15

PROFUNDA MALDAD

Aunque la mañana era luminosa y soleada, con sólo algunos grupos de nubes que parecían pegados aquí y allá en un cielo azul intenso, yo me sentía tan desgraciada como si hubiera abierto la puerta y me diese de bruces con un día gris y encapotado. Hasta el gorjeo de los petirrojos y los gorriones era triste, su música me parecía fuera de tono. Un cuervo grande y negro me miraba fijamente con una expresión de morbosa curiosidad. Apenas se movía, parecía un pájaro disecado más que un pájaro vivo, encaramado en el respaldo de una antigua mecedora de madera. En lugar de aspirar el aroma de la hierba recién cortada y de las flores silvestres, aspiré el olor a moho de los tablones de madera podrida en el suelo del porche. Las moscas danzaban en el aire alrededor de la casa como si celebraran el descubrimiento de un gigantesco cadáver con el que se podrían alimentar para siempre.

Lancé un suspiro, sólo me estaba fijando en lo que me producía intranquilidad y tristeza; mi disposición de ánimo me hacía ver solamente aquello que era repulsivo y triste, no importaba lo hermoso que fuera aquel día. Solía culpar al clima de mi estado de ánimo, pero ahora era algo más que eso. Mamá y papá habían hecho que mi mundo fuera hermoso, radiante. Sus risas y sus voces tenían luz propia. La belleza sin las personas que había amado o que me habían amado era incompleta, inapreciable, extraña.

Del mismo modo que había personas cariñosas y amables que podían hacer que tu mundo fuera más feliz y más luminoso, también había otras egoístas y crueles, personas con el corazón de piedra y las venas llenas de agua helada capaces de transformar tu mundo en algo gris y deprimente. Tía Fern era como una mancha de hollín, como una nube oscura que ahora se cernía sobre mi cabeza, amenazando con descargar una lluvia fuerte y fría y empaparme de más desgracias. En mi huida del horror en que se había convertido mi hogar, también liberé a mi hermano Jefferson aceptando la ayuda de Gavin y llevándolos a los dos a lo que ahora parecía más bien un viaje al infierno. Me había refugiado en la antigua plantación y, al hacerlo, había dado entrada a la maldición en la vida de dos personas sencillas y amables.

Me sentía como un ave de mal agüero. Si subía a un barco, seguro que se hundiría; si tomaba el tren o el avión, tendría lugar un accidente. Y a lo mejor, si algún día subía al Cielo, los ángeles perderían sus armoniosas y melódicas voces. No recordaba un día de mi vida en el que hubiera sentido más lástima de mí misma y de la gente que me amaba. Mientras permanecía llena de aquellos oscuros pensamientos, consideré la opción de escapar y desaparecer. Sin tenerme allí para atormentarme, tía Fern se aburriría y se marcharía; Gavin se llevaría a Jefferson a su casa y vivirían felices y Charlotte, Luther y Homer podrían volver al mundo idílico y sencillo del que antes gozaban.

Di unos pasos con la vista fija en el camino quebrado y tortuoso. Los árboles y los arbustos parecían hacerme señas bajo la fuerte brisa que soplaba. Una voz en el viento susurró: «Corre, Christie, corre… corre». ¿Qué importaba adonde me dirigiera, las vueltas que diera o dónde acabara? Sólo me echarían de menos durante un tiempo. Durante un tiempo el corazón de Gavin sufriría, pero con el paso de los días me iría mezclando en la trama de recuerdos y volverían épocas más felices y esperanzadoras. La vida en un mundo en el que el fuego puede llevarse a dos personas tan extraordinarias como mamá y papá, en el que existen personas tan malvadas como Emily, la hermana de Charlotte, que prosperan y viven hasta que mueren a edad avanzada, en el que la enfermedad y la pobreza coexisten con la salud y la riqueza, y golpean sin razón alguna para ahogar cualquier momento de felicidad, ya era de por sí bastante difícil. ¿Por qué añadir entonces, además, el peso plúmbeo de una maldición?

Mis pasos se hicieron más seguros, largos, apresurados. Quizá me ocultase entre los arbustos para asegurarme que tía Fern y Morton se marchaban y de que Gavin podía seguir su camino con Jefferson. Si esto sucedía mi decisión habría sido la más adecuada. Sí, podría…

—¡Hola! —Me detuve, me volví y vi que Gavin se acercaba precipitadamente. Sus ojos castaños estaban llenos de confusión—. ¿Adonde crees que vas? —me preguntó.

—Yo sólo…

—¿Sólo qué, Christie? Este sendero sólo lleva hasta la carretera. Querías escapar, ¿no es cierto? —volvió a preguntarme, perceptivo—. Fern ha hecho otra de las suyas, ¿no? —siguió diciendo antes de que yo pudiera responderle—. ¿Qué ha hecho? Iré a la casa y le… —añadió dirigiéndose hacia la casa.

—No, Gavin, por favor —le detuve agarrándole por el brazo—. No hagas nada. No iba a escapar. —Me miró con escepticismo—. Sólo iba a dar un paseo, creí que este sendero era el más cómodo —dije sin expresión alguna, con la esperanza de que no se diera cuenta del dolor que había en mis ojos. Pero no lo conseguí.

—Christie, te dije que yo cuidaría de que nadie te hiciera daño, ¿verdad?

—Lo sé. Lo sé. ¿Jefferson está bien? —pregunté inesperadamente, tratando así de cambiar de tema.

—Está con Homer, embadurnando con pintura las paredes del granero. Y yo te he estado esperando toda la mañana. ¿Qué te ha dicho que hicieras después de llevarle la taza de café?

—No ha sido tan malo. La he ayudado a bañarse y a lavarse el pelo y luego les he preparado el desayuno. Todo irá bien —le prometí aunque sin demasiada confianza—. Estoy segura de que hoy se aburrirán y se marcharán.

—Humm —murmuró asintiendo y entornando los ojos—. Es posible.

—Claro que se marcharán, Gavin. ¿Qué les retiene aquí? Ya sabes que a Fern le gusta mucho el jaleo. Siempre se quejaba de que se aburría mucho en el hotel a pesar de que había muchas actividades y se podía nadar.

Al intentar convencerle a él también estaba intentando convencerme a mí misma. Sin embargo, fue como si el terrible hado que se cernía sobre mí hubiera oído mis protestas de esperanza y quisiera desvanecer hasta el más mínimo optimismo. Tía Fern y Morton salieron de la casa riendo mientras atravesaban el porche haciendo mucho ruido en el suelo y bajaron los escalones hacia el coche.

—¿Se van? —susurró Gavin.

Gavin y yo nos desplazamos a un lado para verlos marchar, pero se detuvieron a nuestro lado y tía Fern bajó la ventanilla.

—¿Adonde demonios vais… a vuestro nidito en el lago? —preguntó riendo.

—Estamos dando un paseo, tía Fern —repliqué con dureza.

—Claro, claro. Vamos al pueblo a comprar algunas cosas. Morton quiere un bistec para cenar y también traeremos alimentos más decentes. Además, no me gusta el jabón y el champú que tenéis aquí.

—Y no te olvides del whisky —se burló Morton, cosa que les hizo reír a ambos.

—Sí, aquí no hay ginebra y a los dos nos gusta mucho. Te aconsejo que vuelvas y limpies la cocina. Queremos tener limpio nuestro refugio. Y esto me hace recordar que también quiero que estén arregladas otras habitaciones, déjalas habitables. Luego las supervisaremos y ya te contaré lo que quiero hacer.

Cerró la ventanilla y Morton puso el coche en marcha. Sentí el corazón y la garganta en un puño.

—Así es que creías que se iban a marchar hoy —dijo Gavin—. Te juro que si te hace otra escena de ésas, la agarraré por el cuello y la echaré por la puerta.

—Ten un poco de paciencia, Gavin, se aburrirán muy pronto —le aseguré—. Por favor, no quiero más problemas de los que ya tenemos.

—Está bien —dijo Gavin entornando los ojos—, pero no quiero verte alejándote de la casa sin mí. ¿Me lo prometes? Prométeme que no harás ninguna estupidez, Christie —insistió.

Bajé los ojos y asentí, pero no quedó satisfecho. Se inclinó y me levantó la barbilla para poderme mirar a los ojos.

—¿Christie?

—De acuerdo, Gavin, te lo prometo.

—Bien —dijo él satisfecho.

—Voy a entrar a limpiar la cocina. No hay razón para que Charlotte tenga más trabajo —le dije encaminándome hacia la casa.

Tía Fern y Morton volvieron con bolsas llenas de las cosas que a ellos les gustaba comer. Trajeron dos botellas de cuarto de ginebra y una docena de botellitas de agua tónica. En cuanto llegaron, Morton preparó unas copas. A mí me ordenaron vaciar las bolsas y hacer la comida. Mientras lo hacía, tía Fern dio su prometido paseo por la casa. Poco después me llamó gritando. Charlotte había vuelto a preparar la comida de Luther y de los otros.

—Oh, querida, ¿por qué grita tan fuerte? ¿Qué quiere? —me preguntó Charlotte detrás de mí. La encontramos de pie en lo alto de la escalera con una copa en una mano y la muñeca que había cogido de la cuna de la habitación de los niños en la otra. Charlotte se quedó lívida.

—Cuidado, por favor —le gritó a tía Fern.

—¿Cuidado? ¿Cuidado de qué? ¿Qué es esto? ¿Por qué estaba esta muñeca en la cuna? —preguntó.

—Por favor, devuélvela a su sitio, tía Fern —le dije dirigiéndome hacia la parte superior de la escalera, donde se encontraba ella—. Es de Charlotte.

—¿Todavía juega con muñecas? —preguntó con incredulidad.

—No, pero ésta es un recuerdo y…

—Es ridículo. Este lugar es ridículo —declaró tía Fern.

—Por favor —dijo tía Charlotte—. Devuélvela a su sitio. No la sacamos de la habitación de los niños.

—Ah, ¿no la sacáis? —se burló tía Fern—. ¿Y qué crees que va a pasar? ¿Se echará a llorar? —Sostuvo en alto la muñeca que sujetaba por los pies y la balanceó arriba y abajo por encima de la barandilla, amenazando dejarla caer.

—¡Detente! —gritó Charlotte subiendo las escaleras detrás de mí.

—Tía Fern, no te burles de ella.

Fern bebió otro trago de gintonic y se echó a reír.

—Morty —llamó—. Deberías venir a ver esto. No te lo vas a creer. ¡Morty!

—¡Devuélvela a su sitio! Por favor, devuélvela a su sitio —suplicó tía Charlotte, subiendo las escaleras más deprisa.

Morton salió de la sala de estar, donde había estado bebiendo y descansando, a ver qué pasaba.

—Juguemos a coger la pelota —propuso tía Fern sosteniendo en alto la muñeca para que Morton la viera. Tía Charlotte se abalanzó sobre ella y tía Fern la lanzó a Morton, que la cogió.

—¡Dejadlo! —gritó tía Charlotte con las manos en las sienes.

—Tía Fern, ¿cómo eres capaz de hacer estas cosas? —Me volví y miré a Morton que le estaba sonriendo a Fern—. Dame la muñeca, por favor —le supliqué. Morton se echó a reír y cuando yo iba a alcanzarla, se la lanzó a Fern. La muñeca cayó, pero antes de que tía Charlotte pudiera cogerla, Fern la levantó y amenazó con lanzársela otra vez a Morton.

Charlotte volvió a gritar mientras Fern reía y se la lanzaba a Morton. En el rostro de tía Charlotte vi reflejado el dolor y el miedo que sentía. Alguien, otra vez, le estaba robando su bebé. Qué comportamiento más perverso y cruel el de tía Fern al causarle tanto daño a Charlotte.

—Tía Fern —grité cuando llegué al tramo superior de las escaleras con Charlotte detrás de mí. Pero cuando dimos la vuelta al recodo del pasillo, ya no la vimos.

—¿Dónde está? ¿Adonde se ha llevado el bebé? —preguntó tía Charlotte.

—¿Tía Fern?

Oímos unas risitas a nuestra derecha y nos encaminamos despacio en aquella dirección. Sin embargo, antes de que llegáramos a la puerta de la habitación en que tía Fern se había ocultado, oímos el estrépito de unos cristales al romperse y caer al suelo y luego escuchamos su grito. Instantes después apareció Homer con la muñeca en sus brazos como si llevara un bebé de verdad. Se acercó a Charlotte y puso delicadamente la muñeca en los brazos de ella. Charlotte acarició su cabeza y su cara suavemente y luego se dirigió al cuarto de los niños.

—¿Qué está haciendo aquí? —gritó tía Fern desde el umbral de la puerta—. Me ha dado un susto de muerte.

Homer se volvió y la miró furioso.

—Te dije que lo mantuvieras alejado de la casa —dijo * tía Fern—. Ha aparecido de repente, sabe Dios de dónde, y me ha arrancado la muñeca de las manos.

—Está bien, Homer. Todo está bien. Ahora ve a reunirte con los demás. —Pero él siguió allí mirando con expresión de odio a Fern, con sus grandes manos como mazas—. Vamos, Homer —le dije con mayor firmeza. Entonces él me miró, dio la vuelta y desapareció.

—¿Quién diablos le llamó para que viniera? —preguntó tía Fern haciéndome un gesto de amenaza ahora que Homer ya se había ido.

—Debe de haber oído el grito de Charlotte y se ha lanzado a la ventana —dije yo—. ¿Por qué lo has hecho, tía Fern? Te dabas perfecta cuenta del daño que estabas causando.

—Bueno, y qué, ¿es que es idiota? ¿Es normal que a su edad llore por una muñeca?

—Es la muñeca que tenía cuando era pequeña —dije—, y significa mucho para ella.

—Fantasmagórico. Este sitio y todo lo que hay aquí es fantasmagórico —manifestó con una expresión de ira y frustración. No le gustó verse obligada a abandonar sus burlas, estaba indignada.

—¿Por qué no nos vamos, Fern? —dijo Morton, que al oír la conmoción había aparecido en las escaleras, detrás de nosotras.

—No —replicó Fern. Echaba humo, tenía los ojos ardientes y la punta de las orejas encarnada. Odiaba que la amenazaran, que la derrotaran y ya estaba planeando su revancha—. Hemos comprado toda esa comida y todas esas bebidas para pasar un tiempo aquí y lo pasaremos —dijo con determinación.

Me miró fijamente, me había convertido en su particular chivo expiatorio.

—Empieza por arreglar la sala de estar del piso de abajo. Esta noche quiero organizar una fiesta. Friega el suelo, lava las ventanas y quítale el polvo a los muebles.

—Fern, vámonos —le imploró Morton. ¿Por qué le suplicaba? Me pregunté. ¿Qué clase de hombre era? ¿Cómo podía tener tan dominados a los hombres? ¿Cómo podía tener tanta influencia sobre ellos? ¿Se trataba sólo de placer sexual? Morton tenía el coche y el dinero, pero Fern era quien tomaba todas las decisiones.

—Tranquilízate, Morton —dijo ella más serena, con su peculiar sonrisita helada—. Primero tendremos una buena cena y después Christie nos deleitará con un concierto. Luego organizaremos unos juegos… de esos que a ti te gustan —añadió con afectación. Fuera lo que fuera lo que acababa de prometerle, a él le gustó porque sonrió y luego se echó a reír.

—De acuerdo.

—Entonces, todo arreglado. Ve a fregar la sala de estar, princesa. Queremos divertirnos esta noche, ¿no es cierto?

—Nadie se divertirá mientras tú te complazcas burlándote y atormentando a todo el mundo, tía Fern —le dije.

—Oh, deja de gimotear. Me estoy divirtiendo y me gusta. Tus padres siempre me prohibían divertirme. Pero ahora ya no están entre nosotros y yo soy la persona adulta responsable, ¿entendido?

—Entonces compórtate como un adulto —repuse incapaz de morderme la lengua. Su rostro llameó y antes de que pudiera darme cuenta alzó la mano y me abofeteó con tanta fuerza que me echó hacia atrás. Me quedé aturdida, con los ojos llenos de lágrimas mientras ella se acercaba a mí y yo levantaba la mano instintivamente para protegerme.

—¡Puta! ¡No vuelvas jamás a hablarme como acabas de hacerlo! —exclamó echando humo—. ¿Me has oído? ¿Me has oído? —Tuve la sensación de que iba a lanzarse sobre mí, con sus ojos negros ardiendo como carbones, las ventanas de la nariz abiertas como las de un toro, con la rabia distorsionando los rasgos de su cara. No pude reprimir el miedo que sentía; se me heló la sangre, mientras una sensación de picazón se iniciaba detrás de mis orejas, mi fuerza se debilitaba y miraba a la mujer, que ahora me parecía una extraña.

»Me dan ganas de agarrarte, arrastrarte por las escaleras, meterte en el coche de Morton y llevarte de vuelta con Philip —escupió entre dientes—. Además, Philip podría enviar a toda esa gente a un manicomio —añadió, asintiendo—. Sí, Philip podría. Y en cuanto yo testificara que te he encontrado aquí viviendo en régimen de concubinato con Gavin, nadie creería tu historia sobre Philip. Con Philip encargado de todo… —Miró a su alrededor—. Hasta podría darme este sitio como gratificación. Morty y yo podríamos tirar todo esto y pasar aquí muy buenos ratos, ¿no es cierto, Morty?

—Tiene posibilidades —accedió apresuradamente. Me dio la sensación de que él la temía tanto como yo.

—Sí —dijo ella asintiendo—, ¿ves? Morty sabe de estas cosas y dice que tiene posibilidades.

Tía Fern me miró atentamente y yo aparté mi mirada de la suya. Mi corazón latía con tanta fuerza que pensé que me iba a desmayar. La tormenta de horror que se había desatado sobre mi cabeza me había superado, sentí que se me doblaban las piernas, que iba a desplomarme en el suelo.

—Me gustaría oír una disculpa —dijo—. No sé cuántas veces mi hermano me obligó a pedirle disculpas a tu madre por una cosa u otra. ¿Y bien?

Me sentí atrapada, atrapada por su odio y su rabia. Quién sabe las cosas terribles que les podían suceder a tía Charlotte, a Luther y a Homer si ella cumplía sus amenazas.

—Lo siento —murmuré.

—¿Qué? No te he oído —dijo, con las manos en las caderas.

—Lo siento, tía Fern —repetí con la voz lo suficientemente alta como para que Morton también me oyera. Sabía que era lo que ella pretendía.

—Está bien —admitió sonriendo—. Ahora todo ha vuelto a la normalidad y de nuevo podemos ser amigas. Hasta ahora lo has estado haciendo muy bien. ¿No es verdad, Morton?

—Ha sido una espléndida anfitriona —se apresuró a responder, asintiendo.

—Tienes razón, una espléndida anfitriona. Bueno —añadió volviendo a centrar su atención en mí—, ahora sigamos. Arregla la sala de estar para la fiesta de esta noche —acabó, disponiéndose a marchar.

—¿Nos tomamos otra copa? —le preguntó Morton, levantando su brazo para que ella pasara el suyo por debajo.

—Buena idea. La necesito. Oh, princesa —dijo volviéndose—. Entra en aquella habitación y recoge los restos del vaso que ese imbécil me ha hecho tirar. Y ten cuidado, no te cortes —añadió—. Si algo malo te sucediera, no me lo perdonaría, nunca. —El estruendo de sus carcajadas se elevó hasta el techo mientras avanzaban por el pasillo, comportándose como si nada hubiera sucedido.

Tuve que haber escapado antes, pensé, no debería de haber sido tan indecisa, debería de haber seguido el sendero y desaparecer. Si lo hubiera hecho, le hubiera ahorrado aquel tormento a tía Charlotte.

Con la cabeza inclinada, el corazón encogido y moviendo las piernas como si ya no me pertenecieran, seguí las órdenes de tía Fern y de Morton y empecé a arreglar la sala de estar para satisfacerles. Seguía aferrándome a la esperanza de que, pasado un tiempo, aquellos juegos la aburrirían y los olvidaría. Me juraba y perjuraba a mí misma por lo más sagrado que, en cuanto saliera de mi vida, jamás permitiría que volviera a entrar en ella, aunque se convirtiera en una indigente y mendigara por las calles.

Tanto era el odio que sentía.

Tanto era el odio que ella me tenía.

Aquella noche, durante la cena, tía Fern y Morton se comportaron como dos reptiles. Sin previo aviso, empezaron con sus estúpidos jueguecitos. A mí me dio la sensación de que ella quería demostrarnos el grado de dominio que ejercía sobre ese pobre hombre. El juego consistía en que ella era su dueña y él tenía que obedecer.

—Eres un bebé de un año —decidió—, no puedes comer solo. Go, ga, ga. Vamos.

—Ga, ga —dijo él procurando parecer un niño: elevó los ojos hacia el techo, dejó los brazos caídos a ambos lados del cuerpo y abrió la boca.

—¿Tienes hambre, pequeñín? —preguntó ella cantando. Morton asintió rápidamente. Tía Fern alzó una cucharada de puré de patata hasta sus labios y cuando él abrió la boca, ella apartó la cuchara—. No, no, pequeño Morty. No tan deprisa. No antes de que le hagas un cariñito a mamá. Aquí —dijo, aproximando a él su otra mano—. Lame la mano de mamá. Vamos, o mamá no te dará de comer.

Todos nos quedamos atónitos ante aquella escena. Charlotte estaba fascinada, Luther enfadado. Jefferson lo consideró muy divertido y empezó a comportarse también como un bebé, hasta que yo le di un codazo. Gavin meneó la cabeza y cerró los ojos para no verlos, pero era algo imposible de ignorar. Estaban ahí.

—Voy a poner un poquito de este puré de patatas en la punta de la nariz de Morton y él va a intentar lamerlo. —Y así lo hizo—. Vamos, Morty, inténtalo. Hazlo por mamá.

Contemplamos cómo sacaba la lengua y la curvaba y al mismo tiempo intentaba acercar la nariz. Como no lo consiguió, empezó a lloriquear como un niño hasta que Fern le limpió.

—Morty es un buen muchacho, lo ha intentado. Muy bien, Morty, ahora compórtate como un niño mayor y come tú solito —le ordenó. Morton sonrió y tragó su comida rápidamente antes de que ella pudiera cambiar de opinión.

—¿Qué miras como una boba, princesa? ¿Acaso no juegas con mi hermano? —preguntó.

—No hacemos estupideces como ésa —repuso Gavin rápidamente.

—Oh, no seas tan mojigato como mi hermano —contestó volviéndose luego hacia mí—. Has hecho un buen trabajo con la comida, princesa. Estás mejorando mucho. Quién sabe, a lo mejor para cuando nos vayamos, ya estás cualificada como sirvienta. ¿No te gustaría, Jefferson? —preguntó, inclinándose hacia él—. ¿Te gustaría que tu hermana trabajara como sirvienta?

Jefferson se encogió de hombros.

—¿Podemos quedarnos aquí si lo es? —preguntó.

—Claro que sí —repuso mirándome fijamente—. Mientras ella siga siendo una buena sirvienta, puedes seguir escondiéndote aquí en lo que a mí respecta. —Lanzó un profundo suspiro—. Pero Christie no es una criada de verdad. Tiene mucho talento. Todo el mundo lo sabe. Se lo decíamos muchas veces. Morty está ansioso por oírte tocar, ¿verdad, Morty?

—¿Qué? —Morton levantó la vista rápidamente del plato—. Oh, sí. ¿Puedes tocar algo de Chopin?

—Claro que puede —contestó por mí tía Fern—. Puede hacer cualquier cosa con el piano. ¿Verdad?

—Sé algo de Chopin. Aprendí algunas sonatas para las lecciones de técnica de piano.

—Oh, perdónanos. Técnica de piano. Magnífico —dijo con una media sonrisa.

—Yo tomé lecciones de piano cuando era más joven —me confesó Morton.

—¿No es maravilloso? Todo el mundo ha tomado lecciones de esto o de lo otro menos yo —dijo tía Fern.

—Yo sé que papá quería que aprendieras a tocar algún instrumento y recuerdo que te negaste a hacerlo.

—Bueno, no iba a hacerlo sólo porque él lo deseara. Probablemente era Dawn quien quería que lo hiciera —añadió, con una sonrisa forzada. Se enjugó la cara y dejó caer la servilleta—. Vamos, Morty. Vamos a la sala de estar a tomar otra copa y cuando acabes de limpiar todo esto ven a entretenernos —me ordenó.

—Espera un momento —intervino Gavin empezando a levantarse de su asiento, pero yo lo sujeté por el brazo.

—Está bien, Gavin. Voy a tocar el piano, aunque sea para tía Fern —dije, y mis palabras pusieron una sonrisa en sus labios y en los de Morton.

Rápidamente, tía Fern giró en redondo y salió de la habitación, con Morton pisándole obedientemente los talones como si fuera un perrito.

Mientras Charlotte y yo quitábamos la mesa y lavábamos los platos, Gavin se entretuvo con Jefferson jugando con las cartas que le había comprado durante nuestro viaje a Lynchburg. Luther, incapaz de dominarse ante tía Fern y Morton, desapareció con la excusa de acabar un misterioso trabajo en el granero; y Homer permaneció alejado, aunque cuando acabé de arreglar la cocina y me dirigía a la sala de estar a tocar el piano, capté su silueta asomada a una ventana. Pero cada vez que tía Fern se volvía en aquella dirección, Homer desaparecía.

Interpreté varios preludios de Chopin. La música era mi evasión, como una alfombra mágica que me deslizara fuera de este mundo cruel y mezquino. Cerré los ojos y vi a mamá sentada, atenta y quieta, en nuestra sala de estar de Cutler’s Cove, y en su rostro una sonrisa llena de orgullo. Cuando interpretaba tenía la sensación de que todos aquellos acontecimientos tan terribles nunca habían sucedido. La música lavaba toda tristeza y tragedia y hacía que parecieran sólo una pesadilla. Todos estábamos vivos y reunidos. Tan sumergida estaba en la música que cuando acabé y abrí los ojos, todos, incluida tía Fern, me estaban mirando llenos de admiración. Tía Charlotte aplaudió con entusiasmo. Jefferson se había dormido con la cabeza apoyada en el hombro de Gavin.

—Ha sido fantástico —dijo Morton, y su admiración hizo que en el rostro de tía Fern apareciera una expresión de envidia—. Posees auténtico talento —añadió, asintiendo. Estaba tan impresionado que me hizo ruborizar de turbación.

—Sí, supongo que es buena —admitió tía Fern a regañadientes—. Ya te dije que ha tenido los mejores profesores de piano. Ningún dinero era demasiado cuando era para la princesa.

—Se necesita algo más que dinero para tocar así —dijo Morton.

—Yo también hubiera podido hacer algo con mi talento —explicó tía Fern en tono reivindicativo—, si hubiera tenido a alguien que se ocupara de mí, que se ocupara de verdad en lugar de pretender que lo hacía. —Levantó los brazos y los dobló bajo el pecho. Luego se recostó en su asiento y me miró con expresión celosa, como lo hubiera hecho un niño.

—Será mejor que me lleve a Jefferson arriba y lo acueste —dije acercándome a él—. Vamos, Jefferson.

Mi hermano abrió los ojos un momento y luego volvió a cerrarlos.

—Yo lo llevaré —dijo Gavin, levantándolo en brazos. La cabeza de Jefferson se apoyó confiadamente en el pecho de Gavin.

—Yo también me voy a la cama —anunció tía Charlotte.

—Buenas noches —dijo tía Fern. Luego se volvió hacia Gavin y hacia mí—. Vosotros volved aquí —nos ordenó—. Vamos a jugar.

—¿Un juego? ¿Qué juego? —pregunté yo con suspicacia.

—Ya lo verás cuando vuelvas —replicó dirigiendo una sonrisa a Morton, quien le devolvió la sonrisa—. Sírveme otra copa, Morty, y prepara dos más para Romeo y Julieta.

—Nosotros no queremos ninguna copa —aseguró Gavin.

—Vamos, ya te estás poniendo otra vez tan serio como tu hermano —le dijo, pero Gavin la ignoró y fuimos a llevar a Jefferson a la cama.

Cuando lo desnudábamos, observé que tenía un corte muy feo en el muslo derecho. La costra fresca estaba rodeada de carne inflamada y rojiza.

—¿Cuándo te has hecho esto, Jefferson? —le pregunté. Mi hermano parpadeó—. ¿Jefferson? —Entonces me dirigí a Gavin—. ¿Has visto esto, Gavin?

Examinó un instante la herida.

—No lo sé —contestó—. No se ha quejado de nada. Jefferson, despierta —dijo sacudiéndole. Esta vez Jefferson abrió los ojos y no los volvió a cerrar.

—¿Cómo te has hecho esta herida? —le pregunté, señalándola.

—Con un clavo —repuso.

—¿Cuándo? ¿Dónde? —le pregunté rápidamente.

—Cuando llegamos… pintando la habitación con tía Charlotte —contestó.

—No la había visto —dijo Gavin.

—¿Por qué no me lo has dicho, Jefferson? —pregunté. Mi hermano se encogió de hombros—. ¿Te la lavó tía Charlotte? ¿Te la lavaste tú?

—Humm —contestó cerrando los ojos. Yo no sabía si creerle o no.

—Voy a preguntárselo a Charlotte y a pedirle que me dé algo para desinfectarla —dije dirigiéndome a la puerta de su habitación. Llamé, y como no obtuve respuesta, me asomé y la vi arrodillada a los pies de su cama rezando sus oraciones como una niña pequeña.

—Ruego al Señor que tenga mi alma…

Me vio y se detuvo.

—Siento molestarte, tía Charlotte, pero Jefferson tiene un corte muy feo en la pierna. Dice que se lo hizo cuando estaba pintando la habitación contigo hace unos días. ¿Lo recuerdas? —Ella meneó la cabeza—. ¿No tienes algo para los cortes y las heridas?

—Oh, sí —contestó levantándose y dirigiéndose rápidamente a su cuarto de baño. Salió con una cajita de tiritas y un antiséptico.

—Muy bien —dije—. ¿Recuerdas haber lavado la herida de Jefferson? —le pregunté. Tía Charlotte ladeó la cabeza y se quedó pensativa un momento.

—Quizá sí —dijo—, puede que me confunda con las veces que se ha cortado Luther. Siempre se está cortando.

Yo asentí.

—Gracias, tía Charlotte.

Cuando volví, Gavin ya había metido en la cama a Jefferson. Cogí una toalla, le lavé la herida y la limpié también con el desinfectante. Luego la tapé con una tirita. Mi hermano no abrió los ojos en todo el tiempo que duró mi maniobra.

—Tendremos que vigilar esa herida —le dije a Gavin— y asegurarnos que la infección desaparece. No creo que Charlotte se la lavara cuando se la hizo y él estaba tan entusiasmado pintando la habitación que no nos dijo que se había cortado.

Gavin asintió.

—¿Qué se supone que vamos a hacer ahora? —preguntó Gavin.

—Será mejor que bajemos a ver qué estúpido juego han organizado —contesté yo levantándome—. Si no lo hacemos, subirá aquí gritando y despertará a Jefferson y a tía Charlotte.

Cuando volvimos a la sala de estar, nos encontramos a tía Fern y a Morton sentados en el suelo junto a la mesa del centro. Sobre la mesa había un juego de naipes y dos gintonic. Morton también nos había preparado dos copas para nosotros, a instancias de tía Fern.

—Venid —dijo tía Fern, haciéndonos sitio en el suelo alrededor de la mesa. Tenía los párpados entrecerrados y pude observar que sus ojos estaban enrojecidos—. Vamos, adelante, ahí tenéis vuestras copas.

—Ya te he dicho que nosotros no bebemos —le dijo Gavin.

—¿Qué clase de adolescente eres? —le preguntó airada—. Te comportas más bien como un viejo. —Luego sonrió—. La verdad es que no eres de tal palo tal astilla, te lo aseguro. Papá Longchamp —le dijo a Morton— era famoso por sus borracheras. —Bebió un sorbo de su vaso.

—¡No es verdad! —gritó Gavin encolerizado.

—Querido, sé que lo era —dijo ella dejando el vaso y mirándolo atentamente—. No tiene ningún sentido pretender que no bebía y que no estuvo en la cárcel.

—Bueno… no… ahora no bebe —tartamudeó Gavin. Las palabras de tía Fern le habían lastimado.

—Puede que no delante de ti, pero apuesto a que lo hace a escondidas —dijo ella encantada por la turbación que le causaba a su hermano—. Quien ha sido borracho, lo sigue siendo siempre.

—Ya no bebe —insistió Gavin.

—Está bien, ya no lo hace. Es tan puro como la nieve, es perfecto, es un borracho y un secuestrador reformado.

—No sabes lo que estás diciendo —dijo Gavin—. No deberías decir esas cosas de papá.

—Está bien, está bien —concedió satisfecha al observar que ya lo había atormentado suficiente—. Vamos a divertirnos un rato. Sentaos.

—Yo no quiero beber —insistió Gavin.

—Pues no lo hagas. No me importa que te comportes como un cura —dijo con irritación. Tomamos asiento—. Pero vais a seguir las reglas del juego —añadió tía Fern y miró a Morton, quien sonrió ampliamente.

—¿Qué reglas? ¿De qué juego se trata? —pregunté.

—Vamos a jugar al strip póquer —dijo—. Corta las cartas, Morton.

—¿Qué?

—No me digas que vosotros dos nunca habéis jugado al strip póquer. ¿Te lo crees, Morty? —le preguntó. El otro se encogió de hombros y empezó a repartir los naipes.

—Nosotros no jugamos a esas cosas —dijo Gavin mirando las cartas como si su solo roce nos fuera a contaminar.

—Oh, vosotros sólo jugáis el uno con el otro, ¿no es cierto? —bromeó tía Fern.

—Nunca hemos jugado a esto —repitió Gavin.

—¿Ah, no? Pues siempre hay una primera vez para todo. ¿Verdad, princesa? —dijo dirigiéndose a mí—. Podrías hablar de tu primera vez.

—Cállate, tía Fern.

—Entonces coge tus cartas —ordenó con vehemencia—. Ya sabes cómo se juega al póquer.

—No lo hagas, Christie —me advirtió Gavin. Fern cogió las suyas y sonrió.

—Apuesto tres prendas de vestir —dijo—. ¿Morty?

—Te veo e igualo tus tres prendas —contestó él.

—¿Gavin?

—Nosotros no jugamos a este estúpido juego, Fern —dijo él con firmeza. Ella bajó la mano.

—No quiero que se estropee la diversión —manifestó con mirada fría—. Esto hace que me entren ganas de telefonear a gente, a gente como tío Philip.

—Deja ya de amenazarnos —gritó Gavin.

—Y a gente como papá —se dirigió a mí—. Y a gente con autoridad que venga y se lleve a las viejas que todavía juegan con muñecas.

—Eres tan sucia…

—Déjalo, Gavin —intervine yo apresuradamente—. Jugaremos a este juego estúpido si a ella le hace feliz.

—Magnífico. Morty ha subido a seis prendas de ropa. ¿Christie?

Miré mis cartas. Eran terribles, ni siquiera tenía una pareja.

—Paso.

—Si lo haces, tendrás que quitarte seis prendas —dijo ella.

—Pero así no se juega al póquer —protesté.

—Son nuestras reglas especiales. ¿Verdad, Morty?

—Desde luego.

—Es una estupidez —dijo Gavin.

—Para ti todo lo que es divertido es estúpido. ¿Y bien? —me preguntó.

—Si éstas son vuestras reglas yo también debería igualar —contesté—. Aunque no tiene sentido.

—Bien. ¿Y tú, Gavin?

Gavin se limitó a ignorarla.

—Dame dos cartas, por favor —le dijo a Morton. El se las dio y se volvió hacia mí.

—Cuatro —pedí yo.

—¿Por qué les sigues el juego? —me preguntó Gavin.

—Quiere divertirse.

—Déjala, Mr. Puritano —se burló tía Fern.

A regañadientes, Gavin alzó su mano y miró.

—Dos cartas —le susurró a Morton.

Yo no tenía una mano mejor que la primera con la que había empezado.

—Una para mí —dijo Morton, sirviéndose una carta. Al ver su mano sonrió.

—Subo a dos piezas de ropa más —dijo tía Fern.

—Te veo y subo una más —contestó él.

—Son ya nueve si te quedas y seis si pasas —explicó tía Fern.

Gavin bajó su mano y yo hice lo mismo.

—Dos parejas de tres y de cinco —anunció tía Fern mostrando su mano.

—Escalera del dos al seis —dijo Morton mostrando a su vez la suya y echándose hacia atrás.

—Qué suerte —dijo tía Fern sonriendo—. Vosotros tenéis que quitaros seis prendas, las que queráis. Yo nueve. Oh —añadió sonriendo mientras se sacaba los zapatos—, voy a quedarme casi desnuda. —Se quitó la blusa por la cabeza y luego se detuvo.

—¿Y tus seis prendas, princesa? —preguntó.

Yo me quité los zapatos y los calcetines.

—Son dos —dijo ella.

—¿Dos? Tengo dos zapatos y dos calcetines —protesté.

—Los pares se cuentan como uno —dijo—. Son nuestras reglas, ¿verdad, Morty?

—Verdad —repitió como un loro.

—Vamos, sigue —me ordenó ella.

—No lo hagas —me dijo Gavin.

—No cumples con las reglas del juego —le espetó tía Fern—. Es igual que romper una promesa de mantener un secreto —añadió sonriéndome.

Me desabroché la blusa. La sonrisa de Morton se hizo más amplia y se pasó la lengua por los labios. Tía Fern se desabrochó el sujetador y sin dudarlo ni un momento se lo sacó como si estuviera sola en su cuarto. Sus pechos temblaron mientras ella se quedaba contemplando su falda.

—¡Fern! ¡Estás borracha y te estás comportando de una manera repugnante! —exclamó Gavin poniéndose de pie—. No puedo creer que seas mi hermana.

Tía Fern echó hacia atrás la cabeza y soltó una carcajada. Con el rostro encendido y furioso, Gavin giró en redondo y salió corriendo de la habitación. Ella lo único que hizo fue reír más fuerte.

—¡Gavin! —grité poniéndome de pie. Le oí correr por el pasillo y salir por la puerta principal de la casa, así que me dispuse a ir tras él.

—Quédate aquí —dijo tía Fern dejando de reír—. No te has quitado las seis prendas de ropa.

La miré primero a ella y después a Morton, que estaba recostado con una sonrisa perversa, mirándome ávido.

—La partida se ha acabado, tía Fern —dije mirándola.

—No puedes marcharte —insistió—. Esas son las reglas.

—Por favor, tía Fern. ¿No lo podríamos dejar?

—No hasta que no pagues tu prenda —insistió—. Págala.

Me saqué la blusa.

—Son tres —dijo—. Sigue.

Me desabroché la falda y la deslicé por mis caderas.

—Cuatro.

Lo que me quedaba eran las bragas y el sujetador.

—¿Necesitas ayuda? —me preguntó. Sacudí la cabeza.

—Tía Fern…

—No sería justo. Yo no he dudado en pagar lo que debía.

Miré a Morton. Me estaba contemplando con tanta intensidad que me dio la sensación de que podía ver mi desnudez a través de la ropa que todavía llevaba. Alargué las manos hacia la espalda y me desabroché el sujetador, aunque dudé en el momento de sacármelo.

—Vamos, princesa, si lo hiciste por tu tío Philip también puedes hacerlo por nosotros —me animó ella.

—¡Tía Fern! ¡Es horrible, es horrible lo que dices! —grité—. Yo no lo hice delante de tío Philip, no lo hice.

Recogí los zapatos, los calcetines y la falda y apretándome el sujetador contra el pecho salí corriendo de la sala de estar.

—¡Puta! —la oí gritar a mis espaldas—. No puedes estropear una partida de strip póquer. Lo lamentarás… ¡Lo lamentarás!

Crucé corriendo el pasillo y me detuve a vestirme en una habitación. Luego salí a buscar a Gavin. Como no había rastro de él en ninguna parte, di la vuelta a la casa y me dirigí al granero. A medio camino, le oí susurrar.

—Christie.

Estaba allí, en medio de las sombras, y me acerqué a él rápidamente.

—Gavin, tenías razón, no tenía que haber intentado agradarla. Es horrible, nunca dejará de atormentarnos, especialmente a mí. Ya no me importan sus amenazas, no voy a hacer nada más para ella.

—Bien, ahora quizá me escuches y podamos irnos.

—Sí, Gavin. Lo haré. Creo que en cuanto nos hayamos ido y ya no tenga diversión se aburrirá y se marchará también. Se lo contaré todo a Luther y que mantenga a Charlotte y a Homer alejados de ella hasta que se vayan —dije—. Nos iremos por la mañana.

—De acuerdo. Nos levantaremos a primera hora y le pediremos a Luther que nos lleve a la estación de Upland.

—¿Y qué haremos nosotros, Gavin? —pregunté mientras la realidad desvanecía mi excitación. Gavin se quedó un momento pensativo.

—Me temo que no vamos a tener otro remedio que llamar a papá —dijo—. No le habrá gustado nada la escapada, pero nos ayudará, sobre todo cuando se entere de lo que te ha pasado. Además, es el abuelo de Jefferson, Christie. No lo olvides.

—Ya lo sé. Pero es que no puedo dominar mis temores. Tienes razón, deberíamos llamarlo.

—Nos ayudará, ya verás. No es como Fern asegura —digo Gavin.

—Ya lo sé, Gavin. A mí siempre me ha gustado el abuelo Longchamp. Vamos dentro, necesitamos dormir.

Volvimos a la casa cogidos de la mano y entramos lo más silenciosamente que pudimos. Oímos las risitas de tía Fern en la sala de estar. Cuando pasamos junto a la sala eché un vistazo dentro y los vi a ambos desnudos, abrazados en el suelo. Subimos corriendo las escaleras y nos detuvimos ante mi puerta.

—Hace que todo parezca sucio —dijo Gavin bajando los ojos.

—No es así, Gavin, cuando realmente te importa la persona con la que estás. Entonces es hermoso. Nosotros no hemos hecho nada de lo que tengamos que avergonzarnos. —Gavin sonrió y me dio un beso en los labios.

—Que duermas bien —me dijo.

—Y no permitas que se te lleve el hombre del saco —añadí entrando. Ahora que ya habíamos tomado una decisión, sentí como si se me hubiera quitado un peso de encima. Me fui a dormir pensando, aliviada, que al fin iba a quitarme de encima a Fern. Lástima que el tiempo que habíamos pasado en aquella especie de paraíso llegara a su fin. «Ahora todo irá bien», me dije a mí misma. Durante un rato logré desprenderme de la maldición que pesaba sobre mí y olvidarme.

Pero no iba a ser así por mucho tiempo. La maldición iba a encontrar la manera de tapar la luz del sol que daba calor a nuestras vidas.

El grito de Gavin me despertó de mis agradables ensueños.

—¡Christie, ven enseguida! —gritó desde la puerta—. ¡Es Jefferson!

—¿Qué pasa, Gavin?

—¡Se encuentra muy mal! —exclamó. El terror que vi reflejado en su rostro hizo que mi corazón dejara de latir y que saltara de la cama inmediatamente.