16

MÁS SOMBRAS

—¿Qué te pasa, Jefferson? —exclamé, incapaz de ocultar la alarma que sentía.

Jefferson estaba tumbado de espaldas, rígido, con los brazos extendidos a ambos lados del cuerpo. Tenía la boca abierta lo suficiente para emitir un leve quejido, las mandíbulas hinchadas y la piel de alrededor tensa.

—Ha empezado a quejarse —me explicó Gavin— y me he despertado. Cuando le he preguntado qué le pasaba, ha seguido quejándose, sin decir nada. Después he empezado a llamarte.

Apoyé la mano en la frente de Jefferson.

—Tiene fiebre.

—Christie… —dijo Jefferson cuando abrió los ojos y me vio inclinada sobre él. Sus ojos expresaban tanto dolor y tristeza que sentí que se me encogía el corazón.

—¿Qué te pasa, Jefferson? ¿Qué te duele?

—Siento como si alguien me apretase la nuca —se quejó. Abrió y cerró los ojos con cada palabra, como si tuviera que hacer grandes esfuerzos para pronunciar cada sílaba—. También me duele la cara. Haz que se me pase, Christie, haz que se me pase.

—¿Le duele la cara? ¿Qué… qué puede ser? —le pregunté a Gavin y él se encogió de hombros.

—La gripe, quizá.

—Tiene mucha fiebre —dije yo. Jefferson tenía los labios muy secos y la lengua de color rosa pálido.

—Qué frío —murmuró Jefferson—. Brrrr…

—¿Tienes frío? —le pregunté y él asintió.

—Le pondré encima mi colcha —dijo Gavin dirigiéndose apresuradamente a su cama para coger la manta que le había dado tía Charlotte. Ayudé a Gavin a extenderla encima del cuerpecito de Jefferson y lo arropamos hasta la barbilla, pero él siguió temblando.

—Tengo frío —repitió.

—La noche es templada —dije yo, atónita—. ¿Cómo puede tener frío? —Froté vigorosamente sus brazos y su espalda.

—Son los escalofríos… de la fiebre —dijo Gavin.

—Parece muy enfermo. Está tan pálido y ¿por qué está tan rígido? Está tan tieso como una tabla. Tócale los brazos, Gavin.

—Quizá sea por culpa de la fiebre —insinuó Gavin después de tocar a Jefferson.

—Deberíamos tomarle la temperatura. Veremos si tía Charlotte tiene un termómetro.

—A lo mejor, aunque lo dudo —dijo Gavin.

—Pues será mejor que hagamos algo y rápido. Voy a despertar a tía Fern y pedirle que venga a echarle un vistazo.

—Dudo que sepa lo que tiene. No pierdas el tiempo.

—Pero a lo mejor su amigo sí. Parece inteligente —dije.

—No puede ser muy inteligente si está enamorado de tía Fern.

—Me duelen los ojos, Christie, y la garganta —se quejó Jefferson—. Me duele al tragar y el dolor me sube hasta la cabeza.

—Apuesto a que se trata de la gripe —dijo Gavin asintiendo—. Así me sentía yo cuando la tuve.

—¿Y qué hizo tu madre? —le pregunté cada vez más ansiosa a medida que pasaba el tiempo—. Yo también tuve la gripe, pero no recuerdo haberme puesto tan enferma.

—Llamó al médico y él le dijo que me diera una aspirina y mucho líquido a beber. Sólo estuve enfermo algo más de un día, pero enseguida me encontré mucho mejor después de tomar lo que me había recetado. No te preocupes —me aseguró Gavin—. Estoy seguro de que sólo es eso.

—Sin embargo creo que sería mejor que tía Fern o su amigo vinieran a verle, ¿no crees?

Como yo estaba muy nerviosa, Gavin accedió a regañadientes.

—Odio pedirle nada —murmuró.

—Quédate aquí con él —dije mientras salía de la habitación en busca de tía Fern.

A esas horas de la noche, sólo había una lámpara de petróleo encendida en el pasillo. Las sombras hacían que pareciera más largo y más sombrío. Lo recorrí tan rápidamente como pude y llamé a la puerta de la habitación de tía Fern. Ni ella ni su amigo contestaron. Quizá todavía estaban abajo, pensé. La luz parpadeante procedente de las diminutas llamas de las lámparas proyectaba una danza de sombras en las paredes de la escalera y en el techo. Decidí volver a llamar, ahora más fuerte.

—¿Tía Fern? ¿Estás ahí? ¡Tía Fern!

Oí un ruido como el de una lámpara al caer; algo se rompió al dar contra el suelo. Al estrépito siguió una sarta de maldiciones.

—¿Qué diablos pasa? —gritó tía Fern desde el interior, luego la puerta se abrió bruscamente y apareció completamente desnuda, con el cabello revuelto y los ojos apenas abiertos.

—¿Qué quieres? ¡Es muy tarde! —se quejó, abriendo ligeramente los ojos—. ¿Para qué has venido a llamar a mi puerta?

—Es Jefferson, tía Fern. Está enfermo. Tiene mucha fiebre y se queja de que le duele la cara y la nuca. No sabemos lo que tiene.

—¿Quién es? ¿Qué pasa? —gritó Morton desde la cama. Encendió otra lámpara y se incorporó.

—Es mi hermano —contesté yo, apartando la vista de tía Fern—. Está enfermo.

—¿Y qué? —dijo ella cruzando los brazos sobre el pecho—. Los niños a menudo se ponen enfermos.

—¿Ha vomitado? —preguntó Morton.

—No, pero le duele la garganta, la nuca y…

—Habrá cogido frío… —dijo tía Fern, torciendo la boca con gesto de fastidio—. ¿Y por eso nos despiertas en mitad de la noche?

—Está muy mal —insistí.

—Quizá tenga la gripe —terció Morton.

—Sí —asentí yo—, Gavin cree que puede ser la gripe.

—Dale una aspirina —dijo Morton—. Es todo lo que puedes hacer por ahora.

—Eso, dale una aspirina —tía Fern se dispuso a cerrar la puerta.

—No creo que aquí tengan aspirinas —gemí—, estoy muy preocupada, tía Fern, mucho.

—Maldita sea —dijo ella.

—Tienes aspirinas en tu bolsa, Fern, las compramos hace unos días cuando nos despertamos con resaca en Boston, ¿recuerdas?

—¿Qué? Ah, sí, sí. Espera un momento —dijo acercándose con dificultad a la cama—. No me acuerdo dónde he puesto la bolsa —gruñó—. ¿No la dejé abajo?

—¿Y cómo puedo saberlo? Apenas recuerdo haber estado abajo —contestó Morton dejando caer la cabeza sobre la almohada como si fuera una piedra.

—Eres como un grano en el culo —se quejó tía Fern buscando por todas partes.

—¡Ahí está! —exclamé señalando hacia el tocador.

—¿Qué? ¡Oh, sí! —Se acercó al tocador y estuvo rebuscando entre sus cosas—. No las encuentro —dijo. Yo sentí que se me encogía el corazón en el pecho, pues tía Fern era capaz de haber tirado las aspirinas.

—Por favor, busca mejor, tía Fern. Está muy enfermo, necesitamos las aspirinas.

El rostro de tía Fern se tiñó de rojo sangre.

—Tú y Jefferson siempre necesitáis algo —me espetó. Yo bajé los ojos, temerosa de que me echara de allí—. Maldita sea, maldita sea, maldita sea —dijo mientras volcaba la bolsa y la vaciaba con gesto brusco—. Aquí están —añadió encontrando al fin la tableta de aspirinas—. Tómalas y vete al infierno para que podamos tener un poco de paz y tranquilidad y podamos dormir —continuó, entregándomelas bruscamente.

Yo las cogí y me dirigí a la puerta apresuradamente.

—No olvides cerrar la puerta. ¡Y ve a mimarlo como ellos te mimaron a ti! —gritó a mis espaldas cuando yo ya estaba en el pasillo.

—¿Qué han dicho? —me preguntó Gavin en cuanto volví.

—Que le demos una aspirina.

—Al menos podían haber venido a verle —murmuró.

—Ninguno de los dos está en condiciones de ver a nadie. Por lo menos Morton obligó a tía Fern a darme una aspirina.

Cuando le llevé a Jefferson un vaso con agua y dos aspirinas y se las puse en la boca, mi hermano gritó que no podía tragarlas.

—¡Me duele mucho, Christie, me duele mucho!

—¿Qué hacemos, Gavin? Si no puede tragarlas…

—Machaca las aspirinas y mézclalas con el agua. Recuerdo que mi madre lo hacía cuando yo era pequeño.

Las mezclé tan rápidamente como pude y luego apoyé el vaso en los labios de Jefferson. Comencé a verter el líquido en su boca poco a poco, pero en cuanto llegó a su garganta sufrió una terrible convulsión: sacudía el cuerpo y tenía los ojos desorbitados.

—¡Gavin! —grité—. ¡Se ha atragantado con el agua!

Gavin corrió a coger a Jefferson en brazos.

—Vamos, colega, vamos —dijo, manteniendo a Jefferson enderezado y dándole suaves palmaditas en la espalda.

—¿Qué ha pasado? ¡No es más que agua y aspirina en polvo! —exclamé.

—Quizá le ha pasado por el conducto equivocado —dijo Gavin con calma—. Déjale que recupere el aliento y probaremos de nuevo.

Cuando volví a acercar el vaso a los labios de Jefferson por segunda vez me temblaba la mano. Parecía como si no se diera cuenta de nada, apenas se movía.

—Jefferson, abre un poco la boca —le animé. Pero sus labios permanecieron cerrados y los párpados también—. Jefferson.

—Quizá debiéramos dejarle dormir —sugirió Gavin.

Sacudí la cabeza, con miedo. Sentía los latidos de mi corazón, nunca había visto a Jefferson tan enfermo, ni siquiera cuando tuvo el sarampión y la varicela.

—No tiene buen aspecto, Gavin. Cuando tuviste la gripe no tenías problemas a la hora de tragar, ¿verdad? —le pregunté—. Sé que no los tuviste.

—En una ocasión tuve una inflamación en el cuello y una vez… hasta me salieron ampollas. A lo mejor es lo que él tiene —dijo Gavin.

—Si no conseguimos que tome la aspirina la fiebre no bajará —gemí.

—Déjame intentarlo. —Cogió a Jefferson, lo incorporó hasta que quedó sentado y acercó el vaso a sus labios—. Vamos, compañero, bebe un poco de esto —lo animó Gavin. Temblaron los párpados de Jefferson y abrió la boca lo suficiente para que Gavin vertiera un poco de agua y aspirina dentro. Otra vez, en cuanto el líquido llegó a la garganta, volvió a toser violentamente, pero Gavin lo mantuvo sujeto y Jefferson consiguió tragar un poco. Luego se desplomó agotado en brazos de Gavin.

—Ha vuelto a quedarse dormido. Esperemos a que despierte para intentarlo de nuevo —sugirió Gavin.

Nos quedamos allí sentados velándolo y esperando.

Cada vez que Jefferson abría los ojos le dábamos un poco de aspirina, pero las convulsiones iban en aumento. De todas formas conseguimos que se la bebiera toda, pero yo decidí quedarme a su lado para asegurarme que dormía bien.

—Yo también me quedaré levantado —dijo Gavin.

Jefferson cerró los ojos pero no se durmió durante mucho, mucho rato. Se quejaba y lloraba y así siguió durante toda la noche. Finalmente, poco después de quedarse dormido, Gavin y yo también lo hicimos.

La mañana amaneció gris, triste, amenazante. Abrí los ojos poco a poco y miré a mi alrededor. Por un momento creí que todo había sido una pesadilla; quizá durante mi sueño me había levantado, había ido hasta allí, me había sentado y me había quedado dormida, pensé. Entonces vi a Gavin sentado en su cama con la cabeza inclinada y los ojos cerrados. Se había sumergido en un profundo sueño mientras nos velaba a Jefferson y a mí.

Me incliné despacio y miré a Jefferson. Aunque estaba dormido, su aspecto era muy extraño, como si tuviera un sueño divertido, con una sonrisa inmóvil y las cejas alzadas. Pero había algo en la expresión de su rostro que me dijo que aquella sonrisa no la provocaban pensamientos felices. No, la posición de sus labios y el modo en que permanecían levantadas sus cejas me hicieron temblar.

—Gavin —dije—. Gavin, despierta. —Sacudí su pierna y él abrió los ojos y se los frotó.

—Hola. ¿Cómo sigue?

—Míralo, Gavin. —Se inclinó y miró el rostro de Jefferson.

—Parece que se divierte.

—Parece un espectro. ¿Jefferson? —Apoyé suavemente mi mano en su frente. No lo noté más caliente, lo cual podía ser una buena señal, pero cuando abrió los ojos, me miró con una expresión de infinito miedo—. ¿Jefferson?

Emitió un gruñido sin despegar los labios.

Luego, sin previo aviso, todo su cuerpo empezó a temblar como si hubiera tocado un cable eléctrico. La visión de mi hermano con aquellas convulsiones me quitó la respiración. Incluso Gavin se quedó sin habla durante un momento. Luego grité.

—¡Jefferson!

Gavin fue a su lado y lo abrazó. De la frente de Jefferson resbalaban gotas de sudor y una pequeña línea de transpiración se Formó en su sien y en su mejilla derechas. Burbujas de saliva salían de la comisura de sus labios. Dio una arcada, puso los ojos en blanco y se desmayó en los brazos de Gavin.

—¡Gavin!

Gavin, atónito, dejó a Jefferson en la cama y apoyó el oído en el pecho de Jefferson.

—El corazón late muy de prisa.

—¡Tenemos que llevarlo a un médico… a un hospital! —grité.

Salí corriendo frenéticamente de la habitación gritando con todas mis fuerzas.

—¡Socorro! ¡Socorro! ¡Tía Fern! ¡Tía Charlotte! ¡Que venga alguien!

Tía Charlotte salió corriendo de su habitación y tras ella Luther poniéndose los pantalones apresuradamente.

—¿Qué sucede, querida? ¿Qué sucede?

—¡Es Jefferson! Está muy enfermo. Se está muriendo —dije echándome a llorar. Luther fue a ver a mi hermano.

—¿Qué demonios es todo este barullo? —gritó tía Fern asomando la cabeza por la puerta de su habitación.

—Es Jefferson, está enfermo —le dijo tía Charlotte.

—Oh, no, otra vez no. Dadle una aspirina y dejad de gritar. Aquí dentro hay dos personas que necesitan dormir —protestó cerrando de golpe la puerta.

—Luther dice que lo llevemos al hospital ahora mismo —dijo Gavin—, dice que no es la primera vez que ve a alguien así.

Miré a Luther que estaba detrás con una expresión muy preocupada en el rostro, los ojos serios y las arrugas de la frente y de las sienes más profundas.

—Oh, Luther, ¿qué tiene? ¿Qué le pasa a mi hermano?

—No estoy seguro, claro —dijo hablando despacio, pero parece lo mismo que le sucedió a mi primo Frankie hace treinta años cuando se cortó con un clavo oxidado.

—¿Qué…? —pregunté con el corazón en un puño y conteniendo el aliento. Gavin y yo intercambiamos una mirada—. El corte en la pierna —dije mientras Gavin hacía un gesto de asentimiento. Luego me volví hacia Luther—. ¿Qué le sucedió a tu primo, Luther?

—Enfermó de tétanos —repuso meneando la cabeza. No fue necesario que continuara, yo sabía que significaba que su primo Frankie había muerto. Aterrorizada, entré corriendo en mi habitación y cogí mi ropa. Me vestí rápidamente, con manos temblorosas y luego Gavin y yo envolvimos a Jefferson con la colcha. Gavin lo cogió en brazos y salimos al pasillo, hacia las escaleras. Durante todo el camino Jefferson no abrió los ojos ni emitió sonido alguno. Mi corazón latía con fuerza mientras caminaba tras ellos, con la cabeza inclinada.

Era culpa mía. Si no me hubiera escapado arrastrando conmigo a mi hermano pequeño…

La maldición no se cernía sobre él, pensé, sino sobre mí, y yo no tenía ningún derecho a situarlo bajo aquellas nubes oscuras y exponerlo a aquella lluvia helada. Todas las cosas y todas las personas que yo tocaba sufrían irremediablemente, pensé con amargura.

—Oh, querida, querida —dijo tía Charlotte poniéndose a mi lado y retorciendo las manos—. Pobre muchacho.

—¿Adonde demonios vais? —gritó tía Fern a nuestras espaldas cuando llegamos al rellano superior de la escalera. Luther ya había salido a buscar la camioneta para traerla hasta la puerta. No me sentí con fuerzas para contestar a tía Fern, y Gavin tampoco. La ignoramos y empezamos a bajar.

—¡Será mejor que traigas pronto una taza de café! —gritó.

—No le lleves nada, tía Charlotte —le dije cuando llegamos abajo—. No le des ni un vaso, de agua. No se lo merece.

Tía Charlotte asintió, centrando su atención en Jefferson. Nos acompañó hasta la camioneta.

—Siéntate delante con él —me dijo Gavin—, y yo lo haré en la parte trasera, hazlo primero tú y luego te lo pondré encima. —Luther se acercó para ayudarle pero él pudo hacerlo solo. Dejó a Jefferson suavemente en mi regazo, yo apreté su cabeza contra mi pecho y lo sostuve mientras Luther subía a la camioneta.

—Oh, querida, querida —dijo tía Charlotte haciéndose a un lado y frotándose las manos. Gavin saltó dentro del vehículo y comenzamos a movernos por el camino lleno de baches.

—Vamos a ir a Lynchburg —dijo Luther—. Allí está el hospital más cercano y el niño necesita ir al hospital con urgencia.

No contesté. Intenté tragar saliva pero no lo logré, todo lo que pude hacer fue asentir y mirar la carita macilenta de mi hermano. Tenía los labios ligeramente abiertos, pero sus ojos estaban completamente cerrados.

«Oh, mamá —gemí en mi interior—, yo no quería que sucediera esto, lo siento, lo siento».

No me di cuenta de que estaba llorando hasta que una lágrima se deslizó por mi barbilla y fue a parar a la mejilla de Jefferson. Me recosté en el asiento, suspiré profundamente y recé. Oí que Gavin daba unos golpecitos en la ventanilla trasera y me volví.

—¿Estás bien? —me preguntó. El viento levantaba sus cabellos mientras nos desplazábamos por la carretera. Observé la expresión de preocupación en sus ojos. Intenté hablar pero no conseguí dominar el temblor de mis labios. Hice un gesto con la cabeza y centré mi atención en la carretera que discurría delante nuestro. Luego eché una rápida ojeada a Luther, que conducía la camioneta a la máxima velocidad que le era posible. El motor se resentía y chispeaba, pero los ojos de Luther estaban fijos en la carretera como un hombre que ha visto la muerte antes y está sumergido en los recuerdos que la nueva situación ha evocado.

Me pareció que habían transcurrido horas y horas cuando vimos la señal en la carretera que indicaba que nos estábamos acercando al hospital. El cielo encapotado se había ido oscureciendo más y más durante el viaje. Observé cómo el viento balanceaba los árboles y los faros de los coches encendidos a causa de la oscuridad reinante. Estaba segura de que nos veríamos atrapados en un terrible aguacero antes de que llegáramos al hospital, pero todo lo que cayó fueron algunas gotas en el parabrisas. Cuando finalmente vimos los edificios delante nuestro, lancé un profundo suspiro de alivio. Un guardia de seguridad nos dijo dónde estaba la entrada de urgencias y nos dirigimos directamente hacia allí. En cuanto se detuvo la camioneta, Gavin saltó al suelo y vino a abrir la puerta. Jefferson no se había despertado, no había emitido sonido alguno durante todo el viaje. Gavin se inclinó y cogió suavemente a Jefferson de mi regazo. Con él en brazos se echó hacia atrás y yo bajé del vehículo y lo seguí hasta la puerta que daba a la sala de urgencias.

—¿Qué le ha pasado? —preguntó una enfermera cuando entramos.

—Creemos que tiene tétanos —dijo Gavin. La enfermera salió rápidamente de recepción e indicó a una enfermera que lo pusiera en una camilla. Gavin dejó allí a Jefferson y las dos enfermeras se ocuparon de él rápidamente, una poniéndole un aparato de medir la presión en el brazo y otra auscultándolo con un estetoscopio. Intercambiaron una mirada de preocupación y una de ellas se llevó rápidamente la camilla con mi hermano por el pasillo a la sala de exploración, de la que acababa de salir un médico joven. Yo los seguí.

—¿Qué tenemos aquí? —preguntó el médico.

—Mi hermano está muy enfermo —repuse—. Se cortó hace unos días con un clavo y creemos que puede tener tétanos.

—¿No está vacunado? —preguntó el médico.

—No lo sé —repuse—, no lo creo.

—¿Se cortó él mismo? —preguntó mientras levantaba uno de los párpados de mi hermano y estudiaba la pupila.

—Sí, con un clavo oxidado… Estoy segura. —El médico me miró con severidad.

—¿Dónde están vuestros padres? ¿Ese hombre es tu padre? —preguntó señalando a Luther que esperaba en el pasillo con Gavin.

—No, señor.

La primera enfermera le susurró algo y se llevó a Jefferson a la sala de exploración. El médico entró tras ellos. Yo también quise ir, pero la segunda enfermera me detuvo.

—No puedes entrar —dijo—. Ve a recepción y dale a la enfermera que está allí toda la información necesaria.

—Pero…

Cerró la puerta tras ella y yo no pude protestar. Mi corazón latía tan aceleradamente que pensé que a mí también me tendrían que echar en una camilla. Las lágrimas me quemaban los ojos mientras me alejaba de la puerta.

—¿Qué han dicho? —preguntó Gavin.

—Quieren que esperemos fuera y que vaya a darle la información a la enfermera de recepción —expliqué.

Gavin me cogió de la mano y nos acercamos al mostrador. Luther se había sentado en una silla de la sala de espera y nos miró con aquella terrible expresión de miedo escrita en su rostro. Yo miré hacia la puerta cerrada de la sala de exploración.

Mi hermano iba a morir en aquella habitación, pensé. Yo lo había llevado allí, me había cogido de la mano y me había seguido, confiado, desde que habíamos abandonado el hotel en Cutler’s Cove. Y ahora yacía en una habitación extraña, inconsciente. Todo mi cuerpo empezó a temblar y Gavin me rodeó los hombros con su brazo.

—Verás cómo todo irá bien, no te preocupes —dijo.

—¿Quién de vosotros es familiar del paciente? —preguntó la enfermera de recepción.

—Yo, señora —repuse enjugándome los ojos—. Yo soy su hermana.

—Bien, entonces rellena este formulario, por favor. Nombre y dirección, aquí —dijo, señalando con un bolígrafo. Cogí el formulario que me daba y miré el papel. Tenía los ojos tan Henos de lágrimas que todo lo vi borroso, todas las palabras como una mancha sobre la hoja de papel.

—Tienes que rellenarlo —repitió con más firmeza al ver que yo dudaba.

Me enjugué otra vez los ojos y contuve un sollozo, asentí y empecé a escribir. Hice todo lo que pude, pero cuando llegué al nombre del padre o tutor, me detuve y lo dejé en blanco. Ella se dio cuenta inmediatamente.

—¿Por qué no has puesto aquí el nombre de tus padres? —preguntó.

—Los dos han muerto, señora.

—Bien… ¿cuántos años tienes?

—Dieciséis.

—¿Es tu tutor? —preguntó señalando a Luther, que no se había movido ni tampoco había dicho una palabra.

—No, señora.

La enfermera parecía disgustada.

—¿Con quién estáis viviendo tu hermano y tú, señorita?

—Con nadie.

—¿Nadie? —Su sonrisa de confusión se transformó rápidamente en expresión de disgusto—. No lo entiendo. Necesitamos la información —insistió.

No pude dominarme y me eché a llorar con todas mis fuerzas. Ni siquiera me calmó el abrazo de Gavin. Me ayudó a sentarme al lado de Luther sin dejar de abrazarme y yo oculté el rostro en su cuello. La enfermera que estaba detrás del mostrador de información no volvió a hacerme ninguna otra pregunta. Al rato dejé de llorar, me recosté en mi asiento y cerré los ojos. Cuando los abrí me sentí agobiada, desbordada por los acontecimientos.

Hasta ese momento no había sido consciente de la existencia de nadie más en el hospital, salvo de la nuestra, pero de pronto, al volverme, vi a otras personas en la sala de espera y a otros pacientes en el pasillo: un hombre con un vendaje sanguinolento en la frente, otro en una silla de ruedas con la cabeza hacia atrás y los ojos cerrados. Había mucha actividad a nuestro alrededor. Las enfermeras iban y venían, unas detrás de los médicos y otras solas. Un ayudante de enfermería llevaba a los pacientes en silla de ruedas al departamento de rayos X. En un extremo del pasillo bien iluminado, vi a unas personas esperando el ascensor, probablemente visitarían a sus familiares o amigos.

Finalmente, tras una espera que me pareció interminable, el joven médico salió de la sala de exploración y vino por el pasillo hacia donde nosotros estábamos. Se detuvo en el mostrador de información y la enfermera le entregó el formulario que había rellenado sólo parcialmente. El médico alzó las cejas. La enfermera le dijo algo, él nos miró y se acercó. Contuve la respiración. Gavin me apretó la mano con fuerza y Luther asintió con las manos apoyadas en su regazo.

—¿Christie Longchamp?

—Sí, señor.

—El nombre de tu hermano es Jefferson —dijo mirando el papel.

—Sí, señor.

—Bien, al parecer ha contraído el tétanos. Debería de haber recibido inmediatamente una inyección tras herirse en la pierna —dijo con una nota de reprobación en la voz. Yo intenté tragar saliva, pero me fue imposible—. ¿Saben algo de esto vuestros padres?

Hice un gesto de negación con la cabeza.

—Sus padres han muerto —dijo Gavin—. Murieron en un incendio.

El médico se lo quedó mirando un instante con los ojos entornados. Luego se volvió hacia mí.

—Primero hablaremos de tu hermano. Está en coma, algo que generalmente sucede tras las convulsiones causadas por el tétanos.

—¿Se pondrá bien? —pregunté impulsivamente sin poderme dominar.

El médico miró a Luther y luego otra vez a mí.

—El índice de mortalidad provocada por el tétanos depende de la edad del paciente y del tiempo de incubación. Es más serio en niños pequeños y especialmente en aquellos que no han sido tratados inmediatamente después de que la bacteria se haya introducido en el cuerpo —dijo con frialdad—. ¿No tenéis un tutor?

—Sí, señor —bajé la mirada—, mi tío.

—Debe ser informado inmediatamente. Tiene que firmar varias cosas. Me voy a adelantar con el tratamiento de urgencia, pero necesito hablar enseguida con vuestro tutor. Sois de… —miró el formulario—. ¿Cutler’s Cove, Virginia?

—Sí, señor.

—¿Estáis visitando a unos parientes?

—Sí, señor, a mi tía.

—Ah, ¿podemos hablar con ella?

—No tenemos teléfono en la casa —intervino Luther.

—¿Disculpe?

—Es… mi tío —dije yo.

—¿Vuestro tutor? ¿Y ha estado aquí sentado todo este rato? —preguntó el médico con expresión incrédula.

—No, señor. Es otro tío.

—Mira, Miss Longchamp, la situación es muy grave. Quiero el nombre de vuestros tutores y el número de teléfono inmediatamente. —Me entregó el papel y sacó un bolígrafo de su bolsillo superior.

—Sí, señor —dije y escribí el nombre de tío Philip y su número de teléfono.

—Estupendo. —El médico cogió el formulario y se dispuso a marcharse.

—¿Cómo está mi hermano? —pregunté.

—Lo vamos a trasladar a la unidad de cuidados intensivos. Le vamos a poner una intravenosa con una antitoxina. El niño está muy, muy grave —dijo mirando a Luther, como si supiera instintivamente que estaba familiarizado con la enfermedad.

—¿Puedo verle? —pregunté.

—Sólo un momento —repuso el médico—. Hay una sala de espera junto a la UCI y un tiempo muy limitado para las visitas.

—Gracias —contesté mientras me dirigía por el pasillo hacia la sala de exploración de la mano de Gavin. Cuando nos asomamos, vimos que una enfermera acababa de ponerle una intravenosa. Jefferson ya estaba en el hospital.

—Las cosas de tu hermano —dijo la enfermera entregándome el camisón y la colcha.

—Gracias. —Gavin y yo nos acercamos a ver a Jefferson. Observé que sus ojos vibraban bajo las pestañas, sus labios temblaban y luego volvía a quedarse inmóvil.

—Jefferson —dije. Tenía la garganta seca de los esfuerzos que hacía por no romper a llorar torrencialmente y sentí como si en el pecho soportara un peso de tres toneladas. Cogí la mano de mi hermano y la retuve en la mía unos momentos.

—¿Se pondrá bien? —le preguntó ansioso Gavin a la enfermera.

—Hay que esperar a ver —contestó ella—. Ahora está en buenas manos —añadió dirigiéndonos la primera sonrisa de esperanza. Gavin asintió—. Es un muchacho muy fuerte —dijo. Sus palabras alentaron en mí una débil pero cálida esperanza.

Me incliné, besé a mi hermano en la mejilla y luego acerqué mis labios a su oído.

—Lo siento, Jefferson —susurré—. Siento que estés aquí por mi culpa. Ponte bueno, por favor. Por favor, por favor —añadí mientras las lágrimas me resbalaban por las mejillas.

—Christie, vamos, van a llevárselo arriba.

Gavin me abrazó y nos quedamos allí mirando cómo el ayudante y la enfermera sacaban a Jefferson en la camilla hasta el pasillo. Seguimos la camilla hasta que llegaron al ascensor.

—Volved dentro de una hora aproximadamente —nos dijo la enfermera antes de que se cerraran las puertas.

Gavin y yo nos quedamos mirando cómo subía el ascensor. Luther se reunió con nosotros.

—Pasará un buen rato hasta que sepamos algo —dijo Luther.

—Yo me quedaré aquí. —Él asintió, buscó algo en el bolsillo del pantalón y sacó unas monedas.

—Toma. —Se las entregó a Gavin—. Querréis comer y beber algo. Volveré para ver cómo está tía Charlotte y le diré a tu hermana cómo están las cosas —le dijo a Gavin. Gavin asintió—. A lo mejor aún le queda algo de vergüenza para venir aquí y acompañarnos.

—Gracias, Luther.

Se me quedó mirando y vio las lágrimas que me llenaban los ojos.

—Rezaré por él —dijo—. Es un chico estupendo. Me habría gustado que fuera hijo mío.

Gavin y yo le vimos caminar hacia la salida. Cuando desapareció, volvimos y fuimos a velar tras la puerta de la unidad de cuidados intensivos.

Estuve dormitando con la cabeza apoyada en el hombro de Gavin. Nos habíamos sentado en un pequeño sofá tapizado con piel de imitación en la sala de espera de cuidados intensivos. Frente a nosotros había una anciana sentada que miraba por la ventana. De vez en cuando se enjugaba los ojos con un pañuelo. Nos miró y nos sonrió.

—Han operado a mi marido —nos dijo—, está estabilizado, pero un hombre a su edad… —Su voz la traicionó y se volvió otra vez hacia la ventana. Afuera, el cielo encapotado había empezado a abrirse aquí y allá y había dejado de llover.

—¿Ya ha pasado una hora, Gavin? —pregunté.

—Algo más de una hora —repuso. Nos levantamos y nos dirigimos a la puerta de la UCI. Suspiré profundamente y entramos. La enfermera que se encontraba en el mostrador que había en el centro de la habitación levantó la vista inmediatamente. Vimos a los pacientes conectados al oxígeno, uno de ellos con las piernas y los brazos enyesados.

—Venimos a ver a Jefferson Longchamp —dijo Gavin.

—Sólo podéis quedaros cinco minutos —replicó con sequedad la enfermera.

—¿Cómo está? —le pregunté enseguida.

—Sigue igual. Está al final, a la derecha. —Atravesamos la unidad de cuidados intensivos procurando no mirar a los otros pacientes, todos ellos gravemente enfermos; pero el sonido de los monitores del corazón, el sonido de fondo de los murmullos de las enfermeras, los ocasionales quejidos y gruñidos, la visión de los vendajes ensangrentados y la hilera de gente semiinconsciente o inconsciente, me impresionó tanto que el corazón se me encogió y me costaba grandes esfuerzos respirar. No pude reprimir la sensación de que nos encontrábamos en la línea divisoria del mundo de los vivos y el mundo de los muertos. Mi hermano estaba tambaleándose en ella.

Jefferson estaba en una habitación separada dentro de una tienda de oxígeno. La luz apagada mantenía la habitación en penumbra. Era él mismo, sólo que ahora estaba conectado a un monitor y a un gota a gota intravenoso. Le habían limpiado y vendado la herida de la pierna. Gavin me retuvo junto a él mientras nos acercamos a mirarle.

—Ni siquiera imaginé que podía tratarse de esta enfermedad —dijo—. Tendríamos que haber hecho algo la pasada noche.

—Es culpa mía porque olvidé por completo que se había cortado con ese clavo.

—No te culpes.

Nos volvimos cuando una enfermera entró a comprobar el gota a gota intravenoso de Jefferson y a tomarle el pulso.

—¿Cómo está? —preguntó Gavin.

—Es buena señal que no haya sufrido más convulsiones —contestó ella.

Nos quedamos hasta que la enfermera nos avisó que debíamos salir y nos dirigimos al piso de abajo, a la cafetería del hospital. Yo no tenía mucha hambre, pero Gavin consideró que debíamos ingerir algo, pues en caso contrario también nosotros caeríamos enfermos. Pedí una sopa de avena y una taza de té. Luego volvimos a la sala de espera de cuidados intensivos, donde pasamos la mayor parte del día visitando la UCI en cuanto nos era posible.

Entraban y salían los familiares de los otros pacientes; algunos hablaban mucho, otros no. Gavin y yo dormíamos un poco, mirábamos algunas revistas o simplemente nos distraíamos mirando por la ventana el cielo cada vez más claro. La visión de los retazos azules y de las nubes de algodón me aliviaban el corazón. Cuando volvimos a la unidad de cuidados intensivos, la enfermera jefe nos dijo que a medida que transcurría el tiempo mi hermano iba mejorando.

—Aún no está fuera de peligro, pero su estado no ha empeorado.

Aliviados por aquellas palabras, volvimos a la cafetería del hospital y, con renovado apetito, dimos buena cuenta de la comida.

—Esperaba que tal vez Fern se dejara caer por aquí, no me imaginaba que fuera tan rastrera —dijo Gavin.

—Y yo espero que no atormenten más a tía Charlotte y a Luther.

—Luther los mantendrá a raya —contestó Gavin.

Cuando volvimos a la sala de espera de cuidados intensivos, Luther había vuelto y se había traído a Homer con él. Homer se había puesto unos pantalones limpios, una camisa blanca y corbata y se había cepillado el pelo hacia atrás lo mejor que había podido. Tenía una expresión de temor y tristeza, pero sus ojos se animaron en cuanto nos vio.

—Homer ha estado a punto de volverme loco con su insistencia —nos explicó Luther.

—Ha sido muy amable por tu parte, Luther. Gracias por venir, Homer.

—¿Cómo está? —preguntó Homer.

—Está mejor, pero todavía está grave.

Homer hizo un gesto de asentimiento.

—Le he traído una cosa para que juegue —dijo—. Para cuando esté mejor —añadió y nos enseñó uno de esos juguetes que se amoldan a la palma de la mano. Uno de esos pequeños juegos en los que tienes que hacer equilibrios con unas bolitas plateadas hasta llegar a introducirlas en unos agujeros.

—Es tan viejo que es una antigualla —dijo Luther haciendo un guiño—. Se lo regalé cuando era casi como Jefferson.

—Gracias, Homer, procuraré que se lo den.

—¿Y mi hermana? —preguntó Gavin.

—Oh —dijo Luther—, en cuanto se ha enterado de lo que tiene Jefferson, ella y ese estúpido se han largado.

—¿Quieres decir que se han ido? —preguntó Gavin atónito—. ¿Se han marchado antes de saber cómo estaba Jefferson?

—No hubiera salido de la casa más deprisa si hubiera habido fuego —dijo Luther—. Creo que no la vamos a echar de menos —añadió.

—No puedo creerlo —murmuró Gavin.

Hicimos otra visita a la unidad de cuidados intensivos. Esta vez las enfermeras nos permitieron permanecer casi veinte minutos y dejaron que Homer viniera con nosotros. Permaneció a nuestro lado con las manos cruzadas en la cintura y no apartó los ojos del rostro de Jefferson.

Cuando llegó el momento de salir, Homer se acercó unos pasos a la tienda.

—Ponte mejor, Jefferson, ponte bueno enseguida porque todavía hemos de pintar el granero y tenemos un montón de cosas por hacer —dijo.

Cogí a Homer de la mano y salimos los tres, con la cabeza inclinada; cada uno de nosotros recitando para sus adentros la oración que mejor sabía. Pero cuando salimos de cuidados intensivos, mi corazón dio un brinco. Debía de haberlo sospechado, debí de haber estado preparada y pensar lo que iba a hacer, pero toda mi preocupación se centraba en Jefferson, no pensaba en otra cosa, ni siquiera en mí misma.

Allí, de pie junto al médico, estaba tío Philip con una torva expresión en su rostro. Mis ojos se apartaron de él y se fijaron en el médico, que también parecía muy enfadado.

—Todo el mundo ha enfermado de preocupación, Christie —dijo. Luego se dirigió a Gavin—, y tus padres también.

Bajé la mirada, no podía mirarlo cara a cara.

—Luther y Charlotte no han debido permitiros quedaros en su casa —continuó. Levanté los ojos rápidamente y los clavé en él con expresión acerada.

—No los culpes de nada —dije con dureza.

—Oh, no lo hago —contestó apresuradamente—. Estoy seguro de que ellos ignoraban lo que estaba sucediendo, pero el caso es que…

—¿Cuál es el caso? —terció Gavin.

—El caso, jovencito, es que tus padres están muy inquietos. No tienen por qué pagar tus devaneos por el país. Ya lo he arreglado todo para que vuelvas a casa inmediatamente —dijo, sacando un billete de avión del bolsillo superior—. Le he dicho que me ocuparía de ti. Hay un taxi esperando ahí afuera, en la entrada del hospital, para llevarte al aeropuerto. Tienes diez minutos para marcharte —dijo tío Philip con firmeza.

—No voy a dejar a Christie. —Gavin retrocedió unos pasos y se colocó junto a mí.

—Christie también se va —contestó tío Philip sonriendo—, se va a casa.

Yo sacudí la cabeza.

—No.

—¿Es que no deseas estar cerca de tu hermano? —preguntó. Yo miré al médico—. El médico dice que dentro de un día o dos Jefferson estará en condiciones de ser trasladado en ambulancia o en avión. Lo llevaremos a Virginia Beach donde ya lo he dispuesto todo para que se le atienda debidamente en el hospital. Quieres que tu hermano tenga la mejor atención médica, ¿verdad?

—Christie no vuelve a casa contigo —dijo Gavin.

Tío Philip se lo quedó mirando un momento y luego, suavizando la expresión de su rostro, se dirigió a mí.

—¿Christie?

—Tengo que volver a casa con él, Gavin —dije.

—No, no puedes. Iremos a la policía y contaremos todo lo que ha sucedido. Iremos…

—Ahora no, no con Jefferson tan enfermo —dije—. No te preocupes, todo saldrá bien.

—Desde luego —intervino tío Philip. Se dirigió al médico—. Existen algunos malentendidos en casa. Por desgracia la vida ha sido muy dura para Christie desde que sus padres fallecieron, pero…

—¡Malentendidos! —gritó Gavin—. ¡Llamas a lo que le hiciste un malentendido!

—Calma, calma, jovencito —dijo el médico—. No estás en la calle.

—Pero usted no comprende…

—Su trabajo no es el de comprender los asuntos de familia —intervino tío Philip rápidamente—. Deberías preocuparte por tus padres. Tu madre está enferma a resultas de todo esto y tu padre…

—Gavin, por favor —dije apretándole el brazo—. Ahora no. Ahora no nos sirve de nada. Vuelve primero a tu casa y ve a ver a tus padres. Ya he causado bastante dolor y problemas a demasiadas personas.

—Pero, Christie, no puedo permitir que vuelvas con él, no puedo.

—Quédate tranquilo. Te llamaré por teléfono. Todo lo que quiero es estar junto a Jefferson. Ahora me necesita, Gavin. Por favor.

—Pero…

—El taxi está esperando —dijo tío Philip mostrando el billete de avión a Gavin—. Vas a perder el vuelo y entonces tendrás que pasar toda la noche en el aeropuerto.

—Vete, Gavin —le rogué—. Por favor. —Él siguió allí, contrariado y rebelde a aceptar la nueva situación—. Te quiero —le susurré.

Gavin asintió y luego se volvió hacia tío Philip y cogió el billete.

—Si le haces algo… la mínima cosa —le advirtió. Tío Philip palideció.

—No me amenaces, jovencito —dijo, dirigiéndose luego al médico—. Estos chicos de hoy en día…

El médico asintió. Con la cabeza inclinada, Gavin empezó a caminar por el pasillo hacia la salida.

—¡Gavin! —grité corriendo hacia él. Nos abrazamos.

—Llámame enseguida —dijo—, encontraré la manera de venir a verte. Te lo juro.

Me besó rápidamente y salió corriendo. Mis ojos se fijaron entonces en Luther y en Homer que habían asistido al enfrentamiento en completo silencio. En sus rostros se reflejaba la tristeza y la simpatía.

—Gracias, Luther. Y por favor, dale de mi parte a tía Charlotte las gracias por todo. Jefferson te escribirá, Homer. En cuanto se encuentre mejor, te lo prometo. Y algún día, muy pronto, vendremos a veros.

Homer sonrió. Lentamente me volví hacia tío Philip. En su rostro apareció una sonrisa de oreja a oreja.

—Christie —dijo—. Todo se arreglará. Tía Bet está ansiosa de verte y también los gemelos. Todo va a ir bien, todo será como antes.

»Te lo prometo —siguió diciendo con los ojos brillantes—. Como antes, como si nunca te hubieras marchado.