UNA SERPIENTE EN EL PARAÍSO
Cuando desperté por la mañana, estaba sola. En algún momento, durante la noche, Gavin había vuelto a su cama. Era temprano, faltaba poco para el amanecer y casi de inmediato mis pensamientos se centraron en mamá. Desde que tuve la primera menstruación, siempre encontraba una excusa para venir a mi habitación a charlar de nuestras cosas. A veces se sentaba ante la mesa de mi tocador y yo le cepillaba el cabello, otras venía a enseñarme la ropa nueva que acababa de comprarse pero, inevitablemente, acabábamos hablando de sexo.
Recordé haberle preguntado cuándo una mujer sabe que está enamorada en lugar de sentirse simplemente atraída por el sexo. Mamá dejó a un lado el cepillo del pelo y me miró un momento en el espejo del tocador con una pequeña sonrisa en los labios.
—Produce una sensación de plenitud —empezó a hablar con aquella voz suave y melodiosa que a mí tanto me gustaba—. Tu alma y tu corazón se unen de un modo mágico y maravilloso, Christie —dijo, volviéndose a mirarme con unos ojos en los que brillaban sus recuerdos más íntimos y preciosos.
—¿Mágico, mamá?
—Sí, querida. —Cogió mi mano y se puso tan seria como un maestro de la escuela dominical—. Mágico porque tomas conciencia de cosas que eran obvias, pero que hasta ese momento no te habías dado cuenta de que existían o, simplemente, las habías ignorado. Las mujeres que sólo piensan en su cuerpo, para las que el placer sexual es un fin en sí mismo, sólo viven la vida a medias.
»Cuando yo me enamoré, cuando me enamoré de verdad, todo fue mucho más intenso. De pronto observé todo lo que me rodeaba como si lo viera por primera vez, aunque siempre había estado a mi alrededor. Hasta entonces no me había dado cuenta de lo hermosas que podían ser las estrellas, de la dulzura del canto de los pájaros, de lo bello y majestuoso que era el océano y de lo evocadora que podía ser una cosa tan simple como un amanecer. Cada momento era tan precioso como el siguiente.
»Lo más importante, Christie —dijo con una expresión intensa—, es que me respetaba a mí misma. No me avergonzaba de mis sentimientos y del placer que me daba mi cuerpo. ¿Y sabes lo que aprendí? —añadió casi con un susurro. Nunca olvidaré la expresión que había en sus ojos cuando me lo dijo—. Las muchachas que entregan su cuerpo a los hombres por un instante de placer no se valoran a sí mismas; y tampoco valoran el sexo. Reprimen y ahogan la mejor parte de sí mismas; cierran la puerta al alma y al amor.
»Para ellas las estrellas son algo que se da por añadidura, se quejan de que el canto de los pájaros las despierta por la mañana… para ellas el océano es monótono y creen que madrugar para ver amanecer es estúpido. Es como si… como si hubieran olvidado la existencia de los ángeles y se hubieran entregado a un mundo de sombras.
»¿Comprendes lo que quiero decirte? —me preguntó.
—Creo que sí, mamá —le dije, pero no lo comprendí del todo hasta el día de hoy.
Mientras los primeros rayos del sol retiraban las sombras de los árboles y la tierra absorbía la oscuridad como una esponja, poco a poco fui entrando en sintonía con todo lo que me rodeaba. Comprendí que todas las mañanas, las flores, la hierba, el bosque y todos los animales volvían a nacer. Abrí la ventana y aspiré el aire cálido de la mañana como si también pudiera aspirar la luz del sol. Crucé los brazos y cerré los ojos recordando el momento en que Gavin y yo unimos nuestras almas y nuestros cuerpos y nos juramos amor y sinceridad eternos. Yo no había olvidado la existencia de los ángeles.
—Buenos días —dijo Gavin detrás de mí—. Por la noche he vuelto a mi habitación por si Jefferson me buscaba —añadió besándome en la mejilla.
—¿Dónde está Jefferson?
—¿Me creerías si te dijera que ya se ha levantado, se ha lavado y vestido y ha bajado ya con Luther y Charlotte? Estaba impaciente por meter las manos en los botes de pintura. Él y Charlotte han hecho muy buenas migas, ¿verdad?
—Sí. Aquí todo es sencillo y hermoso —dije con un suspiro. Gavin sonrió, pero luego recuperó su seriedad.
—Pero debes comprender que por muy felices que nos sintamos ahora no podemos quedarnos aquí para siempre, como cree Charlotte. Jefferson necesita amigos de su edad, tiene que volver a la escuela y…
—Lo sé —dije, apoyándome en la almohada y cruzando los brazos sobre el pecho con expresión malhumorada.
—Debes de hacerte a la idea de que esto sólo es una solución temporal, Christie. Debemos de pensar en algo y muy pronto.
—El juicioso Gavin —me burlé—. Yo soy la soñadora y tú el práctico.
—Una combinación perfecta —dijo, sonriendo impertérrito—. Cada vez que soy práctico, tú me golpeas en la cabeza con un sueño.
—Y cada vez que yo sueño demasiado, tú me devuelves a la realidad. Como acabas de hacer ahora.
—Será mejor que te conteste con un beso —dijo inclinándose y besándome suavemente los labios. Yo levanté la vista hacia él y sentí un hormigueo en mi pecho.
—Démonos prisa antes de que nos echen en falta —susurré.
—Sí —contestó enderezándose—. Ahora soy un granjero —añadió echando el pecho hacia afuera y hundiéndose los pulgares en las costillas—, y tengo que hacer mi trabajo. Y tu también. Hay que batir la mantequilla, hornear el pan y fregar el suelo.
—A ti sí que te voy a dar suelos para fregar, Gavin Stephen Longchamp —dije lanzándole la almohada. El la cogió y se echó a reír.
—Paciencia, paciencia —se burló moviendo un dedo hacia mí.
Nos vestimos rápidamente y bajamos. Homer ya había llegado y estaba desayunando con Luther y con Jefferson cuando entramos en la cocina. Me sorprendió que estuviera allí. ¿No desayunaba con su familia?, me pregunté. Luther captó la pregunta por la expresión de mi rostro.
—Homer ha venido a ayudarnos a hacer balas de heno en el campo —explicó Luther.
—Y Jefferson ha tenido una buena idea —dijo Charlotte—. Incluso Luther lo cree, ¿verdad, Luther? —El lanzó un gruñido y siguió comiendo.
—¿Ah, sí? ¿Y cuál es la idea? —pregunté.
—Pintar el granero. Hemos estado pensando en el color. ¿Os gustaría en rojo como el granero de Mr. Douglas, o sería mejor en verde?
—Nunca he visto un granero verde —dije.
—Lo sé —admitió Charlotte—, por eso he decidido pintar un lado verde y el otro rojo, la delantera de rojo y la parte de atrás verde. ¿O la parte de atrás roja y la delantera verde?
—Todos estos colores pueden confundir a las vacas —dijo Gavin—. Creerán que las Navidades son en julio.
—¿Tú crees? —preguntó Charlotte con tristeza.
—Las vacas no ven los colores —murmuró Luther—. Y además no saben nada de las Navidades. —Observé que no le gustaba que nadie le llevara la contraria a Charlotte, y que no quería que nada la entristeciera.
—Todos podéis ayudar —dijo Charlotte.
—Homer y yo pintaremos el frente —intervino Jefferson—. ¿Te parece bien, Homer?
Homer nos miró a todos y luego clavó la vista en Jefferson antes de asentir.
—¿Pero Homer no tiene que trabajar en su granja? —pregunté.
—Los Douglas ya no tienen una granja de trabajo —dijo Luther—. Están retirados.
—Oh. ¿Tienes hermanos o hermanas, Homer? —Homer meneó la cabeza.
—Sus padres, cuando él llegó, ya no estaban en edad de tenerlos —intervino Luther apresuradamente—. Bien, será mejor que empecemos —añadió, mirando a Gavin. Este sorbió un poco de leche y asintió.
—Hoy haré una tarta de manzana —dijo Charlotte—. Ahora que tengo más bocas que alimentar será mejor que la haga bien grande.
—No veo la necesidad de que trabajes tanto —le advirtió Luther—. No vamos a darnos aires porque tengamos algunos invitados.
—Si yo quiero darme aires, puedo hacerlo —concluyó Charlotte. Entonces Luther soltó uno de sus típicos gruñidos.
—¿Cuándo podremos empezar a pintar el granero? —preguntó Jefferson.
—Mañana —contestó Luther—. Siempre y cuando hayamos acabado las tareas que tenemos que hacer hoy —añadió.
—Entonces quizá debería ir a ayudaros —se ofreció Jefferson. Luther estuvo a punto de sonreír.
—Jamás desprecio un par de manos, no importa lo pequeñas que puedan ser —dijo—. Vamos.
—Los campesinos se marchan otra vez —susurró Gavin junto a mi oído mientras se levantaba para reunirse con Luther y Homer. Jefferson apartó su silla.
—¿Qué vas a hacer hoy, Christie? —me preguntó.
—Voy a arreglar la ropa, limpiar algunas cosas y luego echaré un vistazo en la biblioteca. Esta noche te leeré y tú también harás prácticas de lectura —contesté.
—Ah…
—Y tablas de multiplicar. Jefferson no ha tenido muy buenas notas este curso —expliqué fijando la vista en él con expresión reprobatoria—. Necesita trabajar las matemáticas y la lectura, sobre todo la ortografía, ¿verdad, Jefferson?
—Homer no lee ni escribe bien, y sin embargo es estupendo —dijo Jefferson defendiéndose.
—¿Es cierto? —Miré a Homer, quien bajó los ojos apresuradamente—. Bueno, pues si Homer quiere, le ayudaré a aprender a leer y a escribir correctamente —dije, observando cómo abría los ojos sorprendido.
—¡Qué maravilla! —exclamó Charlotte—. Tendremos un aula escolar en casa, como a la que iba cuando era niña. Aunque no fui durante mucho tiempo, ¿verdad, Luther?
Luther intercambió conmigo una rápida mirada.
—No —contestó—. ¿Es que vamos a quedarnos aquí charlando todo el día mientras hay que hacer el trabajo? —Observé que a Luther no le gustaba hablar del pasado.
—Yo no —dijo Charlotte—. Yo voy a empezar a cortar las manzanas.
—Muy bien. —Luther salió de inmediato con Gavin, Homer y Jefferson tras él.
El resto de la mañana pasó rápidamente. Subí a nuestras habitaciones y saqué el polvo y las limpié. Fregué los suelos y las ventanas y después arreglé algunos de los trajes antiguos para Jefferson y para mí. Después de comer fui a la biblioteca y busqué en las estanterías. Los libros estaban tan viejos y habían sido tan poco consultados que tenían una doble cubierta de polvo; pero encontré a todos los clásicos, colecciones de Dickens y de Guy de Maupassant, Tolstoi y Dostoievski, así como de Mark Twain. Algunos de ellos eran primeras ediciones.
Encontré una de mis novelas favoritas, El jardín secreto, y decidí que sería la que le leería a Jefferson y que también le sirviera para las prácticas de lectura. Luego, tras otro día de duro trabajo en el campo y otra agradable comida con el delicioso postre de manzana que había preparado Charlotte, llevé a Jefferson a la biblioteca a leerle el libro y a que lo leyera él también. Gavin y Homer nos siguieron. Homer había pasado allí todo el día, ayudando a Luther y también comiendo con nosotros. Aunque no hablaba demasiado, observé que escuchaba y comprendía todo lo que sucedía a su alrededor; asimismo, observé cuánto le agradaba la compañía de Jefferson y con cuánta rapidez mi hermano había simpatizado con él. Era un gigante amable de ojos oscuros y tiernos.
Mientras yo leía El jardín secreto, Gavin buscó en la biblioteca y encontró un libro para él. Se fue a leer a un rincón y me dejó con Jefferson y Homer. Primero le hice leer a Jefferson una página. Mi hermano estaba deseoso de hacerlo bien delante de Homer y leyó mejor de lo que lo hacía habitualmente. Cuando terminó le pasé el libro a Homer, que me miró con sorpresa.
—¿Puedes leer esto, Homer? —le pregunté. Asintió y se quedó contemplando la página, pero no empezó—. Vamos, léenos algo —le animé—. ¿No has ido nunca a la escuela? —le pregunté mientras él seguía dudando.
—Sí, pero la dejé en tercer grado para ayudar en los trabajos del campo.
—¿Y nadie cuidaba de ti? —Homer meneó la cabeza—. Pues está muy mal, Homer. Si aprendes a leer mejor, aprenderás muchas más cosas. —El asintió, me incliné y le señalé algunas letras—. Tienes que decir en voz alta el sonido, Homer. Mira, ésta es la «A», que suena como la «a» de «hay». La «y» como el primer sonido de «yedra». La «h» no se pronuncia y por eso se llama muda. Ahora une todos los sonidos.
—Ha… yyy —dijo.
—Hay. Muy bien, ¿verdad, Jefferson? —Mi hermano asintió rápidamente. Yo sonreí y me recosté en el asiento, y al hacerlo, pude ver el cuello de Homer que quedó al descubierto bajo unos mechones de cabello que normalmente se lo cubrían, pero que ahora se habían deslizado hacia un lado mostrando una marca de nacimiento.
No lo dudé ni un segundo… parecía una pezuña. Sentí un escalofrío al recordar lo que Charlotte me había contado de su bebé.
¿Qué significaba? ¿Cómo podía tener Homer la misma marca de nacimiento? ¿Todo se lo había inventado Charlotte? Seguí practicando la lectura con Jefferson y Homer durante media hora más, y luego lo dejamos para que mi hermano le enseñara a Homer lo que había pintado en otra habitación. En cuanto se hubieron marchado, le conté a Gavin lo que había visto en el cuello de Homer.
—¿Ah, sí?
—¿No recuerdas lo que te conté del bebé de Charlotte… y la muñeca en la cuna?
—Sí, pero lo escuché como un cuento parecido al de las almas en pena o al de Emily montada en una escoba y…
—Gavin, todo esto es muy raro. Los vecinos encontraron un bebé abandonado… Homer prácticamente vive aquí y ahora esa señal en el cuello. Se lo preguntaré a Luther —decidí.
—No sé. No creo que le guste que metas las narices en sus asuntos. Tiene muy mal genio. Lo he comprobado trabajando ahí afuera.
—No creo que se enfade… además, a mí me gustaría saberlo.
—Pero, Christie, a nosotros no nos importa, no es asunto nuestro. Creo que sería mejor que no removiéramos antiguos recuerdos —me advirtió Gavin.
—Me temo que ya es demasiado tarde. Tengo la sensación de que hay algo vagando por la casa, algo así como una extraña presencia.
—Bueno, como quieras —dijo Gavin—. ¿Y cuándo vas a preguntárselo a Luther?
—Enseguida. —Gavin cerró el libro y suspiró.
—Papá siempre dice que la curiosidad mató al gato.
—Yo no soy un gato, Gavin. Formo parte del mundo de The Meadows. Quizá no por línea directa de sangre, aunque esto es parte de mi herencia. Es mi destino —dije con aplomo. Gavin asintió sonriendo—. Ríe si quieres, pero yo quiero conocer el pasado que vaga por esta casa y esta familia.
—Está bien, está bien —concedió levantándose—. Veamos lo que nos cuenta Luther.
Charlotte nos dijo que Luther había salido y estaba en el granero cambiando el aceite de la camioneta. La noche era muy cálida y el cielo estaba estrellado. Alejados como estábamos de carreteras transitadas y de los ruidos del tráfico, nos dimos cuenta de lo escandalosa que era la naturaleza. El ruido de la gente normalmente distraía o ahogaba los gorjeos de los pajarillos y el canto de los grillos, el ulular de los búhos y de los mapaches. Gavin y yo tuvimos la sensación de que todas las criaturas de la noche hablaban de algo en el bosque. Delante de nosotros el brillo de la linterna de Luther iluminaba el granero; estaba agachado sobre el motor de la camioneta.
—Hola, Luther —le dije al acercarnos. No quise sobresaltarle, pero él me miró sorprendido—. ¿Podemos hablar contigo? —Se limpió las manos y asintió.
—¿Homer se ha ido a casa? —preguntó, mirando a nuestras espaldas.
—No. Está dentro con Jefferson. Queremos hacerte una pregunta, Luther —añadí inmediatamente.
—¿Sí? ¿Y qué queréis preguntarme?
—Sobre Homer. ¿Quién es, Luther? —le pregunté mientras él entrecerraba los ojos.
—¿Qué diablos quieres decir? Es Homer Douglas, el chico de nuestros vecinos. Ya te lo he dicho antes.
—Charlotte me llevó a la habitación del niño —inicié mi relato—, y me contó la historia de su bebé.
—Ah, eso. Charlotte tiene mucha imaginación —repuso concentrándose de nuevo en el motor de la camioneta—. Siempre ha sido así. Ha sido su vía de escape a una vida fría y dura.
—Pero ahora su vida no es ni fría ni dura. ¿Y el bebé no tenía una marca de nacimiento que se parecía a una pezuña en la nuca? —Luther abrió una lata de aceite y comenzó a verterlo en el motor como si nosotros no estuviéramos allí—. No queremos crear ningún problema, pero yo sólo quiero saber la verdad sobre mi familia. Porque también es mi familia —añadí.
—Tu madre era una Cutler, pero no tenía sangre de los Booth según tengo entendido —murmuró Luther.
—Pero nosotros también somos los herederos de los Booth y de su historia.
—Es mejor que no sepas demasiado sobre esta familia —dijo Luther haciendo una pausa—. Eran personas muy crueles que practicaban una religión teñida de supersticiones que aplicaban a sus costumbres e ideas. Charlotte fue bendecida con toda la dulzura de esta campiña y poseía la luz del sol en su rostro. Los Booth, especialmente su padre y esa Emily, no lo podían soportar y prácticamente la hicieron prisionera en esta casa. La obligaron a trabajar como una esclava y nunca la trataron con afecto.
»Cuando Mrs. Booth murió no dejó a nadie en la casa que se comportara con ella con amabilidad. Incluso le pegaban. Emily porque consideraba que en Charlotte había un espíritu diabólico que la hacía sonreír y procuraba sacarle su sonrisa, pero Charlotte… —Meneó la cabeza—. Nunca ha comprendido la crueldad ni la dureza de corazón, siempre lo ha dado todo a todo el mundo, incluyendo a Emily. —Dio una palmada y su mirada quedó prendida de sus recuerdos mientras seguía hablando—: Vino a mí después de recibir una soberana paliza, y yo la consolé aunque luego me dijo que Emily no podía evitar ser como era. Tenía un diablo dentro que la hacía ser así… Ya había planeado enviarla al infierno yo mismo, cuando…
—¿Cuando qué?
—Que así es como actúa el diablo. Te hace cometer un pecado. De todas formas… Charlotte y yo… nos consolábamos el uno al otro. Al morir mis padres los dos nos quedamos solos. Especialmente por la noche. ¿Comprendéis?
Gavin y yo intercambiamos una mirada de entendimiento.
—Sí, comprendemos.
—Ella se quedó embarazada y en cuanto Emily se enteró, afirmó que aquello era obra del diablo y que el bebé sería su hijo. Nadie más que el anciano, Emily y yo, desde luego, se enteró de que Charlotte estaba embarazada. En el pueblo nadie la vio.
»Recuerdo la noche que dio a luz —dijo dirigiendo la mirada hacia la casa de la antigua plantación—. Recuerdo sus gritos. A Emily la hacían muy feliz. Hizo todo lo que pudo para que las cosas fueran más difíciles.
—¿La metieron en «La Habitación Mala»?
Luther asintió, bajando la vista.
—Peor aún. Emily la encerró en un armario cuando se acercaba el momento de dar a luz —dijo con lágrimas en los ojos.
—¿Qué? ¿Quieres decir cuando iba a nacer el bebé? —pregunté, y él asintió.
—La dejaron allí durante horas y cuando finalmente abrieron la puerta… bueno, el instinto debió de hacerlo todo, supongo, porque Charlotte pudo cortar el cordón umbilical con los dientes anudándolo ella misma. Estaba llena de sangre.
»Emily le permitió que pusiera al niño en esa habitación, pero días más tarde la vi deslizarse fuera de la casa con el bebé en una cesta. La seguí y vi que dejaba el bebé en un campo cerca de la casa de los Douglas y luego se marchaba. Entonces fui a ver a Carlton Douglas y a su mujer y les dije que alguien había abandonado un bebé en su propiedad.
»Fueron muy felices con él. Le dieron el nombre de Homer y se ocuparon de él lo mejor que supieron. Emily se portó muy mal con él, siempre lo echaba de la propiedad.
—Pero Charlotte debe de saber quién es, ¿no? —pregunté.
—Si es así, nunca ha dicho nada.
—¿No se lo ha dicho nunca? —le preguntó Gavin.
—Pensé que sería demasiado cruel, demasiado doloroso para ella. Y cuando finalmente Emily se fue al infierno, fui introduciendo a Homer en nuestras vidas y más y más hasta que, como habéis podido comprobar, se pasa aquí la mayor parte del tiempo.
—Charlotte debe de haber descubierto la marca de nacimiento igual que la descubrí yo —le dije.
—Oh, creo que sabe perfectamente quién es Homer. No lo dice abiertamente, porque no debe hacerlo.
—¿Y Homer lo sabe? —preguntó Gavin.
—No exactamente. Homer es como ella… siente las cosas, conoce las cosas más a través de los sentimientos que de las palabras. Es parte de la naturaleza de aquí, tiene su hogar en estos campos, entre estos animales, árboles y colinas más que cualquiera de los que vivimos aquí.
»Bueno —dijo, volviendo al motor de su camioneta—, ésta es la historia. Querías conocerla y ya la conoces. Yo no me sentiría orgulloso de la historia de la familia Booth. Por lo que sé, incluso los antepasados eran personas adustas y odiosas. Eran del tipo de propietarios de plantaciones que trataban mal a sus esclavos; los hombres violaban y pegaban y las mujeres hacían trabajar a las esclavas hasta la muerte. El campo oeste es un cementerio de esclavos. No existe señal alguna, pero yo sé que las tumbas están ahí. Mi padre me las enseñó. Si un esclavo estaba enfermo —me dijo— lo metían en la tumba antes de que hubiera muerto.
—Oh, qué horror —dije haciendo una mueca.
—¿Todavía deseas reivindicar la rama de los Booth? —me preguntó.
—Yo no deseo repudiar a Charlotte —contesté y Luther asintió al oírme.
—Sí, creo que tienes razón —admitió enjugándose el cuello con un trapo—. Esta noche hace más calor que en un gallinero, ¿verdad?
Gavin se echó a reír.
—Hay un lugar donde se puede nadar, al otro lado de la colina, hacia Howdy Freds —dijo señalando—. Debéis seguir el sendero de grava y torcer a la izquierda cuando lleguéis al gran roble. Allí encontraréis un pequeño bote de remos. El agua procede de un manantial subterráneo y es muy fresca.
Luther recordó algo y sonrió.
—Charlotte y yo solíamos escaparnos para ir allí.
—La idea es muy atractiva —dijo Gavin.
—Sí, la plantación no tiene la culpa de los propietarios que la poseyeron. Aunque debió de sentir la carga —añadió asintiendo—. Debió de sentir la carga.
Se hizo un largo silencio mientras los tres nos sumergíamos en nuestros propios pensamientos durante un momento.
—Tendríamos que ir a ver qué está haciendo Jefferson arriba, Gavin —dije yo finalmente.
—Está bien.
—¿Luther? —Alzó la vista—. Gracias por habernos contado la verdad.
—Como tú también has padecido mucho dolor, he creído que lo entenderías —dijo.
—Lo he entendido.
—Voy a engrasar la camioneta —declaró—. Si Charlotte pregunta por mí decidle lo que estoy haciendo.
—Se lo diremos.
Gavin me tomó de la mano y nos dirigimos hacia la casa.
Charlotte vino a nuestro encuentro en el sendero que llevaba a la entrada y nos dijo que Jefferson estaba tan cansado de todo el ajetreo del día que se había quedado dormido en el sofá.
—Y Homer lo ha llevado a la cama —añadió. Aunque Homer fuera amable y dulce a mí aquello me preocupó y subí corriendo seguida de Gavin.
Encontramos a Jefferson profundamente dormido en su cama. Llevaba el camisón de noche y lo habían cubierto con la colcha cuidadosamente hasta la barbilla. Homer nos contemplaba fijamente sentado con expresión tranquila en un oscuro rincón de la habitación.
—Me he quedado aquí para vigilar que estuviera bien —nos explicó—. Hasta que llegarais.
—Gracias, Homer. Eres muy amable.
—Será mejor que vuelva a casa porque mañana tenemos que madrugar para pintar el granero —dijo levantándose para marcharse.
—Buenas noches, Homer —le deseé yo.
—Buenas noches —contestó, deslizándose fuera tan rápidamente como una sombra a la luz de la luna.
—Está perfectamente —dijo Gavin cuando me dirigí hacia Jefferson y contemplé su carita de ángel. No pude evitar sonreír al recordar lo que papá solía decir—: Jefferson es un ángel al menos ocho horas al día, cuando duerme. —Gavin se acercó y me susurró algo al oído.
—¿Te gustaría ir al lago del que nos ha hablado Luther? Hace bastante calor esta noche, más calor que en un gallinero ardiendo —añadió, y yo sentí que el rubor me quemaba las mejillas.
—Vamos a buscar unas toallas y una linterna para iluminar el camino —siguió diciendo.
—Jefferson podría despertarse y asustarse —dije yo débilmente.
—No creo que se despierte y, además, sabe dónde está. Vamos —insistió—, nos divertiremos.
—De acuerdo, voy a buscar las toallas.
Aunque no nos estábamos escapando, no pude reprimir la sensación de que nos escabullíamos en medio de la noche. Gavin no encendió la linterna hasta que estuvimos a una docena de metros de la casa. Encontramos el sendero del que nos había hablado Luther y lo seguimos hasta la cima de un pequeño montículo. Allí abajo estaba el lago, negro e inmóvil en medio de la oscuridad, aunque con la superficie salpicada de estrellas.
Bajamos hasta el embarcadero y nos quitamos los zapatos y los calcetines para probar el agua.
—Está fría —protesté.
—Sólo hasta que te metas dentro —dijo Gavin—. ¿Nos quitamos la ropa? Si eso te hace sentir más cómoda puedo apagar la lámpara.
—No —dije apresuradamente—. Déjala encendida.
—Estupendo. —Cuando Gavin empezó a desnudarse mi corazón se desbocó. La noche anterior habíamos dormido desnudos uno junto al otro, pero había sido en la oscuridad. Ahora nuestros cuerpos brillaban a la luz de la linterna y bajo un manto de estrellas. A pesar de la intimidad que teníamos, no pude dominar la vergüenza y una terrible excitación. Si mi corazón seguía latiendo tan deprisa, seguramente me desmayaría, pensé. Gavin, desnudo, me daba la espalda, y yo sólo me había quitado la falda.
Entonces se volvió hacia mí.
—Yo entraré primero —dijo inclinándose hacia el borde del embarcadero y metiéndose en el agua—. Es magnífico —gritó. Sólo vi la oscura silueta de su cabeza—. Vamos, vergonzosa.
—No te burles de mí o daré media vuelta y volveré a casa —le advertí.
—Mis labios están sellados —dijo rápidamente levantando los pies y chapoteando en el agua mientras iba nadando hacia atrás.
Me desabroché la blusa y luego me quité el sujetador. Cuando me quité las bragas olvidé por completo todos mis prejuicios. Sumergí los pies en el agua y busqué a Gavin, pero se había ido. No le oí nadar ni tampoco vi su cabeza.
—¿Gavin?
En el agua danzaban las luciérnagas con sus colas de color limón, centelleando aquí y allá. En las ramas de los árboles que colgaban encima del agua, los pájaros se agitaron dormidos dentro del nido. Una suave brisa jugaba con mis cabellos haciendo que algunos mechones de pelo me acariciaran la frente y las mejillas. En el otro extremo del lago, ululó un búho.
—Gavin, ¿dónde te has metido? —lo llamé alzando un poco la voz—. Gavin, me estás asustando —dije y entonces, de repente, apareció debajo del embarcadero y me agarró los tobillos. Grité, caí hacia adelante, golpeando el agua, protestando y chillando por la sorpresa del impacto. Gavin, riendo, me abrazó rápidamente para que mi cabeza no se hundiera.
—¿Estás bien? —me preguntó entre risas.
—Eres muy cruel, Gavin Longchamp —grité.
—Tardabas tanto que casi me he dormido esperando —dijo—. Además, ahora que ya estás dentro, ¿no es una maravilla?
—No quiero hablar contigo —le dije con acento petulante.
—Está bien —declaró separándose de mí—. Me voy a sumergir y me quedaré bajo el agua hasta que lo hagas. —Dicho esto se sumergió y yo esperé lo que me parecieron minutos.
—¿Gavin?
El agua permanecía inmóvil, la superficie lamía apenas los bordes del embarcadero.
—¿Gavin?
—¿Significa esto que vas a hablar conmigo? —dijo desde atrás, a mi derecha.
Di la vuelta y me encaré con él.
—Gavin, eres terrible. He pasado mucho miedo.
—Si te niegas a volver a hablar conmigo, Christie, me quedaré abajo para siempre —dijo suavemente, inclinándose a besarme en los labios. Sentí que sus manos, debajo del agua, encontraban mi cintura, acercando mi cuerpo al suyo hasta que nuestros muslos se rozaron. Sentí su miembro entre mis piernas y me separé, a la vez sorprendida y temerosa por la rapidez con la que se evidenciaba su virilidad.
—¡Vamos! —exclamó, riendo.
—Hemos venido a nadar —dije apartándome todavía más. Gavin volvió a reír y vino en pos de mí. Aunque hubiera podido cogerme cada vez que lo hubiera deseado, se mantenía a varios centímetros de distancia, nadando detrás de mí o a mi lado.
—Esto es magnífico, ¿verdad? Luther tenía razón —dijo—. El agua está muy fresca.
—Sí, y lo bastante fría como para despertarte del todo.
—¿Del todo? —repitió alargando sus manos hasta mis pechos, me acercó otra vez hacia él y volvimos a besarnos, sólo que esta vez, cuando sentí su dureza no me aparté. Nos besamos una y otra vez desnudos bajo las estrellas mientras yo sentía cada parte de mí más viva, más consciente que nunca. Todos mis sentidos se agudizaron, se hicieron más vividos. Nuestros besos eran más electrizantes, mis pechos se estremecían y las rodillas se me doblaban. De improviso, Gavin me levantó en brazos y yo oculté la cara en su pecho frío y húmedo mientras él me llevaba fuera del lago.
—Oh, Christie —susurró tras dejarme suavemente en las toallas que habíamos extendido en el embarcadero—, te deseo, no puedo remediarlo.
—No podemos volver a hacerlo, Gavin. Debemos tener cuidado, podría quedar embarazada.
—Lo sé —dijo, aunque no se apartó de mí sino que continuó besándome una y otra vez en la cara, en el cuello, en los hombros y en los pechos. Cuando me besó los pezones yo gemí y cerré los ojos.
«Estamos perdiendo el control», pensé, pero yo no tenía la fuerza suficiente para apartarlo; esperaba que él supiera cuándo debía detenerse. «Sólo un poco más —pensé—, sólo un poco más y aún podremos dominarnos».
—Te quiero, Christie —susurró—. Deseo cada parte de ti: cada hoyuelo… —Me besó en las mejillas—. Cada mechón de cabello. —Apretó los labios contra mi cabeza y luego acercó mis manos a su boca—. La punta de tus dedos. Tus pechos… tu vientre…
—¡Gavin! —grité—. Si no lo dejamos ahora no podremos hacerlo después. —Lo cogí por los hombros obligándolo a bajar más. Apoyó sus mejillas en la parte inferior de mi vientre.
—Puedo oír los latidos de tu corazón —dijo—. Tienes la piel tan fría…
Se enderezó ligeramente para poder besarme de nuevo en los labios y luego permanecimos echados uno al lado del otro, jadeantes. Cogió mi cabeza y la apoyó en su brazo y contemplamos las estrellas echados sobre nuestras espaldas.
—No tienes frío, ¿verdad? —preguntó.
—No.
—Cuando en noches como ésta miras el cielo, puedes sentir el movimiento de la tierra, ¿no es cierto?
—Sí.
—Y si haces un esfuerzo incluso puedes imaginarte cayendo en el cielo, en medio de las estrellas —dijo.
—Gavin —susurré volviéndome hacia él—. Te deseo… quiero decir que te amo de verdad, pero tenemos que pensar en Luther y en Charlotte, en lo que ha sucedido y en lo que nos puede suceder.
—Lo sé. Está bien —dijo—. Después de todo, supongo que yo soy el más realista de los dos, ¿verdad? Y de los dos también soy quien es más consciente de que no podemos vivir permanentemente en un mundo de ensueños. Pero cuando estoy contigo, Christie —añadió volviéndose hacia mí—, deseo alejar de mí toda lógica y realidad y vivir los sueños sin preocuparme de nada más.
—Pues será mejor que lo hagas, Gavin Longchamp, porque hasta ahora yo he confiado en que tú te ocuparas de la realidad.
Gavin se echó a reír.
—De acuerdo. Haré lo que deseas. —Se incorporó y se sentó—. Será mejor que nos vistamos y volvamos a casa —añadió, mirando al agua.
Nos secamos y nos pusimos la ropa en silencio. Luego Gavin me cogió de la mano y empezamos a caminar por el sendero de gravilla hacia la casa. Cuando llegamos a la cima de la colina, nos volvimos y miramos en dirección al lago, que parecía algo irreal, como un espejo en lugar de una extensión de agua. Por un instante los árboles, las estrellas, cada nube que pasaba indolentemente por encima, fueron capturados e inmovilizados en su reflejo. De este modo el lago absorbía sus recuerdos, pensé. Y ahora también guardaba el nuestro: el de dos jóvenes que se esforzaban por comprender un mundo que simultáneamente podía ser muy hermoso y muy cruel. El lago, ahora, oiría siempre nuestras risas y recordaría nuestro deseo en el regazo de sus aguas. Es posible que incluso llegase a escuchar los latidos de nuestros corazones.
Gavin alzó la linterna para que la luz iluminara el camino que se abría ante nosotros. Seguimos el haz de luz que señalaba el camino de vuelta a la casa, excitados todavía. El recuerdo de nuestros cuerpos estremecidos nos embargaba y tan aturdidos nos sentíamos que no vimos el automóvil aparcado en el sendero hasta que prácticamente estuvimos encima de él.
—¿De quién será este coche? —preguntó Gavin en voz alta, alzando la linterna y recorriéndolo con su haz de luz. Pero ninguno de los dos reconoció el automóvil.
—No lo sé, Gavin.
—Pues sea de quien sea viene de lejos —dijo señalando la matrícula—. Son de Maryland.
—Jefferson —dije con un temor repentino—. Entremos, rápido.
Recorrimos apresuradamente el sendero y los escalones de la entrada e irrumpimos en la casa. En el instante en que cruzábamos el umbral, oí una risa femenina que me era familiar y la de un hombre que no conocía. Procedían de la sala de estar, a la derecha.
Gavin y yo entramos y tía Fern se volvió hacia nosotros, con las manos en las caderas y en su rostro una mueca característica.
Su amigo, un hombre alto y rubio, se había acomodado en el sofá con las piernas cruzadas. Fumaba con indiferencia y levantaba las comisuras de los labios de tal manera que formaba una especie de corte en sus mejillas. Charlotte estaba sentada en un almohadón, con las manos juntas apretadas contra su pecho y una preocupada expresión en el rostro y Luther estaba apoyado en la silla que había detrás de ella, con una expresión muy seria y el rostro muy pálido.
—¡Tía Fern! —grité.
—Vaya, vaya, vaya, si es la princesa y su pequeño príncipe —dijo acercándose a nosotros. Su mirada nos recorrió de la cabeza a los pies y luego se clavó con dureza en nuestros rostros. Entonces vio las toallas en mi mano—. ¿Dónde estabais? —preguntó.
—Hemos ido a nadar —contestó Gavin inmediatamente. Su mueca se transformó en una sonrisa procaz y se volvió hacia su amigo.
—Escucha eso, Morty, han ido a nadar. —Su amigo sonrió con la misma expresión que ella—. A remojarse. Vaya, vaya, vaya. ¿Y qué habéis estado haciendo?
—Nada —contestó Gavin cortante—. Sólo hemos ido a nadar.
—Seguro. —La sonrisa desapareció de su rostro y fue sustituida rápidamente por una expresión dura y acerba—. No he nacido ayer, ¿sabes? Estáis locos el uno por el otro y no creo ni por un momento que puedas engañar a nadie y menos a estos ojos. Han visto demasiadas cosas.
—Eso es cierto —intervino su amigo sonriendo. Tenía una voz muy nasal y yo me dediqué a observarlo detenidamente. Tenía los ojos muy juntos y unos labios finos y largos bajo una nariz aguileña. Pensé que de todos los hombres que tía Fern había tenido como amigos éste era el menos atractivo. Tenía además unas grandes orejas y un cuello largo, y sus mejillas colgaban como las de un viejo.
—Cállate, Morty —replicó ella sin dejar de mirarnos. Luego volvió a sonreír—. Morty y yo nos dirigíamos a Florida, a la casa de la playa de Morty, cuando se me ocurrió que vosotros podíais estar aquí y decidí que debíamos desviarnos. Como veis yo tenía toda la razón.
»En casa todo el mundo anda loco. Incluso tío Philip vino a verme personalmente porque creía que podíais estar conmigo. Ni en sueños, le dije. Oye —se balanceó apoyando todo su peso en un pie y luego en el otro y volviendo a apoyar las manos en las caderas—, ¿por qué te escapaste?
Jamás le diría la verdad, pensé. Si lo hacía, soltaría una carcajada. Era la clase de cosas que la harían sentirse feliz.
—No importa —añadió apresuradamente—, no tienes que decirme la razón. Puedo verlo escrito en vuestras caras —siguió, clavando sus ojos en Gavin, luego en mí y otra vez en Gavin—. Y tú has ido tras ella como un tonto.
—No es verdad —dijo Gavin con voz cortante, sonrojándose.
—No me digas lo que es cierto y lo que no es, Gavin —exclamó ella con una sonrisita fría y tirante—. Los dos somos Longchamp. Y sé cómo es nuestra sangre. De todas formas —continuó, ahora más relajada—, no tenéis que preocuparos porque no iré a tío Philip con el cuento, a menos —añadió asintiendo—, que me obliguéis a hacerlo.
—¿Entonces no sabe dónde estamos? —pregunté yo con un suspiro de alivio.
—No. Y no creo que sea lo bastante inteligente para imaginárselo. Este es un lugar tranquilo —añadió echando un vistazo a su alrededor—. Tía Charlotte me ha estado hablando de cómo está volviendo a decorar la casa. —Ella y su amigo soltaron una carcajada—. Quién sabe, Morty, a lo mejor este estilo causa furor dentro de unos años.
—Sí, art nouveau —comentó el amigo.
—Quiero que conozcáis a Morton Findly Atwood.
—¿Cómo quieres que te llamen, Morty? ¿Mr. Atwood? ¿O sólo señor?
—Mr. Atwood está bien. Señor sería demasiado —dijo él sonriendo. Dejó caer en el suelo la ceniza del cigarrillo.
—La familia de Mr. Atwood es de rancio abolengo. Poseen lo que nosotros llamamos dinero antiguo… mermado, pero antiguo —nos explicó Fern riendo. Morton Atwood también rió. ¿Qué clase de respeto podía tener hacia su familia, me pregunté, si permitía que tía Fern se burlara de ellos de ese modo?—. Bueno, pues aquí estamos —dijo echando un vistazo a su alrededor—, y hemos decidido tomarnos unas pequeñas vacaciones dentro de nuestras vacaciones, ¿verdad, Morty?
—Como quieras. Si puedo disponer plenamente de algo es de tiempo —contestó.
—¿Qué te propones, tía Fern? —pregunté. Mi desesperación hizo que sintiera las piernas tan pesadas como si las tuviera clavadas en el suelo, y mi corazón dejó de latir a la espera de su contestación.
—¿Qué te propones, tía Fern? —me imitó ella—. ¿Y tú qué crees? Vamos a quedarnos aquí un tiempo. Estoy segura de que hay muchas habitaciones libres. Tía Charlotte estaba a punto de mostrarnos una, ¿no es cierto, tía Charlotte?
—Oh, desde luego, desde luego —dijo tía Charlotte, sin llegar a comprender del todo lo que estaba sucediendo. Luther le lanzó una mirada furiosa.
—Después de todo, somos familia —dijo tía Fern—. Todos, excepto Luther —añadió volviéndose hacia él. Luther enrojeció de rabia—. ¿Qué habitación le habéis dado a esos dos? —preguntó.
—Tenemos dos habitaciones —repuse yo apresuradamente—. Una para Jefferson y Gavin y la otra para mí. Una al lado de la otra —añadí.
—Muy conveniente. Morton, ¿vamos a inspeccionar los aposentos?
—Lo que tú digas, querida —contestó él, levantándose. Debía medir algo más de 1,80 m, y tenía unas espaldas muy estrechas y una cintura también muy estrecha para un hombre.
—Morty se jacta de ser un excelente jugador de tenis —dijo tía Fern—. Podía haber sido un magnífico profesional. ¿No tenéis aquí campos de tenis, Luther?
La contestación de Luther se pareció más a uno de sus gruñidos que a un no.
—Pues si no lo hay, construiremos uno. Eso nos mantendrá ocupados a todos. Mira cuán ocupada ha estado la princesa —dijo señalándome—. Tía Charlotte, ¿puedes enseñarnos todo esto? —preguntó. Charlotte se levantó.
—Oh, desde luego.
—Entonces hazlo —dijo tía Fern con voz cortante. Charlotte clavó en mí su mirada como si estuviera pidiendo ayuda. Sentí lástima por ella, pero no sabía qué hacer. No podía echarlos de allí, aunque no hubiera dudado en hacerlo si hubiera podido—. Ah, Luther —dijo tía Fern dirigiéndose a él—, deberías sacar nuestras maletas de la camioneta y llevarlas arriba.
Luther se la quedó mirando fijamente durante un momento y luego salió a obedecer la orden. Tía Fern se echó a reír.
—Ya te dije que sería interesante y divertido, Morty. Todos mis parientes son muy divertidos.
Pasó el brazo bajo el de él y siguieron a tía Charlotte.
—Oh —dijo volviéndose hacia Gavin y hacia mí—. No queremos interrumpiros más. Seguid haciendo lo que normalmente hacéis. —Echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada.
Gavin se volvió hacia mí. No fue necesario que dijera nada. Ambos lo sabíamos: el mundo mágico y hermoso había desaparecido tan rápidamente como lo habíamos encontrado.