como gotitas de hielo en mis mejillas. Un instante antes de que bajaran los ataúdes, me adelanté a dar un beso a cada uno.
—Adiós, papá —murmuré—. Gracias por quererme más de lo que mi verdadero padre hubiera podido soñar nunca. En mi corazón siempre serás tú mi verdadero padre. —Hice una pausa y tuve que tragar saliva antes de poder continuar.
»Adiós, mamá. Te has ido, pero nunca estarás lejos de mí.
Miré a tío Philip, que se había adelantado y estaba a mi lado. Miraba fijamente el ataúd de mamá mientras las lágrimas se deslizaban por sus mejillas hasta la barbilla. Rozó suavemente el ataúd, cerró los ojos y se alejó conmigo. Entonces los bajaron.
Oí los sollozos de Jefferson, quise consolarle, pero me fue imposible detener las lágrimas. Gavin me abrazó. El abuelo Longchamp mantenía la cabeza inclinada y Edwina, a su lado, le rodeaba la cintura con su brazo. Fern ya no reía, pero tampoco lloraba. Parecía cansada e incómoda y su amigo confundido, preguntándose probablemente qué estaba haciendo allí. Bronson había llevado a la abuela Laura en la silla de ruedas hasta las sepulturas y vi que le estaba dando explicaciones y ella hacía gestos con la cabeza, comprendiendo quizá lo que había sucedido.
—Salgamos —dijo tía Bet, acompañada por Richard y Melanie, que iban delante de ella—. Volvamos a casa.
«¿A casa?», pensé. ¿Cómo puede ser una casa sin papá y mamá? Ahora sólo es una sombra de lo que fue, un recuerdo, una casa llena de sombras y antiguos ecos, un lugar donde colgaremos la ropa y descansaremos, donde comeremos toda clase de alimentos en medio de un silencio desconocido, porque se han ido para siempre las risas de papá después de haberle hecho una broma a mamá, se han ido sus canciones y su cálida sonrisa, los besos y tiernos abrazos que ayudaban a desvanecer los fantasmas de las pesadillas.
«El cielo se ha oscurecido, el mundo es más adusto», pensé. Mientras salíamos y pasábamos junto a las tumbas de otros miembros de la familia, vi el gran monumento de la abuela Cutler. Estaba segura de que mamá no tendría que volver a enfrentarse a ella, porque era imposible que hubiera ido al Cielo.
—Atención, niños —dijo tía Bet cuando salimos de la limusina—, limpiaros los pies antes de entrar en casa.
La miré con dureza mientras me preguntaba si las pesadillas no habrían hecho más que empezar.