Y NO FUE…
Gavin salió del taxi rápidamente, aunque sin prisas. Yo quería correr hacia él y abrazarlo, pero sabía que si hacía tal cosa lo pondría en una situación embarazosa y se ruborizaría, sobre todo porque su padre y su madre estaban presentes. Yo llamaba a su padre abuelo Longchamp porque era el padre de papá. Era un hombre alto y flaco con profundas arrugas en el rostro. Había perdido bastantes cabellos, aunque todavía podía peinar hacia atrás el resto de pelo, de color castaño oscuro. Había encanecido bastante desde la última vez que lo vi, sobre todo a la altura de las sienes. Su delgada complexión, esas manos y brazos tan largos y sus ojos casi siempre tristes me recordaban a Abraham Lincoln.
La madre de Gavin, Edwina, era una mujer dulce y cariñosa que hablaba suavemente y a la que, tanto el hotel como la familia, parecían causarle pavor. Tía Fern no perdía la ocasión de recordarle que ella era sólo su madrastra, a pesar de la amistad y el amor que Edwina procuraba demostrarle. En sus cartas y siempre que estábamos juntos, Gavin me contaba con frecuencia las cosas que tía Fern le hacía o le decía a su madre.
—Es mi hermanastra —me decía Gavin—, pero no se comporta como tal.
—Bueno —exclamó el abuelito Longchamp cuando bajó del taxi—, ¡es el cumpleaños de la niña!
—¡Feliz cumpleaños, querida! —gritó Edwina, después que el abuelito Longchamp me hubiera besado en la mejilla y con las manos en las caderas esperara la aparición de papá.
—Hola, Gavin —saludé dirigiéndome hacia él.
—Hola —repuso con una tierna expresión en los ojos, acercándose.
—¿Dónde está Jimmy? —preguntó el abuelito Longchamp, pero antes de que pudiera contestar apareció papá en el umbral de la puerta.
—Hola, papá, bienvenido —gritó acercándose. Luego abrazó y besó a Edwina y les ayudó a bajar las maletas. Gavin y yo les seguimos y entramos en el hotel.
—¿Qué tal el viaje? —le pregunté a Gavin. Procuraba no mirarle, pero comprobé que había crecido y la cara se le había redondeado, lo que le hacía parecer mayor.
—Largo y aburrido —repuso—. Deseaba estar cerca de ti.
—Yo también —confesé. Me dirigió una rápida sonrisa y luego contempló el vestíbulo del hotel—. ¿Nada ha cambiado?
—Espera a ver el salón de baile —le dije.
—¿Nos acompañas a la suite, Gavin? —preguntó el abuelito Longchamp.
—No te preocupes, yo te desharé la maleta —dijo su madre al ver su renuencia—. Quiere estar con Christie, hace tiempo que no se han visto —añadió mientras Gavin se ruborizaba, turbado. Yo no había conocido a ningún chico tan tímido.
—Gracias, mamá —murmuró y se quedó mirando algo que estaba al otro lado del vestíbulo.
En cuanto papá se llevó al abuelito Longchamp y a Edwina, me volví hacia Gavin.
—¿Quieres que demos un paseo por los jardines hasta la piscina? —pregunté—. Así podrás ver los cambios que se han producido.
—Estupendo. Apuesto a que esta noche vendrán un montón de amigos de tu colegio —dijo cuando salíamos.
—Toda la clase. No he querido excluir a nadie.
—¿Ah, sí? ¿Has hecho algún amigo más desde tu última carta? —preguntó vacilante. Yo sabía lo que significaba: ¿tienes un nuevo acompañante?
—No —repuse. A Gavin se le iluminó el rostro, sus hombros se relajaron y se echó hacia atrás sus largos cabellos negros, tan negros como los de papá. Tenía también unas pestañas larguísimas, tan largas y espesas que parecían falsas—. ¿Y tú qué cuentas? —le pregunté.
—Nada nuevo —repuso—. Todavía voy con Tony, Doug y Jerry. No te lo conté, pero la hermana de Doug se comprometió y se casó en el plazo de un mes —añadió mientras atravesábamos la salida trasera y salíamos al sendero que desembocaba en el jardín.
—¡Un mes!
—Bueno —dijo—, tuvo que hacerlo.
—Oh. ¿Están enfadados? —pregunté.
—Creo que sí. Doug no habla demasiado. Todas las familias tienen una oveja negra. Eso creo. Oye, esto me recuerda algo —añadió—, ¿ha llegado ya Fern?
—Uh, uh. Se ha cortado el pelo. Creo que papá no la ha visto todavía. Va a dormir en el hotel, tía Trisha se quedará en la casa y dormirá en su habitación. Mamá lo ha dispuesto así.
—No puedo criticarla. ¿Cómo está Pauline Bradly? ¿Sigue retorciéndose el pelo con los dedos cuando habla con alguien? —preguntó. Yo solté una carcajada.
—Es tan nerviosa, Gavin. Es una chica muy tímida —expliqué.
Gavin hizo un gesto de asentimiento. Cuando miré hacia el océano, comprobé que las nubes se disipaban dejando al descubierto parches de color azul. Gavin sabía lo que me preocupaba, siempre me hacía bromas por la manera en que el tiempo afectaba a mi humor.
—Lástima de nubes —dijo—, yo he soplado, pero…
—Creo que no va a llover —comenté yo—, parece que está aclarando.
—No lloverá. ¿Estás muy emocionada con tu fiesta? —preguntó.
—Sí. Estoy contenta de que hayas podido venir —añadí.
—Yo también —dijo, haciendo una pausa para mirarme—. Estás muy… guapa.
—¿Parezco más mayor? No me siento más vieja —dije apresuradamente—. Aunque todo el mundo me trata como si lo fuera.
Gavin me escrutó durante un instante con aquellos tiernos ojos oscuros.
—Creo que pareces más mayor —dijo finalmente—. Y más bonita —añadió. Giró la cabeza en cuanto hubo pronunciado estas palabras, pero para mí fueron como el aroma de las rosas—. Oye, ¿no es Jefferson ese que está ahí con la cortadora del césped? —Le saludó con la mano y Jefferson nos vio y urgió a Buster, el encargado, a que parara la máquina para que él pudiera acercarse corriendo.
—¡GAVIN! —gritó Jefferson. Gavin lo levantó y lo hizo girar en alto.
—¿Qué estás haciendo, sobrinito?
—Trabajando, Gavin, cortando el césped. Luego ayudaré a arreglar los escalones de la piscina. Están descantillados.
—Oh, parece importante —dijo Gavin, haciéndome un guiño. Yo aún estaba impresionada por la manera en que me había mirado y me había dicho «más guapa».
—¿Quieres verlo? Ven. Te enseñaré los escalones —dijo Jefferson, cogiendo a Gavin de la mano. Gavin se encogió de hombros haciendo un gesto como de impotencia. Yo los seguí con la cabeza inclinada y con el corazón latiendo de felicidad.
Qué complicadas eran nuestras vidas. Gavin y papá eran hermanastros y Gavin era tío de mi hermano, pero conmigo no tenía ningún lazo de sangre. Sin embargo solía bromear y me decía que debía llamarlo tío Gavin, porque técnicamente era mi tío. Aunque se burlaba de nuestras relaciones, la extraña unión de nuestras familias nos hacía reacios a hablar de nuestros sentimientos reales. Me preguntaba si lo superaríamos algún día, y en tal caso, ¿no complicaría aún más nuestras vidas?
Cuando Jefferson le hubo enseñado a Gavin el trabajo que iba a hacer en la piscina, volvió con Buster a acabar de cortar el césped y Gavin y yo nos quedamos solos de nuevo. El viento se estaba llevando las nubes cada vez más lejos. La luz del sol iluminaba parcialmente el hotel y los prados. Gavin y yo seguimos paseando por los jardines, hablando de nuestros estudios en el colegio y de las cosas que habíamos hecho desde la última vez que nos habíamos visto. Muchas de estas cosas ya nos las habíamos contado por carta, pero tanto él como yo teníamos la necesidad de seguir hablando. El silencio nos provocaba una sensación extraña, y cuando se cruzaban nuestras miradas rápidamente las apartábamos hacia otro lado procurando tener otra cosa que decir.
—Creo que deberíamos volver —dijo Gavin finalmente—. Se está haciendo tarde y seguro que quieres empezar a prepararte.
—La verdad es que estoy muy nerviosa —dije—. No tanto por mí como por mamá —añadí—. Quiere que la fiesta sea un gran éxito.
—Y lo será. No te pongas nerviosa —me tranquilizó, sonriendo y dándome un rápido apretón en la mano. Mis dedos buscaron los suyos cuando él los apartó—. ¿Me reservarás un baile?
—Desde luego, Gavin. Serás la primera persona con la que baile.
—¿La primera? —La idea pareció asustarle, sabía que íbamos a ser objeto de la mirada de todo el mundo.
—¿Por qué no?
—Quizá deberías bailar primero con Jimmy—sugirió.
—Ya veré —repuse con coquetería, cosa que le hizo enrojecer—. No te escondas en un rincón con Ricky Smith y Warren Steine, porque iré a buscarte —bromeé.
—No voy a esconderme —dijo—. Esta noche, no; esta noche es muy especial para ti.
—Y espero que también lo sea para ti —añadí yo, cosa que le hizo iluminar el rostro.
Al otro lado de los campos descubrí a mamá saludando con la mano y llamándome desde la entrada de la casa.
—Tengo que irme —dije—. Te veré pronto.
Alargué la mano y él también lo hizo. Nuestros dedos se rozaron un instante y una sensación cálida y eléctrica me recorrió el brazo y el pecho, haciéndome palpitar el corazón. Me alejé corriendo y me detuve.
—Estoy muy contenta de que estés aquí —grité.
—Yo también —dijo.
Eché a correr y pasé de la sombra de las nubes a la luz del sol, que se había abierto paso prometiéndome la noche más feliz de toda mi vida. La brisa del océano me besó el rostro y levantó mis cabellos. El pasaje de niña a mujer me producía un sentimiento de emoción y de temor al mismo tiempo, un sentimiento nuevo y profundo.
Después de ducharme vino mamá a peinarse y maquillarse conmigo en mi tocador. Nuestros alegres comentarios me hicieron ver por qué la gente creía que éramos hermanas y no madre e hija. Mamá me había tenido muy joven y ahora apenas había sobrepasado la treintena; y, por si fuera poco, aún mantenía un rostro y una complexión que no indicaban en absoluto su edad. Yo esperaba que así fuera siempre, pero en ese momento, con nuestros rostros reflejados uno junto al otro en el cristal del espejo, pude observar claramente las diferencias, diferencias que debían atribuirse a mi padre. Dejé de cepillarme el cabello un momento.
—¿Cómo era, mamá? —pregunté de pronto.
—¿Quién?
—Mi padre —dije.
Al mirarnos a través del espejo algo pasó. Ese «algo» hizo que pareciera que estuviéramos hablando a cierta distancia y que esta distancia hiciera que las preguntas y las respuestas fueran más fáciles de expresar. Tenía la esperanza de que mamá no tuviera ningún inconveniente en hablarme ahora de las cosas que había prometido contarme por la noche.
—Oh —dijo y continuó cepillándose el cabello durante unos instantes. Yo pensé que no iba a contestar—. Era muy guapo, era como una estrella de cine, de anchas espaldas y cabellos oscuros y sedosos —explicó con voz tranquila y lejana—. Siempre iba elegantemente vestido y tenía esos ojos azul oscuro que centellean con un fulgor travieso —sonrió al recordarlo—. Naturalmente, todas las chicas del colegio estaban enamoradas de él. ¡Y él lo sabía! —añadió, cepillándose enérgicamente—. Jamás conocerás a nadie tan arrogante…
Contuve el aliento, temerosa de que si me movía o hablaba, ella dejara de hacerlo.
—Yo entonces era una adolescente bastante ingenua y él se aprovechó. Yo creía todo lo que él me decía y lo hacía todo como si estuviera en las nubes.
—¿Entonces yo tengo sus ojos? —pregunté tímidamente.
—Son del mismo color, pero los suyos eran zalameros, embaucadores, y alumbraban falsas promesas.
—También debo de tener su boca —añadí, mientras ella me estudiaba durante unos instantes.
—Sí, supongo que sí, y tu barbilla también es como la suya. A veces, cuando sonríes… —Se detuvo, como si recuperara el sentido.
—¿Fue siempre tan terrible, desde el principio? —pregunté rápidamente, con la esperanza de que siguiera hablando de él.
—Oh, no. Al principio era seductor, tenía mucho encanto y era cariñoso. Creía todo lo que me decía, me tragaba todas sus mentiras. Pero —añadió inclinando la cabeza con los ojos llenos de tristeza—, como sabes, yo era una jovencita sin una familia y me halagaba que se preocupara por mí. La abuela Cutler había accedido a enviarme a Nueva York, sobre todo para liberarse de mí, y mi madre era incapaz de cuidar de sí misma, mucho menos de mí. Podía considerarme huérfana.
»Entonces apareció ese astro de la música, famoso en el mundo, muy guapo, llenándome de atenciones, prometiéndome que algún día cantaría a su lado en los escenarios más importantes del mundo. ¿Por qué no iba a perder la cabeza y creer en todas sus promesas? Para él sólo era una conquista amorosa —añadió con amargura.
—¿Y nadie se dio cuenta? —pregunté intrigada. A pesar de la pena de mi madre, la aventura romántica me fascinaba.
—Lo mantuvimos en secreto. El era un profesor y yo una estudiante. La abuela Cutler tenía sus espías y esperaba encontrar algo que me perjudicase. Le mentí a tía Trisha, hasta que ya me fue imposible hacerlo porque estaba embarazada de ti.
—¿Y qué hizo él cuando lo supo?
—Oh —dijo, volviendo a cepillarse el cabello—, hizo nuevas promesas. Nos casaríamos, tendríamos una niñera y viajaríamos. Yo sería una estrella de la música. —Hizo una pausa y sonrió con afectación—. Si mantenía el secreto, para que pudiera acabar el curso en la escuela sin ninguna falta grave.
»Entonces —añadió mirándose al espejo con expresión fría en los ojos, como si estuviera viéndolo en él—, simplemente desapareció. Trisha vino a casa una tarde, excitada porque Michael Sutton había abandonado repentinamente su carrera docente, al parecer porque lo habían llamado de Londres para una nueva producción.
»Todo mentira —añadió, sacudiendo la cabeza—. Me había abandonado.
—Qué horror —dije con el corazón palpitante. Me pregunté qué habría hecho yo en tal situación.
—No podía confiar en mi madre y sabía que a la abuela Cutler todo aquello la llenaría de regocijo. Me volví loca, salí a las calles de la ciudad en medio de una tormenta y un coche me atropelló. Por suerte las heridas que sufrí no revistieron cuidados y acabaron todas las mentiras; entonces me sentí más vulnerable que antes y a merced de la abuela Cutler, que me cogió para tenerme bajo su férula y la de su hermana Emily en la plantación de su familia, The Meadows.
»El resto es demasiado penoso para poder ser narrado —concluyó.
—¿Yo nací allí? —pregunté.
—Sí, y te alejaron de mí. Pero, gracias a Dios, llegó Jimmy y pudimos sacarte de aquel agujero —dijo, sus ojos estaban tan llenos de ternura y de amor que me hizo sentir que el hecho de tenerme había sido lo mejor que le había sucedido—. Y ahora —añadió besándome en la mejilla—, ya conoces nuestra triste historia.
—Pero no me lo has contado todo, mamá —dije yo—. Y me lo habías prometido.
—Oh, Christie, ¿y qué más puedo decirte? —preguntó, con un gesto amargo en los labios.
—Una vez mi padre vino aquí, ¿verdad?
—No, aquí no —repuso—. Llamó desde Virginia Beach. Me pidió que te llevara allí, diciendo que lo único que quería era conocerte, ver a su hija. Lo que quería en realidad era chantajearme y sacar algún dinero, pero mi abogado se encargó de evitarlo.
»A decir verdad, me dio lástima. Se convirtió en la sombra de lo que fue. El alcohol y la mala vida dieron al traste con toda su carrera.
—Mamá —dije, recordando algo de pronto—, ese antiguo medallón que guardo en el joyero… —Abrí la caja y rebusqué en el interior hasta que lo encontré. Ella hizo un gesto de asentimiento—. ¿Fue mi padre quien me lo regaló? —Mamá volvió a asentir.
—Sí, eso es todo lo que te ha dado —dijo.
—No logro recordarle… sólo un rostro triste… oscuro…, unos ojos melancólicos…
—Para conmoverme —dijo ella fríamente.
—¿Le odias? —pregunté.
Mamá se volvió y se contempló en el espejo durante un buen rato antes de responder.
—Supongo que no. En mis recuerdos es como un fantasma, el espíritu de la decepción quizá, el fantasma de una jovencita cariñosa, el fantasma de sus sueños de amor, del sueño de amor imposible. Es lo que sucede cuando convertimos las ranas en príncipes —dijo, volviéndose repentinamente hacia mí—. Cuidado, Christie. Te has convertido en una jovencita preciosa y tendrás muchos admiradores. Yo no tuve una madre que me avisara, pero temo que aunque tú la tengas puedas caer en las garras del encanto, de las sonrisas y de las falsas promesas.
»Debes ser más lista que yo. No temas enamorarte de alguien con todo tu corazón, pero no entregues tu corazón libremente. Un poco de escepticismo es bueno, necesario, y si un hombre te ama de verdad, y tú le correspondes, comprenderá tus temores y tus dudas y no querrá precipitar los acontecimientos. ¿Comprendes lo que quiero decir? —preguntó.
—Sí, mamá —repuse. Aunque mamá y yo nunca habíamos hablado de sexo, sabía perfectamente que me estaba diciendo que no fuera demasiado lejos en estas cuestiones, como lo había hecho ella.
Me besó de nuevo y me apretó el brazo suavemente.
—Y ahora veamos, ¿dónde estábamos? —dijo sonriendo al espejo—. Ya es bastante malo que la abuela Laura no se encuentre aquí entre nosotros. Revolotearía a nuestro alrededor diciéndonos qué lápiz de labios y qué maquillaje son los más adecuados, qué pendientes ponernos y cómo peinarnos.
—Yo quiero parecerme a ti, mamá —dije—. Natural, sencilla, yo misma. No quiero ponerme toneladas y toneladas de maquillaje e impresionar a la gente con un montón de joyas.
Mamá se echó a reír.
—No obstante —dijo—, podemos hacer algo con nuestro aspecto… marcar las cejas, un poco de rouge, el tono de lápiz de labios que mejor se complemente y un perfume. —Dejó caer una gota de su perfume favorito entre mis senos y en la toalla en la que me había envuelto. Ambas lanzamos una carcajada, lo bastante fuerte como para que papá apareciera en el umbral de la puerta.
—Me ha dado la sensación de que estaba en los dormitorios de la universidad —declaró sonriendo.
—Pues no, James Gary Longchamp, y ve a ponerte el esmoquin tal como habías prometido. Puedes estar satisfecha —siguió diciendo mamá—, sólo se lo pone en tu honor. Nunca logro convencerle para que se ponga una corbata.
—Por qué las mujeres pueden ir tan cómodas como quieran y los hombres tienen que llevar un traje de mono, me resulta inexplicable —se quejó papá—. Sin embargo —añadió rápidamente cuando mamá frunció el ceño—, voy a ponérmelo con mucho gusto —dijo retrocediendo con las manos en alto.
Cuando se hubo marchado, la expresión del rostro de mamá se suavizó y sus ojos radiantes traicionaron el gran amor que sentía por papá.
—Los hombres son como niños —dijo—. Recuérdalo. Hasta los más fuertes y los más inteligentes son más sensibles de lo que están dispuestos a admitir.
—Lo sé. Gavin es así —comenté.
Mamá se me quedó mirando un momento, con aquella sonrisa angélica en sus labios.
—Gavin te gusta mucho, ¿verdad? —preguntó.
—Sí —admití yo, y ella hizo un gesto de asentimiento como confirmando una sospecha.
—¿Y a ti no te gusta, mamá?
—Oh, sí. Es un joven muy sensible y educado, pero todavía tienes mucho tiempo antes de enamorarte de alguien —dijo—. Tendrás docenas de amigos.
—Tu no los tuviste —repuse yo rápidamente—. ¿Te lamentas por no haberlos tenido?
Se quedó pensativa durante unos instantes.
—A veces —confesó—. No cambiaría a Jimmy por nadie, pero me hubiera gustado tener una infancia normal, ir a muchas fiestas, tener citas y…
—¿No tuviste ningún amigo cuando fuiste a la escuela superior y no tenías citas? —pregunté. Su expresión soñadora desapareció al instante.
—En realidad, no —repuso rápidamente—. Oh, Christie —añadió—, basta de hablar de temas conflictivos y pensemos en tu preciosa fiesta. Volvamos al trabajo —ordenó, y volvimos a nuestro cabello y al maquillaje.
¿Por qué se pone tan nerviosa cuando hablamos de los amigos de la escuela superior?, me pregunté. Cada vez que me enteraba de algo nuevo sobre mi madre, descubría nuevos misterios. Apenas acababa de resolver un rompecabezas, otro nuevo aparecía rápidamente. En mi interior llovían las preguntas.
Cuando terminamos de peinarnos y de maquillarnos, mamá fue a su cuarto a vestirse y yo me puse mi vestido. Acababa de ponerme los zapatos e iba hacia el espejo cuando tía Trisha llamó.
—¿Tienes un momento? —preguntó asomando la cabeza.
—Sí, desde luego.
—Oh, querida, estás preciosa. Espero que te hagan montones de fotografías —exclamó.
—Gracias, tía Trisha. —Todavía llevaba el cabello recogido, pero ahora se había puesto un vestido de lamé azul. Alrededor del cuello el collar de perlas más bonito que había visto nunca, y en las orejas pendientes de perlas. Me miraba sonriente con sus hermosos ojos verdes.
—Bien —dijo papá asomando detrás de ella—, ¿qué aspecto tengo?
—¡Oh, papá! —grité. Nunca, antes, lo había visto tan guapo: con el esmoquin negro y la corbata, sus negros cabellos bien peinados y el bronceado de su piel—. Pareces… un astro de cine. —Enrojecí al recordar que así había descrito mamá a mi genitor. Tía Trisha soltó una carcajada.
—Pues no me siento como tal, sino como el maniquí de un escaparate —replicó bromeando.
—A mí no me lo pareces —dijo mamá entrando tras él. Llevaba una falda de satén blanco y un corpiño bien ceñido sujeto a los hombros con finos tirantes. Parecía una reina con el collar de brillantes y rubíes y los pendientes de brillantes.
—¡Mamá, estás preciosa! —exclamé.
—Tengo una razón para estarlo —contestó. Los tres fijaron en mí su mirada—. ¿No está espléndida, Trisha?
—Desde luego. Agnes Morris le daría el papel de Julieta o de Cleopatra inmediatamente —dijo, riendo.
—¿Quién es Agnes Morris? —pregunté.
—La directora de la residencia cuando estábamos en el Sarah Bernhardt —explicó Trisha.
—Ya estoy listo —oímos gritar a Jefferson. Salió corriendo de su habitación donde Mrs. Boston le había ayudado a vestirse. Estaba adorable con su traje azul, su corbata y el cabello perfectamente peinado.
—Qué jovencito más guapo —dijo tía Trisha—. ¿Serás mi acompañante esta noche?
—Uh, uh —repuso Jefferson, mirándola con los ojos muy abiertos. Reímos cuando empezamos a caminar hacia el hotel. Mi corazón se disparó y pensé que debía calmarme. Mamá, al ver el nerviosismo reflejado en mi cara, me rodeó los hombros con el brazo y me besó.
—Todo va a salir muy bien —me aseguró—. Te vas a divertir mucho.
—Gracias, mamá. Tengo los mejores padres que una chica puede tener. Te agradezco todo el amor que me das —dije. Mamá sonrió, pero sus ojos estaban llenos de lágrimas.
El salón de baile era, sencillamente, espectacular, con la orquesta interpretando una melodía, los flashes de luz en la pista y todo el decorado. En el último momento, para que fuera una sorpresa, habían colgado una enorme cinta en la que se leía FELIZ CUMPLEAÑOS, CHRISTIE. TE QUEREMOS con letras brillantes de color rosa.
La gente empezó a llegar, entrando cada vez más personas. Apenas recibía yo a un grupo cuando ya llegaba otro y otro. Los camareros iban vestidos con chaqueta blanca y corbatas de pajarita, con chalecos y pantalones azul oscuro; y las camareras con blusas y faldas de color rosa, circulando con bandejas atestadas de aperitivos fríos y calientes que Mr. Nussbaum y su sobrino León habían preparado. A la izquierda, habían dispuesto dos grandes recipientes con ponche para los jóvenes. Al fondo, a la derecha, en el extremo más alejado, estaba el bar para los adultos. Tío Philip, tía Bet y los gemelos llegaron poco después que lo hiciéramos nosotros. Richard vestía un traje azul oscuro y corbata y Melanie un vestido del mismo tono azul oscuro con mangas hasta el codo. Tras los saludos de rigor, tío Philip se quedó con mamá y conmigo. Fijó en mí su mirada y asintió con aprobación.
—No sé quién está más guapa esta noche —dijo, contemplando alternativamente a mamá y a mí—, si tú o tu madre. De cualquier modo —añadió rápidamente, antes de que nosotras pudiéramos protestar diciendo que la otra estaba más guapa—, Christie es como un pequeño diamante sin mancha y tú, Dawn, eres la joya real.
—Gracias, Philip —dijo mamá, centrando rápidamente su atención en la aparición de Bronson y la abuela Laura—. Oh, ha llegado la Madre.
—Salúdala tú primero —murmuró Philip con una sonrisa retorcida—. Aborrezco que me llame Randolph y que Bronson se quede a su lado. —Mamá hizo un gesto de asentimiento y me tomó de la mano para que la siguiera. Miré a tío Philip, que seguía a nuestro lado, y luego corrí con mamá hacia la puerta. La abuela Laura se había lavado el cabello y se lo había peinado. A causa de una terrible artritis en las caderas, hacía poco que se había visto obligada a ir en silla de ruedas. Parecía una reina viuda, envuelta en su estola de marta cibelina. Se había puesto sus mejores galas y su grueso collar de brillantes a juego con los pendientes y la tiara de brillantes. Aunque parecía divertirle que la hubieran llevado hasta allí, sus ojos reflejaban una expresión confusa.
Bronson Alcott cuidaba a la abuela Laura. Aunque seguía siendo un hombre alto y esbelto, su espalda estaba más curvada desde la última vez que le había visto. Sus bigotes a lo Clark Gable se habían teñido de gris, así como sus cabellos castaños. Sin embargo seguía siendo un hombre guapo y distinguido. Me agradaba su acento suave y su educación. Nadie me sugería tan bien lo que debió de ser la aristocracia sureña como Bronson. Me admiraba también la paciencia y el amor con el que trataba a la abuela Laura, que, según mamá, seguía siendo muy caprichosa, a pesar de su periódica pérdida de memoria.
—Madre, tienes muy buen aspecto —dijo mamá mientras se inclinaba para besarla. Abuela Laura la miró complacida y luego clavó en mí sus ojos.
—Feliz cumpleaños, querida —dijo. «Qué encanto, recuerda y reconoce», pensé—. Bronson, dale a Clara su regalo —dijo, al tiempo que yo quedaba decepcionada. Mamá me dirigió una mirada de complicidad y Bronson me guiñó un ojo. Yo asentí.
—Gracias, abuela. —La abracé y la besé. A mi nariz llegó el fuerte aroma de su perfume. Parecía como si se hubiera bañado en él.
—Vamos, vamos —ordenó la abuela Laura haciendo un movimiento con la mano—. Tengo que saludar a toda esa gente.
—Feliz cumpleaños, Christie —dijo Bronson y deslizó un regalo en mi mano y me besó en la mejilla mientras empujaba la silla de ruedas de la abuela Laura hacia el salón de baile.
—Yo te lo guardo —se ofreció mamá—. Ve y saluda a tus amigos.
—Gracias, mamá. —Miré a mi alrededor buscando a Gavin, pero mis parientes todavía no habían llegado. Momentos después apareció Pauline Bradly con sus amigos del colegio, nos reunimos en un extremo del salón riendo y abrazándonos, las chicas buscando entre los invitados a los chicos que más les gustaban.
—¡Es la mejor fiesta a la que he asistido en mi vida! —exclamó excitada Pauline—. ¿Ese es Gavin? —gritó. Me volví a mirar en la dirección que señalaba y mi corazón se agitó ligeramente al comprobar que finalmente había llegado, acompañado de sus padres.
Con su chaqueta azul claro, el chaleco y la corbata, Gavin atrajo más de una mirada femenina. Aun a distancia pude ver cómo me sonreían cálidamente sus ojos oscuros. Lo saludé con la mano y él se dirigió a nuestro encuentro. El abuelito Longchamp y Edwina se reunieron con mamá.
—Hola —dijo, ignorando a todos los demás—. Tienes muy buen aspecto.
—Y tú también —repuse con una voz que apenas fue un murmullo, a pesar de la música y de las voces de los que hablaban a nuestro alrededor.
—Gracias. Me he comprado esta chaqueta especialmente para la fiesta —dijo.
Entonces observé que mis amigas estaban mirando.
—Recuerdas a Pauline, ¿verdad? —pregunté, volviéndome.
—Sí, desde luego. Hola.
Pauline se quedó allí plantada, con una sonrisa boba en la cara, y empezó a retorcerse un mechón de pelo con los dedos. Por el rabillo del ojo vi que mamá me llamaba para que fuera a saludar a alguien.
—Pauline, ¿por qué no presentas a Gavin a todo el mundo mientras voy a ver lo que quiere mamá? —le sugerí.
—Con mucho gusto —contestó Pauline con los ojos radiantes de felicidad. La expresión de tristeza de Gavin cuando vio que me iba y él se convertía en el centro de atención fue demasiado evidente, pero en ese momento no podía hacer nada por él. Mamá quería que saludara a unos invitados: gente importante de Cutler Cove y de Virginia Beach, huéspedes que casi eran ya miembros de la familia por la frecuencia con la que venían a nuestro hotel y a miembros de la dirección del hotel, como Mr. y Mrs. Dorfman.
—Creo que ha llegado el momento de que todo el mundo, se siente —dijo mamá.
—No he visto a Fern todavía, ¿la habéis visto vosotras? —preguntó papá mirando a su alrededor.
—No sería propio de ella no aparecer —murmuró mamá. Papá estaba muy nervioso, con toda la razón, porque minutos más tarde, justo antes de que el director de la orquesta pidiera a todo el mundo que tomara asiento, tía Fern hizo su gran entrada. Fue evidente que papá no la había visto hasta ese instante, porque las primeras palabras que salieron de su boca fueron:
—¡Se ha cortado el pelo, se lo ha destrozado!
Pero esto no era lo peor. Llevaba un vestido tan extravagante —incluso tía Trisha pensó que era el más sofisticado de la fiesta—, tanto, que nos sorprendió a todos. La falda presentaba un corte que le llegaba hasta la parte superior del muslo. Era de una tela fina que al trasluz se podía ver que debajo sólo llevaba la braguita de un bikini. Se había puesto una blusa blanca fina del tipo que se llevan encima de un sostén especial. Pero, para mi gran sorpresa, no llevaba ningún sostén, y sus pechos eran tan visibles a través de la fina tela que daba la sensación de presentarse en topless. Ni que decir tiene que su entrada atrajo la atención de todos. En el salón se hizo un silencio absoluto durante un buen rato, luego se escucharon unos murmullos, y finalmente todo el mundo empezó a preguntarse en voz alta quién era, por qué nadie se la había presentado.
—¿Qué demonios te has puesto? ¿Y qué te has hecho en el pelo? —preguntó papá cuando se acercó.
—Hola, hermano —dijo ella haciendo una mueca—. Feliz cumpleaños, princesa —entregándome la edición envuelta de El amante de lady Chatterley—. Para que lo abras en un lugar oscuro —añadió, con un guiño—. Hola, Dawn. Pareces… bueno… tú —soltó una carcajada—. Y Trisha, estoy encantada de volverte a ver. —Alargó la mano a tía Trisha y sonrió como el gato de Cheshire.
—Hola, Fern —contestó tía Trisha, desviando la mirada hacia mi madre que estaba que echaba humo.
—Fern —dijo papá cogiéndola bruscamente por el brazo. Se la llevó aparte y le habló con dureza.
—Es como una piedra al cuello —dijo mamá, sacudiendo la cabeza—. Está haciendo lo posible para acabar con su paciencia y entristecernos a todos. Francamente, estoy a punto de darme por vencida. Es horrible lo que voy a decir, lo sé, pero me arrepiento del día en que la encontramos.
—Oh, precisamente este sentimiento es el que quiere provocar, Dawn —dijo tía Trisha—. Es la típica universitaria.
—Pues está a punto de abandonar los estudios —dijo mamá chasqueando los dedos.
El director de la orquesta se acercó al micrófono y pidió a todo el mundo que se sentara. Corrimos al pabellón, papá afectado todavía por el enfado que le había producido Fern. Yo había dispuesto que Gavin se sentara a mi derecha y mamá a mi izquierda.
Los camareros empezaron a servir la cena. Mientras cenábamos, la orquesta tocaba y podíamos bailar entre plato y plato. Esperaba que fuera papá el primero que me invitara a bailar, pero tío Philip me sorprendió.
—¿Puedo ser el primero? —preguntó con un destello en los ojos. Miró a mamá, a la que no pareció agradar demasiado su ocurrencia. Por un momento no supe qué hacer—. A menos que reserves el honor para alguien en especial —añadió tío Philip mirando intencionadamente a Gavin. Gavin enrojeció, y yo me levanté rápidamente para evitarle aquella situación embarazosa.
—Oh, no, tío Philip. Bailaré con mucho gusto contigo el primer baile —dije. Me llevó hasta la pista y empezamos a bailar. Mientras él me sujetaba con fuerza, miré hacia el pabellón y vi a mamá que nos miraba con expresión triste y temerosa. Cuando tío Philip dio un giro, capté una mirada de Melanie sentada en la mesa de Jefferson. A pesar de sus gruesas gafas, en sus ojos diminutos observé una mirada que era más de enfado que de envidia. Sentí lástima de ella. Ningún muchacho de su edad o un poco mayor le iba a pedir que bailara con él. Estaba segura que deseaba que su padre lo hiciera, pero tío Philip no demostraba mucho interés por Melanie. No pasaba mucho tiempo con sus hijos, aunque si en algún momento lo hacía, el elegido era Richard.
—Te has convertido en una preciosa jovencita —murmuró tío Philip, respirando junto a mi oído—. Cómo me gustaría tener dieciocho años y poder perseguirte.
—Si tuvieras dieciocho años seguirías siendo mi tío, ¿no es verdad? —repuse, sorprendida por lo sinceras que me parecieron sus palabras.
—Oh, no dejaría que una pequeñez así se interpusiera en mi camino —dijo—. Además, en realidad sólo soy tu tío a medias —añadió.
De nuevo me atrajo hacia sí, y su cara quedó tan próxima a la mía que sus labios me rozaban el cabello. El abrazo y su aliento en mi cara me produjeron cierto desasosiego. Pensé que todo el mundo debía de estar mirándonos y preguntándose por qué un hombre de la edad de tío Philip bailaba de aquella forma con su sobrina. De repente deseé que el baile acabara y me sentí aliviada cuando finalizó la música y traté de volver a la mesa. Tío Richard me retuvo la mano y yo me volví.
—Gracias —dijo suavemente. Yo asentí y volví corriendo al pabellón. Estaban sirviendo el segundo plato.
Después bailé con papá. Qué diferente resultó bailar con él, girando y girando por la pista mientras me hablaba de la fiesta y me hacía comentarios divertidos. Vi que Pauline se acercaba a Gavin y lo invitaba a bailar con ella. Al parecer aquella situación lo puso en un terrible aprieto. Me dije que bailaría con él en cuanto acabara de hacerlo con papá. De pronto papá se detuvo al descubrir a tía Fern fumando y riendo con los camareros y los mozos.
—No se está comportando bien —murmuró, dirigiendo una mirada preocupada a Fern—. Lo sabía.
—No hace nada malo, papá —dije, pero él no parecía feliz.
Antes de que pudiera bailar con Gavin, el director de la orquesta anunció que mi madre iba a cantar la próxima canción. Todo el mundo se volvió en el asiento cuando mamá se dirigió al micrófono. Agradeció a todos su asistencia y dijo que esperaba que lo pasaran muy bien. Luego hizo un gesto al director de la orquesta y empezaron a interpretar High Hopes. Al final los aplausos fueron atronadores. Sin embargo, en lugar de volver al pabellón, me pidió que me acercara para acompañarla al piano en la segunda canción. Cogida por sorpresa, no supe qué hacer. Los invitados aplaudían y aplaudían, de modo que no tuve más opción que levantarme y acercarme al piano.
—Mamá, vaya jugarreta —dije.
—Ha sido idea de tía Trisha. Díselo a ella. Toca Somewhere Over the Rainbow, ya la hemos interpretado antes.
Empecé a tocar y mamá cantó como nunca lo había hecho antes. En cuanto acabamos, nos rodearon las felicitaciones de los invitados. La banda empezó a tocar de nuevo y antes de que me diera cuenta, me encontraba en la pista bailando primero con uno de los botones del hotel y luego con un muchacho de mi clase. Tan pronto acababa de bailar con uno ya estaba otro dándome un golpecito en el hombro. Di tantas vueltas que al final acabé mareada y pedí que me dejaran descansar.
Busqué a Gavin, pero no lo vi ni en el pabellón ni en la pista. Entonces descubrí a Pauline que entraba procedente del patio. La llamé con la mano y ella se acercó.
—¿Has visto a Gavin? —pregunté.
—Sí. Está afuera. He ido tras él, pero quería estar solo —añadió.
—¿Afuera? —Le di las gracias y corrí a ver qué pasaba. Estaba medio oculto entre las sombras de un rincón, quieto, contemplando el océano. El cielo se había despejado bastante y brillaban las estrellas, algunas tan cerca del horizonte que parecía que estuvieran sobre el agua.
—¿Gavin?
El giró en redondo.
—No pretendía asustarte —dije.
—No me has asustado —contestó apresuradamente. Me acerqué a él.
—¿Todo va bien?
—Sí. Sólo quería tomar un poco el aire. Creo que el humo que desprende Fern lo inunda todo —comentó con desdén.
—¿Sólo se trata de eso? —insistí. No me gustó la manera con la que evitaba mis ojos.
—Desde luego —replicó apresuradamente. Tal vez con demasiada prisa.
—Lo siento, no he podido bailar contigo todavía. Es que…
—No te preocupes. Es tu fiesta, eres el centro de atención. De todas formas, no me extraña que todos esos chicos estén esperando bailar contigo. —Finalmente me miró—. Has tocado muy bien el piano. Vas a ser una pianista famosa y recorrerás todo el mundo. Conocerás a gente famosa y quizá llegues a interpretar para reinas y reyes. ¡Y probablemente no te acordarás de mí! —me espetó finalmente, entrecerrando sus hermosos ojos.
—¡Gavin! ¡Qué cosas tan terribles me dices! ¿Es esto lo que piensas de mí? —pregunté con las manos en las caderas.
—¿Qué?
Le sorprendió mi reacción; yo enrojecí y sentí como si rodara de cabeza por una colina y ya no pudiera detenerme.
—¿Crees que sería tan egoísta como para olvidar a las personas que más quiero? ¿Qué he hecho para que pienses así? ¿Por qué se te ha ocurrido predecir algo tan horrible? No deseo ningún éxito si para ello tengo que convertirme en un monstruo semejante, y no me importa lo que creas, pero no te olvido ni siquiera un día. Porque siempre estás en mis pensamientos —añadí sin poder detenerme.
—¿Lo estoy? —preguntó. Yo sentí un escalofrío y asentí—. ¿Y por qué?
—Porque sí —repuse—. No pasa un día que no piense en ti o que te escriba para contarte algo.
—No lo estarás diciendo para consolarme, ¿verdad? —preguntó con suspicacia.
—Oh, Gavin, así pensaría un hombre. A los hombres les cuesta creer en algo. Guardan tantas desilusiones en el corazón que temen entregarse con sinceridad.
—Yo no —declaró—. No en relación contigo —añadió.
—Bueno, entonces… confía un poco más en mí —dije.
—Sí.
Nos quedamos mirándonos, callados unos instantes.
—Todavía no me has dado el beso de cumpleaños —dije, sintiendo los latidos de mi corazón.
—Feliz cumpleaños —murmuró, y se inclinó hacia mí cerrando los ojos primero. Yo hice lo mismo y sentí el roce de sus labios en los míos tan suavemente como si una ligera brisa me acariciara el rostro. No pude evitar una sensación de desencanto. Debió de darse cuenta inmediatamente porque cuando yo empezaba a abrir los ojos, sus labios volvieron a rozar los míos, pero esta vez con más fuerza y puso sus manos en mis hombros para acercarme a él. Fue el primer beso de verdad de mi vida.
Cuando nos separamos, por un momento ninguno fue capaz de pronunciar una palabra. Entonces oímos el grito. Mi noche ideal estaba a punto de arruinarse.