EL PASADO ME ABRAZA
Cuando tío Philip finalizó los preparativos para el traslado de Jefferson al hospital de Virginia Beach, volvimos a Cutler s Cove. Fue uno de los viajes más largos de mi vida aunque lo hiciéramos en aeroplano, porque yo, sentada a su lado, me sentía muy incómoda. A pesar de su buen aspecto y de su apariencia inmaculada e impecable, tío Philip me parecía sucio y despreciable. Durante la mayor parte del trayecto se comportó como si nada desagradable hubiera ocurrido entre nosotros. Charló una y otra vez del hotel de Cutler s Cove y de lo bien que iban los trabajos de restauración. Luego habló de los gemelos y me dijo que los había convencido para que tomaran lecciones de piano.
—He contratado a tu profesor de piano —dijo—. Y ahora que has vuelto, quizá puedas animarlos y darles algunos consejos útiles. Ninguno de los dos es tan bueno como tú, pero al menos hacen algo útil durante las vacaciones de verano.
Yo estaba sentada junto a la ventanilla del avión, dándole la espalda; cuando atravesamos un claro entre las nubes pude ver una estrella y tuve la sensación de que subía más y más mientras yo me hundía, luego vi otro avión a mucha más altura, en dirección opuesta, y deseé ir en él.
—Sé que los gemelos estarán muy contentos de verte —siguió diciendo—. Melanie y Richard se pusieron muy tristes cuando se enteraron de que te habías escapado con Jefferson.
—No lo dudo —murmuré. No sabía si él me había oído o no y en ese momento pensé que no paraba de hablar para mantener alejado el silencio de toda la trama de mentiras que había forjado.
—Tu tía Bet también lo ha pasado mal. Durante varios días no ha sido capaz de comer y ha adelgazado mucho. Nos sentimos responsables de ti y de Jefferson, tan responsables como si fuerais nuestros hijos. Ahora que te hemos encontrado, te prometo que las cosas serán diferentes —siguió diciendo.
Le eché una rápida mirada. Tieso en su asiento, miraba hacia adelante como si yo estuviera sentada frente a él y no a su lado. Tenía los ojos vidriosos e inmóviles; parecía dormido y hablaba como en sueños.
—Sí, las cosas serán diferentes. Tenemos que aprender a llevarnos bien los unos con los otros. Se tarda un poco, hay que acostumbrarse y entonces ya nada de esto tiene importancia —dijo asintiendo—. Todos nos hemos equivocado. El destino nos ha reunido precipitadamente, pero nos enfrentaremos a él. Somos fuertes.
Parpadeó y me miró sonriente.
—Tenemos un ama de llaves nueva que sustituye a Mrs. Stoddard. No congeniaba… No se llevaba bien con una personalidad como la de Betty Ann. Ya sabes lo difícil que es encontrar a alguien que realmente pueda ayudarnos. Todo el mundo quiere ser jefe en lugar de empleado. Yo he dejado que los asuntos de la casa los lleve Betty Ann. Sabe hacerlo mejor que yo. No tengo paciencia, sobre todo ahora, con todo lo que hay que hacer en el hotel…
Finalmente dejó de hablar y fijó la vista en algún punto del espacio. Me recosté en el asiento y cerré los ojos, pero al rato sentí su mano sobre la mía en el brazo de mi asiento. Abrí los ojos y le vi mirándome fijamente, con el rostro a pocos centímetros del mío.
—Christie, oh Christie, ¿por qué te fuiste de ese modo? Jamás quise herirte o atemorizarte ni echarte de casa —susurró.
—¿Y qué esperabas que hiciera, tío Philip? —pregunté, meneando la cabeza con disgusto.
—Nos hicimos promesas y creí que ibas a mantenerlas —dijo él.
—¿Promesas? ¿Qué promesas?
—¿No lo recuerdas? Yo sí —dijo recostándose en su asiento, con los ojos cerrados y una sonrisa en los labios—. Hicimos un pacto. Nos prometimos ser siempre sinceros y fieles el uno con el otro y contarnos todas las cosas que no le contaríamos a nadie.
»Te dije —siguió diciendo, inclinándose hacia mí y volviendo a poner su mano sobre la mía— que todo lo que te entristeciera me entristecería a mí, y lo que te hiciera feliz me haría a mí feliz también. ¿No lo recuerdas? Lo sellamos con un beso —añadió—, con un hermoso y cálido beso.
Me acordé de lo que sucedió aquella vez en mi habitación, pero todo había sido idea suya porque yo no pude decir nada, su comportamiento me había asustado y confundido mucho.
—Si algo te preocupaba debías de haber venido a contármelo —dijo asintiendo—. Debiste llamar a mi puerta y contármelo y yo hubiera hecho todo lo que hubiera podido para solucionar el problema.
«¿Solucionar el problema?» ¿Eso es lo que era para él, un pequeño problema?
—Sí, te lo he dicho muchas veces: estoy a tu disposición. Y también para Jefferson, claro. Cuando ese médico ha llamado y me he enterado de lo que le había sucedido, he salido corriendo de la casa sin darle demasiadas explicaciones a Betty Ann sobre lo que iba a hacer. No me ha dado tiempo, encargándole a Julius que lo hiciera por mí. Tú y Jefferson me necesitabais. Lo he dispuesto todo rápidamente y he cogido un vuelo para venir a buscaros.
»Y ahora de nuevo estamos juntos —acabó, sonriendo—. Estás a salvo. Siempre estarás a salvo conmigo.
Me lo quedé mirando. ¿Lo pretendía así o realmente había olvidado lo que me había hecho? Intenté decírselo a la cara, gritárselo, pero en lugar de hacerlo me volví, cerré los ojos y me imaginé que era una almeja con la concha herméticamente cerrada. Si me encerraba en mí misma lo suficiente y soñaba con otras cosas, podría expulsarlo de mi vida, pensé. Cuando me hablara lo miraría y asentiría, pero no lo escucharía, ni siquiera lo vería. Con el tiempo se convertiría en un ser tan invisible como un fantasma. Incluso llegaría un momento en que si me tocaba, ni siquiera me daría cuenta.
Julius nos estaba esperando en el aeropuerto, contento de volverme a ver.
—¿Cómo está Jefferson? —me preguntó inmediatamente.
—Se pondrá bien —le dijo tío Philip—. Ya he dispuesto todo lo necesario para que se ocupen de él.
—¿No llevas equipaje? —me preguntó Julius sorprendido.
—No —repuse apresuradamente, sin querer dar más explicaciones de los pormenores de mi huida.
—Llévanos a casa —dijo tío Philip tomándome del brazo y sacándome del aeropuerto—. Espera a ver los progresos en la restauración del hotel —añadió entrando en la limusina conmigo—. En el poco tiempo que has estado fuera se han hecho muchos cambios, ¿verdad, Julius?
—Sí, señor.
«¿Que he estado fuera?», pensé. Se comportaba como si me hubiera ido a pasar unas cortas vacaciones, a visitar a unos amigos o a un campamento de verano. ¿Cómo podía engañarse de ese modo? ¿Y cómo podría hacerlo yo?, me pregunté. Obviamente tío Philip tenía la esperanza de que aquel pequeño episodio (así lo consideraba él) estallaría como una burbuja de jabón. Sin embargo estas pretensiones se desvanecieron cuando llegamos ante la casa: allí, ante la puerta principal, nos esperaba tía Bet. Nos había estado esperando junto a la ventana en la sala de estar y nos había visto llegar. Estaba furiosa e indignada, y en sus ojos había una expresión tan ardiente que pensé que podía derretir algo con sólo mirarlo.
—¿Qué, estás contenta? —me gritó en cuanto puse un pie en la entrada. Dio unos pasos con las manos huesudas apoyadas en las estrechas caderas con tanta firmeza que el hueso de los codos sobresalía de forma puntiaguda. Creí que su piel se cortaría y que en cuestión de momentos los huesos quedarían al descubierto. Los tensos músculos del cuello provocaban unos abultamientos a ambos lados y sus labios finos y apretados apenas dejaban ver la hilera de dientes grises—. ¿Estás contenta de haber provocado todo este alboroto? ¿Estás satisfecha de habernos tenido a todos medio locos, ansiosos y preocupados? ¿Estás satisfecha? —me preguntó con una voz tan chillona como los gritos de una gaviota asustada.
—Betty Ann —empezó a decir tío Philip—, deja… —Pero ella se encaró con él y le dirigió una mirada de rabia que le hizo callar inmediatamente.
—No me digas ahora que me calme, Philip Cutler —le dijo agitando el dedo índice ante su cara—. No intentes defenderla. Me he pasado el día sentada esperando, sin saber nada de lo que ha ocurrido. Soy la única que no sabía nada. Han tenido que ser los criados quienes me han dado el recado como si yo fuera una ciudadana de segunda categoría.
—Betty Ann, nadie ha pretendido mantenerte al margen. Es que tenía que actuar muy deprisa porque Jefferson está muy enfermo y…
—¡Mira lo que le has hecho! —me gritó—. ¡Tu hermano ha estado a punto de morir!
Me temblaban los labios, crucé los brazos sobre mi pecho y clavé la vista en el suelo mientras ella deliraba y maldecía.
—Hemos sufrido una tragedia tras otra. Todo el mundo procura hacer lo posible por superar las presentes circunstancias, hacemos todo lo que podemos para devolver un poco de normalidad a nuestras destrozadas vidas y tú… ¡desobediente y viciosa!…
—¡Yo no soy desobediente y viciosa! —grité sintiendo una descarga eléctrica en la columna vertebral—. ¿Y quién tiene la vida destrozada? ¡Vosotros no, desde luego!
—Humm, humm —dijo ella sacudiendo la cabeza—. Humm, humm —sonrió fríamente, con una sonrisa despiadada y enferma—. Ya imaginaba que no sentirías remordimientos. No creo que el dolor que nos has causado te haya hecho cambiar algo. Sólo piensas en ti. —La sonrisa desapareció rápidamente de su rostro—. Estás bajo nuestra tutela. Somos responsables de ti y de tu comportamiento. Has hecho algo que está muy mal y debes recibir tu merecido.
Se enderezó y se encaró conmigo, sus ojos clavados en los míos.
—Quedas recluida en tu habitación hasta nueva orden. Sólo puedes bajar para comer y luego volverás a tu habitación, ya me has oído. No recibirás llamadas telefónicas ni tú tampoco harás ninguna, ni se te permitirá tener visitas. Y te lo advierto, jovencita —dijo acercándose más, agitando ante mí su dedo largo y huesudo—, no quiero que mis normas se desobedezcan. Sube. ¡Vamos! —me ordenó señalando las escaleras. Miré a tío Philip, que parecía subyugado por sus exabruptos. Luego me alejé de los dos y me dirigí a las escaleras. Mientras corría hacia mi habitación vi abierta la puerta de la que había sido la habitación de Jefferson y que ahora era la de Richard. Estaba asomado, mirándome plenamente satisfecho.
—¿Qué estás mirando? —exclamé.
Sin dejar de sonreír, mi primo cerró la puerta.
Entré en mi habitación y durante un momento siguió dominándome la indignación. ¿Cómo se permitía hablarme de esa manera?, me dije. Debí de haberle contado la verdad. Debí decirle la razón de mi huida. La hubiera dejado tan pasmada que se hubiera quedado sin habla durante días. Y cuando lo hubiera hecho, habría sido tartamudeando. Me hizo sentir bien pensar que podía destruirla con la verdad cuando lo creyera oportuno. Cuando logré dominar mi furia, comprendí que ventilar lo que me había hecho tío Philip no iba a ser nada fácil. Me heriría a mí también, era como una espada de doble filo, como la mayoría de los instrumentos de venganza.
No, mejor sería ignorarla a ella también, pensé, hacer ver que no existía, que nadie de esa familia existía. Los toleraría hasta que Jefferson se hubiera recuperado y entonces ya pensaría en algo. No tenía otra elección.
En cierto modo era bueno estar en casa, en mi habitación, y volver a ver los animalitos de peluche que mis padres me habían regalado. Era maravilloso sentir el olor de mis sábanas y utilizar mi cepillo sentada ante la mesa del tocador. Mi habitación estaba llena de buenos recuerdos, recuerdos de la época en que vivían mis padres.
Estaba agotada. Ahora que había dejado de moverme, que me encontraba nuevamente en mi habitación, los acontecimientos de las veinticuatro horas anteriores se desplomaron sobre mí. Todas las emociones, las tensiones, el horror y las penurias se abatieron sobre mí hundiéndome en un mar de fatiga, evaporando hasta la última gota de energía que aún me quedaba en el cuerpo.
Comencé a desvestirme para ir a la cama, pero cuando fui al armario a colgar la ropa me encontré con otra sorpresa de bienvenida. Alguien había desgarrado mi precioso vestido de la fiesta de cumpleaños. Estaba en el suelo como una gaviota mortalmente herida, con los hombros del corpiño extendidos como dos alas. Lo habían cortado hasta el borde del escote, y la falda estaba retorcida y arrugada. Me dio la sensación de que había sufrido el ataque y la mutilación de un loco.
—Oh, no —gemí arrodillándome y abrazando los restos del vestido—. ¡Oh, no! ¡No! —La puerta de mi habitación se abrió bruscamente.
—¿Qué pasa? ¿Qué son esos gritos? ¿No comprendes que ya es muy tarde? —me preguntó tía Bet.
—Mira —le dije enseñándole el vestido—. Mira lo que ha hecho uno de tus preciosos gemelos.
Tía Bet miró el vestido e hizo una mueca.
—Estoy segura de que no lo ha hecho ninguno de los dos. Ellos no hacen ese tipo de cosas. De todas formas, tú tienes la culpa —dijo, cruzando los brazos y poniéndose tan tiesa como un palo de acero—. Si no te hubieras escapado hubieras estado aquí para cuidar de tus cosas, ¿no es así? Y ahora, deja de gritar y vete a la cama —añadió cerrando la puerta. Luego oí que giraba la llave en la cerradura y comprendí que me había encerrado en mi habitación.
Me senté en el suelo abrazando mi vestido. Recordé la radiante sonrisa de mamá cuando había venido a verme con él puesto. Sentí como si las lágrimas que se deslizaban por mi rostro fueran las suyas. Mamá estaba llorando a través mío y conmigo. Los sollozos sacudían mi cuerpo y sentí una arcada. Permanecí allí sentada con la cara hundida en la suave tela hasta que ya no me quedaron lágrimas. Me levanté despacio, dejé el vestido encima de la cama y me dormí a su lado con la esperanza de que cuando me despertara por la mañana, descubriría que todo había sido una horrible pesadilla.
Me despertaría la mañana de mi fiesta de cumpleaños. Mamá y papá estarían vivos, Jefferson bien de salud, Gavin aparecería con los demás invitados y amigos verdaderos como tía Trisha. El cielo sería azul y el océano fresco y cristalino.
¿Es que ya no volverían nunca más tiempos como aquéllos?
Lo único que me obligó a levantarme aquella mañana fue el deseo de saber algo de Jefferson. A pesar de que me había ido a dormir muy tarde, tía Bet estaba determinada a levantarme pronto. Llamó a mi puerta y la abrió bruscamente.
—¿Todavía en la cama? —me preguntó. Abrí los ojos y me incorporé lentamente—. Tenemos una nueva ama de llaves que sigue normas muy estrictas. El desayuno sólo se sirve una vez. Si te olvidas, tendrás que esperar a la hora de comer y si no hasta la cena. Ya estamos todos vestidos y listos para bajar, así que te aconsejo que te levantes de la cama y te vistas rápidamente si quieres comer algo.
—Lo que realmente quiero es tener alguna noticia de mi hermano —dije—. Eso es todo lo que quiero.
—Es digno de ti —dijo ella cerrando la puerta.
Volví a apoyarme en la almohada. Mis ojos descubrieron el vestido rojo y el corazón se me encogió. Finalmente me levanté y fui a buscar en los cajones de la cómoda ropa interior limpia para ir al cuarto de baño a ducharme, pero cuando abrí el cajón di un salto hacia atrás, horrorizada. Esparcidos por mi ropa interior había gusanos muertos y barro.
Era obra de Richard, pensé, pero no creí oportuno llamar a tía Bet para enseñárselo. No le daría importancia y se limitaría a defenderle. Saqué el cajón y fui al cuarto de baño donde eché los gusanos y el barro por el váter. Cogí la ropa interior y volví a poner el cajón en su sitio. Luego contemplé mi habitación. ¿Qué más podían haber hecho esos hermanos? ¿Qué más iba a encontrar roto o estropeado? Encontré más cosas. Algunos de mis perfumes y colonias habían sido mezclados entre sí y por lo tanto se habían estropeado. En mis zapatos había grumos de mi crema para la piel, manchas de lápiz de labios en mis blusas y en uno de mis joyeros habían vertido agua. Reparé los daños como pude y luego me duché, pero cuando bajé al comedor, tía Bet me dijo que la hora del desayuno ya había pasado. Me acompañó hasta la puerta de mi habitación y volvió a encerrarme con llave.
—Procura no perderte la comida —me dijo a través de la puerta cerrada. Yo sacudí el pomo.
—Déjame salir —le pedí golpeando la puerta—. Tía Bet, abre la puerta. Tengo que saber cómo está Jefferson. ¡Tía Bet! —Seguí golpeándola una y otra vez, pero ella no contestó. Furiosa, di una patada en la puerta, pero sólo conseguí hacerme daño en el pie. Me quedé un momento esperando y entonces oí a Richard hablando en voz baja.
Había apoyado los labios en la abertura de la juntura de la puerta.
—Por qué no pruebas a salir por la ventana —dijo soltando una carcajada.
—Bastardo. Verás cuando salga… —Continué sacudiendo el pomo una y otra vez, hasta que me dolieron los brazos—. ¡Tía Bet! Por favor. Abre la puerta. —Esperé, pero todo siguió en silencio—. ¡Tío Philip! —grité—. ¡Déjame salir! —Nadie apareció, aunque yo seguí gritando y dando golpes durante horas. Cuando tía Bet había previsto que era la hora de comer, subió y se acercó a mi habitación. Abrió la puerta y se me quedó mirando. Yo estaba en el suelo, agotada de tanto gritar y dar golpes.
—¿Por qué me encierras? —dije levantándome despacio.
—Quizá comprendas ahora la importancia de las normas —dijo—. Ahora nuestras vidas están muy bien organizadas y no quiero que nadie venga a estropearlas.
—No volverás a encerrarme otra vez —dije mientras ella me dirigía una sonrisa helada.
—¿Y qué harás? ¿Te escaparás otra vez?
Fue como si un frío cuchillo se me hubiera clavado en la espalda, en la columna vertebral. De pronto comprendí que a ella le hubiera gustado que Jefferson y yo no hubiéramos vuelto nunca. No le importábamos en absoluto; lo último que deseaba era que volviéramos. Tenía la esperanza de que nos hubiéramos ido a vivir con otras personas. Y la venganza, no importaba lo autodestructiva que pudiera ser, de repente adquirió todo su valor.
—¿Y por qué crees que me escapé? ¿Cuál crees que fue la verdadera razón?
—No sabría decir —contestó, pero en sus ojos observé una expresión de ansiedad. Crucé los brazos sobre mi pecho y avancé hacia ella, con los ojos fijos en los suyos.
—¿Nunca se lo has preguntado a tío Philip, no es cierto? Debiste despertarte aquella noche. Debiste darte cuenta cuando abandonó tu cama y vino a mi habitación.
—Se lo dije con un tono malvado que hasta a mí me sorprendió.
—¿Qué? —Dio un paso atrás—. ¿Qué estás diciendo, niña horrible?
—Digo que vino a mi habitación y se metió en mi cama. —Tía Bet abrió los ojos y la boca, sacudió la cabeza, quiso decir algo pero sus labios se movieron sin emitir sonido alguno—. Me forzó y fue horrible, horrible. Me dijo que no soportaba estar a tu lado, tocarte.
Tía Bet sacudió la cabeza con vehemencia.
—Intenté librarme de él, pero es demasiado fuerte. Y al final… me violó.
Se llevó las manos a los oídos y lanzó el chillido más agudo y horrible que yo haya oído nunca. Luego quiso abofetearme, pero yo le sujeté la mano a medio camino.
—¡No me toques! —le dije—. Y no vuelvas a encerrarme en mi habitación. ¡Ni lo pienses siquiera!
Se liberó la mano y se alejó de mí corriendo para encerrarse en su habitación tras dar un portazo.
—En buena hora me libré —grité con un profundo suspiro. Sentí como si hubiera encendido un pequeño fuego en mi pecho. Me resultaba increíble que hubiera podido dominarme de ese modo. Me dolían las costillas. Aunque le había ganado la batalla, no me sentía orgullosa de mí misma. Hasta ahora me había dominado la furia, pero ahora me daba cuenta de lo odioso y malvado que había sido mi comportamiento. Era un aspecto de mi personalidad que no deseaba desarrollar porque sabía que dejaría cicatrices. Quizá nadie podía verlas, pero yo sí. Lo peor de las personas viles y repulsivas, como tía Bet, es que pueden obligarte a comportarte como ellas. Y eso era lo que acababa de suceder.
Bajé a comer algo. Melanie y Richard ya se habían sentado a la mesa, él con la servilleta alrededor del cuello y ella en su regazo. Ambos estaban perfectamente tiesos en sus asientos, con las cucharas soperas perfectamente colocadas en los humeantes platos de sopa. Más bien parecían unos maniquíes que personas de carne y hueso.
—He descubierto el rastro de vuestras fechorías en mi habitación mientras estaba fuera —les dije—. No os vais a salir con la vuestra, creedme.
La fiera expresión de mi mirada les hizo bajar la vista y clavarla en la sopa. Luego Richard se recuperó y me miró.
—Jefferson se va a morir —dijo hablando por la comisura de los labios—. Mamá nos lo ha dicho esta mañana.
—Es mentira. Se está recuperando. Lo han traído aquí al hospital porque han podido moverlo —dije mientras él sonreía débilmente.
—Mi padre te lo dijo para que volvieras a casa —añadió con seguridad. Miré a Melanie que me estaba contemplando con la analítica frialdad de un científico ansioso de comprobar mi reacción ante aquellas noticias.
—¡Sois horribles… unos verdaderos monstruos! —grité mientras que con un movimiento rápido vertía los platos de sopa en su regazo. Los dos hermanos lanzaron un grito y se levantaron de la mesa mientras el líquido se deslizaba por sus ropas y los quemaba. Sin esperar la aparición de tía Bet, me volví y salí de allí.
Salí corriendo de la casa, bajé los escalones y me dirigí al hotel. Habían retirado todos los escombros y ya habían empezado a levantar las nuevas paredes. Cuando me aproximé, los trabajadores se volvieron y poco después tío Philip se apartó de un grupo y vino a reunirse conmigo.
—Tienes una familia de monstruos —empecé—. ¡Los odio!
—Tenemos que readaptarnos —levantó las manos—. El tiempo…
—¡Nunca me adaptaré a ellos… o a ti! —dije jadeando con cada palabra. Durante unos instantes se me quedó mirando, parecía confundido, dolido—. Los gemelos me han mentido acerca de Jefferson. Dicen que no lo han trasladado aquí —dije. Tío Philip sonrió.
—No es cierto, se han burlado de ti. Lo que importa es que he recibido una llamada telefónica esta mañana y ahora iba a verte. Jefferson ha salido del coma y llegará al hospital a las ocho de la tarde. Tú y yo iremos a verle.
—¿Es cierto? ¿No es otra mentira?
—¿Por qué iba a mentirte sobre tu hermano? —Apoyó una mano en mi hombro y yo me aparté como si aquella mano fuera de fuego—. Christie, por favor…
—No me toques. No quiero que me toques nunca más.
—Christie, nosotros te queremos. Nosotros…
—¿Me queréis? ¿No sabes que ella me ha encerrado en mi habitación?
—Todavía está muy nerviosa.
—Y tú lo has permitido. Le permites hacer todo lo que quiere —le acusé.
—Ahora Betty Ann lleva la casa y…
—Ella lo dirige todo y a todos los que la rodean. Pero a mí no. Le he contado lo que me hiciste. ¡Se lo he dicho! —le espeté en la cara, luego giré en redondo y lo dejé allí. No volví a la casa hasta bien adentrado el día. Bajé al pueblo y allí compré algo de comer. Caminé por la playa durante un rato y luego me senté delante del hotel y me dediqué a observar los trabajos de reconstrucción. Cuando decidí volver a casa, la hallé extrañamente silenciosa. Subí a mi habitación. La puerta de la habitación de Melanie estaba abierta y al pasar ante ella los vi a los dos sentados en el suelo, con el juego chino de las damas entre ambos. Alzaron la vista y me miraron con odio. Como yo me detuve, parecieron asustarse y se volvieron a concentrar en el juego.
La puerta de la habitación de tía Bet y tío Philip estaba cerrada. Me pregunté si ella había salido de allí en algún momento del día. No me daba lástima, sólo sentía curiosidad. A las seis y cincuenta exactamente, sin embargo, se acercó al umbral de la puerta de mi habitación y llamó suavemente. Parecía haber estado llorando durante horas. Ahora su rostro estaba seco, tranquilo, como el de alguien que se mueve por el mundo sin pensar ni sentir.
—La cena está servida —dijo y volvió a salir antes de que yo pudiera decir nada. No tenía mucho apetito y tampoco me apetecía sentarme a la mesa con ninguno de ellos, pero bajé. Los gemelos me lanzaron una rápida mirada y luego la clavaron en sus platos. Tío Philip era el que parecía estar más animado, aunque se comportaba como un títere a la espera de que le movieran los hilos. La nueva ama de llaves sirvió la cena sin decir una palabra. Era una muchacha joven, pero con huellas de envejecimiento prematuro en la cara. La manera en que se movía alrededor de la mesa indicaba que tía Bet le producía terror; tenía pánico a cometer una equivocación. Fui la única que le dio las gracias cuando me sirvió. Sus ojos se iluminaron, pero tan sólo hizo un ligero movimiento con la cabeza y volvió a la cocina.
Como todos estuvieron tan silenciosos, conseguí imaginarme que estaba sentada a la mesa un día cualquiera de varios meses atrás en el tiempo. Recordé algunas de las cosas divertidas que había dicho papá. Oí las risas de mamá y vi la sonrisa de Jefferson. Recordé a Mrs. Boston revoloteando alrededor, diciéndonos que no dejáramos eso o que la comida se iba a enfriar. Estaba tan sumergida en mis ensueños, que la nueva sirvienta tuvo que llamarme dos veces. Ni siquiera había oído el timbre del teléfono.
—No recibe llamadas telefónicas —oí que decía tía Bet—. Dile a quien sea…
—El operador dice que es una llamada de larga distancia —explicó la sirvienta.
—¿Larga distancia? —pregunté levantándome.
—Nadie habla por teléfono durante las comidas —dijo tía Bet—. No es de buena educación; es…
La miré y miré luego a tío Philip que no había levantado la vista de la comida; luego ella sacudió la cabeza como si hubiera sufrido un terrible escalofrío y volvió a centrar su atención en el plato. Yo me dirigí al teléfono. Era Gavin.
—He estado intentando llamarte durante todo el día —dijo—, pero quien cogía el teléfono me decía que estabas durmiendo o que habías salido.
—Aquí todo es horrible, más espantoso que nunca —le dije—. En cuanto Jefferson esté bien, nos marcharemos.
—¿Philip ha…?
—No se me ha acercado, Gavin. Se lo he contado a ella; se lo he contado a tía Bet. Me ha obligado a hacerlo.
—¿De verdad? ¿Y qué ha dicho?
—Se fue corriendo y gritando y ahora parece un zombi, pero no me importa.
—Yo se lo he contado todo a mi madre y ella hablará con papá. Van a discutir lo que se puede hacer.
—Diles que no hagan nada hasta que Jefferson esté recuperado. No quiero tener más problemas hasta entonces.
—Estoy muy preocupado por ti, Christie. No hago otra cosa que pensar en ti.
—Estoy bien, Gavin. No les permitiré que vuelvan a abusar de mí. Traerán a Jefferson al hospital esta tarde. Iremos para estar allí cuando llegue.
—Llámame en cuanto sepas algo, ¿de acuerdo? ¿Me lo prometes?
—No necesitas que te lo prometa, Gavin. Te llamaré. Tú y Jefferson sois las únicas personas que verdaderamente me importan.
—Te quiero, Christie. Amo todos los momentos que pasamos en The Meadows —me dijo suavemente.
—Yo también.
—Esperaré tu llamada. Adiós.
—Adiós.
Colgué el auricular y volví a la mesa. Todos me miraron cuando aparecí.
—Ya no tengo más apetito —manifesté—. Esperaré arriba, tío Philip. Avísame cuando estés listo.
—¿Listo para qué? —preguntó tía Bet.
—Vamos a ir al hospital —dijo él—. Jefferson está en camino.
—No me lo habías dicho.
—¿No lo hice? Oh, bueno, debí olvidarlo. Hemos estado muy ocupados con los trabajos del hotel —dijo apresuradamente volviendo a centrarse en la cena. Tía Bet entonces se volvió a mirarme.
—Ya te dije lo que les ha hecho hoy a los gemelos. ¿Vas a hablar con ella, Philip?
Tío Philip me miró.
—Ahora no es el momento.
—Sí es el momento, porque…
—¡No es el momento! —declaró con tal firmeza en la voz como no lo había oído desde mi llegada.
Tía Bet palideció y apretó los labios. Asintió e inclinó la cabeza como si su cuello fuera una rama en la que se apoyaba.
—Te esperaré arriba —repetí y los dejé allí sentados comiendo en aquella atmósfera mortuoria.
Media hora después, aproximadamente, tío Philip llamó a mi puerta. Se había cambiado de ropa y llevaba unas prendas muy extrañas: unos tejanos, zapatos deportivos, una camiseta negra y una chaqueta blanca y negra con su nombre bordado encima del bolsillo superior.
—¿Lista? —me preguntó sonriendo. Observó mi expresión de sorpresa—. Oh, es la chaqueta de la universidad con el nombre bordado —me explicó y se volvió para enseñarme el nombre de Emerson Peabody en la espalda—. Aún se conserva bien, ¿verdad?
Me levanté lentamente y me puse una chaqueta de algodón. Algo en su indumentaria me inspiró cierto temor. No sabía la razón, pero así fue. Se apartó un poco y yo salí de mi habitación.
—Estás muy guapa —me dijo—. Muy guapa.
Me pregunté si tía Bet iba a acompañarnos, al menos para mostrar algún interés por Jefferson; pero se quedó sentada leyendo y escuchando a los gemelos tocar el piano. Cuando nos dirigimos a la puerta principal ninguno de ellos alzó la vista. Tío Philip se adelantó para abrirme la puerta. Esperaba encontrarme con Julius y la limusina, pero tío Philip cogió su coche, algo que raramente hacía.
—¿Dónde está Julius? —le pregunté.
—Esta noche libra —contestó.
—Estoy segura de que hubiera querido venir.
—Oh, Julius tiene novia, una viuda a la que va a visitar en Hadleyville. Va a proponerle que se casen —dijo tío Philip sonriendo. Abrió la puerta para que yo entrara en el coche. Luego dio la vuelta rápidamente y tomó asiento ante el volante.
El cielo estaba tan encapotado que hasta la luna era invisible. Aquella oscuridad me impresionó, sobre todo cuando nos alejamos de Cutler’s Cove y nos dirigimos hacia Virginia Beach. Tío Philip estaba muy silencioso. Esperaba que charlase como lo había hecho durante nuestro viaje de vuelta en avión, pero se limitaba a conducir y mirar fijamente la carretera. Cuando lo miré, descubrí una extraña y suave sonrisa en sus labios.
—Qué noche, qué noche —dijo finalmente. Yo no lo consideraba así, sin embargo. La noche no tenía nada de extraordinario. El océano, a nuestra derecha, parecía de tinta. No se veía siquiera la luz de ningún bote. Era como si un cielo que barruntase tormenta se hubiese unido al mar y uno se hubiera fundido con el otro. Un cielo nocturno sin ninguna estrella ni luna, que parecía una vasta extensión vacía y desértica—. Estabas preciosa —añadió más tarde.
—¿Qué dices?
—La cara de la gente en el auditorio… —Me miró—. Tú no podías verlos como yo, con aquellas luces que te daban en la cara. Lo sé. Yo también he estado en el escenario.
—¿Escenario? ¿De qué hablas, tío Philip? —le pregunté con el corazón latiéndome con fuerza.
—Tienes la voz más preciosa que he escuchado nunca. Y no es justo que te lo diga —dijo apresuradamente.
—¿El qué?
—Que estoy orgulloso de ti, orgulloso de que seas mi chica. —De pronto dio un giro y dirigió el coche, hacia la playa.
—¡Tío Philip! —exclamé enderezándome en el asiento—. ¿Adonde vamos?
—A la cima del mundo, ¿recuerdas? Te prometí que te lo enseñaría. Bien, aquí es —dijo deteniendo el coche. Se recostó en su asiento y contempló la oscuridad de la noche a través de la ventanilla—. ¿Has visto alguna vez tantísimas luces?
—¿Qué luces? ¿De qué estás hablando? Tío Philip, hemos salido para ir al hospital a ver a… Jefferson.
—Te lo he dicho —dijo sin escucharme—. Te he dicho que quería enseñarte muchas cosas, que te mostraría muchas cosas. —Se inclinó hacia mí y me rodeó los hombros con el brazo.
—¡No sigas! —grité—. Tío Philip.
Sujetó mis hombros con firmeza y comenzó a atraerme hacia él mientras sus labios se acercaban a los míos.
—Dawn… oh, Dawn.
Grité, acerqué las manos a su cara y le clavé las uñas en sus mejillas para apartarlo. Luego logré alcanzar la manivela de la puerta del coche. Agarró el cuello de mi chaqueta, pero yo conseguí abrir la puerta y me lancé afuera. Mi chaqueta se quedó en sus manos mientras yo sentía cómo sus uñas me arañaban la nuca, pero no me preocupaba el dolor, sólo quería escapar de allí.
En cuanto estuve fuera del coche, corrí hacia la playa.
—¡Dawn!
Le oí correr tras de mí. El océano discurría a mi derecha y parecía haber kilómetros de arena a mi izquierda. Seguí adelante, tropezando y cayendo en la playa, me levantaba y volvía a correr de nuevo. Justo cuando pensaba que ya me había alejado de él, sentí que me cogía por la cintura y ambos caímos sobre la arena.
—Quiero… quiero… enseñarte… muchas cosas —me dijo jadeando. Sus manos palpaban mis pechos y sus dedos empezaron a desabrochar los botones de mi blusa. Me revolví, me retorcí con todas mis fuerzas para quitármelo de encima, pero pesaba demasiado y tenía mucha fuerza. Puso sus dedos en mi cuello y luego los fue bajando hasta alcanzar mi pecho. Yo gritaba y gritaba, entonces cogí un puñado de arena y me volví hacia él.
Aun en medio de aquella oscuridad, pude ver el brillo de sus ojos y su piel húmeda de sudor.
—Dawn…
—¡No soy Dawn! ¡No lo soy! —grité lanzándole la arena a la cara.
Tío Philip lanzó un grito y se llevó las manos a los ojos mientras yo lograba zafarme y ponerme de pie. Eché a correr, esta vez hacia la izquierda. Corrí y corrí hasta que oí el ruido de un coche y comprendí que había llegado a la carretera. Subí hasta allí y me puse ante las luces de un vehículo que se acercaba. Oí el ruido de unos frenos y que el coche viraba hacia la izquierda, pero el conductor no se detuvo. Fue desapareciendo poco a poco, las luces se hicieron cada vez más pequeñas, como los ojos de un lobo que retrocede.
Seguí caminando, temerosa de que uno de los coches que se acercaban pudiera ser el de tío Philip. Finalmente vi los arrabales de Cutler s Cove. Pero no entré en el pueblo. Seguí la carretera que llevaba a la casa de Bronson Alcott. Tardé una hora en llegar a la casa de la colina. Con la ropa en desorden, las piernas doloridas, sucia y llena de sudor, llamé a la puerta y esperé. Me abrió él mismo.
—¡Christie! —exclamó sorprendido mientras yo caía en sus brazos.
Aturdida todavía, me tumbé en el sofá de la sala de estar. Bronson había enviado a buscar a Mrs. Berme para que me trajera un paño húmedo con el que aliviar mi frente, y él mismo fue a buscar un vaso de agua. Volvió enseguida y me ayudó a incorporarme para que pudiera beber.
—Ahora empieza despacio —dijo cuando yo me recosté en la almohada del sofá— y cuéntamelo todo. No sabía que habías vuelto. Me sorprende que nadie me lo dijera. Tus tíos saben lo preocupado que estaba.
—No me sorprende que no te lo dijeran —suspiré profundamente antes de empezar. Aun en ese momento, después del terrible episodio con tío Philip, me era difícil pedirle ayuda a Bronson. Me turbaba y hasta pensé que seguramente todos me dirían que no debía sentirme culpable o avergonzada, pero no podía dominar esa sensación.
Bronson me escuchó con atención y enarcó las cejas cuando le expliqué la razón de mi primera huida. Miró a Mrs. Berme y ella salió de la habitación, comprendiendo que quería estar a solas para hablar de aquellos asuntos tan íntimos.
Cuando dejé de hablar, Bronson se recostó en su asiento, con expresión atónita. Luego me miró con simpatía.
—Betty Ann me dijo que te habías escapado porque no admitías sus normas en la casa. Después de haber hablado contigo aquel día en que viniste a verme, creí que era la verdadera razón —dijo disculpándose—. Debí de prestar más atención a lo que me contaste. Lo siento. Yo no hubiera permitido que Jefferson y tú pasarais por tales experiencias. ¿Dónde ha tenido lugar este último incidente? —me preguntó.
—Me llevaba a ver a Jefferson al hospital —le dije y le describí la carretera de la playa a la que tío Philip me había llevado. Bronson asintió con expresión dura y los ojos entrecerrados. Luego se levantó y se dirigió al teléfono. Le oí hablar con la policía local.
—Este es un asunto muy desagradable —me dijo al volver—. Has pasado una temporada terrible, pero se ha acabado, te lo prometo. Jefferson y tú vendréis a vivir conmigo. Si así lo deseas, claro.
—Oh, sí —dije con vehemencia—. Siempre lo he querido.
Bronson asintió con una sonrisa.
—Será estupendo tener a un niño correteando por aquí. La casa se alegrará con los pasos y el sonido de las risas de un niño. Y sabe Dios que también necesita el toque gentil de una jovencita —añadió mirando el retrato de su hermana ya fallecida—. Yo me ocuparé de vosotros…
—¡Jefferson! —exclamé incorporándome—. No sé si tío Philip me ha dicho la verdad o no. Quizá no lo han trasladado. ¡Quizá está todavía en Lynchburg!
—Me enteraré enseguida —dijo Bronson—. Mientras tanto ve al cuarto de baño y lávate esos arañazos. Le diré a Mrs. Berme que te traiga un desinfectante. Lo siento —repitió—, siento no haber sido consciente de las dificultades por las que estabais pasando Jefferson y tú.
—No te culpes. Estabas muy ocupado con mi abuela, Bronson.
—Sí —admitió—, pero por extraño que parezca, la echo de menos a pesar de su estado mental. De vez en cuando volvía a ser la misma y pasábamos unos momentos maravillosos —dijo sonriendo a sus recuerdos—. Pero os tengo a ti y a tu hermano en esta casa grande y triste. —Se dio una palmada en las rodillas y se levantó—. Vamos, lávate esos arañazos y deja que llame al hospital.
Entré en el cuarto de baño y me saqué la blusa lentamente, me dolían los hombros y las heridas en la piel me quemaban. Me miré en el espejo y me dio la sensación de que todavía en mi rostro perduraba la huella del terror que había padecido. Tenía los ojos hinchados y el cabello despeinado. Descubrí la huella de los arañazos en el cuello y en el pecho y luego me oprimí los ojos con fuerza porque iba a empezar a llorar otra vez. Mrs. Berme llamó a la puerta del cuarto de baño y entró para darme el desinfectante.
—Pobrecita —dijo mirándome la espalda. Yo no sabía los muchos arañazos que tenía. Debió de suceder cuando me tiró al suelo y yo me revolví debajo de él, pensé. Mrs. Berme me lavó y me desinfectó las heridas sin hacerme ninguna pregunta embarazosa. Poco después vino Bronson a decirme que Jefferson ya había llegado al hospital de Virginia Beach.
—Y está bien —añadió.
—¿Podemos ir a verle? —pregunté.
—Claro que sí, querida. Si estás segura de que te encuentras bien, iremos a verle —añadió.
—Oh, estoy perfectamente. Nunca pensé que lo echaría de menos tanto.
Bronson rió. Oímos el sonido del timbre de la puerta y Mrs. Berme salió a ver quién era. Era un policía alto y de cabellos oscuros. Yo seguí a Bronson por el pasillo y nos reunimos con él en la entrada.
—Buenas noches, Mr. Alcott —dijo; me miró—. ¿Ésta es Dawn?
—¿Dawn? No, no, es Christie, su hija. ¿Por qué la ha llamado Dawn? —preguntó Bronson. Yo me acerqué más y él me cogió de la mano. Era espantoso que el policía me hubiera llamado con el nombre de mi madre.
—Bien, fuimos a la playa, al lugar que usted nos describió y encontramos el coche todavía allí. Poco después Charley Robinson, que es mi compañero —explicó mirándome—. Charley oyó a alguien en la playa, prestamos atención y oímos que alguien llamaba a una tal Dawn.
—Oh, no —dije presionando una mano contra mi corazón.
—¿Mr. Cutler? —preguntó Bronson.
—Sí, señor, el mismo… vagando y gritando por la playa. Prácticamente tuvimos que arrancarlo de allí. Insistía en que Dawn estaba en la playa.
—¿Dónde está ahora?
—En la parte trasera del coche patrulla. No se encuentra muy bien, Mr. Alcott. He venido aquí porque quería saber…
—Sí. Gracias, Henry. Creo que Mr. Cutler necesita un médico más que un juez… un psiquiatra.
—Ya veo.
—¿Ya sabe lo que tiene que hacer?
—Sí, señor. Nosotros nos cuidaremos de todo, ¿nos dará más detalles?
—Sí, Henry. Gracias —dijo Bronson estrechando la mano del policía.
El policía abrió la puerta y bajó los escalones hasta el coche patrulla. Yo me quedé en la puerta junto a Bronson mientras el vehículo desaparecía. Bajo la luz de las farolas de la calle vimos a tío Philip sentado en la parte trasera del coche. Se volvió mientras el coche se alejaba hacia la carretera y luego apoyó la cara contra la ventanilla trasera. Me pareció que gritaba el nombre de mi madre y, aunque no pude oírlo, su eco se introdujo por mi columna vertebral y me hizo temblar.
—Ya ha pasado todo, Christie —susurró Bronson abrazándome con fuerza—. Te lo prometo… ya ha pasado todo.