DOS CORAZONES ENTRELAZADOS
Gavin y yo nos dirigimos a un extremo del patio para ver quién había gritado. Papá había sacado a tía Fern con rudeza del salón de baile y la había llevado a otro patio situado en la parte de atrás.
—¡Jimmy, me haces daño en la muñeca! —gritó, desasiéndose y a punto de perder el equilibrio y caer al suelo. Logró mantenerse derecha y se quedó allí frotándose la muñeca y mirándolo, lejos de donde nosotros nos encontrábamos. Tía Fern se tambaleaba.
—¿Cómo has podido hacerlo? —preguntó papá—. ¿Cómo has podido intentar estropear esta espléndida fiesta? ¿Es que has perdido todo rastro de decencia?
—Yo no he hecho nada —insistió tía Fern.
—¿No lo has hecho? Apestas a alcohol —dijo agitando la mano.
—He bebido un poco, pero yo no he puesto whisky en el ponche —aseguró.
Gavin y yo nos miramos. Los niños y mis compañeros de colegio habían bebido de ese ponche. Eso iba a disgustar mucho a sus padres. Qué horror.
—Uno de los camareros te vio hacerlo, Fern, y le creo. Es un joven muy serio —dijo papá. Tía Fern se alejó de él pero tuvo que agarrarse a la baranda para sostenerse en pie.
—Seguro, crees más en la palabra de un empleado que en la de tu propia hermana —se quejó tía Fern.
—No tiene fama de mentiroso y mi hermana sí, lo siento. Y además —subrayó papá—, no es la primera vez que haces algo semejante, Fern.
—¡Miente! —sollozó en medio de la noche—. No he querido bailar con él y se ha vengado.
—Cállate, Fern. Hay otras cosas que has hecho de las que nos hemos enterado este fin de semana. Lo dejaremos hasta mañana porque no quiero arruinar la noche, pero a Dawn la llamó por teléfono la directora del internado quejándose porque llevas botellas de whisky a tu habitación. —La revelación de papá hizo que Fern se revolviera.
—Más mentiras. Me odia porque un día me pescó burlándome de ella. Yo no llevé botellas de whisky a mi habitación. Fue…
—Fuiste tú, Fern. No lo niegues. Ni lo intentes —dijo papá—. Según tú, todo aquel que nos viene con quejas por tu comportamiento tiene otras razones. Siempre eres inocente.
—¡Y lo soy! —exclamó—. ¡Dawn no tiene por qué escuchar lo que dicen de mí y luego irte a ti con el cuento! ¡No tiene por qué hacerlo!
—Es ridículo. Dawn ha procurado ser una madre y una hermana para ti, pero eres una desagradecida, no admites su generosidad y el amor que te profesa y te dedicas a crearnos situaciones muy embarazosas —dijo papá, ignorando los histrionismos de tía Fern—. No eres justa con Dawn ni conmigo, ni con papá, ni con…
—¿Que pongo en una situación embarazosa a mi padre? —Echó la cabeza hacia atrás y rió como si él hubiera dicho una frase muy divertida.
—Cállate —ordenó papá.
—Poner a mi padre en una situación embarazosa —dijo haciendo una mueca—. ¿Cómo se puede poner en un aprieto a un ex convicto? —replicó, haciendo que sus palabras cayeran sobre mi padre como un jarro de agua Fría.
A mi lado Gavin contuvo la respiración.
—La odio —murmuró con los labios cerca de mi oído—. La odio.
Presioné mis dedos sobre su brazo y cuando me miró vi en sus ojos lágrimas de cólera y de pena. Luego nos volvimos otra vez hacia papá y tía Fern. Papá había levantado la mano intentando abofetear a tía Fern pero ella, previniéndolo, se alejó. Nunca antes le había visto hacerlo. Una mirada o una palabra eran suficientes, incluso para Jefferson. Luego bajó la mano lentamente y recuperó la compostura.
—No digas esas cosas. Sabes perfectamente por qué papá fue a la cárcel sin culpa alguna. La abuela Cutler les pagó para que raptaran a Dawn, mintiendo acerca de las razones.
—Estuvo en la cárcel y todo el mundo lo sabe. No lo pongo en ningún aprieto —insistió—. El es quien a mí me coloca en aprietos. En la universidad le digo a todo el mundo que tanto mi padre como mi madre han muerto. No quiero que crean que es mi padre. —Sus palabras cayeron como gotas de lluvia helada en mis oídos y en los de Gavin.
Durante unos instantes que parecieron una eternidad nadie dijo nada. Papá, simplemente, se la quedó mirando. Tía Fern cruzó los brazos sobre el pecho y se quedó contemplando el suelo.
—Es terrible, Fern, es terrible lo que acabas de decir —empezó papá muy despacio—. Si no puedes pensar en papá como en tu padre, tampoco puedes considerarme a mí como tu hermano.
Tía Fern levantó lentamente la cabeza. Bajo las luces pude ver su boca, torcida en un gesto de fastidio.
—No me importa —dijo—. No eres mi hermano. Eres el esclavo de Dawn, crees todo lo que ella dice de mí y haces todo lo que quiere. Sólo tiene que chasquear los dedos y tú corres a su lado como un perrito.
—¡YA BASTA! —gritó papá—. Y ahora vete a tu habitación a dormir la mona. ¡Vete! —ordenó levantando el brazo y señalando con el dedo.
—Ya me voy. Quizá no me quede, a lo mejor me marcho. —Dio la vuelta tambaleándose y se marchó. Papá se quedó allí, contemplándola.
—Espero que lo haga. Espero que se marche —dijo Gavin—. Debería haberla abofeteado por todas esas cosas tan terribles que ha dicho de mi padre y de Dawn.
—Ha bebido, Gavin.
—No importa. Las hubiera dicho aunque no hubiera estado borracha —replicó.
Antes de que pudiéramos decir una palabra más, dentro se escuchó el redoble de unos tambores.
—¿DÓNDE ESTÁ LA JOVEN HOMENAJEADA? —llamó el director de la orquesta por el micrófono.
Todavía no estaba en condiciones de volver a la fiesta, pero no había nada que yo pudiera hacer. Papá se apresuró a entrar.
—Será mejor que entres —dijo Gavin.
—¿Vienes? No entraré a menos que tú también lo hagas.
—Está bien. —Finalmente sonrió al ver la expresión de determinación en mi cara.
Cuando volvimos dentro el director de la orquesta anunció que había llegado el momento de servir la tarta de cumpleaños. Pidió a todos que volvieran a sus asientos. El tambor volvió a sonar y entonces apareció León empujando la tarta hasta el espacio central. Mr. Nussbaum y él habían elaborado una enorme tarta blanca en forma de piano con las teclas de color de rosa y las dieciséis velas encima.
Mamá se acercó a la tarta y me sonrió. Todos los invitados permanecieron en silencio mientras León la ayudaba a encender las velas.
—Dawn —llamó mamá y me acerqué a la tarta. El tambor volvió a redoblar. Cerré los ojos y pedí fervientemente mi deseo, soplé con todas mis fuerzas apagando las dieciséis velas.
En cuanto estuvieron apagadas la banda comenzó a tocar Cumpleaños feliz, mamá empezó a cantar y todos los invitados y los empleados del hotel se unieron a ella. Sentí cómo me corrían las lágrimas por las mejillas, porque a pesar de la escena a que había asistido en el exterior, eran lágrimas de felicidad. Todo el mundo aplaudió. Soltaron los globos y los niños más pequeños, encabezados por Jefferson, fueron tras ellos riendo e intentando agarrar las cintas que colgaban.
—Feliz cumpleaños, querida —dijo mamá, abrazándome y besándome.
Antes de que pudiera darle las gracias, me encontré en brazos de papá. Luego vino tía Trisha, el abuelito Longchamp, Edwina, tía Bet y, finalmente, tío Philip, que me retuvo en sus brazos un buen rato y me besó dos veces. Busqué a Gavin, pero se había quedado atrás y me miraba sonriendo. Le hice un gesto y lo miré como queriendo decir, «no vuelvas a escaparte, Gavin Longchamp». Gavin entendió y rió.
Pauline y mis compañeros del colegio vinieron a felicitarme y luego los camareros sirvieron la tarta. Cuando todos los invitados fueron servidos, el ambiente de la fiesta decayó notablemente. Después los invitados empezaron a marcharse tras haber venido a despedirse y a desearme un feliz cumpleaños una vez más. Sólo Gavin y yo habíamos sido testigos de la terrible escena entre papá y tía Fern, así que nadie más estaba preocupado. La velada había sido perfecta.
La abuela Laura se había divertido mucho y se quedó allí más tiempo del que yo había previsto. Cuando bailé con Bronson vi a la abuela Laura sonriendo con tal encanto que pude entender por qué la consideraban en su época una de las mujeres más bellas de Cutler Cove. Debajo del maquillaje aparecía la sonrisa de una mujer que había vuelto a la infancia: los ojos brillantes y los labios curvados formando una suave sonrisa, encantadora.
—Se encuentra muy bien —comentó Bronson interpretando mi mirada—, ha vuelto a sus dieciséis años —añadió con una nota de melancolía.
Más tarde se la llevó en su silla de ruedas, tras haberle deseado mamá y yo las buenas noches con un beso. Ambas nos quedamos viéndola salir. Me apretó la mano y vi sus ojos llenos de lágrimas. Pero antes de que pudieran invadirnos tristes pensamientos, nos vimos inundadas por las felicitaciones de tía Bet, Richard y Melanie. Jefferson, después de todo, se había portado correctamente y Richard nos lo tenía que decir. Desde luego: él se atribuyó todo el mérito.
—Sabía que en mi mesa tenía que comportarse como un caballero —se jactó Richard. Con su rígido porte, sus espaldas altivas y su expresión habitualmente circunspecta, más parecía un hombrecito que un muchacho de doce años. Melanie no era muy diferente. Me dio un beso de buenas noches, pero cuando se alejaba vi que dirigía una rápida mirada a su padre. Pero tío Philip me miraba a mí en lugar de a ella.
—Buenas noches y feliz cumpleaños una vez más a la nueva princesa de Cutler Cove —dijo, adelantándose para abrazarme y besarme la mejilla.
—Yo no soy una princesa, tío Philip —dije. Unos compañeros del colegio, que estaban cerca, se mofarían de mí tras escuchar el título.
—Desde luego lo eres —insistió—. ¿Quién más podría serlo? —Vi cómo se oscurecía la mirada de Melanie.
—¿Dónde están los regalos? —preguntó Jefferson. Había estado rondando un montón de regalos que había sobre una mesa durante toda la noche, ansioso por desenvolverlos y descubrir algo con que jugar.
—Luego los llevarán a casa —dijo mamá—. Ve a ponerte la chaqueta.
Obedeció a regañadientes. Busqué entre los invitados y descubrí a Gavin charlando junto a la puerta con Ricky Smith y Warren Steine.
—Iré a casa dentro de un rato, mamá. —Ella miró en dirección a Gavin.
—No te retrases demasiado, querida, debes de estar más cansada de lo que crees.
—No —dije abrazándola con fuerza—. Gracias por esta preciosa fiesta.
—Te lo mereces, querida —contestó.
Mientras me acercaba, mi mirada se cruzó con la de Gavin. Se excusó y vino hacia mí.
—Estoy demasiado nerviosa para poder dormir —dije—. ¿Quieres que demos un paseo?
—Sí.
Nos alejamos de los invitados que quedaban, seguí a Gavin hasta la parte anterior del vestíbulo y salimos a la parte trasera del hotel. El cielo estaba casi totalmente despejado y las estrellas parecían las puntitas brillantes de muchas velas de tarta de cumpleaños. Tomé la mano de Gavin y nos dirigimos hacia el mirador, pero unas risas procedentes de los vestuarios de la piscina nos llamaron la atención. Nos detuvimos y miramos. Un segundo estallido de risas confirmó nuestras sospechas.
—Es Fern —murmuró Gavin. Oímos una voz masculina. Me pareció que era la de uno de los nuevos camareros. Incapaces de dominar la curiosidad, nos acercamos y vimos a tía Fern echada y al camarero a su lado. Ella tenía la blusa desabrochada. Gavin y yo nos detuvimos, en silencio, conteniendo la respiración. El joven camarero le estaba besando los hombros con la cabeza inclinada sobre sus pechos. De repente tía Fern levantó una botella y se la llevó a los labios.
—Ya has bebido bastante —dijo él.
—Nunca tengo bastante —replicó ella y rió de nuevo, sólo que esta vez la risa se convirtió en una tos y la tos en un sonido ahogado.
—Eh —gritó su amante cuando ella empezó a vomitar. Se apartó justo a tiempo. Tía Fern vomitó a conciencia mientras el grotesco sonido inundaba la noche. Cuando hubo acabado, gimió y se sujetó el estómago.
—Oh, siento que me voy a morir. Me he manchado.
—Es mejor que vayas al cuarto de baño —aconsejó el camarero. Tía Fern sólo fue capaz de contestar con un gemido. La ayudó a levantarse y la acompañó, sosteniéndola con su brazo mientras ella se tambaleaba por el sendero que llevaba al hotel. Gavin y yo permanecimos en las sombras hasta que desaparecieron.
—Qué bien —dijo Gavin, molesto—, mira lo que nos tenía reservado.
—No es la primera vez que la he visto aquí con alguien. Cuando la sorprendí, me dio tanto miedo ver lo que estaba haciendo que me fui corriendo a casa y me metí enseguida en mi cuarto.
—¿Y la segunda vez? —preguntó Gavin.
—Me quedé mirando durante un rato —confesé.
—Nunca me lo has contado en tus cartas.
—Porque estaba demasiado avergonzada —repuse mientras nos dirigíamos de nuevo hacia el mirador.
—A pesar de ella, la fiesta ha sido magnífica —dijo Gavin cuando nos sentamos.
—Sí. Nunca podré agradecérselo a mis padres. —La fría brisa del océano me hizo temblar.
—Tienes frío.
—No, estoy bien —repliqué temiendo que sugiriera volver; pero se sacó la chaqueta y me la puso sobre los hombros.
—Ahora tú tendrás frío.
—Yo estoy bien —replicó—. Has bailado con muchos chicos esta noche —señaló, procurando que su voz sonara casual.
—Pero no he bailado contigo y deseaba hacerlo, Gavin —le aseguré. El asintió con tristeza y luego sonrió.
—Bueno, no es demasiado tarde para hacerlo —decidió de repente. Aunque la música llegaba muy atenuada, podíamos oírla. Gavin se levantó y alargó la mano—. ¿Me concede este baile, madame? ¿O su tarjeta de baile está completa?
—No, aún tengo tiempo para uno más —dije riendo y levantándome. Me rodeó la cintura con su brazo y lentamente me acercó a él. Al principio reímos pero cuando bailamos en el mirador, mirándonos a los ojos, nos fuimos acercando el uno al otro hasta que mi mejilla tocó la suya. Yo estaba segura de oír los latidos de mi corazón.
De pronto, como si ambos sintiéramos la necesidad al mismo tiempo, levanté la cabeza y mis labios encontraron los suyos. El beso empezó suave, tímido, lleno de incertidumbre y luego, cuando crecieron el ardor y la excitación, se hizo más intenso, más firme, inundándonos de calor. Apoyé la cabeza en su hombro y seguimos bailando, temiendo romper el silencio.
—Me gustaría no tener que volver a casa mañana —dijo finalmente—. Pero papá tiene que trabajar.
—Lo sé. Yo también quisiera que te quedaras más tiempo. ¿Has hablado con tus padres de venir a trabajar aquí este verano?
—Sí. Y les parece bien.
—Oh, Gavin, aunque sólo faltan unas cuantas semanas, estoy impaciente. Habrá buen tiempo y podremos salir en bote y nadar y…
—Eh, se supone que vendré a trabajar y no a jugar —corrigió suavemente.
—Todo el mundo tiene tiempo libre y yo ejerzo alguna influencia en la dirección —dije, pero Gavin no sonrió.
—No me gusta ir a trabajar a un sitio y luego no cumplir bien —aclaró con firmeza.
—No te preocupes, no lo harás. —Era como papá, orgulloso y dispuesto a demostrar el respeto que se tenía a sí mismo; y también, como papá, Gavin podía ser suave y tierno, sensible y cariñoso.
Desde donde estábamos vi a mamá, Jefferson, Mrs. Boston, tía Trisha y papá volviendo a casa.
—Será mejor que vuelva a casa —dije—. Es tarde.
—Te acompaño.
Me tomó de la mano y yo seguí con su chaqueta sobre los hombros hasta que llegamos a la casa.
—Gracias por dejarme la chaqueta —dije sacándomela.
—¿No has notado nada en el bolsillo? —preguntó cuando se la devolví.
—¿En el bolsillo? —Observé que me dirigía una tímida sonrisa—. Gavin Steven Longchamp, ¿qué guardas ahí? —pregunté. Sonrió y sacó una cajita envuelta en papel de regalo.
—Papá y mamá te hacen un regalo en nombre de todos, pero éste es sólo mío. Quería dártelo a solas —dijo alargándomelo—. Feliz cumpleaños, Christie.
—¡Gavin!
Con el corazón latiendo muy deprisa, quité el envoltorio y abrí la cajita. Sobre un lecho de papel de seda había una preciosa pulsera de oro. A ambos lados de mi nombre, había dos corazones entrelazados.
—Dale la vuelta —sugirió suavemente, y cuando lo hice leí: «Con amor, para siempre, Gavin». Me quedé sin respiración.
—¡Oh, Gavin, es preciosa! ¡Es el mejor regalo! —exclamé—. Pero debe de haberte costado una fortuna.
—No me gasto el dinero en otras cosas y como tenía un poco, ahí lo tienes —contestó riendo—. Anda, deja que te ayude a ponértela.
Levanté la muñeca y él me puso la pulsera. Miré su rostro y vi la expresión suave y amorosa de sus ojos mientras sus dedos sostenían los míos. Luego me miró de ese modo tan especial que yo recordaba tan a menudo.
—Gracias. —Lo besé rápidamente en los labios y él se me quedó mirando. De repente parecía mucho mayor.
—Será mejor que entres —dijo—, antes de que vuelvas a coger frío.
—¡Esta noche no voy a poder dormir! —grité—. Te veré en el desayuno bien temprano y muy contento.
—Será temprano pero no estaré contento —gritó mientras yo subía la escalera. Se quedó allí mirándome y sonriendo mientras yo abría la puerta y entraba lentamente en casa, resistiéndome a finalizar la noche más bonita de mi vida.
Me fue casi imposible conciliar el sueño, pero cuando lo hice, soñé con mi fiesta. Sin embargo, en mi sueño había un invitado adicional, un invitado sorpresa que aparecía en el ultimo momento. Mamá estaba cantando Cumpleaños feliz y todos los demás la coreaban cuando, de pronto, aparecía en la entrada principal un hombre alto, de cabellos oscuros y bien parecido que avanzaba lentamente por el pasillo, sonriendo. Mamá dejaba de cantar.
—Hola, Christie —decía—. Feliz cumpleaños.
Tenía los dientes blanquísimos, casi tanto como las teclas del piano y en sus ojos de ébano había un ligero brillo.
—¿Quién eres? —le preguntaba yo mientras los invitados seguían cantando Cumpleaños feliz a nuestro alrededor.
—Soy tu padre —contestaba y se inclinaba para besarme. Pero cuando lo hacía, su rostro se convertía en el de tío Philip, con una sonrisa lasciva en sus húmedos labios. Yo intentaba apartarme, pero me sujetaba por los hombros y me acercaba a él, más cerca, más cerca hasta…
De un salto me senté en la cama, sudando y jadeando. Por un instante no sabía dónde estaba o qué había sucedido. Sentí latir con fuerza mi corazón dentro del pecho. Respiré profundamente. Entonces noté el nomeolvides que Gavin me había puesto en la muñeca y me sentí mejor. Casi pude oír la voz de Gavin diciendo «no tengas miedo». Permanecí despierta durante un rato, pensando en el sueño. Finalmente empezaron a pesarme los párpados y poco después se cerraron.
Aunque la mañana era clara y soleada, no me desperté antes que Jefferson, que debió de soñar en mis regalos de cumpleaños, porque irrumpió en mi habitación gritando.
—¿Puedo empezar a abrirlos? ¿Puedo? —repitió como en una cantinela.
—¡Jefferson! —grité cuando empezó a darme fuertes palmadas en las piernas—. ¡Ya está bien, vamos!
—¡Uau! —Salió como una exhalación de mi cuarto y se lanzó corriendo por el pasillo y las escaleras.
Gemí y me senté en la cama, pero cuando vi la hora que era salté apresuradamente. Sabía que el abuelo Longchamp querría estar pronto en el aeropuerto y yo quería despedirme de Gavin. Mamá llamó a la puerta y entró. Ya estaba casi vestida.
—Me he dormido, mamá —dije.
—Es natural, querida. Papá ya ha salido hacia el hotel. Me reuniré contigo en el comedor. Mrs. Boston le servirá el desayuno a Jefferson. No saldrá mientras haya allí algún regalo tuyo que abrir.
—Diles a todos que bajaré enseguida —grité y corrí al cuarto de baño a ducharme. Cuando llegué al hotel y entré en el comedor, todo el mundo estaba en la mesa. Tía Trisha alegre y risueña, con su falda y blusa estampadas. Acababa de contar algo y todos reían. Cuando entré en el comedor Gavin levantó los ojos del plato, rebosante de entusiasmo. A su lado había un sitio vacío y corrí a ocuparlo.
—Aquí la tenemos, un día más madura y un día más guapa —dijo tía Trisha. Todos me dieron los buenos días y yo me excusé por haber llegado tarde.
—No te disculpes, querida. Fue una gran noche, una fiesta preciosa, la mejor a la que he asistido —declaró Edwina y todos le dieron la razón.
—¿Cuándo te marchas? —le pregunté a Gavin.
—En cuanto acabemos de desayunar. Ya conoces a mi padre. Ojalá hubiese sido jefe de estación. Llegaremos demasiado pronto, el avión saldrá más tarde y él se quejará a todo aquel que quiera oírle —dijo Gavias lanzando una rápida mirada al abuelo Longchamp. A pesar de sus quejas, yo sabía sin ninguna duda que Gavin quería mucho a su padre.
Momentos después, apareció tía Fern. Pálida y cansada, con sus cortos cabellos revueltos y unas gafas de sol de cristales oscuros. Me pareció que no se había peinado. Se había puesto una camiseta de la universidad y unos tejanos, unas zapatillas deportivas sucias y no llevaba calcetines. Dirigió una mirada rencorosa a papá, cuyo rostro se había vuelto de color ceniza en cuanto había aparecido. Mamá hizo una mueca y todos se quedaron mirando a tía Fern cuando se desplomó en su asiento.
—Café solo —murmuró al camarero.
—¿Cuándo te vas a la universidad, Fern? —le preguntó tía Trisha.
—En cuanto recupere fuerzas —replicó. Sorbió el café negro que le habían servido, se echó hacia atrás en su siento sin escuchar ni hablar con nadie.
Después del desayuno pudimos estar un rato juntos en el vestíbulo del hotel mientras sus padres acababan de hacer la maleta. Tía Trisha fue la primera en marcharse. Papá, mamá y yo la abrazamos y mamá le prometió que iríamos a Nueva York a ver su nuevo espectáculo. Me volvió a abrazar y besar antes de meterse en el taxi.
—Ha sido una fiesta preciosa, querida. Me ha encantado asistir —miró a Gavin que permanecía un poco apartado—. Te has hecho mayor y estás preciosa.
—Gracias, tía Trisha.
Esperamos a que desapareciera de nuestra vista para volver al vestíbulo. Yo odiaba las despedidas, especialmente cuando decía adiós a las personas que quería. Empecé a sentir una sensación de vacío en el estómago que luego me fue inundando hasta que me sentí como una sombra de mí misma. Era como si cada despedida me disminuyera un poco. Parte de mí se iba con la persona que yo amaba, y no desaparecía aquella espantosa sensación de que siempre debía decir adiós sin conocer el porqué.
Temía despedirme de Gavin y finalmente llegó el momento de hacerlo. Papá le había encargado a Julius que trajera la limusina del hotel para ellos. Nos abrazamos, nos besamos y nos prometimos llamarnos y escribirnos. Gavin esperó a entrar en el automóvil hasta el último minuto. Nos miramos el uno al otro, luego a todos los que nos rodeaban, y no nos atrevimos a besarnos.
—Te llamaré esta noche —musitó Gavin en mi oído.
—¿Me lo prometes? ¿A la hora que sea? —pregunté, contenta.
—Te lo prometo. —Se volvió hacia mamá y papá—. Adiós, Dawn. —Ella lo abrazó—. Bueno, hermano mayor. —Se dieron un apretón de manos como los hombres y luego papá lo abrazó sonriendo.
—No te metas en problemas, muchacho —dijo pasando una mano por los espesos y oscuros cabellos de Gavin—. Cuidado con las salvajes mujeres de Texas.
Gavin me dirigió una rápida mirada y enrojeció.
—No tiene tiempo para esas cosas —gritó el abuelo Longchamp.
—Si tú lo dices, papá… —replicó Jimmy, sonriendo. Papá, mamá y yo nos quedamos saludando con la mano hasta que la limusina desapareció y entonces, entre los débiles latidos de mi corazón, a punto estuve de echarme a llorar. Mamá vio la expresión de mi rostro y me abrazó mientras volvíamos al hotel.
—Después de tantas emociones es normal que estés un poco deprimida… Pero vendrán otros buenos momentos, querida, muchos, muchos otros buenos momentos.
—Lo sé, mamá.
Era domingo y los domingos suponían mucho trabajo en el hotel. En lugar de sentarme a cavilar, me puse al frente de recepción. Mrs. Bradly y los demás no paraban de hablar de la fiesta. Les había gustado mucho mi interpretación al piano y, por supuesto, la canción de mamá. A primera hora de la tarde apareció tía Fern en el vestíbulo con la maleta. Seguía llevando las gafas oscuras. Se detuvo ante recepción y encendió un cigarrillo.
—¿Por qué fumas tanto, tía Fern? —le pregunté.
—Me calma los nervios y necesito tener algo en la mano —contestó. Luego deslizó las gafas hasta la punta de la nariz y se inclinó hacia mí—. ¿Le has echado un vistazo esta noche a El amante de lady Chatterley?
—No —repuse—. No me gusta ocultarle cosas a mamá.
—Oh… vamos —gimió—. Tienes dieciséis años. ¿Qué crees que hacía ella cuando tenía tu edad?
—Seguro que nada malo —contesté.
—Oh, no. —Se me quedó mirando un instante y luego se apoyó en el mostrador—. Apuesto a que no sabes lo que hubo entre ella y Philip en el colegio, ¿verdad?
Fue como si alguien me oprimiera el corazón con una mano ardiente. Sentí que el calor me sofocaba.
—No sé lo que quieres decir —dije apresuradamente.
—Ya me lo imagino —replicó asintiendo—. Pero recuerda, princesa, que aquí nadie es el lirio de pureza que aparenta ser. Puedes decirle a tu madre que te cuente lo que pasó cuando ella y Jimmy iban al Emerson Peabody, un lujoso colegio privado de Richmond.
—Ya sé que fueron allí. El abuelo Longchamp era supervisor de mantenimiento y…
—Sí, sí, no me refiero al porqué o al cómo. —Se inclinó más hacia mí—. Tu tío Philip también iba allí, ya lo sabes. Y allí fue donde él y tu madre se conocieron. —Sonrió solapadamente—. Ya eres lo bastante mayor para enterarte de pe a pa de todos los detalles —añadió—. Gracias a Dios que me voy —dijo cuando Julius apareció en la puerta. Se alejó, se detuvo y se acercó de nuevo a mí—. Capítulo diez —añadió sonriendo—. Es muy interesante. Ahí está la maleta —le gritó a Julius. Este la cogió y salió corriendo detrás de ella. Cuando desapareció, que fue enseguida, me dejó con el corazón en un puño. ¿Qué significaban aquellas sonrisas maliciosas al referirse a mi madre y a tío Philip? ¿Por qué me había dicho que nadie era tan puro como yo creía? ¿Es que deseaba hacernos daño? ¿O se refería a alguno de esos extraños pasajes de la historia de nuestra familia que todavía se mantenían en secreto?
Con el corazón latiendo apresuradamente abandoné recepción y corrí por el pasillo hasta el despacho de mamá. Se estaba despidiendo de Mr. Dorfman cuando yo llamé a la puerta y entré.
—La fiesta fue preciosa —me dijo él al marcharse. Se lo agradecí y me senté.
—Me ha llamado Mrs. Boston para decirme que tu hermano ha prendido fuego en la basura con el espejo de maquillaje que te regaló Hammersteins y con la lupa que te regalaron los Malamud —dijo sacudiendo la cabeza.
—¿Qué? ¿Cómo?
—Al parecer dirigió la luz del sol hacia el cubo de la basura utilizando la lupa para hacer un agujero en los papeles que envolvían los regalos. Creo que tendré que aumentarle el sueldo a Mrs. Boston —añadió suspirando.
—Tía Fern acaba de marcharse.
—Oh, estupendo, aunque creo que sus días en la universidad privada están contados —dijo mamá.
—No sé por qué se siente tan infeliz, mamá. Papá y tú siempre os habéis portado muy bien con ella, le habéis ayudado mucho.
Mamá se quedó pensativa unos instantes y luego iluminó su rostro una sabia sonrisa.
—Mamá Longchamp solía decir que algunas vacas nacen sólo para dar leche agria, no importa lo dulce que sea la yerba que coman.
—Mamá, tuvo que ser muy extraño para ti tener dos madres —le dije. Ella hizo un gesto de asentimiento—. Conociste primero a tío Philip cuando papá y tú fuisteis al Emerson Peabody, ¿verdad? —pregunté y ella entrecerró ligeramente los ojos.
—Sí —contestó—. Y a Clara.
—¿Y durante mucho tiempo ignoraste que era tu hermano?
Se me quedó mirando un instante.
—Sí, Christie. ¿Por qué me lo preguntas? ¿Te ha contado algo tía Fern? —preguntó apresuradamente.
Asentí, no podía tener secretos para ella.
—Tenía que hacerlo. —Se quedó callada un segundo y suspiró profundamente—. Es cierto, conocí a tío Philip allí y durante un tiempo salimos juntos, aunque no hubo nada entre nosotros, no importa lo que te haya dicho tía Fern —añadió rápidamente.
—En realidad no me ha contado nada. Pero parecía como si…
—Fern se odia tanto que también quiere estropear la vida de los demás —dijo.
—No creería nada de lo que me dijera.
—La verdad es que has crecido mucho, querida. —Mamá sonrió—. Y debes saberlo todo acerca de la familia. Quiero que sepas algo, Christie —añadió, mirándome con tanta atención e intensidad que mi corazón se desbocó—. Tío Philip… bueno, tío Philip nunca superó del todo el hecho de descubrir lo que en realidad éramos el uno para el otro. Comprendes lo que quiero decirte, ¿verdad?
Tragué el nudo que se me había formado en la garganta. Lo que intentaba decirme yo lo había visto y sentido de muy diferentes maneras, pero como era una niña no lo había entendido. El tiempo corrió hacia atrás y el recuerdo de tío Philip intensificó la mirada de mamá, una mirada que a veces parecía hipnótica. Recordé cómo revoloteaba siempre alrededor de mamá, aprovechando cualquier oportunidad para tocarla o besarla.
—Pero quiere a tía Bet, ¿no es cierto? —pregunté. Todas aquellas revelaciones no dejaron de producirme un cierto temor.
—Sí —me aseguró mamá.
—Pero no de la manera en que papá y tú os queréis —afirmé yo.
—No —convino con una ligera sonrisa—. Pero algunas personas son así. —Se levantó y se acercó a mí rodeando su escritorio—. No permitas que te atormenten estos tristes pensamientos, querida. Ha sido una crueldad por parte de Fern contarte estas cosas. —Juntas fuimos hacia la puerta—. Pronto conseguirás graduarte y entonces serás una magnífica pianista. Y tu hermano se hará un muchacho dócil y sumiso —añadió con una expresión esperanzada en los ojos. Ambas nos echamos a reír.
—Te quiero, mamá, y nunca creeré nada malo de ti, no importa lo que tía Fern u otros digan.
El rostro de mamá adquirió una expresión grave y sus ojos se oscurecieron.
—Yo no soy perfecta, Christie. Nadie lo es, pero puedes estar segura de que nunca te mentiré o traicionaré, como los demás han hecho conmigo. Te lo prometo. —Me besó en la mejilla—. Y ahora vamos a buscar a Jefferson y a gozar de este sol maravilloso.
»Mañana espero el informe del colegio de Jefferson —añadió—. Seguro que el apartado de comportamiento estará subrayado en rojo.
—Quizá tengamos una agradable sorpresa, mamá —insinué yo.
—Quizá, pero lo dudo. —Ni mamá ni yo podíamos saber la premonición que encerraban sus palabras.
Pasé el resto de la tarde y parte de la noche abriendo los regalos que había recibido. Quería enviar las tarjetas de agradecimiento lo más rápidamente que me fuera posible. Jefferson estuvo encantador. Sentado a mi lado en el suelo de la sala de estar, enumeraba cada regalo y el nombre de quien me lo había dado. Recibí algunos regalos muy caros; entre ellos ropa, joyas, perfumes y artículos de tocador, así como cosas para mi habitación.
Cuando mamá insistió en que Jefferson se fuera a la cama, abandoné mi tarea y le prometí que no seguiría hasta el día siguiente cuando volviera del colegio. Estaba muy cansada y me retiré a mi cuarto esperando con ansiedad la llamada telefónica de Gavin. Mi mirada se posó en el regalo de tía Fern, que todavía seguía envuelto. No había querido abrirlo delante de Jefferson ni de nadie más, especialmente por papá. Pero no pude dominar la curiosidad.
Lo abrí despacio y pasé las páginas. ¿Por qué tía Fern estaba tan interesada en que leyera ese libro?, me pregunté, y recordé su comentario sobre el capítulo diez. Escudriñé las páginas y descubrí la razón. Por supuesto, yo había leído y visto cosas más reveladoras, pero había algo… posiblemente porque procedía de tía Fern, ese tipo de cosas adquirían un tono de abierta transgresión, lo hacía todo más prohibido. Lo que decían acerca de la fruta prohibida siempre sería cierto en su caso. Me fue imposible apartar los ojos de las palabras que describían el acto amoroso. Mientras lo leía, imaginé que estaba con Gavin. Me sumí con tanta intensidad en el capítulo, que no oí el primer timbrazo del teléfono. Cuando sonó por segunda vez, lo cogí rápidamente y cerré el libro.
—Hola —dijo Gavin. Cuando oí su voz, enrojecí y me sentí culpable.
—Hola. ¿Qué tal el viaje? —pregunté apresuradamente.
—Demasiado largo. Aunque no tan largo como me ha parecido el hecho de alejarme de Cutler Cove.
—¿De Cutler Cove?
—Y tú, ¿todo va bien?
—Sí. Jefferson y yo hemos estado abriendo algunos regalos. Me han regalado cosas muy bonitas.
—Lo creo.
—Mañana es el último día de colegio. Mamá teme que no le guste el informe de Jefferson.
—El mío tampoco será muy bueno este año —dijo Gavin—. Quería decirte lo mucho que me ha gustado tu fiesta y, sobre todo, nuestro baile.
—A mí también —repuse—. Y gracias otra vez por tu precioso regalo.
Durante unos instantes permanecimos ambos en silencio.
—Esta semana te escribiré todos los días —le prometí. Gavin rió—. Lo haré.
—Estupendo. Bueno, será mejor que cuelgue. Estoy impaciente por verte de nuevo. Espero que duermas bien y que tengas felices sueños.
—Buenas noches, Gavin. —Sostuve el receptor en la mano durante mucho rato después que él hubo colgado el suyo. Era como si todavía contuviera su voz en el interior, todo su calor.
—Buenas noches —murmuré poniéndolo en su sitio. Dirigí la mirada a la edición de El amante de lady Chatterley y medité sobre las razones de tía Fern para dármelo. No lo había hecho para que aprendiese algo nuevo sobre el amor y lo cálido y maravilloso que podía ser, no; tía Fern quería fastidiarme. Probablemente esperaba que fuese como ella.
Pero me prometí a mí misma que yo no sería nunca como ella. Cogí su regalo y lo guardé en el fondo del armario. Algún día lo leería, pensé, pero no como una fruta prohibida, no como algo pernicioso que me había regalado tía Fern.
Me metí en la cama, cerré los ojos y me dormí pensando en el próximo verano y en el retorno de Gavin.
A la mañana siguiente Jefferson no se levantó con tanta prisa, sobre todo porque sabía que era el último día de clase y nos iban a dar los informes finales. Mamá tuvo que sacarlo de la cama y obligarle a ir a desayunar. Por la expresión de su rostro comprendí que su profesor ya le había comunicado algo de lo que había escrito en su informe escolar.
A menos que hubiera que llevar o traer a alguno de nuestros huéspedes, Julius nos acompañaba diariamente al colegio con la limusina. Siempre nos iba a recoger y nos traía a casa.
Como era habitual, Richard y Melanie iban vestidos del mismo color, él con una chaqueta, chaleco y corbata y ella con un vestido. Era el único chico de séptimo que iba a la escuela pública vestido de aquella manera, pero yo no podía imaginarlo vestido de otra. Hoy, el último día de clase, parecía aún más estirado y formal con sus cabellos cepillados y compuestos, la corbata bien anudada, los zapatos perfectamente limpios y el pañuelo en el bolsillo superior doblado en una punta tan afilada que casi parecía un cuchillo.
Jefferson se mostraba más circunspecto de lo habitual en él cuando se sentó en el asiento trasero del automóvil, a mi lado y frente a Richard y Melanie.
—¿Es que no puedes ser puntual el último día? —preguntó Richard secamente.
—Nosotros nunca llegamos tarde a la escuela, Richard —repliqué con el mismo tono seco.
—Porque Julius conduce rápido. El autobús escolar siempre llega antes que nosotros —añadió como si aquello fuera algo terrible.
—Y yo no tengo nunca tiempo de hablar con mis amigas antes de entrar en clase —añadió Melanie apoyando las quejas de Richard.
—Bueno, hoy es el último día de clase, así que no sigáis con esto hasta el curso que viene —le dije.
—Probablemente Jefferson repetirá curso —comentó Richard con una sonrisa cruel en la cara.
Jefferson lo miró con sorpresa.
—No repetiré —le espetó.
Melanie sonrió mucho más.
Jefferson frunció el ceño y me miró. Yo cerré los ojos y volví a abrirlos para decirle que no contestara; se apoyó en el respaldo del asiento y permaneció en silencio el resto del trayecto.
En la escuela sólo se hablaba de mi fiesta. Mis compañeros de clase se habían divertido mucho. Pauline estaba impaciente por preguntarme cosas de Gavin y decirme lo guapo que les había parecido a ella y a todas las chicas.
Tuvimos pocas clases porque hubo que llevar a cabo las actividades típicas del final de curso: devolver los libros y las llaves de las taquillas, vaciar éstas y limpiar los pupitres, devolver los libros prestados a la biblioteca e informarnos del comienzo del próximo año escolar.
Naturalmente había mucha excitación en el ambiente y todo el mundo hablaba del próximo verano, de los lugares a los que iban a ir y de las cosas que harían. Los pasillos de la escuela se llenaron de risas y murmullos y hasta los profesores estaban contentos y se mostraban menos severos con las normas.
Finalmente sonó el último timbre y salimos corriendo al cálido sol de los últimos días de primavera. Hubo aplausos, y también gritos de despedida de los amigos que no iban a verse durante unos meses. Descubrí a Jefferson saliendo lentamente de la escuela elemental con la cabeza gacha. Llevaba su informe bajo el brazo.
—¿Tan mal ha ido? —le pregunté cuando llegó a mi lado. Contuve la respiración temiendo su respuesta. Me miró y luego desvió la vista hacia la limusina en la que Richard y Melanie ya estaban esperando.
—Déjame ver, Jefferson —le pedí. Mi hermano se detuvo y a regañadientes me entregó el sobre. Saqué el informe. Suspenso en comportamiento además de dos suspensos en las asignaturas del curso. El informe era el peor que le habían hecho nunca.
—Oh, Jefferson —exclamé—. Mamá y papá se enfadarán contigo.
—Lo sé —contestó y empezó a lloriquear.
—Vamos al coche —dije con severidad.
—¿Y bien? —preguntó Richard con una maliciosa sonrisa de satisfacción en su rostro—. ¿Muy mal?
—No quiero hablar de ello, Richard. No es divertido —repliqué con dureza. Jefferson se acurrucó en un rincón del asiento y rompió a llorar. Cuando se ponía así lo único que podía hacer yo era consolarlo, aunque supiera que no se lo merecía.
—Lágrimas de cocodrilo —dijo Melanie—. Debías de haberte portado mejor.
Jefferson se enjugó las lágrimas y se volvió.
—Melanie tiene razón, Jefferson —le dije yo—. Vas a tener que hacer un montón de promesas —le advertí— y este verano no debes meterte en ningún problema, ni en el más mínimo. —Jefferson asintió a todo cuanto dije.
—Me portaré bien —prometió—. Limpiaré mi habitación, colgaré la ropa y nunca dejaré abierta la puerta principal.
—Creer esto es creer en el ratoncito Pérez —comentó Richard.
—Pues cuando se me cayó un diente —repuso Jefferson con indignación—, vino y me puso una moneda debajo de la almohada.
—Ya te lo dije —replicó Richard moviendo la cabeza—, tu padre o tu madre la pusieron allí.
—O ellos o Mrs. Boston —sugirió Melanie.
—¡No es verdad!
—Dejad de discutir —grité. Los gemelos se miraron entre sí y luego se volvieron hacia la ventanilla.
—¡Eh! —exclamó Richard de repente—. ¿Qué es eso?
Nos inclinamos hacia adelante y entonces fue cuando vimos la columna de humo elevándose por encima del tejado del edificio principal de nuestro hotel.